Heridos en el corazón - Carole Mortimer - E-Book
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Heridos en el corazón E-Book

Carole Mortimer

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Beschreibung

Estaba dispuesta a aceptar su oferta de matrimonio... si conseguía descubrir sus motivos Cuando la tragedia golpeó la vida de Skye O'Hara también la volvió a reunir con Falkner Harrington, el enigmático socio de su padre. Skye necesitaba tiempo para pensar qué hacer con su vida, por lo que no pudo rechazar el refugio que Falkner le ofrecía en su casa. Sin embargo, la impetuosa pelirroja no tardó en empezar a creer que Falkner tenía un plan secreto... sobre todo cuando le propuso un matrimonio de conveniencia...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Carole Mortimer. Todos los derechos reservados.

HERIDOS EN EL CORAZÓN, Nº 1568 - julio 2012

Título original: His Bid for a Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0707-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

Era atracción sexual. Pura y sencillamente; salvo que para Skye no tenía nada de pura ni de sencilla en aquel momento.

Se sentía caliente y febril, sabía que sus mejillas debían de estar rojas y sus ojos debían de brillar más de la cuenta, y le costaba respirar. Tenía los pezones duros bajo el jersey rosa ajustado y sentía un deseo ardiente entre las piernas.

Sentía todo aquello a pesar de no estar segura de que le gustara el hombre responsable de aquellas sensaciones nuevas y desconcertantes.

–Connor, no tengo intenciones de venderte a Tormenta sólo para que pueda romperle el cuello a tu preciosa hija la primera vez que intente montarlo delante de sus amigos –le estaba diciendo Falkner Harrington al padre de Skye en un tono mordaz.

Falkner Harrington. Arrogante, condescendiente, burlón. Tenía el pelo rubio y largo, lo que debería resultar ridículo a una edad propia de estilos mucho más cortos, pero que en él sólo reafirmaba su masculinidad, pues remarcaba sus facciones duras, las cejas rectas sobre sus ojos azules, nariz arrogante, labios sensuales que en aquel momento reflejaban desdén, mandíbula cuadrada; rasgos que enfatizaban su aspecto indomable.

Skye reconoció compungida que su padre, mucho más conservador en traje y corbata, parecía un gato doméstico enfrentándose a la fiereza de un felino salvaje.

–Skye ya montaba antes de saber andar –dijo su padre sonriendo–. Falkner, le prometí a mi hija que le regalaría un caballo árabe al cumplir los dieciocho –le explicó antes de que el hombre más joven pudiera continuar con su escarnio–. Es más, tú sabes tan bien como yo que el carácter impredecible de Tormenta no va bien para el circuito de saltos.

A sus treinta y dos años, Falkner Harrington era uno de los mejores jinetes de saltos del mundo desde hacía diez años, aunque, como Skye sabía por los periódicos, era tan conocido por sus proezas fuera del circuito de saltos como por las de dentro.

Sin embargo, a ella le parecía que tenía mucho descaro al hablar a su padre de forma tan condescendiente, cuando la compañía de whisky de aquél había sido su patrocinadora durante los últimos siete años. Tampoco le gustaba que la viera como a una niña rica que no sabía nada de caballos y que sólo lo quería para alardear de él ante sus amistades.

–¿Skye? –se burló Falkner, mirándola con frialdad–. Apellidándose O’Hara, ¿no le habría quedado mejor llamarse Escarlata?

La joven estaba segura de que el comentario tenía más que ver con su cabellera pelirroja por la cintura, recogida en una cola de caballo, que con su apellido, y se le encendió la cara ante la rudeza de aquel hombre, como si su nombre fuera más normal. Aunque tuvo que admitir que pegaba con su aspecto vikingo.

–Tengo los ojos azules –habló ella a la defensiva por primera vez, con voz ronca y con un ligero acento irlandés.

–Es verdad –contestó Falkner, mirándola a los ojos y absorbiendo la belleza de su rostro, su jersey rosa sobre los pechos duros y unos vaqueros que se ajustaban a sus largas piernas–. Y tienes casi dieciocho años –repitió con escepticismo, como si le costara creerlo.

Medía casi un metro setenta y su pelo, cuando no estaba sujeto, era una mezcla de rubio, castaño y cobrizo; su piel, pasada ya la pubertad, era pálida e impecable, y su figura quizá más cerca de la delgadez que de la voluptuosidad, pero ya habría tiempo para esta última. En cualquier caso, Skye decidió indignada que no tenía nada que justificara que aquel hombre la mirara como si no fuese más que una niña precoz.

