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Chan Ho-Kei es considerado el mejor autor de novela negra en idioma chino de la actualidad. Una colegiala - Siu-Man - se ha suicidado, saltando de la ventana del piso 22 a la acera. Era huérfana y su hermana mayor, Nga-Yee se niega a creer que no hubo un juego sucio que la llevó a eso. Contacta a un hombre conocido solo como "N": un hacker, experto en ciberseguridad y manipulación del comportamiento humano. Pero, ¿puede Nga-Yee interesarlo lo suficiente como para tomar su caso? ¿Si el hacker acepta, puede ella pagarle lo que él le pide? Lo que sigue es un juego del gato y el ratón a través de la ciudad de Hong Kong y su clandestinidad digital. Vamos reconstruyendo hechos aparentemente desconectados, que nos llevarán a descubrir quién causó la muerte de Siu-Man y por qué, mientras nos preguntamos si el diálogo virtual nos ha hecho olvidar que en el otro extremo hay personas reales. Parte novela policíaca, parte thriller de venganza, Hong Kong Hacker explora temas de acoso sexual, intimidación a través de Internet y suicidio de adolescentes, capturando vívidamente el espíritu de la época actual de esta ciudad que no duerme.
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HONG KONG HACKER
CHAN HO-KEI
Traducción: Constanza Fantin Bellocq
“Una novela aguda e intensa, revela un peligroso submundo de batallas virtuales, crímenes cibernéticos y la existencia de un depredador que acecha en Hong Kong”.
—Booklist.
“Los giros de la trama son lógicos y sorprendentes, y Chan nos presenta personajes profundos y reales. Ideal para los fans de los tecno-thrillers como los libros de Stieg Larsson”.
—Publishers Weekly.
“Hong Kong Hacker es prácticamente irresistible, con vueltas y manipulaciones que no se ven venir y garantizan que los lectores se mantengan despiertos hasta altas horas de la madrugada”.
—Shelf Awareness.
“Chan Ho-Kei se merece completamente ser el escritor de thrillers número uno en chino. No solo ofrece una lectura acelerada, con giros inteligentes y sin fisuras hasta la última página, también muestra una visión cruda y rica de los diversos mundos de Hong Kong: la vida en espacios mínimos; los adolescentes, sus amistades, celos, pero también el acoso e hipocresía en temas de género. Imposible dejarlo hasta la última página, imposible de olvidar… ¡hasta el próximo libro del autor!”.
—Trini Vergara, editora.
Título original: 網內人
Edición original: 皇冠文化出版有限公司
Traducción: Constanza Fantin Belloqc
Corrección de estilo: Cristina Martín Sanz
Diseño de colección y cubierta: Raquel Cané
Diseño interior: Flor Couto
© 2017 Chan Ho-Kei
Derechos de traducción gestionados por Crown Publishing Company, Ltd. en asociación con The Grayhawk Agency a través de International Editors’ Co.
© 2021 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2021 Motus Thriller
www.motus-thriller.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-84-18711-20-6
PRÓLOGO
CUANDO NGA-YEE SALIÓ DE SU apartamento a las ocho de la mañana, no tenía idea de que ese día iba a cambiarle la vida.
Después de la pesadilla del año anterior, sentía que les esperaban tiempos mejores solamente con que apretasen los dientes y se mantuviesen firmes. Estaba convencida de que el destino era justo y de que, cuando sucedía algo malo, después, naturalmente, seguía algo bueno. Por desgracia, a los poderes de turno les encanta gastar bromas crueles.
Pasadas las seis de la tarde, Nga-Yee, extenuada, decidió irse a casa. Mientras regresaba a pie desde la parada del autobús, calculó mentalmente si tendría suficiente comida en el frigorífico como para cocinar para dos. En apenas siete u ocho años los precios habían aumentado de forma alarmante, mientras que los sueldos se habían mantenido igual. Recordaba cuando medio kilo de carne de cerdo costaba veintitantos dólares, pero ahora con eso apenas alcanzaba para doscientos cincuenta gramos.
Seguramente en el frigorífico habría un poco de cerdo y algunas espinacas, suficiente para preparar un salteado con jengibre. Un acompañamiento de huevos al vapor completaría una cena simple y nutritiva. A su hermana Siu-Man, que era ocho años menor, le encantaban los huevos al vapor, y Nga-Yee a menudo preparaba ese plato suave y sedoso cuando la despensa estaba casi vacía: una buena comida con cebolleta y un toque de salsa de soja. Lo más importante de todo era que costaba poco. En el pasado, en la época en que estaban todavía más ajustadas económicamente que ahora, los huevos las habían sacado de apuros muchas veces.
Tenían suficiente para esa noche, pero se preguntó si debería probar suerte en el mercado, de todos modos. No le gustaba dejar el frigorífico completamente vacío; desde pequeña sabía que había que tener siempre un plan de apoyo. Además, varios vendedores bajaban los precios justo antes de cerrar, y tal vez encontraría buenas ofertas para el día siguiente.
Iiiii-uuuu-iiiii-uuuu.
Un coche de la policía pasó a toda velocidad, y la sirena interrumpió los pensamientos de Nga-Yee. Solo entonces se percató de la multitud congregada delante de su edificio, la Casa Wun Wah.
¿Qué podía haber sucedido? Nga-Yee siguió caminando a la misma velocidad. No era la clase de persona que disfrutase de sumarse a la excitación general, razón por la cual muchos de sus compañeros de clase la habían etiquetado como solitaria, introvertida, empollona, bicho raro. No la había molestado. Cada uno tiene derecho a elegir cómo vivir la vida. Tratar de encajar dentro de las ideas de los demás es pura tontería.
—¡Nga-Yee! ¡Nga-Yee! —Una mujer regordeta, de unos cincuenta años y cabello rizado la llamaba agitando desesperadamente las manos entre la docena de espectadores. Era Tía Chan, la vecina del piso veintidós. Se conocían lo suficiente como para saludarse, pero nada más.
Tía Chan cubrió a toda prisa la corta distancia que la separaba de Nga-Yee, la agarró del brazo y tiró de ella hacia el edificio. Nga-Yee no comprendía una palabra de lo que estaba diciendo, salvo su nombre; el terror hacía que su voz sonara como un idioma extranjero. Comenzó a entender, por fin, cuando reconoció la palabra “hermana”.
A la luz del atardecer, Nga-Yee avanzó por entre la gente y por fin pudo ver la horripilante escena.
La multitud se arremolinaba alrededor de un cuadrado de pavimento, a unos diez metros de la entrada principal, donde yacía una adolescente con uniforme escolar blanco y el cabello desgreñado sobre el rostro. Un líquido rojo oscuro formaba un charco alrededor de su cabeza.
Lo primero que pensó Nga-Yee fue: ¿No es alguien del instituto de Siu-Man?
Dos segundos después, comprendió que la figura que yacía inmóvil en el suelo era Siu-Man.
Su hermanita, tendida sobre el frío hormigón.
La única familia que tenía en el mundo.
En un instante, el mundo a su alrededor se volvió patas arriba.
¿Sería una pesadilla? Tal vez estaba soñando. Miró los rostros que la rodeaban. Reconoció a los vecinos, pero los sintió como desconocidos.
—¡Nga-Yee! ¡Nga-Yee! —Tía Chan la aferró del brazo y la sacudió con fuerza.
—¿Siu... Siu-Man? —Ni siquiera pronunciando el nombre en voz alta podía relacionar el objeto tirado en el suelo con su hermana menor.
Siu-Man tenía que estar ahora en casa, esperándola para que preparara la cena.
—Atrás, por favor. —Una agente de policía con uniforme cuidadosamente planchado se abrió camino entre los curiosos, mientras que dos paramédicos se arrodillaban junto a Siu-Man con una camilla.
El paramédico de más edad colocó una mano debajo de su nariz, le presionó con dos dedos la muñeca izquierda y, luego, le abrió un párpado e iluminó la pupila con una linterna. Todo eso llevó unos pocos segundos, pero para Nga-Yee fue como una sucesión de escenas congeladas.
Ya no sentía el paso del tiempo.
Su subconsciente estaba tratando de salvarla de lo que sucedería después.
