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Descubre las claves para que la pasión en la pareja no desaparezca con el paso del tiempo En Inteligencia erótica, la prestigiosa terapeuta y experta en relaciones Esther Perel explora las causas de las crisis sexuales de las parejas y la naturaleza del deseo, y nos anima a plantearnos algunas preguntas: - ¿Qué sientes cuando amas a alguien? - ¿Cómo cambian tus sentimientos cuando deseas a alguien? - Cuando una pareja tiene hijos, ¿por qué es tan habitual que sufra una crisis erótica? - ¿Por qué todo lo prohibido es tan emocionante? - ¿Es posible desear lo que ya tenemos? Con una extensa experiencia como terapeuta de parejas, Perel examina la complejidad de mantener el deseo y demuestra que es posible tener un sexo más emocionante, lúdico e incluso poético en las relaciones a largo plazo. Sabio, ingenioso y tan revelador como directo, Inteligencia erótica es un libro sensacional que transformará el modo en que vives y amas. El best seller sobre sexualidad traducido a más de treinta idiomas
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Seitenzahl: 420
V.1: noviembre, 2024
Título original: Mating in Captivity
© Esther Perel, 2006
© de la traducción, Claudia Casanova, 2024
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2024
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción parcial o total de la obra en cualquier forma.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: freepik - ksuu86
Corrección: Silvia Guillén, Luis Stampa, Susana Herman
C/ Roger de Flor nº 49, escalera B, entresuelo, oficina 10,
08013, Barcelona
www.kitsunebooks.org
ISBN: 978-84-10164-35-2
THEMA: VFVC
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Introducción
1. De la aventura al cautiverio. Por qué la búsqueda de seguridad mina la vitalidad erótica
2. Más intimidad, menos sexo. El amor busca cercanía, pero el deseo necesita distancia
3. Los escollos de la intimidad moderna. Hablar no es la única vía hacia la cercanía
4. La democracia frente al sexo apasionado. El deseo y el igualitarismo no siguen las mismas reglas
5. ¡Se puede! La ética protestante del trabajo se enfrenta a la degradación del deseo
6. El sexo es impuro, resérvalo para quien ames. Cuando el puritanismo y el hedonismo chocan
7. Modelos eróticos. Dime cómo te amaron y te diré cómo haces el amor
8. La paternidad. Cuando tres son una amenaza para dos
9. Piel y fantasía. En el santuario de la mente erótica encontramos una ruta directa al placer
10. La sombra de un tercero. Reformular la fidelidad
11. Volver a poner la «x» en el sexo. Llevar lo erótico a casa
Agradecimientos
Notas
Bibliografía
Sobre la autora
En Inteligencia erótica, la prestigiosa terapeuta y experta en relaciones Esther Perel explora las causas de las crisis sexuales de las parejas y la naturaleza del deseo, y nos anima a plantearnos algunas preguntas:
¿Qué sientes cuando amas a alguien?
¿Cómo cambian tus sentimientos cuando deseas a alguien?
Cuando una pareja tiene hijos, ¿por qué es tan habitual que sufra una crisis erótica?
¿Por qué todo lo prohibido es tan emocionante?
¿Es posible desear lo que ya tenemos?
Con una extensa experiencia como terapeuta de parejas, Perel examina la complejidad de mantener el deseo y demuestra que es posible tener un sexo más emocionante, lúdico e incluso poético en las relaciones a largo plazo. Sabio, ingenioso y tan revelador como directo, Inteligencia erótica es un libro sensacional que transformará el modo en que vives y amas.
A mis padres, Sala Ferlegier y Icek Perel.
Su vitalidad sigue viva en mí.
La historia del sexo en las parejas modernas y estables nos muestra un deseo menguante e incluye una larga lista de coartadas sexuales que pretenden explicar la ineludible muerte del eros. Últimamente, todo el mundo, desde los telediarios hasta el New York Times, se ha pronunciado sobre el tema. Nos advierten de que la mayoría de las parejas mantienen relaciones sexuales con poca frecuencia, incluso cuando se profesan amor. Las parejas de hoy en día están demasiado ocupadas, estresadas, involucradas en la educación de sus hijos y cansadas como para pensar siquiera en el sexo. Y si todo esto no es suficiente para embotar sus sentidos, los antidepresivos indicados para aliviar el estrés se convierten en el remate final. Se trata de una evolución irónica para los baby boomers, que décadas atrás inauguraron una nueva era de liberación sexual. Ahora que estos hombres y mujeres, y las generaciones que los han seguido, pueden disfrutar de todo el sexo que quieran, parecen haber perdido el deseo de buscarlo.
Aunque no cuestiono la exactitud de estos informes de los medios de comunicación —sin duda, vivimos más estresados de lo que deberíamos—, me parece que, al centrarse casi exclusivamente en la frecuencia y la cantidad de las relaciones sexuales, solo abordan las razones más superficiales del malestar que sienten tantas parejas. Creo que detrás se esconde algo más.
Los psicólogos, los terapeutas sexuales y los sociólogos llevan mucho tiempo lidiando con la paradoja de cómo conciliar sexualidad y estabilidad. Se nos ofrecen numerosos consejos sobre cómo añadir un toque picante al sexo en pareja. La falta de deseo, nos dicen, es un problema de planificación que puede solucionarse con una mejor priorización y capacidad de organización; o un problema de comunicación que puede aclararse si expresamos verbalmente y con precisión nuestros deseos sexuales.
No me interesa analizar el sexo desde un punto de vista estadístico: si sigue habiendo encuentros sexuales, con qué frecuencia, cuánto duran, quién se corre primero y cuántos orgasmos se tienen. En su lugar, prefiero abordar las preguntas que no tienen respuestas fáciles. Este libro habla del erotismo y la poética del sexo, de la naturaleza del deseo erótico y los dilemas que conlleva. Cuando se ama a alguien, ¿qué se siente? ¿Y cuando se desea a alguien? ¿En qué se diferencian el amor y el deseo? ¿La intimidad y el sexo satisfactorio van siempre de la mano? ¿Por qué la transición a la paternidad suele dar lugar a una vida sexual pésima? ¿Por qué lo prohibido nos resulta tan erótico? ¿Es posible desear lo que ya tenemos?
