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A lo largo de su vida, Karl Marx (1818-1883) vio cómo Europa sufría una rápida y profunda transformación económica y social. Como consecuencia de ello, sus propuestas supusieron una importante reorientación del pensamiento occidental, ya que fue capaz de plantear un nuevo modo de abordar la filosofía en el que esta ya no tenía solo una dimensión teórica, sino también práctica. Más allá de cualquier ideología, este libro pretende dar a conocer y explicar al padre del materialismo, que fue determinante para denunciar los puntos débiles de la sociedad capitalista y proponer cambiarlos mediante la acción.
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Seitenzahl: 152
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© Juan Manuel Aragüés, 2016.
© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2019. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO542
ISBN: 9788491874560
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
Introducción
El materialismo como herramienta filosófica
La crítica a la sociedad capitalista
La lucha de clases como motor de la historia
La política, un medio para transformar el mundo
Glosario
Bibliografía
La filosofía de Marx supone, por muchas razones, un profundo cambio de orientación en el panorama del pensamiento occidental. Entre las anomalías que la caracterizan, una destaca por encima del resto: su vocación práctica, política, pues la filosofía de Marx tiene como objetivo fundamental y explícito cambiar el mundo.
Efectivamente, si el elogio de la teoría había sido lugar común en la tradición filosófica, Marx subrayó la indisoluble vinculación entre teoría y práctica, unidas en un movimiento de ida y vuelta en el que la teoría, como conocimiento de la realidad, es indispensable para la práctica, y la práctica, como intervención política, es la consecuente aplicación del análisis teórico. No en vano, Marx se halla detrás de buena parte de los procesos revolucionarios que el mundo ha conocido a lo largo del siglo XX.
«Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de maneras diferentes; ahora lo que importa es transformarlo», escribió Marx en uno de sus más conocidos pasajes. Pero para esa transformación, es preciso un minucioso conocimiento del mundo que se quiere cambiar. Por ello Marx, a diferencia de esa tradición con la que él rompió, la del idealismo, empeñada en alejarse del mundo real, entendió como objeto de su filosofía el mundo material, la sociedad, la historia. Para el proyecto de Marx de transformar el mundo, se requiere un exhaustivo conocimiento del funcionamiento de ese mundo.
De ahí, como veremos en los primeros compases de este libro, que el materialismo se convirtiera en la herramienta filosófica con la que Marx pretendía desentrañar la realidad. El materialismo marxiano subrayará que el pensamiento, las ideas, las formas culturales, religiosas, jurídicas son una consecuencia de las sociedades en las que se producen. O lo que es lo mismo, es la organización social la que explica los modos de pensamiento de una época determinada. Una legislación que atienda, por ejemplo, la cuestión del esclavismo es fruto de una sociedad esclavista, como la griega o la romana, en la que, por cierto, la esclavitud no era moralmente cuestionada. Del mismo modo, la regulación jurídica de la jornada laboral es propia de una sociedad capitalista, asentada sobre el trabajo asalariado.
Marx entendía, en definitiva, que sobre la estructura económica de la sociedad se eleva toda una superestructura de pensamiento, filosófico, jurídico, estético, ético, literario, que no hace sino expresar esa estructura social. Pues, como escribió junto con Engels en La ideología alemana, «no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia».
Marx generó también un nuevo discurso en torno a la verdad. En primer lugar, porque la verdad deja de ser universal, pues la visión del mundo siempre está influida por las características del sujeto, en especial por su posición de clase, dando lugar a diferentes ideologías. En segundo, porque su criterio dejó de ser teórico para ser práctico. La constatación de la verdad de un planteamiento no es una cuestión teórica, sino práctica, posición que implica la ruptura con siglos de privilegio de la teoría. Ello enlaza con una novedosa concepción de la filosofía en la que su objetivo declarado es transformar el mundo. El filósofo, la filosofía adquieren así una incuestionable dimensión política.
Por otro lado, el materialismo de Marx desarrolló una posición consecuentemente atea, pues entendía que la idea de dios es una producción humana. No es el ser humano quien es creado por dios sino, por el contrario, dios, y con él la religión, quien es creado por los seres humanos como instrumento de consuelo ante una realidad cargada de dolor y miseria. Es la injusticia, el desgarramiento de la sociedad lo que explica que el ser humano se haya visto empujado a buscar refugio en la religión y sus figuras. Por ello entendía Marx que la forma más eficaz de luchar contra la religión era crear una sociedad justa y habitable.
