Historia natural de la arquitectura - Philippe Rahm - E-Book

Historia natural de la arquitectura E-Book

Philippe Rahm

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Beschreibung

¿Es posible que la necesidad de mantener nuestro cuerpo a 37 ºC sea la razón del nacimiento de la arquitectura? En esta brillante historia de la arquitectura, Philippe Rahm analiza las causas naturales de la evolución arquitectónica, esto es, los factores físicos, biológicos y climáticos que, a lo largo de la historia, y en estrecha relación con los avances científicos y tecnológicos, han influido en su desarrollo y conformado sus fundamentos, desde la prehistoria hasta la actualidad. De la mano del arquitecto suizo, releer la evolución de la arquitectura y el urbanismo desde sus causas materiales nos permite no solo comprender de qué modo se han ido adaptando a las necesidades y acontecimientos de cada momento, también afrontar los retos medioambientales presentes y futuros.

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Editorial GG, SL

Via Laietana 47, 3.º 2.ª, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 933 228 161www.editorialgg.com

 

 

 

Agradecimientos: Jean-Max Colard, Isabelle Mical, Irene D’Agostino, Bruno Latour, Antoine Picon, Philippe Potié, Alexandre Labasse, Marianne Carrega, Sana Frini, Hugues Jallon, Cécile Videcoq, y Louise y Lucien Rahm.

 

 

 

 

Título original: Histoire naturelle de l’architecture. Comment le climat, les épidémies et l’énergie ont façonné la ville et les bâtiments, primera edición publicada por Pavillon de l’Arsenal, París, 2020.

Esta obra es una adaptación de Philippe Rahm, a partir de su tesis defendida en 2019 en la Université Paris-Saclay.

Edición a cargo de Moisés Puente

Revisión de estilo: Iñaki Domínguez Gregorio

© del texto: Philippe Rahm

© de la traducción: Diego Galar Irurre

y para esta edición

© Editorial GG, Barcelona, 2024

ISBN: 978-84-252-3544-3 (ePub)

www.editorialgg.com

Índice

Introducción

Por qué nuestra naturaleza homeotérmica dio origen a la arquitectura

Cómo la cerveza dio paso a la ciudad

Lo que debe el espacio público a la búsqueda de frescor

Cómo los guisantes hicieron crecer la arquitectura gótica

Cuando las artes decorativas no eran solo decorativas

Lo que las cúpulas de la Ilustración deben al aire estancado y al miedo que este generaba

Por qué gracias a un brote de menta se crearon los parques urbanos del siglo XIX

Cuando la erupción de un volcán originó la ciudad moderna

Cómo el yodo abrió las puertas a la urbanización del territorio

Por qué la arquitectura moderna es blanca

Cuando el petróleo hizo brotar ciudades en el desierto

Cómo pudimos regresar a la ciudad gracias a los antibióticos

La revolución del CO2 en la arquitectura actual

Conclusión

Origen de las ilustraciones

Introducción

Después de la posmodernidad

Tal como se ha enseñado hasta hoy, la historia de la arquitectura está muy influida por el pensamiento posmoderno de la segunda mitad del siglo XX. En línea con el estructuralismo de las ciencias sociales, a partir de la década de 1960 se explica la disciplina desde un punto de vista esencialmente cultural, lingüístico y humano que excluye los fenómenos naturales. Las razones predominantes en cuanto a las causas y las consecuencias del surgimiento de las formas, de los estilos y de los lenguajes arquitectónicos y urbanos son políticas y sociales. Al denominarse “cultural” y considerar tan solo los agentes humanos, la historia relatada por la posmodernidad elude habitualmente la influencia de otros factores: naturales, la gravedad universal, el clima (la lluvia, el sol, el frío…) o los virus y las bacterias.

Sin duda, esta indiferencia por la naturaleza se debe a un acceso masivo e inmediato a los recursos energéticos (carbón y petróleo), al progreso de la medicina (antibióticos y vacunas) y a los avances agrícolas (fertilizantes). En efecto, a partir de la segunda mitad del siglo XX los antibióticos y las vacunas liberaron al ser humano de buena parte de sus problemas de salud, lo que duplicó nuestra esperanza de vida y triplicó la población mundial en menos de medio siglo. Por otra parte, la adopción de las energías fósiles a partir del siglo XVIII consiguió multiplicar por 200 la fuerza humana, de manera que las penurias del trabajo físico de ataño cayeron en el olvido, empujadas por el considerable aumento de la comida disponible. En este particular contexto de emancipación con respecto a la realidad concreta durante las tres décadas que conformaron la edad de oro del capitalismo, la preeminencia del mundo físico, geográfico y climático fue suplantada por la de un mundo cultural y socialmente elaborado. Gracias a ella, desde entonces puede interpretarse un edificio como un constructo social y una ciudad, como una obra de arte.

Una historia ecológica de la arquitectura

La historia natural de la arquitectura que aquí se presenta podría calificarse de material, real, objetiva, medioambiental o ecológica. Desvela los elementos físicos, biológicos, químicos, materiales y climáticos que han desempeñado un papel crucial en el campo de la arquitectura y han recurrido, desde la prehistoria hasta nuestros días, a ciertas formas y materiales en momentos concretos. No enfatiza ningún aspecto particular de la historia; no se trata de una historia paralela ni de una subcategoría de la historia general de la disciplina. Lo que procura es extender el abanico de los agentes de la historia de la arquitectura a los no humanos, reinsertar la historia humana en un proceso más globalmente natural. Que el muro de un edificio sea vertical y recto se debe, sobre todo, a que de lo contrario se vendría abajo. Si las dependencias de una casa han tendido tradicionalmente una anchura de seis metros es porque las vigas empleadas en su construcción provenían de árboles que tenían un poco más de seis metros de altura. Un tejado sobre la casa tiene como objetivo proteger de la lluvia o del sol. Su forma triangular no está fundada en criterios estéticos o simbólicos, sino en que durante mucho tiempo el material de cobertura era paja de trigo, cuya falta de impermeabilidad exigía una pendiente considerable para evacuar rápidamente la lluvia hacia el suelo.

