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La novela se abre con un breve preludio en el que, al volver de un paseo, el narrador, con gran dificultad, recoge «un magnífico cardo en flor de la especie que llamamos cardo tártaro». El cardo es ya el implícito emblema de Hadjí Murat: ¡Cuánta energía y vitalidad! ¡Con qué tenacidad defendió su vida y qué cara la vendió! Hadjí Murat es la excepción más grandiosa del último Tolstoi, pues ahí el viejo chamán rivaliza con Shakespeare. La extraordinaria facultad de Shakespeare a la hora de dotar de una existencia exuberante incluso a los personajes más secundarios, a la hora de henchirlos de vida, es inteligentemente absorbida por Tolstoi. Todo el mundo en Hadjí Murat posee una vívida individualidad: Shamil, el zar Nicolás, Avdéiev, el desdichado soldado ruso muerto en una escaramuza, el príncipe Vorontsov, a quien Hadjí Murat se entrega; Poltoratski, comandante de una compañía. El catálogo parece interminable, como en las obras mayores de Shakespeare. ¿Cómo puede la ficción ser sobrenatural y natural al mismo tiempo? Supongo que podría argüirse que en las ficciones más supremas se funden esos atributos contradictorios. Pero no existen muchas novelas cortas capaces de reconciliar desconcertantes antinomias
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León Tolstoi
HADYI MURAD
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-315-2
Greenbooks editore
Edición digital
Mayo 2019
www.greenbooks-editore.com
Nota Preliminar
Glosario de vocablos no rusos empleados por Tolstoi sin traducir
HADYI MURAD
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La presente obra, una de las más tardías de León Tolstoi (1828-1910), revela en su composición una serie de vicisitudes. Un primer borrador de ella data de 1896, en tanto que la primera versión impresa, tras una docena de revisiones y con omisiones exigidas por la censura, es la de Moscú de 1912; y la que puede considerarse como completa y definitiva es la de Berlín de ese mismo año. Trátase, pues, de una obra póstuma, pero el hecho de serlo no se debe enteramente a descuido o indiferencia por parte de su autor. Como se verá más adelante, Tolstoi sabía que la obra no podría ser publicada durante su vida. Quizá por ello la compuso y revisó un poco a trompicones, no sólo según los altibajos de su interés por ella, sino, dada la índole histórica de la obra, a medida que iba creciendo y profundizando su conocimiento de los personajes y acontecimientos reales que en ella se ponen de manifiesto.
No cabe la menor duda de que la obra es, en lo esencial hisitóricamente verídica. En su concepción y durante su composición, Tolstoi se documentó con rigor idéntico al de quien se prepara para escribir una historia sensu stricto. Leyó recopiló y absorbió cuanto pudo agenciarse sobre la guerra del Cáucaso: historias, periódicos, memorias, diarios personales, apuntes, cartas,. conversó con algunos de los que habían participado en la contienda; y en cuanto a ambientación (tipos, lenguaje, paisajes, costumbres) recurrió al rico acervo de recuerdos de su propia vida en el Cáucaso en 1851-53, primero como funcionario administrativo y después como oficial de artillería. De su estancia en el Cáucaso y afición a todo lo concerniente a él dejó como testimonio su obra Los cosacos, que, escrita en 1854, no fue publicada hasta 1862. Ahora bien, con lo histórico, como cabe espera, se funde en Hadyi Murad lo imaginado, lo que Tolstoi pone de su propia experiencia vital de su conocimiento del alma humana, de su sondeo en las honduras del pensar, sentir y obrar de las gentes.
