Hijo del desamor - Sharon Kendrick - E-Book
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Hijo del desamor E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Triss Alexander se enfrentó a la tarea más difícil de su vida. Cormack Casey había puesto su vida patas arriba y le había hecho mucho daño. Lo único que la había ayudado a seguir adelante había sido la idea de vengarse haciéndole el mismo daño a él. No se veían desde la Nochevieja en que habían concebido a Simon. Su hijo tenía ahora cinco meses. ¡Era hora de que viera a Cormack! Lo iba a ver, le diría que era padre, que no volvería a ver a su hijo... y se marcharía...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1997 Sharon Kendrick

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hijo del desamor, n.º 1167 - julio 2019

Título original: Kiss and Tell

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-407-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

IRÍA él? Esa era una pregunta que solo podría contestar él mismo, ese hombre de casi un metro noventa, de pelo rebelde, ojos irlandeses e irreverente humor que parecía dispuesto a asomar por la comisura de esa boca hecha para besar.

Triss se estremeció. Tenía que tener paciencia y esperar. Había esperado catorce meses, después de todo, así que unos minutos más no debían importar.

De hecho, lo que ella debía hacer era recordar por qué había roto con Cormack Casey.

Y después debía recordar cada uno de los puntos negativos de Cormack, de manera que pudiera ocurrir el milagro de que ella pudiera permanecer inmune a él.

El sonido de las olas golpeando en la arena húmeda y blanca fuera de su cabaña retumbó en sus oídos. Triss miró su reloj y por vigésima vez se preguntó dónde estaría Simon. Era la primera vez que estaba lejos de su bebé de ojos azules y no estaba acostumbrada al dolor casi físico de su ausencia.

Nadie la había advertido de lo que podía hacer la maternidad, de los cambios irrevocables que ocurrían a partir de ella, como por ejemplo que la persona con la que estaba acostumbrada a estar le pareciera un extraño…

La cabaña que había alquilado había sido elegida especialmente porque no tenía televisión ni teléfono. Cormack era un hombre con quien la gente deseaba estar, y cuando habían estado viviendo juntos, el teléfono no había dejado de sonar. Por ello no había esas comodidades en la casa. Pero, sobre todo, ella quería toda su atención en el momento en que tirase la bomba en su regazo.

Ella le había dado el número de teléfono del pub local a Lola, que estaba cuidando a Simon, con la instrucción de que la debía llamar inmediatamente si pasaba algo o si surgía alguna cosa que la inquietase.

Rogaba que no ocurriese nada.

Pensó en la comodidad y seguridad de su elegante casa en la zona exclusiva de St Fiacre’s Hill, comprada con las ganancias de su exitosa carrera de modelo. Era el lugar perfecto para criar a su hijo, había decidido durante su embarazo.

Triss se tragó los temores que formaban parte de la maternidad y se permitió mirarse en el espejo.

El vestido de lino color ocre que había elegido era práctico y cómodo, pero tal vez le daba demasiado aspecto de madre. Y además no destacaba sobre su piel.

¿Tendría que haberse puesto maquillaje?, se preguntó.

Había decidido no maquillarse finalmente. El uso de maquillaje podría haber hecho pensar que quería toda la atención de Cormack sobre ella, algo que no podía estar más lejos de la verdad.

Tenía la cara pálida. Solo las pecas de la nariz parecían destacar. Sus ojos verdes y dorados eran grandes, pero se veían cansados si se los observaba detenidamente. No obstante, dudaba que Cormack quisiera mirarla detenidamente.

Al menos no guardaba esperanzas de que Cormack fuera a intentar algún tipo de reconciliación con ella aquel día. Ella estaba muy distinta de la mujer que él había conocido, sin aquella cabellera castaña rojiza y sin maquillaje. Y a Cormack le había gustado siempre que su chica modelo tuviera un aspecto que la hiciera deseable a millones de hombres, ¿no?

Bueno, ya no se imaginaba a nadie deseándola.