Bien podríamos argumentar que la arquitectura no es un objeto natural, sino un objeto social construido por el ser humano y que, por tanto, los valores políticos, simbólicos y culturales deberían primar sobre los físicos, biológicos y químicos, pues toda decisión arquitectónica se erige sobre un principio cultural. Sin embargo, en las regiones con clima lluvioso no abundan las cubiertas planas, como no hay viviendas sin sólidos muros en las zonas de fuertes vientos. Por el contrario, es frecuente ver casas carentes de todo simbolismo y ornamentación, compuestas a base de fábricas de ladrillo dimensionado para que pueda agarrarse con una sola mano y provistas con un hogar para calentarse. Son casas que siguen la verticalidad impuesta por su propio peso, cuyas proporciones vienen determinadas por la longitud de unos materiales que se montan directamente in situ y que el ser humano es capaz de recolectar y trasladar. La arquitectura existe para que tengamos menos frío en invierno (o en las latitudes árticas) y menos calor en verano (o en las regiones tropicales), para resguardarnos del sol y de los vientos. La arquitectura no es esencialmente una construcción social compuesta de signos o símbolos culturales, sino una construcción fisiológica que protege al ser humano de las inclemencias meteorológicas. No se trata aquí de restituir un estado idílico de la naturaleza, ni el fantasma de un ser humano sin cultura ni técnica, ya que, desde sus orígenes, especialmente durante sus desplazamientos a lo largo de la prehistoria por las regiones más frías del norte, el ser humano ha podido sobrevivir al raso gracias a la técnica: el fuego, la vestimenta, las herramientas le han permitido artificializar el mundo natural, hacerlo habitable para su cuerpo desnudo.

El auge de teorías climáticas inéditas

Las preocupaciones contemporáneas frente al cambio climático, la fragilidad ecológica del mundo terrestre y el retorno de las epidemias justifican la escritura de esta historia de la arquitectura de acuerdo con sus propiedades inmanentes y materiales, cuya comprensión nos parece hoy necesaria para afrontar los grandes desafíos medioambientales de nuestro siglo. Basada tanto en lo humano como en lo no humano, esta Historia natural de la arquitectura propone un renovado análisis de los grandes períodos estilísticos de la historia de la arquitectura para comprender sus razones, sin entrar en lo estético, lo cultural y lo político. Se enmarca, por tanto, en la relectura general de la historia que experimentan actualmente las ciencias humanas, vinculada al reciente desarrollo de la historia medioambiental1 y al auge de un pensamiento crítico que ha decidido integrar la ecología en su corpus argumental.2

El nacimiento de este enfoque contemporáneo podría ser representado por la publicación en 1997 del libro Armas, gérmenes y acero, del geógrafo de Los Ángeles Jared Diamond, quien coloca los factores medioambientales, climáticos, geológicos o sanitarios en la base de los acontecimientos humanos.3 Que fueran los españoles quienes conquistaron Sudamérica y no los aztecas quienes conquistaron España se debe, principalmente, a que los virus llevados por un puñado de conquistadores resultaron ser más prolíficos y mortales para los aztecas que los transmitidos por millones de aztecas a los españoles.4 La historia de América que nos describe Jared Diamond parece ser consecuencia más de enfermedades que de un programa político o religioso preestablecido. De manera similar, este científico estadounidense explica en su libro Colapso5 que el apogeo y el declive de civilizaciones como los vikingos o la propia de la isla de Pascua están vinculados a fenómenos de cambio climático y erosión del suelo, y no tanto a hechos políticos, religiosos o sociales.

Jared Diamond tiene precursores en las ciencias humanas, como Marvin Harris, Alfred W. Crosby, Carlo M. Cipolla o Julian H. Steward, muy presentes en la década de 1970, pero olvidados con la posmodernidad de la década de 1980. De hecho, a principios de la década de 1970 el medioambiente y las ciencias naturales tuvieron una breve presencia en el debate intelectual, cuyo contexto global veía en el mundo físico una fuente de graves amenazas: la Guerra Fría hacía temer un ataque nuclear; la primera catástrofe ecológica, debida al empleo del DDT como pesticida, fue destapada y denunciada por la bióloga Rachel Carson en su libro Primavera silenciosa (1962), considerado el acto fundacional de los movimientos ecologistas en Occidente; se produjeron las primeras mareas negras, con imágenes de aves atrapadas en el petróleo, y la crisis ecológica de 1973 evidenció la finitud de los recursos energéticos del planeta. Sin embargo, por mucho que la aparición de este movimiento ecologista de la década de 1970 se viera acompañada de una verdadera concienciación popular, como demuestran las multitudinarias manifestaciones contra la energía nuclear o películas como Cuando el destino nos alcance (1973), de Richard Fleischer, esta declinó a lo largo de las décadas de 1980 y 1990. Quizás se debiera a los errores de cálculo del Club de Roma, que, por ejemplo, predijo en 1973 que el petróleo se agotaría en 1992, cosa que no ocurrió, y a la bajada de los precios de este combustible, que en 1984 volvieron a valores anteriores a 1973.

Con petróleo abundante y a buen precio, el período posmoderno relegó el mundo natural y la realidad física en beneficio de lo social, lo político o lo cultural hasta que el calentamiento climático volvió a poner el debate sobre la mesa con el cambio de milenio. En un primer momento, el mundo intelectual acogió tímidamente los planteamientos climáticos por temor al retorno de la coerción de las libertades humanas, de las luchas sociales y de los movimientos de emancipación subyugados por argumentos científicos, algo que el filósofo Michel Foucault había denunciado en la década de 1970. Pero la intensificación del calentamiento climático y el ascenso del número de manifestaciones concretas de sus efectos, en particular las recurrentes olas de calor y sequías en Europa, lograron poco después que la mayoría de los intelectuales y académicos se decantaran por una “reterrenalización”, como decía Bruno Latour, de las disciplinas de las ciencias humanas y volvieran a tener en cuenta el mundo físico y lo real en la vida comunitaria.6

En la línea de esta nueva escuela de pensamiento, algunos investigadores demostraron, por ejemplo, que los cambios civilizatorios en la historia china se correspondieron mayoritariamente con momentos de aridez climática,7 o que el incremento del poder religioso en la Edad Media europea coincidió con períodos de muy bajas temperaturas.8 En Guerras climáticas, el sociólogo Harald Welzer expone que los conflictos que vive el siglo XXI están vinculados a sucesos climáticos: “El cambio climático constituye un peligro social subestimado que incluso, en gran medida, aún no ha sido comprendido como tal. Parece resistirse a la imaginación el hecho de que este fenómeno descrito desde la perspectiva de las ciencias naturales pudiera abrir las puertas a catástrofes como desmoronamiento de sistemas, guerras civiles y genocidios”.9 Avanza, por otra parte, teorías según las cuales el ascenso del islamismo radical en Siria y la creación del Estado Islámico (Dáesh) en 2014 serían consecuencia de las sequías debidas al calentamiento climático que afectaron a Siria entre 2006 y 2010 y que habrían supuesto el abandono de tierras agrícolas y el éxodo rural masivo a las ciudades que, finalmente, originó problemas sociales y políticos.10

Un estudio diacrónico

Para hacer frente a los grandes retos físicos del siglo XXI, ya sea el calentamiento climático o la irrupción de epidemias como la de coronavirus en la primavera de 2020, es importante que releamos hoy la historia y comprendamos cómo las ciudades, los edificios o su disposición interior han modificado su forma y materiales a lo largo de los siglos para combatir o aprovechar los factores geográficos, climáticos, energéticos o sanitarios.

