HOMENAJE A CATALUNA - ORWELL - George Orwell - E-Book

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George Orwell

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Beschreibung

George Orwell, seudónimo de Eric Blair (1903 - 1950) fue un escritor británico, autor de numerosas obras de éxito, entre ellas: "Revolución en la Granja" y "1984".  "Homenaje a Cataluña" de George Orwell es un relato personal y crítico sobre su experiencia durante la Guerra Civil Española, en la que participó como voluntario en las milicias del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). La obra no solo es un testimonio directo de los horrores del conflicto, sino también una reflexión profunda sobre la política, el idealismo y las traiciones internas en los movimientos revolucionarios. Orwell muestra con claridad las divisiones entre los diferentes grupos de la izquierda, revelando cómo la lucha por el poder entre comunistas, anarquistas y socialistas socavó los esfuerzos para derrotar al fascismo. 

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George Orwell

HOMENAJE A CATALUÑA

Título original:

“Homage to Catalonia”

SUMARIO

PRESENTACIÓN

HOMENAJE A CATALUÑA

Prólogo

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

Apéndice I

Apéndice II

PRESENTACIÓN

George Orwell

1903 - 1950

George Orwell fue un escritor británico, ampliamente reconocido como una de las figuras literarias más influyentes del siglo XX. Nacido en Motihari, India, entonces parte del Imperio Británico, Orwell es conocido por sus agudas críticas sociales y políticas, plasmadas en obras que exploran el totalitarismo, la represión política y la manipulación de la verdad. A lo largo de su carrera, Orwell escribió algunas de las novelas más icónicas del siglo, consolidándose como un maestro de la literatura distópica y del ensayo político.

Vida temprana y educación

Orwell, cuyo verdadero nombre era Eric Arthur Blair, nació en una familia de clase media baja. Fue educado en colegios prestigiosos como Eton, donde desarrolló un profundo interés por la política y la literatura. A pesar de su brillantez académica, Orwell abandonó sus estudios formales y decidió unirse a la Policía Imperial en Birmania, experiencia que marcaría su crítica al colonialismo británico y que más tarde plasmaría en su obra Los días de Birmania (1934).

Carrera y contribuciones

Orwell es célebre por dos de sus obras más influyentes: Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949). En Rebelión en la granja, una fábula satírica sobre una granja en la que los animales se rebelan contra sus opresores humanos, Orwell critica ferozmente el estalinismo y la corrupción del ideal comunista. Por otro lado, en 1984, Orwell presenta una visión distópica del futuro en el que el estado totalitario, representado por el omnipresente "Gran Hermano", controla y manipula cada aspecto de la vida humana, una poderosa advertencia sobre los peligros de la vigilancia masiva y la supresión de la libertad individual.

Ambas obras consolidaron a Orwell como un crítico incansable del totalitarismo, la manipulación de la información y la importancia de la verdad objetiva. Su estilo, marcado por la claridad y la sencillez, reflejaba su creencia de que la prosa debía ser una herramienta para expresar ideas complejas de forma accesible, algo que aplicó tanto en sus novelas como en sus ensayos.

Impacto y legado

El impacto de las obras de Orwell ha sido profundo y duradero. La novela 1984 ha acuñado términos como "orwelliano", que se refiere a situaciones de control opresivo y manipulación de la verdad, y "doblepensar", una técnica utilizada para aceptar simultáneamente dos creencias contradictorias, algo que sigue siendo relevante en discusiones sobre política y libertad. Su análisis de las distorsiones de la verdad y la propaganda ha influido en innumerables pensadores, políticos y escritores.

Orwell fue un ferviente defensor de la justicia social y un crítico del abuso de poder, aspectos que se ven reflejados en toda su obra. Además de sus novelas, sus ensayos, como Homenaje a Cataluña (1938), que narra su experiencia en la Guerra Civil Española, y El león y el unicornio (1941), son ejemplos de su compromiso con los ideales democráticos y su lucha contra el fascismo y el totalitarismo.

Orwell murió en 1950 a los 46 años, a causa de la tuberculosis. A pesar de su relativamente corta vida, dejó un legado literario y político monumental. Hoy en día, sus obras siguen siendo estudiadas y debatidas en todo el mundo por su lúcida crítica a las estructuras de poder y su defensa de la libertad individual. Orwell no solo fue un escritor influyente, sino también un intelectual cuyo compromiso con la verdad y la justicia lo ha convertido en una figura central en la literatura del siglo XX.

Sobre la obra

"Homenaje a Cataluña" de George Orwell es un relato personal y crítico sobre su experiencia durante la Guerra Civil Española, en la que participó como voluntario en las milicias del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). La obra no solo es un testimonio directo de los horrores del conflicto, sino también una reflexión profunda sobre la política, el idealismo y las traiciones internas en los movimientos revolucionarios. Orwell muestra con claridad las divisiones entre los diferentes grupos de la izquierda, revelando cómo la lucha por el poder entre comunistas, anarquistas y socialistas socavó los esfuerzos para derrotar al fascismo.

A través de su estilo directo y observaciones agudas, Orwell denuncia las manipulaciones políticas y la censura que sufrió, criticando tanto la propaganda comunista como la indiferencia de los países occidentales hacia el conflicto. La desilusión del autor con las traiciones internas y la corrupción de los ideales revolucionarios es uno de los temas centrales de la obra, lo que convierte a "Homenaje a Cataluña" en una crítica a la instrumentalización de la política y la guerra.

Desde su publicación, "Homenaje a Cataluña" ha sido valorada como una de las obras más sinceras y crudas sobre la guerra y la política. El testimonio de Orwell no solo es un relato sobre la Guerra Civil Española, sino también una meditación sobre la naturaleza de la verdad, la lucha por la justicia y las complejidades de la acción política. La relevancia de la obra perdura, ya que sigue ofreciendo una perspectiva crítica sobre los conflictos ideológicos y las traiciones en tiempos de guerra.

HOMENAJE A CATALUÑA

Prólogoi

Esta nueva edición de la obra de George Orwell que lleva por título Homenaje a Cataluña permitirá conocer a fondo uno de los aspectos del drama que vivió el pueblo español antifascista durante la heroica gesta iniciada en julio de 1936 y finalizada con una inmerecida derrota a fines de marzo de 1939.

Sin duda, la difusión del libro del celebrado autor de 1984 y de La rebelión en la granja cobra mayor actualidad después de la exhibición de la película del director inglés Ken Loach, Tierra y Libertad, inspirada en Homenaje a Cataluña, que Orwell escribió en 1938.

