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Germinal (1885), la decimotercera novela de la serie Rougon-Macquart que Émile Zola dedica al proletariado de la mina, narra la historia de Étienne Lantier, un maquinista en busca de trabajo, que llega a Montsou. El escritor describe, de una forma descarnada, el mundo sombrío y mísero de la mina, retratando a un grupo de personas que vive ahogado en condiciones infrahumanas y por cuyas venas el escritor hace correr el odio y el rencor, seres humanos que se extenúan trabajando en medio de una terrible frustración. Los sueños de juventud, la búsqueda del amor, todo choca contra la realidad siniestra de la mina, que se cobra vidas y apenas permite vivir a los que logran salir de su oscuro pozo. Pero cuando falta el pan, los mineros inician una huelga hace brotar en todos y cada uno lo mejor y lo peor del ser humano, y aunque su desenlace puede dar la sensación de fracaso, el título de la novela lo dice todo, y es que no se puede perder la esperanza completamente porque queda una semilla que algún día germinará. Ellos no han hecho más que sembrarla.
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Seitenzahl: 864
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Akal / Clásicos de la literatura / 13
Émile Zola
GERMINAL
Traducción: Tabita Peralta Lugones
Introducción: Óscar Caballero
Germinal (1885), la decimotercera novela de la serie Rougon-Macquart que Émile Zola dedica al proletariado de la mina, narra la historia de Étienne Lantier, un maquinista en busca de trabajo, que llega a Montsou. El escritor describe, de una forma descarnada, el mundo sombrío y mísero de la mina, y retrata a un grupo de personas que vive ahogado en condiciones infrahumanas y por cuyas venas corre el odio y el rencor; seres humanos, niños y viejos, que se extenúan trabajando en medio de una terrible frustración. Los sueños de juventud, la búsqueda del amor, todo choca contra la realidad siniestra de la mina, que se cobra vidas y apenas permite vivir a los que logran salir de su oscuro pozo. Pero cuando falta el pan, los mineros inician una huelga que hace brotar en todos y cada uno lo mejor y lo peor del ser humano, y aunque su desenlace puede dar la sensación de fracaso, el título de la novela lo dice todo, y es que no se puede perder la esperanza completamente porque queda una semilla que algún día germinará. Ellos no han hecho más que sembrarla.
Émile Zola (1840-1902), hijo de un ingeniero civil italiano que a su muerte dejó a la familia en la pobreza, se crió en Aix-en-Provence. Publicó su primera obra, Cuentos para Ninon, aún bajo la influencia del Romanticismo en 1864, y en 1867 presentó Thérèse Raquin, su primera novela propiamente naturalista, un estudio psicológico del asesinato y la pasión. Entre 1871 y 1893, escribió una serie de veinte novelas bajo el título genérico de «Los Rougon-Macquart», entre las que se encuentra Germinal (1885). A partir de 1893, publicó la serie «Las tres ciudades» (1894-1898), que incluye Lourdes (1894), Roma (1896) y París (1898). El mejor de sus escritos críticos es La novela experimental (1880) y la colección de ensayos Los novelistas naturalistas (1881). En enero de 1898 se vio envuelto en el caso Dreyfus, cuando escribió una famosa carta conocida como «J’accuse», en la que arremetía contra las autoridades francesas por perseguir al oficial de artillería judío Alfred Dreyfus, acusado de traición. Su último trabajo literario fue el ciclo titulado «Los cuatro Evangelios».
Diseño de portada
RAG
Ilustraciones
Jules Férat
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Título original
Germinal
© Ediciones Akal, S. A., 2017
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4460-4
INTRODUCCIÓN
La huelga de Anzin, la misteriosa huelga, continúa [...] Son, ya, cinco semanas. Cada día, un comunicado de la Compañía, remitido al corresponsal de la agencia Havas, divulga, con una redacción lacónica y más bien oscura, la situación de las concesiones.
Le Figaro, 31 de marzo de 1884
Coetáneo de Rodin y de Monet, un año menor que su gran amigo, Paul Cézanne, Émile Zola, nacido en París pero italiano hasta sus veintidós años, cuando adopta la nacionalidad francesa, vivió plenamente la revolucionaria segunda mitad del siglo XIX. Por primera vez, gracias al ferrocarril, el hombre superaba el límite de velocidad en sus desplazamientos, marcado hasta entonces por el galope del caballo. Y con el cambio de siglo llegarían el automóvil, la motocicleta, el avión... Del paso a la velocidad de la luz como techo, en poco más de una centuria. La ciencia se desarrollaba en todos los sentidos, desde la foto hasta el cinematógrafo, desde las pócimas al medicamento químico, desde el barbero y sus amputaciones a la anestesia, la cirugía, más tarde los trasplantes. Por primera vez, también, los cocineros disponían de gas y electricidad. La conservación de los alimentos, reducida hasta entonces al empleo de sal o a la deshidratación, descubría el frío. El frío casaría pronto con la electricidad, germen del frigorífico, la congelación. A su vez, la pintura conoció un enemigo mayor, la fotografía. Para justificar pinceles, los pintores cogieron el caballete y abandonaron el taller. Al aire libre nació el impresionismo y su irrupción saboteó el Salón, esa cita inventada por el Segundo Imperio para codificar el arte oficial.
El París en el que Zola nació –un 2 de abril de 1840– sería desmembrado, diseñado y reconstruido por el Barón Haussmann, a las órdenes de Napoleón III y según los gustos de su esposa, Eugenia de Montijo. Será el Segundo Imperio –el anterior fue el de su tío, el general revolucionario Bonaparte convertido luego en el sangriento Napoleón I–, una dictablanda que impone un modo de vida, un estilo de mobiliario, una corte que Zola desdeña pero a cuya sombra, por adhesión o por oposición, se desarrolla el impresionismo y nace ese naturalismo literario del que Zola será estandarte.
Atrapado entre el auge de la ciencia y el eco de la Revolución industrial pergeñada en Inglaterra, el arte también casa con el progreso. No es casual que el cine, ese invento de los hermanos Lumière –que más que la proyección será la dilución del individuo en la ceremonia colectiva de la sala–, fuera presentado más tarde, a los parisinos, en el Hôtel de l’Industrie, de Saint-Germain-de-Près, una especie de círculo de industriales. Y efectivamente, con él nacía una industria, en paralelo a la de los medicamentos, los productos alimentarios, la editorial. Si el siglo XX fue el de la especialización, el XIX fue más bien el de la profusión. Científicos, artistas, literarios se cruzan en tertulias con una misma bandera: el progreso. No es casualidad que George Sand, la literatura, haga pareja con Chopin, la música. Eugenia de Montijo inaugura la ópera diseñada por Charles Garnier y el original Cirque d’Hiver que aún subsiste. También la biología y la medicina dan saltos de gigante. El austriaco Sigmund Freud encontrará el germen de su invento, el psicoanálisis, e incluso el diván, en el anfiteatro parisino en el que el doctor Charcot presentaba sus experiencias. Pero la psicología será un útil del siglo XX. La segunda mitad del XIX pone en orden lo que la ciencia ha descubierto del hombre como entidad fisiológica y lo desarrolla. La morfología, la sangre, el barullo del organismo (el poeta Paul Valéry definirá más tarde la salud como «el silencio de los órganos») revelan una humanidad diferente.
En ese contexto, Zola define una teoría que le servirá de estructura literaria. La insinúa en su primera novela, Thérèse Raquin (1867) y la redondea en su Roman expérimental. «Nuestro héroe no es más un puro espíritu, aquel hombre abstracto del siglo XVIII. Es ya el sujeto fisiológico de nuestra ciencia actual –explica–; un ser compuesto de órganos, que circula en un medio por el cual es al mismo tiempo atravesado permanentemente.» Y reflexionaba: «¿La ciencia nos ha prometido la felicidad? No lo creo. Lo que nos prometió es la verdad. Y ahora se trata de saber si alguna vez la verdad podrá hacernos felices». Lo único cierto, para Zola, será esto: «La verdad está en marcha y nada la detendrá» («J’accuse...!», L’Aurore, 13 de enero de 1898). Y su credo: «El novelista es una mezcla de observador y experimentador».
