Ilusiones perdidas - Karen Rose Smith - E-Book

Ilusiones perdidas E-Book

Karen Rose Smith

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Beschreibung

Seis años atrás, Sara Hobart había ayudado a una pareja sin hijos a encontrar la felicidad. Ahora era ella la que necesitaba un pequeño milagro. El instinto le decía que Kyle Barclay era su hijo. Sólo había una cosa que se interponía en su camino: el padre del niño. Desde la muerte de su mujer, Nathan había intentado ser un buen padre para su hijo Kyle. Entonces apareció aquella atractiva desconocida. Legalmente, Sara no podía reclamar a su hijo, pero Nathan sabía que no podía apartarla del pequeño, que ya la adoraba. Por su parte, él estaba empezando a desear dejar de ser un padre viudo y convertirse en un padre de familia…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Karen Rose Smith

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ilusiones perdidas , Julia 1787 - julio 2024

Título original:THE DADDY DILEMMA

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410741003

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

IBA a salvarle la vida a su madre.

Tendida en la camilla del quirófano, Sara Hobart sabía que estaba haciendo lo correcto.

—A nadie se le debería negar el tratamiento sólo porque no pueda pagarlo —declaró con vehemencia su amiga Joanne, que trabajaba en la clínica de fertilidad, sentada junto a la cama—. Con los diez mil dólares que conseguirás por donar tus óvulos tendrás suficiente para el trasplante de tu madre, ¿verdad?

—Junto al dinero conseguido con la recaudación de fondos. Podemos decirle a su médico que empiece el tratamiento. Muchas gracias por ayudarme, Joanne, y por estar hoy conmigo. Nunca pensé que haría algo así… —la emoción le atenazó la garganta. Su madre merecía prolongar su vida, y Sara haría todo lo que estuviera en su poder para que así fuera.

Joanne le dio una palmadita en la mano.

—No sólo estás ayudando a tu madre, también le estás dando la posibilidad de ser padres a una pareja sin hijos. Tus óvulos irán a parar a una mujer digna de llevarlos.

Como era natural, su amiga no podía decirle los nombres de las personas a las que estaría ayudando. El criterio de la pareja había sido muy simple: óvulos de una mujer sana, menor de veintiocho años, con un buen coeficiente académico. Siendo estudiante de Derecho, Sara cumplía con creces los requisitos.

—La pareja ya ha tenido dos intentos de fertilización in vitro, sin éxito —le explicó Joanne.

A Sara jamás se le habría ocurrido someterse a aquel procedimiento si su madre no se hubiera puesto gravemente enferma. Pero los trasplantes de médula ósea eran muy complicados con las anomalías sanguíneas de su madre, por lo que resultaban mucho más caros de lo que se habían imaginado. Sara le había escrito una carta tras otra a la compañía de seguros, pero no había conseguido que cubrieran los gastos. Su madre no podía esperar más tiempo, por lo que Sara había decidido que la única forma de conseguir el dinero era recaudándolo ella misma. Joanne y otras amistades la habían ayudado recaudando fondos en el pequeño pueblo a quince kilómetros de Minneapolis, pero aún les faltaban varios miles de dólares.

Cuando Sara le comunicó a su madre que había aceptado donar sus óvulos, las dos lloraron de alivio y esperanza. Sara no podía imaginarse la vida sin su madre. Sin padre, tíos ni primos, sólo se tenían la una a la otra, y eran muy buenas amigas. Joanne también era una buena amiga, y se había tomado la tarde libre para llevarla a su apartamento.

Sara se apartó un mechón de sus rubios cabellos de la sien, preparada para afrontar el siguiente paso hacia la recuperación de su madre.

—Cuando llegue a casa, llamaré al director del departamento financiero del hospital de Saint Bartholomew. Pueden iniciar el tratamiento de mamá en cuanto la ingresen.