El paramédico se incorporó y negó con la cabeza.
—Por favor, hacia atrás, despejen el camino —ordenó la agente de policía. Los paramédicos se alejaron de Siu-Man con expresión sombría.
—¿Siu... Siu-Man? ¡Siu-Man! ¡Siu-Man! —Nga-Yee apartó a un lado a Tía Chan y corrió hacia su hermana.
—¡Señorita! —Un policía alto se movió rápidamente para sujetarla por la cintura.
—¡Siu-Man! —Nga-Yee luchó en vano para soltarse, luego se volvió para suplicar—: ¡Es mi hermana! ¡Tienen que salvarla!
—Señorita, por favor, cálmese —dijo el policía, como sabiendo que sus palabras no surtirían efecto.
—¡Por favor, sálvenla! ¡Médicos...! —Nga-Yee, pálida, se volvió para implorar a los paramédicos que se alejaban—. ¿Por qué no la tienden en la camilla? ¡Rápido, tienen que salvarla!
—Señorita, ¿usted es la hermana? Cálmese, por favor —le indicó el policía con el brazo alrededor de su cintura, tratando de hablar con la mayor compasión posible.
—Siu-Man... —Se volvió para contemplar la figura desmadejada que yacía en el suelo, pero ahora otros dos policías la estaban cubriendo con una lona verde oscura—. ¿Qué están haciendo? ¡Deténganse! ¡Deténganse ahora mismo!
—¡Señorita! ¡Señorita!
—No la cubran, ¡tiene que respirar! ¡El corazón le sigue latiendo! —Nga-Yee se inclinó hacia delante, sin energía. El policía ya no la sujetaba, sino que la sostenía—. ¡Sálvenla, tienen que salvarla, se lo suplico! Es mi hermana...
Y así, en esa noche de un martes cualquiera, delante de la Casa Wun Wah, en la urbanización Lok Wah, del distrito de Kwun Tong, los vecinos, que por lo general eran locuaces, guardaron silencio. El único ruido que se oía entre los edificios fríos era el llanto desesperado de una hermana mayor; los sollozos golpeaban como el viento en los oídos de todas esas personas, llenándolos de un dolor indeleble.
CAPÍTULO 1
1.
—SU HERMANA SE HA SUICIDADO.
Cuando Nga-Yee oyó al policía pronunciar esas palabras en el depósito de cadáveres, no pudo contenerse y replicó con voz pastosa:
—¡Es imposible! Tiene que haber un error. Siu-Man nunca haría algo así. —El sargento Ching, un hombre delgado y de unos cincuenta años, con canas en las sienes, tenía un leve aire de gangster pero algo en sus ojos decía que se podía confiar en él. Sereno ante la incipiente histeria de aquella joven, habló con una voz profunda y una calma que la hizo callar.
—Señorita Au, ¿está usted segura de que su hermana no se ha suicidado?
Nga-Yee sabía muy bien, aunque no quería reconocerlo, que Siu-Man tenía muchos motivos para buscar la muerte. La presión que había soportado durante los últimos seis meses era mucho mayor de lo que merecía cualquier chica de quince años.
Pero deberíamos comenzar con los muchos años de desgracias de la familia Au.
Los padres de Nga-Yee nacieron en la década del sesenta; eran inmigrantes de segunda generación. Cuando en 1946 estalló la guerra entre los nacionalistas y los comunistas, una gran cantidad de refugiados comenzaron a emigrar de la China continental a Hong Kong. Los comunistas emergieron victoriosos e instauraron un nuevo régimen que reprimió cualquier oposición, por lo que cada vez más gente comenzó a refugiarse en esa colonia británica. Los abuelos de Nga-Yee eran refugiados de Guangzhou. Hong Kong necesitaba mucha mano de obra barata y raramente rechazaba a aquellos que entraban de manera ilegal en el territorio, por lo que sus abuelos pudieron asentarse, conseguir sus documentos con el tiempo y convertirse en ciudadanos de Hong Kong. Aun así, sus vidas fueron difíciles: hacían trabajo manual durante largas horas y por muy poco dinero. Las condiciones de vida eran durísimas, también. No obstante, Hong Kong atravesaba un período de auge económico y, si uno estaba dispuesto a sufrir un poco, las circunstancias mejoraban. Algunos hasta cabalgaron la ola y alcanzaron el éxito.
Por desgracia, los abuelos de Nga-Yee nunca tuvieron esa oportunidad. En febrero de 1976, se declaró un incendio en el barrio de Shau Kei Wan, en la bahía Aldrich, que destruyó más de mil casas de madera y dejó a unas tres mil personas sin hogar. Los abuelos de Nga-Yee murieron en ese infierno; sobrevivió su hijo de doce años, Au-Fai, el padre de Nga-Yee. Debido a que no tenía ningún otro familiar en Hong Kong, Au Fai fue adoptado por un vecino que había perdido a su esposa en el incendio. El vecino tenía una hija de siete años llamada Chau Yee-Chin, quien sería la madre de Nga-Yee.
Por ser tan pobres, Au Fai y Chau Yee-Chin no tuvieron una educación formal. Ambos comenzaron a trabajar antes de alcanzar la mayoría de edad, Au Fai como obrero en un depósito y Yee-Chin como camarera en un restaurante de dim sum, una típica comida cantonesa. Aunque trabajaban duramente para ganarse la vida, nunca se quejaban, y hasta pudieron disfrutar de unas migajas de felicidad cuando se enamoraron. Pronto comenzaron a hablar de boda. Al enfermar el padre de Yee-Chin en 1989, se casaron rápidamente para poder cumplirle al menos uno de sus deseos antes de que muriera.
Durante algunos años después de eso, la familia Au pareció haberse liberado de la mala suerte.
Tres años después de casarse, Au Fai y Chau Yee-Chin tuvieron una hija. El padre de Yee-Chin había sido educado en China. Antes de morir, les pidió que llamaran a su hijo Chung-Long si era varón y Nga-Yee si era una niña: “Nga” por elegancia y belleza, “Yee” por felicidad. El matrimonio y la niña se mudaron a una pequeña vivienda situada en un bloque de apartamentos de To Kwa Wan, donde llevaban una vida austera pero feliz. Todos los días, cuando Au Fai volvía de trabajar, al ver los rostros sonrientes de su esposa y su hijita sentía que no podía pedirle nada más al mundo. Yee-Chin manejaba bien el hogar. A Nga-Yee le gustaban los libros y se comportaba muy bien, y todo lo que Au Fai deseaba era ganar un poco más de dinero para que ella pudiera ir a la universidad algún día y no tuviera que ponerse a trabajar antes de terminar la enseñanza secundaria, como habían tenido que hacer él y su esposa. Actualmente, se necesitaba preparación académica para salir adelante en Hong Kong. En los años setenta y ochenta, si uno estaba dispuesto a trabajar duro, conseguía empleo con facilidad, pero los tiempos habían cambiado.
Cuando Nga-Yee cumplió seis años, el dios de la fortuna sonrió a la familia Au: después de estar varios años en lista de espera, finalmente les llegó el turno de conseguir una vivienda del gobierno.
En la superpoblada Hong Kong, donde escaseaba el terreno, las viviendas subvencionadas por el gobierno no bastaban para satisfacer la demanda. En 1998, Au Fai recibió la notificación de que les había sido adjudicada una unidad en la urbanización pública Lok Wah. Sucedió justo en el momento indicado: después de la crisis financiera asiática, la empresa para la que trabajaba Au Fai había hecho una gran reestructuración, y él fue uno de los primeros obreros a los que despidieron. Su jefe lo ayudó a conseguir otro trabajo, pero el sueldo era mucho menor y le costaba pagar la educación primaria de Nga-Yee. La carta de la Autoridad de la Vivienda fue como maná caído del cielo. El nuevo alquiler sería menos de la mitad de lo que pagaban actualmente, y, si vivían con frugalidad, hasta podrían comenzar a ahorrar.
Dos años después de mudarse a la Casa Wun Wah, Chau Yee-Chin volvió a quedar encinta. Au Fai estaba encantado de ser padre otra vez, y Nga-Yee ya tenía edad para comprender que ser la hermana mayor significaría tener que trabajar duro para ayudar a sus padres. Como su suegro le había dejado solamente un nombre para cada sexo, Au Fai recurrió a su vecino —un antiguo maestro de escuela— en busca de ayuda para elegir el hombre de una segunda hija.
