La aventura del intérprete de griego - Arthur Conan Doyle - E-Book

La aventura del intérprete de griego E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

Mycroft, el talentoso hermano mayor de Sherlock Holmes necesita de su ayuda.Su vecino griego le informó que sirvió de interprete en una situación ilegal. El interprete prestó sus servicios lingüísticos sin previamente entender el contexto en el cual se estaba involucrando. Fue obligado a trabajar dentro de un secuestro en donde la claridad en la información no existe, en donde la opresión y el misterio son pilares de lo ocurrido mientras el griego solo cumplió con su trabajo.Anímate a escuchar como los hermanos Holmes junto con el Dr. Watson revelan la verdad este caso.-

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Seitenzahl: 486

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Arthur Conan Doyle

La aventura del intérprete de griego

Saga

La aventura del intérprete de griegoOriginal titleThe Adventure of the Greek Interpreter Cover design: Breth Design www.brethdesign.dk Copyright © 1893, 2019 Arthur Conan Doyle and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726458039

1. e-book edition, 2019

Format: EPUB 2.0

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

ESTRELLA DE PLATA

Estoy  viendo,  Watson,  que  no  tendré  más  remedio  que  ir  —me  dijo Holmes, cierta mañana, cuando estábamos desayunándonos juntos.

—¡Ir! ¿Adónde?

—A Dartmoor..., a King’s Pyland.

No me sorprendió. A decir verdad, lo único que me sorprendía era que no se encontrase mezclado ya en aquel suceso extraordinario, que constituía tema único de conversación de un extremo a otro de toda la superficie de Inglaterra Mi  compañero  se  había  pasado  un  día  entero  yendo  y  viniendo  por  la habitación, con la barbilla caída sobre el pecho y el ceño contraído, cargando una y otra vez su pipa del tabaco negro más fuerte, sordo por completo a todas mis  preguntas  y  comentarios.  Nuestro  vendedor  de  periódicos  nos  iba enviando  las  ediciones  de  todos  los  periódicos  a  medida  que  salían,  pero Holmes  los  tiraba  a  un  rincón  después  de  haberles  echado  una  ojeada  Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía perfectamente cuál era el tema de sus cavilaciones.  Sólo  había  un  problema  pendiente  de  la  opinión  pública  que podía mantener en vilo su capacidad de análisis, y ese problema era el de la extraordinaria  desaparición  del  caballo  favorito  de  la  Copa  Wessex  y  del trágico asesinato de su entrenador.

Por eso su anuncio repentino de que iba a salir para el escenario del drama correspondió a lo que yo calculaba y deseaba.

—Me sería muy grato acompañarle hasta allí, si no le estorbo —le dije.

—Me  haría  usted  un  gran  favor  viniendo  conmigo,  querido  Watson.  Y opino  que  no  malgastará  su  tiempo,  porque  este  suceso  presenta  algunas características que prometen ser únicas. Creo que disponemos del tiempo justo para tomar nuestro tren en la estación de Paddington. Durante el viaje entraré en más detalles del asunto. Me haría usted un favor llevando sus magníficos gemelos de campo.

Así fue como me encontré yo, una hora más tarde, en el rincón de un coche de primera clase, en route hacia Exeter, a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su cara, angulosa y ávida, enmarcada por una gorra de viaje con orejeras, se chapuzaba rápidamente, uno tras otro, en el paquete de periódicos recién  puestos  a  la  venta,  que  había  comprado  en  Paddington.  Habíamos dejado  ya  muy  atrás  a  Reading  cuando  tiró  el  último  de  todos  debajo  del asiento, y me ofreció su petaca.

—Llevamos buena marcha —dijo, mirando por la ventanilla y fijándose ensu reloj—. En este momento marchamos a cincuenta y tres millas y media por hora.

—No  me  he  fijado  en  los  postes  que  marcan  los  cuartos  de  milla  —le contesté.

