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La reputación de Sam Lockhart como rompecorazones era legendaria. Cuando su última conquista resultó ser la mejor amiga de Fran Fisher, esta accedió a urdir un plan para ayudarla a vengarse. El primer paso, conseguir el puesto de Relaciones Públicas en el baile de San Valentín que Sam organizaría en su casa, fue fácil. Entre ellos hubo un respeto inmediato y... una atracción irresistible. Pero, a medida que los preparativos del baile progresaban, Fran se daba cuenta de que algo no cuadraba; aquel hombre no era ningún seductor. Cuando llegó el día de San Valentín, Fran no quería saber nada sobre el plan de su amiga; solo quería arrojarse a los brazos de Sam.
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Seitenzahl: 165
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Sharon Kendrick
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Inocencia robada, n.º 1125- diciembre 2020
Título original: Valentine Vendetta
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-871-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
FRAN, estoy desesperada! ¡Parece que está teniendo la crisis de los cuarenta!
—Pero si solo tiene veinticinco años —observó Fran.
—¡Pues eso digo yo! —sollozaba la madre de Rosie. El recuerdo de aquella llamada telefónica seguía quemando en su oído. Una llamada dramática, de una mujer poco dada a los dramatismos—. Por favor, ve a verla, Fran. Le ha ocurrido algo y no quiere contármelo.
—¿No tienes idea de qué puede pasarle?
—Creo que es algún hombre…
—Ah, lo de siempre —había sonreído Fran.
—Dice que la vida no vale nada.
—¿Ha dichoeso?
Aquello era lo que había decidido a Fran a reservar un billete de avión para Londres. No creía que Rosie pudiera hacer ninguna estupidez, pero su amiga era tan alegre, tan optimista, que el comentario la preocupaba. Su madre no la habría llamado si no creyera que era algo serio.
Y, en aquel momento, Fran podía ver que era bastante más que serio.
Había encontrado a Rosie acurrucada en el sofá en un apartamento helado y lleno de polvo. Y la conversación había consistido en un: «¡Oh, Fran, oh, Fran!» seguido de lágrimas y sollozos.
—Cálmate, Rosie. No pasa nada —dijo ella, apretando la mano de su amiga—. ¿Por qué no te calmas y me lo cuentas todo desde el principio?
—¡No puedo! —gimió Rosie.
—¿Se trata de un hombre? —preguntó, pensando que sería mejor no mencionar la atribulada llamada de su madre por el momento. Rosie asintió—. Pues háblame de él.
—Es… es… ¡oh!
—¿Es qué? —la apremió Fran.
—¡Es un bastardo… pero sigo enamorada de él!
Fran asintió. Lo que había imaginado. Había escuchado aquella misma historia cientos de veces. Sabía que algunas mujeres tenían tan poca autoestima que permitían que un hombre las pisoteara, pero nunca hubiera pensado que Rosie entraría en esa categoría.
—Ya entiendo.
—¡No lo entiendes, Fran! —gimió su amiga—. ¿Cómo vas a entenderlo? Tú crees que lo sabes todo, pero…
—Nunca te había visto así, Rosie —la interrumpió Fran—. Pero antes de que sigas insultándome, deja que te diga que acabo de llegar de Dublín en respuesta a una urgente llamada de tu madre.
—¿Mi madre te ha llamado?
—Estaba preocupada por ti y quería que viniera a ver cómo estabas.
Rosie la miró, desafiante.
—Pues ya me ves.
—Lo único que veo es que este apartamento parece una pocilga y que tú estás hecha un ovillo en el sofá, deshecha en lágrimas por un hombre cuyo nombre ni siquiera te atreves a decirme.
—Sam —musitó Rosie—. Se llama Sam.
—¡Sam! —repitió ella, con un amago de sonrisa—. ¿Y ese Sam tiene apellido?
—Lockhart. Sam Lockhart.
—Sam Lockhart, qué bien. Que nombre tan bonito.
—¿No sabes quién es?
—No. ¿Debería saberlo?
—Sam Lockhart es rico y guapísimo. Y esos atributos suelen hacerte conocido… especialmente entre las mujeres.
—Cuéntame más.
Rosie se encogió de hombros.
