Frágil matrimonio - Louise Fuller - E-Book

Frágil matrimonio E-Book

Louise Fuller

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Beschreibung

Bianca 2993 El negocio inacabado del multimillonario: reconquistar su matrimonio. La recién casada Delphi se hundió en la desesperación cuando el magnate que se había ganado su corazón tras un apasionado idilio empezó a estar más interesado en su trabajo que en ella. Había roto muchas de sus promesas y, al final, se hartó él. Sin embargo, Omar Al Majid tenía otras intenciones. La convenció de que volviera con él a Dubai, donde tuvieron que afrontar la verdad: que su matrimonio era un espejismo. Y él único culpable era él, obsesionado como estaba con crear un imperio mediático. Si Omar quería reconquistar el amor de Delphi, no tendría más remedio que cambiar de actitud y reimaginar toda su relación.

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Louise Fuller

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Frágil matrimonio, n.º 2993 - marzo 2023

Título original: Their Dubai Marriage Makeover

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411413886

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DELPHI apretó los dientes y se apoyó en la áspera almohada del hospital. ¿Cuánto tiempo tendría que seguir allí?

No sabía cuánto llevaba esperando. Los hospitales eran como los casinos: cuanto más horas pasaban, más costaba recordar el tiempo transcurrido. Para empeorar las cosas, su teléfono se había quedado sin batería poco después de llegar; pero Carole, la enfermera que le había puesto hielo en la muñeca, la miró como si le hubieran salido cuernos cuando le preguntó si lo podía cargar.

«Respira», se dijo con firmeza.

Relajó los hombros, aspiró lentamente por la nariz, contuvo la respiración, contó hasta siete y soltó el aire por la boca. Se suponía que debía hacer un siseo, como una niña soplando las velas de una tarta de cumpleaños, pero no estaba de humor para pensar en su cumpleaños. Si pensaba en él, pensaría en Dan, sus hermanos y el rancho.

Una súbita oleada de añoranza la invadió, y ella se enderezó, hizo caso omiso del pinchazo que sintió en la muñeca y miró por el hueco que había entre las floridas cortinas, aprovechando que Carole las había dejado ligeramente entreabiertas.

Era 4 de julio. Antes de llegar, había pensado que el hospital estaría tan desierto como un pueblo fantasma, porque todo el mundo se habría reunido con su familia y amigos para devorar hamburguesas achicharradas y ensaladas de patata de las bisabuelas. Pero había tanta gente como si verdaderamente fuera un casino.

De hecho, se lo había comentado al doctor Kelly, el médico que la examinó. Y, mientras le miraba los ojos con un oftalmoscopio, frunció el ceño y dijo:

–Puede que usted tenga hamburguesas y patatas, jovencita, pero este el peor día del año en urgencias. Tenemos de todo. Envenenamientos, deshidrataciones, insolaciones, quemaduras por fuegos artificiales y, por supuesto, mi favorito: los accidentes de tráfico por consumo excesivo de alcohol.

–Yo no he bebido nada –protestó ella–. Nada alcohólico, quiero decir.

Y era verdad. Ni había bebido ni había comido nada en la barbacoa. Si lo hubiera hecho, quizá no habría terminado allí. Si hubiera comido algo, un plato de ensalada o una rodaja de melón. Pero no tenía hambre. A decir verdad, llevaba semanas sin comer gran cosa.

Su cabeza se llenó de pensamientos de todo tipo, saltando de uno a otro como la furgoneta que la había recogido horas antes; y, en una de esas distorsiones del tiempo que sufría cuando no estaba vigilando lo que pensaba, se encontró de vuelta en Londres, reviviendo el momento en que no tuvo más remedio que aceptar la verdad: que los finales felices eran para otros, no para ella.

No había sido consciente en su día, pero su matrimonio terminó en ese preciso momento. Y no con una explosión, sino como un vulgar chasquido, llevándose por delante el temerario acto de fe que la había llevado a casarse.

Al recordarlo, se le hizo tal nudo en la garganta que casi no pudo respirar.

Sí, había sido un simple chasquido de la lengua contra los dientes. Pero, precisamente por eso, por ser un sonido irrelevante, le dolió mucho más. Fue como si él le hubiera dicho que no merecía otra cosa, que eso era todo lo que le podía dar.

Sin embargo, no quería pensar en ese momento. No quería pensar en él, en su atractivo, sensato y frío marido.

Desgraciadamente, lo que ella quisiera era tan irrelevante como lo había sido ella misma en su matrimonio. Omar siempre estaba ahí, en su cabeza. Era una presencia constante, que la asaltaba hasta en los sueños. Se introducía en sus pensamientos con tanta facilidad como se había introducido al principio en su ansioso y excitado cuerpo.