Aunque la temática esencial de la obra está dirigida a revelar la inescrupulosa y violenta represión contra el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) llevada a cabo por los comunistas, el título elegido para su libro tiene una significación más amplia: refleja su admiración por el espíritu y el esfuerzo de los trabajadores volcados a la profunda transformación revolucionaria orientada según los principios libertarios.

Uno de los méritos más salientes de la obra consiste en la objetividad con que hilvana sus recuerdos y sus anotaciones. Si se incorpora a la militancia del POUM ello se debió a su pertenencia al Partido Laborista Independiente de Inglaterra. Su odisea transcurre entre enero y junio de 1937. Lo más impresionante de sus relatos está en las muchas paginas que destina a sus vivencias en el frente de Aragón, sufriendo penurias y desesperanzas que sólo se pueden sobrellevar con una férrea voluntad puesta al servicio de una noble causa.

Como decenas de miles de voluntarios que vinieron de todas partes al suelo español para luchar por la libertad y no para enfangarse en pujas partidistas, Orwell no sospechó que iba a ser protagonista y testigo de situaciones como las provocadas por la política de José Stalin y sus títeres de distinto pelaje. El peligro de ser apresado le obligó a interrumpir la gloriosa aventura de seguir en la brega, como hubiera deseado, hasta el fin de la epopeya antifascista.

Desde la primera a la ultima pagina, escritas con el tan atrayente estilo literario de todas las obras de Orwell, se aprecia una sinceridad conmovedora: describe lo que ve, lo que siente, lo que piensa; usa el más crudo lenguaje para mostrar calamidades durante su estadía de varios meses en los frentes de guerra; califica lo mejor y lo peor de las condiciones humanas de sus compañeros de trinchera; menciona una y otra vez sus propias dudas y cambios de opinión; certifica su testimonio y casi todas sus interpretaciones con pruebas documentales irrebatibles; trasluce la sorpresa y la pena ante la locura represiva que desata el sector obediente a las ordenes de Stalin para destruir al POUM y para aplastar la revolución libertaria.

De sus peripecias y sinsabores en el frente resaltan las tremendas dificultades de su grupo por las carencias, la falta de armas sobre todo, y en buena parte por ser adolescentes quienes lo integran. Cabe aclarar que ese cuadro lamentable no corresponde a todas las milicias que se situaron en Aragón, en lo que concierne a la capacidad combativa, especialmente. En esa zona actuaron columnas y agrupaciones diversas: tres columnas confederales (CNT-FAI), de las cuales la primera al mando de Buenaventura Durruti salió de Barcelona el 24 de julio, una del PSUC, otra del POUM y una más de la Esquerra catalana; además de valerosos conjuntos como el de los voluntarios italianos encabezados en sus comienzos por Carlo Roselli.

Cabe señalar que las columnas de milicianos anarquistas fueron avanzando y conquistando pueblo tras pueblo, en algunos casos luchando casa por casa, y que las numerosas colectividades campesinas que surgieron en la región tuvieron una permanente preocupación por ayudar a los combatientes. Muchas bajas hubo en los combates. En uno de ellos, en Monte Pelado, a poco de iniciarse la contienda, perdió la vida Fausto Falaschi, quien en la Argentina trabajó como ladrillero y fue un notable escritor, colaborando en el diario La Protesta de Buenos Aires.

Al referirse a los días iniciales de la sublevación militar, dice: “El gobierno no hizo prácticamente intento alguno para impedir el levantamiento, que se esperaba desde hacía bastante tiempo, y cuando comenzaron las dificultades su actitud fue débil y vacilante; tanto es así que España tuvo tres primeros ministros en unos pocos días (Quiroga, Martínez Barrios y Giral). Además, la única medida que podía salvar la situación inmediata, armar a los trabajadores, fue tomada con renuencia y en respuesta al violento clamor popular.” (…) “Mientras tanto, los trabajadores contaban con armas y, ya a esta altura, se abstuvieron de devolverlas. (…) Las propiedades de los grandes terratenientes profascistas fueron tomadas en muchos lugares por los campesinos. Junto con la colectivización de la industria y el transporte, se hizo el intento de establecer los comienzos de un gobierno de trabajadores por medio de comités locales, patrullas de obreros en reemplazo de las viejas fuerzas policiales procapitalistas, milicias proletarias basadas en los sindicatos, etcétera. (…) En ciertos lugares se crearon comunas anarquistas independientes. (…) En Cataluña, durante los primeros meses, el poder estaba casi por entero en manos de los anarcosindicalistas, quienes controlaban la mayor parte de las industrias clave”. En una síntesis bien elocuente explica el drama de la declinación: “El vuelco general hacia la derecha se produjo en octubre-noviembre de 1936, cuando la URSS inició el envío de armas al gobierno y el poder comenzó a pasar de los anarquistas a los comunistas. Con la excepción de Rusia y México, ningún gobierno había tenido la decencia de acudir en auxilio de la República, y México, por razones obvias, no podía proporcionar armas en grandes cantidades. En consecuencia, los rusos podían imponer sus condiciones. Caben muy pocas dudas de que tales condiciones eran, en esencia, impedir la revolución o quedarse sin armas, y de que la primera medida contra los elementos revolucionarios, la expulsión del POUM de la Generalidad catalana, se tomo por orden de la URSS”.

Al respecto, tienen un irrefutable valor testimonial las numerosas revelaciones que hace el ex alto jefe del Partido Comunista español que fuera ministro de Instrucción Pública y Comisario General del Ejercito durante la guerra, Jesús Hernández, en el libro que escribió en México después de cumplir su afán desesperado de salir de Rusia, el “paraíso socialista” adonde fueron tanto él como José Díaz, ex secretario general del partido, quien enfermo, fue antes y allí se suicidó, y el publicitado comandante “El campesino” (Valentín González), quien después de huir se despachó con dureza en el libro Vida y muerte en la URSS. Todos ellos acataron las ordenes de los emisarios rusos de Moscú, casi siempre acompañados de los muy fieles Togliatti (de Italia) y Codovilla (de Argentina). Según Hernández, él objetaba primero y después cumplía lo ordenado, por cruel y alocado que fuera. Entre otras cuestiones denuncia la campaña contra la revolución y el hostigamiento al POUM, la caída de Francisco Largo Caballero, e1 entronizamiento de Juan Negrín y de Indalecio Prieto, la separación de este ultimo, la imputación contra los dirigentes del POUM de ser aliados y espías de Hitler y de Franco, el secuestro, la tortura y el asesinato de Andrés Nin, la negativa a realizar operaciones militares dispuestas por Largo Caballero, y luego por Prieto, y la ejecución de otras muy desastrosas — Brunete, El Ebro, etc. — para “prestigiar” a figuras del gobierno nacional o a comandantes comunistas, los ataques armados a las Colectividades campesinas y los fallidos intentos de eliminar a la CNT y a la FAI, los entretelones del frustrado golpe de Negrín en la Región Centro después de la perdida de Cataluña, provocando la reacción de todas las fuerzas antifascistas que apoyaron a la Junta presidida por el coronel Casado en Madrid.