Oyó el ruido distante de un motor. Aguzó el oído y frunció el ceño pensando qué era lo que distinguía a aquel motor de cualquier otro. ¡Pero solo un hombre en el mundo iría hasta aquella playa en una cosa que sonaba como un Concorde rompiendo la barrera del sonido!

¡Cormack!

Triss se pasó los dedos por debajo de los ojos, como si con ello pudiera borrar las huellas de muchas noches en blanco. Luego se mordió el labio inferior como para que le subiera la sangre y le diera un poco de color.

Y esperó.

La cabaña estaba fuera de la carretera. Esa había sido una razón por la cual la había escogido. La playa la hacía inaccesible, y había que dejar el coche en la cima y bajar a gatas por una pared baja hasta poder caminar por la arena hasta la casa.

Entonces, ¿cómo se oía el motor cada vez más cerca?

Triss abrió la puerta de entrada y vio la máquina negra y plateada que estaba parando frente a la cabaña haciendo un estrepitoso ruido.

Solo a Cormack podía ocurrírsele alquilar una moto, pensó ella, sintiendo irritación y admiración a la vez. El hecho de que Cormack Casey fuera distinto a cualquier hombre había sido una de las cosas que la había molestado tanto como la había atraído de él.

El hombre en cuestión se estaba quitando un casco plateado y morado. Triss contuvo la respiración a la espera de ver si Cormack había cambiado su peinado por uno más sobrio y sensato, más acorde con su reputación de agudo guionista de Hollywood.

¡Pero no lo había hecho!

Y Triss, a su pesar, sintió alivio al ver su magnífico pelo negro caer por la columna de su cuello bronceado. Parecía negro azulado bajo la pálida luz del sol de marzo; demasiado despeinado, demasiado largo, con aquellas ondas que le daban aquel aspecto, como si alguna mujer se lo hubiera revuelto con los dedos.

Triss reprimió los celos y fijó su mirada en aquellos ojos azules. Eran los ojos de Simon, pensó de pronto, con la sorpresa de quien acaba de darse cuenta de algo.

–Hola, Beatrice –dijo él sin sonreír.

El acento irlandés estaba intacto, notó ella, aunque ya tenía un cierto deje de la zona del Atlántico. No la sorprendía, puesto que había vivido en los Estados Unidos desde los dieciséis años.

–Hola, Cormack –dijo Triss, sorprendida por el efecto devastador que causaba en ella.

Cormack estaba vestido con cuero negro de los pies a la cabeza: chaqueta de cuero, pantalones de cuero que se le ajustaban a los muslos musculosos y a sus interminables piernas.

La piel, pensó Triss, ese material sensual, suave y con olor a animal…

Los inteligentes ojos de Cormack no se perdieron detalle.

–¿Te gusta? –le preguntó.

–¿Qué? –susurró ella.

–El cuero. A algunas mujeres las excita.

–¿Es por eso que lo usas?

–No estoy seguro. Tal vez, inconscientemente, sí.

–Pareces un obrero –le dijo ella dulcemente–. O una degenerada estrella de rock.

Cormack sonrió entonces. Y Triss se derritió. «¡Maldito sea!», pensó ella, por aquel efecto. Seguramente sabía lo que causaba con aquella sonrisa.

–Bueno, eso es apropiado, ¿no? Ya que he sido obrero y estrella de rock. Aunque nunca degenerado –hubo un larga pausa en que la estudió detenidamente–. Te has cortado el pelo, Triss –dijo.

Ella había pensado en montones de cosas que él podía decir, y se sintió decepcionada al oír algo tan corriente como aquello.

–Sí –dijo ella–. Me lo he cortado.

–¿Cuándo?

Era un tema difícil. Se lo había cortado el día que había descubierto que estaba embarazada. En aquel momento le había parecido necesario, un acto simbólico.

–No me acuerdo –dijo ella, encogiéndose de hombros.

Él achicó los ojos.

–¿De verdad? –preguntó–. ¿Y te acuerdas de por qué te lo cortaste?