—Es agente literario. El mejor. Si Sam te acepta en su agencia es prácticamente seguro que podrás retirarte de por vida a una isla a escribir. ¡Tiene un instinto infalible para los best-sellers!
Fran levantó las cejas.
—Y supongo que está casado, ¿no?
—¿Casado? ¿Por quién me tomas? —exclamó Rosie.
Fran emitió un suspiro de alivio.
—Bueno, entonces no es tan grave. Los hombres casados que van de flor en flor son los peores. ¡Que me lo digan a mí! —sonrió, mirando a su desventurada amiga—. ¿Ha estado casado alguna vez?
Rosie negó con la cabeza.
—Está soltero —murmuró, sollozando de nuevo.
Fran volvió a apretar su mano.
—¿Quieres contármelo todo?
—Supongo que sí —murmuró su amiga.
—¿Has comido algo?
—He tomado café, pero no tengo nada en la nevera.
Fran tuvo que resistir el deseo de decir que, a juzgar por el aspecto del apartamento, cualquier cosa que hubiera encontrado en la nevera habría ido directamente a la basura.
—Entonces, te invito a cenar.
Rosie se animó durante un segundo, hasta que se vio a sí misma en el espejo.
—¡No puedo salir con esta pinta!
—Tienes razón… no puedes —asintió Fran—. Así que ve a ducharte, ponte colorete y, por Dios bendito, hazte algo en el pelo.
Una hora más tarde estaban sentadas en un restaurante a la orilla del Támesis, en una de las zonas menos elegantes de la ciudad. Era un sitio muy moderno, lleno de gente, y las faldas de las camareras eran tan cortas que apenas tapaban su ropa interior. Seguramente por eso estaba tan lleno, pensó Fran, sin poder evitar una sonrisa.
Pidió dos cócteles y después se quedó mirando a Rosie, a quien conocía desde que tenían tres años e iban juntas a la guardería, donde su amiga ya había mostrado su habilidad para meterse en líos al perder su osito de peluche el primer día. Y Fran había demostrado su habilidad al encontrarlo.
Ese había sido el principio de su amistad y había marcado el patrón de comportamiento para ambas. Rosie se metía en un lío y Fran la sacaba de él. Desde que Fran se había ido a vivir a Dublín cinco años antes, sus caminos raramente se cruzaban, pero después de unos minutos en su compañía, las dos se comportaban como si nunca se hubieran separado.
Bueno, no del todo.
Rosie parecía distraída, nerviosa, aunque en sus circunstancias era comprensible. Sus rasgos parecían más duros, pero Fran se decía a sí misma que la gente cambiaba; ella misma había cambiado. Había tenido que hacerlo. Eso era parte del rico tapiz de la vida. O eso decían…
—Y ahora, cuéntame —dijo, con firmeza—. ¿Quién es ese Sam Lockhart y por qué te has enamorado locamente de él?
—Todo el mundo se enamora de él —dijo su amiga, encogiéndose de hombros—. Es inevitable.
—Pues qué pena que no puedas presentármelo —observó Fran, irónica—. Suena como un reto.
—Tú tampoco te resistirías.
Fran soltó un mechón de pelo que se le había enganchado tontamente en el collar de perlas y miró a su amiga con expresión burlona.
—Si siguiera teniendo el consultorio sentimental en la radio, seguramente no —dijo—. Pero he aprendido que la mejor forma de olvidarte de un hombre es pensar en él como un mero mortal, no como un dios. Hay que romper los mitos.
Rosie arrugó la nariz.
—¿Qué?
—Deja de pensar en él como alguien maravilloso y extraordinario…
—¡Pero es que lo es!
Fran sacudió la cabeza.
—Pues intenta pensar en sus defectos.
—¿Como cuáles?
—No lo sé, no lo conozco. Pero en lugar de describirlo como alguien inalcanzable, dite a ti misma que es arrogante, distante, que nadie en su sano juicio querría vivir con él.
—Ya.
Fran tomó un sorbo del cóctel de color indefinible que acababa de llevar la camarera y estuvo a punto de salir despedida de la silla. Pero quizá aquello era lo que Rosie necesitaba.
—Bebe —ordenó, poniendo el vaso frente a ella—. Y cuéntame más cosas. ¿Dónde lo conociste?