—Ni yo tampoco. Pero en esta línea los del telégrafo están espaciados a sesenta yardas el uno del otro, y el cálculo es sencillo. ¿Habrá leído ya usted algo,  me  imagino,  sobre  ese  asunto  del  asesinato  de  John  Straker  y  de  la desaparición de Silver Blaze?

—He leído lo que dicen el Telegraph y el Chronicle.

—Es éste uno de los casos en que el razonador debe ejercitar su destreza en  tamizar  los  hechos  conocidos  en  busca  de  detalles,  más  bien  que  en descubrir hechos nuevos. Ha sido ésta una tragedia tan fuera de lo corriente, tan completa y de tanta importancia, personal para muchísima gente, que nos vemos  sufriendo  de  plétora  de  inferencias,  conjeturas  e  hipótesis.  Lo  difícil aquí  es  desprender  el  esqueleto  de  los  hechos...,  de  los  hechos  absolutos  e indiscutibles...,  de  todo  lo  que  no  son  sino  arrequives  de  teorizantes  y  de reporteros.  Acto  continuo,  bien  afirmados  sobre  esta  sólida  base,  nuestra obligación consiste en ver qué consecuencias se pueden sacar y cuáles son los puntos especiales que constituyen el eje de todo el misterio. El martes por la tarde recibí sendos telegramas del coronel Ross, propietario del caballo, y del inspector  Gregory,  que  está  investigando  el  caso.  En  ambos  se  pedía  mi colaboración.

—¡Martes  por  la  tarde!  —exclamé  yo—.  Y  estamos  a  jueves  por  la mañana... ¿Por qué no fue usted ayer?

—Pues porque cometí una torpeza, mi querido Watson..., y me temo que esto me ocurre con mucha mayor frecuencia de lo que creerán quienes sólo me conocen por las memorias que usted ha escrito. La verdad es que me pareció imposible  que  el  caballo  más  conocido  de  Inglaterra  pudiera  permanecer oculto mucho tiempo, especialmente en una región tan escasamente poblada como esta del norte de Dartmoor. Ayer estuve esperando de una hora a otra la noticia de que había sido encontrado, y de que su secuestrador era el asesino de  John  Straker.  Sin  embargo,  al  amanecer  otro  día  y  encontrarme  con  que nada  se  había  hecho,  fuera  de  la  detención  del  joven  Fitzroy  Simpson, comprendí  que  era  hora  de  que  yo  entrase  en  actividad.  Pero  tengo  la sensación de que, en ciertos aspectos, no se ha perdido el día de ayer.

—¿Tiene usted, según eso, formada ya su teoría?

—Tengo  por  lo  menos  dentro  del  puño  los  hechos  esenciales  de  este asunto. Voy a enumerárselos. No hay nada que aclare tanto un caso como el exponérselo a otra persona, y si he de contar con la cooperación de usted, debopor fuerza señalarle qué posición nos sirve de punto de partida.

Me arrellané sobre los cojines del asiento, dando chupadas a mi cigarro, mientras  que  Holmes,  con  el  busto  adelantado  y  marcando  con  su  largo  y delgado dedo índice sobre la planta de la mano los puntos que me detallaba, me esbozó los hechos que habían motivado nuestro viaje.

—Silver Blaze —me dijo— lleva sangre de Isonomy, y su historial en las pistas es tan lúcido como el de su famoso antepasado. Está en sus cinco años de edad y ha ido ganando sucesivamente todos los premios de carreras para su afortunado propietario, el coronel Ross. Hasta el momento de la catástrofe era el favorito de la Copa Wessex, estando las apuestas a tres contra uno a favor suyo. Es preciso tener en cuenta que este caballo fue siempre el archifavorito de los aficionados a las carreras, sin que nunca los haya defraudado; por eso se han apostado siempre sumas enormes a su favor, aun dando primas. De ello se deduce que muchísima gente estaba interesadísima en evitar que Silver Blaze se halle presente el martes próximo cuando se dé la señal de partida.