Como se verá en el segundo capítulo, Marx aplicó la analítica materialista a la crítica de la sociedad capitalista decimonónica para desentrañar sus mecanismos y así poner de manifiesto las injusticias que la caracterizaban. Porque si algo alienta tras la reflexión marxiana es una insobornable voluntad ética de luchar contra la injusticia. En ese análisis jugarán un papel fundamental, como se verá, dos ideas clave: la explotación, a través del concepto de «plusvalía», y la lucha de clases.
Sobre la plusvalía, definida por Marx como la diferencia entre el valor de lo que el obrero produce y el salario que percibe por ello, se articulan los mecanismos de explotación de la clase obrera que el filósofo diseccionó a lo largo de miles de páginas, especialmente en El capital. A la luz de su análisis, la sociedad capitalista se perfila como una sociedad atravesada por el conflicto entre grupos sociales, las clases, definidas por su posición en el sistema productivo. Una de ellas, la burguesía, posee la propiedad de los medios de producción, mientras que la otra, el proletariado, carece de ella, lo que genera intereses enfrentados. Es lo que Marx denomina «lucha de clases», el otro gran concepto sobre el que bascula su filosofía.
De hecho, Marx no hizo sino trasladar al papel aquello que había observado a lo largo y ancho de Europa, en Alemania, en Francia, en Bélgica, especialmente en Inglaterra: la existencia de una masa social explotada y sufriente, el proletariado, la clase obrera, una clase desposeída que tan solo contaba con su fuerza de trabajo, una clase cuyo dolor era cantado también por poetas como Heine, descrito por novelistas como Zola o Dickens. Por ello, Marx marcó distancias con las teorías tradicionales sobre la sociedad, que la describían como un espacio de superación de las diferencias, especialmente a través del mecanismo del contrato social, tal como se encargó de teorizar buena parte de la filosofía moderna.
Las teorías del contrato social, muy en boga en los siglos XVII y XVIII, entendían que la sociedad nacía como consecuencia de un pacto o contrato entre los individuos, que acordaban así una determinada forma de gobierno y Estado. Consumado el pacto, el posible conflicto entre los individuos quedaba desterrado por la acción del Estado. Para Marx, por el contrario, la sociedad es un lugar de conflicto donde se confrontan intereses antagónicos. El papel del Estado es el de garantizar el dominio de una clase, la clase dominante, sobre las demás, convirtiéndose, de este modo, en un actor más de la lucha de clases.
Pero Marx aplicó también el materialismo al análisis de la historia, lo que daría lugar al llamado «materialismo histórico», una teoría que por primera vez hablaba de un motor del proceso histórico, y que se abordará con detenimiento en el tercer capítulo. Todas las sociedades de la historia están atravesadas, según Marx, por la lucha de clases, fruto del enfrentamiento de clases con intereses antagónicos: esclavos y amos, siervos y señores, obreros y burgueses. El conflicto de intereses entre las clases o estamentos en juego deriva en procesos políticos como, por ejemplo, las revoluciones, que empujan hacia delante el proceso histórico. Eso explica el paso de una forma social a otra o, por decirlo a la manera de Marx, de un modo de producción a otro. Pues Marx entendía que lo que caracteriza y diferencia a una sociedad es la manera en que se desarrolla en ella la producción de los bienes materiales.
En todos estos modos de producción, la tensión entre la clase dominante, con sus intereses específicos, y la clase dominada, con los suyos, explica el desarrollo de los procesos políticos y, en última instancia, la crisis y desaparición de ese modo de producción para dar lugar a otro nuevo.
Pues bien, si la lucha de clases es el motor de la historia, la radicalización de la lucha de clases, la acción práctica a través de la política, será el instrumento fundamental para conseguir el objetivo final de la filosofía de Marx: transformar el mundo, acabar con la sociedad capitalista, construir el comunismo. Una vez analizados los mecanismos de funcionamiento de la sociedad capitalista, desentrañadas las leyes del proceso histórico, cumplimentado el análisis teórico de la realidad, Marx pudo desarrollar su propuesta de intervención práctica, materia a la que se dedica el cuarto y último capítulo.
Su teoría política es, toda ella, efecto de su análisis de la realidad. La transformación de la sociedad, la revolución, tendrá como condición indispensable la organización de la clase obrera bajo la estructura de un partido, único modo de aumentar su potencia política. Pues si la burguesía cuenta con todos los recursos del Estado a su disposición —ideológicos, políticos, judiciales, policiales, militares—, la clase obrera no tiene otro recurso que su propia fuerza. Su organización y su toma de conciencia son imprescindibles para la construcción de una nueva sociedad, la sociedad comunista, una sociedad sin clases, pues la vocación del proletariado es desaparecer como clase y generar un nuevo orden social sometido a un principio: «de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad», tal como escribió Marx en su Crítica del programa de Gotha.