Rosie tomó un largo trago del imposible cóctel.
—¿Recuerdas cuando trabajé como secretaria para Gordon Browne, la firma de agentes literarios? Pues Sam era el más importante de todos y… bueno, tuvimos una relación.
—¿Cuánto duró?
—Pues… no tanto como me habría gustado.
—¿Y cuándo terminó?
—Hace siglos —contestó su amiga, tomando otro trago—. Meses y meses. Dos años, en realidad —admitió por fin.
—¿Dos años? —Fran parpadeó, incrédula—. ¿Y todavía sigues enamorada de él?
—¿Cuánto tiempo tardaste tú en recuperarte de tu divorcio?
—Estamos aquí para hablar de ti, no de mí —replicó Fran—. ¿Y has estado así desde que se cortó la relación?
—Mi vida no ha vuelto a ser la misma desde entonces. Sam Lockhart me ha dado mala suerte. No he podido conseguir un trabajo fijo ni una relación fija. Y ahora me he enterado… —Rosie no terminó la frase.
Fran rezaba a todos los santos para que ese Sam no hubiera anunciado públicamente su compromiso con otra. Eso sería horrible. Aunque quizá una demostración brutal de su amor por otra mujer sería la cura que Rosie necesitaba.
—¿Te has enterado de qué?
—De que va a organizar un baile benéfico. ¡Un baile! No le pega nada.
—¿Y?
—Es el baile del día de San Valentín. Y quiero que me invite —dijo Rosie.
—Puede que lo haga. ¿No crees?
—No lo hará. Pero si… si tú… lo organizaras, me invitarías —dijo Rosie por fin, mirando a su amiga con ojos esperanzados.
Fran negó con la cabeza, entendiendo entonces.
—No.
—¡Fran, es tu trabajo! Eso es lo que haces para vivir. Organizas fiestas, estrenos…
—Es verdad. Pero tengo que pensar en mi reputación. Yo no voy por ahí usando mi trabajo para que mis amigas lo pasen bien… por mucho que las quiera —dijo Fran—. ¿Qué pretendes? ¿Vengarte de él? ¿Ponerte un vestido precioso y dejarlo con la miel en los labios?
—Algo así.
Fran sonrió, como sonreía siempre con los líos de Rosie.
—No funcionaría. Si ese Sam ya no está enamorado de ti, no volverá a estarlo solo porque aparezcas con un vestido precioso —dijo, tomando la mano de su amiga—. Me temo que así es la vida, Rosie.
Rosie se mordió los labios.
—Pero es que nunca estuvo enamorado de mí.
—Lo siento, cariño —murmuró Fran, sintiendo compasión por su ingenua amiga—. ¿Qué puedo decir?
Rosie terminó su cóctel de un trago y después miró a Fran, con un brillo de determinación en los ojos.
—Yo solo fui otra vírgen seducida por él. Otra con la que hizo lo que le dio la gana hasta que se cansó.
Un primitivo sentimiento de rabia se despertó entonces en el corazón de Fran. Recordaba sus sueños de niña sobre los hombres, sobre el amor y el matrimonio… no debería sentirse impresionada por lo que Rosie acababa de contarle. Y, sin embargo, lo estaba.
—¿Perdiste tu virginidad con ese hombre? —preguntó—. ¿Y él lo sabía?
—Claro que sí —contestó Rosie—. Yo la guardaba, Fran. La guardaba para el hombre de mi vida…
—Y a pesar de que no te quería, ¿te arrebató algo tan precioso?
—Eso es —gimió Rosie—. ¡Y no fui la única!
—¿Quieres decir que ha habido otras?
—¡Cientos!
—¿Cientos?
—Buenos, docenas. Mujeres que lo adoran. Mujeres que a él no le importan nada. Mujeres a las que le resulta fácil engañar para meterlas en su cama.
—¡Lo dirás de broma!
—Ojalá fuera así.
Fran se quedó mirando la moderna mesa de metal, imaginando al rico Sam Lockhart atrayendo a decentes y virginales chicas como Rosie a su cama. Un hombre poderoso abusando de unas jovencitas…
Cuando levantó la cara para mirar a su amiga estaba terriblemente seria. Recordaba los líos en los que solía meterse Rosie en el colegio, líos de los que ella la sacaba con facilidad. Pero aquello era diferente. ¿Debería ayudarla?, se preguntaba.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó por fin.