Todos compartimos una necesidad fundamental de seguridad que nos impulsa desde el primer momento hacia las relaciones estables; pero también necesitamos aventuras y emociones. El romanticismo moderno promete la posibilidad de satisfacer estas dos necesidades en un mismo lugar. Aun así, yo no estoy convencida. Hoy en día, recurrimos a una persona para que nos proporcione lo que antes nos aportaba todo un pueblo: una sensación de arraigo, significado y continuidad. Al mismo tiempo, esperamos que nuestras relaciones de pareja sean románticas, emocionales y sexualmente satisfactorias. ¿Es de extrañar que tantas relaciones se desmoronen bajo el peso de todo ello? Es difícil generar entusiasmo, expectación y pasión con la misma persona con la que buscas consuelo y estabilidad, pero no es imposible. Te invito a que pienses en formas de introducir riesgo en la seguridad, misterio en lo familiar y novedad en lo cotidiano.
A lo largo del libro, abordaremos cómo la ideología moderna del amor choca a veces con las fuerzas del deseo. El amor florece en un ambiente de intimidad, mutualidad e igualdad. Buscamos conocer a las personas a las que amamos, tenerlas cerca, disminuir la distancia que nos separa. Cuidamos de ellas, nos preocupamos y nos sentimos responsables de ellas. Para algunos de nosotros, el amor y el deseo son inseparables. Pero para muchos otros, la intimidad emocional inhibe la expresión erótica. Los elementos afectuosos y protectores que fomentan el amor a menudo bloquean la libertad que alimenta el placer erótico.
Mi opinión, tras veinte años de experiencia, es que en el curso de la instauración de la seguridad, muchas parejas confunden el amor con la unión. Esta confusión es un mal presagio para la vida sexual. A fin de mantener la pasión, debe haber cierta independencia entre los miembros de la pareja. El erotismo requiere separación. En otras palabras, el erotismo prospera en el espacio que existe entre uno mismo y el otro. Para estar en sintonía con la persona que amamos, debemos ser capaces de tolerar ese vacío y sus incertidumbres.
Mientras le damos vueltas a esta paradoja, consideremos otra: el deseo suele ir acompañado de sentimientos que pueden parecer un obstáculo para el amor. En primer lugar, me vienen a la mente la agresividad, los celos y la discordia. Exploraremos las presiones culturales que dan forma al sexo en una relación y que lo hacen justo, igualitario y seguro, pero que también generan parejas aburridas. Me gustaría sugerir que podríamos tener un sexo más excitante, juguetón e incluso frívolo si nos sintiésemos menos obligados por nuestra inclinación cultural a trasladar la democracia al dormitorio.
Para corroborar esta idea, haremos un recorrido por la historia social. Veremos que las parejas contemporáneas invierten más en el amor que nunca; sin embargo, en un cruel giro del destino, es este mismo modelo de amor y matrimonio el que está detrás del aumento exponencial del índice de divorcios. Aquí conviene preguntarnos si las estructuras matrimoniales tradicionales podrán cumplir alguna vez las expectativas modernas, sobre todo cuando el «hasta que la muerte nos separe» implica una esperanza de vida que duplica la de siglos pasados.
El elixir mágico que debería hacerlo posible es la intimidad. Llegaremos al fondo de esta cuestión analizando los diferentes puntos de vista, pero vale la pena señalar que el estereotipo de las mujeres como románticas empedernidas y los hombres como conquistadores sexuales debería haberse disipado hace mucho tiempo. Lo mismo cabe decir de cualquier idea que presente a las mujeres como anhelantes de amor, fieles por naturaleza y con inclinaciones familiares; y a los hombres como seres que, biológicamente, no son monógamos y que le tienen pánico a la intimidad. Como resultado de los cambios sociales y económicos que se han producido en la historia occidental reciente, las líneas tradicionales de género se han sorteado, y ahora estas cualidades se ven tanto en hombres como en mujeres. Aunque en ocasiones los estereotipos pueden coincidir con la realidad, se quedan cortos a la hora de captar las complejidades de las relaciones contemporáneas. Yo busco un enfoque más andrógino del amor.
Como terapeuta de pareja, he invertido las prioridades terapéuticas habituales. En mi campo nos enseñan a indagar primero sobre el estado de la relación y luego a preguntar cómo se manifiesta eso en el dormitorio. Visto así, la relación sexual es una metáfora de la relación en general. El supuesto subyacente es que si podemos mejorar la unión, el sexo también lo hará. Pero, según mi experiencia, a menudo no es así.
Tradicionalmente, la cultura terapéutica le ha dado más importancia a la palabra hablada que a la expresión corporal. Sin embargo, la sexualidad y la intimidad emocional son dos lenguajes distintos. Me gustaría devolver el cuerpo al lugar prominente que le corresponde en los debates sobre la pareja y el erotismo. El cuerpo revela a menudo verdades emocionales que las palabras pasan por alto con demasiada facilidad. Las mismas dinámicas que son fuente de conflicto en una relación —sobre todo las relativas al poder, el control, la dependencia y la vulnerabilidad— suelen volverse deseables cuando se experimentan a través del cuerpo y se erotizan. El sexo se convierte tanto en una forma de aclarar los conflictos y la confusión que giran en torno a la intimidad y el deseo como también en una forma de empezar a sanar estas divisiones destructivas. El cuerpo de cada miembro de la pareja, marcado por su propia historia y por las advertencias culturales, se convierte en un texto que debe leerse de manera conjunta.
Siguiendo con el tema que nos ocupa, este es un buen momento para explicar algunos términos que encontrarás en este libro. En aras de la claridad, utilizaré la palabra «matrimonio» para referirme a los compromisos emocionales a largo plazo, no solo al estado civil. Y me moveré con libertad entre los pronombres masculinos y femeninos sin juzgar necesariamente a ninguno de los dos géneros.
Yo, como mi nombre sugiere, soy mujer. Menos obvio, quizá, es que soy un híbrido cultural. He vivido en diferentes países, y por ello quiero aportar una visión cultural —o multicultural— informada al tema de este libro. Crecí en Bélgica, estudié en Israel y terminé mi formación en Estados Unidos. Gracias a haber pasado más de treinta años rodeada de personas de diferentes culturas, puedo decir que he adquirido la perspectiva de alguien que se siente cómodo observando desde fuera. Esta posición privilegiada me ha aportado múltiples enfoques para sacar conclusiones sobre cómo nos desarrollamos sexualmente, cómo conectamos unos con otros, cómo hablamos del amor y cómo nos involucramos en los placeres del cuerpo.