–Vamos, Falkner –siguió el padre–. Sólo por dejar que Skye le eche un vistazo no va a pasar nada, ¿no?

–No, claro –aceptó, sin dejar de mirar a la chica como si la estuviera evaluando.

Una mirada que a ella le sentó realmente mal, y deseó que la dejara acercarse al semental aunque fuera una vez para demostrárselo. Suspiró y forzó una sonrisa, algo nada fácil teniendo en cuenta que los estaba insultando a su padre y a ella.

–Me encantaría ver a Tormenta, señor Harrington. Mi padre no hace más que contarme sus alabanzas desde que lo vio la semana pasada.

La mirada azul de Falkner Harrington se tornó al padre.

–No sabía que habías venido a ver a Tormenta, Connor –murmuró.

Skye también miró a su padre y se dio cuenta por su mirada de reproche de que acababa de meter la pata.

–Coincidió que estuve haciendo negocios por aquí la semana pasada. Tú estabas fuera en una competición, pero tu mozo de cuadra fue tan amable de dejarme ver al semental del que tanto me habías hablado.

–¿En serio?

El porte relajado del jinete no había cambiado más que por un ligero parpadeo, pero aun así su descontento era tangible, y Skye no tenía muchas esperanzas de que el mozo saliera indemne, al menos verbalmente, de aquello.

–Es lógico que mi padre quiera ver algo que tiene intención de comprar, ¿no?

–Lógico, sí –repitió Falkner mirándola fríamente–, si hubiera tenido alguna idea de que tu padre pretendía comprarme un caballo. Y menos Tormenta.

–Pero, ¿por qué iba a querer quedárselo si no sirve para saltar? –continuó Skye, consciente de que su padre, como patrocinador, sabía lo que costaba mantener a un caballo que sirviera para competir, por no hablar de los que no servían.

–¿Pudiera ser que precisamente porque no vale para eso tengo mis dudas de que pueda servir para una jovencita que apenas acaba de dejar el aparato? –replicó Falkner.

Skye se irritó, y se preguntó cómo aquel hombre podía saber que había llevado aparato en los dientes hasta hacía tan sólo unos meses. Por el rabillo del ojo vio cómo su padre se removía en su silla al ver el creciente malhumor de su hija, pero ella estaba demasiado indignada como para tenerlo en cuenta.

–¿Así que no está dispuesto a dejarme ver a Tormenta?

–No tengo ningún problema en que lo veas –se encogió él de hombros.

–¿Entonces?

–Sólo en que te lo quedes.

Skye abrió la boca pero la volvió a cerrar cuando su padre se sentó hacia delante y le rozó el brazo. Lo miró, consciente de la frustración que debía de revelar su rostro, y lo vio mover la cabeza de modo apenas perceptible antes de volverse al joven.

–Como ya sabes, Falkner, tengo un establo bastante impresionante en Irlanda, y mi hija aprendió a montar allí. Es muy buena amazona. De hecho, tiene nivel de profesional.

–Ya hemos acordado que el carácter de Tormenta no es adecuado para ese tipo de vida –reprochó él, tras dirigir de nuevo su fría mirada a la joven.

–Nos conformaremos con verlo –le insistió Connor.

–Si insistís –aceptó él tras una rápida mirada a su reloj, consciente de que le debía al menos aquello al hombre que lo patrocinaba–. Tormenta debería haber vuelto ya de su galope.

Se levantó y Skye comprendió por qué la había mirado hacia abajo con aquella arrogancia. Con su metro noventa y cinco debía de estar acostumbrado a descollar sobre todo el mundo. En cambio, su padre, a quien ella siempre había admirado, parecía mucho más bajo, a pesar de la anchura de sus hombros. Falkner Harrington también era ancho de espaldas y tenía las piernas musculosas.

El establo, tal y como había descubierto Skye cuando lo habían visitado su padre y ella unos minutos antes en el coche alquilado, era una empresa gigantesca y, a pesar del aspecto abandonado de la casa, tanto por dentro como por fuera los establos y el picadero eran del más alto nivel. Skye pensó, contrariada, que debían serlo, puesto que era la empresa de su padre, O’Hara Whiskey, la que pagaba todo aquello.