Sobre las motivaciones de Stalin para prolongar la guerra en la Península cuando todo estaba perdido, algo aclara otro de sus ex agentes arrepentidos, el general Walter Krivitski, quien se desempeñó como jefe del espionaje del Kremlin en Europa Occidental, en su libro Yo, espía de Stalin. Esa política fue algo así como un prólogo del infame pacto nazisoviético entre Hitler y Stalin, de agosto de 1939.

George Orwell reproduce textos y describe hechos que asombran por el ensañamiento que terminó con la disolución de un partido por supuesto trotskismo y la razzia que llevó a la cárcel a sus dirigentes, afiliados y simpatizantes. La excelente película de Ken Loach no pudo transmitir todo lo que contiene el libro en que se inspiró para producir Tierra y Libertad. Si él o algún otro cineasta se propusiera abordar la historia de los treinta y dos meses de la trágica epopeya, tendría que apelar a una larga serie cinematográfica. En las fuentes arriba citadas y en otras muy valiosas de la bibliografía sobre el tema, encontraría una apasionante inspiración para sus guiones. Lo que empañó la gesta del pueblo por culpa del chantaje staliniano, tendría su contracara en el inagotable heroísmo de los combatientes y en la ardua y promisoria reconstrucción social que pusieron en marcha los libertarios mediante una multifacética experiencia autogestionaria de la que tomaron parte también, en no pocos casos, trabajadores de la UGT hasta que esa central obrera fue copada por quienes traicionaron a Largo Caballero.

Abundantes, hasta el punto de que algunos podrán considerarlo un exceso y hasta una obsesión, son las paginas que Orwell dedica a demostrar la falacia de los ataques al POUM, al que sus detractores cargaron toda la culpa por los sangrientos hechos de mayo de 1937, llegando a afirmar que con ello querían abrir las puertas a las fuerzas invasoras nazi fascistas. Como un ejemplo del lenguaje común de la prensa comunista de España y del exterior, trascribe este párrafo del Daily Worker de Londres publicado el 21 de julio de 1937: “Como resultado del arresto de un gran número de trotskistas destacados en Barcelona y otras ciudades… se han puesto al descubierto durante el fin de semana detalles de uno de los más detestables actos de espionaje que se hayan conocido jamás en tiempo de guerra, y de la más horrenda traición trotskista nunca revelada… Documentos en poder de la policía, junto con la confesión detallada de no menos de doscientos arrestados demuestran, etc.”

Cabe recordar aquí algo que no figura en el libro de Orwell. Después de su detención, los dirigentes del POUM fueron huéspedes de distintas cárceles de Madrid, Valencia y Barcelona. Mucho tiempo tardó en llegar el día del juicio oral contra ellos. Negrín había intentado convencer a los jueces de que debían condenar a cualquier costo. Fue en Barcelona, con un fiscal que en los interrogatorios y en las acusaciones arrojó toda la basura que componía la trama comunista sobre la complicidad de los presos con los nazis y franquistas. El Tribunal de Alta Traición y Espionaje fue el juzgador. El rabioso fisca1 hizo el ridículo ante las respuestas de Escuder, Gorkin, Andrade, Gironella, Bonet, Arquer y Rey. Fracasó el propósito de condenarlos a muerte por espías. Pero fueron condenados a muchos años de prisión (al parecer, por asociación ilícita y provocación de los hechos de mayo de 1937). Estuvieron en la cárcel hasta la caída de Barcelona y salieron junto con oficiales de la justicia en un camión en el éxodo masivo hacia Francia.

Con una grandeza de espíritu excepcional, Orwell vuelve al frente de guerra tres días después de la semana trágica de mayo de 1937. Un año más tarde se elabora la obra que comentamos, con sus apuntes, sus recuerdos y su doloroso final; herido de gravedad, pasa por varios hospitales. Cuando regresa a Barcelona, se produce la furiosa caza de gente del POUM, y decide huir junto con su esposa. Consigue viajar a Francia y de allí a su país, Inglaterra.

En las ultimas paginas, deja para la posteridad una reflexión que podrían suscribir cuantos, de una u otra manera, han procurado aportar algo en una lucha que honró a la humanidad: “Esta guerra, en la que desempeñé un papel tan ineficaz, me ha dejado recuerdos en su mayoría funestos, pero aun así no hubiera querido perdérmela. (…)

Por curioso que parezca, toda esta experiencia no ha socavado mi fe en la decencia de los seres humanos, sino que, por el contrario, la ha fortalecido”.

Jakobo Maguid

(Jacinto Cimazo)

Nunca respondas al necio conforme a su necedad, para no hacerte como él. Responde al necio según su necedad, para que no se tenga por sabio.

Proverbios, XXVI, 4-5

I

En los Cuarteles Lenin de Barcelona, el día antes de ingresar en la milicia, vi a un miliciano italiano de pie frente a la mesa de los oficiales.

Era un joven de veinticinco o veintiséis años, de aspecto rudo, cabello amarillo rojizo y hombros poderosos. Su gorra de visera de cuero estaba fieramente inclinada sobre un ojo. Lo veía de perfil, la barbilla contra el pecho, contemplando con expresión de desconcierto el mapa que uno de los oficiales había desplegado sobre la mesa. Algo en su rostro me conmovió profundamente: era el rostro de un hombre capaz de matar y de dar su vida por un amigo, la clase de rostro que uno esperaría encontrar en un anarquista, aunque casi con seguridad era comunista. Había a la vez candor y ferocidad en él, y también la conmovedora reverencia que los individuos ignorantes sienten hacia aquellos que suponen superiores. Evidentemente, no entendía nada del mapa, y parecía que consideraba su lectura como una estupenda hazaña intelectual. Casi no puedo explicármelo, pero rara vez he conocido a alguien por quien experimentara una simpatía tan inmediata. Mientras charlaban alrededor de la mesa, una observación puso de manifiesto mi origen extranjero. El italiano levantó la cabeza y preguntó rápidamente:

 — ¿Italiano?ii]

Yo respondí en mi mal español:

 — No, inglés. ¿Y tú?*

 — Italiano.*

Cuando íbamos a salir, cruzó la habitación y me apretó con fuerza la mano. ¡Resulta extraño cuánto afecto se puede sentir por un desconocido! Fue como si su espíritu y el mío hubieran logrado momentáneamente salvar el abismo del lenguaje y la tradición y unirse en absoluta intimidad. Deseé que sintiera tanta simpatía por mí como yo por él. Pero sabía que para conservar esa primera impresión no debía volver a verlo, y así ocurrió en efecto. Uno siempre establecía contactos de ese tipo en España.