El presente estudio de los fundamentos no humanos de la arquitectura está geográficamente restringido, pues se concentra esencialmente en Europa y Norteamérica. El motivo de esta carencia es lingüístico: la disponibilidad de documentación en francés o en inglés ha limitado considerablemente el campo geográfico de esta investigación.

Este recorrido comienza en la prehistoria, cuando, ante la necesidad de mantener la temperatura corporal alrededor de los 37 °C, los seres humanos construyeron cubiertas y muros para resguardarse del frío o del calor del sol. Prosigue en la Antigüedad, que vio nacer las sociedades agrícolas y las ciudades como lugares de almacenamiento, salvaguardia y gestión de las reservas alimentarias. Pasa por la Edad Media, cuando la alimentación y la energía en general suscitaron diferentes formas arquitectónicas, y continúa por el Renacimiento y el Barroco, cuyos estilos se pusieron a punto a partir de la búsqueda del calor en las regiones frías y del frescor en las regiones cálidas. Este relato nos recuerda poco después que, en el siglo XIX y comienzos del XX, la lucha contra las epidemias y otras enfermedades crónicas modificó radicalmente las ciudades y su arquitectura. Tras la II Guerra Mundial, los antibióticos y el petróleo facilitaron contemplar la ciudad y la arquitectura desde una perspectiva estética, ajena a limitaciones terrestres. La historia contada en estas páginas muestra que en los inicios del siglo XXI el calentamiento climático y el regreso de brotes epidémicos vuelven a poner el clima y la salud en el centro de los mecanismos de decisión formales, materiales y funcionales de la arquitectura y las ciudades.

Notas

1 Especialmente tras la publicación del libro de Jared Diamond titulado Guns, Germs, and Steel (W. W. Norton, Nueva York, 1997; versión castellana: Armas, gérmenes y acero, Debate, Madrid, 1998) y de numerosos títulos posteriores de autores como Ian Morris, Tim Marshall y Gillen D’Arcy Wood, por citar solo algunos.

2 Tal como hacen Naomi Klein o Razmig Keucheyan.

3 “La historia siguió trayectorias distintas para diferentes pueblos debido a las diferencias existentes en los entornos de los pueblos, no debido a diferencias biológicas entre los propios pueblos”, en Diamond, Jared, op. cit.

4 “Fueron muchos más los indígenas americanos y otros pueblos no euroasiáticos los que murieron a causa de los gérmenes euroasiáticos que por obra de las armas de fuego o acero de los euroasiáticos. A la inversa, pocos o ningún germen letal distintivo esperaban a los futuros conquistadores europeos en el Nuevo Mundo”, ibíd.

5 Diamond, Jared, Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed, Viking, Nueva York, 2005 (versión castellana: Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, Debolsillo, Barcelona, 2013).

6 Sobre este tema, véase: Mouthon, Fabrice, Le Sourire de Prométhée, La Découverte, París, 2017

7 Véase: Cheng, Hai, “Les variations de la mousson et la société chinoise depuis 1800 ans”, en Berger, Jean-François (ed.), Des climats et des hommes, La Découverte, París, 2012.

8 Le Roy Ladurie, Emmanuel y Rousseau, Daniel, “Fluctuation du climat de la France du Nord et du Centre au temps du Petit Âge glaciaire”, ibíd.

9 Welzer, Harald, Klimakriege, S. Fischer Verlage, Berlín, 2010 (versión castellana: Guerras climáticas, Katz, Buenos Aires/Madrid, 2010).

10 Véase especialmente: Femia, Francesco y Werrell, Caitlin, “Syria: Climate Change, Drought and Social Unrest”, 29 de febrero de 2012, climateandse-curity.org/2012/02/29/syria-climate-change-drought-and-social-unrest (último acceso: 20 de abril de 2024).

Por qué nuestra naturaleza homeotérmica dio origen a la arquitectura

Así, por medio del arte se deben paliar las incomodidades que provoca la misma naturaleza. De igual modo se irán adaptando las construcciones en otras regiones, siempre en relación con sus climas diversos y con su latitud.1

Vitruvio

Para conocer el origen de la arquitectura, debemos volver a nuestra condición homeotérmica, a esa necesidad que tiene el ser humano de mantener la temperatura de su cuerpo en 37 °C. La arquitectura existe a causa de las enzimas necesarias en las reacciones bioquímicas del metabolismo humano. En nuestro cuerpo hay varios miles de millones de estas moléculas que únicamente pueden funcionar a una temperatura comprendida entre los 35,5 y 37,6 °C. El ser humano debe mantener una temperatura corporal constante, independientemente de la temperatura exterior. Para ello, su cuerpo cuenta con medios internos, como los diferentes mecanismos de termorregulación (vasodilatación, sudoración, contracciones musculares, secreción de catecolaminas…) y medios externos, como la alimentación, la vestimenta, la migración o la arquitectura. Por tanto, esta última no es solo una construcción social y cultural. Ante todo, forma parte del repertorio de medios fisiológicos para mantener nuestra temperatura corporal a 37 °C. De hecho, cuando afirmamos tener mucho frío o mucho calor, nos referimos a una causa externa a nosotros mismos, por lo que intentamos hacer habitable y cómodo ese inadecuado clima exterior y corregirlo mediante distintas acciones, sean naturales o culturales, microscópicas o macroscópicas, bioquímicas o meteorológicas, alimentarias o urbanísticas. Es justo ahí donde se encuentra la primera misión de la arquitectura, que puede considerarse una forma ampliada, exógena y artificial de los mecanismos termorreguladores corporales. Según escribió el arquitecto romano Vitruvio en el siglo I a. C., el fuego y la reunión de los humanos a su alrededor para calentarse está en el origen de la arquitectura.2

Los primeros mecanismos termorreguladores son fisiológicos e internos: transpirar y dilatar las venas cuando hace calor; tiritar, contraer los vasos sanguíneos y quemar las grasas de los tejidos adiposos cuando hace frío. Tras estas primeras respuestas intervienen gestos rudimentarios dirigidos hacia el exterior: beber agua cuando hace calor para reducir la temperatura de la piel por transpiración y evaporación o alimentarse cuando hace frío para iniciar el proceso de combustión de nutrientes que producirá calor en el cuerpo.