Al igual que en Los cosacos, Tolstoi revela en Hadyi Murad cuánto le afectó el conflicto entre dos estilos de vida: la sencilla, regida por la tradición y la costumbre, de los montañeses del Cáucaso, y la compleja, sujeta a vaivenes ideológicos, sociales y políticos -sin descontar las «modas» anejas a tales alteracionesde los rusos «civilizados» empeñados en incorporar al Imperio a hombres y culturas que sobreviven al margen de él Este conflicto, que tiene su origen en Rousseau (de quien tan devoto fue Tolstoi), y que tan sobado fue luego por los románticos, había sido ya tratado en Rusia por Pushkin y Lermontov. Pero Tolstoi lo «desromantizó» a tal punto que obras como Los cosacos y Hadyi Murad pueden leerse -y, en efecto, son leídas no obstante ser «ficciones narativas»- como auténticos estudios etnológicos y sociológicos. Es sabido que durante su estancia en el Cáucaso, acaso por aversión hacia la conducta de sus propios compatriotas en aquella comarca, Tolstoi hizo lo posible por asemejarse a los indígenas, esfuerzo que iba a encarnar en el personaje de Olenin, en Los cosacos, y más tarde, en Hadyi Murad, en el de Butter, oficial del ejército ruso y vicioso de los naipes -como en un tiempo lo había sido Tolstoi-: «La poesía de la vida peculiar e indómita de la montaña se adueñó aún más de Butler con el contacto que tuvo con Hadyi Murad y sus murids [secuaces]. Se compró un beshmet [especie de gabán] y una cherkeska [especie de túnica], unas polainas y le pareció que él tambt'én era montañés y vivía la misma vida que ellos» (cap. 20),
A esta faceta costumbrista, y en contraste con ella, hay que agregar el designio de dar a la obra un inequívoco sesgo político y social. El capítulo 15 está dedicado en su mayor parte al zar Nicolás L por el que, como es notorio, Tolstoi sintió siempre viva antipatía. El retrato que de él hace el autor revela, con abundantes pinceladas caricaturescas, a un hombre frío, fatuo, cruel lascivo e hipócrita, cuyo mayor solaz cuando se siente a disgusto por cualquier motivo es preguntarse: «¿Qué sería de Rusia sin mí?» Más aún: «¿Qué serían sin mí no sólo Rusia, sino Europa?» Nicolás es el dechado del déspota: se rodea de ministros abyectos, prontos a poner en ejecución cualquier medida que decrete por cruenta o descabellada que sea, y de una corte cuya pleitesía servil contribuye a fomentar y aplaudir el engreimiento y la petulancia del autarca. Esta semblanza de Nicolás I fue la que impidió que la novela pudiese ser publicada durante la vida de su autor.
Pero frialdad; crueldad; engreimiento y lascivia no son raras morales privativas de Nicolás. Lo son también, aunque no tan finamente perfiladas, de su enemigo mortal el imam Shamil cabecilla religioso y militar de los montañeses que luchan en el Cáucaso por su independencia y la integridad de su territorio. La mirada «cansina», «mortecina», de Nicolás encuentra su paralelo en los ojos siempre «entornados» de Shamil quien de ordinario «mantenía inmutable, como si fuera de piedra, el rostro pálido», La misma abyección que ministros y cortesanos muestran ante el zar la encontramos en los consejeros y secuaces de Shamil. Su palabra es ley, sus órdenes son inapelables. O sea, que con máscaras diferentes el despotismo es esencialmente igual en todas partes.
Pero el personaje principal es, por supuesto, Hadyi Murad; lugarteniente de Shamil que acaba pasándose a los rusos. Es, como todos los personajes principales de la novela, figura histórica, de la que se habló mucho en Rusia a raíz de su deserción. Parece ser que Tolstoi no llegó a conocerle personalmente, pero sí conoczo a quienes le conocieron, y ese conocimiento indirecto fue lo que le llevó con constancia y dedicación a prueba de interrupciones, a perfilar la figura de ese individuo singular por el que llegó a sentir; como se trasluce en la novela, irresistible afecto.
La edición utilizada es la de L. N. Tolstoi Sobranie sochinenii. Moskva: Gosudarstvennoe Izdatel’stvo Hudoyhestvennoi Literatury, 1959, vol. 12.