Menciono a este miliciano porque su figura se ha mantenido muy viva en mi memoria. Con su raído uniforme y su rostro feroz y patético simboliza para mí la atmósfera especial de aquella época. Permanece asociado a todos mis recuerdos de aquel período de la guerra: las banderas rojas en Barcelona, los largos trenes que se arrastraban hacia el frente repletos de soldados zarrapastrosos, las ciudades grises agobiadas por la guerra a lo largo de la línea de fuego, las trincheras heladas y fangosas en las montañas.

Esto ocurría hace menos de siete meses, a finales de diciembre de 1936, no obstante lo cual me parece que aquel período pertenece ya a un pasado remoto. Acontecimientos posteriores lo han esfumado hasta tal punto que podría situarlo en 1935, y hasta en 1905. Había viajado a España con el proyecto de escribir artículos periodísticos, pero ingresé en la milicia casi de inmediato, porque en esa época y en esa atmósfera parecía ser la única actitud concebible. Los anarquistas seguían manteniendo el control virtual de Cataluña, y la revolución estaba aún en pleno apogeo. A quien se encontrara allí desde el comienzo probablemente le parecería, incluso en diciembre o en enero, que el período revolucionario estaba tocando a su fin; pero viniendo directamente de Inglaterra, el aspecto de Barcelona resultaba sorprendente e irresistible. Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera que fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios; casi todos los templos habían sido destruidos y sus imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas de obreros se dedicaban sistemáticamente a demoler iglesias. En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados; hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadas de rojo y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente cara a cara y lo trataban como a un igual. Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía “señor”*, o “don”* y tampoco “usted”*; todos se trataban de “camarada” y “tú”, y decían “¡salud!”* en lugar de “buenos días”*. La ley prohibía dar propinas desde la época de Primo de Rivera; tuve mi primera experiencia al recibir un sermón del gerente de un hotel por tratar de dársela a un ascensorista. No quedaban automóviles privados, pues habían sido requisados, y los tranvías y taxis, además de buena parte del transporte restante, ostentaban los colores rojo y negro. En todas partes había murales revolucionarios que lanzaban sus llamaradas en límpidos rojos y azules, frente a los cuales los pocos carteles de propaganda restantes semejaban manchas de barro. A lo largo de las Ramblas, la amplia arteria central de la ciudad constantemente transitada por una muchedumbre, los altavoces hacían sonar canciones revolucionarias durante todo el día y hasta muy avanzada la noche. El aspecto de la muchedumbre era lo que más extrañeza me causaba. Parecía una ciudad en la que las clases adineradas habían dejado de existir. Con la excepción de un escaso número de mujeres y de extranjeros, no había gente “bien vestida”; casi todo el mundo llevaba tosca ropa de trabajo, o bien monos azules o alguna variante del uniforme miliciano. Ello resultaba extraño y conmovedor. En todo esto había mucho que yo no comprendía y que, en cierto sentido, incluso no me gustaba, pero reconocí de inmediato la existencia de un estado de cosas por el que valía la pena luchar. Asimismo, creía que los hechos eran tales como parecían, que me hallaba en realidad en un Estado de trabajadores, y que la burguesía entera había huido, perecido o se había pasado por propia voluntad al bando de los obreros; no me di cuenta de que gran número de burgueses adinerados simplemente esperaban en las sombras y se hacían pasar por proletarios hasta que llegara el momento de quitarse el disfraz.

Además de todo esto, se vivía la atmósfera enrarecida de la guerra. La ciudad tenía un aspecto desordenado y triste, las aceras y los edificios necesitaban reparaciones, de noche las calles se mantenían poco alumbradas por temor a los ataques aéreos, la mayoría de las tiendas estaban casi vacías y poco cuidadas. La carne escaseaba y la leche prácticamente había desaparecido; faltaba carbón, azúcar y gasolina, y el pan era casi inexistente. En esos días las colas para conseguir pan alcanzaban a menudo cientos de metros. Sin embargo, por lo que se podía juzgar, hasta ese momento la gente se mantenía contenta y esperanzada. No había desocupación y el costo de la vida seguía siendo extremadamente bajo; casi no se veían personas manifiestamente pobres y ningún mendigo, exceptuando a los gitanos. Por encima de todo, existía fe en la revolución y en el futuro, un sentimiento de haber entrado de pronto en una era de igualdad y libertad. Los seres humanos trataban de comportarse como seres humanos y no como engranajes de la máquina capitalista. En las barberías (los barberos eran en su mayoría anarquistas) había letreros donde se explicaba solemnemente que los barberos ya no eran esclavos. En las calles, carteles llamativos aconsejaban a las prostitutas cambiar de profesión. Para cualquier miembro de la civilización endurecida y burlona de los pueblos de habla inglesa había algo realmente patético en la literalidad con que estos españoles idealistas tomaban las gastadas frases de la revolución. En esa época las canciones revolucionarias del tipo más ingenuo, todas ellas relativas a la hermandad proletaria y a la perversidad de Mussolini, se vendían por pocos céntimos. A menudo vi a milicianos casi analfabetos que compraban una, la deletreaban trabajosamente y comenzaban a cantarla con alguna melodía adecuada.

Durante todo ese tiempo yo me encontraba en los Cuarteles Lenin con el objetivo, según manifestaban, de recibir una preparación militar. Al unirme a la milicia, me informaron de que sería enviado al frente al día siguiente, pero, en realidad, tuve que esperar hasta que una nueva centuria* estuviera lista. Las milicias de trabajadores, apresuradamente reclutadas entre los sindicatos al comienzo de la guerra, aún no habían sido organizadas sobre una base militar común. Las unidades de comando eran la “sección”, compuesta por unos treinta hombres, la “centuria”*, por alrededor de cien, y la “columna” que, en la práctica, significaba cualquier número grande de milicianos. Los cuarteles eran un conjunto de espléndidos edificios de piedra, con una escuela de equitación y enormes patios adoquinados; habían sido cuarteles de caballería y fueron tomados durante las luchas de julio. Mi centuria* dormía en uno de los establos, junto a los pesebres, donde aún estaban inscritos los nombres de los corceles militares. Todos los caballos habían sido enviados al frente, pero el lugar todavía olía a orín y avena podrida. Estuve en los cuarteles alrededor de una semana.

