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El pensamiento occidental no se entendería sin la obra de Platón. Sus diálogos son, sin duda, uno de los pilares de la filosofía, y su influencia en nuestra cultura e historia aún es evidente en la actualidad. Con la voluntad de acercarse a su vida y su obra de la mejor manera posible, este libro que ahora presentamos ofrece algunas claves para comprenderlo y estudiarlo mejor. En él se incluye un retrato de Platón y de su época para contextualizar su pensamiento, completos análisis de sus principales ideas y una pormenorizada exposición de sus opiniones acerca de temas como el alma, la razón, la ética, la justicia, la política o el arte. Además, el volumen cuenta con un glosario de términos platónicos y una guía de lecturas recomendadas.
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© del texto: Ramon Alcoberro Pericay.
© de las fotografías: p. 23 (Album); pp. 34-35 (Akg Images); pp. 44-45 (Album); p. 53 (arriba izq.: Age Fotostock; arriba dcha.: Album; abajo izq.: Akg Images; abajo dcha.: Archivo RBA); pp. 74-75 (Archivo RBA); pp. 110-111 (Album); pp. 142-143 (Album)
Diseño de la cubierta: Luz de la Mora.
Diseño del interior y de las infografías: Tactilestudio.com.
© RBA Coleccionables, S.A.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2019.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: enero de 2019.
Primera edición en esta colección: mayo de 2022.
REF.: ODBO116
ISBN: 978-84-9187-576-5
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Platón es uno de los pensadores más penetrantes e influyentes de la historia. De la filosofía anterior a él solo poseemos fragmentos; de la suya lo tenemos casi todo. Los 28 diálogos que han llegado a nuestras manos se cuentan entre las cimas no solo del pensamiento sino de la literatura universal. Discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, su obra constituye, además, un testimonio inigualable de unos años, los transcurridos en Atenas a caballo de los siglos V y IV a.C., durante los cuales la cultura griega alcanzó su cénit.
Aunque el punto de partida y de llegada del platonismo es la política, su ambicioso proyecto de definir un Estado perfecto solo puede entenderse en toda su amplitud desde su teoría de las Ideas. Platón consideraba que el mundo visible no era sino una copia imperfecta de otro, el de las Ideas, del que tomaba sus propiedades. Así, una cosa bella lo era porque participaba de la idea de Belleza. En una de las imágenes más célebres de la literatura, Platón comparó el mundo visible con meras sombras de las ideas proyectadas sobre las paredes de una caverna. Solo la filosofía puede, según Platón, guiarnos fuera de la caverna y conducirnos a la luz.
Este dualismo, con su énfasis en la existencia de un mundo más allá de lo material, ha pervivido en el pensamiento filosófico posterior, en especial en la forma que le dieron pensadores de la talla de san Agustín, cuya amalgama de conceptos platónicos dotaron al cristianismo de una base filosófica articulada y coherente que le permitió derrotar el materialismo pagano y «conquistar» el mundo occidental. En la escolástica, el intento medieval de alcanzar una síntesis entre filosofía y teología, algunos filósofos llegaron a adoptar este «neoplatonismo» con tal fidelidad que parecía consonante con el dogma cristiano. En suma, la conocida cita del filosofo inglés Alfred North Whitehead, según la cual «la tradición filosófica europea es una serie de notas al pie de página de Platón» puede parecer una exageración, hasta que se cae en la cuenta de que aquello que Occidente tiene de cristiano, en gran medida lo tiene de platónico.
Buena parte del vocabulario de la filosofía vio la luz en los diálogos platónicos. Fue Platón el primero en acuñar conceptos como «alma» (que en griego es psiqué, «soplo o aliento») o «dialéctica» (que significa situar el logos, «la razón», en dia, «a través de» o «mutuamente»). Asimismo, uno puede tener «ideas» (de eidos, que significa «el aspecto» de una cosa; su «forma típica») porque Platón introdujo este concepto en nuestra tradición. O puede enamorarse «platónicamente» gracias al elogio del amor no físico que incluyó en una de sus obras más célebres, el Banquete. La justicia, la educación, las formas de la convivencia y su posible decadencia, las virtudes y peligros de la democracia, la importancia del arte en la sociedad o la relación entre el saber y el poder son cuestiones hoy plenamente vigentes que quedan iluminadas de una manera distinta tras la lectura de Platón. Encontramos su huella en el realismo político inaugurado por Maquiavelo, en el racionalismo de Descartes y hasta en los principios políticos de la Revolución francesa. En definitiva, si hay un clásico que permanece vivo y nos impulsa a pensar, ese es Platón.