–¿Y por qué no iba a cortármelo? Las modelos cambian a menudo su imagen…

–Pero tú ya no eres modelo, ¿no es verdad, Triss?

Ella lo miró sorprendida. ¿Qué más sabía?, se preguntó.

–¿A qué te refieres?

Él frunció el ceño.

–¡Dios santo, mujer! ¿Se te ha secado el cerebro o es que mis preguntas son demasiado complejas y tengo que aclararte cada una de las palabras?

–¡No hace falta que seas tan sarcástico! –contestó Triss, furiosa, recordando las veces que él la había hecho sentir inferior con su mente afilada como una hoja de afeitar–. ¿No crees?

–No –la miró–. De acuerdo. Supongo que has dejado tu trabajo de modelo, sobre todo porque he dejado de verte en las revistas, y no se te ve en las pasarelas, ¿no es verdad?

–Es cierto. No paso modelos actualmente.

–¿Y por qué? –preguntó él, frunciendo el ceño–. Eras la mejor modelo de tu generación.

Cormack siempre conseguía sacarle lo que quería en pocos minutos. Un minuto más y averiguaría la razón por la que ella lo había invitado allí.

¡Y ese no era su plan!

Ella no pensaba decirle nada en aquel momento. En aquel porche bajo el viento amargo de marzo formando una tormenta alrededor de ellos.

Ella lo había planeado todo cuidadosamente de antemano. Se suponía que iban a charlar civilizadamente un rato mientras almorzaran. Una charla tranquila entre antiguos amantes que conocían bien el juego de las citas. Luego le daría la noticia.

–¿Por qué no entramos? –sugirió ella–. Hace menos frío allí. La tetera está calentándose, y estoy preparando sopa –miró el cielo gris–. Parece que el tiempo también nos traerá sopa, ¿no?

–Sí –dijo él con un gesto sardónico.

Triss sabía qué estaba pensando. Su relación jamás había pasado de la tempestuosa pasión a la armonía relativa de dos personas que viven juntas.

¡Cómo cambiaba la gente!, pensó Triss. Al menos ella había cambiado. Pero, ¿Cormack?

Cormack la siguió adentro.

–Has encendido el fuego –dijo él, dejando el casco en el suelo, al lado de uno de los sillones, y empezó a abrir la cremallera de su chaqueta de cuero.

–Sí –dijo ella sonriendo.

–¿Qué tiene de gracioso? –preguntó él.

–Tú –contestó ella sin pensarlo–. Es gracioso que hagas todos estos comentarios convencionales. No pareces tú, Cormack.

–Y Triss Alexander encendiendo el fuego y poniendo teteras y preparando sopa… tampoco pareces la misma. ¿Y qué crees que dice eso de nosotros?

–Te dejo a ti todas las deducciones. Después de todo, es en eso en lo que destacas.

–Pero yo creí que tú eras la reina en esto de deducir cosas. Después de todo, con solo hablar dos palabras con una mujer, todos se imaginaban que me estaba acostando con ella, ¿no es así, Triss?

Sus palabras le hicieron revivir el dolor y la humillación de los celos sexuales. Triss sintió que se ponía pálida.

Había odiado la situación a la que había llegado. Todas las sospechas y control sobre él. Había odiado su propio comportamiento. Pero había sido incapaz de cambiarlo.

Triss respiró profundamente. No había llamado a Cormack para resucitar viejas batallas. Ya era una madre, y una mujer de veinticuatro años responsable. Ella debía dar ejemplo. Y si se comportaba tranquilamente, con madurez y aplomo, seguramente Cormack haría lo mismo.

–¿Tienes hambre? –preguntó ella con cortesía.

Él torció apenas la boca, como notando su formalidad. Se sentó en un sillón cerca del fuego.

–Estoy muerto de hambre. Pero antes necesito beber algo.

Triss pensó en lo que tenía. Una botella solo y no estaba segura de dónde tenía el sacacorchos.

–Tengo vino –le dijo ella, dudando–. Pero no hay nada más.