—¿Qué le parece llamarla Siu-Man? —sugirió el anciano, sentado con Au Fai fuera del edificio, en un banco—. “Siu”, que significa ‘pequeña’ y “Man”, que significa ‘nubes coloreadas por el atardecer’.
Au Fai miró hacia donde apuntaba el anciano y vio cómo el sol poniente teñía las nubes con una paleta de vivos colores.
—Au Siu-Man... Es un nombre que suena bien. Gracias por su ayuda, señor Huang. En mi ignorancia, nunca se me habría ocurrido algo tan bello.
Ahora que eran cuatro, el apartamento de la urbanización Wun Wah comenzó a resultarles apretado. Eran viviendas diseñadas para dos o tres personas y no tenían tabiques. Au Fai presentó una solicitud para mudarse a algo más amplio. Les ofrecieron sitios en Tai Po o Yuen Long, pero, después de hablarlo, Yee-Chin sonrió y dijo:
—Nos hemos acostumbrado a vivir aquí. Esos sitios están muy lejos. Para ti, ir todos los días al trabajo sería una pesadilla, y Nga-Yee tendría que cambiar de instituto. Puede que aquí estemos algo apretados, pero ¿recuerdas cuánto más pequeña era nuestra choza de madera?
Así era Chau Yee-Chin, siempre satisfecha con su suerte. Au Fai se rascó la cabeza y no se le ocurrió ningún argumento mejor, aunque siguió esperando poder darle una habitación a cada hija antes de que comenzaran la secundaria.
No imaginó que no viviría para ver ese día.
Au Fai murió en un accidente ocurrido en su lugar de trabajo en el año 2004. Tenía cuarenta años.
Después de la crisis financiera de 1997 y la epidemia de síndrome respiratorio agudo grave (SARS) de 2003, la economía de Hong Kong agonizaba. En un esfuerzo para reducir costes, muchos empresarios comenzaron a subcontratar operaciones o a contratar empleados por períodos breves para evitar así las cargas sociales. Una empresa grande contrataba a una más pequeña para realizar ciertas operaciones, y esta última subcontrataba los trabajos a unidades más pequeñas. Una vez que todas ellas se llevaban su parte, los sueldos de los empleados eran mucho menores que antes, pero, en ese clima precario, no les quedaba otra opción que callar y aceptar lo que se les ofrecía. Au Fai tenía que acudir a esos contratistas y pelear con otros obreros por los pocos puestos disponibles. Por fortuna, llevaba en el almacén el tiempo suficiente como para haber obtenido una licencia para manejar las carretillas elevadoras, lo que le proporcionaba una ventaja en trabajos de reparto o cuando operaban en el puerto. Allí, lo que elevaba no eran productos, sino cables. Los cables de amarre de los cargueros eran demasiado gruesos y pesados para amarrarlos a mano y había que moverlos con la elevadora. Para maximizar sus ingresos, Au Fai tenía dos empleos, el del almacén de Kowloon y el de descargar barcos en las terminales de contenedores de Kwai Tsing. Quería ganar la mayor cantidad posible de dinero mientras todavía tuviera energías. Sabía que la fuerza no le duraría para siempre y que llegaría el día en que no podría exigirle tanto a su cuerpo ni aunque quisiera.
Una tarde lluviosa de julio de 2004, el encargado del Muelle Cuatro de Kwai Tsing notó que faltaba una de las máquinas elevadoras. Au Fai había estado conduciendo hacia la Zona Q13, y allí sus colegas descubrieron un poste muy golpeado en un costado. Junto a él había restos de plástico amarillo que reconocieron de inmediato como parte de la máquina elevadora, que por accidente Au Fai había hecho caer al agua. Terminó atrapado entre el vehículo y las pinzas, que quedaron a medio enterrar en el lecho marino, a siete metros de profundidad. Cuando pudieron sacar la elevadora con una grúa, Au Fai estaba muerto desde hacía horas.
Nga-Yee tenía doce años cuando perdió a su padre, y Siu-Man, cuatro.
Yee-Chin, aunque estaba destrozada por la muerte de su amado esposo, no se permitió hundirse en el dolor, ya que sus hijas ahora dependían por completo de ella.
Según la legislación laboral, la familia de cualquier empleado que moría en el trabajo debía recibir como indemnización el salario de sesenta meses, cosa que les habría permitido vivir durante varios años. Lamentablemente, la mala suerte golpeó otra vez a la familia Au.
—Señora Au, no es que no quiera ayudarla, pero esto es todo lo que la empresa puede ofrecerle.
—Pero, Ngau, Fai trabajó mucho para Yu Hoi, durante muchos años. Salía de casa antes de que amaneciera y volvía cuando las niñas estaban durmiendo. Casi nunca veía a sus propias hijas. Ahora soy una pobre viuda con dos hijas que no tienen padre. No tenemos a nadie que nos ayude. ¿Y usted me dice que solamente nos puede dar esta suma insignificante?
—La empresa está bastante mal, para serle sincero. Es posible que tengamos que cerrar el año que viene y, si eso sucede, ni siquiera podríamos darle esta pequeña suma.
—¿Pero por qué tiene que salir de ustedes el dinero? Fai tenía el seguro de empleado.
—La cobertura de Fai... Al parecer hay un problema con eso.
Ngau llevaba en la empresa más tiempo que Fai y había visto a Yee-Chin varias veces, por lo cual el jefe, el señor Tang, le había pedido que tuviera una “conversación” con ella. Según él, era cierto que la empresa lo había asegurado, pero cuando la aseguradora puso a un inspector a examinar el caso, la reclamación fue denegada. El accidente había tenido lugar después de que finalizase el turno de Au Fai, y no había forma de demostrar que hubiera estado manejando la elevadora por motivos laborales. Además, no le habían encontrado ningún desperfecto al vehículo, por lo que no podían descartar la posibilidad de que Au Fai simplemente se hubiera quedado dormido o se hubiera desmayado.
—Tengo entendido que hasta querían reclamarle los daños ocasionados a la elevadora, pero el jefe dijo que no había que hacer leña del árbol caído. Fai trabajó mucho para la empresa, y aun si la aseguradora no quiere hacerse cargo, tenemos que hacer algo por él. Así que la compañía le ofrece esta pequeña suma a modo de pésame. Esperamos que la acepte.
Yee-Chin cogió el cheque con manos temblorosas. Las palabras “reclamarle los daños ocasionados a la elevadora” la habían enfurecido de tal forma que casi se echó a llorar, pero sabía que Ngau solamente repetía lo que le habían dicho. Ese dinero —el equivalente a tres meses de sueldo de Au Fai— sería una nimiedad.
Yee-Chin intuyó que el jefe le estaba ocultando algo, pero no veía la forma de defenderse. Se vio obligada a aceptar el cheque y dar las gracias a Ngau.
Ella no había trabajado a jornada completa desde que nacieron las niñas, solamente había ayudado de tanto en tanto en una lavandería para ganar un poco de dinero para sus gastos. Ahora no le quedaba otra opción que volver a ser camarera en un restaurante de dim sum. Si bien el coste de la vida se había disparado en los diez años transcurridos desde que trabajó por última vez, los sueldos seguían casi iguales. Comprendió que no había forma en que ella y sus hijas pudieran sobrevivir, de manera que tuvo que buscar un segundo empleo. Tres veces por semana, trabajaba el turno de noche en un supermercado. Salía a las seis de la mañana y dormía apenas cinco horas antes de partir hacia el restaurante.
Varios vecinos quisieron convencerla de que dejara de trabajar y aceptara los planes de ayuda social, pero ella se negaba:
—Sé que solamente gano un poco más de lo que me daría la ayuda social, y que podría ocuparme de Nga-Yee y de Siu-Man todo el día —respondía, sonriendo con dulzura—, pero si lo hiciera, ¿cómo les enseñaría la importancia de valerse por sí mismas?
Nga-Yee la escuchaba y recordaba sus palabras.
