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Ilusiones perdidas ¿Sería posible que aquel pequeño fuera su hijo? Seis años atrás, Sara Hobart había ayudado a una pareja sin hijos a encontrar la felicidad. Ahora era ella la que necesitaba un pequeño milagro. El instinto le decía que Kyle Barclay era su hijo. Sólo había una cosa que se interponía en su camino: el padre del niño. Desde la muerte de su mujer, Nathan había intentado ser un buen padre para su hijo Kyle. Entonces apareció aquella atractiva desconocida. Legalmente, Sara no podía reclamar a su hijo, pero Nathan sabía que no podía apartarla del pequeño, que ya la adoraba. Por su parte, él estaba empezando a desear dejar de ser un padre viudo y convertirse en un padre de familia… Refugio para un corazón Ella había hecho sus planes para tener un bebé… Sam Barclay aceptaría ser el padre y Corrie Edwards conseguiría el bebé que siempre había deseado. Parecía un buen plan, hasta que Sam, su donante de esperma decidió que quería la oportunidad que el destino ya le había negado una vez, la de ser padre en todos los sentidos. El romance no entraba en los planes de Corrie, iba a ser un estricto acuerdo de negocios. Sin embargo, cuanto más se acercaba el momento de la concepción, más deseaba Sam que la relación fuera personal. ¿Podría convencer a Corrie de que juntos podían formar el hogar y la familia que ambos anhelaban? Condena de amor ¿Podría la aventura de una noche convertirse en un amor para siempre? Ben Barclay nunca cometía errores, y menos aún errores surgidos de aventuras de una noche. Así que, cuando descubrió que el resultado de su arriesgado y único encuentro con una bella desconocida iba a tener consecuencias muy duraderas, decidió asumir sus responsabilidades. Sierra Girard no esperaba que Ben Barclay llegara a formar parte de su vida, por eso estaba más que sorprendida al ver cuánto insistía el abogado para que se convirtieran en marido y mujer, aunque sólo fuera por el bien del niño. Pero incluso la precavida Sierra no podía negar que existía una gran atracción entre los dos, una pasión que podría incluso llegar a confundirse con verdadero amor.
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Seitenzahl: 699
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N.º 472 - septiembre 2024
© 2008 Karen Rose Smith
Ilusiones perdidas
Título original: The Daddy Dilemma
© 2008 Karen Rose Smith
Refugio para un corazón
Título original: The Daddy Plan
© 2008 Karen Rose Smith
Condena de amor
Título original: The Daddy Verdict
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con
personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o
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I.S.B.N.: 978-84-1074-058-7
Créditos
Ilusiones perdidas
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Refugio para un corazón
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Condena de amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
IBA a salvarle la vida a su madre.
Tendida en la camilla del quirófano, Sara Hobart sabía que estaba haciendo lo correcto.
—A nadie se le debería negar el tratamiento sólo porque no pueda pagarlo —declaró con vehemencia su amiga Joanne, que trabajaba en la clínica de fertilidad, sentada junto a la cama—. Con los diez mil dólares que conseguirás por donar tus óvulos tendrás suficiente para el trasplante de tu madre, ¿verdad?
—Junto al dinero conseguido con la recaudación de fondos. Podemos decirle a su médico que empiece el tratamiento. Muchas gracias por ayudarme, Joanne, y por estar hoy conmigo. Nunca pensé que haría algo así… —la emoción le atenazó la garganta. Su madre merecía prolongar su vida, y Sara haría todo lo que estuviera en su poder para que así fuera.
Joanne le dio una palmadita en la mano.
—No sólo estás ayudando a tu madre, también le estás dando la posibilidad de ser padres a una pareja sin hijos. Tus óvulos irán a parar a una mujer digna de llevarlos.
Como era natural, su amiga no podía decirle los nombres de las personas a las que estaría ayudando. El criterio de la pareja había sido muy simple: óvulos de una mujer sana, menor de veintiocho años, con un buen coeficiente académico. Siendo estudiante de Derecho, Sara cumplía con creces los requisitos.
—La pareja ya ha tenido dos intentos de fertilización in vitro, sin éxito —le explicó Joanne.
A Sara jamás se le habría ocurrido someterse a aquel procedimiento si su madre no se hubiera puesto gravemente enferma. Pero los trasplantes de médula ósea eran muy complicados con las anomalías sanguíneas de su madre, por lo que resultaban mucho más caros de lo que se habían imaginado. Sara le había escrito una carta tras otra a la compañía de seguros, pero no había conseguido que cubrieran los gastos. Su madre no podía esperar más tiempo, por lo que Sara había decidido que la única forma de conseguir el dinero era recaudándolo ella misma. Joanne y otras amistades la habían ayudado recaudando fondos en el pequeño pueblo a quince kilómetros de Minneapolis, pero aún les faltaban varios miles de dólares.
Cuando Sara le comunicó a su madre que había aceptado donar sus óvulos, las dos lloraron de alivio y esperanza. Sara no podía imaginarse la vida sin su madre. Sin padre, tíos ni primos, sólo se tenían la una a la otra, y eran muy buenas amigas. Joanne también era una buena amiga, y se había tomado la tarde libre para llevarla a su apartamento.
Sara se apartó un mechón de sus rubios cabellos de la sien, preparada para afrontar el siguiente paso hacia la recuperación de su madre.
—Cuando llegue a casa, llamaré al director del departamento financiero del hospital de Saint Bartholomew. Pueden iniciar el tratamiento de mamá en cuanto la ingresen.
Aunque mantenía la esperanza, el miedo no había dejado de acosarla desde que conoció el diagnóstico de su madre. ¿El trasplante tendría éxito?
Aparte de la preocupación que sentía por su madre, Sara pensó en la intervención que acababa de sufrir. Tenía muchos óvulos. Renunciar a unos pocos no afectaría a su vida en absoluto. A pesar de su carrera, quería tener hijos algún día, y lo consideraría seriamente después de que alguna firma de abogados la hiciera socia. Pero… ¿viviría su madre para verlo?
Sara sólo podía rezar porque así fuera.
Seis años después
Sara abrió la pesada puerta de roble del hotel Pine Grove con un nudo de ansiedad en el pecho. No estaba segura de que debiera estar allí, pero tenía que averiguar si el hijo de Nathan Barclay era su hijo. Tal vez sus sospechas fueran infundadas y sus óvulos no hubieran podido darles un hijo a los Barclay. Pero la fecha de su donación cuadraba con la del nacimiento de Kyle. Tenía que comprobarlo. Su accidente y la histerectomía de junio la habían dejado devastada, y durante su recuperación, Joanne, quien años antes había cambiado la clínica de fertilización por un empleo más lucrativo, le había revelado el nombre de Nathan Barclay.
Entró en el salón y no encontró a nadie en el gran mostrador de madera. Una puerta se abrió al fondo de la sala, y un hombre alto, fuerte y moreno entró con los brazos cargados de troncos. Se acercó a la inmensa chimenea de piedra y sonrió al ver a Sara. Pero era una sonrisa forzada que no alcanzó sus ojos grises. Sara reconoció a Nathan Barclay de la foto que había visto en un artículo sobre él y sobre las reformas que su padre había realizado en aquel hotel rústico de Rapid Creek, Minnesota.
Tras la muerte de su madre el año anterior y el accidente que la había dejado sin posibilidad de tener hijos, había buscado información sobre él en internet, y había encontrado mucho más de lo que hubiera imaginado. Lo más importante, había descubierto que Nathan Barclay era viudo y que tenía un hijo de cinco años. Sara no había tomado ninguna decisión precipitada que pudiera afectar a las vidas de varias personas. Tras recuperarse del accidente había vuelto a su empresa para trabajar setenta u ochenta horas semanales. Pero al cabo de dos meses había decidido tomarse unas vacaciones y se había marchado a Wiscosin Dells a pensar. Después de pasar dos días en su retiro, se sorprendió a sí misma conduciendo hacia Rapid Creek en busca de respuestas.