He trasladado mi experiencia personal a mi trabajo como profesional clínica, profesora y especialista en Psicología Intercultural. Al haberme centrado en el campo de la transición cultural, he trabajado en particular con tres poblaciones: familias de refugiados y familias extranjeras (los dos grupos que más se desplazan hoy en día, aunque por motivos muy distintos), y parejas interculturales (de diferentes razas y religiones). En el caso de las parejas interculturales, los cambios culturales no se derivan de un traslado geográfico, sino que tienen lugar en sus propias salas de estar. Lo que de verdad despertó mi interés fue cómo influía esta fusión de culturas en las relaciones de género y en la crianza de los hijos. Me gusta reflexionar sobre los múltiples significados del matrimonio y sobre cómo varía su papel y su lugar dentro de una estructura familiar más amplia en los distintos contextos nacionales. ¿Es un acto privado de dos individuos o un asunto comunitario entre dos familias? En mis sesiones de terapia de pareja, intento discernir los matices culturales que subyacen al debate sobre el compromiso, la intimidad, el placer, el orgasmo y el cuerpo. Puede que el amor sea universal, pero sus construcciones en cada cultura se definen, tanto literal como figuradamente, en idiomas diferentes. Hago hincapié en las conversaciones sobre la sexualidad en la infancia y la adolescencia, porque es en los mensajes dirigidos a los niños donde las sociedades revelan sus valores, objetivos, incentivos y prohibiciones.
Hablo ocho idiomas. Algunos los aprendí en casa, otros en el colegio, algunos durante mis viajes y uno o dos por amor. Mi profesión no solo me obliga a poner en práctica mi competencia multicultural, sino también la lingüística. Tengo pacientes heterosexuales y homosexuales (de momento no trabajo con personas trans), casados, comprometidos, solteros y divorciados que han vuelto a contraer matrimonio. Son jóvenes, mayores y de edades intermedias. Abarcan un amplio espectro de culturas, razas y clases sociales. Sus historias individuales resaltan las fuerzas culturales y psicológicas que determinan cómo amamos y cómo deseamos.
Puede que te parezca enrevesada, pero debo revelarte una de las experiencias personales que más me ha marcado y que subyace tras este libro, pues arroja luz sobre las motivaciones que alimentan mi pasión. Mis padres fueron supervivientes de los campos de concentración nazis. Durante varios años, se encontraron cara a cara con la muerte todos los días. Mi madre y mi padre fueron los únicos supervivientes de sus respectivas familias. Salieron de esa experiencia con ganas de enfrentarse a la vida y de aprovecharla al máximo. Ambos sentían que se les había otorgado un regalo: volver a vivir. Creo que mis padres se salían del molde de la sociedad. No solo querían sobrevivir; querían revivir. Tenían sed de vida, les encantaban las experiencias exuberantes y divertirse. Cultivaban el placer. No sé absolutamente nada sobre su vida sexual, salvo que tuvieron dos hijos: mi hermano y yo. Pero, por su forma de vivir, intuyo que tenían un profundo conocimiento del erotismo. Aunque dudo que alguna vez llegasen a utilizar esta palabra, encarnaban su significado místico como una cualidad de la vitalidad, un camino hacia la libertad; algo que iba más allá de la simple definición de sexo que la modernidad le ha asignado. Es en esa comprensión ampliada en la que me baso para hablar sobre el erotismo en este libro.
Hay otro factor determinante que ha contribuido a dar forma a este proyecto. Mi marido es director del Programa Internacional de Estudios sobre Traumas Psíquicos de la Universidad de Columbia. Su trabajo consiste en ayudar a refugiados, niños de la guerra y víctimas de la tortura a superar el gran trauma que han sufrido. Al restaurar su sentido de la creatividad y su capacidad para el ocio y el placer, estos supervivientes acaban reconectando con la vida y la esperanza que la alimenta. Mi marido se ocupa del dolor; yo, del placer. Dos factores que van de la mano.
Las personas sobre las que escribo no aparecen en los agradecimientos, aunque les debo muchísimo. Sus historias son auténticas y casi textuales, pero debo proteger sus identidades. A lo largo de este proyecto, he compartido fragmentos con ellos en un afán de trabajar juntos. Muchas de mis ideas se desarrollaron a través de mi trabajo, y no al revés. Asimismo, se basan en la riqueza de las cuidadosas reflexiones de muchos profesionales y autores que han abordado antes que yo las ambigüedades del amor y el deseo.
Cada día en mi trabajo me enfrento a las realidades complejas que se esconden tras las estadísticas. Veo a personas que son tan buenas amigas que no pueden dar el paso de convertirse en amantes. Veo amantes que se aferran tan tenazmente a la idea de que el sexo debe ser espontáneo que nunca lo tienen. Veo parejas que perciben la seducción como un arduo trabajo, algo que no necesitan hacer ahora que están en una relación estable. Veo a otros que creen que la intimidad significa saberlo todo el uno del otro: renuncian a la privacidad y luego se quedan preguntándose dónde ha ido a parar el misterio. Veo a esposas que prefieren llevar la etiqueta de «baja libido» el resto de sus vidas antes que sufrir explicándoles a sus maridos que los preliminares deben ser algo más que el preludio del sexo real. Veo a personas tan desesperadas por superar un sentimiento de estancamiento en su relación que están dispuestas a arriesgarlo todo por unos minutos de excitación prohibida con otra persona. Veo parejas cuya vida sexual se reaviva gracias a una aventura, y otras en las que una aventura acaba con la poca conexión que les quedaba. Veo a hombres mayores que se sienten traicionados por la falta de respuesta de sus penes, que se apresuran a comprar viagra para mitigar la ansiedad de la dura realidad; veo a sus esposas incómodas por el repentino desafío a su propia pasividad. Veo a padres primerizos cuya energía erótica se ha visto mermada por el cuidado de un bebé, tan consumidos por su hijo que no se acuerdan de cerrar la puerta del dormitorio de vez en cuando. Veo a hombres que consumen pornografía por internet, no porque sus mujeres no les parezcan atractivas, sino porque su falta de entusiasmo les hace pensar que hay algo malo en ellos por querer tener sexo. Veo a personas tan avergonzadas de su sexualidad que le ahorran el calvario a la persona que aman. Veo a personas que se sienten amadas, pero que en realidad lo que quieren es sentirse deseadas. Todos ellos vienen a verme porque anhelan esa vitalidad erótica. A veces acuden con timidez; otras, desesperados, abatidos, enfurecidos. No solo echan de menos el sexo, el acto en sí, sino también esa sensación de conexión, juego y renovación que les aporta. Te invito a que me acompañes en mis conversaciones con todos estos pacientes mientras trabajamos juntos para lograr abrirnos y acercarnos un paso más hacia la trascendencia.