Los comienzos de Zola son los habituales para una persona que no tiene siquiera el título de bachiller: empleos precarios hasta que Louis Hachette, fundador de lo que será luego un imperio editorial, lo contrata en su librería, en 1862. Zola no tarda en escalar el organigrama hasta convertirse en un equivalente de lo que es hoy el responsable de prensa, capaz de convencer a los críticos de las bondades de cada libro estampillado en Hachette. Aquel puesto, además, será un escalón para entrar en la gran prensa de la época. Y como no da puntada sin hilo, en 1864 Zola publica su primera obra, Les Contes à Ninon[Cuentos para Ninon]. El año siguiente le editan un cuento, La Confession de Claude[La confesión de Claude] y en 1867 una primera novela, LesMystères de Marseille[Los misterios de Marsella]. Tras cuatro años en los que aprovechó para darse a conocer en París y colaborar con periódicos, Zola renunció al puesto seguro en Hachette.
En 1868, Thérèse Raquin le otorga una primera fama. Polémica, como la de los pintores a los que defiende, porque su Teresa es al mismo tiempo novela y teoría de la novela. Es lo que aún no llama naturalismo pero bautiza, desafiante, como «escritura biológica». La crítica conservadora prefiere denominarla «escritura putrefacta» y Zola responde pluma en ristre, con el boceto de una teoría que será la de los naturalistas. Si la combatividad de su trabajo como crítico de arte le dio notoriedad, esta otra polémica y, sobre todo, la publicación de sus textos de ficción, en forma de folletones, en diarios muy leídos como La Presse, le dieron celebridad.
Conoce a Flaubert, su maestro, 19 años mayor que él, y este lo incorpora a sus tertulias dominicales con escritores de la talla de Daudet y Turguéniev. Seguro de sí, Zola decide afrontar la gran obra, inspirado por la de Balzac. La suya tendrá como eje a los Rougon-Macquart, «historia natural y social de una familia»: los Rougon, familia legítima y los Macquart, rama bastarda. En 1869, el editor A. Lacroix acepta lo que también es un desafío editorial. A través de cinco generaciones de personajes y de una veintena de volúmenes, que le costarán idéntico número de años, Zola describe la sociedad de su época, un monumento que sintetizaría el romanticismo de Victor Hugo, el realismo de Balzac y el análisis de la sociedad contemporánea, sociología avant la lettre de los hermanos Goncourt.
Como es usual, el primer tomo, La fortune des Rougon[La fortuna de los Rougon] es anticipado, en forma de folletón, por Le Siècle, en 1870. Recién casado con Gabrielle Alexandrine Meley, Zola, corto de dinero, busca un enchufe político para convertirse en alto funcionario. Pero termina en Burdeos como secretario particular de un miembro de la Gobernación. Al año siguiente vuelve a París, como cronista parlamentario. Tras el segundo tomo, La Curée, el editor abandona la saga que el público llama Los Rougon y Zola firma con G. Charpentier, quien publicará el resto de tomos. Pero ni Le Ventre deParis [El vientre de París] (1873), ni La Conquête de Plassans [La conquista de Plassans] (1874), ni la Faute de l’abbé Mouret [El pecado del abad Mouret] (1875), ni Son Excellence Eugène Rougon [Su Excelencia Eugène Rougon] (1876) le ahorran la necesidad de multiplicar artículos de prensa para vivir. El éxito y el dinero llegarán con L’Assommoir [La taberna] (1877), que le consagra como maestro de la teoría naturalista.
Al año siguiente Zola compra una casa en Médan, a unos 40 kilómetros de París, en donde pasará varios meses al año. En París y en Médan trabajará a su manera, encarnizada: una novela por año, además de piezas de teatro que no triunfarán y artículos y textos teóricos, durante 24 años. Pero es en Médan, donde pasa varios meses al año, convocará pares –Guy de Maupassant, Joris Karl Huysmann...– y fundará el Grupo de los seis, cuyas reflexiones darán, en 1880, otro libro de teoría literaria: Les soirées de Médan[Las veladas de Médan].
El éxito de público, el dinero consecuente y el respeto del medio artístico renovador no impiden, más bien acrecientan, los ataques de la crítica. En 1879, Nana, noveno tomo, revolución de librerías incluso fuera de Francia, es calificada por sus enemigos de «novela pornográfica y sórdida». En Médan, la rutina de Zola consistía en levantarse a las siete, pasear a su perro Pinpin a orillas del Sena y escribir cinco páginas en cuatro horas. Por la tarde, lectura, confección de los espesos dosieres en los que reunía las informaciones sobre cada personaje y los detalles que debía integrar en cada capítulo para darles ritmo. También se ocupaba de la correspondencia, obra en sí misma.
Esa rutina se verá alterada por la aparición en su vida, mientras escribe Le Rêve [El sueño, 1888] de Jeanne Rozerot, planchadora de 21 años contratada por su esposa. Jeanne le dará dos hijos –Madame Zola no podía engendrar–, Denise (1889) y Jacques (1891). A partir de allí, Zola vivirá una doble vida y terminará por dedicar las tardes a sus hijos. Aun cuando el éxito le permite abandonar los artículos periodísticos, su formación de reportero reaparece, por ejemplo, en sus encuentros con los mineros para preparar Germinal (1885), novela de la miseria y de la lucha obrera o, allí mismo, la descripción minuciosa del alza de las acciones mineras en la Bolsa de Lille.
Germinal fue redactado entre el 2 de abril de 1884 y el 23 de enero siguiente. Salió en folletón en el periódico Gil Blas, entre el 26 de noviembre de 1884 y el 25 de febrero de 1885. Un mes más tarde estaba en librerías. Francia vive momentos agitados. Son votadas leyes positivas (enseñanza primaria gratuita, laica y obligatoria; libertad de reunión y, casi total, de prensa; derecho sindical; restablecimiento del divorcio; inelegibilidad de familias que han reinado en Francia; gran programa de obras públicas y de transportes), la crisis económica, con el paro creciente de los obreros y carencia de verdaderas reformas sociales, enmarcan la chispa obrera revolucionaria de los mineros del norte, base de Germinal.
Hay que recordar que la represión de la Comuna había acabado con la política sindical. El renacimiento se afianza en 1879 con la reinstauración de la República y el desarrollo del movimiento socialista. Zola leyó seguramente, en 1883, les Cahiers des doléances desmineurs français (libro blanco de las quejas de los mineros franceses), con esa «lista de reformas que los mineros juzgan indispensables». Las huelgas mineras comenzaron en Anzin en 1878, seguidas por las de Denain (1880), Montceau-les-Mines (1882) y nuevamente Anzin, en 1884, cuando Zola preparaba Germinal. En el verano de 1883, Alfred Giard, profesor de la Facultad de Ciencias de Lille y diputado –con asiento a la extrema izquierda– por Valenciennes, le brinda un material precioso. Zola decide abandonar el tema que había bosquejado (la propiedad de la tierra y los ferrocarriles) y tratar «un conflicto que opone patrones y asalariados en el marco de una mina». De su trabajo da investigación dan fe los dos voluminosos informes (500 y 453 folios) conservados en la Biblioteca Nacional de París. A los que hay que añadir el resultado de viajes, lecturas y entrevistas, incorporado directamente en la novela. Según las notas de Henri Mitterrand para la obra de Zola en la Pléiade, la prestigiosa colección de Gallimard, el trabajo preparatorio tiene tres vectores:
1. Documentación técnica sobre la mina y la vida de los mineros.
2. Información sobre el movimiento obrero.
3. Recortes de periódicos y notas sacadas de la entrada «Huelga» del gran diccionario universal del siglo XIX de Pierre Laroussse.