JUAN LÓPEZ-MORILLAS
Aïa sí
Aoul aldea
Beshmet especie de chaqueta acolchada
Burka capa
Chechnya región del noreste del Cáucaso
Cherkeska túnica larga, ajustada y sin cuello, con cartucheras que se cruzan en el pecho
Dytgit caballista y tirador certero
Ghazavat la guerra santa
Gurda nombre de un armero
famoso del Cáucaso
Iok no
Jáger soldado de un regimiento de fusileros
Kizyak combustible mezcla de paja y estiércol
Kotkildy saludo de bienvenida
Kumyk pueblo musulmán de origen turco
Kunak amigo íntimo
Lya-il lyaha-il' Allah «No hay otro Dios que Dios»
Murid discípulo; secuaz; aquí guardaespaldas
Naib lugarteniente
Pilau plato a base de arroz
Saklya casa humilde
Sardar Gobernador General del
Cáucaso
Saubul saludo de bienvenida
Shariat ley musulmana
Sheikh Jeque
Tavlin montañés
Tarikat ley musulmana
Ulan yakshi muchacho forzudo
Yakshi bien
Volvía yo a casa a campo traviesa. Iba mediado el verano. Se había dado remate a la cosecha del heno y empezaba la siega del centeno.
Esa estación del año ofrece una deliciosa profusión de flores silvestres: trébol rojo, blanco, rosado, aromático, tupido; margaritas arrogantes de un blanco lechoso, con su botón amarillo claro, de ésas de < me quieres no me quieres», de olor picante a fruta pasada; colza amarilla con olor a miel; altas campanillas blancas o color lila, semejantes a tulipanes; arvejas rampantes; bonitas escabrosas, amarillas, rojas, de color rosa y malva; llantén de pelusa levemente rosada y levemente aromática; acianos que, tiernos aún, lucen su azul intenso a la luz del sol, pero que al anochecer o cuando envejecen se tornan más pálidos y encarnados; y la delicada flor de la cuscuta, que se marchita tan pronto como se abre.
Había cogido un gran ramo de estas flores y ya volvía a casa cuando vi en una zanja, en plena eflorescencia, un magnífico cardo color frambuesa de los que por aquí llaman «tártaros», que los segadores esquivan con cuidado, y cuando por descuido cortan uno lo arrojan entre la hierba para no pincharse las manos. A mí se me ocurrió coger ese cardo y ponerlo en medio de mi ramo. Bajé a la zanja y, tras ahuyentar un abejorro que se había colado en una de las flores y allí dormía dulce y pacíficamente, me dispuse a coger la flor. Pero aquello resultó muy difícil. No sólo el tallo pinchaba por todas partes -incluso a través del pañuelo con que me había envuelto la mano-,sino que era tan sumamente duro que tuve que bregar con él casi cinco minutos, arrancándole las fibras una a una. Cuando por fin logré mi propósito, el tallo estaba enteramente deshecho y la flor misma no me parecía ahora tan fresca ni tan hermosa. Por añadidura, era demasiado ordinaria y vulgar para emparejar con los otros colores delicados del ramo. Lamentando haber destruido sin provecho una flor que había sido hermosa en su propio lugar, la tiré. «¡Pero qué energía, qué potencia vital! -me dije, recordando el esfuerzo que me había costado arrancarla-. ¡Cómo se defendía y cuán cara ha vendido su vida!»
El camino que conducía a la casa pasaba por un terreno en barbecho recién arado. Yo caminaba lentamente sobre el polvo negro. Ese campo labrado pertenecía a un rico propietario. Era tan vasto que a ambos lados del camino o en el cerro enfrente de mí sólo se veían los surcos idénticos de la tierra labrada. La labor había sido excelente: no se veía por ninguna parte una brizna de hierba o una planta. Todo era tierra negra. « ¡Qué criatura tan devastadora y cruel es el hombre! ¡Cuántos seres vivos, cuántas plantas destruye para mantener su propia vida!» -pensé, buscando involuntariamente a mi alrededor alguna cosa viva en medio de ese campo negro y muerto. Frente a mí, a la derecha del camino, vi lo que parecía ser un pequeño arbusto. Cuando me acerqué noté que era la misma especie de cardo «tártaro cuya flor había árrancado en vano y tirado luego.