Con el corazón acelerado, miró por el hueco de las cortinas. Omar parecía estar al otro lado de la sala, con su oscura cabeza inclinada sobre la máquina de café, flexionando sus anchos hombros bajo una camisa azul. Pero, por supuesto no era Omar, sino su maldita imaginación. Omar estaba a muchos kilómetros de distancia, y no habría pensado ni una sola vez en la mujer que pronto dejaría de ser su esposa.

Delphi se puso tensa, y sintió otra punzada de dolor; pero no en la muñeca, lo único que se había herido en el accidente, sino en el corazón.

Era injusto. A lo largo de los años, se había acostumbrado a vivir la vida con ligereza, sin amarrarse a nada ni a nadie, y no le costaba alejarse y seguir su camino. Pero dejar a Omar era terriblemente doloroso, como cortarse un brazo o una mano. Solo había sido capaz porque al quedarse con él habría sido un acto de tozudez suicida.

Sin embargo, las cosas no eran tan fáciles. Como bien sabía por la muy publicitada relación de sus padres y por sus trágicas muertes, igualmente públicas, esos actos eran como agujeros negros, que se tragaban todo lo que estuviera cerca, Como a su padre, Dan, sus hermanos.

Delphi sabía que se iban a llevar un disgusto terrible cuando se enteraran de que había roto con Omar.

Pero la culpa era suya, y el dolor también debía serlo. Y, por mucho que le doliera, había hecho lo mejor que podía hacer.

Hasta Omar estaba de acuerdo.

Durante los días posteriores a su marcha, Delphi albergó el temor y la esperanza de que su marido fuera a buscarla. Pero Omar no era un hombre necesitado, como el padre biológico de ella, Dylan. Bien al contrario, Omar Al Majid era un macho arrogante desde su escultural cabeza hasta las suelas de sus zapatos hechos a mano, pasando por todo lo demás.

No había pasado ni un año desde su boda en Las Vegas. Durante unos dulces y cortos días, Omar había sido su hombre, y lo había amado con tanta intensidad que casi le daba miedo. Todo lo demás carecía de importancia. Solo existía él.

Pero, casi de inmediato, empezó a ver los primeros signos de peligro. La corta luna de miel y su portátil siempre abierto, con la pantalla brillando día y noche, porque trabajaba a todas horas. Desde su punto de vista, el trabajo era lo primero.

Quizá tendría que haberle dicho algo, pero eso implicaba admitir que lo amaba con locura, y aún no estaba acostumbrada a abrir su corazón a los demás. La idea le parecía tentadora y terrorífica a la vez, como abrir la caja de Pandora. Y además, Omar siempre se disculpaba profusamente por trabajar tantas horas, fines de semana incluidos.

Al recordarlo, Delphi torció la boca. Tenía todo un repertorio de disculpas.

Pero, después de Londres, se dio cuenta de que nada cambiaría las cosas; y mucho menos, sus disculpas. Omar y ella habían vivido un verdadero cuento de hadas, el original, el pasado de moda, donde la sirenita no conquistaba el corazón de su príncipe y se convertía en espuma de mar.

Tenía que marcharse, y el siguiente y único paso era formalizar su marcha, algo que había hecho la semana anterior al pedir el divorcio.

Súbitamente, Delphi oyó unos gritos que la sacaron de sus pensamientos. Dos o tres mujeres se estaban soltando todo tipo de obscenidades. Se oyó un fuerte ruido metálico y, a continuación, unos pasos.

–Hola, Delphi –dijo Carole, abriendo la cortina–. Siento que tengas que aguantar eso. Es una discusión familiar, según parece. ¿Cómo te encuentras?

–Me duele, pero estoy bien –contestó, moviendo la muñeca para demostrárselo–. ¿Qué hora es?

–Casi las dos –dijo la enfermera, sonriendo–. Me temo que te va a doler un par de días.

Delphi asintió, pasándose la mano buena por su corto y rosáceo cabello rubio. Como la radiografía había demostrado, no era la primera vez que se dañaba el brazo.

–Pero es mejor que lo muevas un poco y sigas haciendo lo que suelas hacer –prosiguió Carole–. Acelerará el proceso de recuperación y…

–Entonces, ¿ya me puedo ir? –la interrumpió.

La enfermera se puso tensa, y ella se sintió estúpida. No era la primera vez que se sentía así. Le habría gustado tener el encanto de sus hermanos, pero la gente no se le daba bien. Era una de las razones por las que había elegido trabajar con caballos. Sin embargo, estaba en las urgencias de un hospital, un lugar lleno de gente. Y la gente la ponía nerviosa.