Aunque mantenía la esperanza, el miedo no había dejado de acosarla desde que conoció el diagnóstico de su madre. ¿El trasplante tendría éxito?

Aparte de la preocupación que sentía por su madre, Sara pensó en la intervención que acababa de sufrir. Tenía muchos óvulos. Renunciar a unos pocos no afectaría a su vida en absoluto. A pesar de su carrera, quería tener hijos algún día, y lo consideraría seriamente después de que alguna firma de abogados la hiciera socia. Pero… ¿viviría su madre para verlo?

Sara sólo podía rezar porque así fuera.

Capítulo 1

 

 

 

 

Seis años después

 

 

Sara abrió la pesada puerta de roble del hotel Pine Grove con un nudo de ansiedad en el pecho. No estaba segura de que debiera estar allí, pero tenía que averiguar si el hijo de Nathan Barclay era su hijo. Tal vez sus sospechas fueran infundadas y sus óvulos no hubieran podido darles un hijo a los Barclay. Pero la fecha de su donación cuadraba con la del nacimiento de Kyle. Tenía que comprobarlo. Su accidente y la histerectomía de junio la habían dejado devastada, y durante su recuperación, Joanne, quien años antes había cambiado la clínica de fertilización por un empleo más lucrativo, le había revelado el nombre de Nathan Barclay.

Entró en el salón y no encontró a nadie en el gran mostrador de madera. Una puerta se abrió al fondo de la sala, y un hombre alto, fuerte y moreno entró con los brazos cargados de troncos. Se acercó a la inmensa chimenea de piedra y sonrió al ver a Sara. Pero era una sonrisa forzada que no alcanzó sus ojos grises. Sara reconoció a Nathan Barclay de la foto que había visto en un artículo sobre él y sobre las reformas que su padre había realizado en aquel hotel rústico de Rapid Creek, Minnesota.

Tras la muerte de su madre el año anterior y el accidente que la había dejado sin posibilidad de tener hijos, había buscado información sobre él en internet, y había encontrado mucho más de lo que hubiera imaginado. Lo más importante, había descubierto que Nathan Barclay era viudo y que tenía un hijo de cinco años. Sara no había tomado ninguna decisión precipitada que pudiera afectar a las vidas de varias personas. Tras recuperarse del accidente había vuelto a su empresa para trabajar setenta u ochenta horas semanales. Pero al cabo de dos meses había decidido tomarse unas vacaciones y se había marchado a Wiscosin Dells a pensar. Después de pasar dos días en su retiro, se sorprendió a sí misma conduciendo hacia Rapid Creek en busca de respuestas.

Y allí estaba, temblando de los pies a la cabeza.

—Si busca habitación, lo siento, pero siempre estamos completos en esta época del año.

La profunda voz de Nathan Barclay resonó en el interior de Sara, aumentando su ansiedad. Respiró hondo mientras se enderezaba y esperó un segundo antes de responder.

—No busco habitación.

El hombre arqueó sus oscuras cejas, se dio la vuelta y dejó los troncos en la chimenea. El corazón de Sara latía con tanta fuerza que pensó que se le iba a salir del pecho.

Finalmente, el hombre se sacudió las manos y fue hacia ella. Se detuvo a medio metro de distancia y Sara vio las canas que asomaban en sus sienes y las arrugas que le rodeaban los ojos.

—En ese caso, ¿en qué puedo ayudarla? —le preguntó, aparentemente sorprendido.

—Señor Barclay, soy Sara Hobart.

Él no dio muestras de reconocer el nombre.

—Hace seis años, el 23 de enero, doné mis óvulos en la Clínica de Fertilización Brighton, en Minneapolis. Más tarde descubrí que su mujer había recibido esos óvulos y me preguntaba si…

Vio cómo él apretaba la mandíbula y adoptaba una expresión defensiva. Sara olvidó su formación como abogada y se atrevió a preguntárselo directamente. Al fin y al cabo, estaba demasiado implicada como para calibrar sus palabras.