Sin embargo, mientras los acompañaba fuera, y a pesar de todo el resentimiento que sentía hacia él tanto por su parte como por la de su padre, se dio cuenta de que la atracción sexual que sentía hacia Falkner Harrington crecía hasta extremos agobiantes.

Era un hombre obviamente esbelto y en buena forma; sin embargo, era su magnetismo animal lo que la hacía temblar de deseo, y lo que la hacía ser consciente de cada centímetro de su cuerpo de un modo del que nunca lo había sido.

Pero incluso aquellas sensaciones perdieron todo su valor al entrar al establo, donde Skye se enamoró por primera vez en su vida. Era fantástico; alto, oscuro y tan bello que quitaba el aliento, y su cara preciosa cuando la miró con curiosidad arrogante.

Tormenta.

Su padre le había contado que el semental era magnífico, totalmente negro y con la fina delicadeza por la que eran conocidos los caballos árabes, pero no le había advertido de su impresionante belleza.

–Gracias, Jim.

Falkner Harrington tomó las riendas de manos del mozo que acababa de regresar de entrenar al magnífico semental, y acarició el cuello del caballo.

–¿Qué te había dicho, Skye? –preguntó su padre, entusiasmado–. ¿No es lo más bonito…?

–Perdonen que los interrumpa –dijo una mujer de mediana edad que se aproximaba a ellos–. Señor O’Hara, lo llaman por teléfono.

–Ah –asintió él–. ¿Puedo dejarte a Skye unos minutos, Falkner? Necesito contestar esta llamada.

–Adelante –aceptó el joven–. Skye estará totalmente a salvo conmigo.

Ella lo miró con odio y después sonrió a su padre, pues sabía que esperaba impaciente la llamada de su hermano Seamus desde Irlanda.

–Ya ves a qué me refiero –Falkner apenas esperó a que el padre desapareciera para dirigirse mordazmente a Skye, mientras el caballo se movía nervioso y reflejaba en sus ojos marrones su disconformidad con aquel cambio en sus rutinas–. Tormenta no vale para una principiante de peso ligero.

–¡Una principiante…!

Su padre no había exagerado al decir que llevaba montando a caballo antes siquiera de saber andar. Su madre había muerto cuando ella tenía menos de un año, e inmediatamente después del funeral en Inglaterra, su padre lo había vendido todo y había regresado a su Irlanda natal para hacerse cargo del negocio familiar de su padre, el viejo Seamus, llevándose a la pequeña Skye consigo. Allí no la había dejado en manos de una niñera sino que se la había llevado siempre consigo, tanto a la oficina como a los establos, su gran pasión.

Skye gateaba entre las patas de los caballos y la subían a lomos de éstos antes incluso de poder mantenerse en pie, y ya a los dos años los llevaba con las riendas, llegando a salir a montar con los mozos en su entrenamiento diario cuado tenía ocho años. Por tanto, no podía soportar que la llamaran principiante.

Sin pensar en lo que hacía, de repente Skye le quitó las riendas de las manos a Falkner y subió con agilidad al caballo para cabalgar por las tierras que había visto detrás de la casa. Fue emocionante, y Tormenta respondía al mínimo toque, feliz de hacer lo que más le gustaba, correr libre, con su negra crin al viento, estirando el cuerpo mientras sus cascos golpeaban la tierra cubierta de hierba, y parecía volar al saltar una valla casi sin esfuerzo.

Montar a Tormenta fue la experiencia más excitante de su corta vida, y se sabía totalmente perdida en la felicidad del momento. Tanto que no se dio cuenta de que ya no estaba sola hasta que una mano agarró las riendas y tiró de ellas, provocando que Skye casi cayera sobre la cabeza de Tormenta cuando éste se detuvo en seco.

–¿Estás loco? –se volvió a Falkner, sobre lomos del que ella reconoció enseguida como Chico O’Hara–. Podías haberme tirado.

Falkner respiraba agitadamente y la ira se reflejaba en su rostro mientras se bajaba del caballo y agarraba con fuerza el brazo de Skye para desmontarla.

–¡Estúpida! –la zarandeó–. ¡Podías haberte matado!

–No –negó ella, sonriendo con confianza en sí misma–. Yo…

–¡Sí! ¡O a Tormenta! –añadió, lo que, probablemente, era lo que más le preocupaba.