El filósofo ateniense nos es conocido por diversas fuentes y en especial por un texto muy significativo, la Carta VII, una especie de autobiografía intelectual tradicionalmente empleada como hilo conductor para situar su pensamiento en un contexto vital. La Carta VII atestigua el papel de la teoría política como motor de su afán filosófico. Por ella sabemos que Platón fue vástago de una antigua familia de la aristocracia ateniense y participó de acontecimientos que marcaron a su ciudad, tales como la derrota a manos de los espartanos en las guerras del Peloponeso (431404 a.C.). Asimismo, fracasó en su propósito de influir como consejero en el gobierno de Siracusa y fundó la Academia, el primer centro universitario de la Antigüedad, para servir como escuela de futuros políticos. Pero siempre sometiendo el poder a la razón. La figura de su maestro Sócrates, «el más justo de los hombres», héroe y protagonista de buena parte de sus diálogos, y en especial su condena a muerte en el año 399 a.C., marcaron en profundidad su pensamiento. La ejecución de Sócrates llevó a Platón a la convicción de que la democracia es un régimen estructuralmente corrupto pero no porque lo sean los políticos, sino porque se trata de un sistema basado en la retórica y el comercio de opiniones que carece de defensas contra la demagogia. Responder a la crisis de la democracia le llevó a proponer una política alternativa que no consistiera simplemente en la gestión de los intereses particulares de los gobernados, sino que tratara a los individuos como seres racionales, es decir, a construir lo que él consideraba una política de la razón, basada en principios eternos. La forma madura del pensamiento político de Platón está expuesta en la obra cumbre del autor, la República, y constituye el puerto de llegada del trayecto por el rico pensamiento platónico que propone este libro.
Los primeros diálogos de Platón se consideran los más socráticos y tratan sobre temas éticos. En ellos no se llega a conclusiones, sino que hay una preocupación por el método: el Sócrates platónico insiste en lo poco que sabe y en la extraordinaria importancia de la búsqueda de la sabiduría mediante recursos tales como la paradoja, la refutación o la dialéctica. Sócrates es aquí un agitador de conciencias y un defensor de la verdad, capaz de morir por ella con total convencimiento y serenidad proverbial.
El desarrollo de los temas mayores del pensamiento platónico se deja para los diálogos llamados «de madurez», entre los cuales se incluyen obras maestras tales como el Banquete, el Fedro, el Fedón y la República. Son diálogos de lectura asombrosamente amena y de una gran claridad. Hoy más que nunca la obra platónica sorprende al lector por su facilidad de comprensión. Sus personajes explican sus vidas, se lanzan pullas, se preguntan por cosas que les preocupan, bromean unos con otros, en definitiva, filosofan en el sentido original, más puro, de la palabra. Su viveza y la sensibilidad con que se construyen sus ambientes han llevado a pensar que algunos de ellos podrían haberse representado en público. La lectura de los diálogos apasiona e incita a filosofar.
Para lanzarse a explorar el universo platónico es necesario familiarizarse con la conocida «teoría de las Ideas» o «de las Formas». Esta teoría no aparece expresada explícitamente como tal, ni se recoge en un texto canónico de forma íntegra, sino que Platón la va presentando en cada diálogo. Para Platón, la Idea no es algo que solo existe en la mente, sino una entidad que tiene existencia objetiva. La idea de Belleza, por ejemplo, no es un mero concepto mental, sino que existe por sí misma, independiente de los objetos sensibles que consideramos bellos. Las Ideas son las causas de las cosas: como ya se ha apuntado antes, las cosas bellas son así porque imitan o participan de la idea de Belleza. Las Ideas son eternas e inmutables, y solo pueden captarse a través del entendimiento. El mundo de las Ideas está organizado jerárquicamente en función de la idea suprema de Bien, que se identifica con la Verdad y la Belleza.
En medio de este esquema tan abstracto, Platón escribió el Banquete, el gran diálogo en elogio de Eros, el dios del amor y el deseo. En la que es, sin duda, la más popular de las obras del pensador, Platón defendió que el amor es el sentido mismo de la filosofía, ya que nos conduce a las Ideas. El objeto del amor es la belleza, y la verdad del amor no se encuentra en la belleza de los cuerpos, sino en la de las almas. Cuando el Banquete presenta la filosofía como amor, está diciendo que el objetivo de alcanzar las Ideas obedece a un impulso erótico. Este impulso lleva del amor a la belleza del amado al amor de todos los cuerpos bellos; de ahí, a la belleza moral de las almas; de ahí, a la belleza de las normas de conducta y las leyes; de ahí a la belleza de los sistemas de pensamiento, y de ahí, por fin, a la Belleza en sí. Así el amor se convierte en una fuerza metafísica, ética y política.