Zola sitúa su novela en pleno Segundo Imperio, entre 1866 y 1869. Por eso habrá quienes le acusen de anacronismo, porque su documentación es veinte años posterior.
El año en el que Zola redacta Germinal París asiste a los funerales grandiosos de Victor Hugo, Daudet publica Tartarin de Tarascón y Sapho. En 1884, París dedicó una gran exposición a Manet, fallecido un año antes. En fin, en 1886, cuando Van Gogh llega, desconocido, a París, tiene lugar la última exposición de los impresionistas.
A libro político, título revolucionario: «Germinal –escribe Zola en el informe preparatorio– es el séptimo mes, comienza el 21 o 22 de marzo y finaliza el 18 o 19 de abril. El 12 germinal del año III (1 de abril de 1795) el pueblo, hambriento, invade la Convención al grito de “¡Pan y la Constitución de 1793!”. Las mujeres son numerosas. La Guardia Nacional reprime».
La obra novelística de Zola es incomprensible sin su relación inicial con las artes plásticas y el hecho, decisivo, de haber estado en el buen lugar en el buen momento. El impresionismo es el signo de una revolución, de la que Zola fue crítico inspirado. Y su conocimiento íntimo de los gestos y pensamientos del artista los tradujo en L’Œuvre [La obra], la novela que describe minuciosamente a un pintor y a su trabajo. Dato interesante: ese pintor fracasado habita el granero parisino de un edificio de la rue des Grands Augustin. Allí, medio siglo más tarde, Picasso pintará el Guernica. Y este otro dato polémico a propósito de la novela de Zola: su amigo Cézanne sostenía un terco rumor, desmentido un siglo más tarde por los historiadores, se habría visto retratado en aquel artista sin porvenir, y eso habría destruido su amistad. Si bien es verdad que, crítico de arte rápidamente impuesto y respetado, primero, y novelista de éxito después, Zola vivió una celebridad que Cézanne nunca obtuvo, tal vez porque sus audacias pictóricas asustaban, el lazo que los unía desde el instituto, donde compartieron clase, era sólido. De hecho, en 2013, una carta hasta entonces inédita, de Cézanne a Zola, fechada en 1887, es decir un año después de la publicación de La obra, demostró fehacientemente que nada había cambiado entre ellos.
Y ya se sabía que, al recibir, en 1902, la noticia de la muerte de su amigo, Cézanne rompió a llorar, desconsolado, y se encerró un día entero en su taller. No era una simple amistad. Ni es anecdótico darle una plaza preponderante. Un especialista en Zola, Henri Mitterand, autor de Lettres croisées [Cartas cruzadas, Gallimard, 2016], las misivas de Paul Cézanne y Émile Zola entre 1858 y 1887, explica que lo que sucedió entre aquellos dos adolescentes no fue sólo «una fraternidad de genio, en el comienzo de sus edades de hombre» sino también «la coincidencia de sus ideas y sus ideales, la elección de temas, la búsqueda de técnicas, la decisión de insertar su arte en el aire de la época. También les unió una geografía, la de Aix-en-Provence donde ambos estudiaron, un mismo campo social y educativo. En fin, compartir el mismo medio artístico. Y un rechazo idéntico del academicismo».
Zola tenía trece años y Cézanne catorce cuando se conocieron en el colegio Bourbon, de Aix. La pluma de Zola volverá con frecuencia, con nostalgia, a ese instante sin cortapisas de tiempo ni espacio en el que «éramos libres y nos despreocupábamos del porvenir». El escritor que vuelve a su París natal a los dieciocho años echa de menos «los pinos que ondulaban mecidos por la brisa». Las cartas de los dos primeros años son las de un par de adolescentes que como todos, sueñan. Cézanne propone a Zola «escribir a cuatro manos una tragedia». Zola, que aún no ha encontrado ese empleo en la librería Hachette que le pondrá el pie en el estribo y sueña ya con publicar un libro ilustrado con grabados de su amigo, cree firmemente que «el arte unirá nuestros apellidos, inseparables para siempre». Lectores de La divina comedia, de los poemas de Musset, Victor Hugo y Ronsard, ambos quieren escribir. Si el ritmo de la correspondencia se relaja, si los encuentros se espacian es simplemente porque Zola se zambulle en la vida parisina mientras que su amigo se transforma en «el recluso de Aix y de la Estaque, amamantado por las ilusiones», como se define. «Paul es siempre ese muchacho imprevisible que conocí en la escuela», refiere Zola.
En la carta recuperada el 2013, Cézanne acusa recepción de La Terre en los mismos términos amistosos con los que agradece cada envío de un volumen de la saga de los Rougon-Macquart. Y el Cézanne enfermo que recibe Germinal, en marzo de 1885, restablecido tal vez por una primera lectura, se satisface porque «mi cabeza ha dejado de doler, vuelvo a marchar por las colinas desde donde vislumbro hermosas panorámicas. Te deseo solamente buena salud porque pienso que por lo demás nada te falta».
En La plume et le pinceau (Odile Jacob, 2016), ensayo sobre la relación entre literatura y artes plásticas, Anika Muhlstein cita una frase clave de Zola: «No sólo apoyé a los impresionistas sino que además los traduje en literatura a través de los trazos, matices y coloridos de la paleta de mis descripciones». Jean-Pierre Leduc-Adine, catedrático de la Sorbona, compiló, presentó y anotó, en 1991, en Gallimard, y en más de quinientas páginas los textos sobre arte de Zola. Écrits sur l’art tituló esa revelación: como más tarde Apollinaire, mejor que Baudelaire, Zola tiene un ojo. Y agallas. Si durante 20 años, de 1863 a 1883, frecuentó pintores, talleres, galerías, el Salon y escribió numerosas crónicas, hacia el final de su vida se consagra casi por completo a fotografiar a sus hijos, a su familia y a los espacios que recorría.
Pero la gran repercusión de sus crónicas tiene que ver con su amor por la verdad; la suya en todo caso. Repetirla en sus escritos, negarse a la autocensura, le obliga a dejar de colaborar en L’événement, en 1866, porque los lectores juzgaban inaceptable su apoyo a Manet –que pintará su retrato– y en general a la que era llamada nueva pintura, por oposición a los académicos. Y también eran una profesión de fe sus crónicas de las exposiciones de los impresionistas en 1874, 1876 y 1879, al mismo tiempo que criticaba la obra de los pintores establecidos: Cabanel, Gérôme, Meissonier.
Lo interesante es que para Zola pintura y literatura sólo eran «dos maneras de afrontar el tema». Igual que sus amigos pintores trabajaba sobre «un motivo»; él componía escenas, las personas y las cosas distribuidas en el espacio. A ellos el lienzo, para él la página. Y cuidaba también los efectos de luces, los encuadres. Sus carpetas, donde todo está detallado, la importancia que daba a la descripción –o en sus palabras «a integrar el mundo visible en la ficción»–, explica por una parte su interés, como crítico, por el paisajismo y, visto desde el siglo XXI, lo emparenta con un dramaturgo de teatro, con un guionista cinematográfico.
En el Roman expérimental [La novela experimental] un capítulo entero desmenuza el arte de la descripción. Y el vínculo entre el novelista y el pintor se concretiza en «la atención de uno y otro a la estructura del espacio, las formas, los cuerpos». Según Leduc-Adine, los textos sobre arte, de Zola, son «un testimonio del desarrollo en paralelo de artes plásticas y novela entre el final del Segundo Imperio y la III República. A partir de esos textos –asegura–, debiera instaurarse por fin un estudio sobre las relaciones entre artes plásticas y literatura a finales del siglo XIX: constituyen un privilegiado espacio de análisis». El catedrático enseña también que aparte de que la crítica de arte en particular y el periodismo en general, además de alimentar al escritor le hacían vislumbrar la carrera literaria, de acuerdo con Zola y sus contemporáneos, «para los naturalistas, escribir en periódicos creaba un espacio intermedio entre la publicación de primeras obras y la gran literatura».
