Identidades complejas - Juan Gavilán Macías - E-Book

Identidades complejas E-Book

Juan Gavilán Macías

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Beschreibung

Plantear la existencia de "identidades complejas" en las sociedades de la modernidad tardía, que son multidimensionales, multiculturales, multiétnicas y multirreligiosas, no es una cuestión ideológica, sino que responde a una exigencia de la realidad impuesta por la globalización y las migraciones masivas. La mezcolanza, la hibridación y el mestizaje se han convertido en los mecanismos habituales que componen el ambiente de las ciudades y de las naciones en el ámbito de la cultura globalizada. Las sociedades complejas favorecen la posibilidad de que cada uno de los ciudadanos modele su identidad y determine sus roles, sus funciones y sus adscripciones. Desde hace unas décadas, las personas que habitan el planeta viven en una encrucijada difícil de salvar. Frente a la ficción de la homogeneidad nacional, el reto pasa por hundir las raíces en la tierra dentro de las fronteras de la nación y mantener la posibilidad más abierta y generosa de la ciudadanía cosmopolita. La unidad de la humanidad no postula un fundamento homogéneo y unívoco, sino la complejidad en la diversidad de las culturas, las lenguas, las religiones y las identidades sexogenéricas. En contra de un modelo de ordenación del sexo y el género, que es estándar, binario, heteronormativo y patriarcal, se ha de asumir la fluidez y la flexibilidad de un contínuum de identidades y el desplazamiento hacia la diversidad familiar.

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Colección Horizontes

Título: Identidades complejas. En el orden nuevo de la multiculturalidad y el género

Primera edición (papel): mayo de 2021

Primera edición (junio): mayo de 2021

© Juan Gavilán Macías

© De esta edición:

Ediciones Octaedro Andalucía - Ediciones Mágina, S.L.

Pol. Ind. Virgen de las Nieves

Paseo del Lino, 6 – 18110 Las Gabias – Granada

Tel.: 958 553 324 – Fax: 958 553 307

[email protected][email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (papel): 978-84-120366-4-0

ISBN (epub): GR 652-2021

Diseño cubierta: Tomàs Capdevila

Diseño y producción: Ediciones Octaedro

Introducción

En una entrevista que concedió Zygmunt Bauman a Benedetto Vecchi le contaba que, cuando lo nombraron doctor honoris causa por la Universidad de Carolina de Praga, los responsables que lo habían propuesto para el título le pidieron que eligiera el himno que se había de interpretar en la ceremonia: el británico o el polaco. La decisión no resultó fácil; suponía un auténtico dilema para el sociólogo. Inglaterra era el país que lo había acogido y le permitía ejercer como profesor universitario durante muchos años. Ese enorme privilegio no le había impedido sentirse como un extranjero, aunque le hubieran concedido la residencia y hubiera terminado por nacionalizarse británico. Pero tampoco tenía sentido pedir que interpretaran el himno polaco, porque hacía ya unos treinta años que había tenido que abandonar Polonia. La solución la encontró su esposa, proponiéndole que sonara el himno de Europa, consiguiendo así que se eliminaran todas las reticencias y las aristas del problema. Esta opción le ofrecía la posibilidad de mantener su condición de europeo, una identidad transversal, que incluía las opciones de la nacionalidad de la que se le había privado y de la nueva nacionalidad que se le había concedido.

En la misma entrevista cuenta el caso de Àgnes Heller, pensadora y filósofa migrante y exiliada, que se quejaba de tener que ser mujer, húngara, judía y americana, lo que le suponía una carga casi imposible de soportar. A Bauman, como a la gran mayoría de los migrantes, le había tocado comprender que la identidad iba íntimamente unida a la nación en la que había nacido, pero se había visto obligado a reconstruir una nueva identidad, jalonada por la adquisición de los fragmentos encontrados y recogidos en el camino. Tenía la seguridad de que nunca volvería a sentir la tranquilidad de verse unido a la tierra de sus padres. Todos los que viven en su situación están obligados a vivir siempre como extranjeros, ajenos a sus intereses, fuera de lugar, extraños para las personas más cercanas del nuevo mundo en el que han de vivir. Son personas que no pueden estar seguras nunca acerca de quiénes son, tienen que justificar cada una de sus decisiones y tienen que ser consideradas siempre como sospechosas por los ciudadanos en el orden de las naciones que los han acogido.