Y allí estaba, temblando de los pies a la cabeza.
—Si busca habitación, lo siento, pero siempre estamos completos en esta época del año.
La profunda voz de Nathan Barclay resonó en el interior de Sara, aumentando su ansiedad. Respiró hondo mientras se enderezaba y esperó un segundo antes de responder.
—No busco habitación.
El hombre arqueó sus oscuras cejas, se dio la vuelta y dejó los troncos en la chimenea. El corazón de Sara latía con tanta fuerza que pensó que se le iba a salir del pecho.
Finalmente, el hombre se sacudió las manos y fue hacia ella. Se detuvo a medio metro de distancia y Sara vio las canas que asomaban en sus sienes y las arrugas que le rodeaban los ojos.
—En ese caso, ¿en qué puedo ayudarla? —le preguntó, aparentemente sorprendido.
—Señor Barclay, soy Sara Hobart.
Él no dio muestras de reconocer el nombre.
—Hace seis años, el 23 de enero, doné mis óvulos en la Clínica de Fertilización Brighton, en Minneapolis. Más tarde descubrí que su mujer había recibido esos óvulos y me preguntaba si…
Vio cómo él apretaba la mandíbula y adoptaba una expresión defensiva. Sara olvidó su formación como abogada y se atrevió a preguntárselo directamente. Al fin y al cabo, estaba demasiado implicada como para calibrar sus palabras.
—¿Su esposa se quedó embarazada por fecundación in vitro?
El hombre se puso en guardia y la miró con expresión indignada.
—¿Cómo ha dado con mi nombre? Esa información es confidencial.
—Señor Barclay, no tengo intención de causarle ningún problema a usted o a Kyle…
—¿Cómo sabe el nombre de mi hijo? —espetó en tono amenazador.
Pero Sara estaba más decidida que nunca a descubrir si era la madre de Kyle y no se dejó amedrentar.
—Soy abogada y puedo acceder fácilmente a las bases de datos. Si me permite explicárselo…
—No quiero ninguna explicación. Sólo quiero que se vaya. Si es cierto que donó sus óvulos en la clínica Brighton, tuvo que firmar un documento renunciando a cualquier derecho sobre los mismos. De modo que no va a conseguir de mí ni un centavo más, si es eso lo que pretende.
—No quiero dinero. Sufrí… sufrí un accidente de coche y tuvieron que hacerme una histerectomía. Busqué información sobre usted en internet y descubrí que es viudo. Su mujer murió al dar a luz, y también el hermano gemelo de Kyle.
—¡No tenía derecho a invadir mi intimidad!
—No puedo tener hijos, señor Barclay. Me gustaría conocer a Kyle, eso es todo —la voz le tembló en la última palabra.
Él la miró en silencio durante un rato.
—No voy a permitir que una desconocida entre en nuestra casa —dijo finalmente.
Intentando mantener la compostura, y recordándose que la razón y la calma podían abrir una brecha en la armadura de Nathan Barclay, sacó una hoja doblada del bolsillo y se la tendió.
—Éstas son mis credenciales y referencias. Mis amigos y vecinos no saben por qué estoy aquí, pero podrán contarle todo lo que quiera saber de mí.
—¿Qué es lo que quiere realmente? —preguntó él, agarrando la hoja de papel.
—Quiero conocer a Kyle. Después de eso regresaré a Minneapolis.
—¿Sólo eso?
—Sólo eso. Le doy mi palabra. Sé que no tengo ningún derecho sobre él. Mi único deseo es conocerlo —porque si lo conocía, el instinto le diría si Kyle era suyo.
La mirada de Nathan Barclay le recorrió su pelo rubio por los hombros, sus vaqueros, sus zapatillas deportivas y el jersey tricotado que llevaba bajo la chaqueta de ante. Era obvio que intentaba determinar si representaba una amenaza para él. Pero su intensa mirada la hizo sentirse cohibida y al mismo tiempo… invadida por una ola de calor.
—Señorita Hobart, su palabra no significa nada para mí. Ha dicho que es usted abogada. Si es así, sabrá que el documento que firmó es válido.
Sara se limitó a señalar el papel que le había entregado.
—He escrito el nombre del hotel donde me alojo. Estaré ahí hasta el viernes.
—¿Y después del viernes?
—Volveré a Minneapolis —respondió ella, sin que la expresión de Nathan Barclay delatara la menor emoción—. Por favor, intente ponerse en mi lugar, señor Barclay. Desde mi accidente mi vida se ha detenido. Necesito conocer a Kyle para seguir adelante.
Él volvió a doblar la hoja y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
—Creo que debería marcharse.
Sara vio que nada de lo que dijera podría hacerlo cambiar de opinión. Después de mirarlo fijamente a sus ojos grises, oscurecidos por la preocupación que ella había causado, asintió brevemente y se dirigió hacia la puerta. Albergaba la esperanza de que Nathan Barclay intentara ponerse en su situación y la llamase antes del viernes. Si no lo hacía, ella nunca conocería a Kyle y no sabría si era hijo suyo o no.
—¿Qué ha dicho Ben? —preguntó Galen Barclay cuando Nathan colgó el teléfono.
—Tengo que ir a ver a Kyle —dijo Nathan, que aún seguía afectado por el encuentro con Sara Hobart de aquella tarde. Le había parecido una buena idea llamar a su hermano Ben. Era el ayudante del fiscal del distrito en Albuquerque, pero su experiencia con las mujeres lo hacía ser excesivamente cínico.
—Kyle estará bien —le aseguró su padre—. Está jugando con su camión de bomberos.
Nathan se había dedicado por entero a su hijo desde que naciera prematuramente con veintiséis semanas. Más tarde, cuando enfermó de asma, no quiso perderlo de vista ni un instante. Gracias a la insistencia de su padre se había relajado un poco, pero aún seguía vigilándolo de cerca.
—¿Cuál ha sido el consejo de Ben? —volvió a preguntarle su padre.
—Me ha dicho que no me preocupe. Me ha asegurado que si Sara Hobart firmó un contrato para donar sus óvulos… aunque él no cree que la palabra «donar» sea la más adecuada, ya que recibió a cambio diez mil dólares… no tiene ningún derecho legal sobre Kyle. Ben piensa que sólo es una cazafortunas, y estoy de acuerdo con él —aquélla era la explicación más lógica, pero Nathan no se olvidaba del dolor que había visto en sus ojos cuando le habló de su histerectomía.
—Has dicho que es abogada.
—Sí. Llamé a una de las referencias que me dio. También he comprobado sus credenciales. Es abogada en la firma de Charles Frank. En internet he encontrado un informe sobre el accidente que sufrió este verano. Un hombre de cuarenta y tantos años que había tomado medicamentos se quedó dormido al volante y atropelló a Sara Hobart. Tuvo suerte de que no la matara. Todo lo que me ha contado parece ser cierto.
Su padre guardó un largo silencio para reflexionar.
—Si es abogada en la firma de Charles Frank, dudo que esté buscando limosna. Ya conoces a Ben. Piensa que todas las mujeres están dispuesta a lo que sea con tal de conseguir lo que quieren. Quizá esta mujer sea honrada. ¿Y si es realmente la madre biológica de Kyle?
El corazón de Nathan rechazó la idea al instante. Colleen era la madre de Kyle. Nathan tenía fotos de su difunta mujer por toda la casa. Quería que Kyle siempre la tuviera presente. Él sabía lo que era crecer sin una madre, después de que la suya propia los abandonase a él y a sus hermanos para buscar una vida mejor de la que tenía en Rapid Creek, sin mirar atrás. A diferencia de sus esfuerzos por conseguir que Kyle no olvidara a Colleen, su padre había borrado de sus vidas todo recuerdo de su mujer. Galen nunca volvió a hablar de ella después de su marcha. No hasta que Nathan empezó a hacer preguntas al acabar el instituto.