Por intuición, por cálculo, por talento, Zola detecta la organización interior de la nueva pintura, organiza la de una nueva novelística y, beneficio colateral, renueva la crítica misma, que
ya no tiene la misión pedagógica de corregir [Documents littéraires,Documentos literarios, 1881], de señalar los errores como en un deber de alumno, de ensuciar las obras maestras con notas pedantes de gramático, de retórico. La crítica ha crecido, se ha convertido en un estudio anatómico de los escritores y de sus obras [...] La nueva crítica no enseña: expone. Por eso su importancia consiste hoy en marcar los movimientos de escuela que se producen [...] Y el público, al que la originalidad desconcierta, necesita ser tranquilizado, guiado.
En Mes Haines[Mis detestaciones] asegura Zola que «el crítico actúa como el médico: ausculta cada obra, cada hombre, dulce o violento, bárbaro o exquisito, y apunta sus observaciones a medida que las formula, sin preocuparse de sacar conclusiones ni de dictar preceptos». En palabras de Leduc-Adine, para quien el párrafo produce «un desplazamiento epistemológico esencial», nace allí una crítica naturalista «que no se sitúa ya en el campo del arte sino en el del conocimiento; es decir, en el de la ciencia. El artista y el crítico son en adelante analistas, término importante, casi esencial, de la teoría naturalista».
Esos odios, la violencia con la que el crítico Zola se sirve de la inmediatez del periódico para provocar, denunciar, promover, le acompañarán toda su vida. Y tendrán su apogeo en el combate que le valdrá exilio (y según algunos incluso la muerte): la defensa de la inocencia y el honor del capitán Dreyfus.
La hercúlea saga de dos familias, una época y una sociedad, termina en 1893 con el vigésimo tomo: Le Docteur Pascal [El doctor Pascal]. Al año siguiente, cuando Zola inicia la trilogía Trois Villes[Tres ciudades], con Lourdes, para ira de los medios católicos, y da conferencias en Italia, ignora por supuesto la condena del capitán Dreyfus, el 22 de diciembre. Entre 1895 y 1897 vuelve a escribir artículos, esta vez para LeFigaro, sobre el oficio literario, la política, la pintura o ese antisemitismo que crece en Francia y él combate. Normal, entonces, que cuando el presidente del Senado le revela el trasfondo de la condena de Dreyfus, Zola recobre el entusiasmo de su antigua lucha por la verdad. En 1897, tres artículos suyos en Le Figaro, defienden a Dreyfus. Al mismo tiempo, el cierre de la trilogía, París, denuncia la estafa relacionada con el canal de Panamá.
Pero aunque todavía publicará dos poemarios (Messidor y L’Ouragan, en 1898 y 1901) y las novelas de la serie inconclusa Los cuatro Evangelios,Fécondité [Fecundidad, 1899], Travail [Trabajo, 1901] y Vérité [Verdad, publicación póstuma en 1903], su obra máxima del tramo final, será el virulento «J’accusse», del 13 de enero de 1898, en el diario de Clemenceau, L’Aurore, carta abierta al presidente Félix Faure (póstumamente célebre porque murió en trance amoroso en el mismo Elíseo). Zola denuncia el complot, auspiciado por el antisemitismo reinante, que permitió la humillación y cárcel de Dreyfus. El defensor se transforma en acusado: un mes más tarde, tras un proceso tumultuoso, Zola es condenado a un año de prisión y 3.000 francos de multa. El 18 de julio, precavido, se exilia en Inglaterra. Pero su acusación ha revigorizado a la defensa de Dreyfus, que obtiene la nulidad del proceso. La buena noticia posibilita el regreso de Zola, el 5 de junio de 1899, para continuar la batalla, siempre en L’Aurore.
La noche del 28 al 29 de septiembre, mientras duerme en su casa del 21 bis rue de Bruxelles, en el noveno distrito de París, junto a su esposa, un gas producido por emanaciones tóxicas de la chimenea (¿o fue un acto criminal?), los asfixia. Ella sobrevivirá. No el escritor, que a sus sesenta y dos años es declarado muerto por el forense a las diez de la mañana del 29. L’Aurore, que comienza a publicar Verdad, en folletón, sale el 30 con una cinta negra en señal de duelo. Le Figaro, por su parte, llora «la desaparición de los grandes novelistas: tras Flaubert y Daudet, Zola». La prensa nacionalista y antisemita, exulta. La Libre Parole, el diario antisemita de Drummond, titula: «Suceso naturalista, asfixia de Zola». Y el católico La Croix insinúa un suicidio. Pero, en general, la emoción es inmensa y gana Europa. Dreyfus convence a Anatole France de hacer el elogio fúnebre en el cementerio de Montmartre ante una delegación de mineros de Denain que desfila ante el féretro al grito de ¡Germinal!
El eterno reposo tardará en llegar. El 13 de julio de 1906, poco después de que los jueces anularan la condena de Alfred Dreyfus y el ejército le devolviera su espada y su grado, por 306 votos contra 165, los diputados deciden trasladar sus cenizas al Panteón. Pero habrá todavía tres encendidos debates y un ataque feroz del nacionalista Charles Maurras, respondido por Jean Jaurès. Y todavía, en 1908, en medio de la ceremonia de entrada de los restos al Panteón («aquí yacen los grandes hombres»), un tal Louis Grégori desenfunda un pistola para matar a Dreyfus pero sólo consigue herirle en un brazo.
La ferocidad de sus enemigos será inversamente proporcional a la fidelidad de colegas, admiradores y lectores: cada 29 de septiembre sale de París una peregrinación a Médan, homenaje a Zola ideado por su yerno y que reúne indefectiblemente unas quinientas personas. Entre los peregrinos figurarán grandes escritores, a través de los años: de Anatole France a Blasco Ibáñez, de Céline a Van der Meersch, de Louis Aragon a Jules Romain, de Jean d’Ormesson a Jorge Semprún.
Sin olvidar a los políticos: de Mendès France al presidente Chirac, quien, ante un millar de personas, en 2002, rindió un homenaje nacional a Zola. En fin, consagrada museo en 1985, la casa de Médan, que conserva intacto el salón en el que Zola escribía, en reformas en la segunda década del siglo XXI, reabrirá en 2018 con dos salas dedicadas al caso Dreyfus.
Óscar Caballero
París, 2016
CRONOLOGÍA
1840
Nace el 2 de abril en París Émile Zola, hijo de François, un ingeniero veneciano y de la francesa Emilie Aubert.
1843
La familia Zola se instala en Aix-en-Provence donde hoy subsiste un dique Zola, obra del padre del escritor.
1853
Ingresa en el colegio Bourbon, donde nacerá su amistad de toda la vida con Paul Cézanne.
1858
En París, ingresa en el instituto Saint-Louis. Primeros esbozos literarios.
1862
Comienza a trabajar en la librería editorial Hachette.
1862
El 31 de octubre obtiene la nacionalidad francesa.
1864
Publica Les Contes à Ninon [Cuentos para Ninon].
1865
Publica el cuento La Confession de Claude [La confesión de Claude].
1866
Bien introducido en la prensa parisina, y con numerosas colaboraciones, deja su empleo en Hachette.
1867
Publica su primera novela: Les Mystères de Marseille[Los misterios de Marsella].
1867
Publica Thérèse Raquin, bosquejo de lo que llama escritura biológica, embrión del naturalismo. Inmenso éxito de público, pero perplejidad o rechazo de la crítica, que llega a tratar la novela de «literatura putrefacta».
1868
Su creciente popularidad le permite conocer a Gustave Flaubert quien le presenta a Alphonse Daudet e Iván Turguéniev.
1870
Se casa con Gabrielle Alexandrine Meley.