La mata del cardo se componía de tres ramas. Una estaba tronchada, con un muñón que semejaba un brazo mutilado. Las otras dos tenían, cada una, una flor, antes roja, pero ahora ennegrecida. Un tallo estaba roto, y de su punta pendía una flor sucia. La otra, aunque sucia de tierra negra, estaba todavía erguida. Era evidente que por encima de la planta había pasado la rueda de un carro, pero que el cardo había vuelto a levantarse y se mantenía erecto, aunque torcido. Era como si le hubiesen desgajado del cuerpo un miembro, abierto las entrañas, arrancado un brazo, vaciado un ojo. Y, sin embargo, se mantenía tieso, sin rendirse al hombre que había destruido a sus congéneres en torno suyo.
«¡Qué energía! -pensé-. El hombre ha vencido todo, destruido millones de plantas, pero ésta no se rinde.»
Y me acordé de una antigua aventura del Cáucaso que yo mismo presencié en parte, que en parte me contaron testigos oculares y en parte también imaginé. Esa aventura, tal como la han ido hilvanando mi memoria y mi imaginación es la que sigue.
Aquello ocurrió a fines de 1851. En un anochecer frío de noviembre, Hadyi Murad llegó al aoul de Mahket, aldea hostil de Chechnya, cuyo ambiente despedía olor a lo que los indígenas llaman kixyak, combustib mezcla de paja y estiércol.
Acababa de terminar el forzado canto del muecín, en el claro aire montañero impregnado de humo de kizyak, por encima del mugido de las vacas y el balido las ovejas dispersas entre las cabañas del aoul -apretujadas unas con otras como celdillas de un panal-, se oía claramente los sonidos guturales de hombres que discutían y las voces de mujeres y niños junto a la fuente abajo.
Este Hadyi Murad era un naib de Shamil, famoso por sus hazañas. De ordinario nunca cabalgaba sin bandera, e iba acompañado siempre de varias decena de murids que caracoleaban en torno suyo. Fugitivo ahora, encapuchado y envuelto en una burka bajo la cual asomaba una carabina, y con sólo un murid como acompañante, marchaba cuidando en lo posible de no darse a conocer, escudriñando con sus sagaces ojos negros las caras de los habitantes que encontraba en el camino.
Al entrar en el aoul, Hadyi Murad salió de la calle que conducía a la plaza y, torciendo a la izquierda, entró por una callejuela. Al llegar a la segunda saklya de ésta, cavada en un flanco del cerro, detuvo el caballo y miró a su alrededor. Bajo el cobertizo de la entrada no había nadie, pero sobre el techo, tras la chimenea recién enlucida de arcilla, yacía un hombre cubierto de una pelliza. Hadyi Murad tocó con la punta de su látigo al hombre tumbado en el techo y chascó la lengua. De debajo de la pelliza surgió un anciano. Llevaba puestos un gorro de dormir y un viejo y grasiento beshmet. Los ojos del anciano, desprovistos de pestañas, estaban enrojecidos y húmedos. Parpadeó para despegarlos. Hadyi Murad pronunció el consabido Selaam. aleikum! y se destapó la cara.
-Aleikum selaam! -respondió el viejo, sonriendo con su boca desdentada al reconocer a Hadyi Murad; y enderezándose sobre sus flacas piernas se dispuso a meter los pies en unas pantuflas con tacón de madera que estaban junto a la chimenea. Una vez que se las hubo puesto, metió sin prisa los brazos en las mangas de su arrugada pelliza y bajó a reculones la escalerilla apoyada en el techo. Y mientras se vestía y bajaba, el viejo no cesaba de menear la cabeza sobre el cuello enjuto, arrugado, tostado por el sol, y de balbucear algo con su boca desdentada. Al llegar al suelo, en señal de bienvenida, cogió la brida y el estribo derecho del caballo de Hadyi Murad, pero el murid ágil y fuerte de éste había saltado rápidamente de su montura y, apartando al viejo, le reemplazó en la tarea.
Hadyi Murad echó pie a tierra y, cojeando ligeramenlte, entró bajo el cobertizo. A su encuentro salió a la puerta un muchacho de unos quince años que con ojos brilllantes, negros como la endrina, miró asombrado a los recién llegados.