—Hijo, Colleen no está con nosotros —dijo. Siempre era muy directo cuando quería dejar algo claro—. No puede abrazar a Kyle cuando el pequeño necesite consuelo, ni puede tranquilizarlo en mitad de la noche cuando esté asustado.
Nathan se enfureció, igual que había descargado su ira contra el destino por haberle arrebatado a Colleen y a Mark, el hermano gemelo de Kyle.
—Yo lo abrazo y lo tranquilizo cuando tiene pesadillas —declaró con vehemencia.
—Pero ¿eres suficiente para él? ¿Lo soy yo o Val? Ninguno puede ocupar el lugar de una madre.
Nathan y Galen dependían de Val Lindstrom, el ama de llaves que Nathan había contratado para cuidar de Kyle cuando él estaba trabajando.
—Ben, Sam y yo sólo te tuvimos a ti para cuidar de nosotros, y crecimos sin ningún problema.
—¿Estás seguro? No creo que Ben pueda confiar nunca en una mujer. Y Sam… quizá no supo elegir mejor a su pareja porque yo no pude darle un mejor ejemplo.
Su padre nunca sacaba el tema de su madre, por lo que Nathan decidió aprovechar la ocasión.
—¿Por qué nunca volviste a casarte?
—Porque muy pocas mujeres estarían dispuestas a hacerse cargo de tres chicos. Yo, al menos, no encontré a ninguna dispuesta a intentarlo —agarró del mostrador el papel que Sara Hobart le había dado a Nathan—. ¿Qué daño podría hacer que esta mujer conociera a Kyle?
—¿Qué daño? —repitió Nathan. No podía creer que su padre no viese lo que era obvio—. Si conoce a Kyle, querrá pasar más tiempo con él. ¿Y si se queda a vivir en Rapid Creek?
—Tiene una brillante carrera en Minneapolis. No ha trabajado tantos años para abandonarlo todo.
—¿Y si a Kyle le gusta?
—¿Y si no le gusta o él a ella? —replicó su padre—. Puede que su asma le provoque rechazo.
Nathan consideró aquella posibilidad, pero la idea de invitar a Sara Hobart a su casa lo seguía inquietando.
—Creo que sería un gran riesgo permitir que lo conociera.
—¿Vas a correr un riesgo aún mayor por no contarle nunca la verdad a Kyle?
—No es lo bastante mayor para entenderlo.
Galen lo miró con la sabiduría que le conferían sus sesenta y cuatro años.
—¿Cuándo será lo bastante mayor? ¿Con doce años? ¿Con dieciséis? No puedes ignorar la verdad, por mucho que lo intentes. Te has convencido a ti mismo de que tú y Colleen erais las dos únicas personas implicadas.
Su padre tenía razón. Desde que le transfirieron los embriones a Colleen se habían olvidado de la donante. Al fin y al cabo, no era más que un medio para que Colleen se quedase embarazada.
Pero ahora la donante tenía un rostro… un rostro muy hermoso… y unos ojos verdes idénticos a los de Kyle.
—No estoy seguro de que deba formar parte de nuestras vidas.
—Si es la madre de Kyle, ya forma parte de tu vida.
Cuando Sara entró en casa de Nathan Barclay se sintió como una intrusa. Pero no importaba lo que sintiera. Lo único que importaba era conocer a Kyle.
Nathan estaba de pie en el salón, entre los sillones verdes de pana. Tenía la mandíbula apretada, como si lamentase haberla invitado.
Al encontrarse con su mirada sintió cómo la recorría un hormigueo, pero lo ignoró rápidamente.
—Le estoy muy agradecida por haberme llamado. Sinceramente, no creí que lo hiciera. ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?
—Igual que usted me investigó, la he investigado yo. Todo lo que me contó es cierto.
—¿No esperaba que lo fuera?
—Hay mucha gente extraña en este mundo, señorita Hobart.
—Sara, por favor —por alguna razón, pensaba que si se dirigía a ella por su nombre de pila, habría un atisbo de comunicación entre ambos.
—Antes de traer a Kyle, hay algo que debe saber —dijo él en tono severo, sin molestarse en usar su nombre—. Tiene asma.
—¿Es grave? —preguntó ella, repentinamente preocupada—. No sé mucho sobre el asma.
—Puede ser mortalmente peligroso —respondió él, y siguió hablando mientras ella lo asimilaba—. No estoy siendo dramático. Sólo tenía tres años cuando sufrió su primer ataque. Había pintado dos habitaciones en el hotel para tenerlo allí conmigo. Empezó a tener problemas respiratorios, y luego comenzó a estornudar. No sabía lo que le pasaba, pero lo bajé por la escalera mientras mi padre llamaba a una ambulancia.
El rostro de Nathan era inexpresivo, pero Sara pudo imaginarse el miedo y el pánico que debieron de invadirlo.
—¿Toma Kyle alguna medicación?
—Sí. Y usa inhaladores.
—¿Y hay alguna cosa en particular que pueda provocarle un ataque?
—Los olores fuertes, como los productos de limpieza o las velas aromáticas. El frío extremo. El polvo —se acercó unos pasos a Sara—. Y las preocupaciones emocionales. No quiero que nada lo altere. Le dije que una amiga iba a venir de visita, nada más.
Ella tuvo que levantar la vista para mirarlo a los ojos. Con su metro ochenta de estatura y su expresión amenazadora, su mensaje estaba claro. Si ella hacía algo que pudiera afectar a Kyle, la echaría a patadas.
Pero, sorprendentemente, no se sintió intimidada. Comprendía su actitud hostil. Ella haría lo mismo si tuviera que proteger a su hijo.
El mes de noviembre se hacía más frío a cada día. Sara volvía a vestir vaqueros, jersey y la chaqueta de ante. Se desabrochó la chaqueta, esperando que el padre de Kyle la permitiera quedarse más de cinco minutos.
Estaba sacando un brazo de la manga cuando Nathan se colocó junto a ella.
—Colgaré la chaqueta en el armario.
Aliviada, Sara le sonrió señalando la bolsa que había dejado en el sofá, junto al bolso.
—He traído galletas de chocolate. ¿Kyle tiene que seguir alguna dieta alimenticia?
—No. No sufre alergia a ningún alimento, gracias a Dios. Y le encanta el chocolate. Ha sido muy amable al traer las galletas.
Estaba siendo excesivamente cortés, y Sara deseó que pudiera comportarse con naturalidad y decirle lo que estaba pensando.
—No es ningún soborno —le aseguró—. El chocolate y los niños pequeños hacen buenas migas —al no recibir respuesta, volvió a intentarlo—. Le ha dicho a Kyle que era una amiga, pero dudo que se lo crea si percibe su hostilidad hacia mí.
—No soy hostil.
—¿Podemos fingir que somos amigos por el bien de Kyle?
Nathan soltó un largo suspiro.
—Mire, señorita…
—Sara —le recordó ella.
—Muy bien, Sara. No me gusta que esté usted aquí y quiero acabar con esto cuanto antes. No voy a fingir lo contrario.
—Kyle se verá influido por su actitud.
—Es posible. Por eso estaré en la cocina mientras está usted con él.
—¿Va a dejarme sola ante el peligro? —preguntó ella en tono jocoso, intentando aliviar la tensión. No tuvo éxito—. Muy bien, señor Barclay. ¿Cuánto tiempo piensa concederme?
—Vamos a ver lo que ocurre.