Antes de que Skye pudiera protestar, los labios de Falkner se posaron en los de ella, con más furia que amabilidad. Ninguna de las experiencias anteriores con el par de chicos con los que había salido la habían preparado para aquel beso adulto, en el que Falkner no le dio cuartel mientras movía con fuerza la boca, y sus brazos de acero la apretaban con tanta fuerza que a Skye le costaba respirar. Justo cuando la joven pensaba que no iba a resistir más, Falkner la soltó y la miró fríamente, respirando con dificultad y con los músculos y los tendones tensos de la rabia.

–Eres todo lo que había pensado que eras, ¡y más! –le dijo–. Además eres totalmente irresponsable, mimada, imprudente. Pero sobre todo estúpida.

Con una última mirada de ira, Falkner montó en Tormenta y se fue sujetando por las riendas al Chico O’Hara, dejando a Skye en mitad de Berkshire Downs teniendo que volver andando al establo, donde sabía que la esperaban no sólo la furia de Falkner Harrington sino también la de su padre. Aunque lo peor de todo era que sabía que Falkner nunca dejaría que su padre le comprara a Tormenta.

Capítulo 1

Cuánto tiempo más piensas quedarte tumbada en esa cama de hospital compadeciéndote de ti misma?

Skye se quedó paralizada al oír aquella voz arrogante y cerró los ojos como si con ello pudiera hacer desaparecer a su dueño. A pesar de que hacía más de seis años que había visto por última vez a Falkner Harrington, nunca podría olvidar aquella forma de hablar arrastrando las palabras que reflejaba la tremenda seguridad en sí mismo.

–He dicho…

–¡Ya he oído lo que has dicho!

Skye se volvió a él, y se echó un poco hacia atrás al darse cuenta de que Falkner se había acercado a la cama y tenía que doblar el cuello para mirarlo. Atracción sexual.

A pesar de todo por lo que había pasado, y por lo que aún estaba pasando, el escalofrío que recorrió su cuerpo sólo con ver a Falkner le indicó que nada había cambiado en lo que respectaba a su atracción por él.

Aunque notó que el hombre había cambiado algo. Ya no llevaba el pelo largo, que además ahora adornaban mechones grises, aunque su rostro seguía siendo igualmente hermoso y sus ojos azules la observaban evaluadores al comprobar su propio cambio. Además, Skye pudo descubrir arrugas alrededor de sus ojos y de su boca escultural que no estaban allí seis años antes, unas arrugas de dolor y de determinación.

Una semana antes habría sabido perfectamente lo que habría visto Falkner al mirarla; ahora llevaba el pelo corto y la redondez de su cara se había afinado, dejándole hoyuelos en las mejillas bajo los ojos azules. En cuanto a las curvas que entonces tanto había deseado, si bien ahora estaba más delgada, las largas horas de ejercicio le habían proporcionado un cuerpo perfecto. Sin embargo, desde hacía una semana no se había mirado al espejo; tampoco se había peinado ni maquillado, ni siquiera había mirado el camisón de hospital que llevaba.

–¿Bien? –gruñó impaciente Falkner ante su silencio.

Ella suspiró de agotamiento, odiándolo por hacerla esforzarse para responder. Deseó que la dejara tranquila, que todo el mundo la dejara tranquila.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó.

–Visitarte –contestó él con una sonrisa burlona.

Como para demostrarlo, colocó una silla junto a la cama y se dejó caer en ella, dejando traslucir la rigidez de su pierna derecha.

Tres años antes, Skye se había enterado por los periódicos de que Falkner había sufrido graves heridas cuando su caballo había tropezado en un salto y él había caído debajo, rompiéndose las dos piernas. Una de ellas sufrió una fractura tan grave que tuvo que pasar casi seis meses en el hospital. Por el modo en que movía ahora la pierna derecha, era obvio que, aunque curada, no había recuperado del todo la movilidad.

–No recuerdo haberte dicho que te sentaras –le espetó Skye, irritada por su exceso de confianza–. De hecho, ni siquiera recuerdo haberte invitado a venir.

–Como tienes tantas visitas, ¿verdad? –repuso él, totalmente imperturbable, y Skye notó cómo la rabia le encendía las mejillas–. Lo siento; eso ha sido imperdonable –se disculpó.

–Un reportero entró el día después haciéndose pasar por mi hermano, y llegó a hacerme una foto antes de que se dieran cuenta del error y consiguieran echarlo.

–Sé todo eso. La fotografía salió en los periódicos hace unos días.

Ella se encogió de hombros. No había visto la fotografía; ni siquiera había visto un periódico desde hacía días, aunque sabía que no sería muy favorecedora. También sabía que no le importaba.