Aunque sean muchas las personas que se sientan identificadas con el terruño y que vivan de una forma ordenada en el rincón que les ha tocado vivir por nacimiento, las migraciones, los viajes, la irrupción de los nuevos medios de comunicación, la velocidad de los cambios, la conexión establecida por los medios de transporte, así como el cambio de la mentalidad, han ensanchado los límites de nuestro mundo hasta un extremo desorbitado. Este mundo se agranda, se expande; tiene una multiplicidad de centros, de diversos niveles, con distintas esferas de la realidad y múltiples planos.

La realidad cambia con fluidez y velocidad, y el individuo tiene que adaptarse para no sucumbir. La identidad no es unívoca. Bauman proclamaba el fin de la univocidad. En el mundo de la modernidad líquida no hay nada que sea sólido ni estable ni permanente. La identidad no se puede conservar como un producto ya elaborado; no se puede conservar, proteger ni atesorar como si fuera una esencia naturalizada y esencializada. No es, pues, la base sobre la que los individuos construyen sus vidas como si fueran edificios perfectamente cimentados. Solo cabe la posibilidad de vidas fluidas, sin posesiones, aptas para desplazamientos continuos y para el cambio, de bases móviles, raíces desplazables y estructuras que impidan la cristalización.

Posiblemente, uno de los cambios radicales que se han producido en las últimas décadas consista en que la identidad no se fije de una forma indeleble, que no exista un origen estable y definitivo de la identidad, sino que se establezca con los restos de un naufragio, que sean los propios individuos los que la tengan que negociar, recortar, escoger y construir. La situación en la que nos encontramos nos impide conservar una identidad fija desde el nacimiento hasta la tumba. El individuo se pierde en un sinfín de relaciones. La identidad surge a través de una amalgama de elementos que, en muchos casos, son de desecho. Es como una tarea de bricolaje en la que se ha de improvisar con frecuencia, como si se afanara en una labor de patchwork.

La experiencia amarga del exilio y de la migración se ha convertido en la metáfora más adecuada de la existencia y la vida humana. El esfuerzo titánico por adaptarse a la realidad consigue que el exiliado y el migrante se acomoden a las situaciones más difíciles, que conviertan los espacios más inhóspitos en los lugares más cálidos y fáciles de habitar, pero aceptando que nunca lograrán que la tierra a la que han llegado se convierta en su verdadero hogar. Siempre serán unos desterrados.

Hombres conocidos, escritores ilustres como James Joyce, Vladimir Nabokov, pensadores como Emile Cioran, Hanna Arendt o Agnes Heller, por citar algunos, tuvieron que abandonar la tierra que los vio nacer y se vieron obligados a llevar una vida errante. Eran auténticos transterrados. La experiencia privilegiada de Vladimir Nabokov, que fue profesor de ajedrez y de tenis, profesor de literatura, novelista y lepidepterólogo, consistió en vivir entre dos mundos y entre dos lenguas, en tener que explorar los ámbitos desconocidos de una lengua que no era la suya. Joyce situó en Dublín la aventura de la vida de un judío con raíces húngaras, levantó el gran monumento de la vida de alguien que se sintió extranjero en su propia ciudad.

El exiliado, dentro del Ulises, se convirtió en la mejor imagen, la metáfora más adecuada de la vida humana. Convertir la experiencia del exilio en la carne de su propia existencia significa reconocerse extraño en el mundo que le ha tocado vivir, sentirse ajeno al universo en el que apareció por un azar caprichoso. Emparejar su vida con la de un exiliado lo sitúa ante el foco de comprensión de su existencia, en la perspectiva de la provisionalidad, en la posibilidad de romper la inercia de la vida cotidiana, así como de deconstruir los hábitos que endurecen las promesas del conocer y el sentir. Lo estimulante es el camino, el devenir y la vida en la medida en que se están haciendo; el tránsito, no las formas vividas y cerradas.