Lo que más recuerdo es el olor a caballo, los temblorosos toques de corneta (nuestros cornetistas eran aficionados y no aprendí los toques españoles hasta que los escuché desde fuera de las líneas fascistas), el sonido de las botas claveteadas en el patio, los largos desfiles matutinos bajo el sol invernal y los locos partidos de fútbol, con cincuenta jugadores por cada equipo, sobre la grava de la escuela de equitación. Éramos unos mil hombres y una veintena de mujeres, aparte de las esposas de milicianos que se encargaban de cocinar. Todavía quedaban algunas milicianas, pero no muchas. En las primeras batallas pareció natural que lucharan junto a los hombres; siempre sucede eso en tiempos de revolución. Pero las ideas ya habían empezado a cambiar. A los milicianos les estaba prohibido acercarse a la escuela de equitación mientras las mujeres se ejercitaban, porque se reían y burlaban de ellas. Pocos meses antes nadie hubiera encontrado nada cómico en una mujer con un fusil en la mano.

Los cuarteles se hallaban en un estado general de suciedad y desorden. Lo mismo ocurría en cuanto edificio ocupaba la milicia, y parecía constituir uno de los subproductos de la revolución. En todos los rincones había pilas de muebles destrozados, monturas rotas, cascos de bronce, vainas de sables y alimentos en putrefacción. Era enorme el desperdicio de comida, en especial de pan. En nuestro barracón se tiraba después de cada comida una canasta llena de pan, hecho lamentable si se piensa que la población civil carecía de él. Comíamos en largas mesas montadas sobre caballetes en escudillas de hojalata siempre grasientas, y bebíamos de una cosa espantosa llamada porrón*. El porrón* es una especie de botella de vidrio con un pico fino del cual sale un delgado chorro de vino al inclinarla. De este modo resulta posible beber desde lejos, sin tocarlo con los labios, y pasarlo de mano en mano. Me declaré en huelga y exigí un vaso en cuanto vi cómo se usaba el porrón*. Para mi gusto, se parecían demasiado a los orinales de cama de vidrio, sobre todo cuando estaban llenos de vino blanco.

Poco a poco se iban proporcionando uniformes a los reclutas, pero, como estábamos en España, todo se hacía de manera fragmentaria, de modo que nunca se sabía bien qué había recibido cada uno, y varias de las cosas más necesarias, como cartucheras y cargas de municiones, no se distribuyeron hasta el último momento, cuando el tren aguardaba para llevarnos al frente. He hablado del “uniforme” de la milicia, lo cual probablemente produzca una impresión errónea. No se trataba en verdad de un uniforme: quizá “multiforme” sería un término más adecuado. La ropa de cada miliciano respondía a un plan general, pero nunca era por completo igual a la de nadie. Prácticamente todos los miembros del ejército usaban pantalones de pana, y allí concluía la uniformidad. Algunos usaban polainas de cuero o pana, y otros, botines de cuero o botas altas. Todos llevábamos chaquetas de cremallera, de las cuales unas eran de cuero, otras de lana y ninguna de un mismo color. Las clases de gorras eran casi tan numerosas como quienes las llevaban. Se acostumbraba a adornar la parte delantera de la gorra con una insignia partidista y, además, casi todos llevaban un pañuelo rojo o rojinegro alrededor del cuello. Una columna de milicia en esa época ofrecía un aspecto realmente extraordinario. Las ropas se distribuían a medida que salían de una u otra fábrica y, a decir verdad, no eran malas teniendo en cuenta las circunstancias. Con todo, las camisetas y los calcetines eran prendas de un algodón malísimo, totalmente inútiles contra el frío. Me espanta pensar en lo que los milicianos deben de haber soportado durante los primeros meses, antes de que las cosas comenzaran a organizarse. Recuerdo haber leído un periódico de sólo un par de meses antes, en el cual uno de los dirigentes del POUMiii, después de una visita al frente, manifestó que trataría de que “todo miliciano tuviera una manta”. Una frase capaz de producir escalofríos a quien ha dormido alguna vez en una trinchera.

Durante mi segundo día en los cuarteles se dio comienzo a lo que paradójicamente se llamaba “instrucción”. Al principio hubo escenas de gran confusión. Los reclutas eran en su mayor parte muchachos de dieciséis o diecisiete años, procedentes de los barrios pobres de Barcelona, llenos de ardor revolucionario pero completamente ignorantes respecto a lo que significaba una guerra. Resultaba imposible conseguir que formaran en fila. La disciplina no existía; si a un hombre no le gustaba una orden, se adelantaba y discutía violentamente con el oficial. El teniente que nos instruía era un hombre joven, robusto y de rostro fresco y agradable. Había pertenecido al ejército y los modales y un elegante uniforme le hacían conservar el aspecto de un oficial de carrera. Resulta curioso que fuera un socialista sincero y ardiente. Insistía, aún más que los mismos soldados, en una completa igualdad social entre todos los grados. Recuerdo su dolorida sorpresa cuando un recluta ignorante se dirigió a él llamándolo “señor”*. “¡Qué! ¡Señor!* ¿Quién me llama señor*? ¿Acaso no somos todos camaradas?” No creo que esto facilitara su tarea.

En realidad, los reclutas novatos no recibían adiestramiento militar alguno que pudiera servirles para algo. Se me había dicho que los extranjeros no estaban obligados a tomar parte en la “instrucción” (observé que los españoles tenían la conmovedora creencia de que todos los extranjeros sabían más que ellos sobre asuntos militares), pero, naturalmente, me presenté junto con los demás. Sentía gran ansiedad por aprender a utilizar una ametralladora; era un arma que nunca había tenido oportunidad de manejar. Con desesperación descubrí que no se nos enseñaba nada sobre el uso de armas. La llamada instrucción consistía simplemente en ejercicios de marcha del tipo más anticuado y estúpido: giro a la derecha, giro a la izquierda, media vuelta, marcha en columnas de a tres, y todas esas inútiles tonterías que aprendí cuando tenía quince años. Era una forma realmente extraordinaria de adiestrar a un ejército de guerrillas. Evidentemente, si se cuenta con sólo pocos días para adiestrar a un soldado, deben enseñársele las cosas que le serán más necesarias: cómo ocultarse, cómo avanzar por campo abierto, cómo montar guardia y construir un parapeto y, por encima de todo, cómo utilizar las armas. No obstante, esa multitud de criaturas ansiosas que serían arrojadas a la línea del frente casi de inmediato no aprendían ni siquiera a disparar un fusil o a quitar el seguro de una granada. En esa época ignoraba que el motivo de este absurdo era la total carencia de armas. En la milicia del POUM la escasez de fusiles era tan desesperante que las tropas recién llegadas al frente no disponían sino de los fusiles utilizados hasta ese momento por las tropas a las que relevaban. En todos los Cuarteles Lenin creo que no había más fusiles que los utilizados por los centinelas.