Sara supuso que querría comprobar si el chico y ella congeniaban antes de darle más tiempo. Pero, ya fueran quince minutos o una hora, sabía que no se lo diría. Ella siempre había sido muy meticulosa y organizada, pero aquel día iba a tener que seguir la corriente, le gustara o no.
Por desgracia, dejarse llevar por la corriente exigía una confianza que ella no poseía, y menos en los hombres. Sabía por experiencia que los hombres se esfumaban cuando las cosas no salían como ellos esperaban.
—¿Puedo ver a Kyle ahora?
Nathan llevó su chaqueta al armario que había junto a la puerta. La colgó y, después de echarle una larga mirada a Sara, llamó a su hijo.
—Kyle, ven aquí un momento, ¿quieres? Hay alguien que quiere conocerte.
El corazón de Sara latía tan rápido que no podía contar los latidos. Cuando el niño de cinco años apareció, las lágrimas afluyeron a sus ojos y tuvo que parpadear frenéticamente para contenerlas. No podía dejarse dominar por la emoción. El niño no lo entendería, y ella no quería asustarlo.
No necesitó ninguna prueba de ADN para saber que aquel chico era su hijo. Tenía la prueba en sus ojos verdes, tan parecidos a los suyos, y en aquella sonrisa torcida, tan parecida a la de su madre. El chico corrió hasta su padre y se quedó esperando que los presentaran mientras miraba de reojo a Sara, y ella se fijó en que tenía el pelo castaño oscuro de Nathan y la misma barbilla. Seguramente sería tan cabezota como su padre algún día.
—Sara —dijo Nathan, como si llevara años usando su nombre de pila—, éste es mi hijo, Kyle. Kyle, ésta es la amiga de la que te he hablado. Se llama Sara.
Sin saber muy bien cómo debía proceder, Sara se acercó lentamente al niño.
—Hola, Kyle.
Como abogada, Sara trababa todos los días con personas adultas. Sospechaba que a los críos, al igual que a los adultos, también les gustaba preservar su espacio, de modo que mantuvo un poco de distancia entre ellos.
Señaló los coches de bomberos que había visto junto a las estanterías y decidió lanzarse de cabeza. Después de todo, su tiempo allí podía ser extremadamente limitado.
—He visto tu camión cisterna y tu vehículo de salvamento. ¿Estabas rescatando a la gente de estos edificios tan altos? —había supuesto que las estanterías representaban rascacielos.
Kyle, que se había estado protegiendo tras la cadera de su padre, dio un paso hacia ella.
—Son bloques de apartamentos —dijo con entusiasmo—. ¿Cómo lo sabías?
Sara se agachó para ponerse a su altura y lo miró fijamente a los ojos.
—Cuando era niña, tenía una muñeca enfermera y usaba el mueble del televisor como hospital. Cada estante era una planta del edificio.
Kyle esbozó una amplia sonrisa y se separó por completo de la pierna de su padre.
—¿Quieres jugar conmigo? Podemos rescatar a todo el mundo y apagar el incendio.
Sara miró a Nathan antes de responder. Era él quien tomaba las decisiones, y ella no quería dar un paso en falso. Él se limitó a asentir brevemente.
Deseaba estrechar a Kyle entre sus brazos y abrazarlo con todas sus fuerzas, pero sabía que era demasiado pronto para eso. Además, a Nathan le entraría el pánico y apartaría a Kyle de su lado.
—Me encantaría jugar contigo —dijo con la voz más tranquila que pudo.
Kyle corrió hacia las estanterías y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.
—Tú puedes conducir el camión de la manguera. A mí me gusta conducir el camión de la escalera, pero te dejaré subir a ti también.
Sara no pudo evitar una carcajada.
—Estupendo, porque no creo que pueda llegar a lo alto del edificio sin usar la escalera.
Como cualquier niño de cinco años absorto en su propio mundo, Kyle no preguntó quién era ella, ni de dónde venía ni qué estaba haciendo allí. Lo único que le importaba era que aquella mujer iba a jugar con él.
Llevaban media hora rescatando a los habitantes del edificio cuando Nathan los llamó desde la cocina.
—Es la hora de la leche con galletas. Pero venid a la cocina. No quiero que las migas atasquen las mangueras.
Parecía que aquel hombre tenía sentido del humor, después de todo.
—Enseguida, papá —respondió Kyle.
De repente apareció Nathan a unos pasos de ellos.
—Yo diré cuándo —le hizo un guiño a Sara—. Podría pasarse horas jugando.
Sara levantó la mirada hacia Nathan y el estómago le dio un vuelco al encontrarse con su cuerpo musculoso y su rostro de facciones duras y atractivas. Se dijo a sí misma que sólo estaba emocionada por estar allí con Kyle, pero cuando estuvo sentada en la rústica cocina, con su quinqué sobre la mesa de pino redonda, y con Nathan apostado como un ángel guardián entre Kyle y ella, no estuvo tan segura de que no fuera algo más. Toda su atención se centraba en el niño de cinco años, pero cuando alargó el brazo para agarrar una servilleta del centro de la mesa y Nathan hizo lo mismo, sus dedos se rozaron y una ola de calor le subió por el brazo.
Él apartó la mano rápidamente, y lo mismo hizo ella, pero la sensación permaneció.
Un poco después, cuando se inclinó hacia delante para preguntarle a Kyle cuál era su sabor de helado favorito, su pierna rozó la de Nathan y esa vez no pudo retirarse lo bastante rápido. El calor se propagó por todo su cuerpo con tanta rapidez que pensó que la temperatura de la casa había aumentado diez grados, por lo menos.
Sabía que Nathan no tardaría en poner fin a su tiempo con Kyle, de modo que acabó su galleta y se limpió los dedos con la servilleta.
—¿Vas al jardín de infancia?
Kyle negó con la cabeza y con el labio superior lleno de migas.
—No. Papá dice que iré el año que viene. Voy a quedarme en casa.
Sara miró a Nathan en busca de una explicación.
—Pensé en contratar a un tutor. Es mejor que Kyle se quede en casa, debido a su asma.
—¿Sólo para el jardín de infancia?
Nathan se encogió de hombros.
—Ya lo veremos.
—Es muy importante que se relacione con otros niños —dijo ella sin poder contenerse.
—También lo es su salud.
Sara se mordió la lengua y tomó un sorbo de leche. Su opinión allí no contaba para nada, pero de alguna manera sabía que proteger en exceso a Kyle podría ser tan perjudicial como no protegerlo lo suficiente.
Nathan comprobó la hora en su reloj.
—Sara aún puede quedarse un rato más. ¿Por qué no le enseñas tu habitación?
—Me encantaría ver tu habitación —afirmó ella—. Podría leerte un cuento. ¿Te gustan los libros?
—Me gusta el Doctor Seuss y Clifford. Tengo mi propio Clifford. Ven, te lo enseñaré —rápido como una centella, se bajó de la silla y salió disparado hacia el pasillo que debía de conducir a las habitaciones.
Nathan se apartó de la mesa, recogió el plato vacío de las galletas y lo llevó al fregadero. La cocina estaba pintada y amueblada en tonos verdes claros y tostados. La ventana sobre el fregadero estaba desprovista de postigos y cortinas, ofreciendo una vista del jardín trasero. Antes de sentarse a la mesa, Sara había atravesado unas puertas correderas de cristal que daban a una terraza. La amplia extensión de césped, salpicado de arces, sicomoros y abetos, invitaba a jugar al béisbol o a dar un tranquilo paseo respirando la paz de la naturaleza. No había ni una nube en el cielo, de un radiante color azul que contrastaba hermosamente con los tonos verdes de la vegetación. Era un lugar precioso para criar a un niño, pensó Sara, pero Nathan no debía aislar a Kyle en su empeño por protegerlo.
—Gracias por sugerir que me enseñara su habitación.
—Pensé que te gustaría verla.