Amin Malouf nació en el Líbano y vivió allí hasta los veintisiete años; su lengua materna es el árabe. Cuando publicó Identidades asesinas, llevaba ya veintidós años viviendo en Francia y escribía en francés. No estaba dispuesto a pensar que su identidad estuviera compuesta de una mitad libanesa y otra mitad francesa. En la identidad personal no hay compartimentos. Tampoco creía que existiera una verdad profunda y esencial que vendría generada por la nación, la religión o la etnia.

Lo que hace que yo sea yo, y no otro, es ese estar en las lindes de dos países, de dos o tres idiomas, de varias tradiciones culturales. Es eso justamente lo que define mi identidad. (2003: 9)

La identidad está irremediablemente unida a la mezcolanza y el mestizaje. No se puede fijar una identidad estable y excluyente que elimine la existencia del otro. Si no existiera una cierta flexibilidad de la identidad, no se podría fomentar la defensa de los derechos universales, pero tampoco se podría esperar un diálogo intercultural en el que cada uno pudiera reconocer al otro en su particularidad. Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernschein escriben:

La distinción entre «nacional» e «internacional» se vacía de contenido, pues cada vez son más las personas que trabajan en clave cosmopolita, que se casan, viven, viajan, compran y cocinan en clave cosmopolita; la identidad y lealtad políticas de cada vez más personas no están referidas a un Estado, a un país, a un hogar, sino a dos, tres o más a la vez; cada vez hay más niños de procedencia binacional, que se educan en dos lenguas, pasan parte de su infancia en un país, parte en otro o en el espacio virtual de la televisión e internet. El que en esta situación anuncia que el multiculturalismo está muerto desconoce la realidad. No presenciamos la muerte del multiculturalismo, sino la del monoculturalismo estatal-nacional. La interdependencia de los mundos es irreversible y remueve los fundamentos del Estado nación. (2012: 99)

No hablamos solo del hombre, sino de muchos hombres; no hablamos de la identidad, sino de una pluralidad de identidades; no de una identidad naturalizada, sino de una identidad referencial y relacional; no creada desde un punto de referencia ni desde una sola perspectiva, sino siempre diferida, unidad que se multiplica e identidad que se diversifica; identidades complejas bajo una plataforma desconocida y sobre la base impenetrable de un ser abierto; no desde la unidad compleja del origen ni de la unidad deseada, sino de una fuerza oscura e incognoscible y de un futuro incierto.

En las sociedades actuales no se puede hablar de un sistema cultural simple y lineal, sino de sistemas complejos que se articulan en planos distintos. El ser del hombre es multidimensional. Tanto la mente como la cultura se plasman en realizaciones diversas. La generación de la identidad representa un enigma difícil de resolver. No hay ningún modelo ni trayectoria que sea fijo. Como decía Zygmunt Bauman, ha llegado el fin para las realidades monolíticas:

En el fiero y nuevo mundo de las oportunidades fugaces y de las seguridades frágiles, las innegociables y agarrotadas identidades chapadas a la antigua simplemente no sirven. (2005b: 63)

En el torrente de la vida fluida han desaparecido los marcos fijos de referencia. No hay nada que funcione en el raíl de la simplicidad. Las personas que habitan en el mundo líquido han de adaptar sus mentes a la fugacidad del tiempo. La nuestra es la época de la obsolescencia. Todo fluye, no hay nada que permanezca. Hay identidades que fluyen como el tiempo; llegan inadvertidas, cumplen su función y se alejan. No hay estabilidad. Nada es fijo ni definitivo. Bauman afirmaba que una identidad sólida y estable sería un lastre pesado y una limitación para la libertad de elegir.

Frente a las identidades de perfil fuerte, consolidadas y sólidamente establecidas, se van estableciendo identificaciones de perfil bajo que imponen la satisfacción de los deseos instantáneos y superficiales, proyectos a corto plazo, actividades parciales y compatibles con las comunidades virtuales. La vida se fragmenta. La norma es la fugacidad y la falta de un compromiso duradero.