–Me refería a té, en realidad –dijo él, mirando incrédulo el reloj de pared antiguo que hacía tictac en un rincón de la habitación–. ¡Dios santo, Triss! ¡Ofrecerme alcohol antes del mediodía! ¡En qué círculos tan degenerados debes de estarte moviendo!

–Haré té –dijo ella, sin contestar. Y se marchó a la cocina, donde tendría oportunidad de entretenerse con la tetera y las tazas y no pensar.

Cuando volvió con la bandeja cargada, Cormack no se había movido. Aquella imagen de masculinidad y cuero negro conjuraba algo muy sensual y prohibido a la vez.

Con aquel aspecto y ese aire de diablo, era la personificación del tipo de hombre contra quienes advertirían la mayoría de las madres a sus hijas.

Excepto si se tenía una madre como la suya, pensó Triss con amargura.

–Dame –él se puso de pie y extendió las manos para sujetarle la bandeja.

Triss se puso colorada, porque sabía que ella se ponía muy vulnerable cuando él actuaba con gentileza.

–Está bien. Gracias. Puedo hacerlo.

–Pero es pesada, cariño… –le quitó la bandeja suavemente–. Siéntate. Y deja de mirarme así.

Aquel «cariño» le resultaba irresistible con aquel acento irlandés. Pero quería convencerse de que no significaba nada para él. Era una palabra que la gente usaba todo el tiempo en Belfast. Se la había oído decir a mucha gente con la que él había tenido relación en el pasado: en un descanso del trabajo, en un rodaje con ese aire extravagantemente desenfadado que hacía que mujeres que no lo conocían de nada le metieran sus números de teléfono en el bolsillo en los restaurantes.

En aquel momento, Triss había querido reírse de su instintivo coqueteo, como se había reído él, pero la habilidad de Cormack para reírse le había hecho tanto daño como su negativa a desairar a las mujeres que babeaban alrededor de él.

–¿Te excita tener a todas esas mujeres a tu alrededor ofreciéndose? –le había preguntado ella un día.

–Te olvidas de que yo también cuento en esto, Triss –le había dicho frunciendo el ceño–. Esas mujeres sienten que me conocen porque han visto un par de películas mías. Entonces, ¿tengo que ser grosero con ellas en público? Es más fácil sonreír cortésmente y permitir que me den esos trozos de papel. Luego, los tiro. No sé por qué te molesta, cariño. No significa nada para mí, y no tiene nada que ver con nosotros, ¿lo comprendes?

Triss se había esforzado en asentir, pero el recuerdo de esos números de teléfono le habían quemado el corazón y se había torturado preguntándose si habría tirado todos los números.

Cormack sirvió té en una de las tazas de porcelana.

–No lo tomo solo ya. Con leche y dos azucarillos, por favor.

Él casi tiró la taza.

–¿Qué has dicho?

–Lo que has oído –sonrió ella.

Él movió la cabeza y sus rizos bailaron alrededor de sus orejas.

–Sí, lo he oído –echó dos azucarillos en la taza y agregó leche antes de darle la taza–. Entonces, ¿cuándo dejaste la dieta para morirse de hambre?

¡Le hubiera dicho que cuando había descubierto que subir y bajar las escaleras corriendo para atender a un bebé era más efectivo que cualquier clase de aeróbic!

Bebió y contestó:

–Yo jamás he hecho una dieta para morirme de hambre, Cormack. Solo…

–¡Lo sé! ¡Lo sé! –alzó la mano y recitó en un tono monótono–: Solo que has dejado el chocolate porque no favorece a tu piel, el alcohol porque te levantas temprano, el azúcar te pone lenta…

–¡Se trataba de mi profesión! –exclamó Triss–. Y quería hacerla lo mejor posible, lo que suponía no empezar una sesión de fotos con resaca, habiendo dormido tres horas, ¡porque tú querías ir a fiestas!

–Pero yo creía que a ti te gustaban las fiestas –observó él, rascándose la barbilla.