—¿Para que pueda llevarme una imagen a casa de dónde duerme?
—Algo así.
Sus miradas se encontraron y Sara sintió que la cocina daba vueltas a su alrededor. Era ridículo. Tenía las emociones a flor de piel por haber conocido a Kyle, nada más. Por querer recordar cada minuto de aquel encuentro y atesorarlo para siempre en su corazón.
—¡Vamos, Sara! —la llamó Kyle—. Quiero enseñarte mis puntas de flecha.
Apartó la vista de Nathan e intentó recuperar la compostura para apresurarse a ir con Kyle. El tiempo que le quedaba con su hijo era limitado.
Cuarenta y cinco minutos después, Nathan volvió a comprobar la hora con impaciencia. Había esperado que Kyle se aburriera con Sara, o Sara con él. Se había asomado dos veces a la habitación del niño. La primera vez los había visto jugando a Candy Land. Sara estaba sentada en la cama y Kyle estaba arrodillado en el suelo, los dos concentrados en las cartas de colores. La segunda vez lo sorprendió ver a Sara en el suelo. Kyle había sacado sus juguetes del baúl, y Sara se había enfundado la marioneta de un mono en la mano, haciendo reír al pequeño con una voz ridículamente aguda.
Congeniaban demasiado bien. Sara estaba estableciendo un vínculo afectivo con Kyle, y si Nathan no intervenía para poner fin a todo aquello, ella querría volver. Y él no podía permitirlo.
Cuando volvió a asomarse por la puerta, Sara estaba de nuevo sentada en la cama, leyéndole un cuento a Kyle. Al oír su voz melódica y perfectamente modulada según la intensidad de la historia, Nathan se quedó casi tan fascinado como su hijo.
Era absurdo. Tan absurdo como las sensaciones que lo invadían cada vez que Sara se encontraba a menos de un metro de él. Estaba nervioso e impaciente por que se marchara de su casa, nada más.
El cuento que le estaba leyendo a Kyle no era uno de los favoritos de su hijo. El conejo de terciopelo. Nathan siempre había pensado que era una historia demasiado compleja para su hijo, pero Kyle parecía embelesado por la historia de un conejo al que su dueño quería tanto que se hacía real. ¿Él lo había desdeñado por temor a que su hijo albergara ilusiones imposibles?
Acabado el cuento, Sara cerró el libro y vio a Nathan de pie en el umbral. Su rostro se cubrió con una expresión tan triste que Nathan no pudo evitar sentir cierta lástima por ella. Pero enseguida se fortaleció contra las emociones indeseadas. Contra esa compasión que podría echar a perder todo lo que había construido para él mismo y para Kyle.
Las fotos de Colleen estaban en la mesilla de Kyle. ¿Qué pensaría ella de todo eso?
—Es hora de que Sara se marche.
—¡No, papá! ¿Tiene que irse?
Por un momento pareció que Sara también iba a protestar, pero se incorporó en la cama.
—Sí, Kyle, tengo que irme. Pero ha sido un verdadero placer conocerte.
—¿Puedes volver algún día?
Nathan se frotó la frente. Aquello era exactamente lo que más había temido.
—Tiene que regresar mañana a Minneapolis, Kyle. Es allí donde vive.
Sara deslizó las piernas sobre el borde de la cama y por un momento permaneció inmóvil. Nathan se preguntó si estaría reprimiendo las lágrimas. Esperó que no fuera así, porque no sabría cómo tratarla si se ponía a llorar.
Ella se levantó y volvió a mirar a Kyle.
—Mi vida está en Minneapolis. He venido aquí por un sueño que tuve una vez. Gracias por hacerlo realidad.
Inesperadamente, Kyle rodeó la cama y le dio un abrazo.
—Quiero que vuelvas.
Ella lo abrazó por un largo rato, hasta que finalmente lo soltó.
—Ojalá pudiera. Pero a veces no podemos tener lo que queremos.
—Mientras acompaño a Sara a la puerta, ¿por qué no haces un dibujo de todo lo que has hecho para el abuelo?
—Quiero mandárselo a Sara.
—De acuerdo, puedes hacerlo —concedió Nathan—. Ya puedes empezar.
Kyle se despidió tristemente con la mano de Sara y fue a la mesa donde tenía los cuadernos, los rotuladores y los libros para colorear. Se sentó y miró por encima del hombro.
Nathan le puso a Sara una mano en la espalda y la sacó de la habitación. Le pareció notar que Sara estaba temblando. ¿Cómo podía afectarle Kyle de esa manera? Ni siquiera sabían si Kyle era su hijo. Hasta donde él sabía, a veces se producían confusiones en las clínicas de fertilidad.
Ella permaneció en silencio mientras él sacaba la chaqueta del armario. Al entregársela, Nathan vio que tenía los ojos húmedos. Sin embargo, su voz sonó tranquila y serena cuando habló.
—Gracias por permitirme conocerlo. Me gustaría… —sacudió la cabeza—. Ya sabes lo que me gustaría.
—Es posible que ni siquiera sea tu hijo.
—Es mi hijo. Tiene mis ojos.
Nathan no podía negarlo, porque él también había visto el parecido.
Ella fue hacia la puerta y puso la mano en el pomo.
—Te di mi palabra de que volvería a Minneapolis, y eso es lo que voy a hacer. Pero si cambias de opinión y crees que Kyle necesita a una madre, y si quieres comprobar si yo soy su madre o no, allí podrás encontrarme.
Salió por la puerta y casi echó a correr hacia el coche, mientras Nathan la observaba desde la ventana.
Le había dicho que mantendría su palabra. Pero mientras oía como arrancaba el coche y la veía alejarse, sintió un nudo en el pecho.
¿Y si no mantenía su palabra? ¿Qué haría él entonces?
NATHAN hizo entrar a Kyle en la tienda de ropa para niños, confiando en que el Día de Acción de Gracias devolviera a su hijo a la normalidad. Desde la visita de Sara Hobart había estado extrañamente callado.
—Los vaqueros están ahí —dijo, señalando una mesa al fondo de la tienda.
Con el invierno a la vuelta de la esquina, se había dado cuenta de que a su hijo se le había quedado pequeña la ropa de abrigo, y para la semana próxima se esperaban fuertes nevadas.
Kyle se dirigió hacia los vaqueros sin mostrar el menor entusiasmo. Nathan sabía que odiaba probarse ropa, igual que él. De tal palo, tal astilla. Pero también percibía algo más en la melancolía de su hijo que una simple aversión a comprar ropa. Durante la última semana, Kyle apenas había sonreído y sin embargo parecía mucho más pensativo. ¿Por qué? ¿Quizá porque Sara le había gustado mucho y quería volver a verla? ¿Quizá porque echaba de menos una presencia femenina en su vida? Él le había permitido enviarle por correo a Sara los dibujos que había hecho. Desde entonces Kyle miraba el correo diariamente, como si esperase una respuesta. Pero no llegó ninguna, y Nathan supuso que si ella guardaba silencio era porque creía que él lo prefería así.
El sábado por la tarde había organizado unos juegos con Brian Norris, un padre divorciado con un niño de seis años, que acudían a la misma iglesia que ellos. Kyle había parecido disfrutar de la compañía, pero después había vuelto a adoptar una actitud taciturna. Nathan le había preguntado si le ocurría algo, y también lo habían hecho su padre y Val. Pero Kyle se había limitado a encogerse de hombros.
Al detenerse frente a la mesa con los vaqueros, Nathan extendió tres pares de la talla de Kyle para que su hijo los examinara.
—El tío Ben dijo que va a traerte una sorpresa cuando venga a casa el próximo miércoles.
—¿Sabes lo que es? —preguntó Kyle, visiblemente interesado.
—No tengo ni idea.
—¿Va a quedarse muchos días?
—Dos o tres.