—¿Su esposa se quedó embarazada por fecundación in vitro?

El hombre se puso en guardia y la miró con expresión indignada.

—¿Cómo ha dado con mi nombre? Esa información es confidencial.

—Señor Barclay, no tengo intención de causarle ningún problema a usted o a Kyle…

—¿Cómo sabe el nombre de mi hijo? —espetó en tono amenazador.

Pero Sara estaba más decidida que nunca a descubrir si era la madre de Kyle y no se dejó amedrentar.

—Soy abogada y puedo acceder fácilmente a las bases de datos. Si me permite explicárselo…

—No quiero ninguna explicación. Sólo quiero que se vaya. Si es cierto que donó sus óvulos en la clínica Brighton, tuvo que firmar un documento renunciando a cualquier derecho sobre los mismos. De modo que no va a conseguir de mí ni un centavo más, si es eso lo que pretende.

—No quiero dinero. Sufrí… sufrí un accidente de coche y tuvieron que hacerme una histerectomía. Busqué información sobre usted en internet y descubrí que es viudo. Su mujer murió al dar a luz, y también el hermano gemelo de Kyle.

—¡No tenía derecho a invadir mi intimidad!

—No puedo tener hijos, señor Barclay. Me gustaría conocer a Kyle, eso es todo —la voz le tembló en la última palabra.

Él la miró en silencio durante un rato.

—No voy a permitir que una desconocida entre en nuestra casa —dijo finalmente.

Intentando mantener la compostura, y recordándose que la razón y la calma podían abrir una brecha en la armadura de Nathan Barclay, sacó una hoja doblada del bolsillo y se la tendió.

—Éstas son mis credenciales y referencias. Mis amigos y vecinos no saben por qué estoy aquí, pero podrán contarle todo lo que quiera saber de mí.

—¿Qué es lo que quiere realmente? —preguntó él, agarrando la hoja de papel.

—Quiero conocer a Kyle. Después de eso regresaré a Minneapolis.

—¿Sólo eso?

—Sólo eso. Le doy mi palabra. Sé que no tengo ningún derecho sobre él. Mi único deseo es conocerlo —porque si lo conocía, el instinto le diría si Kyle era suyo.

La mirada de Nathan Barclay le recorrió su pelo rubio por los hombros, sus vaqueros, sus zapatillas deportivas y el jersey tricotado que llevaba bajo la chaqueta de ante. Era obvio que intentaba determinar si representaba una amenaza para él. Pero su intensa mirada la hizo sentirse cohibida y al mismo tiempo… invadida por una ola de calor.

—Señorita Hobart, su palabra no significa nada para mí. Ha dicho que es usted abogada. Si es así, sabrá que el documento que firmó es válido.

Sara se limitó a señalar el papel que le había entregado.

—He escrito el nombre del hotel donde me alojo. Estaré ahí hasta el viernes.

—¿Y después del viernes?

—Volveré a Minneapolis —respondió ella, sin que la expresión de Nathan Barclay delatara la menor emoción—. Por favor, intente ponerse en mi lugar, señor Barclay. Desde mi accidente mi vida se ha detenido. Necesito conocer a Kyle para seguir adelante.

Él volvió a doblar la hoja y se la guardó en el bolsillo de la camisa.

—Creo que debería marcharse.

Sara vio que nada de lo que dijera podría hacerlo cambiar de opinión. Después de mirarlo fijamente a sus ojos grises, oscurecidos por la preocupación que ella había causado, asintió brevemente y se dirigió hacia la puerta. Albergaba la esperanza de que Nathan Barclay intentara ponerse en su situación y la llamase antes del viernes. Si no lo hacía, ella nunca conocería a Kyle y no sabría si era hijo suyo o no.

 

 

—¿Qué ha dicho Ben? —preguntó Galen Barclay cuando Nathan colgó el teléfono.

