La amante - Jairo Osorio - E-Book

La amante E-Book

Jairo Osorio

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Beschreibung

La historia de un esclavo moderno. Quizás una rareza. Sin quizás. Un anacronismo. Sumiso de una locura inalcanzable, ni la consigna del corso lo liberó de ella: la única victoria posible en el amor es la huida. Una vez aniquilado, ejerce el último derecho que le asiste, la melancolía. Helas aquí, las emociones de esa antigualla de amador.

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Co863

O83

La amante / Jairo Osorio Gómez

Montevideo, Uruguay : SánchezLibros, 2022.

202 páginas (Erótica)

ISBN : 978-9915-9423-0-8

I. 1. Literatura colombiana

2. Narrativa colombiana

3. Novela colombiana

4. Novela erótica

II. 1. Osorio Gómez, Jairo

Jairo Osorio

La amante

EdiciónSánchezLibros

Primera edición uruguaya: 4 de junio de 2022© Jairo Osorio

ISBN Obra independiente: 978-9915-9423-0-8

Hechos todos los depósitos legales

Grabados: Serie EróticaRodrigo Isaza, 1995Colección privada del Escritor

SánchezLibrosPaysandú 1827Montevideo, Uruguay 11200Tel. (598) 2409 0174Cel +598 92 144 290

@sanchezlibros

Edición auspiciada por

EstudioSieteLegal / Abogados y Coopetraban Ahorro y Crédito

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

Hay enfermedades que uno debe haber padecido para hablar sobre la vida. El amor es una de ellas

[La amante, 180]

Cuando se ha tenido la suerte de amar con fuerza, se pasa uno la vida buscando de nuevo ese ardor y esa luz

[Albert Camus]

 

 

 

La historia de un esclavo moderno. Quizás una rareza. Sin quizás. Un anacronismo. Sumiso de una locura inalcanzable, ni la consigna del corso lo liberó de ella: la única victoria posible en el amor es la huida.

Una vez aniquilado, ejerce el último derecho que le asiste, la melancolía.

Helas aquí, las emociones de esa antigualla de amador.

I

CONTEMPLO desde el ocaso. Ruina irremediable, la coraza que envuelve estos huesos. La luz que se apaga.

24 de octubre de 2019. Orilla el alba. Tres y veintidós de la madrugada. Otra pesadilla. Igual a como sucedió con el libro que originó la tragedia de su abandono.

Estoy por creer que no son las memorias las que escribo, sino los sueños.

Las palabras erraron solas. Toda la noche velaron en la cabeza. Impusieron un mandato. El recuerdo. Su presencia incesante durante los últimos seis años. No poder olvidarla. La amante. Inmutable. Propia. Imborrable. Esa mujer que inició al joven letra por letra. A todo.

Insaciable. Ardorosa. Licenciosa. Fresca. Desahogada… Podría decirse el diccionario entero de ella. Lo abro. Imposible. Bella, además. Siempre quise vivir así, la güera más refinada a mi costado.

La nota de la ficción, rasgada en dos pedazos que ella misma dejó sobre la cama, pedía que la redimiera. Que la enhebrara de nuevo para leerla en el desgarro evidente, doloroso. Que la retratara para que los otros supieran que existió en verdad tanto dolor. Tanta lágrima. ¿Cómo un hombre puede llorar sin límite, sin medida? Ese fui yo.

Ocurrió.

II

FUE VERDAD. Yo mismo me he desnudado antes para que los míos lo supieran. Cómo sufrí.

Con ella entendí que nadie es dueño de su propio destino. Un minuto es suficiente para hacerse a un calvario. Lo que duró su encuentro inicial.

Desde entonces, una vida entera transcurrió. Treinta y cuatro años. Juntos. Derramándose el uno en la otra. Amándose sin términos. Enloquecidos entre las multitudes. A la luz del sol. Parecía la eternidad. Aunque las noches que pudieron disfrutar ligados fueron escasas. Siempre en la compleción de la luz: al alba, al mediodía, a la hora de la siesta, en el crepúsculo. Después de la oración la noche les era vedada. La existencia del otro preexistía como el único muro entre los dos. Ese otro que ella no abandonaba o no dejaba de querer también. Sin embargo, esa pared la saltaba con sus llamadas sigilosas a medianoche, a cualquier hora de la amanecida, para decirme nada. Sólo para hacerme sentir que estaba allí, en el extremo de la ciudad, pero unida a mi alma tras su silencio en la oscuridad. Transcurrían suficientes los segundos, a veces muchos. Con su respiración llegaba entera. Yo me excitaba sabiéndola en ese otro lugar, tras el cordón negro del receptor. Me acariciaba solitario para que oyera mis quejidos. Sintiera vaciarme. A gritos. Que en la sombra se volvían truenos en sus oídos. Ella, ¿qué hacía después? Era el juego. Infinito.