Las identidades en las sociedades tradicionales requerían el apego incondicional al grupo o a la entidad correspondiente. Ahora, en cambio, nada impide liberarse de la fidelidad a las identidades. Todo favorece la posibilidad de asumir la adscripción a grupos distintos, e incluso contrarios, compartir atributos ajenos, asumir perspectivas diferentes, aceptar que la identidad no está formada, sino que se está formando. La plasticidad, la fluidez y la variabilidad rigen la condición humana, gobiernan sus actividades y sus identificaciones de una forma abierta e indefinida.

La velocidad a la que marcha la vida en las grandes ciudades, el ritmo trepidante del tiempo, los trabajos de escasa duración, las parejas inestables y la dificultad de encontrar comunidades con las que identificarse promueven la posibilidad de que existan identidades provisionales y variables, identificaciones funcionales y oportunistas. La vorágine que dispersa y debilita las identidades favorece las adscripciones fuertes y excluyentes de los nacionalismos y de la ortodoxia de las religiones.

El signo del tiempo en que se vive marca a los seres humanos con la huella de la duda y la incertidumbre. El individuo se debate entre una multiplicidad de identidades que sobrevienen inadvertidas, otras que se han de forjar y una cantidad de opciones que se mantienen en el flujo del devenir temporal; unas sometidas a las modas y a las oportunidades que determinan la época y otras que han de permanecer por encima de los cambios. Las identificaciones tradicionales de perfil fuerte, como la nacionalidad, el género y la etnia pueden suponer un lastre en el fluir inevitable de la vida. En el orden complejo de las ciudades globales, es imposible mantener y desarrollar una identidad desde la certeza absoluta, desde las identidades claramente constituidas y delimitadas. Solo se puede vivir y pensar en los límites de mundos indeterminados de fronteras borrosas. El fundamento de la realidad se desfonda. Cada vivencia, cada acto y cada pensamiento necesitan la referencia a un contexto amplio, oscuro, desconocido y tácito desde el que adquirir el sentido.

No se pueden asumir identidades nacionales excluyentes y seguir considerando enemigos potenciales a los pueblos fronterizos ni a las personas procedentes de los movimientos migratorios. No se puede afirmar una identidad que no asuma los derechos de las otras personas y la garantía de las otras identidades. Todos los seres humanos portan los marcadores esenciales de la humanidad.

La dinámica de las sociedades camina hacia derroteros absolutamente distintos. No se trata ya solo de mezcolanza, sino de aceptar que las culturas no llevan en sí mismas el fundamento de la identidad. La alteridad le pertenece al individuo como algo propio. El problema consiste en que no se puede identificar el yo o el nosotros de manera inmediata y espontánea, porque, además de lo que me identifica, siempre habrá algo que me separe del «mí» y del «nosotros». Es decir, la identidad ha de tomar como referencia obligada también la identidad del otro. Así se responde a la fórmula de Julia Kristeva de ser extranjeros para nosotros mismos, de reconocernos sin la necesidad de excluir a los otros.

Primera parte

Globalización, migraciones, multiculturalidad e identidades complejas

1. En el marco de un mundo globalizado

En el ámbito de la globalización

En las dos o tres últimas décadas la humanidad ha sufrido cambios profundos. Las sociedades posindustriales han desembocado en la globalización de la producción y el mercado. El nuevo orden del mundo se alimenta de los avances tecnológicos; se mueven con facilidad cantidades astronómicas de dinero; se puede hundir la economía de una nación y torpedear un gobierno legítimamente elegido con un simple teclado de ordenador. Las aportaciones de Internet llegan a algo más que a un mero chismorreo global o a la banalidad de los contactos. La innovación en las redes de comunicación ha conseguido algo que parecía impensable hasta hace muy poco: que se conecten esferas muy amplias del mundo, formando un coro heterogéneo; que tome cuerpo la idea antigua de «aldea global» o que se forme una «plaza pública gigantesca». Es en la base de esta red de comunicaciones donde se ha conseguido el contacto generador de una ideología nueva, la de una posible globalización del sentimiento democrático e igualitario, la concepción de una humanidad en la que ha tomado cuerpo una nueva base de los derechos humanos, la igualdad, la diversidad étnica y de género.

