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Aristóteles supone la culminación de la filosofía griega y el punto de partida de la ciencia y la metafísica. Fue el primer pensador que expuso de manera sistemática y exhaustiva sus ideas a través del género que se asocia con él: el tratado filosófico. Revolucionó todas las áreas de conocimiento por las que se interesó, desde el estudio de la naturaleza hasta la retórica, la política o la ética. Esta obra explica los fundamentos del pensamiento de esta figura esencial para Occidente aún en la actualidad: desde todo lo que aprendió de su maestro, Platón, hasta las bases de todas las grandes disciplinas que definió y desarrolló. Además, se detallan numerosos conceptos clave de su filosofía, así como sus ideas sobre campos tan diversos como la ciencia, el arte, el mundo, el hombre y el alma.
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© Oriol Ponsatí-Murlà, 2015.
© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2019. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO541
ISBN: 9788491874553
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
Introducción
Del diálogo platónico al tratado aristotélico
Una nueva ética basada en la virtud como término medio
La felicidad, premio de la vida virtuosa
De la ética a la política
Más allá de la ética: la Física y la Metafísica
Aristóteles, el primer lógico y teórico del lenguaje
Glosario
Bibliografía
Han pasado casi 2.500 años desde que la penetrante mirada de Aristóteles se apagó en la ciudad de Calcis de la isla de Eubea, la misma ciudad donde había visto la luz por vez primera su madre. En términos de la historia del pensamiento occidental, este salto atrás de dos milenios y medio equivale, prácticamente, a remontarnos a nuestro origen. Aristóteles no es el primer filósofo, pero sí es el primero que plantea con cierta sistematicidad algunos de los temas inagotables alrededor de los cuales seguimos dando vueltas. La influencia postrera del pensamiento aristotélico a lo largo de la historia es, de hecho, solamente comparable con la de su maestro Platón. Pero a diferencia de este último, que ha legado a la humanidad maravillosas páginas de altísima filosofía y de un gran nivel literario en forma de diálogo no sistemático, Aristóteles aborda un sinfín de temas con tenacidad de tratadista y con ánimo exhaustivo. Parece no existir cuestión alguna que no considere lo suficientemente digna de ser tratada filosóficamente. Todo despierta su sed de saber y en todo encuentra pretextos para ahondar su conocimiento enciclopédico: el mundo animal y el vegetal; la vida política y la felicidad individual; el análisis de la belleza trágica y de los constituyentes del discurso retórico; las reglas de formación de argumentos; la naturaleza y sus principios últimos. Una obra colosal que constituye, además, solamente una pequeña parte de todo lo que llegó a escribir y que se ha perdido.
En algunos campos del conocimiento, Aristóteles actúa como un auténtico precursor. En Platón hay una filosofía moral, sin duda, pero el grado de concreción y profundidad que Aristóteles consigue con sus tres obras éticas lo convierten en el primer gran pensador moral de la historia. Su Metafísica tiene el enorme mérito de dar nombre a una de las ramas del conocimiento filosófico que más peso ha tenido a lo largo de la historia. Aún hoy, cuando se elabora lógica proposicional, es decir, análisis formal de los argumentos, no se puede dejar de hacerlo con la plena conciencia de estar construyendo un edificio que tiene en Aristóteles sus fundamentos. Y cualquier historia de las ideas estéticas debe partir de su análisis de la tragedia griega.
Leer hoy a Aristóteles representa a un tiempo un reto y una fuente inagotable de nuevos descubrimientos. Un reto porque todos los escritos aristotélicos que se han conservado corresponden a documentos de trabajo que el maestro utilizaba en su escuela, el Liceo. Es decir, que no fueron escritos con la intención de ser publicados y leídos por el gran público; al contrario que Platón, cuyos diálogos iban destinados al lector extraacadémico. Esto no debe en ningún caso ser motivo de rechazo. Aunque en los escritos aristotélicos a menudo se echen en falta la claridad o incluso la amenidad que caracterizan a modelos de prosa más estilizados, hay que sentarse ante los libros de Aristóteles como uno más de sus discípulos y estar, por lo tanto, dispuestos a interrogarle, a cuestionarle y a completar sus explicaciones por nuestra cuenta cuando estas no nos parezcan suficientemente claras. Leer de esta manera, activa y críticamente, es seguramente la mejor forma de leer y de hacer filosofía. Los textos de Aristóteles son, en este sentido, un instrumento insustituible.