A las seis de la mañana golpeaba la puerta. Atravesaba la ciudad para entrar en mí. Para penetrarme. Olorosa todavía a su marido.

Un tormento diario que gocé la savia entera, si hemos de juzgar los mejores años de un hombre. Su vigor más codiciado. Un animal encabritado. Después, nada. Patético el fin.

 

 

 

III

TODO COMENZÓ. Diciembre de mil novecientos setenta y nueve. Mediado. Yo aún vestía la escarcha del invierno francés. Había ido lejos en busca del guerrillero legendario que moría inhábil en la nostalgia de la tour Atlas, 10 Paris, Villa d’Este, 75643, cedex 13, teléfono 583 5702, apartamento 904. Nos movíamos el anfitrión, su esposa y nosotros, entre Porte d’Italie y Porte d’Ivry, paseábamos en las tardes tras las brasas de los antiguos barrios comunistas y obreros, guiados por la maestría de Doctor Bayer.

Líder de un montón de iletrados, el único que sabía leer en esa guerrilla del Vichada era él. Contaba en aquel tiempo. “Si hubiera triunfado con ese movimiento no hubiera podido nombrar ni alcalde de Ayacucho”. Hatajo de brutos designaba a la masa de analfabetos armados con escopetas el Doctor Bayer. Así hablaba.

No eran tiempos para el amor. Gobernaba el país una dictadura hereditaria, en cabeza del sobrino de un general libanés emigrado de Tannurin, a comienzos del siglo veinte, para huirle al imperio otomano que gobernaba sus territorios hacía cuatrocientos años. “Turcos” les ha llamado siempre la gente a la fila de rebuscadores que llegaron a las costas, los esteros y los alcores nuestros, desde mil ochocientos y ochenta. Como el pasaporte lo expedían las autoridades turcas, por extensión se apodaron “turcos” a todos los árabes emigrados. Sirios, libaneses, palestinos, armenios, cristianos maronitas… Machos solos, jóvenes. Sin prole. Trabajadores incultos. Sólo pensaban en trucos para superar las angustias del hambre y la desolación. Su presencia no abrumó a Colombia, sí a Brasil y Argentina. Aquí dejaron rastro en el comercio, la política, la medicina, el periodismo. Contrabandistas. Bodegueros. Ventajosos. Se decía: “Bendita la colonia siria que nos ha traído la baratura”. Iniciando la centuria, la prensa compendiaba con esas palabras el manejo de precios de aquellos mercantes alárabes. Todavía hoy venden baratijas. Y roban. Mi lindante en la aldea es uno. Quiere mi tierra el malhechor. Ni los jueces convencen al remiso.

Advertía. No eran días para la ternura. Imperaba la persecución. Ella venía de la cárcel. Prisionera del ejército del “turco”. Lo supe más tarde. Casi cuatro meses después. Cuando se corrió el velo de nuestro misterio. Ese del albur de un hombre que entra a su techo, para siempre, mientras su cónyuge continúa tras las rejas. ¿Infiltrado? ¿Fisgón? Su duda primaria. No la culpo.

París-Martinica-Lima. Mi regreso. Derrotado. Sin la celebridad pretendida. Ya París la había repartido toda. A los jóvenes americanos de la Generación perdida de los años veinte y a los borrachos aspirantes a escritores que arribaron después de la posguerra mundial. Ella y yo transitamos simultánea la ruta del encuentro. Partimos de esquinas opuestas. Ella salió por entre galerías atiborradas de calabozos húmedos y en medio de la burla obscena de sus captores. Yo atravesé el desierto costero del Perú, y las calles de piedra de Quito. M. retornó a su casa por las calles rutinarias y heladas de la ciudad. Al anochecer, procedente de una escala aérea en Cali, llovía y tronaba en mi pueblo. Caya fue la única que predijo mi repatriación. Nadie lo sabía. “Mi tío se va a mojar”. A la Abuela parecieron extrañas las palabras de la nieta. No se equivocó. El aguacero caía espeso sobre mi cuerpo esmirriado. Cuando toqué la puerta de hierro, la Abuela se maravilló de la intuición infantil. Con lágrimas abracé a la niña. M., libre por fin, reconocía de nuevo su hogar. Al entrar, apretó a sus hijos contra su pecho, con el dolor de su consorte retenido aún en otra celda lejana. Yo glorificaba en ese instante mi regreso al solar. M. pausaba su viacrucis a entreactos.

Dos extraños aquel día. Ninguno presentía la felicidad. Militábamos de soslayo en el mismo grupo insurrecto, desconociéndolo. El compartimiento del bajel salvaba los imprevistos. Mis amigos eran sus amigos. No lo dijo. Callaba. Y sospechaba. Por eso no creyó en el destino. La Seguridad del Estado. Deducía.