Rosie ni siquiera lo pensó un segundo.
—Quiero hacerle pagar por lo que me hizo.
FRAN estaba a punto de marcar un número de teléfono y tuvo que sonreír ante la ironía de la situación. Estaba temblando. Temblando. Ella, que no tenía miedo de nada, estaba temblando como una colegiala ante la idea de llamar a Sam Lockhart.
Pero marcó el número de su móvil, decidida.
—¿Dígame? —la voz rica, aterciopelada que contestó al teléfono era tan inesperada como irresistible y Fran tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse.
—¿Sam Lockhart?
—Soy yo.
Fran tomó aire.
—Señor Lockhart, usted no me conoce…
—No a menos que me diga su nombre —asintió él.
Error número uno. Llamar a alguien para conseguir un trabajo y portarse como una novata.
—Soy Fran Fisher.
Fran prácticamente podía oír cómo él repasaba mentalmente su interminable lista de nombres de mujer, sin recordar el suyo. Pero, o era demasiado amable o demasiado precavido como para decírselo. ¡Quizá pensaba que era otra de su larga lista de vírgenes, ofreciéndose para el sacrificio!
—¿Es escritora? —preguntó, con el tono de alguien acostumbrado a recibir demasiadas llamadas de autores primerizos.
—No.
—Menos mal —suspiró el hombre—. ¿Y qué desea, señorita Fisher?
—En realidad, es más bien qué desea usted, señor Lockhart.
—Oh.
En la resignación de aquel monosílabo, Fran entendió que el hombre creía enfrentarse a un crudo intento de coqueteo. Lo que, según Rosie, era algo que Sam Lockhart solía hacer a diario.
Y también significaba que tenía que darse prisa. Eso irritaría a alguien como él, en lugar de interesarlo.
—Señor Lockhart, me han dicho que quiere usted organizar un baile benéfico el día de San Valentín —dijo Fran, con su tono más profesional.
—¿Es usted periodista?
—No.
—Entonces, ¿qué es?
—Ya le he dicho…
—No hace falta que vuelva a decirme su nombre. No nos conocemos, ¿verdad?
—No. No nos conocemos.
—¿Quién le ha dado el número de mi móvil?
—Me lo dieron en su oficina.
—¡Estupendo! ¡Le dan mi número de móvil a una completa extraña! —gruñó él. Al otro lado de la línea hubo un silencio—. No nos conocemos y no es escritora. ¿Qué es lo que quiere, señorita Fisher?
Si no fuera por Rosie, Fran habría colgado inmediatamente a aquel engreído.
—Lo que quiero, señor Lockhart, es decirle que me dedico a organizar eventos…
—¿Que nunca salen bien? —la interrumpió él, irónico.
—Salen muy bien —protestó ella, irritada—. Mis eventos siempre son un éxito, señor Lockhart.
—Tanto que tiene que dedicarse a llamar a extraños, ya veo. Creí que su línea de trabajo se basaba en la recomendación de unos clientes a otros.
—Normalmente, así es —dijo ella, intentando controlar su temperamento. Quería odiarlo, por Rosie. Y, por su forma de hablar, no debería resultarle muy difícil. Pero el problema era que no podía odiarlo demasiado porque él lo notaría y no le daría el trabajo—. Pero es que he trabajado en Irlanda durante los últimos cinco años y estoy, digamos abriendo mercado en Londres. Soy muy conocida en Dublín, puede preguntar a cualquiera. He organizado cenas benéficas, estrenos cinematográficos, fiestas privadas…
—¿De verdad? —la incredulidad del hombre era más que obvia.
—Supongo que si mencionara el nombre de algunos de mis clientes, serían inmediatamente reconocibles… incluso para usted, señor Lockhart —dijo Fran, mordiéndose la lengua para no decirle lo que pensaba de él.
—¿Por ejemplo?
—He trabajado para el Festival de Cine de Irlanda. El escritor Cormack Casey me recomendó…
—¿Cormack? —la interrumpió él, sorprendido—. ¿Lo conoce?
—Organicé el bautizo de su hijo.