A los que aspiran a sentir ese cosquilleo en el pecho de vez en cuando, les doy la clave: la emoción está entretejida con la incertidumbre y con nuestra voluntad de abrazar lo desconocido en lugar de protegernos de ello. Pero esta misma tensión nos hace sentir vulnerables. Siempre advierto a mis pacientes de que el «sexo seguro» no existe.
Sin embargo, debo señalar que no todas las parejas buscan la pasión, o incluso, se han deleitado en ella en algún momento. Algunas relaciones se construyen en torno a la calidez, la ternura y el cariño, y son los propios miembros de la pareja los que eligen permanecer en estas aguas más tranquilas. Prefieren un amor basado más en la paciencia que en la pasión. Para ellos, lo importante es encontrar la paz en un vínculo duradero. No hay un único camino, ni un camino correcto.
Inteligencia erótica pretende sumergirte en un debate honesto, esclarecedor y provocador. Te anima a reflexionar sobre tu situación, a hablar de lo que no se dice y a no temer desafiar lo sexual y emocionalmente correcto. Al abrir de par en par las puertas de la vida erótica y en pareja, podrás volver a poner la «x» en el sexo.
«El fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y esta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la llama doble de la vida».1
Octavio Paz, La llama doble
Las fiestas en Nueva York son como las expediciones antropológicas: nunca sabes a quién vas a conocer ni qué te vas a encontrar. Hace poco fui a una de ellas y, como es típico en esta ciudad llena de triunfadores, antes de que me preguntaran mi nombre, quisieron saber a qué me dedicaba. Les respondí:
—Soy terapeuta y estoy escribiendo un libro.
El apuesto joven que estaba a mi lado también estaba escribiendo un libro.
—¿Sobre qué escribes? —quise saber.
—Sobre física —respondió él.
Con educación, le hice la siguiente pregunta:
—¿Qué tipo de física?
No recuerdo cuál fue su respuesta, porque la conversación sobre física se interrumpió bruscamente cuando otra persona intervino y dijo:
—¿Y tú? ¿De qué trata tu libro?
—De parejas y erotismo —contesté.
Nunca gocé de tanta popularidad —ni en las fiestas ni en los taxis ni en el salón de belleza ni en los aviones ni con los adolescentes ni con mi marido…— como cuando empecé a escribir un libro sobre sexo. Me doy cuenta de que hay ciertos temas que ahuyentan a la gente y otros que actúan como imanes. En este caso, la gente habla conmigo. Por supuesto, eso no significa que me digan la verdad. Si hay un tema que invita al secretismo, sin duda es este.
—¿De parejas y erotismo? —preguntó alguien.
—Estoy escribiendo sobre la naturaleza del deseo sexual —respondí—. Quiero saber si es posible mantener viva la pasión en una relación larga y evitar que acabe desgastándose al caer en la monotonía.
—No se necesita amor para tener sexo, pero sí sexo en el amor —comentó un hombre que se había mantenido al margen, aún indeciso sobre si unirse o no a la conversación.
—¿Te centras sobre todo en matrimonios? ¿En parejas heterosexuales? —quiso saber otro. Léase: «¿Este libro también trata de mí?».
—Analizo diversos perfiles de parejas: heterosexuales, homosexuales, jóvenes, mayores, comprometidas e inestables —le aclaré para tranquilizarlo.
Les expliqué que quería saber cómo, o si, podemos mantener la sensación de vitalidad y entusiasmo en nuestras relaciones. ¿Hay algo inherente al compromiso que amortigua el deseo? ¿Podemos mantener la estabilidad sin sucumbir a la monotonía? Me pregunto si somos capaces de conservar el sentido de lo poético, de lo que Octavio Paz denomina la llama doble del amor y el erotismo.
He tenido esta conversación muchas veces, así que los comentarios que tuve que escuchar en esa fiesta no me pillaron por sorpresa.
—Diría que es imposible.
—Bueno, ese es el problema de la monogamia, ¿no crees?
—Por eso no me comprometo. No tiene nada que ver con el miedo. Simplemente odio el sexo aburrido.
—¿Un deseo que perdure en el tiempo? ¿Y qué me dices del deseo de una noche?
—Las relaciones evolucionan. La pasión se convierte en otra cosa.
—Yo renuncié a la pasión cuando tuve hijos.
—Mira, hay hombres con los que te acuestas y hombres con los que te casas.
Como suele ocurrir en un debate público, las cuestiones más complejas tienden a polarizarse en un santiamén y los matices se sustituyen por las caricaturas. De ahí la división entre románticos y realistas.2 Los románticos rechazan una vida sin pasión; juran que nunca renunciarán al amor verdadero. Son los que buscan continuamente a la persona con la que el deseo nunca se desvanecerá. Cada vez que el deseo mengua, llegan a la conclusión de que el amor ha desaparecido. Si el eros está en declive, el amor debe estar en su lecho de muerte. Lloran la pérdida de la excitación y temen conformarse con menos.
En el extremo opuesto están los realistas. Para ellos, el amor duradero es más importante que el sexo ardiente y creen que la pasión lleva a la gente a cometer estupideces. Es peligrosa, crea estragos y constituye una base débil para el matrimonio. En palabras inmortales de Marge Simpson: «La pasión es para adolescentes y extranjeros». Según los realistas, lo que prevalece es la madurez. La excitación inicial se transforma en algo más: amor sincero, respeto mutuo, historias compartidas y compañerismo. La disminución del deseo es ineludible. Uno debe afrontarlo y madurar.
A medida que se desarrolla la conversación, los dos bandos se miran con una compleja aleación de compasión, ternura, envidia, exasperación y absoluto desprecio. Pero, aunque se sitúan en extremos opuestos del espectro, ambos coinciden en la premisa fundamental de que la pasión se enfría con el tiempo.
—Algunos os resistís a la pérdida de intensidad, otros la aceptáis, pero todos parecéis creer que el deseo se acaba desvaneciendo. En lo que no estáis de acuerdo es en la importancia real de esa pérdida —comenté.
Los románticos valoran más la intensidad que la estabilidad. Los realistas valoran más la seguridad que la pasión. Sin embargo, ambos terminan sumidos en la decepción, pues pocas personas pueden vivir felices en ninguno de los dos extremos.