Por qué la comida picante ayuda a refrescarse

El cuerpo humano está preparado para vivir en regiones con temperaturas inferiores a la suya propia. Mientras que la temperatura general del cuerpo es de 37 °C, en el ambiente a su alrededor debe situarse en torno a los 26 °C para considerarla zona de neutralidad térmica. Entre 21 y 28 °C, el cuerpo no experimenta ninguna sensación de frío ni de calor. Estos valores son aplicables a todos los seres humanos sin importar la región del globo terrestre que habiten. Algunos autores encuentran la explicación en el origen subsahariano de nuestra especie, nacida en la garganta de Olduvai, una suerte de paraíso en las altas mesetas de Etiopía de clima prácticamente constante y térmicamente neutro para el ser humano. Cuando la temperatura del aire exterior es inferior a 21 °C, el cuerpo empieza a producir un exceso de calor para contrarrestar el frío ambiental que amenaza su temperatura constante. Esta producción extra de calor se denomina termogénesis. A la inversa, si la temperatura ambiente sobrepasa los 28 °C, el cuerpo inicia un proceso de refrigeración del cuerpo, la termólisis. Estos dos procesos fisiológicos necesitan que el cuerpo se haya alimentado de proteínas y azúcares para producir calor y de agua para poder enfriarse gracias a la transpiración. Esto implica un cambio de la dieta según el clima: se come más en un clima frío que en un clima cálido, ya que se consume más energía para mantener constante la temperatura corporal.

La alimentación puede favorecer los procesos fisiológicos de termorregulación engañando a los receptores sensoriales cutáneos o bucales que informan al cerebro acerca de la temperatura ambiental. De este modo, la tradición de comer picante en ciertos países cálidos hace creer al cerebro que la temperatura exterior es más elevada de lo que realmente es, lo que acelera el proceso de termólisis y refresca el cuerpo más rápidamente. En efecto, los receptores sensoriales cutáneos están conectados con el cerebro mediante canales iónicos, que transmiten en tiempo real la temperatura exterior. Gracias a ellos sabemos si el agua en la que sumergimos la mano está caliente o fría. Según sea la temperatura, se activan distintos canales iónicos y neurotransmisores. A modo de ejemplo, el neurorreceptor TRPV1 (receptor de potencial transitorio vaniloide 1) detecta temperaturas superiores a 44 °C en la piel o en la boca y advierte de ello al cerebro, que entonces pone en marcha una fuerte termólisis (vasodilatación y transpiración) para disipar el exceso de calor. Este aviso de altas temperaturas, específico del TRPV1, conlleva igualmente la sensación de dolor. Pero este mecanismo humano tiene una falla: el TRPV1 también se activa en presencia de ciertas moléculas naturales que en realidad no elevan la temperatura del cuerpo. Es el caso de la capsaicina, presente en las guindillas, que estimula el TRPV1 de la misma manera que si estuviera en contacto con agua o aire a una temperatura superior a 44 °C y desencadena la sensación de estar quemándose. Engañado, el cerebro activa rápidamente y con más intensidad los mecanismos termolíticos de disipación de calor: se transpira en abundancia y los vasos sanguíneos se dilatan.

Otra manera de refrescarse consiste en mentirse a uno mismo estimulando cerebralmente los receptores de la sensación de frío. Es lo que suele hacerse en países cálidos al introducir menta en la boca (en infusión, caramelos o platos aderezados con hojas de menta). Esta planta contiene moléculas de origen cristalino, denominadas mentol, que provocan en el cerebro la misma sensación de frescor que una temperatura del aire de 15 °C.3 Aquí no hay termólisis, tan solo una sensación física e inmediata de frescor que, aunque falsa, resulta agradable cuando hace mucho calor.

El desplazamiento, otro modo de refrescarse

Cuando el cuerpo no llega a compensar la temperatura del medio exterior con ayuda de medidas endógenas, entra en juego el abanico de correcciones climáticas exógenas. Una de ellas es el desplazamiento físico. Aunque ciertas migraciones tienen carácter permanente, como cuando se abandona definitivamente una región que resulta demasiado rigurosa, existen otras migraciones estacionales, ya sean estivales o invernales, como la trashumancia de ganado y de seres humanos e incluso el pastoreo nómada. De este modo, en ciertas regiones se sube a las praderas alpinas en verano para disfrutar de las temperaturas más suaves de la montaña y de los pastizales de hierba fresca, mientras que en invierno o durante la estación de lluvias los humanos y el ganado retornan a las llanuras y se resguardan en tiendas, iglús o cabañas. O también, como hacen los nómadas, se va migrando en función de las estaciones para seguir el desplazamiento de las fuentes alimentarias, ya que los propios animales migran constantemente. El concepto de casa de campo, que aparece ya en la antigua Roma, viene heredado del principio de migración estacional.

Pero, antes de la migración definitiva o estacional, se produce la migración puntual, las trashumancias momentáneas. Cuando hace calor, nos desplazamos para ponernos a la sombra de un árbol o de un peñasco y así evitar los rayos de sol que, por radiación, incrementan el calor de la piel cuando entran en contacto con ella. También podemos acercarnos a un río o una cascada, pues el agua, al estallar en infinidad de minúsculas gotas en el aire, reduce su temperatura en un proceso que resulta de la captación de la energía necesaria para que el agua pase del estado líquido al gaseoso. También podemos dirigirnos al núcleo de un bosque, donde la evapotranspiración de las hojas de los árboles vinculada a la fotosíntesis hace disminuir la temperatura del ambiente, además de reforzar el efecto sombra del dosel forestal. También podemos exponernos al viento, que, al rozar la piel, elimina su calor excesivo y la refresca de inmediato, como cuando soplamos sobre una cuchara de sopa caliente. También es posible mojar la piel, bañándose o rociándose agua para acelerar el intercambio térmico por conducción entre la piel y el aire, ya que el agua es una sustancia muy conductora.

Cuando hace frío, por el contrario, nos ponemos al abrigo del viento tras un roquedo para no desperdiciar nuestro calor y buscamos el soleamiento directo para calentarnos por radiación. También nos resguardamos de la lluvia, en cualquier cavidad, para evitar que el agua acelere el intercambio térmico.

Vestirse para abrigarse

Si estas variadas estrategias son insuficientes, el ser humano recurre a otros elementos exógenos.

Por supuesto, el primero de ellos en aparecer fue el fuego, descubierto y controlado alrededor del año 450000 a. C. Con su ayuda, el ser humano pudo protegerse de las bestias salvajes y se alivió del cansancio debido al alto consumo de calorías que exigían los largos procesos de masticación y digestión de alimentos crudos. Por si esto fuera poco, el calor y la luz del fuego lo independizaron del ritmo del sol, de los días y las estaciones, y resultó viable asentarse en regiones menos hospitalarias que las mesetas del África oriental. A partir de entonces, el ser humano pudo migrar progresivamente y llegar al norte de Europa hacia el año 40000 a. C. y a Rusia en el 25000 a. C.

Si bien el fuego, al menos parcialmente, liberó al ser humano del factor térmico de la geografía, artefactos como la vestimenta y la arquitectura también tuvieron que ver en las estrategias de termorregulación exógena.