Platón no solo habla de Ideas, sino que también se preocupa del hombre: el dualismo platónico se traduce en el dualismo entre cuerpo y alma. Para el filósofo, el hombre es un compuesto de dos realidades: cuerpo y alma. El cuerpo es de naturaleza material y pertenece al mundo sensible, mientras que el alma es de naturaleza espiritual y procede del mundo de las Ideas. Por lo tanto, estar junto al cuerpo no es natural para el alma, y mientras permanece atada a él, desea escapar para volver a su lugar de origen, siempre que lo recuerde. El recuerdo, o reminiscencia, es la posibilidad de captar las Ideas que el alma contempló antes de llegar al mundo sensible. Platón considera que conocer es recordar.
Algunas de estas nociones eran tan novedosas en su tiempo como han acabado siendo familiares en el nuestro. Para asegurarse de que sus interlocutores las entendían, Platón desplegó un impresionante abanico de mitos, leyendas y alegorías en las que lucidez argumental y genio literario se dan la mano y alcanzan alturas nunca igualadas en la historia de la filosofía. Transmitir verdades superiores era para Platón la única razón válida para esta concesión a lo poético. Dado que la belleza de un poema o una escultura no era más que una copia imperfecta de la única belleza auténtica, la de las Ideas, el afán puramente artístico equivalía a perseguir una mentira. Es por ello que, en una de sus tesis más polémicas, Platón abogó por expulsar a los artistas de la «Ciudad justa» o, en terminología más moderna, el «Estado ideal» (pues la forma de Estado que Platón analiza es la polis o ciudad-estado griega).
La Ciudad justa es una de las más importantes utopías de la historia del pensamiento, y Platón la expuso en detalle en los diez libros que integran el más relevante de sus diálogos, la República, donde aparece la alegoría de la caverna. El filósofo usa en esta obra la teoría de las Ideas para dar fundamento metafísico a su pensamiento ético a través de la idea del Sumo Bien. La Ciudad justa tiene las mismas necesidades materiales y los mismos fines éticos que un organismo humano, de modo que la armonía entre las funciones del cuerpo y el alma se corresponde con el equilibrio del Estado. Hay un paralelismo total entre alma, ética y política. La justicia es el objetivo máximo del Estado ideal, y su fin es la defensa del bien común, que está por encima de cualquier bien particular. Por ese motivo el rey debe ser filósofo, o el filósofo ser rey, porque solo el pensador puede acceder al mundo de las Ideas, de los valores supremos, y así conocer mejor el Bien y la Justicia. En este Estado ideal solo una minoría muy selecta ostenta el poder. El contraste con la democracia de su época, según Platón frívola y demagoga, no puede ser más acusado.
La propuesta de entregar el poder político a una aristocracia intelectual puede generar rechazo en una sensibilidad contemporánea, pero es justo reconocer la influencia de Platón en las modernas teorías de la justicia y en utopías políticas de muy distintos matices ideológicos. Al fin y al cabo, lo que Platón nos ha legado son diálogos, y dialogar constituye la más pura esencia de la democracia, porque es un trabajo compartido de búsqueda de la verdad.
Si fuésemos perfectos, e incluso si nuestro destino consistiese en lograr la perfección, no necesitaríamos ni esforzarnos en la construcción de instituciones sociales, ni superar nuestra natural tendencia al desorden y a la corrupción. La política es profundamente humana y como todo lo humano está cercada por el fracaso, pero su dignidad se halla en el esfuerzo de mejora, en el trabajo sobre nosotros mismos que el maestro Sócrates denominó «cura del alma». El alma humana es capaz, a la vez, de lo peor y de lo mejor. Lo que nos ha legado Platón y lo que le convirtió en fuente de inspiración en los siglos posteriores es su capacidad de comprender que todo lo humano es producto de un proceso de conocimiento, que implica al mismo tiempo un esfuerzo de mejora de la propia alma. Platón señala que todo intento humano por construir una Ciudad justa inevitablemente está condenado al fracaso. Pero nos dice también algo muy importante: que está inscrita en el alma una inevitable tendencia a buscar la perfección.