Nosotros tenemos la enorme ventaja, además, de situarnos al final de una milenaria cadena de lectores que se han dejado seducir e inquietar por Aristóteles. Y cada uno de ellos ha ido enriqueciendo la lectura para que en ella resonaran sentidos nuevos e imprevistos. Y es que son raros los autores a lo largo de la historia de la filosofía para quienes Aristóteles no haya representado una influencia mayor o menor. En la Edad Media era habitual referirse a Aristóteles simplemente como philosophus («el filósofo») y todo el mundo entendía que se estaba hablando del Estagirita (por su lugar de nacimiento, Estagira): él era el filósofo por antonomasia y no era necesaria ninguna aclaración.
El hecho de que la obra de Aristóteles fuese considerada como un eje fundamental por buena parte del pensamiento cristiano medieval, especialmente por la corriente escolástica, no contribuyó demasiado a valorar correctamente su obra cuando tuvo lugar el advenimiento de la ciencia moderna. Pero la filosofía aristotélica es demasiado potente para poder prescindir de ella y en la actualidad continúa irradiando reflexiones interesantes para todo aquel que se tome en serio el estudio del pensamiento político, ético, estético, lógico o metafísico. Es por ello que los seis capítulos en que está estructurado el presente texto persiguen sin ambages el objetivo de motivar e invitar a la lectura directa del autor. Cualquier monografía sobre el pensamiento de un filósofo corre el riesgo de caer en la caricatura si no va acompañada, en mayor o menor grado, del contacto directo con los textos de este.
Sería ingenuo pensar que este o cualquier otro libro sobre Aristóteles contiene todo su pensamiento. Se ha procurado, sin embargo, trazar un itinerario por los principales temas que van apareciendo a lo largo de su vida y de su obra. Todos los capítulos, con la única excepción del primero, tienen una o dos obras de Aristóteles como trasfondo, aunque el lector no encontrará en ningún caso un resumen ni una descripción exhaustiva de las mismas, ya que se ha optado deliberadamente por poner en primer plano, no los libros, sino las cuestiones filosóficas que en ellos aparecen. El primer capítulo tiene un carácter introductorio al contexto inmediato del pensamiento aristotélico; en él se ha concentrado, también, la información biográfica más relevante. De esta forma, se intenta trazar la relación entre los grandes pensadores que conforman el triángulo Sócrates-Platón-Aristóteles, con un énfasis especial en el vínculo entre los dos últimos, que convivieron en la Academia platónica durante ni más ni menos que dieciocho años.
Los datos biográficos conocidos sobre Aristóteles no son muy abundantes. La tradición antigua hizo circular numerosas anécdotas y hechos difíciles de verificar, a los que no se puede otorgar un gran crédito histórico y que, en consecuencia, no se encuentran reflejados en la parte biográfica del primer capítulo, que hace hincapié únicamente en los episodios de su vida cuya veracidad ofrece escasas dudas.
La reflexión ética es la única a la que hemos dedicado dos capítulos (el segundo y el tercero). La enorme influencia que la Ética nicomáquea ha ejercido a lo largo de la historia y hasta nuestros días, sumada al hecho de que quizá sea una de las lecturas más asequibles y difundidas del Estagirita, justificaban esta atención un poco mayor con respecto a los demás temas. En estos dos capítulos se desarrolla una síntesis de algunas de las cuestiones más cruciales del pensamiento moral aristotélico: la felicidad, el término medio o la virtud, y el desarrollo conceptual que fundamenta y acompaña la aparición de estos términos.
Y puesto que para Aristóteles la vida feliz solamente puede ser vivida en el marco de la polis (y en consecuencia la ética resulta inseparable de la política), inmediatamente después de los dos capítulos dedicados a la ética, el capítulo cuarto constituye una aproximación al tratamiento que Aristóteles hace de la política: la polis como escenario natural de la convivencia ciudadana, el análisis de los mejores regímenes políticos, el papel de la educación o el presunto autoritarismo del pensamiento político aristotélico.
No podía faltar un capítulo (el quinto) dedicado a describir la importancia de la filosofía primera (o ciencia de las causas primeras), es decir la metafísica, que lleva a Aristóteles a afirmar la necesidad de un dios moviente e inmóvil a la vez, un dios entendido como exigencia conceptual y consecuencia directa de la forma que el Estagirita tiene de considerar nociones como la de cambio y movimiento.