—Está bien —respondió el niño con una sonrisa.
A Nathan le alivió verlo feliz otra vez y le indicó los vaqueros de una talla superior a los que Kyle llevaba puestos.
—¿Por qué no te pruebas el pantalón que te guste más? Yo iré a ver los abrigos.
Los abrigos para niños estaban a pocos metros de los pantalones. Nathan vio como su hijo elegía unos vaqueros, les daba la vuelta y metía sus pequeños dedos en el bolsillo trasero. Por su parte, se puso a buscar algunos abrigos en los percheros. Tan concentrado estaba en la tarea, que no estuvo seguro de haber oído a Kyle llamándolo con una voz muy débil. No obstante, se giró hacia él.
Al ver a su hijo jadeando en busca de aire, dejó caer los abrigos que había elegido y corrió hacia él. Kyle tenía los ojos desorbitados y respiraba con dificultad.
—Aguanta —lo animó Nathan, intentando no dejarse dominar por el pánico mientras sacaba el inhalador de su bolsillo.
Hacía más de un año que Kyle no sufría un ataque serio. Pero aquel día habían estado jugando en el jardín demasiado tiempo, y la hierba del otoño había provocado la alergia.
Agitó el inhalador y lo llevó a los labios de su hijo. Kyle aspiró dos veces, antes de que una dependienta se acercara a Nathan a ofrecer su ayuda. Su colonia era muy fuerte y Nathan la ignoró, completamente concentrado en su hijo. Kyle sostuvo el inhalador por sí mismo y sacudió la cabeza, indicando que la medicación no estaba teniendo efecto.
—No puedo respirar —murmuró con un hilo de voz.
Nathan sabía que la medicación tardaría unos minutos en hacer efecto, pero aun así sostuvo a Kyle en sus brazos. El rostro de su hijo había perdido todo color y luchaba por llevar el aire a sus pulmones. No podía esperar.
—¿Quiere que llame a una ambulancia? —sugirió la dependienta.
Nathan no soportaba ver sufrir a Kyle. El pulso le latía desbocado, pero tenía que mantener la sangre fría y pensar con claridad. Una ambulancia tardaría al menos cinco minutos en llegar hasta allí.
—Llame a Urgencias y dígales que voy para allá, con un niño asmático que está sufriendo un ataque —salió corriendo de la tienda, más rápido de lo que nunca había corrido, ni siquiera cuando había participado en una carrera popular. Cada minuto podía ser crucial.
Un minuto podía salvar la vida de su hijo.
Las puertas automáticas se abrieron y Nathan entró como una exhalación en el Rapid Creek Community Hospital. Era un hospital pequeño, pero estaba bien equipado y contaba con un personal muy eficiente. La llamada de la dependienta debía de haberlos puesto sobre aviso, porque un médico se acercó rápidamente y lo llevó a una pequeña consulta. Mientras le administraba a Kyle una dosis de medicación, una enfermera corrió las cortinas a su alrededor. Kyle tenía los labios azulados y el rostro completamente pálido. Nathan rezó como nunca antes había rezado, y permaneció junto a su hijo mientras el médico, en cuya identificación se leía «Dr. Marshall», iniciaba la terapia.
—Estoy aquí —le decía Nathan una y otra vez, sosteniéndole la mano—. Te vas a poner bien.
La respiración de Kyle se fue estabilizando poco a poco.
El doctor Marshall parecía tener unos cuarenta y cinco años y llevaba una bata blanca sobre una camisa azul y unos pantalones caquis.
—He avisado al doctor Redding —dijo, refiriéndose al neumólogo del pueblo. Había examinado a Kyle al final del verano—. El tratamiento que le he aplicado durará unos diez minutos. Lo dejaremos descansar un rato y se lo volveremos a administrar. El doctor Redding lo examinará a fondo cuando llegue y comprobará su oxígeno en sangre. Lo más probable es que, después de un ataque como éste, quiera mantenerlo en observación toda la noche.
El rostro de Kyle se contrajo de pánico al oír las palabras del médico.
—Tu padre puede quedarse contigo, si quiere —le dijo el doctor Marshall, dándole una palmadita en el brazo—. Tenemos un sillón muy cómodo que puede colocar junto a tu cama.
Nathan apretó la mano de Kyle.
—Si tienes que quedarte, me quedaré contigo.
Kyle pareció relajarse otra vez.
—No puedo usar el móvil en el hospital, ¿verdad? —preguntó Nathan con el ceño fruncido.
—No, pero si quiere que llamemos a alguien por usted, la enfermera de recepción estará encantada de hacerlo.
—No quiero asustar a mi padre.
—A Jeanne se le dan muy bien las relaciones públicas. Pero tendrá que firmar una autorización para que pueda hacer la llamada.
—Papeleo —murmuró Nathan.
—Igual que siempre —corroboró el médico, volviendo a examinar a Kyle. Miró el monitor al que estaba conectado el niño y descorrió la cortina—. Voy a por el formulario de autorización.
Dos horas más tarde, Nathan estaba sentado junto a la cama de Kyle en la unidad de pediatría cuando su padre apareció en la puerta con dos vasos de café. Era la tercera dosis de cafeína para Nathan, pero aquella noche no podía quedarse dormido. Tenía que vigilar a Kyle, aunque no le hacía falta el café para mantenerse despierto. El tubo de oxígeno conectado a la nariz de su hijo y al respirador artificial junto a la cama le recordaba por qué estaban allí.
Nathan se aseguró de que Kyle seguía durmiendo y salió de la habitación. Aceptó uno de los vasos que le tendía su padre y retiró la tapa para tirarla a una papelera. Tomó un sorbo y hizo una mueca.
—En vez de traerme café, deberías irte a casa.
—Pensé que antes debíamos tener una charla.
—¿Sobre qué? ¿Sobre la causa de este ataque? He hablado con su médico. Podrían haber sido los tintes y los olores de las telas en la tienda. Podría haber sido el perfume de la dependienta. Podría haber sido…
—Antes de que Kyle se durmiera, le pregunté si se había tomado su medicación esta mañana.
—Le di su pastilla con el desayuno.
—Eso no significa que se la tragara. Y déjame decirte, hijo, que el chico miente tan mal como tú cuando tenías su edad. Me respondió asintiendo, pero sin mirarme a los ojos.
Nathan empezó a enfadarse, pero enseguida se recordó que Kyle sólo tenía cinco años. Era imposible que entendiera la gravedad de su estado.
—Tendré que hablar con él. Pero el susto de hoy debería de ser suficiente.
Galen tomó un par de sorbos de su café y enganchó el dedo pulgar en sus tirantes, mordiéndose el labio inferior.
—Hay otra cosa que podría haber desencadenado el ataque. El estrés. Kyle se estresa igual que los adultos, y ya sabes que puede ser un factor para los ataques de asma. Kyle ha estado demasiado callado desde la visita de Sara Hobart. Mira el correo todos los días, como si esperase recibir una carta de ella. Ese estrés emocional puede ser muy fuerte en un chico. Tal vez deberías decirle que le has prohibido a Sara Hobart que tenga el menor contacto con él. O tal vez… deberías cambiar tu postura sobre la posibilidad de que vuelva a visitarlo.
—¿Te has convertido en el defensor de Sara Hobart? —preguntó Nathan, sin salir de su asombro.
—No la defiendo a ella, sino a Kyle. Tienes que hacer algo, Nathan. ¿Quién sabe lo que se le estará pasando por la cabeza a Kyle? Quizá piense que Sara no quiere volver… que no quiere ser su amiga.
—Nunca debí permitirle que lo conociera.
—Aun así sabrías que estaba ahí. Y cuando Kyle empiece a hacer preguntas…
—¿Por qué iba a hacer preguntas? Su madre murió al dar a luz. Fin de la historia.