En su último estadio, auguraba Marx, tras la desaparición de las clases, la revolución culminará con la desaparición del Estado, que no es más que el instrumento de una clase para el dominio sobre las demás. Por ello, Marx subrayó que el proletariado no podía utilizar el aparato estatal heredado de la burguesía. De lo que se trataba era de destruirlo. Quizá sea este anuncio del fin del Estado el aspecto que haya hecho correr más tinta entre los exégetas de Marx pues, como veremos, tanto esta cuestión como las otras características concretas de la sociedad futura, del comunismo, quedan en el pensamiento marxiano en una nebulosa indefinida.
En cualquier caso, Marx es un autor que no deja a nadie indiferente. Por su dimensión práctica, política, su pensamiento ha tenido protagonismo desde su primera formulación y ha sido objeto durante décadas de las más aceradas críticas y las más cerradas defensas. Entre sus seguidores, podemos encontrar múltiples matices y puntos de vista que han dado lugar, a lo largo del siglo XX, a diversas escuelas teóricas y orientaciones políticas. El marxismo ha sido amalgamado, con diferentes resultados, con el existencialismo, con el psicoanálisis, con el estructuralismo. Son muchos los filósofos relevantes en los que la huella de Marx resulta muy reconocible, desde Benjamin hasta Sartre o Althusser, pasando por Adorno o Lukács. También, es cierto, algunos de los ejemplos de mayor indigencia teórica y brutalidad política, como pueda ser el estalinismo, pretenden una filiación marxiana.
Por su lado, los enemigos de Marx, teóricos y políticos, se han apresurado, a la menor ocasión, a decretar su muerte. Sin embargo, esa dimensión política de la que venimos hablando, unida a su condición de herramienta de análisis de la realidad social, hace que el nombre de Marx, en momentos de crisis social, vuelva a adquirir actualidad. El espectro de Marx no deja de reaparecer cuando la ocasión lo propicia. Y las coyunturas de crisis son un buen caldo de cultivo para su pensamiento.
• Obras de juventud. Suponen un ajuste de cuentas con el hegelianismo y la definición del campo materialista:
· Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro (tesis doctoral, 1841)
· Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1844)
· Manuscritos de París (o Manuscritos de economía y filosofía (1844)
· Tesis sobre Feuerbach (1845)
· Miseria de la filosofía (1847)
· Trabajo asalariado y capital (1847)
· Las luchas de clases en Francia (1850)
· El 18 brumario de Luis Bonaparte (1852)
• Obras de madurez. Incluyen el análisis de la sociedad capitalista en sus mecanismos económicos:
· Grundrisse. Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (1857)
· Teorías sobre la plusvalía (1862)
· Salario, precio y ganancia (1865)
· El capital (1867, 1885, 1894)
· La guerra civil en Francia (1871)
· Crítica del programa de Gotha (1875)
• Obras en colaboración con Engels. La contribución de la bicefalia teórica del marxismo:
· La ideología alemana (1845)
· La sagrada familia (1845)
· El manifiesto comunista (1848)
Quizá sea exagerado afirmar que Marx nació materialista, pero no cabe duda de que el ambiente familiar y su educación contribuyeron a orientar filosóficamente al autor. A pesar de que entre sus antepasados es posible encontrar algunos rabinos judíos, el padre de Marx, Herschel Mordechai Marx, recibió una educación laica y no tuvo reparos en abandonar el judaísmo para evitar las restricciones antisemitas de la Alemania de finales del siglo XVIII. Con su religión perdió también su nombre, que pasó a ser Heinrich. Sus posiciones liberales y su amor por la Ilustración, en especial por Kant y Voltaire, fueron el caldo de cultivo en el que creció el pequeño Karl, tercero de nueve hermanos. Había nacido en 1818 y durante toda su vida mantuvo un vínculo especial con su hermana mayor, Sophie. Hasta los doce años, fue educado en casa, y entre 1830 y 1835, asistió a clase en la Escuela Superior de Tréveris, su ciudad natal.