La vestimenta está hoy sumida en aspectos culturales e identitarios, por lo que ha perdido en cierto modo su sentido original, estrechamente ligado a las condiciones climáticas circundantes. Ante el frío, es preciso cubrir el cuerpo con una capa de aislante térmico, ya que el aire inmóvil es el mejor aislamiento en virtud de un coeficiente de conductividad térmica de apenas 0,023 W/(m•K).4 Para encapsular el aire aislante y así separar la piel del aire exterior, tradicionalmente se han empleado la lana y las pieles animales, que atrapan entre sus fibras una gran cantidad de burbujas de aire que no puede desplazarse. Superponer prendas también es buena solución, pues la fina película de aire atrapado entre las capas de los diferentes tejidos aporta aislamiento térmico. Además, el aire en contacto con la piel debe permanecer inmóvil, porque si se mueve refrigerará el cuerpo por convección y distribuirá el calor de manera desigual. Para luchar contra el frío es necesario, por tanto, que la ropa se ajuste al cuerpo, sin olvidar las muñecas y el cuello. Así se impide que el aire frío exterior se introduzca en nuestro cuerpo y que el aire calentado por la temperatura corporal escape. La indumentaria también sirve para evitar que el viento barra directamente la superficie de la piel, lo que aceleraría la pérdida de calor corporal. Nos permite combatir la refrigeración por conducción y por convección.

Antonio di Pietro Averlino (Filarete), Adán expulsado del paraíso, dibujo del Trattato di architettura, hacia 1465.

A lo largo de la historia, el ser humano se ha protegido del frío, en primer lugar, imitando a los animales y cubriéndose con sus pellejos, pieles o plumas. El cuero se colocaba en contacto con la piel y los pelos, aislantes, en la cara externa. Uno de los más grandes inventos de la Edad Media fue el retorno de las pieles de animales: “La revolución del pelo que no eriza las pieles hacia el exterior, sino que las mete (en forma de forro) hacia el interior”.5

Vestirse también sirve para protegerse de la lluvia en climas fríos. Cuando la ropa se moja, el agua, que es buena conductora, sustituye a las burbujas de aire de la lana, lo que conlleva una aceleración inmediata del intercambio térmico entre la piel y el frío exterior. Por eso no nos vamos de la piscina con el pelo mojado. Esa es la función del abrigo impermeable, de la gabardina o del sombrero: hacer que el agua deslice para que no penetre en la ropa y la empape, ya que con ello perdería su capacidad de aislamiento térmico.

En verano o en climas más cálidos, nos quitamos ropa para reducir la sensación de calor. Pero si nos desnudamos por completo el cuerpo se verá expuesto a los rayos de sol, que, por radiación, calientan en exceso la piel hasta producir quemaduras. Por esta razón es preciso cubrir el cuerpo y ponerlo a la sombra en climas cálidos. Entra en juego el intercambio térmico por radiación y, para evitar el sobrecalentamiento, reflejamos los rayos solares con telas blancas, cuyo albedo (capacidad reflectante) es lo bastante elevado para impedir que se transformen en calor al contactar con la piel. Aunque la temperatura exterior no sea muy diferente a la del cuerpo humano, el aislamiento térmico sigue siendo indispensable. Eso sí, este tejido que protege el cuerpo de la incidencia del sol debe quedar holgado para permitir al viento introducirse bajo la ropa y arrastrar el calor por convección, sobre todo en la zona del cuello, los brazos y las caderas.

Para protegerse del calor es importante el sombrero, pues refleja los rayos del sol antes de que alcancen la cabeza y el cuerpo. Su papel es muy similar al del techo primitivo. En efecto, la ropa y la arquitectura cumplen funciones semejantes: proteger del frío, del sol, de la lluvia y del viento. Se distinguen, sobre todo, por su implementación, su escala y la respuesta que aportan, individual en un caso y colectiva en otro.

Techo, muro, fuego: construir para modificar el entorno inmediato

Tras estos diversos mecanismos de termorregulación, aparecen finalmente la ordenación del territorio y la arquitectura. La primera está relacionada con la noción de desplazamiento, ya que el ser humano debe establecerse, por fuerza, cerca de una fuente de agua potable y de recursos alimentarios, de tierras que cultivar (un elemento clave de la sedentarización neolítica). La ordenación interviene cuando se transforma el territorio, en especial por la creación de un acueducto que posibilite el asentamiento humano.

William Chambers, evolución de las primeras construcciones, desde las cabañas denominadas primitivas hasta los órdenes de la arquitectura clásica, lámina de A Treatise on Civil Architecture, Londres, 1759.

Pero es en el ámbito de la arquitectura donde se ponen en práctica nuevas estrategias termorreguladoras (el techo, los muros, el fuego) con la finalidad de corregir puntualmente el clima y hacerlo habitable. El arquitecto italiano del siglo XV Leon Battista Alberti cuenta el origen de los primeros elementos arquitectónicos según una secuencia típica de termorregulación:

En un principio —así lo creemos— el género humano se buscó lugares para descansar en cualquier sitio que fuera seguro […]; en este punto, a tal grado de reflexión llegó—en nuestra opinión— que colocaban techumbres con que protegerse del sol y la lluvia; y para conseguirlo, a continuación, levantaron además muros, sobre los que hicieron descansar las cubiertas; en efecto, se daban cuenta de que así estarían más protegidos de las heladas y los vientos invernales.6

La arquitectura comienza por el techo, ya sea el clima cálido o frío. En un clima cálido, el techo es un sustituto del dosel forestal, del follaje de un árbol, de la protección de una cueva, es decir, es un filtro más o menos opaco destinado a atenuar la aportación de calor por la radiación solar directa sobre el cuerpo humano o, al contrario, la pérdida de calor de este hacia el cielo por radiación durante la noche. El intercambio de calor entre el cuerpo humano y su entorno puede descomponerse en varios fenómenos físicos. La conducción es el intercambio de calor entre el cuerpo y una superficie por contacto directo (por ejemplo, al sentarse en una silla o cuando los pies tocan el suelo). Representa, de media, el 5 % de las pérdidas o aportes de calor del cuerpo. La convección está relacionada con la fricción del aire contra la piel, que se ve calentada cuando la temperatura exterior es igual o superior a 28 °C o enfriada si es inferior a 21 °C. Se estima que la convección es responsable de más o menos el 27 % de los intercambios térmicos entre el cuerpo y su entorno. El tercer modo es la evaporación cuando el cuerpo transpira y, por tanto, se refresca, o cuando se lo rocía con agua. Su contribución es del 30 %. El cuarto y último modo de aporte o de pérdida de calor, el más importante (40 %) es la radiación: las ondas electromagnéticas del sol, después de atravesar el espacio y la atmósfera terrestre, inciden en la piel y se transforman en calor. De este modo, los rayos solares hacen aumentar la temperatura de la piel por encima de la del aire e impiden que esta se regule mediante termólisis. Para evitar esta aportación suplementaria de calor debemos ponernos a la sombra o, dicho de otro modo, interponer entre la radiación solar y nuestra piel un obstáculo sobre el cual choquen las ondas electromagnéticas antes de alcanzarnos. Así, será el obstáculo, y no el cuerpo humano, el que se caliente. A la inversa, el cuerpo humano, que irradia calor en la gama de los infrarrojos, se enfría por radiación cuando está frente a una superficie cuya temperatura es baja, como puede ser, por ejemplo, el cielo nocturno. Por tanto, el techo también protege de una pérdida de calor corporal, ya que evita el intercambio térmico por radiación entre la piel y el cielo nocturno, cuya temperatura es de 2,7 kelvin (-270,45 °C), aunque la atmósfera terrestre la atenúe hasta unos -25 °C. Que tengamos frío de noche en el Sáhara no se debe tanto a la temperatura del aire como al calor que, por radiación, absorbe de nuestro cuerpo la bóveda celeste. En un clima frío, como escriben Vitruvio y Alberti, el techo sirve para protegernos de la lluvia: impide que la piel se moje, pues esto le haría perder su capacidad de aislamiento térmico y precipitaría la caída de la temperatura corporal.