–Desde entonces no acepto visitas. Lo cual me recuerda –cayó de repente–, ¿cómo has conseguido entrar?

–¿Por mi natural encanto y diplomacia?

Skye bufó de incredulidad, pues sabía que Falkner no se caracterizaba precisamente por su encanto, y mucho menos por su diplomacia.

–Te he hecho una pregunta cuando he llegado, Skye –le recordó–. Ya has pasado la conmoción cerebral y las fracturas de tus costillas se están curando bien. ¿No crees que es hora de que te den el alta?

–No sabía que uno de tus triunfos fuera ser licenciado en Medicina.

Skye sabía perfectamente que desde el accidente que lo había sacado del circuito de saltos hacía tres años se había dedicado a invertir en bolsa, y le había ido muy bien.

–Te asombraría conocer alguno de mis triunfos. Aunque la licenciatura en Medicina no es uno de ellos. Lo cierto es que he tenido una charla con tu médico antes de entrar.

–No tenías ningún derecho...

–Tenía todo el derecho –la cortó, y se inclinó hacia ella en la silla–. Skye, me doy cuenta de que probablemente soy la última persona a la que esperabas ver hoy, incluso que quisieras ver. Pero el caso es que…

Se calló de repente, y se pasó una mano por su espesa cabellera rubia.

–¿El caso es que…? –lo apremió Skye, que de repente sospechó de los motivos de Falkner para estar allí.

No había visto a aquel hombre en persona desde hacía más de seis años, aunque sabía que su padre había seguido manteniendo una relación laboral con él hasta el día del accidente y que su respeto hacia él había aumentado al verlo tener que luchar contra sus terribles heridas y abrirse camino en un campo completamente distinto.

Su padre… Le dio una punzada en el corazón al pensar en él que la obligó a cerrar los ojos, aunque no logró sacarse de la cabeza los recuerdos que la habían llevado hasta aquel punto.

Se preguntó cuándo había empezado a irles todo mal, algo a lo que llevaba una semana dándole vueltas en aquella cama de hospital. Era evidente que había sido un mal año para la familia O’Hara. La mujer del tío Seamus lo había abandonado tras cinco años de matrimonio. El tío Seamus siempre había sido demasiado aficionado al producto familiar, sus arranques de bebida se habían hecho cada vez más frecuentes, y normalmente terminaban en peleas con su hermano pequeño, Connor. Con la ayuda de Skye aquella situación al final se había calmado y los dos hombres se habían vuelto a hacer amigos.

Pero lo que había seguido había sido algo aún más desastroso. Hacía seis meses la compañía O’Hara Whiskey se había visto en serias dificultades financieras y se habían disparado los rumores sobre la mala administración de su padre. Pero lo peor había ocurrido una fatídica noche hacía una semana. Estaba entrada la noche cuando Skye y su padre regresaban a su hotel en Londres tras otra insatisfactoria reunión de negocios al sur de Inglaterra. La lluvia golpeaba con fuerza el parabrisas y la visibilidad era prácticamente nula, tanto que su padre no vio el camión que se aproximaba en el otro sentido y que iba por el mismo carril que él. Hasta que fue demasiado tarde.

–¿Te importaría irte y dejarme sola? –rogó a Falkner, con la voz rota.

Él intentó tomarle la mano, pero no tocó más que la cama puesto que ella la retiró.

–Skye, sé lo que es el dolor. ¿Quién mejor que yo? Pero, ¡diablos!, ojalá hubiera una forma más sencilla de decir esto, pero últimamente sé que no la hay –dijo, y agitó la cabeza con impaciencia–. ¿Sabes que cerraron la investigación hace tres días?

Skye asintió sin girarse. Ella misma había declarado ante la policía hacía unos días, aunque no podía recordar cuántos, y sabía que se había dictaminado un veredicto de muerte accidental.

–Skye, el funeral de tu padre va a ser a finales de esta semana.

De repente, le llegaron a la cabeza los momentos finales, el grito de advertencia de su padre cuando giró para evitar el camión, el terrible sonido de los dos vehículos chocando y el extraño silencio que siguió a la colisión. Ella había recuperado la consciencia cuando un extraño la había sacado del coche, con un dolor tan fuerte en la cabeza y en el costado que había sentido que podía desmayarse de nuevo.

–¡Mi padre! –había gritado al sentarse–. Tienen que ayudar a mi padre.