Un arcano equívoco nos acercaba. Enseguida todo comenzó.

En París presté mil francos a un compatriota. Para mitigar sus ayunos. Aseguró que pagaba en Medellín apenas regresara. Anoté en el diario su número de teléfono local. Ingenuo. Para diciembre debía haber regresado el judío. La noche que llamé la providencia selló nuestra suerte. No era la casa del Uribe que había quedado en la Ville lumière. Coincidían las señales: apartamento, para estrenar, en la parroquia. Pero no vivía ningún Jaime Uribe. Contestó ella. De cualquier manera, su voz me animó a elogiar su tono. Juvenil todavía. A destacar su fuerza. La paciencia para atender al desconocido. ¿Qué nirvana me regala esta romanza? Coqueto. ¿Puedo llamar de nuevo? Sí. Dijo. Y lo hice. Del mismo modo ella persistió. Así. Por días. Cada noche. Fatal. Repetida vigilia. En la penumbra. Con la prudencia de las sombras.

Desde aquel momento prolongamos el enigma. Yo hablaba por teléfono. De cosas sin sentido. El viaje. La guerra. La ciudad. La escritura. Borges. Ella escuchaba. Armaba su acertijo. Cavilaba.

Construyó una imagen de mí. Errónea. Hipotética. Por supuesto. No era quien pensaba. El espía disfrazado del régimen. Ocurre con frecuencia. Empero, yo la poseía con las palabras. Eso contó después. La inflexión de mi voz la seducía. Tan substancial en las almas. Pero dudó, sin embargo.

Cuánto barajábamos en la opacidad. Sin advertir. Nos desnudábamos por poco libres. Horas completas. Conocíamos de ambos de buena tinta.

Sólo descansábamos de la palabrería los fines de semana cuando ella viajaba a la capital para visitar a su esposo recluido. La visita conyugal en medio de los otros presos del grupo. Al regreso se tomaba otro par de jornadas para informar del cautivo. No sé a quiénes. Nunca pregunté. A veces, desde la capital me telefoneaba. El puñetazo de la soledad. Yo constante estaba allí. Pegado al receptor. Cosido al hilo negro. Aquella fidelidad de místico la atrajo a mí. Tal vez. La firmeza de amarla ya. Sabía de la obstinación del extraño. De aquel otro hombre que nunca había amado tanto.

¿Qué desiertos nos unían? Cada vez estábamos más cerca el uno del otro. No obstante, su aprensión respecto a quién era yo proseguía. Cómo no. Tanto ámbito familiar común. ¿A razón de qué? Su temor porfiado.

Más adelante. Transcurrido el tiempo. Se fue doblegando. Me pasaba a su pequeña para que hablara conmigo. La voz de un hombre que se identificara con la de su papaíto. Con terneza yo le balbuceaba lo mucho que la quería. Lo hermosa que era. Consentía sus monadas. La malcriaba. Se lo permitía. La niña susurraba dulces palabras. Cariñosa. Otro amor. Me doblegaba. Yo me sentía ennoblecido. Bendecido. Con aquel canto de sus frases primarias. El instinto paterno. Junto a mi sentimiento protector me arrastraba también la rabia con el Estado opresor que provocaba el abandono de la criatura recién venida al mundo. ¿Con qué criterio legal un tirano separaba a la niña de sus padres?

Ella soñaba con tener una hija que se cristianara Estefanía. La nuestra se iba a llamar de tal manera, prometí. Cuando pudimos lo malogró. Quedó en el deseo. Otra desolación. Mi primogénita biológica acababa su vida en un dispensario clandestino de la república. Su elección. Tuvo la libertad para hacerlo. Era su cuerpo. El dolor me ha acompañado en la mayoría de las navidades. Todavía hoy, que lo pienso. Cuarenta almanaques transcurridos. En silencio toleré la cachetada. No lo dije de ningún modo. A veces pronuncio su nombre con delirio. Muchas, en realidad. Estefanía.

Incluso creo que la otra chiquilla que me sigue hablando se llama Estefanía. Pero no. Tiene su propio nombre cristiano. Escogido por su progenitor, por sus abuelos, por ella. No sé. No lo recuerdo ahora. O no lo supe nunca. Respeté bastante su privacidad. No hablábamos de aquellas cosas. Todo se reducía a desatar los impulsos, las inclinaciones del placer vulgar y desbocado que fuimos. Si me preguntan cómo se llamó la madre de M., fallecida joven, no sabría decirlo. De su padre sí puedo recitar su nombre porque lo conocí en su casona antigua de la Avenida Bolivariana, como las que se estilaban por esos tiempos, sentado en la mecedora del patio. Sereno, generoso, de buen carácter. Nos entendimos de inmediato. Hombres agrarios al fin. Ella y yo todavía ejercíamos nuestro delirio cuando murió el patriarca con sus virtudes intactas de caballero. A los noventa y tantos años. Un roble. Un palo de acero.