Tras el techo, aparece en la arquitectura un segundo elemento: el muro. En ocasiones se lo ha considerado un elemento contingente, que solo sirve para soportar el techo. El frontispicio de Ensayo sobre la arquitectura (1755),7 de Marc-Antoine Laugier, nos presenta una cabaña primitiva sin muros, compuesta únicamente por una techumbre extendida entre los troncos de los árboles. Tres siglos antes, sin embargo, Alberti ya aseguraba que los muros protegían del frío porque resguardaban la piel del enfriamiento convectivo del viento. La razón de ser del muro es desviar las corrientes de aire lejos del cuerpo humano para que no aceleren su descenso térmico.8 Esto explica la colocación de uno o dos muros, en perpendicular a la dirección de los vientos fríos dominantes, para proteger a sus moradores. El tercer elemento arquitectónico tiene que ver con el control de la temperatura del aire, un objetivo que lleva a construir cuatro muros para encerrar completamente un espacio bajo el techo. Confinar una pequeña cantidad de aire entre los muros, el suelo y el techo hace aumentar su temperatura independientemente del aire exterior. En efecto, esta delimitación no tiene su origen en el establecimiento de la propiedad privada, como en muchas ocasiones se ha pensado durante la posmodernidad. El ser humano se encierra para poder modificar las propiedades físicas del aire que lo rodea, y la principal de ellas es la temperatura.9 En primer lugar, es el propio calor corporal del ser humano el que calienta ese aire demasiado frío; a continuación, es el de los animales, que solían habitar el mismo espacio.10 Más tarde, quema algunos troncos, cuya combustión hace subir por convección la temperatura global del aire y calienta el cuerpo humano por contacto.

Por tanto, el cuarto elemento arquitectónico se refiere al fuego, es decir, la calefacción, que en los climas fríos calienta el aire cuando la producción natural de calor humano no es suficiente.

Reencontrar el paraíso climático gracias a la arquitectura

La historia de la arquitectura consiste en esta búsqueda de calor o frío, y sus formas son consecuencia de la necesidad de modificar localmente un clima natural para acomodarlo a las condiciones homeotérmicas del ser humano, entre 21 y 28 °C. En cierto modo, la arquitectura es el arte de recrear en cualquier lugar del mundo aquel clima perfectamente adaptado a la fisiología humana que ofrecía la garganta de Olduvai, el propio de los orígenes subsaharianos del Homo sapiens. Este clima ideal, con una temperatura de 26 °C durante todo el año, donde ya no hay que combatir ni el frío ni el calor, donde se puede vivir desnudo y la tierra produce sin esfuerzo humano todo el alimento necesario, es la figura mítica de todos los paraísos, tanto religiosos como literarios, mitológicos y fisiológicos. Es Ogigia, la isla paradisíaca de Calipso; Shangri-La; el país de Jauja; la edad de oro; el paraíso perdido de la Biblia, el jardín del Edén y tantos otros lugares donde reina una primavera perpetua. Son lugares que precedieron a la inclinación de 23 grados del eje de rotación de la Tierra, como enuncia Julio Verne en su novela El secreto de Maston:

La perspectiva de tener estaciones de una igualdad constante y según la latitud, “a gusto de los consumidores”, era en extremo seductora. Entusiasmaba la idea de que todos los mortales podrían gozar de aquella perpetua primavera que el cantor de Telémaco concedía a la isla de Calipso, y de que hasta podrían elegir entre primavera fresca y primavera tibia.11

El mito del paraíso y de su pérdida, presente en numerosos cuentos, leyendas religiosas, poesías y novelas,12 puede interpretarse como una metáfora del nacimiento de la arquitectura. El poeta inglés del siglo XVII John Milton describe en El paraíso perdido la historia de los orígenes del ser humano como la de un hundimiento. Un ángel caído, Satán, es expulsado del cielo y aterriza en un árido desierto, el del infierno, donde exclama: “¿Es esta la región, el suelo, el clima —dijo el ángel perdido—, este el lugar a cambio de los cielos? ¿Esta noche por la celeste luz? […] Aterriza, si es tierra la que ardía, en seco, como el lago en fuego líquido […]. Con peste y humo”.13

Cuando el ser humano pierde el paraíso de clima ideal (porque migra a latitudes desfavorables, porque es expulsado por Dios, los romanos, los bárbaros o un cambio climático), cuando pierde el acceso inmediato y suficiente a la comida, cuando pasa del estatus de cazador-recolector al de agricultor, cuando empieza a tener hambre, frío o calor, debe reconstruir laboriosamente ese paraíso perdido con el sudor de su frente. Por tanto, la arquitectura responde a la necesidad de recrear artificialmente, en una tierra de clima hostil, la eterna primavera del edén. Esta pequeña burbuja de aire rodeada de cuatro muros, cubierta por un techo y provista de un fuego en su interior, que protege de un contexto natural tórrido o helador, es el lugar donde aguardar la muerte y sus promesas celestiales, que restituirán al ser humano aquel ambiente exterior apacible y constante, el clima perfecto en el que olvidarse de ropas y de edificios. El ideal arquitectónico es el paraíso donde soplan las brisas primaverales, los céfiros que acercan los vapores perfumados del campo y el sotobosque y que armonizan su delicada armonía con el suave susurro de las hojas.

Notas

1 Vitruvio, Los diez libros de arquitectura (hacia 20 a. C.), Alianza, Madrid, 1995, libro VI, cap. 1.

2 Ibíd., libro II, cap. 1.

3 Se trata de otro canal de calcio de la familia de la TRP-melastatina, el TRPM8, presente en las neuronas de los ganglios de la raíz dorsal, que reacciona tanto al frío como a las sustancias mentoladas. Los TRPM8 son sensibles a temperaturas entre 15 y 28 °C y transmiten la información al cerebro a través de la médula espinal, lo que provoca sensación de frío.

