Juego perverso - Sharon Kendrick - E-Book
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Juego perverso E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Decidió que sería la mujer fatal que él creía que era… Muy pocas personas se atrevían a desafiar al magnate griego Zak Constantinides. Era el dueño de un imperio hotelero y le gustaba tenerlo todo bajo control. Cuando vio que la diseñadora de interiores de su hotel de Londres iba detrás del dinero de su hermano, decidió tomar cartas en el asunto y trasladarla inmediatamente a Nueva York. Emma tal vez tuviera más de un vergonzoso secreto, pero no estaba interesada en el hermano de Zak ni en su dinero. Decidida a bajarle los humos a su arrogante y despótico jefe, aceptó el trabajo que le ofrecía en Nueva York …

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Sharon Kendrick. Todos los derechos reservados.

JUEGO PERVERSO, N.º 2168 - julio 2012

Título original: Playing the Greek’s Game

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0657-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

A EMMA casi se le salía el corazón del pecho al entrar en el despacho minimalista del ático, pero el hombre sentado tras la mesa ni siquiera se molestó en levantar la cabeza.

La luz entraba a raudales por las enormes ventanas que daban a uno de los parques más bonitos de Londres. El hotel Granchester era mundialmente famoso y escandalosamente caro, entre otras cosas, por su esplendida localización, pero la magnífica vista palidecía en comparación al hombre sentado ante la ventana, con la mirada fija en un montón de papeles.

Zak Constantinides.

El sol de noviembre realzaba sus negros cabellos y su formidable musculatura. Una corriente de tensión y virilidad irradiaba de sus anchos hombros, acelerando los latidos de Emma.

Estaba más nerviosa de lo que recordaba haber estado en mucho tiempo, lo cual no era de extrañar. Su jefe se había presentado en Londres inesperadamente y a ella la habían avisado para que se presentara en su despacho de inmediato. Normalmente las personas tan poderosas como aquel magnate griego no se mezclaban con gente como ella.

La llamada la había pillado subida a una escalera de mano. Bajo sus vaqueros descoloridos y su camiseta holgada estaba pegajosa por el sudor, y los mechones se le caían de la cola de caballo. No era la mejor manera de presentarse ante el multimillonario, pero no había mucho que pudiera hacer al respecto. Tenía el peine en su bolso, que estaba metido en una taquilla en algún lugar de las entrañas del edificio.

Su jefe debía de haber advertido su presencia, pero siguió concentrado en su trabajo como si no hubiese nadie más en el despacho. Seguramente fuera una táctica por su parte, para dejarle claro quién llevaba allí la voz cantante. El hermano de Zak ya le había advertido a Emma que era un fanático del control y que disfrutaba con todo el poder que acaparaba en sus manos.

Carraspeó torpemente e intentó no sentirse como un político novato a punto de iniciar su primer discurso.

–¿Señor Constantinides?

Al oír su voz levantó la cabeza para revelar sus rasgos marcados en su brillante piel aceitunada. Todo sería típicamente griego, salvo por los ojos. No eran marrones o negros, como sería previsible, sino de un gris tan inquietante como un cielo borrascoso. Se clavaron en ella y Emma sintió algo extraño en las tripas. Una especie de mal presagio que sin duda se debía a los nervios. ¿Qué otra cosa podía ser? A ella ya no le interesaban los hombres, y mucho menos los multimillonarios con mujeres suficientes para llenar cientos de harenes por todo el globo.

–Ne? Ti thelis?

Emma intentó sonreír. ¿Le habría hablado en su lengua nativa para distanciarse aún más de ella, cuando era evidente que hablaba inglés a la perfección?

–Soy Emma Geary. Me han dicho que quería verme.

Zak se recostó en la silla y la recorrió lentamente con la mirada.

–Sí, así es –le dijo en tono suave mientras le indicaba la silla delante de él–. Por favor, tome asiento, señorita Geary.

–Gracias –respondió ella, terriblemente avergonzada por las horquillas sujetas a la camiseta y por el mechón que se pegaba a la sudorosa mejilla. Pero ¿qué aspecto podía tener si se había pasado toda la mañana subida a una escalera, colgando cortinas? Como diseñadora de interiores del hotel Granchester, se encontraba trabajando en una de las habitaciones del séptimo piso cuando recibió la llamada de la secretaria de Zak.