—Otras personas saben lo de la fecundación in vitro. No puedes mantener la verdad en secreto para siempre. Sería mejor que Kyle lo supiera pronto, antes de que pueda guardarte rencor por habérselo ocultado.
Nathan sintió un escalofrío en la espalda.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer con Sara Hobart? Si dejo que entre en la vida de Kyle, querrá algo más que otra visita.
—Ella sabe que no tiene ningún derecho legal sobre Kyle. Pero Nathan, si Kyle es realmente su hijo, creo que deberías pensar en sus derechos morales —bajó la voz—. Las probabilidades de que sea la madre biológica del chico son muy elevadas. ¿Y si Kyle muriese hoy?
—¡Papá! —exclamó Nathan, horrorizado.
—Sé que no quieres pensar en esto. Y sí, ella firmó un documento renunciando a cualquier derecho sobre Kyle. Al derecho de influir en su vida. Al derecho de visitarlo. Al derecho de abrazarlo… Todo eso está claro. Y para ella también debe de estar claro, porque de lo contrario no habría regresado a Minneapolis. Pero… —apuntó con un dedo arrugado a Kyle—. Míralo, Nathan. Mira la vida que tiene contigo, conmigo y con Val. No le permites ir a ninguna parte ni hacer nada. ¿No puedes, al menos, dejar que entre en su vida una persona que pueda amarlo?
A su pesar, Nathan recordaba la felicidad que había visto en el rostro de su hijo mientras jugaba con Sara. El vínculo tan fuerte que se había establecido entre ellos en tan poco tiempo. Por más que quisiera negarlo, por más que intentara convencerse de que Sara Hobart sólo era una novedad para su hijo, sabía que había algo más. Y ese «más» era lo que le formaba un nudo en la garganta…
—Desde que perdiste a Colleen, has convertido a Kyle en el centro de tu mundo —siguió su padre—. Dejaste tu vida en la ciudad para empezar de nuevo en este lugar y poder estar siempre con él. Pero tal vez no seas suficiente, Nathan. Un padre no puede ser una madre. Un padre no sabe las mismas cosas que una madre conoce por instinto. Créeme, hijo, sé lo que estoy diciendo. A veces me devanaba los sesos buscando algo que decirte a ti, o a Sam, o a Ben, y no lo encontraba.
—Obviamente tampoco lo encontró nuestra madre. No tenía nada que decirnos, o no quería decirlo. Su único deseo era marcharse de Rapid Creek. Sara Hobart tiene una prometedora carrera en Minneapolis. No va a dejarlo todo para ocuparse de un niño pequeño. ¡Y yo no quiero que se ocupe de él, porque esa responsabilidad es mía!
—La cuestión no es si Sara estaría dispuesta a ser una madre a jornada completa —protestó Galen—. La cuestión es que pueda pasar un poco de tiempo con Kyle.
Las palabras de Galen chocaron contra el corazón de Nathan, mientras en su cabeza resonaba la voz de Sara. «Sufrí un accidente de coche y tuvieron que hacerme una histerectomía».
El miedo volvió a atenazarle la garganta. Un cobarde tomaría la salida más fácil y más segura. Un cobarde se olvidaría de Sara Hobart. Esa mujer no tenía ningún derecho ni autoridad sobre su hijo. Y sin embargo…
Volvió a la habitación de Kyle y se quedó de pie junto a la cama, mirándolo. Su hijo tenía los ojos cerrados, pero Nathan sabía que eran del mismo color verde que los de Sara. ¿No debería averiguar, al menos, si ella era la madre de Kyle?
El sábado por la tarde llamaron a la puerta de su despacho y Sara levantó la mirada, esperando encontrarse con alguno de los socios que se habían quedado a trabajar el fin de semana, igual que ella. Desde su regreso de Rapid Creek había trabajado sin descanso, facturando más horas de las que había hecho antes de su accidente. No sabía qué más hacer para mantener la mente alejada de Kyle.
Bajó la mirada a la foto de Kyle que tenía en su escritorio. La había sacado con la cámara de su móvil y no era de muy buena calidad, pero era lo único que tenía.
—Pase —dijo, ya que la puerta no se había abierto como ella esperaba.
Cuando la puerta se abrió y vio al hombre que esperaba en el umbral, sintió que todo daba vueltas a su alrededor. No estaba mareada, pero sí completamente desorientada. ¿Estaría viendo visiones?
—¿Puedo pasar?
Era la misma voz profunda. El mismo pelo castaño cayendo sobre la frente. La misma mandíbula que Kyle había heredado. Nathan Barclay estaba en su oficina, y ella se había quedado sin habla.
—Me he pasado por tu casa. Al no encontrarte allí, se me ocurrió que quizá estuvieras trabajando.
Finalmente, Sara consiguió hilvanar unas cuantas palabras seguidas.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Él entró en el despacho. Con sus botas, vaqueros y camisa de franela roja y negra no parecía un hombre de ciudad.
—¿Quieres la versión corta o la larga? —entonces vio la fotografía de Kyle sobre la mesa—. ¿De dónde has sacado esto?
—De la cámara de mi móvil. Sólo saqué esta foto. Quería algo… —dejó la frase sin terminar. No tenía por qué dar explicaciones.
Él suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Quizá deberíamos hablar en otra parte. ¿Hasta qué hora estarás trabajando?
—Puedo acabar ahora mismo si se trata de Kyle —dijo ella, cerrando la carpeta.
—Se trata de Kyle.
—¿Hay algún problema? ¿Se encuentra bien?
—Sí, muy bien. Tenemos que ir a algún sitio donde podamos hablar en privado.
—Podemos ir a mi casa. ¿Has venido en coche desde Rapid Creek?
—No. He venido en avión. Pero he alquilado un coche en la ciudad. Lo he dejado en el aparcamiento.
En su visita a Rapid Creek, Sara se había dado cuenta de que Nathan era un hombre de pocas palabras. Al menos con ella. Se preguntó si sería así con todo el mundo, o sólo con la gente a la que no conocía bien.
—Yo también he aparcado mi coche ahí. Puedes seguirme hasta mi casa.
—Muy bien —respondió él, pero ella tuvo la sensación de que nada estaba bien. ¿Por qué había ido a verla?
Metió algunas carpetas en su portafolios, sintiendo como la miraba fijamente. Su escrutinio visual la puso nerviosa, y cuando agarró la chaqueta de una silla de madera, se le cayó al suelo.
Nathan la recogió y se la tendió. Sus miradas se encontraron y ella sintió el impacto de sus penetrantes ojos grises. De repente se alegró de que fuera a seguirla en su coche y de que no fueran a ocupar el mismo vehículo. Necesitaba tiempo para serenarse y asimilar su presencia… y todo lo que ello significara.
Por lo visto, Nathan no quería discutir por teléfono lo que tuviera que decirle. Ella no esperaba volver a verlo, ni tampoco a Kyle. Pero un diminuto destello de esperanza volvió a brotar en su interior.
Veinte minutos después, Sara hacía entrar a Nathan en su apartamento, intentando recordar en qué estado se encontraba la vivienda. Últimamente no pasaba mucho tiempo en casa. Le resultaba demasiado solitaria. Y además, estaba llena de las cosas que tanto le habían gustado a su madre. Al principio, tras la muerte de su madre, había encontrado un poco de consuelo al conservar y usar los objetos antiguos. Pero después de su accidente, y después de haber visto a Kyle, los muebles le habían causado aún más angustia.
Nathan se había detenido nada más cruzar la puerta y lo estaba observando todo, desde la mesa con patas de garra y lámpara doble Quoizel, hasta los tapetes de encaje de los brazos del sofá, tapizado en damasco rosa con estampados floridos, y las cortinas victorianas de las ventanas.
—¿Qué ocurre? —le preguntó ella al ver su expresión de asombro.