Como es de suponer, en King’s Pyland, lugar donde se hallan situadas las cuadras  de  entrenamiento  del  coronel,  se  tenía  en  cuenta  ese  hecho. Tomáronse toda clase de precauciones para guardar al favorito. John Straker, el  entrenador,  era  un  jokey  retirado,  que  había  corrido  con  los  colores  del coronel Ross antes que el excesivo peso le impidiese subir a la báscula. Cinco años sirvió al coronel como jokey, y siete de entrenador, mostrándose siempre un servidor leal y celoso. Tenía a sus órdenes tres hombres, porque se trata de unas cuadras pequeñas, en las que sólo se cuidaban en total cuatro caballos. Todas las noches montaba guardia en la cuadra uno de los hombres, mientras los otros dos dormían en el altillo. De los tres hay los mejores informes. John Straker, que era casado, vivía en un pequeño chalé situado a unas doscientas yardas de las cuadras. No tenía hijos, tenía un buen pasar y una criada. Las tierras  circundantes  no  están  habitadas;  pero  a  cosa  de  media  milla  hacia  el Norte  se  alza  un  pequeño  grupo  de  chalés  que  han  sido  edificados  por  un contratista de Tavistock para cuantos, enfermos o no, deseen disfrutar de los aires puros de Dartmoor. El pueblo mismo de Tavistock se halla situado a unas dos millas al Oeste; también a cosa de dos millas, pero cruzando los marjales, está  la  finca  de  entrenamiento  de  caballos  de  Capleton,  propiedad  de  lord Backwater,  regentada  por  Silas  Brown.  En  todas  las  demás  direcciones  la región  de  marjales  está  completamente  deshabitada,  y  sólo  la  frecuentan algunos gitanos trashumantes. Ahí tiene cuál era la situación el pasado lunes al ocurrir la catástrofe. Esa tarde, después de someterse a los caballos a ejercicio y de abrevarlos, como de costumbre, se cerraron las cuadras con llave, a las nueve. Dos de los peones se dirigieron entonces a la casa del entrenador, y allí cenaron en la cocina, mientras que el tercero, llamado Ned Hunter, se quedaba de  guardia.  Pocos  minutos  después  de  las  nueve,  la  criada,  Edith  Baxter,  lellevó a la cuadra su cena, que consistía en un plato de cordero con salsa fuerte. No  le  llevó  líquido  alguno  para  beber,  porque  en  los  establos  había  agua corriente  y  le  estaba  prohibido  al  hombre  de  guardia  tomar  ninguna  otra bebida. La muchacha se alumbró con una linterna, porque la noche era muy oscura y tenía que cruzar por campo abierto.

Ya estaba Edith Baxter a menos de treinta yardas de las cuadras, cuando surgió de entre la oscuridad un hombre, que le dijo que se detuviese. Cuando el  tal  quedó  enfocado  por  el  círculo  de  luz  amarilla  de  la  linterna,  vio  la muchacha que se trataba de una persona de aspecto distinguido, y que vestía terno de mezclilla gris con gorra de paño. Llevaba polainas y un pesado bastón con empuñadura de bola. Pero lo que impresionó muchísimo a Edith Baxter fue la extraordinaria palidez de su cara y lo nervioso de sus maneras. Su edad andaría por encima de los treinta, más bien que por debajo.

—¿Puede usted decirme dónde me encuentro? —preguntó él—. Estaba ya casi resuelto a dormir en el páramo, cuando distinguí la luz de su linterna.

—Se  encuentra  usted  próximo  a  las  cuadras  de  entrenamiento  de  King’s Pyland —le contestó ella.