Perder a su padre fue un gran golpe para ella. Estaba comenzando la enseñanza secundaria, y Au Fai le había prometido que después de los exámenes finales, toda la familia haría un viaje de tres días a Australia para celebrarlo..., pero las dejó antes de que eso pudiera suceder. Nga-Yee siempre había sido una niña introvertida, y después de la muerte de su padre se retrajo aún más. Pero no se entregó a la desesperación: el ejemplo de su madre le mostró que, por más cruel que fuera la realidad, había que ser fuerte. Con Yee-Chin entregada a su trabajo, Nga-Yee pasó a ser la encargada de la casa: la limpieza, la compra, la cocina y el cuidado de su hermana de cuatro años. Cuando cumplió los trece, ya era experta en todas esas tareas y comprendía cómo ser austera y ahorrar. Todos los días, después del instituto, tenía que rechazar invitaciones sociales y perderse actividades extraescolares. Sus compañeros la llamaban solitaria y bicho raro, pero no le importaba; comprendía dónde estaban sus responsabilidades.
Siu-Man, en cambio, no pareció verse afectada por la muerte de su padre.
Protegida por su madre y su hermana mayor, tuvo una niñez normal. Nga-Yee, a veces, se preocupaba pensando que la malcriaba, pero la sonrisa inocente de su hermanita la convencía de que era perfectamente normal sentir adoración por ella. De tanto en tanto, Siu-Man hacía demasiadas travesuras y Nga-Yee se veía obligada a poner cara seria y regañarla. Sin embargo, cuando Nga-Yee se sentía abrumada y se echaba a llorar —después de todo, solo era una adolescente de secundaria— Siu-Man la reconfortaba, le acariciaba el rostro y murmuraba: “No llores, por favor, hermana”. Había ocasiones en que Yee-Chin volvía a casa tarde por la noche y encontraba a sus hijas acostadas en la misma cama, habiéndose reconciliado tras una pelea.
No fueron fáciles para Nga-Yee los cinco años de estudios, pero sobrevivió, y hasta logró obtener unos de los mejores resultados de los exámenes de su año. Sus calificaciones fueron lo suficientemente buenas para permitirle acceder a los dos años de preparatoria para la selectividad, y su profesora le dijo que estaba segura de que no tendría problemas para ganarse una plaza en una universidad de primer nivel. Pero, por más que los docentes trataran de convencerla, ella se mantenía firme e insistía en que quería conseguir un empleo. Era una decisión que había tomado el día que murió su padre: por mejor que le fuera en los exámenes, renunciaría a la posibilidad de una educación universitaria.
—Mamá, una vez que comience a trabajar, tendremos dos sueldos y podrás relajarte un poco.
—Yee, has trabajado duro y te has esforzado mucho. No te rindas ahora. No tienes que preocuparte por el dinero. En el peor de los casos, puedo buscarme un tercer empleo de media jornada...
—¡Basta, mamá! Vas a destrozarte la salud si sigues con este ritmo. Para ti, ha sido una lucha pagarme el instituto en estos últimos años. No puedo permitir que sigas preocupándote.
—Son solamente dos años más. Me han dicho que las universidades tienen planes de asistencia, así que no tendremos que preocuparnos por pagar.
—Se llaman préstamos para estudiantes, mamá..., tendría que pagarlos de todos modos una vez que me gradúe. Hoy en día los sueldos para graduados que están empezando son bajos, y los estudiantes de humanidades como yo no tienen tanta amplitud de oferta laboral. Seguramente terminaría pagando el préstamo con un sueldo de miseria. No me quedaría nada. Cinco años más manteniéndonos tú y, luego, otros cinco en los que yo apenas podría contribuir algo. Tienes cuarenta años, mamá. ¿De verdad quieres seguir trabajando así hasta que tengas cincuenta?
Yee-Chin no supo qué responder. Nga-Yee llevaba casi dos años ensayando el discurso, por lo que la argumentación era bien sólida.
—Si consigo trabajo, todo cambiará —prosiguió Nga-Yee. En primer lugar, puedo empezar a aportar dinero ahora, no dentro de cinco años. En segundo lugar, no le deberé dinero al gobierno. Y tercero, puedo adquirir experiencia laboral, siendo joven. Y lo más importante de todo, si ambas trabajamos mucho, cuando Siu-Man termine el instituto, habremos ahorrado lo suficiente como para que ella no tenga que preocuparse por ninguno de estos temas y pueda enfocarse en sus estudios. Quizás hasta podamos enviarla a una universidad del extranjero.
A Nga-Yee nunca se le habían dado bien los discursos, pero esas palabras sinceras le brotaron fluidas y persuasivas.
Yee-Chin terminó por ceder ante su hija. Al fin y al cabo, objetivamente, tenía razón en muchas cosas. De todos modos, no pudo por menos que sentir tristeza. ¿Sería una mala madre por tener una hija que iba a sacrificar su futuro por el de su hermana menor?
—Mamá, créeme, todo esto valdrá la pena.
Nga-Yee lo tenía todo planeado. Entre el trabajo de la casa y el cuidado de su hermana, el único pasatiempo para el que le quedaba tiempo era la lectura. Como no tenían dinero, la mayoría de los libros provenían de la biblioteca pública, donde ahora esperaba poder conseguir un empleo. Y así fue: se presentó con éxito para el puesto de ayudante de bibliotecaria en la sucursal de la Bahía East Causeway y pasó a ser empleada del Departamento de Servicios Culturales y Tiempo Libre de Hong Kong.
Si bien Nga-Yee trabajaba para el gobierno, no se la consideraba funcionaria pública, por lo cual no recibía ninguno de los beneficios correspondientes. Para reducir gastos, el gobierno de Hong Kong, como muchas empresas privadas, había reducido los empleados permanentes y pasado a tener empleados contratados, generalmente por uno o dos años. Al cabo de ese tiempo, el contrato caducaba sin problemas ni indemnizaciones. De ese modo, en tiempos de dificultades económicas la nómina de empleados se reducía de manera natural, y si había dinero para gastar, se renovaban los contratos, pero siempre el control quedaba en manos del empleador. Además, el gobierno subcontrataba algunos trabajos, de modo que era muy posible que un reponedor de estanterías de la biblioteca pública estuviera trabajando para un contratista, en condiciones aún peores que las de los empleados contratados. Cuando Nga-Yee se enteró de todo esto, no pudo dejar de pensar en la forma en que habían tratado a su padre ni de verlo en el rostro de algunos de los guardas de seguridad más ancianos.
Con todo, no estaba desconforme. Su puesto no era de jerarquía, pero llevaba a casa unos diez mil dólares de Hong Kong al mes, lo que mejoraba ampliamente la situación de la familia Au. Yee-Chin pudo dejar su segundo empleo y aliviar la carga de tantos años. Siguió trabajando en el restaurante, pero ahora con más tiempo para estar en casa y retomar poco a poco la tarea de criar a Siu-Man. Los turnos de Nga-Yee cambiaban continuamente, por lo que no tenía un horario fijo; en consecuencia, dejó de pasar tanto tiempo con su hermana. Al principio, Siu-Man se abalanzaba sobre su extenuada hermana en cuanto esta volvía de trabajar y no paraba de hablarle de esto y lo otro, pero con el tiempo pareció aceptar que ella estaba ocupada y dejó de molestarla. La familia de Nga-Yee lentamente fue tornándose normal. Madre e hija ya no vivían preocupadas por pagar los gastos. Después de tanto sufrimiento, por fin podían saborear algo mejor a medida que sus vidas, antes tan caóticas, se asentaban en la regularidad.
Desgraciadamente, este respiro duró solamente cinco años.
En el mes de marzo, Yee-Chin se cayó en el restaurante y se rompió el fémur. Cuando Nga-Yee recibió la noticia, se tomó el resto del día libre y fue a toda prisa al hospital, sin saber que recibiría noticias aún peores al llegar.
—La señora Chau no se ha roto el hueso por la caída: se cayó porque el hueso se le partió —le informó el médico—. Sospecho que debe tener mieloma múltiple. Necesitamos hacerle más pruebas.
—¿Múltiple qué?
—Mieloma múltiple. Es un tipo de cáncer de la sangre.