–Suba inmediatamente al despacho del jefe –le había dicho, y Emma apenas tuvo tiempo para recuperar el aliento antes de meterse en el ascensor, sin posibilidad de maquillarse ni de ponerse algo más apropiado.

–Siento no haber tenido tiempo para cambiarme…

–No se preocupe. Esto no es un desfile de moda.

Volvió a fijarse en los vaqueros ceñidos a sus esbeltas piernas y en la camiseta que, a pesar de ser bastante holgada, no disimulaba la provocativa curva de sus pechos. Solo las manos parecían bien cuidadas, como a Zak le gustaba en las mujeres. Uñas largas y pulcramente pintadas de rosa coralino, evocando los espectaculares atardeceres de su Grecia natal y el suave murmullo de las olas. ¿Se habría percatado ella de que se las estaba mirando y por eso se había llevado repentinamente la mano al pecho, atrayendo la atención a la sensual protuberancia de sus senos? Una mezcla de deseo e irritación invadió inesperadamente a Zak, pero consiguió mantenerse impasible.

–Su ropa no va a influir para nada en lo que estoy a punto de decirle.

–Vaya… –intentó sonreír otra vez–. Eso no suena muy tranquilizador.

–¿No?

Emma dejó de sonreír y se sentó frente a él, incapaz de contener el hormigueo que le recorría la piel ante su fría mirada de acero. No entendía su reacción. Ella ya no sucumbía a la atracción instantánea ni nada de eso. Era como una de esas mujeres que después de renunciar al chocolate durante mucho tiempo se ponían enfermas solo de pensar en él. Lo mismo le pasaba a ella con los hombres. O al menos así había sido hasta ese momento.

Porque, en aquellos instantes, su acostumbrada indiferencia parecía haberla abandonado y la había dejado con una extraña sensación de vulnerabilidad frente al hombre de rostro severo y penetrante mirada. Tal vez se debiera a que nunca había estado a solas con él. O tal vez porque le resultaba muy íntimo encontrarlo en su mesa, rodeado de papeles, en mangas de camisa.

Precisamente allí, en aquel lugar.

Porque Zak Constantinides vivía en Nueva York y rara vez pisaba Londres y el hotel Granchester. Muchos miembros del personal ni siquiera lo habían visto en persona y solo lo conocían por su reputación. Aparte de una única y breve conversación, Emma solo lo había visto de pasada. El magnate griego tenía fama de no mezclarse con el personal del hotel. Eso se lo dejaba a Xenon, su ayudante, y en menor medida a su hermano menor, Nat. La última vez que Emma se cruzó con él fue en la inauguración del salón Moonlight, una restauración a cargo de Emma de la que se sentía particularmente orgullosa. Recordaba que se lo habían presentado y que los modales de Zak habían sido bastante fríos, sonriendo con desgana y agradeciendo tibiamente los esfuerzos creativos de Emma. Pero a ella le dio igual. No se lo tomó como algo personal, pues conocía su meteórico ascenso en el mundo empresarial, su corazón de hielo y las legiones de mujeres que se desvivían por tenerlo.

Zak Constantinides era una leyenda viva, tanto dentro como fuera de la sala de juntas. Era la clase de hombre a la que cualquier mujer con dos dedos de frente se cuidaría mucho de evitar. Y sobre todo alguien como ella, quien atraía a los hombres problemáticos como la luz a las polillas.

Mucho tiempo atrás había comprobado que era una inútil en lo que se refería al sexo opuesto, un rasgo que debía haber heredado de su madre. Al igual que ella, tenía que lamentar las consecuencias de las decisiones erróneas que había tomado en la vida. La única solución que le quedaba era proteger su corazón y su cuerpo de cualquier hombre que pudiera interesarse en uno o en otro.

Intentó respirar hondo para calmarse y observó al hombre sentado frente a ella. En la inauguración del Moonlight llevaba un esmoquin negro a medida como correspondía al poderoso magnate que era. Pero en aquel momento ofrecía un aspecto muy diferente. Llevaba una camisa de popelina desabrochada por el cuello y arremangada hasta los codos, dejando a la vista unos antebrazos fuertes y velludos. Sus manos eran grandes y fuertes y sus hombros, anchos y poderosos. No se parecía en nada a un magnate. Más bien parecía un hombre acostumbrado a trabajar la tierra o a cualquier otra actividad que no fuera ocuparse del papeleo que llenaba su mesa. Era sin duda la imagen más viril que Emma había visto en su vida.