Invariablemente, la gente me pregunta si mi libro ofrece una solución. ¿Qué pueden hacer al respecto? Detrás de esta pregunta se esconde un anhelo secreto por la pasión vital y por la oleada de energía erótica que marca nuestra existencia.
Sea cual sea la seguridad y la protección con la que la gente se ha convencido a sí misma de que debe conformarse, sigue queriendo sentir esta fuerza en su vida. Por eso me gusta prestar especial atención al momento en que todas estas reflexiones sobre la inevitable pérdida de la pasión se convierten en atisbos de esperanza. Las verdaderas preguntas que quieren hacerme son estas: ¿podemos tener amor y deseo en una misma relación, aunque nos enfrentemos al paso del tiempo? ¿Cómo? ¿Con qué tipo de relación podríamos conseguirlo?
Llámame idealista, pero creo que el amor y el deseo no se excluyen mutuamente, solo que no siempre se dan al mismo tiempo. De hecho, la estabilidad y la pasión son dos necesidades humanas distintas y fundamentales que surgen de motivos diferentes y tienden a empujarnos en direcciones distintas. El psicoanalista reflexivo Stephen Mitchell ofrece un marco para reflexionar sobre este enigma en su libro Can Love Last? (‘¿Puede durar el amor?’).3 Según explica, todos necesitamos seguridad: permanencia, fiabilidad, estabilidad y continuidad. Estos instintos de arraigo y pertenencia son parte de nuestra experiencia humana. Pero también necesitamos la novedad y el cambio, fuerzas generadoras que dan plenitud y vitalidad a nuestro día a día. En este sentido, el riesgo y la aventura ocupan un lugar preponderante. Somos contradicciones andantes: por un lado, buscamos seguridad y previsibilidad y, por otro, disfrutamos de la diversidad.
¿Alguna vez has visto a un niño que sale a explorar y luego vuelve corriendo para asegurarse de que sus padres siguen ahí? El pequeño Sammy necesita sentirse seguro antes de lanzarse al mundo y descubrirlo; y una vez satisfecha su necesidad de explorar, quiere volver a su lugar seguro para reconectar. Es una práctica que retomará de adulto y que culminará en los juegos del eros. Los periodos de audacia y riesgo se alternarán con los de búsqueda de estabilidad y seguridad. Puede fluctuar, aunque generalmente se decantará por una preferencia más que por otra.
Y lo que es cierto para el ser humano lo es para todo ser vivo: todos los organismos necesitan alternar periodos de crecimiento y equilibrio. Cualquier persona o sistema expuesto a novedades y cambios incesantes corre el riesgo de caer en el caos; pero uno demasiado rígido o estático deja de desarrollarse y acaba muriendo. Esta danza interminable entre el cambio y la estabilidad es como el ancla y las olas.
Las relaciones entre adultos reflejan muy bien esta dinámica. Buscamos un ancla estable y fiable en nuestra pareja. Sin embargo, al mismo tiempo, esperamos que el amor nos ofrezca una experiencia trascendente que nos permita salir de nuestras vidas cotidianas. El reto para las parejas modernas consiste en conciliar la necesidad de lo seguro y predecible con el deseo de buscar lo emocionante, misterioso y sorprendente.
Para unos pocos afortunados, esto apenas supone un desafío. Estas parejas pueden integrar fácilmente la limpieza del garaje con las caricias en la espalda. Para ellos, no hay disonancia entre compromiso y excitación, responsabilidad y diversión. Pueden comprarse una casa y también ser traviesos dentro de ella. Pueden ser padres y seguir siendo amantes. En resumen, son capaces de combinar a la perfección lo cotidiano y lo extraordinario. Pero, para el resto de nosotros, buscar la emoción en la misma relación en la que establecemos un vínculo de permanencia es una tarea difícil. Por desgracia, demasiadas historias de amor se desarrollan de tal manera que acabamos sacrificando la pasión en aras de la estabilidad.
Adele entra en mi consulta con la mitad de un bocadillo en una mano y el papeleo en el que está trabajando en la otra. A sus treinta y ocho años, es una abogada reconocida que ejerce de manera independiente. Lleva siete años casada con Alan. Es el segundo matrimonio de ambos y tienen una hija, Emilia, de cinco años. Adele viste con sencillez y elegancia, aunque se nota que lleva tiempo sin ir a la peluquería.
—No me voy a andar con rodeos —me dice—. El ochenta por ciento del tiempo soy feliz con mi marido. Estoy muy contenta. —Esta mujer organizada y resuelta no quiere perder ni un minuto—. Hay ciertas cosas que no me comenta; no es efusivo, pero es un buen hombre. Cuando leo el periódico por las mañanas, me siento afortunada de la familia que tengo. Estamos sanos, no nos va mal económicamente, nuestra casa nunca se ha incendiado, no tenemos que esquivar balas al volver del trabajo… Sé lo peligroso que puede ser el mundo ahí fuera. Entonces, ¿qué es lo que quiero?
»Mi amigo Marc se está divorciando de su tercera esposa porque, según él, «no me inspira». Así que le pregunté a Alan: «¿Yo te inspiro?». ¿Y sabes qué me dijo? «Eres lo que me inspira a cocinar pollo todos los domingos». Hace un fantástico coq au vin y ¿sabes por qué? Porque quiere complacerme; sabe que me encanta ese plato.
»Así que estoy intentando averiguar qué es lo que me falta. ¿Sabes esas emociones que sientes el primer año, ese revoloteo, esa sensación excitante, las mariposas en el estómago, la pasión física…? Ya ni siquiera sé si podré volver a sentir algo así. Y siempre que se lo comento a Alan, pone esa cara de «Oh, ¿quieres hablar de Brad y Jen otra vez?». Pero es que hasta Brad Pitt y Jennifer Aniston se cansaron el uno del otro. He estudiado biología; sé cómo funcionan las sinapsis, cómo el uso excesivo disminuye la reacción; lo entiendo. La emoción decae y todo ese rollo… Pero, aunque ya no pueda tener esas mariposas revoloteando en el estómago, quiero sentir algo.