Sus ojos se clavaron en el rostro de Carole. Sabía que era altamente improbable que una enfermera de un pequeño hospital de la Idaho rural la relacionara con aquella niña que había salido en todos los sitios de Internet. Pero le costaba cambiar de actitud. Había aprendido por las malas que fiarse de la gente era arriesgado.

Su pulso se aceleró al recordar la primera vez que Omar le dedicó una sonrisa. Además de iluminar su atractivo rostro, la puso a ella al borde del pánico. Se quedó desorientada, impactada, fascinada, dividida entre el deseo de seguir admirando su boca y el de darse la vuelta y correr.

Ahora sabía que habría sido mejor que saliera corriendo. Correr siempre era mejor o, por lo menos, más seguro. Y, cuando no se podía correr, había que mantener las distancias a toda costa.

–Sí, claro que te puedes ir.

Delphi asintió.

–Gracias.

–De nada –dijo Carole con su practicada sonrisa de enfermera–. ¿Alguna otra pregunta?

–Solo una.

Delphi puso los pies en el suelo y se incorporó sobre sus zapatos de tacón alto, aunque osciló un poco al ponerse en pie. Horas antes, mientras miraba los restos de su coche, se había esforzado por mantener la calma y no dramatizar en exceso. Los dramas podían llevar a alguien a sumar dos y dos y, si descubría que eran cuatro, se encontraría rodeada de paparazis a una velocidad sorprendente.

Esa era la razón de que hubiera llamado a su compañera de piso de camino al hospital. Ashley la estaba esperando, así que le dejó un mensaje en el contestador para contarle lo sucedido y decirle que no se preocupara y que ya encontraría la forma de llegar.

Ahora solo tenía que ir a una parada de autobús y regresar a Chreech Falls.

Si hubiera sufrido el accidente nueve meses antes, habría vuelto a casa; pero, por culpa de Omar, eso era imposible. Si llamaba, tendría que explicar por qué estaba viviendo en Idaho en lugar de vivir con su marido en Nueva York, y no estaba preparada para confesarle a su familia que su matrimonio se había roto.

El corazón se le encogió de dolor al pensar en el hombre que la había adoptado y la había criado como si fuera hija suya. Dan Howard era la mejor persona que había conocido. Dan y, por supuesto, sus hermanastros, Ed, Scott y Will. Eran su estrella polar, su brújula en la vida. Pero Dan también era quien le había presentado a Omar, y quien la había animado a confiar en sus sentimientos.

–¿Sabes si los autobuses a Creech Falls pasan por la parada del hospital?

–Sí, pero no es necesario que vayas en autobús –respondió la enfermera–. Te van a llevar en coche.

Delphi frunció el ceño. Al parecer, Ashley había hecho caso omiso de su mensaje y había decidido ir a buscarla.

–Es una gran mujer, pero no era necesario que hiciera eso –dijo.

–¿Una mujer? No, no es una mujer –dijo Carole, sonriendo de nuevo.

Justo entonces, un hombre de anchos hombros apartó la cortina y se plantó ante ellas. Delphi se quedó helada. Tuvo la impresión de que su corazón se había detenido como si alguien hubiera pulsado un botón de pausa. Y, segundos después, se puso a latir más deprisa que nunca.

No, eso no podía ser. No era posible que fuera él.

Pero lo era.

Era él, en carne y hueso, con su sangre y sus músculos. No era un producto de su imaginación. No era un espejismo. Era su marido, Omar Al Majid, vestido con un traje que parecía hecho sin más propósito que el de hacer publicidad de su espectacular cuerpo.

Delphi se quedó sin habla, sintiendo una súbita debilidad en las rodillas. Hasta el año anterior, siempre había creído que lo de las rodillas era una frase hecha, que no se debía interpretar de forma literal. Pero no era cierto y, por segunda vez en su vida, amenazaban con doblarse bajo su peso, igual que la primera vez que se vieron, en el Club de Polo Amersham.

El Amersham era su club de equitación local. Iba allí desde niña, desde que tuvo la edad suficiente para montar a caballo. Jugaba al polo desde entonces, y todos los domingos organizaba un partido en compañía de sus hermanastros y de su padre. Hacían un buen equipo, y aquel día ganaron con facilidad.

Después de comer, se fue a dar un paseo con Scott y, mientras estaban junto a los caballos, vio a Omar. Aunque entonces no sabía que se llama Omar. Solo era un hombre de jersey blanco y azul marino, uno de los que había jugado en el equipo contrario. Pero no pudo apartar la vista de sus ojos, y su corazón se aceleró tanto como en ese mismo momento.