1871
Publica La Fortune des Rougon[La fortuna de los Rougon] y, sucesivamente, La Curée[La jauría]. Son los dos primeros tomos de la obra de su vida, les Rougon-Macquart, inspirada en la ambición de La comedia humana, de Balzac, de novelar una época. Esa «historia natural y social de una familia del Segundo Imperio», como subtitula su serie, se apoya en cinco generaciones de dos ramas: los Rougon, familia legítima y los Macquart, familia bastarda. Como telón de fondo, la sociedad de su tiempo.
1872
Firma un contrato con el editor Charpentier que asegura la continuidad de la saga, tras el abandono de su primer editor.
1873
Publica Le Ventre de Paris[El vientre de París].
1874
Publica La Conquête de Plassans[La conquista de Plassans].
1875
Publica La Faute de l’abbé Mouret[El pecado del abad Mouret].
1876
Publica Son Excellence Eugène Rougon[Su excelencia Eugène Rougon].
1877
Publica L’Assommoir[La taberna]; fue su primer título en castellano, en 1880, año en el que, no sin escándalo, se comenzó a traducir la saga en España.
1877
Publica un cuento, L’Attaque du moulin.
1880
Publica Le Roman expérimental [La novela experimental], ensayo que le convierte en inspirador y guía de la escuela naturalista, que cultivarán también Guy de Maupassant y los hermanos Goncourt. También publica L’Inondation[La inundación]. Y Nana, rápidamente considerada un clásico, pero también atacada con violencia y calificada de pornográfica.
1883
Publica Au Bonheur des dames[El paraíso de las damas] inspirada por le Bon Marché, primer gran almacén.
1884
Publica La Joie de vivre[La alegría de vivir].
1885
Publica Germinal.
1887
Publica La Terre[La tierra].
1888
Jeanne Rozerot, planchadora contratada por su esposa, le dará dos hijos: Denise (1889) y Jacques (1891). Zola inicia una doble vida. Pero tras su muerte, su esposa reconocerá a los dos vástagos. Publica Le Rêve[El sueño].
1890
Publica La Bête humaine[La bestia humana].
1892
Publica La Débâcle[El desastre].
1893
Publica el último tomo de Les Rougon-Macquart:Le Docteur Pascal [El doctor Pascal], que cierra el ciclo.
1894
Inicia nueva serie con Lourdes, seguida por Rome [Roma] (1896) y Paris [París] (1898).
1897
Comienza su campaña de prensa en defensa de Dreyfus.
1898
En el diario L’Aurore, publica un «J’accuse» [«Yo acuso»] que pasará a la historia y hará vender 300.000 ejemplares del diario. Es una carta abierta dirigida a Félix Faure, presidente de Francia, que exige justicia para Dreyfus y resume públicamente, por primera vez, el complejo caso. Acusado a su vez de difamación, por el gobierno, Zola es condenado a un año de prisión y a la máxima multa prevista por la ley. Su abogado pide la revisión y entre tanto le aconseja exilarse en Inglaterra.
1899
Zola, eximido judicialmente de culpa, pero arruinado porque sus bienes fueron subastados y víctima de ataques periodísticos que no cesan, vuelve a Francia con su nueva novela, Fécondité [Fecundidad] bajo el brazo. Es el primer título de un nuevo ciclo: Les quatre Évangiles[Los cuatro Evangelios].
1900
Fascinado por la Exposición Universal y apasionado por la fotografía, deja un impresionante reportaje fotográfico de aquella cita de la industria y el progreso. Entre 1898 y 1901 también publica poesía: Messidor y L’Ouragan.
1901
Publica el segundo evangelio: Travail [Trabajo]. Vérité [Verdad] será un libro póstumo y de Justice[Justicia] que debía cerrar el cuarteto, sólo se hallará un boceto.
1902
De vuelta en París, tras su veraneo en Médan, los Zola son intoxicados, durante la noche del 28 al 29 de septiembre por el tiraje defectuoso de la chimenea del dormitorio. Los médicos logran salvar a la esposa, pero el escritor no sobrevive.
1908
El 4 de junio, las cenizas de Émile Zola son transferidas al Panteón de París, en presencia del rehabilitado capitán Dreyfus.
GERMINAL
PRIMERA PARTE
I
Por la llanura, bajo una noche sin estrellas y un espesor de tinta, un hombre solo avanzaba por la carretera de Marchiennes a Montsou[1], diez kilómetros de adoquines a través de los campos de remolacha. Delante, ni siquiera veía el suelo negro y sólo adivinaba el inmenso horizonte por el viento de marzo, ráfagas amplias como un mar, heladas tras haber barrido leguas de marismas y tierras desnudas. Ni una rama de árbol se dibujaba en el cielo, la calzada se veían con la rectitud de un espigón, en medio de las salpicaduras deslumbrantes de la niebla.
El hombre había salido de Marchiennes hacia las dos. Caminaba con paso vivo, tiritando bajo el fino algodón de su chaqueta y el pantalón de pana. Le molestaba un pequeño bulto, anudado en un pañuelo a cuadros; lo apretaba contra las caderas, por momentos con un codo, luego con el otro, para poder deslizar en el fondo de sus bolsillos las dos manos a la vez, esas manos ateridas que el viento helado hacían sangrar. Sólo una única idea ocupaba su cabeza de obrero sin trabajo y sin hogar, la esperanza de que el frío fuera menos vivo al amanecer. Hacía una hora que caminaba así, cuando a su izquierda, a dos kilómetros de Montsou, vio las luces rojas de tres braseros que ardían como suspendidos en el aire. Primero dudó, con miedo; y luego, no pudo resistir a la dolorosa necesidad de calentarse un momento las manos.
El camino se accidentaba. Todo desapareció. El hombre tenía a su derecha una valla, un muro de grandes tablas que cerraban una vía férrea, mientras que a su izquierda se levantaba un talud de hierba con unos frontones confusos, y la visión de un pueblo de techos bajos y uniformes. Caminó unos doscientos pasos. Bruscamente, en un recodo del camino, delante de él, reaparecieron las luces sin que pudiera comprender cómo ardían tan alto en el cielo, como lunas humeantes. Pero también lo detuvo otro espectáculo a ras del suelo. Era una masa pesada, un montón plano de construcciones de donde se erguía la chimenea de una fábrica; de las sucias ventanas salían escasas luces; afuera, cinco o seis tristes faroles colgaban de unas tablas de madera ennegrecida y se alineaban sobre unos soportes gigantescos y, en medio de esa aparición fantástica, anegada de oscuridad y de humo, subía un sonido, la pesada y larga respiración de un escape de vapor que no se veía por ninguna parte.
El hombre reconoció una mina. Volvió a atormentarle la angustia de que allí no habría trabajo para él. En lugar de dirigirse hacia los edificios, se arriesgó a escalar la escombrera sobre la que ardían los tres fuegos de carbón de hulla[2] en los gaviones de fundición para iluminar y calentar a los trabajadores. Los picadores debían haber trabajado hasta tarde; aún retiraban cascotes. En esos momentos escuchaba a los carretilleros que empujaban los vagones sobre los raíles y distinguía sus sombras vivientes volcando las vagonetas, cerca de cada hoguera.
—Buenas noches –dijo, acercándose a una de las carretillas.
El carretero estaba de pie, dando la espalda al brasero: un viejo, vestido con un jersey de lana violeta, una gorra de pelo de conejo; mientras que su caballo, un gran corcel de color ocre esperaba, en una inmovilidad de piedra, a que vaciaran las seis vagonetas que cargaba. El obrero encargado del balancín, un muchacho pelirrojo y escuálido, no se apresuraba demasiado, se apoyaba en la palanca con una mano adormecida. Y, allí arriba, el viento redoblaba, un aire glacial, cuyo aliento regular pasaba como una guadaña.
—Buenas noches –respondió el viejo.
Se hizo un silencio. El hombre, que se sentía observado por una mirada desconfiada, se presentó enseguida.
—Me llamo Étienne Lantier[3], soy maquinista... ¿Hay trabajo aquí?
Las llamas lo iluminaban, debía tener veintiún años, muy moreno, guapo, parecía fuerte a pesar de sus miembros delgados.