Cuando hablamos de globalización, podemos hacerlo desde dos vertientes distintas. La podemos entender como una forma nueva de capitalismo extremo y global que establece una jerarquía y un dominio a nivel universal, la verdadera cara de la colonización y el imperio; o podemos pensar que, bajo la influencia de los nuevos medios de comunicación, la globalización ha aportado la deslocalización de los territorios, el desplazamiento de las fronteras nacionales y de las identidades simplificadas de las sociedades cerradas, generando la interdependencia de los sistemas económicos y los mercados.

Ulrich Beck (2002: 22-26) distinguía entre el globalismo como dictadura neoliberal que liquida la democracia, y la globalidad como el movimiento que rompe el marco del Estado nación y desplaza el sentido de la realidad, causa de un cambio de mentalidad y de una visión más amplia y más cosmopolita. Arjun Appadurai también había señalado las dos caras de la globalización: la posibilidad de la circulación libre del capital financiero, la información, las mercancías, así como la universalización de los derechos humanos y la democracia; pero también la posibilidad de que las naciones cierren sus fronteras a cal y canto, con alambradas altas y cuchillas afiladas, que intenten reafirmarse en su ser propio y nieguen al extranjero.

La globalización produce un reparto injusto de la riqueza. Hay pobres y ricos a escala mundial. En una parte quedan los que detentan los privilegios, los derechos y la libertad; y, en otra parte, los desheredados, los pobres y los que padecen la miseria. Es decir, produce un efecto doble con dos lógicas absolutamente distintas: el desarraigo de los poderosos y la localización arraigada por los lazos comunitarios de los pobres. Zygmunt Bauman habla de los «ricos globalizados» y de los «pobres localizados». Si, por una parte, se ha desterritorializado el mundo de las empresas y el dinero, por otra, se han acentuado las fuerzas de la localización y las tendencias nacionalistas; e incluso puede acrecentarse de una forma clara la tendencia a instalar férreas defensas en las fronteras contra los extraños, los extranjeros y los inmigrantes.

Para el capital financiero no hay fronteras ni territorios. Con un simple clic pueden circular muchos millones de dólares de unos lugares a otros. Las élites nacionales e internacionales se mueven en avión entre las grandes metrópolis sin necesidad de asimilar las diferencias, sin contacto con las masas, en viajes asépticos, traspasando mundos diferentes, ajenos a las necesidades, a los problemas y a las tragedias del vulgo. En cambio, las fronteras, fuertemente custodiadas, quedan solo para los pobres, para controlar la miseria y eludir el drama de los que sufren.

Como dice Stefano Rodotà (2010: 78-79), la expansión de la economía capitalista a nivel global ha favorecido las perversiones propias del sistema. Hay zonas del mundo donde hay menos escrúpulos para la experimentación de la industria farmacéutica, donde no les preocupan los efectos secundarios que puedan producir las pruebas con los fármacos, y hay zonas en las que se pueden transgredir las normas más elementales en la defensa del medio ambiente. Los más poderosos tienen ventajas para esconder sus fortunas en los paraísos fiscales; las empresas multinacionales emigran hacia los países donde exista una legislación más favorable y no apriete demasiado la defensa de los derechos de los trabajadores. Sin embargo, como indica el propio Rodotà, las posibilidades que nos ofrece la globalización, las ventajas de la velocidad de la información y de la comunicación, así como los logros conseguidos en la sociedad del conocimiento, permiten que se adquiera un nivel de conciencia más amplio, de mayor alcance, y que se afiance la necesidad de defender los derechos humanos en todos los rincones del mundo.