Finalmente, el libro se cierra con un capítulo doble dedicado al Aristóteles estudioso del lenguaje. Doble porque en él se tratan, en primer lugar, algunos de los principales temas que hacen su aparición en el análisis aristotélico de la tragedia. Un análisis (que tiene lugar, principalmente, en su obra Poética) que se convierte en toda una disección de los elementos implicados en la poesía trágica y, a la vez, en el primer tratado que intenta explicar de forma sistemática por qué motivo algo nos parece bello. El análisis del lenguaje, en definitiva, se convierte en puerta de entrada de la estética. Y, en segundo lugar, porque refleja la importancia que reviste, en el conjunto del pensamiento del Estagirita, su estudio de la lógica. Ningún autor anterior a Aristóteles había dedicado tanta atención no a lo que decimos sino a cómo lo decimos, ni había pretendido otorgar una validez universal a las leyes que deben regir la construcción de argumentos formalmente correctos. La lógica se convertiría, a partir de Aristóteles, en el instrumento primordial del filósofo y en el criterio de legitimación del razonamiento en el contexto del debate dialéctico.
• Primer período (368-348 a.C.), correspondiente a su perma-nencia en la Academia de Platón, en la cual acepta la filosofía de su maestro.
• Segundo período (348-335 a.C.), desarrollado entre el abandono de la Academia y su vuelta a Atenas, cuando comienza a estructurar su propio pensamiento.
• Tercer período (335-323 a.C.), ya en el Liceo de Atenas, al que pertenecen la mayoría de las obras que se conservan. Estas pueden categorizarse en los siguientes grupos:
· Lógica, en el que destacan las obras Categorías, Sobre la interpretación, Tópicos y Analíticos.
· Metafísica, o ciencia de los primeros principios, es decir, de los que se sitúan «más allá de la física».
· Obras científicas. Incluye la física de Aristóteles que lleva propiamente este nombre, además de todos sus escritos sobre la naturaleza (como Acerca del cielo, Acerca de la generación y la corrupción y Meteorológicos) y aquellos que indagan sobre los mecanismos que explican la vida (Historia de los animales, Acerca del alma, Reproducción de los animales, entre otros).
· Ética y política, entre los que destacan Gran ética, Ética eudemia, Ética nicomáquea y la Política.
· Estética. Escritos sobre la actividad externa del hombre, es decir, sobre aquello que produce (poiesis) fuera de él, como incluidos en Poética y Retórica.
El pensamiento griego antiguo descansa indudablemente sobre tres firmes columnas: Sócrates, Platón y Aristóteles. O, como mínimo, esto es lo que ha repetido miles de veces la historiografía académica oficial. Desde hace ya más de cien años, esta se ha referido al heterodoxo grupo de pensadores anteriores a Sócrates con la casi despectiva etiqueta de «presocráticos». Desde Tales de Mileto, Anaximandro y Anaxímenes, hasta Leucipo y Demócrito, pasando por Pitágoras, Parménides, Heráclito y Empédocles, toda la filosofía producida en Grecia antes del advenimiento de Sócrates parece no tener otro sentido aparte de preparar el camino al revolucionario filósofo condenado a beber la cicuta democrática. Los innovadores planteamientos de Sócrates fueron desarrollados magistralmente por Platón, en primer lugar, y después por el discípulo más brillante de este, Aristóteles. A partir de entonces no habría más que decadencia. Decadencia política (Atenas y el resto de ciudades helénicas independientes perdieron su autonomía bajo la dominación macedónica) y decadencia filosófica (las «escuelas helenísticas», otra etiqueta como mínimo reduccionista de la riqueza de planteamientos que nos ofrecen escépticos, estoicos o epicúreos). Ya puestos a inventar etiquetas simplificadoras, la historiografía tradicional divide al conjunto de los pensadores influenciados por Sócrates en «socráticos mayores» (Platón y Aristóteles) y «socráticos menores» (megáricos, cínicos y cirenaicos). A esta segunda etiqueta corresponden todos los filósofos que desarrollan su pensamiento inspirados por Sócrates pero desviándose del «buen camino», es decir, del camino platónico-aristotélico. Todo el pensamiento de megáricos, cínicos y cirenaicos queda, de esta forma, neutralizado, y estos filósofos aparecen caracterizados como pensadores impertinentes, simpáticos, pero totalmente irrelevantes ante la abrumadora arquitectura teórica de un Platón y, aún más si cabe, de un Aristóteles que se convierte automáticamente en «socrático» sin haber tenido ninguna posibilidad de conocer directamente a Sócrates, que había muerto quince años antes de que él naciera.