—Tengo que ir a ver a Kyle —dijo Nathan, que aún seguía afectado por el encuentro con Sara Hobart de aquella tarde. Le había parecido una buena idea llamar a su hermano Ben. Era el ayudante del fiscal del distrito en Albuquerque, pero su experiencia con las mujeres lo hacía ser excesivamente cínico.

—Kyle estará bien —le aseguró su padre—. Está jugando con su camión de bomberos.

Nathan se había dedicado por entero a su hijo desde que naciera prematuramente con veintiséis semanas. Más tarde, cuando enfermó de asma, no quiso perderlo de vista ni un instante. Gracias a la insistencia de su padre se había relajado un poco, pero aún seguía vigilándolo de cerca.

—¿Cuál ha sido el consejo de Ben? —volvió a preguntarle su padre.

—Me ha dicho que no me preocupe. Me ha asegurado que si Sara Hobart firmó un contrato para donar sus óvulos… aunque él no cree que la palabra «donar» sea la más adecuada, ya que recibió a cambio diez mil dólares… no tiene ningún derecho legal sobre Kyle. Ben piensa que sólo es una cazafortunas, y estoy de acuerdo con él —aquélla era la explicación más lógica, pero Nathan no se olvidaba del dolor que había visto en sus ojos cuando le habló de su histerectomía.

—Has dicho que es abogada.

—Sí. Llamé a una de las referencias que me dio. También he comprobado sus credenciales. Es abogada en la firma de Charles Frank. En internet he encontrado un informe sobre el accidente que sufrió este verano. Un hombre de cuarenta y tantos años que había tomado medicamentos se quedó dormido al volante y atropelló a Sara Hobart. Tuvo suerte de que no la matara. Todo lo que me ha contado parece ser cierto.

Su padre guardó un largo silencio para reflexionar.

—Si es abogada en la firma de Charles Frank, dudo que esté buscando limosna. Ya conoces a Ben. Piensa que todas las mujeres están dispuesta a lo que sea con tal de conseguir lo que quieren. Quizá esta mujer sea honrada. ¿Y si es realmente la madre biológica de Kyle?

El corazón de Nathan rechazó la idea al instante. Colleen era la madre de Kyle. Nathan tenía fotos de su difunta mujer por toda la casa. Quería que Kyle siempre la tuviera presente. Él sabía lo que era crecer sin una madre, después de que la suya propia los abandonase a él y a sus hermanos para buscar una vida mejor de la que tenía en Rapid Creek, sin mirar atrás. A diferencia de sus esfuerzos por conseguir que Kyle no olvidara a Colleen, su padre había borrado de sus vidas todo recuerdo de su mujer. Galen nunca volvió a hablar de ella después de su marcha. No hasta que Nathan empezó a hacer preguntas al acabar el instituto.

—Hijo, Colleen no está con nosotros —dijo. Siempre era muy directo cuando quería dejar algo claro—. No puede abrazar a Kyle cuando el pequeño necesite consuelo, ni puede tranquilizarlo en mitad de la noche cuando esté asustado.

Nathan se enfureció, igual que había descargado su ira contra el destino por haberle arrebatado a Colleen y a Mark, el hermano gemelo de Kyle.

—Yo lo abrazo y lo tranquilizo cuando tiene pesadillas —declaró con vehemencia.

—Pero ¿eres suficiente para él? ¿Lo soy yo o Val? Ninguno puede ocupar el lugar de una madre.

Nathan y Galen dependían de Val Lindstrom, el ama de llaves que Nathan había contratado para cuidar de Kyle cuando él estaba trabajando.

—Ben, Sam y yo sólo te tuvimos a ti para cuidar de nosotros, y crecimos sin ningún problema.

—¿Estás seguro? No creo que Ben pueda confiar nunca en una mujer. Y Sam… quizá no supo elegir mejor a su pareja porque yo no pude darle un mejor ejemplo.