Zak dejó el bolígrafo y se echó hacia atrás en la silla, lo que atrajo involuntariamente la mirada de Emma al estirarse la camisa sobre los músculos del pecho.

–¿Tiene idea de por qué la he hecho llamar? –le preguntó en tono apático y distraído.

Emma se encogió tímidamente de hombros, intentando convencerse de que no había motivo alguno para estar nerviosa.

–La verdad es que no, por mucho que me he devanado los sesos… Espero que no esté descontento con mi trabajo, señor Constantinides.

A Zak no se le pasó por alto el ligero rubor que coloreó sus mejillas, ni las pestañas rubias que enmarcaban sus ojos verdes. No llevaba ni una gota de maquillaje encima…

Sería mucho más sencillo estar descontento con ella. Así podría despedirla y decirle que dejara en paz a su hermano. Zak se la había encontrado con el resto del personal al hacerse cargo del hotel, dos años atrás, y no había visto ningún motivo para prescindir de ella. Había comprado el Granchester porque era lo que siempre había querido hacer, no porque quisiera modificar un negocio que ya iba sobre ruedas. Había aprendido que la fortuna podía desaparecer tan rápidamente como aparecía, y él, aunque era bastante generoso, rara vez malgastaba el dinero. Emma Geary era muy buena en su trabajo como decoradora, y Zak nunca sacrificaba el talento a menos que fuese absolutamente necesario.

Por desgracia, en las circunstancias actuales parecía la única solución.

Porque aquella mujer de pelo rubio y uñas de coral le había echado el lazo a su hermano menor.

Lo curioso era que no resultaba ser lo que Zak había esperado. La había visto con anterioridad, pero apenas recordaba nada. No había día de la semana en que no conociera a un montón de mujeres, y aquella no era su tipo. Había renunciado definitivamente a las mujeres rubias con curvas y largas piernas. Las fotos que le había enviado el detective eran bastante antiguas y mostraban a una mujer exuberante y glamurosa que no se parecía en nada a la mujer que estaba sentada ante él, vestida con ropa de trabajo.

Tampoco se podía decir que fuese el tipo de su hermano. Su aspecto era demasiado frágil, demasiado… inglés, con una piel tan delicada y perfecta que se la podría marcar simplemente respirando sobre ella.

Tal vez fue aquello lo que hizo saltar las alarmas, junto a los informes de la creciente relación que Nat mantenía con aquella mujer. Zak había estado muy preocupado por el uso que su hermano fuera a darle a la impresionante herencia que iba a recibir de un día a otro. Y sus temores se habían confirmado al descubrir la clase de persona que era su novia, Emma Geary.

Apretó los puños sobre la mesa y volvió a abrirlos lentamente, extendiendo los dedos sobre la reluciente superficie.

–No, no estoy descontento con su trabajo. De hecho, opino que es excelente.

–¡Gracias a Dios! –exclamó ella. Tenía que hacerle ver lo entusiasmada que estaba con el hotel y lo mucho que apreciaba ser su empleada–. Las valoraciones de la prensa sobre el nuevo bar fueron muy positivas… ¿Ha visto los recortes que le mandé a su oficina de Nueva York? Ah, y tengo muchas ideas para la reforma del Garden Room. ¡Grandes ideas! He pensado que podríamos relacionarlo con el festival de las flores de Chelsea. Nos daría un gran prestigio y… –su ansioso discurso murió en sus labios cuando él levantó una mano para acallarla.

–No la he hecho venir para hablar de las reformas, señorita Geary. Es por un asunto más personal. Verá… he estado hablando con mis abogados sobre su contrato.

–¿Con sus abogados? –repitió Emma, tan desconcertada que no le importó parecer un loro–. ¿De mi contrato?

Él frunció el ceño, mostrando su disgusto por la interrupción.

–Y ellos me han dicho algo bastante interesante… Es muy poco frecuente que una diseñadora de interiores trabaje exclusivamente para un hotel, en vez de ser autónoma.

Emma seguía preocupada por lo que le había dicho de los abogados, pero imaginó que le debía alguna explicación.

–Ya sé que no es frecuente –admitió–. Pero fue su predecesor quien me hizo un contrato fijo.

Zak volvió a fruncir el ceño.

–¿Se refiere a Ciro D’Angelo?