Nga-Yee esperó con temor el diagnóstico, que llegó dos días más tarde. Chau Yee-Chin tenía un cáncer avanzado. El mieloma múltiple es una enfermedad autoinmune en la que una mutación de las células plasmáticas causa cáncer de médula en varias partes del cuerpo. Si se detecta tempranamente, los pacientes pueden sobrevivir cinco años o más. Con el tratamiento adecuado, algunos viven más de una década. Pero en el caso de Yee-Chin, era demasiado tarde para quimioterapia o un trasplante de células madre. Los médicos pensaban que le quedaban seis meses.
Yee-Chin había notado los síntomas —anemia, dolor en las articulaciones, debilidad muscular—, pero los atribuyó a artritis y agotamiento. Aun cuando consultó, los médicos no vieron nada salvo una degeneración normal de los cartílagos e inflamación de los nervios. El mieloma múltiple por lo general ataca a hombres mayores, raramente a una mujer de cuarenta años.
Para Nga-Yee, su madre siempre había sido tan resiliente como Úrsula Iguarán, la esposa de Buendía en Cien Años de Soledad, y estaba segura de que llegaría con buena salud a una edad avanzada. Solamente al mirarla con atención, se dio cuenta con asombro de que esa mujer de casi cincuenta años ya no era joven. Tantos años de trabajo extenuante la habían carcomido, y ahora las arrugas que tenía alrededor de los ojos eran profundas como grietas en la corteza de un árbol. Sosteniendo la mano de su madre, lloró en silencio, mientras que Yee-Chin mantuvo la compostura.
—Nga-Yee, no llores. Por lo menos has terminado el instituto y tienes trabajo. Si me voy ahora, no tendré que preocuparme por vosotras dos.
—No, no, no digas...
—Yee, prométeme que serás fuerte. Siu-Man es delicada, tendrás que cuidarla.
Por lo que respectaba a Yee-Chin, la muerte no era algo a lo que temer, sobre todo porque sabía que su esposo la estaría esperando en la otra orilla. Lo único que la ataba a este mundo eran sus dos hijas.
Al final, Yee-Chin no llegó a vivir el tiempo que predijeron sus médicos. Murió dos meses más tarde.
Nga-Yee contuvo las lágrimas en el funeral de su madre. En ese momento, comprendió cómo se habría sentido ella al despedir a su padre: por más destrozada y dolorida que estuviera, tenía que mantenerse fuerte. De ahora en adelante, Siu-Man no tendría a nadie más que a ella.
En Siu-Man se vio a sí misma una década atrás: con los ojos hundidos, llorando la muerte de su padre.
Aun así, Nga-Yee sospechaba que la muerte de su madre había golpeado todavía más fuerte a su hermana pequeña. Nga-Yee siempre había sido callada, mientras que su hermana pequeña era la conversadora. Pero ahora Siu-Man se volvió callada y retraída. El contraste fue tan grande, que pareció convertirse en una persona completamente diferente. Nga-Yee recordaba lo animadas que habían sido las cenas familiares, con Siu-Man charlando animadamente sobre temas del instituto, contando qué maestro había quedado mal al decir algo equivocado en la asamblea, a qué maestra el alumno ayudante le iba con chismes, cómo era el juego absurdo de adivinar la suerte al que todos estaban jugando. Aquellos momentos felices podían muy bien haber sido parte de otro mundo. En la actualidad, Siu-Man se introducía la comida en la boca casi sin levantar la vista, y si Nga-Yee no hacía el esfuerzo de iniciar una conversación, su hermana se limitaba a decir “ya estoy llena” y a levantarse de la mesa. Se refugiaba en su “habitación” (cuando Nga-Yee empezó a trabajar, Yee-Chin había reordenado los muebles para darles un poco de intimidad a sus hijas, y había construido dos rincones con estanterías para libros y armarios) y se enfrascaba ciegamente en su teléfono móvil.
Debería darle tiempo, pensaba Nga-Yee. No quería obligar a su hermana a hacer nada, sobre todo a la incómoda edad de catorce años. Solo empeoraría las cosas. Estaba segura de que, dentro de poco tiempo, Siu-Man encontraría su propia manera de salir de esa depresión.
Y así fue: transcurridos unos seis meses, Siu-Man volvió a ser la de siempre. Nga-Yee se alegró de ver su hermana sonriendo otra vez. Ninguna de las dos podría haber imaginado que el destino les depararía una calamidad aún mayor.
2.
El 7 de noviembre de 2014, unos minutos después de las seis de la tarde, Nga-Yee recibió una llamada telefónica inesperada y se dirigió con el corazón encogido a la comisaría de policía de Kow-loon. Un agente la guio hasta un despacho del Departamento de Investigaciones Criminales donde Siu-Man, con el uniforme escolar, estaba sentada en una banqueta, en un rincón, junto a una mujer policía. Nga-Yee corrió a abrazarla, pero Siu-Man no reaccionó, sino que se limitó a dejar que su hermana la rodeara con los brazos.
—Siu-Man...
Cuando ya iba a empezar a hacerle preguntas, Siu-Man pareció volver en sí y se aferró a ella con fuerza, ocultando el rostro contra su pecho y derramando una lluvia de lágrimas. Después de sollozar durante diez minutos, pareció calmarse.
—Señorita, no tenga miedo —la alentó la agente de policía—. Ya ha llegado su hermana. ¿Por qué no nos cuenta lo que sucedió?
Al ver un brillo de vacilación en los ojos de su hermana, Nga-Yee le cogió la mano y se la apretó para darle valor. Siu-Man miró a la agente de policía, luego posó la vista en la declaración que descansaba sobre la mesa, donde ya habían escrito su nombre y su edad. Soltó un suspiro y comenzó a hablar con voz temblorosa sobre lo sucedido hacía una hora.
Siu-Man estudiaba en el Instituto de Secundaria Enoch de la calle Waterloo, en Yau Ma Tei, ubicado muy cerca de otras escuelas preparatorias de élite, tales como la Kowloon Wah Yan, el centro de estudios para señoritas True Light y el Instituto Luterano ELCHK. Los resultados de los exámenes de Enoch no eran tan buenos como los de esos otros centros educativos, pero, de todas formas, se lo consideraba uno de los mejores institutos religiosos de ese distrito y era conocido dentro de los círculos educativos por su énfasis en la informática, las tabletas para los alumnos y otras tecnologías innovadoras. Todas las mañanas, Siu-Man cogía un autobús desde la urbanización Lok Wah hasta la estación Kwun Tong, y de allí tenía media hora en metro hasta Yau Ma Tei. Las clases terminaban a las cuatro de la tarde, pero ella a veces se quedaba en la biblioteca a hacer los deberes. Fue por eso por lo que el 7 de noviembre se fue a su casa un poco más tarde de lo habitual, pues se había quedado en el instituto hasta alrededor de las cinco.
Aquel septiembre se habían producido protestas masivas como reacción a las reformas electorales propuestas, y el gobierno había agravado la situación enviando a la policía antidisturbios. Gran cantidad de ciudadanos malhumorados tomaban las calles y ocupaban las arterias principales de Admiralty, Mong Kok y la Bahía Causeway, con lo que paralizaron parte de la ciudad. Con las calles bloqueadas y los autobuses obligados a desviarse, muchos optaban por tomar el Ferrocarril de Tránsito de Masas, conocido como el MTR, lo que provocaba una congestión masiva, sobre todo en las horas punta, cuando los andenes se llenaban de tal manera que había que esperar a que pasaran dos o tres trenes antes de que fuera posible tomar uno. Dentro de los vagones, la situación era todavía peor: ni hablar de sujetarse de una barandilla, era imposible hasta girar el cuerpo. Los pasajeros iban como sardinas en lata, espalda contra espalda o pecho contra pecho, de puntillas, balanceándose hacia atrás o hacia delante según si el tren aceleraba o frenaba.
Siu-Man subió en la estación de Yau Ma y encontró un hueco en el cuarto vagón, aplastada contra la puerta de la izquierda. En la línea que va a Kwun Tong, las dos únicas estaciones en las que se abren las puertas de la izquierda son Mong Kok y Príncipe Eduardo, por lo que, después de pasarlas, Siu-Man quedaba protegida en su rincón. Era su lugar habitual. Como se apeaba en la última estación, podía permanecer inmóvil en lugar de tener que apartarse a un lado en cada estación para dejar subir y bajar a otros pasajeros.