OBRA
No se ha alcanzado entre los especialistas un consenso total acerca del número de diálogos auténticos ni del orden en que fueron escritos. Sin embargo, de acuerdo con criterios basados en el estilo literario y en fuentes históricas, se los tiende a clasificar en tres grandes grupos:
Diálogos de juventud. Escritos bajo la influencia de Sócrates, durante los últimos años de vida del maestro o, con mayor probabilidad, en los primeros tras su desaparición. Un texto clave de esta etapa, aunque no está en forma dialogada, es la Apología de Sócrates, donde se narra el juicio al maestro. Critón (sobre el deber) o Laques (sobre el valor) son otros textos especialmente significativos. Se incluyen, además de los mencionados, Eutifrón, Ion, Lisis, Cármides, Gorgias, Hipias menor, Hipias mayor y Protágoras.Diálogos de madurez. No se ha llegado a ningún acuerdo sobre su orden, pero se cree que Platón debió de escribirlos entre los 40 y los 56 años, ya en la Academia. La República, el Banquete, Fedón y Fedro marcan la madurez literaria de Platón. Los otros diálogos del período son Menón, Eutidemo, Menéxeno y Crátilo.Diálogos de vejez. Vienen marcados por la crítica radical de teorías anteriores, incluida la de las Ideas. Sofista, Político y las Leyes son los textos más significativos. También se incluyen en este período Parménides, Teeteto, Timeo, Critias, Filebo y las Cartas, no escritas en forma de diálogo y de la autenticidad de algunas de las cuales se albergan serias dudas.El 7 de noviembre del año 347 a.C., Espeusipo, sobrino de Platón y su sucesor a la cabeza de la Academia, ofreció un banquete en memoria de su tío. En ese banquete, que conocemos por el llamado «fragmento 27» de las obras de Espeusipo, el nuevo director y heredero pronunció un discurso en el que reveló por primera vez, ni más ni menos, la divina ascendencia del filósofo. Al parecer, su madre, Perictione, se había unido a Apolo para engendrar al gran sabio, quien, por tanto, merecía ser recordado en adelante como «el divino Platón» y situarse, junto con Pitágoras, en el panteón de sabios divinizados. No sabemos si fue antes o después de pronunciado ese discurso cuando Aristóteles, uno de los alumnos más destacados de la Academia, decidió abandonar Atenas, pero resulta tentador suponer que lo hizo escandalizado por esa burda astucia familiar.
En la Antigüedad, no obstante, no era tan extraño que un ser humano excepcional fuese identificado con un dios. Tampoco lo era justificar el poder mundano o la legitimidad de unas doctrinas apelando a la divinidad, por mucho que esa argumentación hubiese sido puesta en duda por los sofistas un par de generaciones antes de Platón. Baste recordar que del considerado primer filósofo de la historia, Tales de Mileto, incluido por sus contemporáneos en la selecta lista de los Siete Sabios, se decía que había debatido con el centauro Quirón. Pitágoras, por su parte, estaba ya del todo mitificado en la Atenas platónica. Y tras el de Platón, los intentos de divinización de grandes hombres perduraron durante siglos. Los biógrafos de Alejandro Magno lo presentaban como el supuesto hijo de Zeus Amón, y el general romano Escipión el Africano, según Tito Livio, gustaba de hacer correr el rumor según el cual le había engendrado Júpiter. La obra de Platón, y la centralidad que la política ocupa en ella, toman un peculiar sentido cuando se lee a partir de este dato, porque con él la política se convirtió en una especie de saber «divino», derivado del alma y propio de una élite espiritual.
Platón nació en Atenas, en el 427 a.C., en el seno de una familia aristocrática, tal vez la más rica de la ciudad de su tiempo, y su verdadero nombre parece haber sido Aristocles, que era también el nombre de su abuelo. Su linaje se remontaba, por vía paterna, al mítico rey Codro, fundador de Atenas, y por parte de su madre descendía del legislador Solón, otro de los Siete Sabios. La familia materna, además, estaba vinculada al partido oligárquico y sus tíos formaron parte del brutal gobierno de los Treinta Tiranos, instaurado en el año 404 a.C. tras la derrota de Atenas a manos de Esparta en la guerra del Peloponeso. El sobrenombre de «Platón» se lo puso su maestro de gimnasia a causa de su vigor físico, dado que, en griego, platos significa algo así como «amplitud, vastedad».
Este mosaico, fechado en el siglo I, se encontró en una villa pompeyana. Siendo la más célebre representación de la Academia platónica que haya llegado a nuestros días, resulta irónico que no se sepa con certeza cuál de las figuras representa a Platón. El candidato más probable es el tercer hombre por la izquierda, apoyado como está en un olivo, símbolo de Atenea y la sabiduría. La otra figura destacable es la situada en el extremo izquierdo; es, junto con el supuesto Platón, el único que habla, y por ello se le identifica a menudo con Aristóteles, el alumno que se atrevió a pensar por sí mismo. En la esquina superior derecha del mosaico se observa Atenas y sus murallas.
Conocemos su vida gracias especialmente a Vidas y opiniones de los más ilustres filósofos, de Diógenes Laercio, obra escrita en el siglo III d.C., y por la supuesta autobiografía que se conoce como la Carta VII. Sin embargo, la vida de Platón no debe leerse con los criterios con los que nos aproximaríamos a la de un contemporáneo. Más bien al contrario, su biografía, como la de todos los grandes pensadores de la Antigüedad, se construye como una narración y responde a una intencionalidad profundamente simbólica de carácter político. En consecuencia, el personaje que nos llega de ambos textos tiene mucho de arquetipo o de modelo moral.
La Carta VII