»Mi parte realista sabe que la excitación del principio se debe a la incertidumbre de no saber muy bien lo que él siente. Cuando éramos novios y sonaba el teléfono, la razón por la que me emocionaba era porque no sabía si sería él. Ahora, cuando se va de viaje, le pido que no me llame. No quiero que me despierte. La parte más racional de mí me dice que es porque no quiero sentir esa inseguridad. Estoy casada. Tengo una hija. No necesito preocuparme cada vez que sale de la ciudad: ¿le sigo gustando o ya no? ¿Me va a engañar? ¿Sabes esos test que vienen en las revistas, los que te dicen cómo saber si te quiere de verdad? No quiero preocuparme por eso. No es lo que necesito con mi marido en este momento. Pero sí que me gustaría recuperar algo de esa emoción.
»Al final de un largo día de trabajo, después de cuidar a Emilia, preparar la comida, limpiar, tachar cosas de la lista…, el sexo es lo último en lo que pienso. Ni siquiera me apetece hablar con nadie. A veces Alan ve la tele y yo me voy a nuestro cuarto a leer, y soy muy feliz. Entonces, ¿qué es realmente lo que busco? Porque no hablo solo de sexo. Quiero sentirme valorada como mujer. No como madre, no como esposa, no como compañera. Y quiero que él se sienta valorado como hombre. Quizá con una simple mirada, una caricia, una palabra. Quiero que me vea sin la carga que conlleva todo eso.
»Alan me dice que tiene que ser mutuo. Y lleva razón. No soy de las que se ponen lencería para ganarse la aprobación de su marido. Ya no soy detallista con él ni le hago sentirse especial. Cuando nos conocimos le compré un maletín por su cumpleaños —lo había visto en un escaparate y le había encantado— y dentro le metí dos billetes a París. ¿Y sabes lo que le regalé este año? Un DVD. Y lo celebramos con un par de amigos comiendo un pastel de carne que había hecho su madre. No tengo nada en contra del pastel de carne, pero no entiendo cómo hemos llegado a este punto. No sé por qué no me esfuerzo más. Me he vuelto conformista.
Adele, en su monólogo ininterrumpido, capta perfectamente la tensión que se genera entre la comodidad del amor estable y el efecto silenciador que este tiene sobre el deseo erótico. La familiaridad es tranquilizadora y aporta una sensación de seguridad a la que Adele nunca se atrevería a renunciar. Al mismo tiempo, ansía recuperar la vitalidad y la emoción que ella y Alan sentían al principio. Necesita tanto la calidez como la pasión, y quiere ambas cosas con él.
Hasta no hace mucho, el deseo de sentir pasión por nuestra pareja se habría considerado una contradicción. Históricamente, estos dos ámbitos de la vida iban separados: por un lado, el matrimonio; por otro, la pasión, si es que existía. El concepto de amor romántico, surgido a finales del siglo xix, los unió por primera vez. El lugar central que ocupa el sexo en el matrimonio y las altas expectativas que lo rodean tardaron unas décadas más en llegar.
Las transformaciones sociales y culturales de los últimos cincuenta años han redefinido la pareja moderna. Alan y Adele se han beneficiado de la revolución sexual de los años sesenta, la liberación de la mujer, la disponibilidad de píldoras anticonceptivas y la aparición del movimiento gay. Con el uso generalizado de la píldora, el sexo se desligó de la reproducción. El feminismo y el orgullo gay lucharon por definir la expresión sexual como un derecho inalienable. Anthony Giddens describe esta transición en La transformación de la intimidad cuando explica que la sexualidad se convirtió en una propiedad del ser, una que desarrollamos, definimos y renegociamos a lo largo de nuestra vida.4 Hoy en día, nuestra sexualidad es un proyecto personal en marcha; forma parte de lo que somos, una identidad, y ya no es simplemente algo que hacemos. Se ha convertido en una característica fundamental de las relaciones íntimas, y ahora creemos que la satisfacción sexual es lo que nos corresponde. Ha llegado la era del placer.
Estos avances, junto con la prosperidad económica de la posguerra, han contribuido a un periodo de libertad e individualismo sin precedentes. Hoy en día se anima a la gente a buscar la realización personal y la gratificación sexual, y a liberarse de las restricciones de una vida social y familiar hasta ahora definida por el deber y la obligación. Sin embargo, a la sombra de esta extravagancia manifiesta se esconde un nuevo tipo de inseguridad. La familia, la comunidad y la religión pueden haber limitado nuestra libertad, sexual o de otro tipo, pero a cambio nos han ofrecido un sentido de pertenencia muy necesario. Durante generaciones, estas instituciones tradicionales proporcionaron orden, significado, continuidad y apoyo social. Su desmantelamiento nos ha dejado más opciones y menos restricciones que nunca. Somos más libres, pero también estamos más solos. Tal como lo describe Giddens, nos hemos vuelto ontológicamente más ansiosos.
Trasladamos a nuestras relaciones amorosas esa ansiedad latente. Ahora se espera que el amor, además de proporcionar sustento emocional, compasión y compañía, actúe también como panacea para la soledad existencial. Acudimos a nuestra pareja como baluarte contra las vicisitudes de la vida moderna. No es que nuestra inseguridad humana sea mayor ahora que en épocas anteriores. De hecho, puede que sea más bien al contrario. Lo que es diferente es que la vida moderna nos ha privado de nuestros recursos tradicionales y ha creado una situación en la que recurrimos a una sola persona para obtener la protección y los vínculos emocionales que antes nos proporcionaba una multitud de redes de contactos sociales. La intimidad entre adultos se ha sobrecargado de expectativas.
Por supuesto, cuando Adele describe el estado de su matrimonio no está pensando en esa angustia contemporánea. Pero, en mi opinión, los peligros del amor se ven agravados por los problemas modernos que sufrimos. Vivimos a kilómetros de distancia de nuestras familias, ya no hablamos con nuestros amigos de la infancia, y a menudo nos desarraigamos y echamos raíces en otro lado. Toda esta discontinuidad tiene un efecto acumulativo. Trasladamos a nuestras relaciones románticas una vulnerabilidad existencial casi insoportable, como si el amor no fuera ya suficientemente peligroso.