Al cabo de unos pocos días, aunque seguíamos siendo un grupo caótico de acuerdo con cualquier criterio sensato, se nos consideró aptos para aparecer en público. Por las mañanas nos dirigíamos hasta los jardines de la colina situada más allá de la Plaza de España, que todas las milicias de partido, además de los carabineros y los primeros contingentes del recientemente formado Ejército Popular compartían para su adiestramiento. Allí, el espectáculo resultaba extraño y alentador. En cada sendero y en cada callejuela, entre los ordenados arriates de flores, se veían escuadras y compañías de hombres que marchaban erguidos de un lado para otro, sacando pecho y tratando desesperadamente de parecerse a soldados. Todos ellos carecían de armas y ninguno tenía el uniforme completo, aunque en la mayoría podía reconocerse fragmentariamente el atuendo del miliciano. Durante tres horas trotábamos de un lado a otro (el paso de marcha español es muy corto y rápido), luego nos deteníamos, rompíamos filas y nos lanzábamos sedientos sobre una pequeña tienda de ultramarinos, a media cuesta, que estaba haciendo una fortuna vendiéndonos vino barato. Los españoles se mostraban cordiales conmigo. Dada mi condición de inglés, yo constituía una especie de curiosidad, y los oficiales de Carabineros estaban por mí y me pagaban la bebida. Mientras tanto, siempre que se me presentaba la oportunidad acorralaba a nuestro teniente y le pedía a gritos que me instruyera en el uso de una ametralladora. Solía sacar del bolsillo mi diccionario luego y lo asediaba en mi execrable español:

 — Yo sé manejar fusil. No sé manejar ametralladora. Quiero aprender ametralladora. ¿Cuándo vamos aprender ametralladora?*

La respuesta era invariablemente una sonrisa cansada y una promesa de que habría instrucción de ametralladoras “mañana”*. Por supuesto, “mañana”* nunca llegaba. Transcurridos varios días, los reclutas aprendieron a marcar el paso, a ponerse firmes casi de inmediato, pero apenas si sabían de qué extremo del fusil sale la bala. Cierta vez, un carabinero se acercó a nosotros mientras hacíamos un alto y nos permitió examinar el suyo. Resultó que, en toda mi sección, nadie, salvo yo, sabía siquiera cargar el arma y mucho menos apuntar con ella.

Durante ese tiempo yo tenía muchas dificultades con el idioma español. Además de mí, sólo había un inglés en los cuarteles, y nadie, ni siquiera entre los oficiales, sabía una palabra de francés. No sirvió para facilitarme las cosas el hecho de que, cuando mis compañeros hablaban entre sí, lo hicieran por lo general en catalán. Sólo podía desenvolverme llevando a todas partes un pequeño diccionario que sacaba del bolsillo en los momentos de crisis. Pero prefiero ser extranjero en España y no en cualquier otro país. ¡Qué fácil resulta hacer amigos en España! Al cabo de uno o dos días, había una veintena de milicianos que me llamaban por mi nombre de pila, me enseñaban secretos y triquiñuelas y me abrumaban con su amistad.

No escribo un libro de propaganda y no deseo idealizar la milicia del POUM. El sistema de la milicia presentaba serios fallos, y los hombres mismos dejaban mucho que desear, pues en esa época el reclutamiento voluntario comenzaba a disminuir y muchos de los mejores hombres ya se encontraban en el frente o habían muerto. Siempre había entre nosotros un cierto porcentaje de individuos completamente inútiles. Muchachos de quince años eran traídos por sus padres para que fueran alistados, evidentemente por las diez pesetas diarias que constituían la paga del miliciano y, también, a causa del pan que, como tales, recibían en abundancia y podían llevar a sus hogares. Desafío a cualquiera a verse sumergido, como me ocurrió a mí, entre la clase obrera española — quizá debería decir la clase obrera catalana, pues aparte de unos pocos aragoneses y andaluces sólo tuve contacto con catalanes — y a no sentirse conmovido por su decencia esencial y, sobre todo, por su franqueza y generosidad.

La generosidad de un español, en el sentido corriente de la palabra, a veces resulta casi embarazosa. Si uno le pide un cigarrillo, te obliga a aceptar todo el paquete. Y más allá de eso, existe generosidad en un sentido más profundo, una verdadera amplitud de espíritu que he encontrado una y otra vez en las circunstancias menos promisorias. Algunos periodistas y otros extranjeros que viajaron por España han declarado que, en el fondo, los españoles se sentían amargamente heridos por la ayuda extranjera. Sólo puedo decir que nunca observé nada por el estilo. Recuerdo que unos pocos días antes de dejar los cuarteles, un grupo de hombres regresó del frente de permiso. Hablaban con excitación acerca de sus experiencias y manifestaban una fervorosa admiración por las tropas francesas que habían luchado junto a ellos en Huesca. Los franceses eran muy valientes, afirmaban, y agregaban entusiasmados: “Más valientes que nosotros”*. Desde luego, manifesté mi desacuerdo, pero me explicaron que los franceses sabían más sobre el arte de la guerra, eran más expertos en las granadas, las ametralladoras y demás. El comentario resulta significativo. Un inglés se cortaría una mano antes de decir algo semejante.

Los extranjeros que servían en la milicia empleaban su primera semana en aprender a amar a los españoles y en exasperarse ante algunas de sus características. En el frente, mi propia exasperación alcanzó algunas veces el nivel de la furia. Los españoles son buenos para muchas cosas, pero no para hacer la guerra. Los extranjeros se sienten consternados por igual ante su ineficacia, sobre todo ante su enloquecedora impuntualidad. La única palabra española que ningún extranjero puede dejar de aprender es mañana*. Toda vez que resulta humanamente posible, los asuntos de hoy se postergan para mañana*; sobre esto, incluso los españoles hacen bromas. Nada en España, desde una comida hasta una batalla, tiene lugar a la hora señalada. Como regla general, las cosas ocurren demasiado tarde, pero, ocasionalmente — de modo que uno ni siquiera puede confiar en esa costumbre — , acontecen demasiado temprano. Un tren que debe partir a las ocho, normalmente lo hace en cualquier momento entre las nueve y las diez, pero quizá una vez por semana, gracias a algún capricho del maquinista sale a las siete y media. Tales cosas pueden resultar un poquito pesadas. En teoría, admiro a los españoles por no compartir la neurosis del tiempo, típica de los hombres del norte; pero, por desgracia, ocurre que yo mismo la comparto.