–Sí –Emma recordaba muy bien al italiano atractivo y treintañero que tan amable había sido con ella en sus horas más bajas. Cuando Emma llegó a Londres su vida estaba por los suelos, pero Ciro D’Angelo le dio la oportunidad que necesitaba para empezar de nuevo y ella la aprovechó lo mejor que pudo–. A Ciro le gustó tanto mi trabajo que me hizo un contrato indefinido con alojamiento incluido en el hotel. Dijo que eso me daría seguridad. Era muy… muy amable.

–También es muy atractivo y muy rico… –añadió Zak, quien nunca había oído que calificaran de «amable » al implacable ejecutivo napolitano que salía con algunas de las mujeres más hermosas del mundo–, y un mujeriego de cuidado.

«¡Igual que tú!», estuvo tentada de gritarle, pero se contuvo y parpadeó con perplejidad.

–Lo siento, pero no entiendo qué tiene que ver Ciro con todo esto.

–¿No? –Zak se fijó en el temblor de sus labios y se preguntó si aquel atisbo de fragilidad femenina sería sincero. ¿Pretendería Emma ablandarle el corazón, igual que había conseguido con otros hombres? Con él no tendría nada que hacer, por lo que más valía ser claro con ella desde el principio–. En ese caso quizá deba explicárselo. He estado investigándola, señorita Geary –hizo una breve pausa–. Y parece tener la reputación de una mujer fatal.

Emma lo miró con ojos muy abiertos, sintiendo cómo se le propagaba un hormigueo por la piel. Los recuerdos de un pasado largamente enterrado empezaban a aflorar de nuevo.

–No… no sé de qué me está hablando.

–¿De verdad no lo sabe? –al advertir la mentira en su voz y ver cómo se ponía pálida se reafirmó su determinación–. ¿Únicamente convenciste a uno de los hombres de negocios más inflexibles del mundo para que te ofreciera un trabajo fijo en su hotel? Mucha gente podría preguntarse qué ocurrió realmente… y no les costaría mucho llegar a la conclusión más lógica.

–¡Pues todos estarían equivocados! –gritó ella.

–Se dice que cuando el río suena, agua lleva…

–Se dicen muchas cosas por ahí, señor Constantinides, pero eso no significa que sean ciertas.

–En cualquier caso, Ciro D’Angelo ya no está. Me vendió el hotel y volvió a Nápoles –se inclinó ligeramente hacia delante para ver cómo reaccionaba a la siguiente acusación–. Y desde entonces usted ha mantenido una relación cada vez más cercana con mi hermano menor…

A Emma se le tensaron todos los músculos del cuerpo al acortarse la distancia entre ellos.

–¿Se refiere a Nathanael?

–Solo tengo un hermano, señorita Geary.

El corazón de Emma le latía desbocadamente, pero no iba a derrumbarse ante su jefe. ¿Qué le había dicho Nat? Que su hermano mayor estaba acostumbrado a obtener siempre lo que quería y cuando lo quería. Sin importarle a quien tuviera que aplastar para conseguirlo.

–¿Y qué problema hay? ¿Es un crimen tener una relación íntima con alguien?

–No, no es un crimen –corroboró él–. Pero cuando una mujer a la que le gusta especialmente intimar con hombres ricos se fija en Nat… no se puede decir que eso me llene de alegría.

Emma lo miró sin pestañear.

–No voy a responder a sus ofensas, señor Constantinides, pero me cuesta creer que sus abogados le hayan aconsejado esa fórmula de interrogatorio.

A Zak se le pusieron los vellos de punta ante aquella actitud resuelta y desafiante. ¿Acaso Nathanael había sido tan tonto de jactarse del dinero que iba a heredar? Para una mujer con el historial de Emma Geary no sería difícil ver un objetivo fácil y lanzarse por ello.

Se le formó un nudo en el pecho al pensar en su hermano, a quien él había protegido toda su vida. Por desgracia, era imposible proteger a alguien de todos los peligros del mundo a menos que fuera encerrándolo en un sótano.

–Está perdiendo el tiempo, señorita Geary.

–¿Cómo dice?

–Ya me ha oído –bajó la voz y escupió las palabras como si fueran piedrecillas secas–. Puede abrir esos ojos verdes o sacudir su rubia melena cuanto quiera… Nathanael no está disponible para ninguna clase de relación seria.