La globalización ha conseguido desbordar, e incluso eliminar, las fronteras nacionales para la economía, la información, la ecología, la técnica, los conflictos transculturales y la sociedad civil. Esto quiere decir que el dinero, la tecnología, la información, las enfermedades y algunas personas pasan de unas naciones a otras como si no existieran fronteras. Desde el punto de vista económico, jurídico y político, la nación y el Estado han dejado de tener relevancia. Se ha dado un paso, no sé si suficiente y en buena dirección, hacia la transnacionalización de las instituciones y un cambio en la mentalidad que podría colaborar en la creación de una humanidad menos segregadora, pero al mismo tiempo se ha fomentado el caldo de cultivo necesario para que nazcan y se fortalezcan los nacionalismos.

Entre las tendencias cosmopolitas de la globalización y las fuerzas territoriales se van trazando las identidades de las personas que se mezclan en las ciudades. Las consecuencias para la identidad han sido contundentes. Se pueden dar al mismo tiempo la identidad simplificada relativa a espacios determinados y la identidad compleja del que elude la atracción poderosa de la nación. Ulrich Beck escribe:

Las sociedades nacionales-estatales producen y conservan también de este modo identidades cuasiesencialistas en la vida cotidiana cuya inteligibilidad parece descansar en formulaciones tautológicas: los alemanes en Alemania, los japoneses en Japón y los africanos en África. El que haya «judíos negros» y «alemanes españoles», por solo citar unos ejemplos de diferenciación social normal, es algo que en este horizonte se considera como un caso fronterizo y excepcional, a la vez que como una amenaza. (1998b: 99)

Los efectos de la globalización han sido radicales. Se ha debilitado el poder del Estado nación. Los canales por los que fluyen el dinero y la información escapan al control centralizado de los Estados nacionales. Todas las defensas son inoperantes. No se pueden levantar vallas útiles contra el dominio de las fuerzas económicas globalizadas. Se ha producido una disminución de la autonomía de las naciones, pero no han desaparecido en su totalidad ni el Estado nación ni el sentimiento nacional.

Las tecnologías avanzadas, las autopistas de la información, los vuelos rápidos, los trenes de alta velocidad y los satélites dedicados a la comunicación han conseguido que se consoliden las empresas y las organizaciones transnacionales, que los acontecimientos deportivos tengan repercusión a escala mundial, se sigan en las grandes metrópolis y en la más humilde de las aldeas del país más remoto, que una guerra sea un acontecimiento televisado al gran mundo, que la destrucción de las Torres Gemelas se viera en directo en las televisiones de todo el planeta, que las empresas y la producción se trasladen a varios países y que la sociedad civil traspase las fronteras de las naciones.

Estos avances tecnológicos han convertido a todos los individuos en posibles ciudadanos de un mundo más amplio y abierto. Las personas están ligadas a muchos lugares. Los medios de comunicación estrechan los lazos entre las personas y colaboran de una forma eficaz en la creación de comunidades virtuales. Cualquiera puede comunicarse directamente con un número casi interminable de personas. Poco importa dónde esté el interlocutor. La relación es inmediata y emocional; sirve para establecer un ámbito de intimidad. Desde una existencia rural o urbana los ciudadanos tienen acceso y contacto con muchos países, con otras religiones, se ven amenazados por enfermedades que son globales y por peligros que, como el terrorismo o el agujero en la capa de ozono, son globalizados y afectan a toda la humanidad.

Como dice Beck (1998b: 111), con el cambio que se ha producido en el modelo de la globalización se acercan todos los puntos del planeta, se eliminan las distancias y se estrechan las relaciones. El centro coincide con la periferia, porque no hay ni centro ni periferia, sino múltiples centros que se pueden multiplicar de manera indefinida. Los lugares más lejanos se aproximan. Desde cualquier lugar se puede ir a los rincones más alejados.