Su padre nunca sacaba el tema de su madre, por lo que Nathan decidió aprovechar la ocasión.

—¿Por qué nunca volviste a casarte?

—Porque muy pocas mujeres estarían dispuestas a hacerse cargo de tres chicos. Yo, al menos, no encontré a ninguna dispuesta a intentarlo —agarró del mostrador el papel que Sara Hobart le había dado a Nathan—. ¿Qué daño podría hacer que esta mujer conociera a Kyle?

—¿Qué daño? —repitió Nathan. No podía creer que su padre no viese lo que era obvio—. Si conoce a Kyle, querrá pasar más tiempo con él. ¿Y si se queda a vivir en Rapid Creek?

—Tiene una brillante carrera en Minneapolis. No ha trabajado tantos años para abandonarlo todo.

—¿Y si a Kyle le gusta?

—¿Y si no le gusta o él a ella? —replicó su padre—. Puede que su asma le provoque rechazo.

Nathan consideró aquella posibilidad, pero la idea de invitar a Sara Hobart a su casa lo seguía inquietando.

—Creo que sería un gran riesgo permitir que lo conociera.

—¿Vas a correr un riesgo aún mayor por no contarle nunca la verdad a Kyle?

—No es lo bastante mayor para entenderlo.

Galen lo miró con la sabiduría que le conferían sus sesenta y cuatro años.

—¿Cuándo será lo bastante mayor? ¿Con doce años? ¿Con dieciséis? No puedes ignorar la verdad, por mucho que lo intentes. Te has convencido a ti mismo de que tú y Colleen erais las dos únicas personas implicadas.

Su padre tenía razón. Desde que le transfirieron los embriones a Colleen se habían olvidado de la donante. Al fin y al cabo, no era más que un medio para que Colleen se quedase embarazada.

Pero ahora la donante tenía un rostro… un rostro muy hermoso… y unos ojos verdes idénticos a los de Kyle.

—No estoy seguro de que deba formar parte de nuestras vidas.

—Si es la madre de Kyle, ya forma parte de tu vida.

 

 

Cuando Sara entró en casa de Nathan Barclay se sintió como una intrusa. Pero no importaba lo que sintiera. Lo único que importaba era conocer a Kyle.

Nathan estaba de pie en el salón, entre los sillones verdes de pana. Tenía la mandíbula apretada, como si lamentase haberla invitado.

Al encontrarse con su mirada sintió cómo la recorría un hormigueo, pero lo ignoró rápidamente.

—Le estoy muy agradecida por haberme llamado. Sinceramente, no creí que lo hiciera. ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

—Igual que usted me investigó, la he investigado yo. Todo lo que me contó es cierto.

—¿No esperaba que lo fuera?

—Hay mucha gente extraña en este mundo, señorita Hobart.

—Sara, por favor —por alguna razón, pensaba que si se dirigía a ella por su nombre de pila, habría un atisbo de comunicación entre ambos.

—Antes de traer a Kyle, hay algo que debe saber —dijo él en tono severo, sin molestarse en usar su nombre—. Tiene asma.

—¿Es grave? —preguntó ella, repentinamente preocupada—. No sé mucho sobre el asma.

—Puede ser mortalmente peligroso —respondió él, y siguió hablando mientras ella lo asimilaba—. No estoy siendo dramático. Sólo tenía tres años cuando sufrió su primer ataque. Había pintado dos habitaciones en el hotel para tenerlo allí conmigo. Empezó a tener problemas respiratorios, y luego comenzó a estornudar. No sabía lo que le pasaba, pero lo bajé por la escalera mientras mi padre llamaba a una ambulancia.

El rostro de Nathan era inexpresivo, pero Sara pudo imaginarse el miedo y el pánico que debieron de invadirlo.

—¿Toma Kyle alguna medicación?

—Sí. Y usa inhaladores.

—¿Y hay alguna cosa en particular que pueda provocarle un ataque?