Después de interminables rumores, mañanas* y demoras, de pronto, con dos horas de anticipación, cuando todavía nos faltaba recibir buena parte del equipo, nos dieron la orden de partir hacia el frente. Hubo terribles tumultos en el depósito de intendencia y muchísimos hombres tuvieron que irse con el equipo incompleto. Los cuarteles se poblaron súbitamente de mujeres que parecían haber surgido de la nada y que ayudaban a sus hombres a enrollar sus mantas y a preparar sus mochilas. Resultó bastante humillante que una joven española, la esposa de William, el otro miliciano inglés, tuviera que enseñarme a ponerme mi nueva cartuchera de cuero. Era una criatura amable, de ojos oscuros, intensamente femenina, que parecía destinada a pasarse la vida meciendo una cuna; sin embargo, había luchado valerosamente en las batallas callejeras de julio. En ese momento llevaba consigo un bebé, nacido justo diez meses después del estallido de la guerra y que quizá había sido concebido detrás de una barricada.

El tren debía partir a las ocho, y eran más o menos las ocho y diez cuando los oficiales sudorosos y agotados lograron formarnos en el patio. Recuerdo con toda nitidez la escena: el vocerío y la excitación, las banderas rojas flameando a la luz de las antorchas, las filas de milicianos con las mochilas a la espalda y su manta al hombro; los ruidos de las botas y de las escudillas de hojalata; luego un retumbante y finalmente exitoso siseo pidiendo silencio; y después un comisario político, de pie bajo un enorme estandarte rojo, dirigiéndonos un discurso en catalán. Por fin, nos condujeron hasta la estación por el camino más largo — unos seis o siete kilómetros — , a fin de mostrarnos a toda la ciudad.

En las Ramblas nos hicieron detener; mientras una banda prestada para la ocasión interpretaba una o dos melodías revolucionarias. Una vez más, la repetida historia del héroe vencedor: gritos y entusiasmo, banderas rojas y banderas rojinegras por doquier; multitudes cordiales cubriendo las aceras para echarnos una mirada, mujeres saludando desde las ventanas. ¡Qué natural parecía todo entonces!, ¡cuán remoto e improbable ahora! El tren estaba tan abarrotado que casi no quedaba lugar en el suelo, por no hablar ya de los asientos. En el último momento, la mujer de William vino corriendo por el andén y nos alcanzó una botella de vino y un poco de ese chorizo colorado que tiene gusto a jabón y produce diarrea. El tren se puso en movimiento lentamente y salió de Barcelona en dirección a la meseta de Aragón a la velocidad normal en tiempo de guerra, algo menor de veinte kilómetros por hora.

II

Barbastro, si bien muy alejada de la línea del frente, tenía un aspecto lúgubre y desolado. Grupos de milicianos de uniformes raídos vagaban por las calles de la ciudad tratando de preservarse del frío. En un muro ruinoso descubrí un cartel del año anterior en el que se anunciaba que “seis extraordinarios toros” serían matados en la arena tal día. ¡Qué tristes eran sus pálidos colores! ¿Dónde estaban ahora los toros y los toreros? Ya ni en Barcelona había corridas. Por algún extraño motivo, los mejores matadores eran fascistas.

Mi compañía fue enviada en camión a Siétamo, y luego hacia el oeste hasta Alcubierre, situada justo detrás del frente de Zaragoza. Siétamo había sido disputada tres veces antes de que los anarquistas terminaran por apoderarse de ella en octubre; la artillería la había reducido en parte a escombros y la mayoría de las casas estaban marcadas por las balas. Nos encontrábamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. El frío era riguroso y densos remolinos de niebla parecían surgir de la nada. Entre Siétamo y Alcubierre, el conductor del camión se equivocó de camino (hecho corriente en la guerra) y anduvimos extraviados durante horas entre la niebla. Ya era de noche cuando llegamos a Alcubierre. A través de terrenos pantanosos, alguien nos guió hasta un establo de mulas, donde nos hicimos un hueco sobre las granzas y no tardamos en quedarnos dormidos. Las granzas son bastante buenas para dormir cuando están limpias, no tanto como el heno, pero siempre mejor que la paja. Por la mañana descubrí que el lugar estaba lleno de migas de pan, trozos de periódicos, huesos, ratas muertas y latas vacías.

Ya estábamos cerca del frente, lo bastante cerca como para sentir el olor característico de la guerra, según mi experiencia, una mezcla de excrementos y alimentos en putrefacción. Alcubierre no había sido bombardeada y su estado era mejor que el de la mayoría de las aldeas cercanas a la línea de fuego. Con todo, creo que ni siquiera en tiempos de paz sería posible viajar por esa parte de España sin sentirse impresionado por la miseria peculiar de las aldeas aragonesas. Están construidas como fortalezas: una masa de casuchas hechas de barro y piedras, apiñadas alrededor de la iglesia. Ni siquiera en primavera se ven flores. Las casas no tienen jardines, sólo cuentan con patios donde flacas aves de corral resbalan sobre lechos de estiércol de mula.

El tiempo era malo, con niebla y lluvia alternadas. Con el agua y el tránsito los estrechos caminos de tierra se habían convertido en barrizales, en algunas partes de medio metro de profundidad, por los que las ruedas de los camiones patinaban a gran velocidad y los campesinos conducían sus desvencijados carros tirados por hileras de mulas, a veces de hasta seis animales cada una. El constante ir y venir de las tropas había reducido la aldea a un estado de mugre indescriptible. Ésta no tenía ni había tenido nunca algo similar a un retrete o un albañal. No había ni un solo centímetro cuadrado donde se pudiera pisar sin fijarse dónde se ponía el pie. Hacía ya mucho que la iglesia se utilizaba como letrina, y lo mismo ocurría con los campos en medio kilómetro a la redonda. Al evocar mis primeros dos meses de guerra, nunca puedo evitar el recuerdo de las costras de excrementos que cubrían los bordes de los rastrojos.