Globalización y capitalismo

Los mercados financieros se concentran en ciudades como Nueva York, Londres y Tokio. Para ellos no existen las fronteras nacionales. En el mundo se ha formado una red profusa por la que fluyen los capitales. Conexiones dinámicas constituyen la fluidez de una realidad por encima de los factores sociales y políticos. El nuevo orden impuesto por Estados Unidos, administrado por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial para el Comercio, funciona como una autoridad por encima de las políticas estatales imponiendo sus criterios, estableciendo sanciones y obligando a que las políticas económicas nacionales no difieran de los intereses globalizados; ha conseguido controlar el nuevo estado de prosperidad y la riqueza del mundo y gobernar a las naciones a través del miedo y la inseguridad; ha cambiado radicalmente nuestros modos de vida dejando la marca indeleble del poder cultural y político estadounidense, además de haber obtenido resultados absolutamente desiguales en cuanto a la riqueza para las distintas regiones del mundo.

Durante las últimas décadas, el capitalismo se caracteriza por su naturaleza global. Las redes de producción son transnacionales, aunque muchas de las empresas, que son reales y virtuales al mismo tiempo, se enraícen en los territorios nacionales bajo la protección del Estado. El capital funciona dentro de los mercados financieros a tiempo real y a escala global, durante las veinticuatro horas del día, gracias a la tecnología. El sistema se ha adaptado al dinero electrónico y digital. Las grandes acumulaciones de capital fluyen por la red y circulan conectando todos los centros económicos del mundo. Desde ahí se invierte en los distintos sectores y las distintas actividades productivas. Las palabras de Castells son acertadas:

En este casino global de forma electrónica, los capitales específicos prosperan o fracasan, dictando el destino de las grandes empresas, los ahorros familiares, las divisas nacionales y las economías regionales. (1997, vol. I: 508)

Frente a la desterritorialización y la deslocalización del capital financiero, las empresas pierden el centro de sus actividades y el mercado de trabajo se localiza, pero queda condicionado por la movilidad. Como decía Saskia Sassen (2001: 28), cuando las empresas se dispersan, aumentan las delegaciones y las oficinas, y crecen las funciones centrales de control en complejidad, en tamaño y en importancia. Ya no se sabe quién es el propietario de los medios de producción ni en qué lugar se asientan las empresas ni de dónde proviene la mano de obra. Los trabajadores de una empresa electrónica pueden estar a caballo entre Silicon Valley, Bombay y Singapur, y una empresa puede contratar trabajadores que operen en distintos niveles, en distintos lugares y con horarios diferentes.

El proceso globalizador y transnacionalizador no puede prescindir de las necesidades de las economías localizadas. Hay una tensión continua entre la transnacionalización y la territorialización, entre lo global y lo local. Saskia Sassen escribía con acierto:

Lo local ahora negocia directamente con lo global: lo global se instala a sí mismo en lo local y lo global es constituido en sí mismo a través de una multiplicidad de «locales». (2003: 36)

Hay una fuerza persistente que genera una tensión novedosa entre la centralización y la dispersión, generando una diversidad variable a nivel territorial. Los movimientos globales y los flujos migratorios a nivel transnacional han cambiado de forma radical los contornos de los territorios nacionales y han modificado la composición demográfica de las ciudades.

Las innovaciones tecnológicas han causado una revolución en los sistemas económicos a nivel mundial. La globalización va íntimamente unida a la flexibilidad y a la movilidad de los mecanismos de la economía virtual, porque las inversiones y los flujos de capital apenas necesitan soportes materiales. La especulación ha encontrado la vía óptima para saltar las fronteras, evadir los controles nacionales, e incluso socavar las bases del Estado. De esta forma, se han eliminado los obstáculos y las distancias, y se han concentrado en un nivel virtual todos los centros operativos. Las posibilidades que tienen los gobiernos nacionales para intervenir en los resortes de política económica son cada vez menores. No pueden controlar ni detener los flujos financieros; tampoco pueden controlar los flujos de información.

El nivel de desarrollo de la economía es ajeno a la voluntad de los individuos. El propio sistema establece unas pautas de desarrollo que son independientes de los seres humanos. El mecanismo perverso consiste en que parezca inevitable la naturaleza del proceso. El capitalismo se ha expandido en el marco de la globalización con varios núcleos de expansión que se extienden por varias zonas de la geografía mundial y con un control operativo en Estados Unidos o en algunos centros de la competencia internacional.