–Supongo que, al principio, sí –Triss agitó la cabeza. Echaba de menos su pelo largo–. Pero después de un tiempo me cansé. Esas fiestas me aburrían.

–Pero no dijiste nada –dijo él.

–No –simplemente se había apartado y se había puesto fastidiosa, esperando que Cormack adivinara por qué. Pero él no lo había hecho.

Además, también la había decepcionado que ella no fuera suficiente entretenimiento para él. Que a él le gustasen esas fiestas, que las necesitase incluso.

Cormack tomó la taza en la forma habitual en él, que ella no había olvidado: sujetándola entre las palmas de la mano, como un boy scout que busca calor alrededor del fuego.

–Tendríamos que haber hablado de ello. Tal vez podríamos haber llegado a un acuerdo.

–¿Cuándo? –Triss lo miró.

Él sorbió el té y la miró de un modo que le hizo comprender que sabía de qué estaba hablando.

–No hablábamos mucho, ¿verdad?

Ella se puso colorada. Se había referido a que la agenda de sus trabajos no les dejaba demasiado tiempo libre. Pero él lo había malinterpretado. ¿Lo habría hecho a propósito?

–No –contestó ella con frialdad.

–De todos modos, por lo que recuerdo, Beatrice, las fiestas no te parecían tan aburridas. Te gustaba vestirte deslumbrantemente como para que cuando entrases en el salón todos se quedaran en silencio, ¿no? –dijo él.

–Tenía que estar lo mejor posible, sí –dijo ella a la defensiva–. Porque quería estar segura de tener suficiente trabajo. Y mi agente siempre me decía que saliera para que me vieran, decía que la gente me juzgaría por mi apariencia. Si recuerdas, esos eran los tiempos en que no se aceptaba que las modelos se mostrasen en público con ropa vieja y el pelo recogido con una goma. Y, además, a ti te gustaba que yo me vistiera, Cormack… ¡No lo niegues!

–¡Sí, me gustaba! –exclamó él–. Tu belleza me impresionaba, si quieres saberlo. Yo me sentía tan deslumbrado como los demás. No podía creer que estuvieras conmigo… ¡el advenedizo de Belfast!

–Quieres decir que yo era como un trofeo en tu brazo, ¿no? –preguntó ella.

Él agitó la cabeza.

–No soy el tipo de hombre que necesita una mujer hermosa para afirmarse, Beatrice. Tú estabas allí porque me gustabas, no por otra razón.

«¿Y ahora?», se preguntó Triss. ¿Cuándo habían dejado de gustarse?

Triss tomó otro sorbo de té.

–Estás muy tranquilo, ¿no es verdad, Cormack? –preguntó ella.

–¿En qué sentido?

–Bueno, yo creí que lo primero que haría cualquier hombre en tu lugar sería venir a preguntar directamente para qué lo había llamado, y tú estás ahí, sentado tranquilamente, tomando el té, como un extraño muy civilizado.

–No somos ni civilizados ni extraños, en realidad, ¿no es así? –sus ojos brillaron con el recuerdo del deseo, y Triss tuvo que reprimir los recuerdos de su vida sexual con Cormack, cuando él le había enseñado todo lo que sabía del arte de hacer el amor.

Había sido tanto un shock como una emoción descubrir cuánto sabía.

–En cuanto a lo que haría cualquier hombre… Bueno, eso realmente no me interesa. Lo que sé es que la mujer con la que vivía, que desapareció de mi vida después de la noche de sexo más espectacular que jamás he experimentado…

–Cormack, no…

–¿No, qué? ¿Que no diga la verdad? –preguntó–. ¿Por qué? ¿Te perturba tanto? –Cormack sonrió. Pero Triss detectó la rabia que había detrás de esa superficie de humor–. ¿Por qué pudo haberme enviado un mensaje, así de repente, pidiéndome que me encontrase con ella en un lugar remoto en la costa sur de Inglaterra?

–¿Fue difícil arreglar lo del viaje?