Según la declaración de Siu-Man, el problema comenzó en cuanto el tren salió de la estación Príncipe Eduardo.
—Sentí que alguien me tocaba...
—Que te tocaba, ¿dónde? —preguntó la agente de policía.
—En... en el trasero —balbuceó Siu-Man. Había estado sujetando su mochila, de frente a la puerta, y no veía a quién tenía detrás, pero sintió que una mano la tocaba. Se volvió y vio muchas caras. Aparte de unos pocos extranjeros hablando entre ellos, un oficinista regordete que bostezaba y una mujer de cabello rizado que hablaba por teléfono en voz alta, todos los demás tenían la cabeza gacha y miraban sus teléfonos. Por más atestado que estuviera el tren, nadie quería perderse un solo segundo de redes sociales, conversaciones o películas en streaming.
—Al principio... pensé que me había equivocado... —La voz de Siu-Man era aguda como el zumbido de un mosquito—. El vagón estaba tan lleno que tal vez alguien quiso sacar el móvil del bolsillo y me tocó de forma accidental. Pero instantes más tarde sentí que... eh...
—¿Qué te tocaban de nuevo? —preguntó Nga-Yee.
Siu-Man asintió, agitada.
Mientras la policía le hacía preguntas, Siu-Man se ruborizó de vergüenza, pero continuó con el relato. Sintió que aquella mano le recorría lentamente el glúteo derecho, pero cuando quiso aferrarla, no fue lo suficientemente rápida debido a la cantidad de gente que había. No había forma de girar el cuerpo, por lo que volvió la cabeza todo lo que pudo pensando que podría fulminar al pervertido con la mirada para advertirlo, pero una vez más, no tuvo ni idea de quién había sido. ¿El hombre de traje que estaba justo detrás de ella, el anciano calvo que iba a su lado, o alguien que estaba fuera de su campo de visión?
—¿No pediste ayuda? —preguntó Nga-Yee, y se arrepintió de inmediato. No quería dar la impresión de que estaba culpando a su hermana.
Siu-Man negó con la cabeza.
—Tenía miedo de causar un alboroto...
Nga-Yee la entendía. Una vez había visto a una chica gritar y apresar a su atacante después de que este la manoseara en el tren, pero todos miraron con desagrado a la víctima y el culpable le gritó, burlón: “¿Piensas que eres una supermodelo, o algo? ¿Por qué iba yo a querer tocar tus tetas?”.
Siu-Man permaneció en silencio unos instantes, luego se rehízo y comenzó a hablar otra vez, despacio. La policía tomó nota de todo. Siu-Man contó que había empezado a sentir pánico, y que luego la mano desapareció. Justo cuando comenzaba a respirar aliviada, sintió que le levantaba la falda del uniforme y le acariciaba el muslo. Sintió una oleada de náuseas, como si tuviera cucarachas caminándole sobre la piel, pero el vagón estaba tan atestado que no podía moverse, y solo pudo rezar para que no siguiera subiendo aquella mano.
Por supuesto, no obtuvo respuesta a sus plegarias. El pervertido regresó a sus glúteos, se coló por debajo de la ropa interior y comenzó a avanzar hacia sus partes privadas. Aterrada, solo pudo atinar a tirarse de la falda hacia abajo, tratando de impedirle que avanzara.
—No sé cuánto tiempo estuvo toqueteándome... En mi cabeza solo podía suplicar que me dejara en paz. —Siu-Man temblaba al hablar. Nga-Yee sufría de solo verla—. Luego, una señora me salvó.
—¿Qué señora? –preguntó Nga-Yee.
—Varios pasajeros ayudaron a detener al abusador —explicó la agente de policía.
Cuando el tren entraba en la estación de Kowloon Tong, resonó en el vagón la voz potente de una mujer. “¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo?” Era la mujer de mediana edad que Siu-Man había visto hablando ruidosamente por teléfono.
—En cuanto la mujer gritó, la mano desapareció —relató Siu-Man, nerviosa.
—¡A ti te hablo! ¿Qué estás haciendo?
La mujer le gritaba a un hombre alto que estaba a dos o tres pasajeros de Siu-Man. Parecía de unos cuarenta años, con piel cerúlea y amarillenta, pómulos prominentes, nariz plana y labios delgados. Había algo turbio en su mirada. Vestía una camisa de un color azul apagado, lo que hacía resaltar su palidez.
—¿A mí me habla?
—¡Sí, a ti! ¡Te he preguntado qué estás haciendo!
—¿Qué estoy haciendo? —El hombre parecía algo nervioso. El tren se detuvo en Kowloon Tong y se abrieron las puertas del lado derecho.
—A ti te hablo, pervertido. ¿Has toqueteado a esta chica? —La mujer movió la cabeza en dirección a Siu-Man.
—¡Está loca! —El hombre negó con la cabeza y trató de bajar con los pasajeros que salían.
—¿Adónde crees que vas? —La mujer empujó y lo asió del brazo antes de que pudiera apearse—. Oye, niña, ¿este hombre te ha tocado el trasero?
Siu-Man se mordió el labio inferior y miró de un lado a otro, sin poder decidir si debía decir la verdad o callar.
—¡No tengas miedo, hija! ¡Yo seré tu testigo! ¡Vamos, dilo! —Asustada, Siu-Man asintió.
—¡Están locas las dos! ¡Déjenme bajar! —chilló el hombre. Los otros pasajeros comenzaban a darse cuenta lo que estaba sucediendo y alguien pulsó el botón de emergencia para avisar al guarda.
—¡Lo he visto con mis propios ojos! ¡No intentes negarlo! ¡Vendrás con nosotras a la comisaría de policía!
—¡Apenas la he rozado sin querer! Mírela, ¿cree que yo me molestaría en tocarle el trasero? Si no me suelta, la acusaré de detención ilegal. —El hombre la apartó de un empujón y trató de abandonar el tren, pero entre los pasajeros había un hombre fornido, con camiseta sin mangas, que lo detuvo.
—Señor, ya sea culpable o no, será mejor que vaya a aclararlo a la policía —dijo en tono algo amenazante.
Entre el alboroto, Siu-Man se quedó en su rincón, sintiendo que los otros pasajeros la miraban, algunos con lástima, otros con curiosidad o expresión lasciva. La forma en que la miraban algunos hombres la hacía sentirse incómoda, como si le estuvieran preguntando: “¿Así que te han metido mano? ¿Te ha gustado?”. Le temblaban las piernas. Se dejó caer al suelo y comenzó a sollozar.
—Oye, no llores, yo te ayudaré —declaró la mujer con voz potente. Ella, el hombre musculoso y otra mujer que parecía oficinista la acompañaron hasta la comisaría para hacer una declaración. Según la primera mujer, todos los demás pasajeros estaban mirando sus pantallas, pero ella notó que Siu-Man parecía alterada. Después, en la estación Shek Kip Mei, mientras la gente se movía para bajar del tren, vio que le levantaban la falda y le tocaban el trasero. En cuanto lanzó la alarma, varios pasajeros comenzaron a filmar con sus teléfonos. Hoy en día, hay cámaras por todas partes.
El hombre al que detuvieron se llamaba Shiu Tak-Ping. Tenía cuarenta y tres años y era dueño de una papelería en Lower Wong Tai Sin. Negó todas las acusaciones, y declaró que había rozado a Siu-Man sin querer y que ella estaba montando un escándalo porque antes habían tenido una discusión. Según su versión, Siu-Man había visitado el kiosco de la estación Yau Ma Tei y había tardado tanto para pagar que se había formado una fila detrás de ella. Shiu Tak-Ping estaba justo detrás y le dijo que se diera prisa. Ella se molestó, y al verlo de nuevo en el tren, decidió vengarse con una acusación falsa.