4 A la inversa, el coeficiente de conductividad térmica del aluminio, por ejemplo, es de 160, es decir, que el frío atraviesa muy rápido una placa de aluminio, mientras que el aire aislante impide que el frío exterior lo atraviese, lo que hace que la piel no se enfríe.

5 Le Goff, Jacques, La Civilisation de l’Occident médiéval, Flammarion, París, 2008 (versión castellana: La civilización del Occidente medieval, Paidós, Barcelona/Buenos Aires, 1999).

6 Alberti, Leon Battista, De re aedificatoria (hacia 1443), Akal, Madrid, 1971, libro I, cap. II.

7 Laugier, Marc-Antoine (también conocido como “abad Laugier”), Essai sur l’architecture, Duchesne, París, 1755 (versión castellana: Ensayo sobre la arquitectura, Akal, Madrid, 1999).

8 En efecto, el enfriamiento del cuerpo se acelera, además de por el contacto directo por conducción con el aire frío, por la velocidad del aire sobre la piel. Cuanto más rápido es su movimiento, es decir, cuanto más viento hace, más rápidamente escapa el calor de la piel y la enfría. Es el mismo principio del abanico o el ventilador.

9 El mismo principio interviene en la cama con baldaquino o dosel (véase el capítulo “Cuando las artes decorativas eran solo decorativas”).

10 Para un estudio más detallado sobre este tema, véase: Jandot, Olivier, Les Délices du feu. L’homme, le chaud et le froid à l’époque moderne, Champ Vallon, París, 2017.

11 Verne, Julio, Sans dessus dessous, J. Hetzel et Cie, París, 1889 (versión castellana: Los quinientos millones de la Begun; El secreto de Maston, Nauta, Barcelona, 1983).

12 Entre los cuentos, cabe mencionar La pequeña vendedora de fósforos o el cuento eslavo Los doce meses; entre las novelas, El secreto de Maston, de Julio Verne, u Horizontes perdidos, de James Hilton.

13 Milton, John, Paradise Lost, 1667 (versión castellana: El paraíso perdido, Universidad de Cádiz, Cádiz, 1988).

Cómo la cerveza dio paso a la ciudad

Durante los siete años de abundancia la tierra produjo grandes cosechas, así que José fue recogiendo todo el alimento que se produjo en Egipto durante esos siete años y lo almacenó en las ciudades. Juntó alimento como quien junta arena del mar y fue tanto lo que recogió que dejó de contabilizarlo. ¡Ya no había forma de mantener el control! […] Los siete años de abundancia en Egipto llegaron a su fin y, tal como José lo había anunciado, comenzaron los siete años de hambre […]. José abrió los graneros para vender alimento a los egipcios. Además, de todos los países llegaban a Egipto para comprarle alimento a José, porque el hambre cundía ya por todo el mundo.

Génesis 41:47-57

Este pasaje del Antiguo Testamento es interesante por varios motivos. Por una parte, es probable que reproduzca una confusión histórica. En la Edad Media solía pensarse que las pirámides egipcias eran los “graneros de José”. Es el caso de Gregorio de Tours en el siglo VI,1 de Bernard du Mont-Saint-Michel en el siglo IX,2 e incluso de Juan de Mandeville en 1356, quien, en el Libro de las maravillas del mundo, describió las tres pirámides de Guiza como gigantescos graneros de trigo. Por otra parte, este mismo autor nos ilustra acerca de las primeras civilizaciones de la “medialuna fértil”,3 constantemente afectada por episodios de hambruna, migración o guerra, donde el acceso a los cereales (con los que hacían pan y cerveza) era fundamental y justificaba por sí solo la existencia de las ciudades. La confusión de ciertos autores es comprensible, ya que los templos egipcios eran tanto lugares de ceremonia como graneros públicos y, por tanto, en ellos se almacenaba el trigo.4 De hecho, el egiptólogo Barry Kemp los describe como “los bancos de reserva del momento”.5 Pero la cuestión no se limita a que una de las funciones de los templos egipcios fuera la de conservar y proteger las cosechas. El historiador de la ciencia Pascal Acot explica que, con carácter general, el almacenamiento de los excedentes alimentarios es “verdaderamente la principal razón del fenómeno urbano hacia el 5000 a. C.”.6 A continuación, menciona las configuraciones urbanas donde el granero o el silo era la pieza más grande, como podía ser el caso de la ciudad de Mohenjo-Daro, en el actual Pakistán, cuya ciudadela contaba con fastuosos baños, un enorme silo para grano, dos salones asamblearios y un conjunto residencial. También es aplicable, en la Antigüedad, a ciudades como Uruk o Roma y, posteriormente, las abadías y los castillos de la Edad Media.

El barrio sagrado de la ciudad de Ur, en Mesopotamia, revelado por excavaciones británicas entre 1922 y 1934. Fotografía aérea de 1927.

Al hilo de este vasto panorama histórico, resulta oportuno reexaminar el concepto de ciudad como granero fortificado, para analizar los estrechos lazos entre alimentación, clima, energía y desarrollo urbano.

La ciudad neolítica como gran almacén fortificado

Durante este período de la historia que se inicia en el 12000 a. C., los seres humanos, comenzando por los natufienses, pasaron de ser una sociedad cazadora-recolectora nómada y migrante que dependía de las estaciones, a una civilización sedentaria de agricultores y ganaderos.

El punto de partida de esta evolución fue el atemperamiento del clima tras el brusco período glacial del Joven Dryas, sobrevenido hacia el 12900 a. C y que duró alrededor de un milenio, durante el cual las temperaturas cayeron 7 °C. El ascenso posterior, conocido como el gran calentamiento,7 coincidió con un aire húmedo proveniente del Atlántico y del Mediterráneo que provocó fuertes trombas de agua y generó una medialuna fértil. Bien soleada y húmeda, esta zona geográfica se extendió desde el oeste de Oriente Próximo, en Egipto, hasta Mesopotamia, al norte, y Sumeria y Babilonia, al este. Sus llanuras se cubrieron de vegetación con encinas, que proporcionaron a los natufienses su primera fuente de alimentación: bellotas y pistachos, pero también de trigo, cebada, lentejas y guisantes silvestres. Empezaron cogiendo los granos de las espigas silvestres, pero luego descubrieron que era posible conservarlos secos durante varios años en un granero para recurrir a ellos cuando tuvieran hambre y no encontraran nada a su alrededor, en invierno o en épocas arruinadas por el hielo o la falta de agua. Este cambio climático también terminó con la megafauna del pleistoceno (mamuts, uros o elefantes europeos), cuya fisiología corporal, pelaje y dieta solo estaban adaptados a la edad glacial. La desaparición de estos animales, fuente de proteínas para los humanos del Paleolítico, fue aliviada en Oriente Próximo por los ancestros de las ovejas, cabras, cerdos y vacas domésticas, que se alimentaban de los restos de cereales que no se comen los humanos.8 El inicio de nuestra civilización sedentaria está, por tanto, vinculado a la presencia de cereales (en concreto, al trigo almidonero, Triticum dicoccoides, cuyos granos no se separan de la espiga y pueden recolectarse antes de que se los lleve el viento) y de especies de animales dóciles, fácilmente domesticables.