—¿De veras? ¡Qué suerte la mía! —exclamó—. Me han informado de que en ellas duerme solo todas las noches uno de los mozos. ¿Es que acaso le lleva usted la cena? Dígame: ¿será usted tan orgullosa que desdeñe el ganarse lo que vale  un  vestido  nuevo?  —sacó  del  bolsillo  del  chakto  un  papel  blanco, doblado,  y  agregó—:  Haga  usted  que  ese  mozo  reciba  esto  esta  noche,  y  le regalaré el vestido más bonito que se puede comprar con dinero.

La mujer se asustó viendo la ansiedad que mostraba en sus maneras, y se alejó  a  toda  prisa,  dejándolo  atrás,  hasta  la  ventana  por  la  que  tenía  la costumbre  de  entregar  las  comidas.  Estaba  ya  abierta,  y  Hunter  se  hallaba sentado a la mesa pequeña que había dentro. Empezó a contarle lo que le había ocurrido, y en ese instante se presentó otra vez el desconocido.

—Buenas  noches  —dijo  éste,  asomándose  a  la  ventana—.  Deseo  hablar con usted unas palabras.

La  muchacha  ha  jurado  que,  mientras  el  hombre  hablaba,  vio  que  de  su mano cerrada salía una esquina del paquetito de papel.

—¿A qué viene usted aquí? —le preguntó el mozo.

—A un negocio que le puede llenar con algo el bolsillo —le contestó el otro—. Usted tiene dos caballos que figuran en la Copa Wessex... Silver Blaze y Bayard. Deme datos exactos acerca de ellos, y nada perderá con hacerlo. ¿Es cierto  que,  a  igualdad  de  peso,  Bayard  podría  darle  al  otro  cien  yardas  de ventaja en las mil doscientas, y que la gente de estas cuadras ha apostado sudinero a su favor?

—De modo que es usted uno de esos condenados individuos que venden informes para las carreras —exclamó el mozo de cuadra—. Le voy a enseñar de qué manera les servimos en King’s Pyland —se puso en pie y echo a correr hacia donde estaba el perro, para soltarlo.

La muchacha escapó a la casa; pero durante su carrera se volvió para mirar, y  vio  que  el  desconocido  estaba  apoyado  en  la  ventana.  Sin  embargo,  un instante  después,  cuando  Hunter  salió  corriendo  con  el  perro  sabueso,  el desconocido ya no estaba allí, y aunque el mozo de cuadra corrió alrededor de los edificios, no logró descubrir rastro alguno del mismo.

—¡Un momento! —dije yo—. ¿No dejaría el mozo de cuadra sin cerrar la puerta cuando salió corriendo con el perro?

—¡Muy  bien  preguntado,  Watson,  muy  bien  preguntado!  —murmuró  mi compañero—. Ese detalle me pareció de una importancia tal, que ayer envié un telegrama a Dartmoor con el exclusivo objeto de ponerlo en claro. El mozo cerró con llave la puerta antes de alejarse. Puedo agregar que la ventana no tiene anchura suficiente para que pase por ella un hombre.

Hunter esperó a que volviesen los otros mozos de cuadra, y entonces envió un mensaje al entrenador, enterándole de lo ocurrido. Straker se sobresaltó al escuchar  el  relato,  aunque,  por  lo  visto,  no  se  dio  cuenta  exacta  de  su verdadero alcance. Sin embargo, quedó vagamente impresionado, y cuando la señora Straker se despertó, a la una de la madrugada, vio que su marido se estaba vistiendo. Contestando a las preguntas de la mujer, le dijo que no podía dormir,  porque  se  sentía  intranquilo  acerca  de  los  caballos,  y  que  tenía  el propósito de ir hasta las cuadras para ver si todo seguía bien. Ella le suplicó que no saliese de casa, porque estaba oyendo el tamborileo de la lluvia en las ventanas; pero no obstante las súplicas de la mujer, el marido se echó encima su amplio impermeable y abandonó la casa.