La policía interrogó al cajero del kiosco, que confirmó que había sido un momento incómodo. Recordó que Shiu Tak-Ping perdió los estribos y siguió quejándose aun después de que Siu-Man se hubo marchado. “Los jóvenes de hoy son unos inútiles. Arruinarán Hong Kong, siempre causan problemas”. Sin embargo, esto no bastó para demostrar que Siu-Man estuviera resentida con él, y las acciones de Shiu Tak-Ping eran ciertamente sospechosas: había lanzado insultos y, luego, había intentado huir de la escena, puesto que Kowloon Tong no era su parada; vivía y tenía su comercio en Wong Tai Sin.
—Señorita, por favor, lea esto y asegúrese de que no hay nada con lo que no esté de acuerdo —le indicó la policía poniendo la declaración delante de Siu-Man—. Si no hay ningún problema, firme al final.
Siu-Man cogió el bolígrafo y firmó, nerviosa. Era la primera vez que Nga-Yee veía una declaración policial. Por encima de la firma estaba escrito: “Entiendo que mentir en una declaración policial es delito y que soy susceptible de ser llevada a juicio si así lo hiciere”. Sonaba serio. Nga-Yee casi nunca había tenido que firmar un documento legal y aquí estaba su hermana, una niña todavía, teniendo que lidiar con la responsabilidad de poner su firma en un documento de tanto peso.
A medida que el caso fue avanzando por el sistema legal, aparecieron algunas noticias pequeñas en los medios, en los que se nombraba a Siu-Man solo como “la señorita A”. Un periodista trató de crear escándalo revelando que la papelería de Shiu vendía revistas indecentes, algunas de las cuales mostraban colegialas japonesas, y diciendo que Shiu era un entusiasta de la fotografía; en ocasiones, él y sus compañeros de afición contrataban una modelo para sesiones, y el artículo daba a entender que se interesaba particularmente por chicas menores de edad. Sin embargo, un caso de indecencia pública como ese no recibía mucho espacio en las noticias y casi nadie le prestaba atención. Al fin y al cabo, este tipo de incidentes sucedía todos los días, y a esas alturas todos los periódicos y revistas estaban ocupados con el movimiento Occupy y otras noticias de la política.
El 9 de febrero tuvo lugar la primera audiencia y Shiu Tak-Ping fue formalmente acusado de acoso indecente. Se declaró inocente y su abogado pidió un aplazamiento, argumentando que “la amplia cobertura mediática” hacía imposible que recibiera un juicio justo, pero la solicitud fue denegada. El juez decretó que el juicio comenzaría a fin de mes y Nga-Yee recibió una notificación que ordenaba a Siu-Man presentarse en el tribunal, donde se le permitiría prestar testimonio por vídeo o desde detrás de una pantalla. A Nga-Yee la preocupaba que su hermana tuviera que estar allí sola, respondiendo las preguntas del abogado de Shiu, que sin duda se mostraría implacable y la interrogaría sobre todos los detalles del delito y de su vida personal.
Por cómo se dieron las cosas, Nga-Yee no tenía necesidad de preocuparse.
Cuando comenzó el juicio, el 26 de febrero, Shiu Tak-Ping cambió repentinamente la estrategia y se declaró culpable, eso significaba que nadie iba a tener que testificar. Lo único que faltaba era que el juez leyera la evaluación psiquiátrica y otros materiales y dictara sentencia. El 16 de marzo, Shiu fue enviado a prisión por tres meses, aunque, debido a que se había declarado culpable y mostrado arrepentido, solo tendría que cumplir dos meses de condena, comenzando inmediatamente.
Nga-Yee pensó que allí terminaría el asunto y que Siu-Man podría olvidar ese horrible suceso y volver lentamente a su vida normal. Pero un mes después de que Shiu iniciara su condena, comenzó la pesadilla que con el transcurso de los días llevaría a su hermana a no aguantar más.
El viernes 10 de abril, una semana antes de que Siu cumpliera quince años, apareció una publicación en Popcorn, un foro de chat local:
PUBLICADO POR Kidkit727 el 10/4/2015, a las 22:18 ¡Una putita de catorce años envía a mi tío a la cárcel!
No puedo más. Tengo que defender a mi tío.
Mi tío tiene 43. Vive con mi tía en Wong Tai Sin y tiene una papelería. Trabaja duro todos los días para mantener a su familia. Dejó de estudiar después del tercer año de instituto, pero es un buen tipo. Antes era cajero en la tienda, y era tan honesto y amable que el dueño anterior dejó que lo sucediera cuando se jubiló. Nunca lo he oído decir una mentira y sus precios son justos, todos los vecinos pueden dar fe. Pero una putita de catorce años lo acusó de algo que no hizo y ahora está en la cárcel. Esto fue en noviembre del año pasado, en el tren de la línea KwunTong. Una colegiala de catorce años acusó a mi tío de tocarle el culo. ¡Es mentira! ¡La chica solo quería vengarse! Antes de esto, mi tío se detuvo a comprar cigarrillos en la tienda de Yau Ma Tei. Estaba en la fila detrás de esta chica, que al parecer estaba comprando una tarjeta telefónica, pero cuando quiso pagar, no le llegaba el dinero. Tardó siglos en buscar cambio en su bolso, mientras la fila que tenía detrás se hacía cada vez más larga. Por fin, mi tío le gritó: “¡Date prisa, toda esta gente está esperando a que termines! ¡Hazte a un lado si no lo puedes pagar!”. Ella se volvió y comenzó a gritarle, así que, por supuesto, mi tío le dijo que era una maleducada y que sus padres deberían avergonzarse. Ella se quedó mirándolo. No abrió la boca mientras mi tío la regañaba, pero la muy perra se vengó después acusándolo falsamente. Él no había hecho nada, así que por supuesto no podía confesar, pero todos los periódicos se le pusieron en contra. Mi tío y mi tía lo pasaron muy mal. A él le gusta la fotografía, es su único pasatiempo. No tienen demasiado dinero, así que solo tiene equipos baratos o de segunda mano. Tiene revistas de fotografía en la tienda y, a veces, se junta con amigos aficionados para fotografiar paisajes o figuras humanas. Los periódicos lo mostraron como un pedófilo que fotografiaba chicas desnudas. ¡Ay, por favor! En la tienda de mi tío hay docenas de álbumes fotográficos. Los periodistas encontraron uno o dos que contenían chicas de uniforme y lo convirtieron en un escándalo. Esas sesiones solo las hacían una o dos veces al año, y ellos hicieron que pareciera que era una orgía mensual.
Mi tío temía que estas historias influenciaran al juez. Sabía que había sido una tontería huir cuando esa zorra lo acusó. El abogado le dijo que, como había tratado de escapar y la denunciante era menor de dieciséis, tenía pocas probabilidades de que el tribunal lo creyera. Al menos, si se declaraba culpable, tenía posibilidades de que le redujeran la condena. De otro modo, estaría “obligando” a la chica a revivir toda la experiencia en el estrado, el juez pensaría que no estaba arrepentido, y terminaría pasando más tiempo en la cárcel. Mi tío se mantuvo firme un tiempo, pero finalmente cedió. Mi tía no está bien, y él teme que no pueda arreglárselas sola. Le pareció que era mejor terminar pronto con todo. Desde que salieron esas historias disparatadas en los periódicos, la gente va a la tienda y señala a mi tía y hablan a sus espaldas. Mi tío la ama, por lo que decidió ceder ante la injusticia e ir a prisión. ¿Cómo un hombre bueno y amable como él podría haber toqueteado a una chica en el tren?
El caso tiene bastantes lagunas:
Mi tío mide más de uno setenta y ocho y la chica apenas si llega al metro sesenta. Son casi veinte centímetros de diferencia. Ella dice que mi tío le levantó la falda para tocarle el culo. ¿No tendría que haberse inclinado bastante para hacerlo? ¿Y nadie lo notó?
Es obvio que mi tío quiso huir. ¿No lo harían ustedes? Imaginen que una persona horrible los acusa de algo que no han hecho; ¿se quedarían como si nada? Hoy en día en Hong Kong todo está patas arriba, hay poder, pero no justicia. La ley no significa nada, uno puede decir que lo negro es blanco y todos estarán de acuerdo. ¿Por qué iba a creerle nadie?
La policía dijo que era un caso grave porque la víctima era menor de dieciséis. ¿Por qué no tomaron muestras de inmediato? Si lo que ella dijo era cierto, tendría fibras debajo de las uñas y habría sudor de él en su ropa interior. ¿Hicieron pruebas de ADN?