Poco a poco, en la misma región, la tierra fue volviéndose más fértil gracias a los primeros sistemas de irrigación artificial como canales, acueductos o sistemas de bombeo, que distribuyeron sobre las zonas cultivables el agua de los principales ríos locales, el Tigris y el Éufrates. La aparición de las primeras formas de agricultura acarreó, por otra parte, el desarrollo de nuevas herramientas, cuyos restos se han encontrado en las inmediaciones de las antiguas viviendas de estos pueblos. De este modo, en las cuevas ocupadas por los natufienses, como las de Shukba o las del monte Carmelo, en Israel, han podido identificarse hoces, macillas y morteros. Hacia el 11500 a. C. apareció la primera casa exenta, en Abu Hureyra, de la que quedan algunos fragmentos del murete circular semienterrados, que habrían estado cubiertos por una estructura de vigas de madera colmatada con ramas y juncos. Más interesantes son las ruinas de Ain Mallaha, una aldea en la que se ha encontrado una superficie de más de 2.000 metros cuadrados con estructuras circulares de más de un metro de altura compuestas de piedras sin labrar. Entre las ruinas apareció un material para la molienda de grano, así como unas fosas que parecen indicar, según François Valla,9 que los habitantes de la zona tenían costumbre de almacenarlo. El paso de la vida nómada al sedentarismo también puede explicarse tanto por el empleo de herramientas para fabricar harina, demasiado pesados para transportarlos en las migraciones estacionales, como por el almacenamiento de cereal, que debía ser conservado al abrigo de la humedad, de las inundaciones, de las alimañas y del pillaje.

El éxito de la agricultura queda reflejado en el aumento de la población mundial, que pasó de 5 a 90 millones en el transcurso del Neolítico, cuyo fin suele establecerse hacia el 3000 a. C. La población, claro está, se veía menos expuesta a los caprichos meteorológicos, mientras que la sedentarización, por otra parte, favoreció los índices de natalidad. Desde el punto de vista arquitectónico, se pasó de las pequeñas chozas y tiendas desmontables de los cazadores-recolectores a las primeras viviendas permanentes de agricultores sedentarios natufienses alrededor del 9000 a. C. Las aldeas nacieron hacia el 7500 a. C. en los emplazamientos de Çatalhöyük y Jericó; también ciudades, a lo largo del siglo IV a. C. en Uruk, Ur, Babilonia y Nínive. El principal motivo de creación de las ciudades fue disponer de un lugar donde proteger y conservar los granos de trigo o cebada que almacenaban los agricultores locales en previsión de problemas futuros. La defensa y la gestión de estas reservas correspondía a los reyes, los soldados y los sacerdotes. La ciudad, de la que eran guardianes y administradores, constituía una especie de banco en el seno de una economía basada en la redistribución centralizada de los recursos.10 En Sumeria, el templo hacía las veces de granero y el sacerdote era el gestor de las reservas de trigo, algo que explica muy bien el arqueólogo Tate Sewell Paulette cuando describe un zigurat de la ciudad de Ur consagrado al dios Nanna.11 No hay que olvidar que los primeros testimonios escritos (las tablas cuneiformes) son documentos administrativos que con frecuencia tenían que ver con la gestión y redistribución de las reservas de cereal.

Plano del templo E-nun-mah, en la ciudad de Ur, elaborado por sir Charles Leonard Woolley, arqueólogo responsable de las excavaciones británicas llevadas a cabo entre 1922 y 1934.

El trigo, causa del pillaje en las ciudades

Estas reservas pueden considerarse, igualmente, elementos determinantes del auge de la política, lo que ha llevado a Paulette y también al antropólogo Arjun Appadurai a hablar de gastropolítica.

Desde el punto de vista arqueológico, los vínculos entre la ciudad y las reservas alimentarias pueden verse en las ruinas de los edificios monumentales, que no solamente distinguían del resto a cada ciudad, sino que simbolizaban la concentración de un excedente social, como explica el historiador Vere Gordon Childe.12

Mosaico conocido como “del Señor Julio”, finales del siglo IV/principios del V, descubierto en las proximidades de Cartago (África romana).

Más tarde, en la Antigüedad, Vitruvio puso en evidencia el vínculo inquebrantable entre la ciudad y el trigo. Este arquitecto romano del siglo I a. C. cuenta, a modo de fábula, que un arquitecto macedonio llamado Dinócrates propuso al rey Alejandro I crear una ciudad en el monte Athos, en Grecia, a lo que este se opuso por no encontrar en los alrededores ningún campo para alimentar a la población.13

En el Imperio romano, el trigo conservado en los graneros públicos se distribuía gratuitamente entre las clases populares que vivían en la ciudad. Así lo explica el historiador francés Paul Veyne, quien recuerda que esta manera de proceder fue heredada de los griegos.14 Mediante un impuesto, la annona (una cantidad de trigo), Roma constituía sus reservas de grano, que redistribuía en tiempos de escasez y del consecuente aumento de los precios.

Sin embargo, a partir del siglo III el Imperio romano se ve inmerso en un declive inexorable que lo lleva a caer a finales del siglo V. Mientras que, durante seis siglos, había administrado y ayudado a organizar una gran parte del territorio europeo, e incluso se había extendido hacia el oriente y el norte de África, comenzó a verse afectado por crisis internas y ataques externos. Este período será designado como el de la decadencia romana por el historiador inglés Edward Gibbon en el siglo XVIII, en un libro cuyo título sigue siendo muy conocido: Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Roma debía hacer frente a las luchas entre rivales que se autoproclamaban emperadores, a la fragmentación progresiva de las provincias y a su autonomización, a los abusos de poder y a las epidemias. A mediados del siglo VI, bajo el emperador Justiniano, la peste proveniente de Etiopía azotó al Imperio y, según algunas estimaciones, acabó con la vida de hasta dos tercios de la población urbana. Desde su origen sumerio, las ciudades han sido, en efecto, el lugar más propicio para la eclosión de epidemias y su virulenta expansión a causa del hacinamiento humano y animal que provocan. Dos siglos y medio antes, la peste cipriana ya había causado estragos en todas las ciudades del imperio.

En paralelo a la decadencia interna, desde el exterior del Imperio se iniciaron grandes movimientos migratorios vinculados al cambio climático que experimentó Asia central en el siglo IV