Ni siquiera sabía por qué se sentía así. De repente, ya no recordaba nada de lo que había pasado. Solo quería apretarse contra su cuerpo, dejarse llevar por el deseo, hundirse en él. Era completamente ridículo. Aquel hombre había traicionado su confianza. Le había prometido estar siempre a su lado y la había abandonado en su lujoso ático, como una princesa encerrada en una torre. Le había prometido amor, pero estaba casado con sus negocios.

¿Por qué diablos se había casado con él? ¿Por qué, con todos los hombres que había en el mundo, había tenido que entregar su corazón a Omar Al Majid?

Mientras lo miraba, supo que la respuesta era obvia.

El rostro de Omar no tenía ni la menor imperfección; por lo menos, visible. Era de una belleza abrumadora. Cada ángulo, cada línea, cada rasgo de su cara era tan limpio y preciso como las caras de un diamante.

–Omar… –acertó a decir, conteniendo la respiración.

–Delphi.

Omar habló con suavidad, pero sus ojos marrones tenían un destello duro que emulaba la tensión de su musculoso cuerpo.

–He venido en cuanto me he enterado.

Esta vez fue ella quien se puso tensa. ¿Qué significaba eso? ¿Cómo se había enterado? ¿Quién se lo había dicho?

No tenía forma de saberlo, pero se maldijo a sí misma por haber cometido el error de ir a ese hospital. A decir verdad, ella no quería ir; pero, el conductor del otro coche, un tal Pete, estaba tan alterado por haber provocado el accidente que insistió en que la viera un médico, y ella terminó por ceder.

–Te lo agradezco mucho, pero no era necesario que te tomaras tantas molestias.

–No ha sido ninguna molestia –dijo él, arqueando hacia arriba los labios que tantas veces la habían besado–. Estaba en San Francisco por un asunto de negocios, así que solo me he tenido que desviar un poco.

Delphi sintió pánico. Era evidente que todo seguía igual. Omar siempre estaba haciendo negocios en alguna parte. Pero, por desgracia para ella, aquel día los estaba haciendo en San Francisco.

–Vaya, como nuestro matrimonio –dijo ella, alzando la barbilla.

Él entrecerró los ojos, se giró hacia Carole y dijo:

–¿Nos puedes dejar un momento?

Su tono fue de pregunta; pero, a pesar de serlo y de haber pronunciado las palabras con suma amabilidad, cualquiera se habría dado cuenta de que no era una pregunta, sino una orden.

Omar hablaba así. Omar era así.

Omar Al Majid era el hijo de uno de los hombres más ricos de Oriente Próximo, Rashid. La fortuna de su padre era inmensa, y rivalizaba con la de los emires y jeques que gobernaban las desérticas tierras del Golfo Pérsico. En el mundo de Omar, completamente distinto al de la mayoría de la gente, su palabra era ley y sus deseos se cumplían al instante.

Al ver la expresión de la enfermera, el pulso de Delphi se descontroló un poco más. Había visto esa expresión en infinidad de ocasiones, siempre en los rostros de las personas que acorralaban a sus padres en tiendas o restaurantes para pedirles un autógrafo o hacerse una fotografía con ellos: una mezcla de incredulidad, asombro y adoración.

–Por supuesto –contestó la enfermera, ruborizándose un poco.

Carole desapareció tras la cortina, lanzado una última mirada a Omar. Y, en cuanto Delphi se quedó a solas con él, dio rienda suelta a toda la ira y la frustración que estaba refrenando a duras penas.

–¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? –bramó.

Él guardó silencio durante unos segundos interminables y luego dijo, con toda tranquilidad:

–Yo diría que eso es obvio. Has sufrido un accidente, y soy tu marido.

Omar dio un paso adelante, y ella se estremeció.

–Este es el sitio donde debo estar –añadió–. A tu lado.

–¿Ah, sí? Si querías estar a mi lado, llegas con seis semanas de retraso –recordando la lluviosa y triste mañana de aquel día mayo–. Entonces te necesitaba. De hecho, te necesité durante los nueve meses de nuestro matrimonio. Pero ya no te necesito.

Sus palabras fueron deliberadamente provocadoras, pero Omar no se inmutó. Se limitó a observarla en silencio, escudriñándola.

–¿Quieres hacer eso ahora? –dijo al fin, arqueando una oscura ceja–. ¿Aquí?