Si la expresión de su jefe no fuera tan seria, Emma se habría echado a reír por lo equivocado que estaba. Había intimado con Nat y lo había considerado como uno de sus mejores amigos, sí. Desde que su hermano mayor se hiciera cargo del Granchester, los dos habían congeniado muy bien y siempre habían estado dispuestos a apoyarse mutuamente. Y era cierto que él intentó en una ocasión tener algo más con ella… pero Emma sospechaba que lo hizo más por costumbre que por verdadero deseo. Como si pensara que era aquello lo que cualquier mujer, incluida Emma, esperaría de él. Bastó que Emma le dijera que no estaba interesada, igual que también se lo dijo anteriormente a Ciro D’Angelo, para que se forjara una amistad desprovista de la menor tensión sexual.

En Nat había encontrado el consuelo y el solaz que tanto necesitaba, y aquel hermano tiránico y arrogante no tenía el menor derecho a decirle que se alejara de él.

–¿Sabe Nat lo que usted me está diciendo? –le preguntó con toda la calma posible–. ¿Sabe que está tomando decisiones por él? Por mucho que trabaje para la empresa de su familia creo que debería ser él y no usted quien decidiera con quién quiere relacionarse.

–Mi hermano no está disponible para ninguna clase de relación –repitió Zak, como si ella no hubiera abierto la boca–. Y mucho menos con una mujer como usted.

Emma se quedó de piedra. Todo su valor la abandonó de inmediato y el miedo que había conseguido reprimir empezó a invadirla al ver el peligroso brillo en los acerados ojos de su jefe. Algo le dijo que había sido descubierta. Nunca se podía escapar por completo del pasado…

–¿Una mujer como yo? –repitió en voz muy débil.

Zak experimentó una agridulce sensación de triunfo al ver su expresión de remordimiento.

–Me pregunto por qué no firma con su apellido de casada… ¿Hay algún motivo por el que haya borrado su pasado de su currículum? –le preguntó mientras miraba una de las hojas que tenía ante él–. ¿No es Emma Patterson su nombre… por haberse casado con la estrella del rock Louis Patterson?

A Emma se le congeló la sangre en las venas. El pasado volvía a acosarla, como siempre había temido. Qué ingenua había sido al pensar que podía esconderse en el presente de los oscuros tentáculos de una vida anterior.

–¿Lo es? –insistió él.

Emma tragó saliva.

–Sí… Así es.

Zak levantó la vista y le clavó una mirada tan fría y penetrante como una hoja de acero.

–Su exmarido murió de una sobredosis… Dígame, señora Patterson, ¿es una yonqui usted también?

Capítulo 2

LAS PALABRAS de Zak Constantinides impactaron en Emma como una lluvia de balas. Eran palabras que creía haber dejado atrás desde hacía mucho. «Sobredosis», «yonqui» y todos los horribles recuerdos que arrastraban.

Intentó reprimir las náuseas y miró fijamente a su jefe mientras el magnate griego repetía la acusación.

–¿Toma drogas, señorita Geary?

–No… ¡No! Nunca las he tomado… ¡Nunca! ¡No tiene derecho a acusarme de algo así!

–Se equivoca. Tengo todo el derecho del mundo a proteger a mi hermano de las mujeres con un pasado dudoso…

Emma tuvo que hacer un enorme esfuerzo para controlar la respiración, pero no pudo hacer nada con los frenéticos latidos de su corazón.

–Me casé con un hombre drogadicto y alcohólico, señor Constantinides –dijo en voz baja–, pero no sabía nada de eso cuando lo conocí. Era joven y cometí un error. ¿Usted nunca ha cometido un error?

Zak negó con la cabeza. Él jamás había cometido errores en sus relaciones. El desliz que tuvo en el trabajo ni siquiera podía considerarse un error, y en cualquier caso aquello era algo muy diferente. Se había ganado una merecida fama por ser un hombre de sólidos valores tradicionales y se sentía orgulloso por ello. Ninguna mujer que hubiera llevado una vida como la de Emma Geary sería nunca bien recibida en su familia.

Sacó unas fotos de un sobre que tenía en la mesa y Emma se puso pálida al verlas. Eran fotos muy viejas, pero las reconoció al instante.

–¿Reconoce estas fotos? –le preguntó él.

Emma se obligó a mirar la imagen superior del montón que Zak había esparcido sobre la mesa, como un crupier disponiéndose a barajar las cartas. Era una foto de ella y de Louis el día de su boda.