—Los olores fuertes, como los productos de limpieza o las velas aromáticas. El frío extremo. El polvo —se acercó unos pasos a Sara—. Y las preocupaciones emocionales. No quiero que nada lo altere. Le dije que una amiga iba a venir de visita, nada más.

Ella tuvo que levantar la vista para mirarlo a los ojos. Con su metro ochenta de estatura y su expresión amenazadora, su mensaje estaba claro. Si ella hacía algo que pudiera afectar a Kyle, la echaría a patadas.

Pero, sorprendentemente, no se sintió intimidada. Comprendía su actitud hostil. Ella haría lo mismo si tuviera que proteger a su hijo.

El mes de noviembre se hacía más frío a cada día. Sara volvía a vestir vaqueros, jersey y la chaqueta de ante. Se desabrochó la chaqueta, esperando que el padre de Kyle la permitiera quedarse más de cinco minutos.

Estaba sacando un brazo de la manga cuando Nathan se colocó junto a ella.

—Colgaré la chaqueta en el armario.

Aliviada, Sara le sonrió señalando la bolsa que había dejado en el sofá, junto al bolso.

—He traído galletas de chocolate. ¿Kyle tiene que seguir alguna dieta alimenticia?

—No. No sufre alergia a ningún alimento, gracias a Dios. Y le encanta el chocolate. Ha sido muy amable al traer las galletas.

Estaba siendo excesivamente cortés, y Sara deseó que pudiera comportarse con naturalidad y decirle lo que estaba pensando.

—No es ningún soborno —le aseguró—. El chocolate y los niños pequeños hacen buenas migas —al no recibir respuesta, volvió a intentarlo—. Le ha dicho a Kyle que era una amiga, pero dudo que se lo crea si percibe su hostilidad hacia mí.

—No soy hostil.

—¿Podemos fingir que somos amigos por el bien de Kyle?

Nathan soltó un largo suspiro.

—Mire, señorita…

—Sara —le recordó ella.

—Muy bien, Sara. No me gusta que esté usted aquí y quiero acabar con esto cuanto antes. No voy a fingir lo contrario.

—Kyle se verá influido por su actitud.

—Es posible. Por eso estaré en la cocina mientras está usted con él.

—¿Va a dejarme sola ante el peligro? —preguntó ella en tono jocoso, intentando aliviar la tensión. No tuvo éxito—. Muy bien, señor Barclay. ¿Cuánto tiempo piensa concederme?

—Vamos a ver lo que ocurre.

Sara supuso que querría comprobar si el chico y ella congeniaban antes de darle más tiempo. Pero, ya fueran quince minutos o una hora, sabía que no se lo diría. Ella siempre había sido muy meticulosa y organizada, pero aquel día iba a tener que seguir la corriente, le gustara o no.

Por desgracia, dejarse llevar por la corriente exigía una confianza que ella no poseía, y menos en los hombres. Sabía por experiencia que los hombres se esfumaban cuando las cosas no salían como ellos esperaban.

—¿Puedo ver a Kyle ahora?

Nathan llevó su chaqueta al armario que había junto a la puerta. La colgó y, después de echarle una larga mirada a Sara, llamó a su hijo.

—Kyle, ven aquí un momento, ¿quieres? Hay alguien que quiere conocerte.

El corazón de Sara latía tan rápido que no podía contar los latidos. Cuando el niño de cinco años apareció, las lágrimas afluyeron a sus ojos y tuvo que parpadear frenéticamente para contenerlas. No podía dejarse dominar por la emoción. El niño no lo entendería, y ella no quería asustarlo.

No necesitó ninguna prueba de ADN para saber que aquel chico era su hijo. Tenía la prueba en sus ojos verdes, tan parecidos a los suyos, y en aquella sonrisa torcida, tan parecida a la de su madre. El chico corrió hasta su padre y se quedó esperando que los presentaran mientras miraba de reojo a Sara, y ella se fijó en que tenía el pelo castaño oscuro de Nathan y la misma barbilla. Seguramente sería tan cabezota como su padre algún día.