Delphi se preguntó cómo era posible que tuviera tanto aplomo. Pero no tenía nada de particular. Omar era capaz de controlar cualquier situación, por difícil que fuera. Aunque consistiera en ir a buscarla a ella a un hospital rural de Idaho.

–¿Hacer qué? –preguntó, intentando mantener la calma–. Ya no hay nada que hacer. Lo nuestro ha terminado, ¿recuerdas? Ya no hay un nosotros. ¿O es que no recibiste los documentos que te envió mi abogado?

Él frunció el ceño.

–Se habrán perdido.

Ella clavó la vista en sus ojos.

–Pues será mejor que los encuentres. ¿O crees que presentarte aquí va a hacer que cambie de opinión?

Omar lo creía. Ella lo vio claramente en sus ojos. Creía que, si él quería una cosa, pasaba.

–Nos hicimos promesas, Delphi. Un tipo de promesas que significan algo que…

Omar se detuvo, y Delphi pensó que iba a decir algo más, que iba a admitir que la había dejado en la estacada, pero su teléfono sonó en ese momento. Y esta vez, no dejó las cosas a medias. Se lo sacó del bolsillo y contestó.

–Sí, exactamente… No, envíame la transcripción y ya te diré lo que me parece.

Omar cortó la comunicación, miró a Delphi y dijo:

–¿Por dónde iba?

Ella apretó los dientes.

–Por lo de las promesas que significan algo. Pero supongo que tu cabeza está en otra parte, en alguna sala de juntas de San Francisco.

Omar la miró en silencio, con expresión indescifrable.

–He tenido que dejar una reunión muy importante para venir a buscarte –dijo, sacudiendo la cabeza–. Pero, a diferencia de ti, yo no doy la espalda a mis compromisos. Aunque, teniendo en cuenta cómo te has comportado, supongo que ese concepto te es del todo ajeno.

–Si eso es lo que piensas, me sorprende que estés aquí. Pero, por favor, no te quedes por mi culpa. Seguro que puedes encontrar la salida.

–Como siempre, eliges malinterpretar mis intenciones. He venido a ayudarte a asumir tus compromisos. Hay cosas que no se pueden dejar atrás, cosas que importan demasiado.

Delphi no pudo creer que fuera tan hipócrita. Durante sus nueve meses de matrimonio, Omar había dejado bien claro lo poco que ella le importaba. Incluso ahora, estando en el hospital, contestaba llamadas de teléfono. Si hubieran estado en casa, se habría ido a su despacho y la habría olvidado de inmediato, tragada por la insaciable sed de su ambición.

–Sí, hay cosas que son muy importantes. Es una pena que hayas tardado seis semanas en darte cuenta.

Omar la miró con más intensidad.

–Eres difícil de encontrar, Delphi.

–Por lo visto, no tan difícil –replicó ella–. Y por lo visto, no soy muy buena haciéndome entender. Permíteme entonces que te aclare las cosas. No quiero nada de ti, nada salvo el divorcio.

Todo se quedó en silencio.

Hasta la gente que estaba detrás de las cortinas pareció callarse de repente.

Delphi se puso tan tensa que se le hizo un nudo en el estómago. Sobre todo, cuando Omar se acercó y llevó una mano a su mejilla.

–No se trata solo de lo que tú quieras, Delphi. Un matrimonio es cosa de dos, o debería serlo. Pero, desde que nos casamos, te has comportado como si te hubieran acorralado en contra de tu voluntad.

El corazón de Delphi se aceleró. Ahora resultaba que el fracaso de su matrimonio no era culpa de Omar, sino suya.

–En ese caso, deberías alegrarte de librarte de mí –dijo, apartándole la mano–. Y ahora, si puedes quitarte de mi camino…

Ella esperó, pero él no se movió.

–Me importa. Y ni siquiera sé por qué te has puesto así. Solo te estoy ofreciendo una limusina con aire acondicionado. ¿Cómo es posible que eso te moleste?

Delphi lo fulminó con la mirada. Hacía que pareciera una especie de diva, molesta porque le estaban ofreciendo un camerino demasiado pequeño. Pero él no era el bueno en aquella situación.

–Prefiero ir en autobús.

–Es fin de semana, Delphi. Puede que tengas que esperar varias horas.

–¿Y cómo sabes tú eso? ¿Es que fuiste conductor de autobús en otra vida? –ironizó.

–Me lo ha dicho Carole –respondió, sonriendo–. ¿Por qué te empeñas en complicar las cosas?

–Porque mi padre me dijo una vez que nunca me subiera a un coche con un desconocido –contestó, tajante.

Él volvió a sonreír.

–Sigues siendo mi esposa –dijo lentamente–. Mi responsabilidad.