A lo largo del siglo XX, autores como Gabriele Giannantoni o Michel Onfray han llevado a cabo dignos y loables intentos de socavar este defectuoso y reduccionista esquema historiográfico. A la vista de los manuales de historia de la filosofía y de los programas académicos que continúan circulando en la actualidad, no parece que el intento haya tenido demasiado éxito. Sin embargo, no cabe duda de que es más necesario que nunca perseverar en el empeño, aunque obviamente sin ninguna intención de menospreciar las transcendentales aportaciones de la tríada Sócrates-Platón-Aristóteles, precisamente porque una correcta comprensión del conjunto del pensamiento griego antiguo debe arrojar luz, también, sobre el pensamiento de estos tres grandes filósofos.
Dejando al margen debates historiográficos, es innegable, sin embargo, que el árbol de la filosofía occidental ha querido enraizarse en el humus fecundo que nos legaron Sócrates, Platón y Aristóteles. Y lo es también que observar a estos tres autores como un continuo ofrece perspectivas interesantes y esclarecedoras. De este modo, una primera aproximación a la figura de Aristóteles podría partir de una comparación con Sócrates y Platón en un aspecto aparentemente superficial pero finalmente decisivo: su forma de escribir. Como es sabido, Sócrates ha pasado a la historia de la filosofía como uno de los tres grandes ágrafos, juntamente con Jesús y Buda, que no necesitaron escribir ni una sola línea para subvertir de manera radical el pensamiento de su época. Platón, en cambio, escribió de forma profusa y, además, es el primer autor antiguo de quien hemos conservado la totalidad de la obra. Toda la producción de Platón, sin embargo, parece resistirse a alejarse de la voz, de la oralidad. Platón escribe fundamentalmente diálogos (República, Fedón, etc.) y discursos (Apología de Sócrates), o combinaciones de ambos (Fedro, Banquete, etc.). Escribe, pues, y domina el artefacto de la escritura como el mejor de los escritores, pero parece hacerlo como si no tuviera alternativa, como si prefiriera, en realidad, sujetarse a la vivacidad del diálogo interpersonal y, puestos a escribir, intentara hacerlo de la forma «menos escrita» posible. En comparación con el ágrafo Sócrates y el Platón sujeto a la oralidad, Aristóteles conquistará una nueva forma de hacer filosofía, inventará la escritura filosófica tal y como podría decirse que ha perdurado mayoritariamente hasta nuestros días.
La Atenas de principios del siglo IV a.C. seguía manteniendo una gran actividad filosófica. A la corriente de matriz sofística se oponía la escuela socrática, materializada en las enseñanzas de la Academia de Platón. A la sombra de Sócrates, y de forma paralela a Platón, crecerían los filósofos que la historiografía ha llamado «socráticos menores». Partiendo igualmente de las enseñanzas de Sócrates, cada uno de ellos desarrollaría una propuesta singular y distinta. Desde el ensalzamiento del placer libre, propuesto por el cirenaico Aristipo (435 a.C.-350 a.C.), hasta el rechazo de cualquier forma de organización política y social de los cínicos Antístenes (445 a.C.-365 a.C.) y Diógenes de Sínope (412 a.C.-323 a.C.) o los sutiles análisis lógicos desarrollados por el megárico Euclides (h. 400 a.C.). Estos «herejes» del socratismo, cuyo pensamiento era imposible de conciliar con la filosofía de Platón, quedarán relegados y definitivamente ocultos a la sombra del portentoso pensamiento de este último.
La comparación entre Sócrates, Platón y Aristóteles en lo referente a las formas de (no) escribir es indicativa de un cambio de época y de costumbres culturales en relación con la escritura. Por extraño que pueda parecernos a nosotros, hijos de la modernidad ilustrada, el conocimiento, en Grecia, confirió a la escritura un papel poco más que secundario y accesorio. La memorización y la oralidad eran los principales vehículos para la transmisión de lo que hoy en día se conoce como «cultura», y que tan bien ha caracterizado Werner Jaeger (18881961) en su libro Paideia: los ideales de la cultura griega. La lectura no estaba en aquellos momentos al alcance de la mayoría y, por lo tanto, el acto de leer equivalía en realidad a escuchar. Incluso para quien sabía leer, leer quería decir escucharse, es decir, leer en voz alta para uno mismo. Es muy reveladora, en este sentido, la conocida anécdota que Agustín de Hipona relata en sus Confesiones: de visita en casa del obispo de Milán, Ambrosio, lo sorprendió leyendo sin mover los labios. Agustín, que era un hombre culto y admirablemente formado en la mejor tradición retórica latina, no había visto jamás —¡a finales del siglo IV de nuestra era!— a nadie que leyese de esta forma. En Occidente, la historia de la escritura ha sido hasta tiempos muy recientes una historia sonora.