—Sara —dijo Nathan, como si llevara años usando su nombre de pila—, éste es mi hijo, Kyle. Kyle, ésta es la amiga de la que te he hablado. Se llama Sara.

Sin saber muy bien cómo debía proceder, Sara se acercó lentamente al niño.

—Hola, Kyle.

Como abogada, Sara trababa todos los días con personas adultas. Sospechaba que a los críos, al igual que a los adultos, también les gustaba preservar su espacio, de modo que mantuvo un poco de distancia entre ellos.

Señaló los coches de bomberos que había visto junto a las estanterías y decidió lanzarse de cabeza. Después de todo, su tiempo allí podía ser extremadamente limitado.

—He visto tu camión cisterna y tu vehículo de salvamento. ¿Estabas rescatando a la gente de estos edificios tan altos? —había supuesto que las estanterías representaban rascacielos.

Kyle, que se había estado protegiendo tras la cadera de su padre, dio un paso hacia ella.

—Son bloques de apartamentos —dijo con entusiasmo—. ¿Cómo lo sabías?

Sara se agachó para ponerse a su altura y lo miró fijamente a los ojos.

—Cuando era niña, tenía una muñeca enfermera y usaba el mueble del televisor como hospital. Cada estante era una planta del edificio.

Kyle esbozó una amplia sonrisa y se separó por completo de la pierna de su padre.

—¿Quieres jugar conmigo? Podemos rescatar a todo el mundo y apagar el incendio.

Sara miró a Nathan antes de responder. Era él quien tomaba las decisiones, y ella no quería dar un paso en falso. Él se limitó a asentir brevemente.

Deseaba estrechar a Kyle entre sus brazos y abrazarlo con todas sus fuerzas, pero sabía que era demasiado pronto para eso. Además, a Nathan le entraría el pánico y apartaría a Kyle de su lado.

—Me encantaría jugar contigo —dijo con la voz más tranquila que pudo.

Kyle corrió hacia las estanterías y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

—Tú puedes conducir el camión de la manguera. A mí me gusta conducir el camión de la escalera, pero te dejaré subir a ti también.

Sara no pudo evitar una carcajada.

—Estupendo, porque no creo que pueda llegar a lo alto del edificio sin usar la escalera.

Como cualquier niño de cinco años absorto en su propio mundo, Kyle no preguntó quién era ella, ni de dónde venía ni qué estaba haciendo allí. Lo único que le importaba era que aquella mujer iba a jugar con él.

Llevaban media hora rescatando a los habitantes del edificio cuando Nathan los llamó desde la cocina.

—Es la hora de la leche con galletas. Pero venid a la cocina. No quiero que las migas atasquen las mangueras.

Parecía que aquel hombre tenía sentido del humor, después de todo.

—Enseguida, papá —respondió Kyle.

De repente apareció Nathan a unos pasos de ellos.

—Yo diré cuándo —le hizo un guiño a Sara—. Podría pasarse horas jugando.

Sara levantó la mirada hacia Nathan y el estómago le dio un vuelco al encontrarse con su cuerpo musculoso y su rostro de facciones duras y atractivas. Se dijo a sí misma que sólo estaba emocionada por estar allí con Kyle, pero cuando estuvo sentada en la rústica cocina, con su quinqué sobre la mesa de pino redonda, y con Nathan apostado como un ángel guardián entre Kyle y ella, no estuvo tan segura de que no fuera algo más. Toda su atención se centraba en el niño de cinco años, pero cuando alargó el brazo para agarrar una servilleta del centro de la mesa y Nathan hizo lo mismo, sus dedos se rozaron y una ola de calor le subió por el brazo.

Él apartó la mano rápidamente, y lo mismo hizo ella, pero la sensación permaneció.