La tensión producida en el proceso de globalización ha generado, según Manuel Castells (1997: vol. I, 127, 137-138), una concentración de la producción en Estados Unidos y Canadá; en Japón, Corea del Sur, Taiwán, Singapur y China; y en ciertas zonas de Europa. El desarrollo de toda la región del Pacífico asiático ha originado la aparición de unos centros económicos muy potentes tanto a nivel industrial como tecnológico y financiero, como Estados Unidos y la Unión Europea, que han producido un fuerte impacto en los centros básicos de la economía mundial.

Estos procesos de concentración van acompañados de una regionalización de la riqueza desbordante y de la pobreza más extrema. En estos momentos podemos vivir como testigos directos de la opulencia y la riqueza, de las grandes mansiones y los coches de lujo, de las calles repletas de comercios exuberantes, pero también de los escenarios del horror, de la pobreza y la miseria, de guerras fratricidas, de invasiones militares, al parecer incruentas, de naciones que poco antes habían sido protegidas, o de un éxodo masivo de personas que se dirigen hacia los países europeos como refugiados.

El movimiento globalizador forma parte de la proyección de un capitalismo radical. Lo que produce el rechazo visceral de este tipo de sistema no es su naturaleza global, sino su falta de escrúpulos para dominar la naturaleza de una manera irracional, para eliminar los intereses de los más débiles, fomentar el desarrollo económico salvaje sin ningún límite ni social ni político, así como atentar contra la existencia de la diversidad de los grupos étnicos y destruir las culturas aborígenes.

Ulrich Beck (1998b: 27) ha denunciado que el efecto perverso de la globalización y el neoliberalismo consiste en haber convertido el mundo en un mercado global, eliminando o controlando los resortes del poder político. Las verdaderas fuentes del capitalismo han prescindido de tener un centro operativo, han separado la economía de la sociedad y la política para multiplicar el rendimiento y el valor de la producción transnacional.

El avance implacable del capitalismo globalizado ha generado una cantidad ingente de pobreza, marginación y exclusión. Los programas de industrialización a escala global y el nivel de consumo han producido un nivel tan elevado de residuos que ya no existe capacidad posible para eliminarlos ni para reciclarlos. Es más, cuando se ha conseguido el grado más alto de riqueza es cuando se ha producido el aumento más radical de marginación y miseria. Una masa enorme de personas, tanto en el Tercer Mundo como en los países civilizados, ha pasado a formar parte de un ejército inmenso de pobres y desheredados.

La globalización se puede concebir como una forma de imperialismo económico que convierte el mundo en una gran empresa que solo funciona por los criterios de la optimización y la rentabilidad. Y el efecto más perverso de ese mercado global consiste en la anulación de la democracia y en la necesidad de que se reinvente. La reacción de las naciones puede consistir en una radicalización y fortalecimiento de los mecanismos controladores de los Estados contra sus propios ciudadanos o en una reacción nacionalista y homogeneizadora.

Desde esta perspectiva, se ve desdibujada la cara benévola de la globalización. Los beneficios solo son para una minoría privilegiada que tiene acceso a la riqueza, mientras que el resto de los ciudadanos del planeta globalizado ha de vivir en los límites declarados de la pobreza y la miseria. Tanto en Estados Unidos como en Asia y Europa se ha producido el incremento de grandes bolsas de pobreza, de desigualdad económica y social, la destrucción del estado del bienestar, el desmantelamiento de los sistemas clásicos de producción y la generación de riqueza. La maquinaria del capitalismo radical en la globalización ha devorado todo lo que pretendía permanecer en el exterior del sistema.

Mundo descentralizado y deslocalizado

El proceso de transformación de la modernidad ha creado un desfase de los ritmos, un desequilibrio de poderes y una asimetría de flujos; el desorden de un mundo descentralizado, una situación indefinida de la que no se conocen los límites y para la que no se dispone de defensas efectivas.