Más tranquilo, el carretero movió la cabeza.
—Trabajo para un maquinista, no, no... Ayer se presentaron dos. No hay nada.
Una ráfaga les cortó la palabra. Luego, señalando el sombrío montón de construcciones, al pie de la escombrera del terraplén, Étienne preguntó:
—Esto es una mina, ¿verdad?
Esto es una mina, ¿verdad?, preguntó Étienne.
El viejo, esta vez, no pudo responder. Lo ahogaba un violento acceso de tos. Finalmente, escupió y su salivazo, sobre el suelo rojizo, dejó una mancha negra.
—Sí, una mina, el Voreux... ¡Fíjese, el poblado minero está allí al lado!
Ahora con el brazo extendido mostraba, en la oscuridad, el pueblo que el joven había adivinado bajo los techos. Como las seis vagonetas ya estaban vacías, las siguió sin chasquear el látigo, con las piernas tiesas por el reuma, mientras el caballo partía solo, tirando pesadamente entre los raíles, bajo una nueva borrasca que le erizaba el pelaje.
En aquel momento el Voreux salía del sueño. Étienne, que se demoraba delante del brasero calentando sus pobres manos ensangrentadas, miraba y distinguía cada parte de la mina, el cobertizo alquitranado del cribado, la torre del pozo, la amplia cámara de la máquina de extracción, la torreta cuadrada de la bomba de agotamiento. Esta mina, escondida en el fondo de una hondonada, con sus construcciones ordinarias de ladrillos, levantaba su chimenea como un cuerno amenazador que se parecía a un animal hambriento, acechando para comerse el mundo.
Mientras la examinaba, pensaba en él, en su existencia de vagabundo. Hacía ocho días que buscaba un trabajo; volvía a verse en su taller del ferrocarril, abofeteando a su jefe, expulsado de Lille, echado de todas partes; el sábado, había llegado a Marchiennes, donde se decía que había trabajo en las Forges; y nada, ni en las Forges ni en Sonneville; había tenido que pasar el domingo escondido bajo las maderas de la caseta de una obra, de donde a las dos de la madrugada un vigilante lo había expulsado. Nada, ni una moneda, ni siquiera un mendrugo de pan: ¿qué iba a hacer por los caminos, sin destino, sin saber siquiera dónde protegerse del viento? Sí, era una mina, había vislumbrado con viva claridad los fogones de los generadores a través de una puerta bruscamente abierta, iluminada por unos pocos faroles. Se explicaba hasta el escape de la bomba, esa respiración gruesa y larga, que soplaba sin descanso, como el aliento congestionado de un monstruo.
El bracero del balancín, con la espalda doblada, ni siquiera había mirado a Étienne y cuando este iba a recoger el hatillo que estaba en el suelo, un acceso de tos anunció el retorno del carretero. Lentamente, se le vio salir de la sombra, seguido del caballo ocre, que cargaba seis nuevas vagonetas llenas.
—¿Hay fábricas en Montsou? –preguntó el joven.
El viejo escupió y respondió en medio del viento:
—¡Claro! ¡No son fábricas lo que falta! ¡Pero había que verlas hace tres o cuatro años! Todo funcionaba, ni se podían encontrar obreros, jamás habíamos ganado tanto dinero... Y ahora, volvemos a apretarnos el cinturón. Un desastre en todo el país, echan a la gente, los talleres cierran uno tras otro... Quizá no es culpa del emperador, pero ¿para qué se va a luchar en América?[4] Sin contar que los animales mueren de cólera, igual que la gente.
Entonces, con frases cortas, con el aliento entrecortado, los dos siguieron quejándose. Étienne contaba sus búsquedas inútiles desde hacía una semana: ¿tendría que morirse de hambre? Pronto los caminos estarían llenos de mendigos. Sí, decía el viejo, todo esto terminará mal, porque Dios no permite echar a tantos cristianos a la calle.
—No tenemos carne todos los días.
—¡Si al menos tuviéramos pan!
—¡Así es, aunque sólo fuera pan!
Sus voces se perdían, las rachas de viento arrastraban las palabras con un aullido melancólico.
—¡Fíjese! –dijo en voz alta el carretero girándose hacia el otro lado–, Montsou está allí...
Y con su mano extendida nuevamente, mostraba en las tinieblas puntos invisibles, a medida que los nombraba. Allí, en Montsou, aún funcionaba la azucarera Fauvelle, pero la azucarera Hoton acababa de reducir su personal y sólo quedaban la fábrica de harina Dutilleul y la cordelería Bleuze, para los cables de minas, que aún aguantaban. Luego, con un gesto significativo, indicó, al norte, toda una mitad del horizonte: los talleres de construcción Sonneville no habían recibido más que un tercio de sus pedidos habituales; de los tres altos hornos de Forges de Marchiennes, sólo dos funcionaban todavía. Y en la vidriería Gagebois amenazaba la huelga porque se hablaba de una reducción de salarios.
—Lo sé, lo sé –repetía el joven a cada indicación–. Vengo de allí.
—Aquí, por el momento todo va bien –añadió el carretero–. De todas maneras las minas han disminuido su volumen de extracción. Y mire allí enfrente, en la Victoire, sólo arden dos baterías de hornos de coque[5].
Escupió y volvió a marcharse detrás de su caballo somnoliento, después de haberlo enganchado a las vagonetas vacías.
Ahora, Étienne dominaba todo el paisaje. Las tinieblas seguían siendo densas pero la mano del viejo las había llenado de grandes miserias que el joven, inconscientemente, sentía en ese momento a su alrededor, por todas partes, en una extensión sin límites. ¿Acaso no era un grito famélico que soplaba como viento de marzo a través de este campo desnudo? Las ráfagas se habían enfurecido y parecían traer la muerte del trabajo, una hambruna que mataría a muchos hombres. Con los ojos perdidos, se esforzaba por penetrar las sombras, atormentado por el deseo y el miedo a ver. Todo se empequeñecía en el fondo de lo desconocido de las noches oscuras; sólo percibía, muy lejos, los altos hornos y los hornos de coque. Estos, baterías de cien chimeneas, plantadas oblicuamente, alineaban rampas de llamaradas rojas; mientras que las dos torres, más a la izquierda, ardían azules como antorchas gigantescas en pleno cielo. Era de una tristeza de incendio. No se veían otros astros en el horizonte amenazador, aparte de esos fuegos nocturnos de la tierra del carbón y del hierro.
—¿Viene usted de Bélgica? –preguntó detrás de Étienne el carretero, que había vuelto.
Esta vez traía solamente tres vagonetas. Había que vaciar sólo estas: un accidente en la caja de extracción, una tuerca rota, iba a detener el trabajo durante un buen cuarto de hora. Ya no se oía el chirrido prolongado de los vagones enviados por los obreros debajo de la escombrera. De la mina sólo salía el ruido lejano del martillo, golpeando sobre la chapa.
—No, soy del Mediodía[6] –respondió el joven.
El bracero, tras haber vaciado las vagonetas, se sentó en el suelo, contento con el accidente. Aunque mantenía un gesto rudo y silencioso, sólo había levantado los ojos apagados sobre el carretero, como molesto con tanta palabrería. Este último, en realidad, nunca hablaba tanto. Pero el rostro del desconocido le agradaba y se lanzó a esa comezón de confidencias, que a veces hacen hablar solos, en voz alta, a los viejos.
—Yo –dijo–, soy de Montsou, me llamo Bonnemort[7].
—¿Es un apodo? –preguntó Étienne sorprendido.
El viejo soltó una risita burlona, y mostró el Voreux:
—Sí, sí... Me sacaron de allí dentro tres veces, una vez con todo el pelo quemado, otra con tierra hasta el estómago y la tercera con el vientre hinchado de agua como una rana... Entonces, como vieron que no quería reventar, me llamaron Bonnemort, para burlarse.