Un poco después, cuando se inclinó hacia delante para preguntarle a Kyle cuál era su sabor de helado favorito, su pierna rozó la de Nathan y esa vez no pudo retirarse lo bastante rápido. El calor se propagó por todo su cuerpo con tanta rapidez que pensó que la temperatura de la casa había aumentado diez grados, por lo menos.

Sabía que Nathan no tardaría en poner fin a su tiempo con Kyle, de modo que acabó su galleta y se limpió los dedos con la servilleta.

—¿Vas al jardín de infancia?

Kyle negó con la cabeza y con el labio superior lleno de migas.

—No. Papá dice que iré el año que viene. Voy a quedarme en casa.

Sara miró a Nathan en busca de una explicación.

—Pensé en contratar a un tutor. Es mejor que Kyle se quede en casa, debido a su asma.

—¿Sólo para el jardín de infancia?

Nathan se encogió de hombros.

—Ya lo veremos.

—Es muy importante que se relacione con otros niños —dijo ella sin poder contenerse.

—También lo es su salud.

Sara se mordió la lengua y tomó un sorbo de leche. Su opinión allí no contaba para nada, pero de alguna manera sabía que proteger en exceso a Kyle podría ser tan perjudicial como no protegerlo lo suficiente.

Nathan comprobó la hora en su reloj.

—Sara aún puede quedarse un rato más. ¿Por qué no le enseñas tu habitación?

—Me encantaría ver tu habitación —afirmó ella—. Podría leerte un cuento. ¿Te gustan los libros?

—Me gusta el Doctor Seuss y Clifford. Tengo mi propio Clifford. Ven, te lo enseñaré —rápido como una centella, se bajó de la silla y salió disparado hacia el pasillo que debía de conducir a las habitaciones.

Nathan se apartó de la mesa, recogió el plato vacío de las galletas y lo llevó al fregadero. La cocina estaba pintada y amueblada en tonos verdes claros y tostados. La ventana sobre el fregadero estaba desprovista de postigos y cortinas, ofreciendo una vista del jardín trasero. Antes de sentarse a la mesa, Sara había atravesado unas puertas correderas de cristal que daban a una terraza. La amplia extensión de césped, salpicado de arces, sicomoros y abetos, invitaba a jugar al béisbol o a dar un tranquilo paseo respirando la paz de la naturaleza. No había ni una nube en el cielo, de un radiante color azul que contrastaba hermosamente con los tonos verdes de la vegetación. Era un lugar precioso para criar a un niño, pensó Sara, pero Nathan no debía aislar a Kyle en su empeño por protegerlo.

—Gracias por sugerir que me enseñara su habitación.

—Pensé que te gustaría verla.

—¿Para que pueda llevarme una imagen a casa de dónde duerme?

—Algo así.

Sus miradas se encontraron y Sara sintió que la cocina daba vueltas a su alrededor. Era ridículo. Tenía las emociones a flor de piel por haber conocido a Kyle, nada más. Por querer recordar cada minuto de aquel encuentro y atesorarlo para siempre en su corazón.

—¡Vamos, Sara! —la llamó Kyle—. Quiero enseñarte mis puntas de flecha.

Apartó la vista de Nathan e intentó recuperar la compostura para apresurarse a ir con Kyle. El tiempo que le quedaba con su hijo era limitado.

 

 

Cuarenta y cinco minutos después, Nathan volvió a comprobar la hora con impaciencia. Había esperado que Kyle se aburriera con Sara, o Sara con él. Se había asomado dos veces a la habitación del niño. La primera vez los había visto jugando a Candy Land. Sara estaba sentada en la cama y Kyle estaba arrodillado en el suelo, los dos concentrados en las cartas de colores. La segunda vez lo sorprendió ver a Sara en el suelo. Kyle había sacado sus juguetes del baúl, y Sara se había enfundado la marioneta de un mono en la mano, haciendo reír al pequeño con una voz ridículamente aguda.