Lo más importante es que mi tío no es tan tonto como para arriesgarse de ese modo. Podría perder su familia, su negocio, su vida entera… ¿Y para qué? ¿Por una chica feúcha menor de edad?
Mi tío se declaró culpable para ponerle fin a todo esto. Yo iba a dejar que todo siguiera su curso, pero hoy me han contado una cosa que me ha enfurecido de nuevo.
Una amiga ha averiguado cosas sobre esa chica de catorce años. Al parecer, en su instituto todos saben que es una perra a la que le gusta causar problemas. Puede parecer buenita en la superficie, pero siempre está tramando cosas a espaldas de los demás. Le robó el novio a otra, después lo dejó cuando se aburrió. Por eso no tiene amigos. Nadie de su clase quiere tener nada que ver con ella. Fuera del instituto se junta con parásitos a beber, seguramente también se droga y se acuesta con cualquiera, quién sabe.
Según una compañera, se ha criado sin padre. Cuando el año pasado murió su madre y se quedó sin nadie que la controlara, se puso peor. Por lo que entiendo, está desquitándose con los demás por su infelicidad. Hace la jugadita del tren y se victimiza para que todos le tengan lástima. ¿Pero qué culpa tiene mi tío, qué hizo de malo? ¿Tienen que sacrificarse él y su familia por los caprichitos de ella?
¡Perdóname, tío, sé que solo quieres que todo esto termine, pero yo ya no puedo quedarme callado!
Menos de veinticuatro horas después de que fuera publicada esa diatriba, se convirtió en el tema más popular del sitio y muy pronto se tornó viral en Facebook y en otras redes sociales. La Revolución de los Paraguas estaba logrando que mucha gente sospechara que la policía abusaba de su poder y utilizaba la fuerza en exceso, y hasta se decía que estaban conchabados con las tríadas. Cuando los agentes trataban de mantener el orden, los manifestantes decían que eran totalitarios y que reprimían los derechos de la población. En ese estado de cosas, en Popcorn muchos se pusieron del lado del publicador anónimo. Les servía para su discurso: no había justicia, la policía no cumplía con su deber, lo que significaba que Shiu Tak-Ping tenía que ser inocente. Amenazaron a “la señorita A” diciendo que la expondrían al público. Días más tarde, alguien subió una fotografía de Siu-Man al hilo, junto con su nombre completo, el de su instituto y su dirección. Como es ilegal revelar información sobre un menor, los moderadores enseguida borraron la publicación, pero no antes de que muchos hubieran hecho capturas de pantalla con la imagen y la información, borrando una o dos palabras para esquivar a la ley: “Esta es la zorra Au... Man del instituto E... en Yau Mat Tei” o “La zorra de catorce años de la urbanización Lok... Siu-Man”. Publicaban cosas horrendas sobre ella y hasta utilizaban Photoshop para adosar su cara a todo tipo de fotografías humillantes.
A Nga-Yee le encantaba leer libros, pero era casi analfabeta en lo que se refería a internet. No tenía amigos, por lo que las redes sociales y los sitios de chat eran como países extranjeros para ella. Había tenido que aprender a utilizar el correo electrónico por su trabajo en la biblioteca, pero hasta ahí llegaba su conocimiento. Fue por eso por lo que no se enteró de la existencia de esa publicación hasta tres días después de que apareciera, cuando una de sus colegas se lo contó el lunes. Solo entonces comprendió por qué Siu-Man había pasado el fin de semana encerrada en casa, con aire ensimismado. El polvoriento ordenador de casa era un modelo económico que habían instalado junto con internet. Había muchos residentes en esa urbanización, por lo que los proveedores ofrecían una tarifa mensual barata. Eso había sido un par de años después de que Nga-Yee comenzase a trabajar, cuando ya no estaban tan justas con el dinero, y su madre no pudo resistirse al vendedor, que le aseguró que conectarse “ayudará a que a su hija le vaya todavía mejor en los estudios”. La realidad era que el ordenador de sobremesa casi no se usaba. Cuando Siu-Man comenzó la secundaria, se compró un smartphone económico y lo utilizaba con la wifi de casa.
Cuando Nga-Yee terminó de leer todo en la tableta de su colega, se sintió invadida por la furia. Esas calumnias sobre “drogarse” y “acostarse” eran horrorosas, pero cuando logró calmarse comprendió lo serio que era el asunto. Sintió pánico; no tenía idea de qué hacer. ¿Debería llamar a su hermana? Pero Siu-Man estaría en clase. Llamó al instituto y pidió hablar con la profesora encargada de la clase de Siu-Man, la señorita Yuen. Se enteró de que ella estaba al tanto de los rumores por otros profesores y que habían formado un comité para tratar el problema.
—No se preocupe, señorita Au. Hoy su hermana ha estado muy normal en clase. La vigilaré, y haremos que hable con una trabajadora social —la tranquilizó la profesora.
Después del trabajo, Nga-Yee volvió a casa preparada para consolar a su hermana —aunque no sabía bien qué decir—, pero su respuesta la pilló por sorpresa.
—No quiero hablar del tema —dijo en tono lacónico.
—Pero...
—Estoy agotada. Los profesores han estado hablándome todo el tiempo. No puedo más.
—Siu-Man, solo quiero...
—¡No! ¡No quiero hablar de eso, no vuelvas a tocar el tema! —La actitud de Siu-Man la impactó. No recordaba la última vez que su hermana había perdido los estribos.
Nga-Yee estaba segura de que el sobrino de Shiu Tak-Ping decía una sarta de mentiras. Sin duda quería tapar el comportamiento de su tío y no le importaba cuánto había que mentir ni reforzar argumentos débiles para hacerlo parecer inocente. No dudaba en hacer quedar mal a Siu-Man para mejorar la imagen de su tío. Para usar una frase de su texto, ¿acaso no estaba sacrificando la felicidad de Siu-Man por los deseos egoístas de su tío? Cuando llegó a casa y se encontró con el extraño comportamiento de su hermana, no pudo por menos que dudar un poco. De ninguna manera creía que ella fuera capaz de mentir de esa forma para hacer daño a alguien, pero todas esas otras cosas que había dicho sobre ella ese chico... ¿tendrían algún ínfimo porcentaje de veracidad?
Como semilla que cae de un árbol, la duda se enraizó en su corazón sin que lo notara, y allí comenzaría a crecer cada vez más.
Además de la publicación original, a Nga-Yee le quitaban el sueño muchos de los comentarios de la gente.
Sus colegas la enseñaron a navegar por los sitios de chat y las redes sociales, y todas las noches, cuando Siu-Man se iba a dormir, ella encendía el ordenador viejo y leía con cuidado todo lo que aparecía. Ya en el instituto había oído comentarios horribles sobre lo solitaria que era ella, por lo que comprendía que la mayoría de los seres humanos tenían un lado oscuro, pero quedó impactada por el alcance y la brutalidad del ataque. Los que comentaban parecían haberse convertido en un monstruo gigante que se devoraba la racionalidad.
—¡Joder, todo Hong Kong debería darle la espalda a esta mentirosa! Solo quiere dar lástima al juez.
—¿Te encamarías con alguien con esa cara?
—No vale nada, pero sí, lo haría.
—Es una puta, te la consigues por trescientos… Yo no le tocaría un pelo ni aunque me pagaras los trescientos, es un baño público.
—A la escoria como ella habría que practicarle la eutanasia.
Nga-Yee se horrorizó de ver cómo su hermana se convertía en blanco del hostigamiento público y de cosificación por parte de desconocidos. Nunca en su vida habían visto a Siu-Man, pero hablaban como si la conocieran íntimamente, proyectando sus imaginaciones en ella y usando eso como arma. Los mensajes estaban llenos de palabras soeces, como si hablar desde el otro extremo de un cable de fibra óptica les diera excusa para ser lascivos y desagradables, aún más refiriéndose a una menor de edad. En realidad, era justamente porque Siu-Man era menor por lo que pensaban que la ley se inclinaría a su favor, por lo que tenían que equilibrar la balanza para satisfacer su necesidad de “justicia”.