Su alegría redobló como un chirrido de poleas mal engrasadas, que terminó por degenerar en un terrible acceso de tos. El brasero iluminaba su cabeza grande, con pocos y blancos cabellos, un rostro liso, de una pálida lividez, maculada de algunas manchas azules. Era bajo, con un enorme cuello, las pantorrillas, los talones hacia fuera y largos brazos cuyas manos cuadradas le llegaban hasta las rodillas. Por otra parte, como su caballo, que seguía inmóvil sobre las patas, a pesar del viento, parecía de piedra, no se mostraba molesto por el frío ni la borrasca que silbaba en sus oídos. Cuando terminó de toser, con la garganta arrasada por un carraspeo profundo, escupió al pie del brasero y la tierra se oscureció.
Étienne lo miraba y veía el suelo manchado con sus escupitajos[8].
—¿Hace mucho tiempo –preguntó– que trabaja en la mina?
Bonnemort abrió los brazos.
—¡Mucho tiempo, ya lo creo!... ¡Aún no tenía ocho años, cuando bajé por primera vez! Fíjese, justo en el Voreux, y ahora tengo cincuenta y ocho. Calcule usted... He hecho de todo allí abajo, primero de aprendiz, luego vagonero[9] cuando tuve la fuerza para mover los vagones, después, durante dieciocho años minero del corte de rocas en las galerías. Pero entonces, por culpa de mis malditas piernas, me pusieron en reparaciones, a terraplenar, a remolcar y a reparar los entibados, hasta que tuvieron que sacarme del fondo, porque el médico dijo que si no, moriría allí. Así que hace cinco años, me hicieron carretero... ¿Qué le parece? ¡Bonito, eh, cincuenta años de mina, con cuarenta y cinco allí abajo!
Mientras hablaba, los trozos de hulla encendidos que caían del brasero iluminaban su rostro lívido con un reflejo que parecía de sangre.
—Me aconsejan que descanse –continuó–. Yo no quiero, ¡creen que soy tonto!... Seguiré dos años más, hasta los sesenta, para tener una jubilación de ciento ochenta francos. Si les dijera adiós ahora, me darían sólo ciento cincuenta. ¡Son muy astutos, esos desgraciados!... Por lo demás, estoy fuerte, menos las piernas. Es por el agua que se me ha ido metiendo en la piel, a fuerza de estar hundido en los cortes. Hay días en que no puedo mover una pata sin aullar de dolor.
Un ataque de tos lo volvió a interrumpir.
—¿Y también le hace toser? –dijo Étienne.
Negó violentamente con la cabeza. Luego, cuando pudo hablar:
—No, no, me he acatarrado el mes pasado. Nunca tosía, pero ahora no puedo quitarme la tos... Y lo más curioso, es que escupo, escupo...
Un carraspeo subió a su garganta. Escupió una masa negra.
—¿Es sangre? –interrogó Étienne, atreviéndose a preguntar.
Lentamente, Bonnemort se secó la boca con el revés de la mano.
—Es carbón... Tengo dentro del cuerpo lo bastante como para caldearme hasta el final de mi vida. Y eso que hace cinco años que no pongo los pies en las galerías. Parece que lo tenía acumulado, sin saberlo. En fin, ¡esto conserva!
Hubo un silencio. El martillo lejano golpeaba con ruidos regulares en la mina, el viento pasaba con su lamento, como un grito de hambre y cansancio que venía de las profundidades de la noche. Ante las llamas que se agitaban, el viejo seguía hablando, desgranando sus recuerdos. ¡Ah, por supuesto que desde siempre él y su familia trabajaban en las galerías! La familia entera trabajaba para la Compañía de minas de Montsou, desde su nacimiento: y de esto hacía ya ciento seis años. Su abuelo, Guillaume Maheu, un chiquillo de quince años por entonces, había encontrado el carbón graso en Réquillart, la primera mina de la Compañía, un viejo pozo abandonado ahora, allí, cerca de la azucarera Fauvelle. Todo el mundo lo sabía, que la veta descubierta se llamaba la veta Guillaume, por el nombre de su abuelo. No lo había conocido, un hombre gordo, por lo que contaban, muy fuerte, que murió de viejo a los sesenta años. Luego, su padre, Nicolas Maheu, llamado el Rojo, con cuarenta años apenas, se quedó en el Voreux, donde trabajaba entonces: un desprendimiento lo aplastó por completo, con la sangre y los huesos aplastados por las rocas. Dos de sus tíos y sus tres hermanos, más tarde, también se habían dejado la vida. Él, Vincent Maheu, que estaba casi entero, sólo con las piernas doloridas, pasaba por un pícaro. ¿Qué se le iba a hacer? Había que trabajar. Hacían eso de padres a hijos, como hubieran hecho cualquier otra cosa. Su hijo, Toussaint Maheu cavaba ahora y sus nietos y toda la familia se alojaba enfrente, en el barrio minero. Ciento seis años de sacrificio, los críos como los viejos, para el mismo patrón. ¿Qué le parece? ¡Muchos burgueses no hubieran podido contar tan bien su propia historia!
—¡Y mientras podamos comer algo...! –murmuró de nuevo Étienne.
—Es lo que yo digo, mientras tengamos pan para comer, se puede vivir.
Bonnemort se calló, con la mirada hacia las casas, donde las luces se encendían poco a poco. Sonaban las cuatro en el campanario de Montsou y el frío era cada vez más vivo.
—¿Y su Compañía es rica? –preguntó Étienne.
El viejo se encogió de hombros, luego los dejó caer, como abrumado por el peso de la riqueza.
—¡Oh, sí!, ya lo creo. No tan rica quizá como su vecina, la Compañía de Anzin. Pero tienen millones y millones. Ya no pueden contarlos... Diecinueve minas, y trece para explotación, le Voreux, la Victoria, Crèvecoeur, Mirou, Saint-Thomas, Madeleine, Feutry-Cantel y varias más, y seis en transición o ventilación, como Réquillart... Diez mil obreros, concesiones que se extienden por sesenta y siete comunas, una extracción de cinco mil toneladas por día, un ferrocarril que une todas las minas y talleres y fábricas... ¡Sí, sí, claro que tiene dinero![10].
Un redoble de vagones, en los raíles, hizo alzar las orejas del gran caballo amarillento. Abajo, la plataforma ya debía estar reparada porque los obreros habían retomado su tarea. Mientras preparaba su caballo para volver a bajar, el carretero añadió suavemente, dirigiéndose al animal.
—¡Oye perezoso, no tienes que acostumbrarte a charlotear!... ¡Si el señor Hennebeau supiera cómo pierdes el tiempo!
Étienne, pensativo, miraba la noche. Preguntó:
—Entonces ¿la mina es del señor Hennebeau?
—No –explicó el viejo–, el señor Hennebeau sólo es director general. Es asalariado como nosotros.
Con un gesto, el joven mostró la inmensidad de las tinieblas.
—¿Y todo esto a quién pertenece?
Bonnemort se quedó sofocado por una nueva crisis de tos, de tal violencia, que no conseguía recuperar el aliento. Finalmente, cuando escupió y se limpió la espuma negra de los labios, dijo, en medio de la ventisca que soplaba más y más:
—¿Eh? ¿A quién pertenece?... No lo sabemos. A unas personas.
Y con la mano, señalaba en la sombra un punto impreciso, un lugar ignorado y perdido, poblado de esa gente para quien los Maheu trabajaban desde hacía más de un siglo. Su voz había adquirido una especie de miedo religioso, como si hubiera hablado de un tabernáculo inaccesible donde se escondía un dios saciado y acuclillado a quienes todos daban su carne pero a quien jamás habían visto.
—¡Al menos si pudiéramos comer suficiente pan! –repitió por tercera vez Étienne sin que viniera a cuento.
—¡Pues sí! ¡Si al menos siempre tuviéramos pan, sería perfecto!