Conoces a alguien gracias a una potente alquimia de atracción. Es una reacción dulce que nunca deja de sorprenderte. Te invade una sensación de posibilidad, de esperanza, de salir de lo mundano y entrar en un mundo de emoción y entusiasmo. El amor te atrapa y te hace sentir poderoso. Disfrutas de ese torbellino de emociones y quieres aferrarte a esa sensación para siempre. También tienes miedo. Cuanto más te apegas, más tienes que perder. Así que buscas que el amor sea más seguro. Intentas afianzarlo, hacerlo estable. Te comprometes por primera vez con alguien y renuncias con gusto a un poco de libertad a cambio de un poco de estabilidad. Te aferras a ciertas estrategias (hábitos, rituales, apodos cariñosos) que te aportan seguridad. Pero en el fondo, la emoción que sentías al principio estaba ligada a cierta inseguridad. Tu excitación se debía a la incertidumbre y ahora, al intentar dominarla, acabas drenando la vitalidad de tu relación. Disfrutas de la comodidad, pero te quejas de que te sientes vacío. Echas de menos la espontaneidad. En tu intento de controlar los riesgos de la pasión, la has domesticado hasta hacerla desaparecer. Y es entonces cuando nace el aburrimiento conyugal.
Aunque el amor nos promete aliviarnos de la soledad, también aumenta nuestra dependencia hacia una persona. Es intrínsecamente vulnerable. Tendemos a calmar nuestras ansiedades mediante el control. Nos sentimos más seguros si podemos reducir la distancia entre nosotros, maximizar la certeza, minimizar las amenazas y contener lo desconocido. Sin embargo, algunos nos protegemos de las incertidumbres del amor con tanto ahínco que nos perdemos su riqueza.
En las relaciones estables existe una fuerte tendencia a favorecer lo predecible frente a lo impredecible. Sin embargo, el erotismo se nutre de lo imprevisible. El deseo choca con la costumbre y la repetición. Es rebelde y desafía nuestros intentos de control. ¿Y dónde nos deja eso? No queremos tirar por la borda la estabilidad, porque nuestra relación depende de ella. La sensación de seguridad física y emocional es básica para disfrutar de un placer y una conexión saludables. Sin embargo, sin un elemento de incertidumbre no hay anhelo ni ilusión ni emoción. El experto motivacional Anthony Robbins lo expresó con claridad cuando explicó que la pasión en una relación es proporcional a la cantidad de incertidumbre que se puede tolerar.5
¿Cómo introducimos esta incertidumbre en nuestras relaciones íntimas? ¿Cómo creamos este sutil desequilibrio? En realidad, ya existe. Los filósofos orientales saben desde hace tiempo que lo efímero es lo único constante. Dada la naturaleza transitoria de la vida, dado su incesante cambio, hay algo más que una pizca de arrogancia en la suposición de que podemos hacer de nuestras relaciones algo permanente, y controlar a su vez la seguridad. Como dice el adagio: «Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes». Sin embargo, avanzamos hacia el futuro con fe ciega. Como ciudadanos leales del mundo moderno, creemos en nuestra propia eficacia.
Comparamos la pasión del principio de una relación con la embriaguez adolescente: pasajera e irreal. El consuelo de renunciar a ella es la seguridad que nos espera al otro lado. Ahora bien, cuando sustituimos la pasión por la estabilidad, ¿no estamos simplemente cambiando una ilusión por otra? Como señala Stephen Mitchell, la fantasía de la permanencia puede triunfar sobre la fantasía del deseo, pero ambas son producto de nuestra imaginación.6 Anhelamos la estabilidad, podemos esforzarnos por conseguirla, pero nunca está garantizada. Cuando amamos, siempre corremos el riesgo de perder —por la crítica, el rechazo, la separación y, en última instancia, la muerte—, por mucho que intentemos defendernos de ello. Si queremos volver a recuperar esa incertidumbre, a veces basta con abandonar la ilusión de certeza. Al cambiar nuestra percepción, reconocemos el misterio inherente a nuestra pareja.
Le comento a Adele que, para mantener el deseo con una persona a lo largo del tiempo, debemos ser capaces de llevar la sensación de lo desconocido a un espacio familiar. En palabras de Proust: «El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos».7
Adele se acuerda de un momento en el que experimentó un cambio de percepción como este:
—Te voy a contar lo que me pasó hace apenas dos semanas —dice—. Fue tan raro que lo recuerdo como si fuese ayer. Estábamos en una reunión de trabajo, Alan charlaba con unos compañeros y yo lo miré y pensé: «Es tan atractivo». Fue muy extraño, como si estuviese soñando. ¿Y sabes por qué me resultó tan atractivo? Porque por un momento me olvidé de que era mi marido y de que es peor que un grano en el culo: detestable, testarudo, molesto y siempre lo deja todo tirado por el suelo. En ese momento lo vi como si no supiera todo eso y me atrajo igual que al principio. Es muy inteligente, habla bien y desprende un aire relajado y sexy. No estaba pensando en todas esas discusiones estúpidas que tenemos cada mañana: «¿Por qué llegas tarde?», «¿por qué has hecho esto?», «¿qué hacemos en Navidad?» o «¿por qué no hablamos del tema de tu madre?». Me alejé de todas esas minucias y de esas conversaciones absurdas. Y lo vi de verdad. Volví a sentir las mariposas, y me pregunto si a él le habrá pasado alguna vez algo similar conmigo.
Cuando le pregunto a Adele si le ha contado alguna vez esa experiencia a Alan, se apresura a decirme que no.
—Ni hablar. Se reiría de mí.
Sugiero que quizá la disminución del romanticismo se deba más al miedo que a los límites de la familiaridad y al peso de la realidad. El erotismo es arriesgado. La gente no se atreve a permitirse esos momentos de idealización y anhelo por la persona con la que vive. Implica reconocer la soberanía del otro, algo que puede resultar desestabilizador. Cuando nuestra pareja está sola, con su propia voluntad y libertad, la fragilidad de nuestro vínculo se magnifica. La vulnerabilidad de Adele es evidente por la forma en que se pregunta si Alan ha llegado a sentir lo mismo por ella.
La defensa típica contra esta amenaza consiste en limitarse al ámbito familiar y afectivo: las discusiones triviales, el sexo esporádico, los aspectos cotidianos de la vida que nos mantienen atados a la realidad y nos impiden cualquier posibilidad de trascendencia.
Pero cuando Adele mira a Alan fuera del contexto de su matrimonio —pasa del zoom al gran angular—, se acentúa aún más su singularidad, lo que a su vez aumenta la atracción de Adele por él. Lo ve como un hombre. Después de todos estos años, ha logrado transformar a un individuo que le resulta familiar en alguien desconocido.