Diciembre. Un mes que espero. Que persigo. Desde niño. A partir de la epifanía de los reyes magos. Asimilo aquellas tardes a la edad de la euforia. No lo ha sido. Ironía inexplicable. Lo deseo con ímpetu, con el propósito de vivirlo intenso y feliz. Y de pronto, se va, sin regocijo. Lo ambiciono y no lo tengo. Vivo el año para esa jornada de verano, de luces, de críos en la calle. La pólvora sin restricción. Igual a como la encendía de travieso en el barrio. De adulto ya no ocurre. Es la soledad. Anticipo yo. ¿Cómo celebra el desamparado?

Este diciembre. Justo. Transcurrió con el alma en pena. Velada la noche para todos. Ella cabalgaba en su pesadumbre. La primera vez que realizaba la travesía de su existencia en el desamparo. Esperó la noche de fin de año en un cuarto ajeno de la altiplanicie. Desolada. Su marioneta en el suplicio. Deshabitado. Yo en el mío, cruzando un charco de lágrimas en el despoblado de mi estepa.

Otro fin de año. El anterior. El pasado del diciembre que nos conocimos. Es un decir. Que nos oíamos. Treinta y uno del mes. Mientras el pueblo servía la cena de año nuevo y las iglesias tocaban las campanas, el grupo se burlaba de la autocracia vaciando su armería del Cantón Norte de la Séptima. Una facción de muchachos cruzó la avenida construyendo un túnel desde una casa fronteriza. Robaron un rimero de armas viejas que no tuvieron dónde esconder. La burla se urdió. Celebraron entonces, pero el engaño se convirtió en tortura. El despotismo es superior a la causa. Venció. En menos de la añada desmanteló a la tropa de incautos apretándole los cojones a los sometidos. Cantaron, aunque no tuvieran orfeón. Los huevos son cosa de ver. Ni el más bragado soportó. Entraron al patíbulo en línea. Allí estaba aquel hombre. Doce meses posteriores al momento de gloria.

Ora nadie festeja. El desastre acoge los espíritus. Sólo la esperanza nos aguarda. Y un destino que no escogemos. Elige.

Ella va, y dice que regresa.

En enero reanudamos la rutina de hablarnos.

Las palabras nos acercaban hasta volverse necesarias cada tarde. Insisto, qué conversan tanto dos extraños que aún no se miran. “No es posible sentir placer ni gozo en el acto amoroso si no viene acompañado de palabras”, me instruyó el viejo Steiner. Lo aprendí desde luego. Después, en la cópula diaria lo hice menester. En la serena crispación gritaba. El estremecimiento venía unido a las expresiones más groseras, más procaces. Ella enloquecía con mi impudicia. A uno y otro nos excitaba. La sordidez de mi chillido. Hay cosas que no hay que intentar decir, que solamente pueden forjarse con violencia, pero yo las nombraba. La sexualidad es impensable sin tropelías. Qué exultación. Subíamos a nieblas antes insospechadas.

No es dable la plenitud en la ceremonia del amor sin el lenguaje, que es infinitamente servil y no tiene límites éticos. El judío vagabundo, inteligencia superior, lo reiteró con la invectiva de los preceptos arcaicos de los suyos.

Conversábamos. Conversábamos noches enteras, seguidas. Dos refugiados que conversan. Nos llamábamos para sentir que seguíamos vivos. Sin afán de intimar. Sólo conjeturábamos. Nos íbamos admitiendo de a poco. Y apegándonos sin saberlo.

El día siguiente era una ilusión merecida por la llamada que nos aguardaba a los dos. Admitida. Sin término. Ella nunca lo puso.

Las noches de enero y febrero transcurrieron venturosas de palabras. Yo imaginaba su clamor. La deseaba. Me urgía escucharla caída la tarde. Donde holgazaneaba partía para llegar temprano a casa. Abandonaba a los amigos por esa urgencia. Mi madre dormía y mi habla suave era lo único que se advertía en la penumbra de la cocina y el comedor, justo a la entrada de mi habitación. Corrían nuestras voces las horas sin descanso. Ella lo hacía después de acostar a sus niños, persistente. En aquel momento nos encadenábamos al simulacro para desgranar el espejismo que vivíamos. La esperanza de otra mañana. Lejana para ella en esa su triste época de reclusión.

Los dos primeros meses del año verdeamos en la bruma. Ninguno sabía nada con certeza. Los mensajes eran arcaísmos de acróbata. Y no descifraba ni poco del otro. Hasta cuando fuimos yunta. Sólo hasta ese paraíso de exaltación. Luego sí lo supimos todo de nosotros. Nos desbordamos. La cerrería absoluta.