—Esperaba que vivieras en un apartamento moderno y funcional. Nunca imaginé que tu casa estuviera llena de encaje y muebles de época.
—Los muebles eran de mi madre. No eran tan antiguos cuando los compró hace años en mercadillos y tiendas de segunda mano. Pero con las telas y paños tenía un talento natural que yo no heredé.
—¿Te deshiciste de tus muebles? —preguntó él.
—No les tenía ningún aprecio, te lo aseguro. Salvo esa mecedora —señaló la butaca de madera con leones tallados en el respaldo—. La encontré cuando estudiaba Derecho. Mi madre me enseñó a buscar las mejores gangas en los mercadillos. Tenía diez capas de pintura, por lo menos. Pero una vez limpia se quedó preciosa, ¿no te parece?
—¿Lo hiciste tú?
—Claro. Con lejía, fibra metálica y pegamento —se dirigió hacia la cocina, pequeña pero alegre, con sus volantes amarillos de algodón sobre la ventana y el filodendro colgando en un rincón—. ¿Quieres tomar algo? ¿Té o café?
—Café.
Un largo mostrador separaba el salón de la cocina, con una columna en cada extremo elevándose hasta el techo. Sara se quitó la chaqueta y la colgó sobre una silla. A continuación llenó la cafetera de agua y café chocolateado, el único que tenía, y encendió el aparato.
Miró furtivamente a Nathan y vio que también se había quitado la chaqueta y que la había dejado sobre el respaldo del sofá. Estaba paseándose por el apartamento, leyendo los títulos de los libros que ocupaban las estanterías. Había una copia de la foto de Kyle en la mesita, y Sara se sintió desnuda y vulnerable teniendo allí a su padre.
Sacó una bandeja de cobre del armario y colocó las dos tazas de café, un cartón de leche desnatada y los sobres de azúcar que guardaba para las visitas. Lo llevó todo a la mesita del salón y se sentó en el sofá, confiando en que Nathan también se sentara. Su mera presencia bastaba para hacerla temblar de nerviosismo.
Pero cuando él se sentó finalmente a su lado, supo lo que eran realmente los nervios. Cuando había estado en Rapid Creek, había achacado su reacción a la emoción que suponía ver a Kyle por primera vez y todo eso. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que Nathan le provocaba una reacción igualmente poderosa.
—¿Vas a decirme qué haces aquí?
Casi temía que fuera a decirle que había conseguido una orden de alejamiento para que no se acercara a él ni a Kyle. Pero era la paranoia típica de una abogada.
—He venido a pedirte que pases el Día de Acción de Gracias con nosotros, en Rapid Creek.
—¿Quieres que pase Acción de Gracias contigo y con Kyle? —repitió. Tenía que asegurarse de que no lo había entendido mal.
—No es lo que quiero —corrigió él bruscamente—, pero creo que es necesario. Necesitamos hacer una prueba de ADN para averiguar si eres la madre de Kyle.
—¿Por qué crees que es necesario ahora y no hace diez días? No querías ni que me acercara a vosotros. ¿A qué se debe este cambio de actitud?
—Porque Kyle sufrió un grave ataque de asma. Podría haber muerto.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Sara, sintiendo cómo se ponía pálida.
Nathan masculló en voz baja por haberlo dicho de esa manera.
—Kyle nunca había tenido un ataque tan serio. Sufrió uno cuando tenía tres años, y otro el año pasado, pero nada más. Sólo estornudaba de vez en cuando —le contó a Sara cómo había llevado a Kyle a comprar ropa y la posibilidad de que los olores de los tejidos o del perfume hubieran desencadenado el ataque.
—No me dijiste nada sobre los perfumes cuando fui a tu casa.
—No usabas ninguno.
Era cierto. Los perfumes molestaban a algunos de sus clientes, y ella siempre tenía cuidado de los productos que usaba. Pero el hecho de que Nathan Barclay lo hubiera notado… Bueno, era lógico que lo hubiese notado si estaba protegiendo a Kyle de cualquier peligro.
—Entonces, ¿no sabes con seguridad cuál pudo ser la causa?
—Mi padre tiene otra teoría. Kyle se ha comportado de un modo muy distinto desde que viniste a casa. Está mucho más callado y apático que de costumbre. Mi padre cree que se estableció un vínculo inconsciente entre vosotros y que Kyle está muy afectado por haberlo perdido. Todos los días busca una carta tuya en el correo. El estrés emocional puede provocar un ataque de asma.
—¡No querías que tuviera contacto con él! Me dijiste que no escribiera… que me alejara de Kyle para siempre.
—Lo sé. Pero quizá subestimé la necesidad que tiene de contar con una mujer de tu edad en su vida.
—¿No crees que ese vínculo pudo establecerse porque yo soy su madre y él es mi hijo?
—Eso no lo sabemos. No creo que fuera ninguna conexión mística entre madre e hijo. Estuviste jugando a los bomberos con Kyle. Le leíste cuentos… Es normal que le gustaras.
—Señor Barclay…
—Nathan —la cortó él—. Si vamos a relacionarnos, si vas a estar en mi casa, será mejor que nos llamemos por nuestros nombres.
—¿Quieres que me quede en tu casa en vez de alojarme en el hotel? —preguntó ella, absolutamente perpleja.
—Se trata de que pases tiempo con Kyle, ¿no?
—¿Y si no soy su madre?
—Entonces Kyle tendrá una nueva amiga. Puedes escribirle y él a ti, y todos estaremos tranquilos.
¿Tan simple era todo para él?
—¿Cuándo regresas a Rapid Creek?
—Mañana por la mañana. No quiero ausentarme mucho tiempo. El médico le ha cambiado la medicación a Kyle, y parece que está teniendo efecto. Pero no quiero correr riesgos.
Sara pensó rápidamente, sopesando los pro y los contra, la responsabilidad de su trabajo contra la responsabilidad de un niño que tal vez fuera su hijo.
—No puedo irme contigo mañana, pero creo que podré arreglarlo todo para el martes. ¿Te parece bien?
—Perfecto. Mi hermano Ben irá el miércoles por la noche. Así podremos mantener el entusiasmo de Kyle en pequeñas dosis.
Sara volvió a preguntarse si Nathan no estaría protegiendo demasiado a Kyle… y si podría ser aquélla la razón del problema. Pero no podía formular la teoría hasta que hubiera aprendido más sobre Kyle y Nathan, sobre la relación que había entre ellos y también sobre el asma. Aunque, por otro lado, Nathan no querría oír lo que ella pensara al respecto. Tal vez fuera la madre biológica de Kyle, pero no tenía ningún derecho sobre él debido al contrato que había firmado. Por tanto tenía que procurar llevarse lo mejor posible con Nathan. Y aún más importante, tenía que demostrar que podía ejercer una influencia positiva en la vida de Kyle.
—¿Has buscado hotel?
—Aún no. ¿Por qué?
—Porque tengo una habitación libre. Puedes pasar aquí la noche, si quieres. Me parece justo, si yo voy a alojarme en tu casa.
—¿Estás segura de que quieres recibir a un invitado sin previo aviso?
Sara sonrió, intentando aliviar el ambiente.
—Fue una Girl Scout. Siempre estoy preparada. Tengo toallas y jabón de sobra, y sábanas limpias en la cama de invitados. Puedes quedarte sin ningún problema.
Pero al fijarse en la intensidad de sus ojos grises, en la barba incipiente que oscurecía su mandíbula, en las arrugas alrededor de su boca y en sus sensuales labios, se dio cuenta de que invitarlo a pasar la noche podía acarrearle serios problemas.
El corazón se le aceleró mientras esperaba su respuesta, y no supo qué deseaba más, si que aceptara su invitación para quedarse en su casa o que se buscara un hotel…