El caballo había partido, el carretero también desapareció, caminando como un inválido. Cerca del balancín, el obrero no se había movido, hecho una bola, con el mentón entre sus rodillas, mirando el vacío con sus ojos apagados.
Étienne no se alejó pero recogió su bulto. Sentía las ráfagas que le helaban la espalda, mientras su pecho ardía frente a la hoguera. Quizá, de todas maneras, haría bien en dirigirse a la mina: el viejo podía no saber; y además, se resignaría y aceptaría cualquier trabajo. ¿Dónde ir y qué hacer, en ese lugar hambreado por el paro? ¿Abandonar sus huesos de perro perdido al pie de un muro? Sin embargo, una duda lo perturbaba, el miedo al Voreux, en medio de esa llanura, ahogado en una noche tan densa. El viento parecía aumentar a cada ráfaga, como si soplara desde un horizonte cada vez más amplio. Ninguna madrugada blanqueaba el cielo muerto, sólo ardían los altos hornos, así como los hornos de coque, enrojeciendo las tinieblas, sin iluminar lo desconocido. Y el Voreux, en el fondo del agujero, con su aspecto de animal malvado, jadeaba penosamente, como si le costara digerir la carne humana[11].
II
En medio de los campos de trigo y de remolacha, las casas de los mineros del poblado Deux-Cent-Quarante[12] dormían bajo una noche negra. Se distinguían vagamente cuatro inmensos edificios de pequeñas casas adosadas, como los cuarteles o los hospitales, geométricos, paralelos, que separaban las tres anchas avenidas, divididas en jardines iguales. Y, sobre la planicie desierta se escuchaba únicamente el lamento de las ráfagas, entre los enrejados arrancados de las persianas.
En casa de los Maheu, en el número 16 del segundo edificio, no se movía nada. Unas espesas tinieblas ahogaban la única habitación del primer piso, como si aplastaran con su peso el sueño de los seres que se apretujaban allí, en un montón, con la boca abierta y reventados de cansancio. A pesar del intenso frío de afuera, el aire denso tenía un calor vivo, ese sofoco cálido de los dormitorios colectivos, que huelen a ganado humano.
Sonaron las cuatro en el cuco de la planta baja, pero nada se movía aún, silbaban los alientos secos acompañados con dos ronquidos sonoros. Y, bruscamente, Catherine se levantó. En su cansancio, por costumbre, había contado las campanillas, a través del suelo, sin encontrar la fuerza para despertarse por completo. Luego, sacando las piernas fuera de las mantas, tanteó y encendió una cerilla para encender la vela. Pero se quedó sentada, con la cabeza tan pesada que se le caía contra los hombros, cediendo a la necesidad incontenible de hundirse en la almohada.
Ahora la vela iluminaba el dormitorio cuadrado, con dos ventanas, que tres camas llenaban. Había también un armario, una mesa, dos sillas de nogal viejo, cuyo tono oscuro manchaba los muros, pintados de amarillo claro. Y nada más, algunos harapos colgados en clavos, un cántaro sobre el azulejo, cerca de un barreño rojo que se usaba como lavabo. En la cama de la izquierda, Zacharie, el primogénito, un muchacho de veintiún años, estaba acostado con su hermano Jeanlin, que terminaba su undécimo año; en la de la derecha, dos chiquillos, Lénore y Henri, la primera de seis años, el segundo de cuatro, dormían abrazados uno a otro; mientras que Catherine compartía la tercera cama con su hermana Alzire, tan enclenque para sus nueve años, que ni siquiera la notaba a su lado, si no fuera por la joroba que la pequeña enferma le clavaba en las costillas. La puerta de cristal estaba abierta, se veía el corredor del rellano, una especie de recodo donde el padre y la madre ocupaban la cuarta cama, contra el cual habían instalado la cuna de la recién venida, Estelle, de tres meses solamente.
Sin embargo, Catherine hizo un esfuerzo desesperado. Se desperezaba, estiraba con las manos sus cabellos pelirrojos, que se le enredaban en la frente y en la nuca. Endeble para sus quince años, sólo se le veían, sobresaliendo de la funda estrecha del camisón unos pies azulados, como tatuados por el carbón, y unos brazos delicados, cuya blancura de leche contrastaba con la tez de la cara, estropeada por los continuos lavados con jabón negro. Un último bostezo abrió su boca un poco grande, con dientes perfectos en la palidez clorótica de las encías; mientras que sus ojos grises lloraban de sueño atrasado, con una expresión dolorosa y rota, que parecía inflar de fatiga toda su desnudez.
Pero un gruñido llegó desde el pasillo, la voz de Maheu farfullaba, pastosa:
—¡Santo cielo! Es la hora... ¿Enciendes tú, Catherine?
—Sí, padre... Acaba de sonar el reloj abajo.
—¡Apresúrate entonces, holgazana! Si hubieras bailado menos el domingo por la noche, nos habrías despertado antes... ¡Panda de perezosos!
Y siguió protestando, pero el sueño le volvió, sus reproches se atascaban, se apagaban en un nuevo ronquido.
La muchacha, en camisón, con los pies descalzos sobre las baldosas, iba y venía por la habitación. Cuando pasó delante de la cama de Henri y Lénore, echó sobre ellos la manta que se había resbalado; pero ellos no se despertaron, aniquilados por el pesado sueño de la infancia. Alzire, con los ojos abiertos, se había girado para recuperar el hueco caliente de su hermana mayor, sin pronunciar ni una palabra.
—¡Vamos, Zacharie! ¡Y tú, Jeanlin, vamos! –repetía Catherine, de pie delante de sus dos hermanos que seguían tumbados, con la nariz pegada en las almohadas.
Tuvo que coger al mayor por los hombros y sacudirlo; luego, mientras él murmullaba injurias, ella decidió descubrirlos, arrancando la sábana. Le pareció divertido y comenzó a reír, cuando vio que los dos muchachos se resistían, con las piernas desnudas.
—¡Vaya tontería, déjame! –gruñó Zacharie de mal humor, cuando se sentó–. No me divierten las bromas... ¡Decir, maldición, que hay que levantarse!
Era flaco, desgarbado, con un rostro alargado manchado con pocos pelos de barba, con cabellos amarillentos y la palidez anémica de toda la familia. Llevaba la camisa recogida hasta el vientre y la bajó, no por pudor, sino porque tenía frío.
—Ha sonado abajo –repetía Catherine–. ¡Vamos, arriba! Padre se enfada.
Jeanlin, que se había acurrucado, volvió a cerrar los ojos, diciendo:
—¡Vete al infierno, estoy durmiendo!
Ella volvió a reírse como una buena hermana. Él era tan pequeño, con sus miembros delgaduchos, sus articulaciones hinchadas por la escrofulosis[13], que lo cogió entre sus brazos. Pero él se retorcía, con su máscara de mono pálido y peludo, perforada con sus grandes ojos verdes y alargada por sus grandes orejas, palideciendo de rabia por ser tan débil. No dijo nada, pero la mordió en el pecho derecho[14].
—¡Pobre diablo! –murmuró ella, reteniendo un grito y dejándolo en el suelo.
Alzire, silenciosa, con la sábana hasta el mentón, no había vuelto a dormirse.
Seguía con sus ojos de enferma a su hermana y a sus dos hermanos, que ahora se vestían. Otra pelea estalló alrededor del barreño, los muchachos empujaron a la chiquilla porque tardaba mucho en lavarse. Las camisas volaban mientras que, muertos de sueño todavía, se aliviaban sin vergüenza, con la fácil tranquilidad de una camada de cachorros que crecen juntos. La primera en estar lista fue Catherine. Se puso su pantalón corto de minero, la chaqueta de tela, anudó el trapo azul alrededor de su moño; y, con esas ropas limpias del lunes, parecía un hombrecito; sólo le quedaba de su sexo el leve contoneo de sus caderas.
—Cuando vuelva el viejo –dijo con maldad Zacharie–, estará muy contento de encontrar la cama deshecha. ¿Sabes qué?, le diré que has sido tú.