La Escuela era conocida por una plantilla de profesorado de orientación, también, liberal y humanista, hasta el punto de que la policía la asaltó en 1832, y fueron remplazados la mayoría de los profesores. Quizá sea ese cambio de profesorado la causa de algunas composiciones de sorprendente orientación religiosa en los que un joven Marx de diecisiete años denunció la «frívola filosofía» de los epicúreos, a los que, precisamente, pocos años después dedicaría su tesis doctoral.
En aquella época, el joven Marx ya era temido por sus compañeros de clase por la facilidad con la que componía versos y pasquines satíricos contra sus enemigos. Por otro lado, su relación con su futura mujer, la joven Jenny von Westphalen, a la que conocía desde su niñez y con la que se comprometería en el verano de 1836, reforzó unos intereses literarios, culturales y sociales compartidos.
Bonn, su primer destino universitario, en 1835, fue, más bien, un paréntesis formativo durante el que afloró la faceta menos académica de Marx. Los estudios de Derecho que allí comenzó, a instancias de su padre, apenas le interesaban. Peleas, algún duelo, una de las cinco presidencias del Club de la Taberna de Tréveris o un fugaz paso por la cárcel por alboroto nocturno es el bagaje de esos meses, junto con ciertos escarceos en el campo de la poesía. Suficiente para que su padre, hastiado, le conminara a dirigirse a Berlín para proseguir sus estudios de Derecho. Hasta la muerte de su padre en 1838, el Derecho fue su horizonte académico.
En la Universidad de Berlín, en 1836, donde prosiguió estudios de Derecho, recibió clases de Bruno Bauer, uno de los más relevantes discípulos de Hegel por aquel entonces, especializado en cuestiones de teología. Sin embargo, Bauer era ya conocido por sus posiciones ateas. El joven Marx comenzó a desenvolverse en ambientes resueltamente ateos, lo que le inspiraría una tragedia, de título Oulanem, redactada en 1837, en la que el protagonista caracteriza a los seres humanos como «simios de un Dios indiferente».
La relación con Bauer se consolidó hasta el punto de que este propuso a Marx y Feuerbach, otro de los grandes discípulos de Hegel, el más admirado posteriormente por Marx, la edición de una revista de significativo título: Archivos del ateísmo. La revista no se llegó a publicar, pero la orientación materialista y atea de Marx encontraría cauce de expresión en su tesis doctoral titulada Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro, leída en la más liberal Universidad de Jena en 1841.
En la época de este retrato, de finales de la década de 1830, el joven Marx apuntaba ciertas tendencias románticas, propias del momento, que lo llevaron a cultivar, sin éxito, la poesía y a escribir una novela corta, Escorpión y Félix. Fue un estudiante bullicioso y un tanto camorrista. A pesar de que su padre lo obligó a estudiar Derecho, Marx se movió desde el primer momento en ambientes filosóficos. La temprana muerte de su progenitor favoreció su vocación filosófica.
Marx es, sin lugar a dudas, uno de los grandes teóricos del materialismo a lo largo de la historia de la filosofía, una estirpe que se inició en la antigua Grecia con filósofos como Demócrito y Epicuro, a quienes Marx dedicó, en 1841, su tesis doctoral. Dicha estirpe será prolongada en la Modernidad por Spinoza y los materialistas franceses del XVIII, La Mettrie, Helvétius, Holbach, quienes no se libraron de la persecución y el menosprecio que esta corriente ha sufrido a lo largo de la historia. Buena parte de sus textos, especialmente los de la Antigüedad, no han llegado hasta nosotros, pues el proceso de selección histórica, especialmente en los monasterios medievales, apostó, como no podía ser de otro modo, por la tradición idealista, más cercana a los intereses de la religión y del poder. Pero la potencia del texto de Marx es tal que a partir de él ya no es posible ningunear al materialismo, que pasa a convertirse en corriente filosófica fundamental.
Pero ¿qué debemos entender por materialismo? Si queremos decirlo de una manera llana y directa, podemos resumir que el materialismo consiste en mirar a la realidad cara a cara, entender que no hay más realidad que aquella que nos transmite la materia —natural, social— que nos rodea. El materialismo consiste en no contarse cuentos, en no refugiarse en «trasmundos inventados», por utilizar la expresión de Nietzsche, haciendo referencia, por ejemplo, al cielo cristiano. Frente al idealismo, que pretende explicar lo material inventando otros mundos de carácter inmaterial, como el mundo de las ideas de Platón, el materialismo solo sabe de la materia que nos rodea, bien sea en forma de naturaleza o sociedad. Explicar lo real desde lo real mismo.