—¿Ah, sí? —murmuró él. Sam había sido invitado al bautizo, pero una gira por Estados Unidos con uno de sus autores más reputados lo había impedido acudir—. Y si llamo a Cormack, él me dará buenas referencias suyas, ¿no es así?
—Eso espero. Él y Triss, su mujer…
—Sé quien es Triss. Conozco a los Casey desde hace años.
—Me dijeron que darían referencias mías —terminó Fran la frase.
Seguramente el escritor irlandés y su mujer habían sentido simpatía por ella. En aquel momento estaba a punto de divorciarse de Sholto, su marido, y el bautizo había sido el único momento alegre en mucho tiempo. Fran había puesto su alma en organizar la fiesta y, desde entonces, le habían llovido los trabajos.
—Ya veo —murmuró él.
Fran se aclaró la garganta, presintiendo que aquel era el momento de atacar.
—La cuestión es, señor Lockhart, que si me contrata para organizar el baile, le garantizo que recaudaremos más dinero del que pueda imaginarse.
—¿Quién se lo ha dicho, señorita Fisher?
—¿Lo del baile?
—¡No, lo del hombre en la luna! —replicó él, sarcástico—. ¡Claro que me refiero al baile!
Aquella podría haber sido una pregunta difícil, si Fran no la hubiera anticipado. Pero Rosie le había dicho que él era, además de engreído, realista, y sabría que la mitad de Londres estaba deseando recibir una invitación.
—Nadie en particular —contestó, vagamente—. Ya sabe cómo habla la gente. Cuando se trata de un evento social de importancia, a todo el mundo le gusta hablar de ello antes de que se anuncie de forma oficial. Y, créame, señor Lockhart, por lo que he oído, este va a ser el evento más deseado de la temporada.
—Eso espero —dijo él, pensativo—. Pero la verdad es que ya tenía a alguien en mente para organizarlo. Varias personas se han ofrecido…
—¿Aficionados? —lo interrumpió ella—. ¿O profesionales?
—Bueno, todos ellos han organizado eventos similares en alguna ocasión…
—Solo se está seguro cuando se contrata a un profesional, señor Lockhart.
—¿De verdad? —él no sonaba muy convencido.
—¿No querría conocerme al menos, señor Lockhart? —preguntó, con su tono más dulce. Su cara no mostraba dulzura alguna, desde luego, pero él no podía verla.
—Estoy muy ocupado…
—Por supuesto —dijo ella, usando el tranquilizador tono de una niñera—. Los hombres de éxito siempre lo están. Pero, ¿podría perdonarse a sí mismo si el baile no fuera un éxito, solo porque no ha encontrado un momento para conocerme?
Sam Lockhart lanzó una carcajada al escuchar aquello, una carcajada ronca y muy masculina. Un sonido tan perturbador que Fran se encontró a sí misma sujetando el auricular como si fuera a salir volando.
—La determinación es una cualidad que admiro tanto como la seguridad —dijo él entonces—. Siempre que vaya acompañada de talento…
—Lo está, señor Lockhart, lo está.
—Muy bien, señorita Fisher. Le daré exactamente diez minutos para convencerme de que es usted la persona perfecta para organizar un baile benéfico.
—No se arrepentirá, señor Lockhart —dijo ella, con una sonrisa de oreja a oreja—. Dígame dónde y cuándo.
—¿Le parece bien esta tarde?
—¿Hoy?
—Por supuesto. Esta tarde significa hoy —gruñó él—. Esta noche tengo que viajar a París, así que podríamos vernos en mi casa, brevemente, antes de que me marche.
Él lo hacía parecer casi como una cita con el dentista y, en realidad, el nivel de adrenalina de Fran en aquel momento era el mismo que tendría si tuviera que ir a sacarse una muela.
—¿En Londres? —preguntó, como si no supiera nada. Pero Rosie la había informado que Sam Lockhart tenía un apartamento en Londres y una casa en el campo.
—No, en Cambridge.
—Cambridge —repitió ella, desanimada, pensando en viajar aquella lluviosa tarde de noviembre. Para hacerle un favor a una amiga, además.
—¿Es un problema para usted, señorita Fisher? Cambridge no está al otro lado del mundo.
Regla número uno: una Relaciones Públicas tiene que estar preparada para cualquier eventualidad.