Transcurrieron dos días y aún no nos entregaban los fusiles. Después de visitar el Comité de Guerra y observar la hilera de orificios en la pared — orificios producidos por descargas de fusil, pues allí se ejecutó a varios fascistas — uno ya conocía todo lo que de interesante contiene Alcubierre. El frente estaba evidentemente tranquilo, pues venían muy pocos heridos. El principal motivo de excitación fue la llegada de desertores fascistas, a quienes se traía bajo custodia. Muchas de las tropas enfrentadas a nosotros en esta parte del frente no eran en absoluto fascistas, sino desgraciados reclutas que estaban haciendo el servicio militar en el momento en que estalló la guerra y que sólo pensaban en escapar. Ocasionalmente, pequeños grupos de ellos trataban de llegar hasta nuestras líneas. Sin duda, muchos más lo habrían hecho si sus parientes no se hubieran encontrado en territorio fascista. Estos desertores eran los primeros fascistas “verdaderos” que yo veía. Me sorprendió que no hubiera entre ellos y nosotros ninguna diferencia, con la excepción de que usaban monos de color caqui. Siempre llegaban muertos de hambre, lo cual era bastante natural después de estar ocultos uno o dos días en tierra de nadie, pero en cada oportunidad se señalaba ese hecho con tono triunfal como prueba de que las tropas enemigas estaban famélicas. Y en cierto modo constituían un espectáculo penoso: un muchacho alto, de unos veinte años, de piel muy curtida por el viento, con la ropa convertida en harapos, en cuclillas junto al fuego, engullía un plato de estofado a una velocidad desesperada, mientras sus ojos recorrían nerviosamente el círculo de milicianos que lo observaban. Seguía creyendo, supongo, que éramos “rojos” sedientos de sangre y que lo fusilaríamos en cuanto hubiera terminado de comer. El miliciano armado que lo vigilaba le acariciaba el hombro tranquilizadoramente. En cierto día memorable, quince desertores llegaron de una sola tanda. Un individuo, montado en un caballo blanco, los conducía triunfalmente a través de la aldea. Me las ingenié para sacar una fotografía que resultó bastante borrosa y que más tarde me robaron.

En nuestra tercera mañana en Alcubierre llegaron los fusiles. Un sargento de rostro rudo y amarillento los distribuyó en el establo de mulas. Estuve a punto de desmayarme cuando vi el trasto que me entregaron. Era un máuser alemán fechado en 1896; ¡tenía más de cuarenta años! Estaba oxidado, tenía la guarnición de madera rajada y el cerrojo trabado y el cañón corroído e inutilizable. La mayoría de los fusiles eran igual de malos, algunos de ellos incluso peores, y no se hizo el menor intento de asignar las mejores armas a los hombres que sabían utilizarlas. El más eficaz de los fusiles, de sólo diez años de antigüedad, fue entregado a una bestezuela de quince años a quien todos conocían como el “maricón”. El sargento dio cinco minutos de una “instrucción” que consistió en explicar cómo se carga el fusil y cómo se desarma el cerrojo. Muchos de los milicianos nunca habían tenido un fusil en las manos, y supongo que muy pocos sabían para qué servía la mira. Se distribuyeron cartuchos, cincuenta por hombre; luego formamos fila, nos colocamos las mochilas a la espalda y partimos hacia el frente, situado a unos cinco kilómetros.

La centuria*, ochenta hombres y varios perros, avanzó desordenadamente por la carretera. Cada compañía de la milicia contaba por lo menos con un perro en calidad de mascota. El desgraciado animal que marchaba con nosotros tenía marcadas a fuego las iniciales POUM en letras enormes, y trotaba a nuestra vera como si tuviera conciencia de que su aspecto no era del todo normal. A la cabeza de la columna, junto a la bandera roja, el robusto comandante belga, Georges Kopp, montaba un caballo negro; un poco más adelante, un jovenzuelo de la milicia montada hacía caracolear su caballo, subiendo al galope todas las cuestas y adoptando actitudes pintorescas en las partes más altas. Los espléndidos corceles de la caballería española, capturados en grandes cantidades al comienzo de la revolución, fueron entregados a los milicianos, pero éstos parecían empeñados en conducirlos a una rápida muerte por agotamiento.

La carretera avanzaba entre campos yermos y amarillos, intactos desde la cosecha del año anterior. Ante nosotros se levantaba la sierra baja situada entre Alcubierre y Zaragoza. Ya nos acercábamos al frente, a las granadas, las ametralladoras y el barro. Secretamente, sentía miedo. Sabía que la línea estaba tranquila en ese momento, pero, a diferencia de la mayoría de los hombres que me rodeaban, tenía edad suficiente como para recordar la Gran Guerra, aunque no bastante como para haber luchado en ella. Para mí la guerra significaba estruendo de proyectiles y fragmentos de acero saltando por los aires; pero, por encima de todo, significaba lodo, piojos, hambre y frío. Es curioso, pero temía el frío mucho más que al enemigo. Este temor me había perseguido durante toda mi estancia en Barcelona; incluso había permanecido despierto durante las noches imaginando el frío de las trincheras, las guardias en las madrugadas grises, las largas horas de centinela con un fusil helado, el barro que se deslizaba dentro de mis botas. Asimismo, admito que experimentaba una suerte de horror al contemplar a los hombres junto a quienes marchaba. Resulta difícil concebir un grupo más desastroso de gente. Nos arrastrábamos por el camino con mucha menos cohesión que una manada de ovejas; antes de avanzar cuatro kilómetros, la retaguardia de la columna se había perdido de vista. La mitad de esos llamados “hombres” eran criaturas, realmente criaturas, de dieciséis años como máximo. Sin embargo, todos se sentían felices y excitados ante la perspectiva de llegar por fin al frente. A medida que nos acercábamos a la línea de fuego, los muchachos que rodeaban la bandera roja en la vanguardia comenzaron a dar gritos de “¡Visca POUM!”*, “¡Fascistas maricones!”* y otros por el estilo; gritos que tenían como fin dar una impresión agresiva y amenazadora pero que, al salir de esas gargantas infantiles, sonaban tan patéticos como el llanto de los gatitos. Parecía increíble que los defensores de la República fueran esa turba de chicos zarrapastrosos, armados con fusiles antiquísimos que no sabían usar. Recuerdo haberme preguntado si de pasar un aeroplano fascista por el lugar, el piloto se hubiera molestado siquiera en descender y disparar su ametralladora. Sin duda, desde el aire podría haberse dado cuenta de que estábamos lejos de ser verdaderos soldados.