-Ve corriendo a la mezquita y llama a tu padre -le ordenó el viejo. Y, pasando delante de Hadyi Murad, le abrió la puerta frágil de la saklya, que chirrió un tanto. Al mismo tiempo que Hadyi Murad, salió por una puerta interior una mujer pequeña, delgada, de edad madura, con beshmet rojo sobre camisa amarilla y zaragüelles azulles. Traía unos cojines.
-¡Que tu llegada nos sea propicia! -dijo, y casi dolblándose en una reverencia, empezó a colocar los cojilnes contra la pared delantera para que se sentara el huésped.
-¡Que tus hijos gocen de buena salud! contestó Hadyi Murad, quitándose la burka, la carabina y el sable y entregando todo ello al viejo.
Éste, cuidadosamente, colgó de una escarpia la carabilna y el sable junto a las armas del dueño de la casa, que colgaban entre dos grandes calderos que brillaban en la pared recién enlucida y blanqueada.
Hadyi Murad se ajustó la pistola a la espalda y, arrolpándose en su abrigo circasiano, tomó asiento. El viejo se sentó frente a él, sobre los talones desnudos, cerró los ojos y levantó las manos con las palmas hacia arriba. Hadyi Murad hizo lo propio. Luego los dos recitaron una plegaria, se pasaron las manos por el rostro y las junltaron en la punta de la barba.
-Ne habar? -preguntó Hadyi Murad al viejo (o sea, «¿hay alguna novedad?»).
-Habar iok (o sea, «no hay novedad alguna») respondió el viejo, mirando a Hadyi Murad, no en la cara, sino en el pecho, con sus ojos enrojecidos y sin pestañas-. Yo vivo en el colmenar y sólo he venido hoya visitar a mi hijo... Él sabe.
Hadyi Murad comprendió que el viejo no quería decir lo que sabía y lo que él, Hadyi Murad, necesitaba saber; así, pues, sacudió levemente la cabeza y no hizo más preguntas.
-En lo que hay de nuevo no hay nada bueno agregó, sin embargo, el viejo-. La única noticia es que las liebres están buscando los medios de ahuyentar a las águilas. Y las águilas lo destruyen todo, primero esto, luego lo de más allá. La semana pasada esos perros de rusos pegaron fuego al heno del aoul de Michit... ¡Permita Alah que revienten! -añadió ronca y furiosamente.
Entró el murid de Hadyi Murad, apoyando suavemente sus fuertes piernas sobre el suelo apisonado. Se quitó, al igual que Hadyi Murad, la capa, la carabina y el sable y colgó todo ello en la misma escarpia de que pendían las armas de su señor, quedándose sólo con el puñal y la pistola.
-¿Quién es? -preguntó el viejo a Hadyi Murad, señalando al recién llegado.
-Mi murid Se llama Eldar -dijo Hadyi Murad.
-Bien -dijo el viejo, indicando a Eldar un lugar en el fieltro alIado de Hadyi Murad.
Eldar se sentó cruzando las piernas y, sin decir palabra, clavó sus hermosos ojos de carnero en el rostro del viejo que contaba cómo la semana anterior sus muchachos habían capturado a dos soldados, habían matado a uno de ellos y enviado el otro a Shamil en Veleno. Hadyi Murad escuchaba distraído, mirando la puerta y prestando oído a los ruidos de fuera. Bajo el cobertizo, delante de la vivienda, se oyeron pasos, chirrió la puerta y entró el dueño de la casa.
Ese dueño era Sado, un cuarentón de barba corta, nariz larga y ojos negros, aunque no tan brillantes como los de su hijo, el chico de quince años que había ido en su busca, quien ahora entró con su padre y se sentó junto a la puerta. Sado se quitó al entrar las sandalias de madera, empujó su viejo y raído gorro de piel hacia la nuca (que por no haber sido afeitada en mucho tiempo comenzaba a cubrirse de pelos largos) y fue a sentarse sobre los talones frente a Hadyi Murad.