Si la incertidumbre es una característica inherente a todas las relaciones, también lo es el misterio. Muchas de las parejas que acuden a terapia creen saber todo lo que hay que saber sobre su pareja: «A mi marido no le gusta hablar». «Mi novia nunca ligaría con otro hombre. Ella no es así». «Mi amante no cree en la terapia». «¿Por qué no lo dices? Sé lo que estás pensando». «No necesito hacerle regalos caros; ella sabe que la quiero». Intento recalcarles lo poco que han visto, los insto a que recuperen la curiosidad y descubran lo que hay detrás de los muros que atrincheran al otro.
En realidad, nunca conocemos a nuestra pareja tan bien como creemos. Mitchell nos recuerda que, incluso en los matrimonios más aburridos, la previsibilidad es un espejismo. Nuestra necesidad de constancia limita hasta qué punto estamos dispuestos a conocer a la persona que tenemos al lado. Nos empeñamos en que se ajuste a una imagen que a menudo es fruto de nuestra propia imaginación, basada en nuestro propio conjunto de necesidades. «Nunca está angustiado. Es como una roca. Yo soy muy neurótica». «Es demasiado cobarde para dejarme». «No aguanta ninguna de mis mierdas». «Los dos somos muy tradicionales. Aunque tiene un doctorado, le gusta quedarse en casa con los niños». Vemos lo que queremos ver, lo que podemos tolerar ver, y nuestra pareja hace lo mismo. Al neutralizar la complejidad del otro, conseguimos una especie de alteridad manejable. Reducimos a nuestra pareja, ignorando o rechazando las partes esenciales cuando estas amenazan el orden que hemos establecido en nuestra relación. También nos reducimos a nosotros mismos, desechando partes importantes de nuestra personalidad en nombre del amor.
Sin embargo, cuando nos limitamos a nosotros mismos y a nuestras parejas a entidades fijas, no debe sorprendernos que la pasión se vaya al traste. Y siento decir que la pérdida es por ambas partes. No solo has eliminado la pasión, sino que tampoco has ganado seguridad.
La fragilidad de este equilibrio artificial se hace evidente cuando uno de los miembros de la pareja rompe las reglas e insiste en aportar algunas partes más auténticas de sí mismo a la relación.
Esto es lo que les ocurrió a Charles y Rose. Llevan casados casi cuatro décadas y han tenido mucho tiempo para definirse mutuamente. Charles es voluble, un provocador y un seductor nato. Es un hombre apasionado que necesita alguien que lo contenga, que lo ayude a canalizar las energías desenfrenadas que lo distraen.
—Si no fuera por Rose, dudo mucho que hubiese conseguido la carrera y la familia que tengo —confiesa él.
Rose es fuerte, independiente y lúcida. Posee una especie de ecuanimidad natural que calibra la intemperancia de él. Como ellos lo describen, ella es la parte sólida de la relación; él, la fluida. Las pocas veces que Rose se aventuró en el terreno de la pasión antes de conocer a Charles, le resultó abrumador. La dejó agotada e infeliz. Charles representa para Rose esa pasión que ella no tiene por qué poseer. Lo que asusta a Rose es la pérdida de control y lo que asusta a Charles es que disfruta demasiado de la pérdida de control. La complementariedad de su relación les permite florecer dentro de un espacio delimitado.
Este acuerdo fructífero marchó bastante bien hasta el día en que dejó de hacerlo. Como ocurre a menudo, en un determinado momento reconocemos que lo que estamos haciendo ya no funciona. La mayoría de las veces sucede tras acontecimientos significativos que nos hacen revisar el sentido y la estructura de nuestras vidas. De repente, los compromisos que ayer funcionaban tan bien se convierten en sacrificios que hoy ya no estamos dispuestos a hacer. En el caso de Charles, una sucesión de pérdidas —la muerte de su madre, la de un amigo íntimo y un susto relacionado con su propia salud— lo han hecho plenamente consciente de su propia mortalidad. Quiere disfrutar de cada minuto del día, darle rienda suelta a su vitalidad, reencontrarse con la efervescencia que ha reprimido estando con Rose. Ya no puede soportar mantener escondida esa parte de sí mismo, ni siquiera a cambio de la seguridad que Rose le ofrece. Pero cada vez que intenta hablar de esta necesidad con ella, Rose se siente amenazada y cambia de tema.
—¿Estás teniendo otra de esas crisis existenciales? ¿Qué vas a hacer ahora, comprarte un descapotable rojo?
Rose y Charles han tenido épocas a lo largo de los años en las que no han sido monógamos. Conocían los hechos, pero no los detalles; y acabaron dejando atrás estos episodios. O, al menos, Rose lo hizo.
—Pensé que ya habíamos superado los baches de nuestra relación. Ya tenemos sesenta años, por el amor de Dios —se queja ella.
—¿Y eso qué significa? —le pregunto.
—¡Que ya no tiene por qué hacerme daño! ¡Ni poner en peligro nuestro matrimonio! He llegado a aceptar los términos de nuestra relación. ¿Por qué él no puede hacer lo mismo?
—¿Y esos términos son…?
—Cuando nos casamos, nos queríamos mucho. Aún nos amamos. Pero digamos que… ambos habíamos experimentado pasiones más fuertes. Charles acabó desilusionado: la intensidad siempre le duraba poco y se quedaba con mujeres con las que no tenía mucho en común. Yo, en cambio, salí aliviada de todo esto. Porque hubo un momento en el que perdí el control. Hablamos de ello entonces, de que ambos buscábamos algo más duradero y un poco más tranquilo.
Rose continúa explicando que ella y Charles tenían otros objetivos para su matrimonio: compañerismo, estimulación intelectual, cuidados físicos y emocionales, y apoyo mutuo.
—Valorábamos mucho lo que habíamos encontrado el uno en el otro.
Rose creció en una familia pobre. Su padre tenía una chatarrería en la zona rural de Tennessee. En la actualidad, ella trabaja en una oficina en un piso cincuenta y seis con vistas a Madison Avenue, en Manhattan.
—Mi pueblo no apoyaba precisamente a las chicas con ambiciones, y yo tenía muchas. Cuando conocí a Charles, supe que era diferente. Me gustaba estar con él y sabía que me dejaría a mis anchas. A principios de los sesenta, eso ya era pedir mucho.
—¿Qué pensabas que iba a pasar en el ámbito sexual? Ese también era un tema importante en los años sesenta —le digo.
—Yo estaba satisfecha con nuestra vida sexual. Me parecía bien, incluso agradable —me comenta—. Siempre supe que Charles necesitaba más, pero esperaba que acabara adaptándose a mí.
En una sesión privada con Charles unas semanas más tarde, este me da su opinión sobre los hechos: