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"La agonía del cristianismo", uno de los ensayos capitales de Miguel de Unamuno (1864-1936), no apareció en nuestro idioma hasta 1931. Obra que, como señala el propio autor en el prólogo correspondiente a la edición española, reproduce gran parte de lo expuesto en "Del sentimiento trágico de la vida", pero «en forma más concreta y, por más improvisada, más densa y más cálida», en este libro de lucha, de agonía en el sentido etimológico del témino, vivo, vibrante y contradictorio –como apunta en su presentación Agustín García Calvo–, el lector encontrará, en perpetua guerra interior, al Unamuno escéptico, agónico, polémico, dialogando consigo mismo.
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Veröffentlichungsjahr: 2020
Miguel de Unamuno
LA AGONÍA DEL CRISTIANISMO
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-928-4
Greenbook seditore
Edición digital
Noviembre 2020
www.greenbooks-editore.com
LA AGONÍA DEL CRISTIANISMO
Este libro fué escrito en París hallándome yo emigrado, refugiado allí, a fines de 1924, en plena dictadura pretoriana y cesariana española y en singulares condiciones de mi ánimo, presa de una verdadera fiebre espiritual y de una pesadilla de aguardo, condiciones que he tratado de narrar en mi libro Cómo se hace una novela. Y fué escrito por encargo, como lo expongo en su introducción.
Como lo escribí para ser traducido al francés, en vista de esta traducción y para un público universal y más propiamente francés, no me cuidé, al redactarlo, de las modalidades de entendederas y de gustos del público de lengua española. Es más, ni pensaba que habría de aparecer, como hoy aparece, en español. Entregué mis cuartillas manuscritas, llenas de añadidos, al traductor, mi entrañable amigo Juan Cassou, tan español como francés, que me las puso en un vigoroso francés con fuerte sabor español, lo que ha contribuido al éxito del libro, pues que en su texto queda el pulso de la fiebre con que las tracé. Después ha sido traducida esta obrita al alemán, al italiano y al inglés. Y ahora le toca aparecer en la lengua en que fué compuesta.
¿Compuesta? Alguien podrá decir que esta obrita carece en rigor de composición propiamente dicha. De arquitectura, tal vez; de composición viva, creo que no. La escribí, como os decía, casi en fiebre, vertiendo en ella, amén de los pensamientos y sentimientos que desde hace años —¡y tantos!— me venían arando en el alma, los que me atormentaban a causa de las desdichas de mi patria y los que me venían del azar de mis lecturas del momento. No poco de lo que aquí se lee obedece a la actualidad política de la Francia de entonces, de cuando lo escribí. Y ni he querido quitar alusiones que hoy ya, y más fuera de Francia, resultan, por inactuales, muy poco
inteligibles.
Esta obrita reproduce en forma más concreta, y, por más improvisada, más densa y más cálida, mucho de lo que había expuesto en mi obra El sentimiento trágico de la vida. Y aun me queda darle más vueltas y darme más vueltas yo. Que es lo que dicen que hacía San Lorenzo según se iba tostando en las parrillas de su martirio.
¿Monólogo? Así han dado en decir mis... los llamaré críticos, que no escribo sino monólogos. Acaso podría llamarlos monodiálogos; pero será mejor autodiálogos, o sea diálogos conmigo mismo. Y un autodiálogo no es un monólogo. El que dialoga, el que conversa consigo mismo repartiéndose en dos, o en tres, o en más, o en todo un pueblo, no monologa. Los dogmáticos son los que monologan, y hasta cuando parecen dialogar, cómo los catecismos, por preguntas y respuestas. Pero los escépticos, los agónicos, los polémicos, no monologamos. Llevo muy en lo dentro de mis entrañas espirituales la agonía, la lucha, la lucha religiosa y la lucha civil, para poder vivir de monólogos. Job fué un hombre de contradicciones, y lo fué Pablo, y lo fué Agustín, y lo fué Pascal, y creo serlo yo.
Después de escrito y publicado en francés este librito, en febrero de este año 1930, creí poder volver a mi España, y me volví a ella. Y me volví para reanudar aquí, en el seno de la patria, mis campañas civiles, o si se quiere políticas. Y mientras me he zahondado en ellas, he sentido que me subían mis antiguas, o mejor dicho, mis eternas congojas religiosas, y en el ardor de mis pregones políticos me susurraba la voz aquella que dice: "Y después de esto,
¿para qué todo?, ¿para qué?". Y para aquietar a esa voz o a quien me la da, seguía perorando a los creyentes en el progreso y en la civilidad y en la justicia, y para convencerme a mí mismo de sus excelencias.
Pero no quiero seguir por este camino, y no porque no vuelvan a llamarme pesimista, cosa que, por otra parte, no me tiene en gran cuidado. Sé todo lo que en el mundo del espíritu se ha hecho por eso que los simples y los sencillos llaman pesimismo, y sé todo lo que la religión y la política deben a los que han buscado consuelo a la lucha en la lucha misma, y aun sin esperanza y hasta contra esperanza de victoria.
Y no quiero cerrar este prólogo sin hacer notar cómo una de las cosas a que debe este librito el halagüeño éxito que ha logrado es a haber restablecido el verdadero sentido, el originario o etimológico de la voz "agonía", el de lucha. Gracias a ello no se confundirá a un agonizante con un muriente o moribundo. Se puede morir sin agonía y se puede vivir, y muchos años, en ella y de ella. Un verdadero agonizante es un agonista, protagonista unas veces, antagonista otras.
Y ahora, lector de lengua española, adiós y hasta que volvamos a encontrarnos en auto-diálogo; tú, a tu agonía, y yo, a la mía, y que Dios nos las bendiga.
Salamanca, octubre de 1930.
Santa Teresa de Jesús.
El cristianismo es un valor del espíritu universal que tiene sus raíces en lo
más íntimo de la individualidad humana. Los jesuítas dicen que con él se trata de resolver el negocio de nuestra propia salvación individual y personal, y aunque sean los jesuítas quienes principalmente lo digan, tratándolo como un problema de econonya a lo divino, hemos de aceptarlo aquí como un postulado previo.
Siendo un problema estrictamente individual, y por ello universal, me veo forzado a exponer brevemente las circunstancias de índole personal privada en que este escrito que se te ofrece, lector, ha sido emprendido.
La tiranía militarista de mi pobre patria española me confinó en la isla de Fuerteventura, donde pude enriquecer mi íntima experiencia religiosa y hasta mística. Fui sacado de ella por un velero francés, que me trajo a tierra francesa y a que me estableciese aquí, en París, donde esto escribo. En una especie de celda cerca del Arco de la Estrella.
Aquí, en este París, atiborrado todo él de historia, de vida social y civil, y donde es casi imposible refugiarse en algún rincón anterior a la historia y que, por lo tanto, haya de sobreviviría. Aquí no puedo contemplar la sierra, casi todo el año coronada de nieve, que en Salamanca apacienta las raíces de mi alma, ni el páramo, la estepa, que en Palencia, donde está el hogar de mi hijo mayor, aquieta mi alma; ni la mar sobre la que a diario veía nacer el sol en Fuerteventura. Este río mismo, el Sena, no es el Nervión de mi villa natal, Bilbao, donde se siente el pulso de la mar, el flujo y reflujo de sus mareas.
Aquí, en esta celda, al llegar a París, me apacentaba de lecturas y lecturas un poco escogidas al azar. Al azar, que es la raíz de la libertad.
En estas circunstancias individuales, de índole religiosa y cristiana me atrevo a decir, se me acercó M. P. L. Couchoud a pedirme que le hiciese un cahier para su colección Christianisme. Y fué él mismo quien me sugirió, entre otros, este título: La agonía del cristianismo. Es que conocía mi obra Del sentimiento trágico de la vida.
Cuando M. P. L. Couchoud me llegó con esa demanda, estaba yo leyendo la Enquete sur la monarchie, de M. Charles Maurras —¡cuán lejos de los Evangelios!—, en que se nos sirve en latas de conserva carne ya podrida,
procedente del matadero del difunto conde José de Maistre.
En este libro tan profundamente anticristiano leí aquello del programa de 1903 de UAction Francaise, que "un verdadero nacionalista pone la patria ante todo, y por ende concibe, trata y resuelve todas las cuestiones políticas en su relación con el interés nacional". Al leer lo cual me acordé de aquello de "mi reino no es de este mundo", y pensé que para un verdadero cristiano
—si es que un cristiano verdadero es posible en la vida civil— toda cuestión, política o lo que sea, debe concebirse, tratarse y resolverse en su relación con el interés individual de la salvación eterna, de la eternidad. ¿Y si perece la patria? La patria de un cristiano no es de este mundo. Un cristiano debe sacrificar la patria a la verdad.
¡La verdad! "...Ya no se engaña a nadie, y la masa de la especie humana, leyendo en los ojos del pensador, le pregunta sin ambages si en el fondo no es triste la verdad", escribía E. Renán.
El domingo 30 de noviembre de este año de gracia —o de desgracia— de 1924 asistí a los oficios divinos de la iglesia griega ortodoxa de San Esteban que hay aquí cerca, en la calle Georges Bizet, y al leer sobre el gran busto pintado del Cristo que llena el tímpano aquella sentencia, en griego, que dice: "Yo soy el camino, la verdad y la vida", volví a sentirme en una isla y pensé
—soñé más bien— si el camino y la vida son la misma cosa que la verdad, si no habrá contradicción entre la verdad y la vida, y si la verdad no es que mata y la vida nos mantiene en el engaño. Y esto me hizo pensar en la agonía del cristianismo, en la agonía del cristianismo en sí mismo y en cada uno de nosotros. Aunque ¿se da acaso el cristianismo fuera de cada uno de nosotros?
Y aquí estriba la tragedia. Porque la verdad es algo colectivo, social, hasta civil; verdadero es aquello en que convenimos y con que nos entendemos. Y el cristianismo es algo individual e incomunicable. Y he aquí por qué agoniza en cada uno de nosotros.
Agonía, aycovía quiere decir lucha. Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte. Es la jaculatoria de Santa Teresa de Jesús: "Muero porque no muero".
Lo que voy a exponer aquí, lector, es mi agonía, mi lucha por el cristianismo, la agonía del cristianismo en mí, su muerte y su resurrección en cada momento de mi vida íntima.
El abate Loyson, Jules Théodore Loyson, escribía a su hermano el P. Jacinto el 24 de junio de 1871 (*): "Les parece aquí hasta aquellos que más te han sostenido y que no guardan prejuicios, que escribes demasiadas cartas, sobre todo en el momento en que todas las preocupaciones están absorbidas por los intereses generales. Se teme que sea ello de parte de tus enemigos una táctica para atraerte a ese terreno y anonadarte en él".