La señora Straker despertóse a las siete de la mañana, y se encontró con que aún no había vuelto su marido. Se vistió a toda prisa, llamó a la criada y marchó a los establos. La puerta de éstos se hallaba abierta: en el interior, todo hecho  un  ovillo,  se  hallaba  Hunter  en  su  sillón,  sumido  en  un  estado  de absoluto atontamiento. El establo del caballo favorito se hallaba vacío, y no había rastro alguno del entrenador.

Los dos mozos de cuadra que dormían en el altillo de la paja, encima del cuarto de los atalajes, se levantaron rápidamente. Nada habían oído durante la noche, porque ambos tienen el sueño profundo. Era evidente que Hunter sufría los efectos de algún estupefaciente enérgico. Y como no se logró que razonase, le dejaron dormir hasta que la droga perdiese fuerza, mientras los dos mozos ylas  dos  mujeres  salían  corriendo  a  la  busca  de  los  que  faltaban.  Aún  les quedaban esperanzas de que, por una razón o por otra, el entrenador hubiese sacado al caballo para un entrenamiento de primera hora. Pero al subir a una pequeña colina próxima a la casa, desde la que se abarcaba con la vista los páramos próximos, no solamente no distinguieron por parte alguna al caballo favorito, sino que vieron algo que fue para ellos como una advertencia de que se hallaban en presencia de una tragedia.

A cosa de un cuarto de milla de las cuadras, el impermeable de Job Straker aleteaba encima de una mata de aliagas. Al otro lado de las aliagas, el páramo formaba una depresión a modo de cuenco, y en el fondo de ella fue encontrado el cadáver del desdichado entrenador. Tenía la cabeza destrozada por un golpe salvaje dado con algún instrumento pesado, presentando además una herida en el muslo, herida cuyo corte largo y limpio, había sido evidentemente infligida con  algún  instrumento  muy  cortante.  Sin  embargo,  veíase  con  claridad  que Straker se había defendido vigorosamente contra sus asaltantes, porque tenía en  su  mano  derecha  un  cuchillo  manchado  de  sangre  hasta  la  empuñadura, mientras que su mano izquierda aferraba una corbata de seda roja y negra, que la  doncella  de  la  casa  reconoció  como  la  que  llevaba  la  noche  anterior  el desconocido que había visitado los establos.

Al volver en sí de su atontamiento Hunter se expresó también de manera terminante en cuanto a quién era el propietario de la corbata. Con la misma certidumbre aseguró que había sido el mismo desconocido quien, mientras se apoyaba en la ventana, había echado alguna droga en su plato de cordero en salsa fuerte, privando de ese modo a las cuadras de su guardián.

Por lo que se refiere al caballo desaparecido, veíanse en el barro del fondo del cuenco fatal pruebas abundantes de que el animal estaba allí cuando tuvo lugar la pelea. Pero desde aquella mañana no se ha visto al caballo; y aunque se ha ofrecido una gran recompensa, y todos los gitanos de Dartmoor andan buscándolo, nada se ha sabido del mismo. Por último, el análisis de los restos de  la  cena  del  mozo  de  cuadras  ha  demostrado  que  contenían  una  cantidad notable de opio en polvo, dándose el caso de que los demás habitantes de la casa que comieron ese guiso aquella misma noche, no experimentaron ninguna mala consecuencia.

Esos son los hechos principales del caso, una vez despojados de toda clase de suposiciones y expuestos de la peor manera posible. Voy a recapitular ahora las actuaciones de la Policía en el asunto.

El  inspector  Gregory,  a  quien  ha  sido  encomendado  el  caso,  es  un funcionario extremadamente competente. Si estuviera dotado de imaginación, llegaría  a  grandes  alturas  en  su  profesión.  Llegado  al  lugar  del  suceso, identificó pronto y detuvo, al hombre sobre quien recaían, naturalmente, lassospechas. Poca dificultad hubo en dar con él, porque era muy conocido en aquellos alrededores. Se llama, según parece, Fitzroy Simpson. Era hombre de excelente  familia  y  muy  bien  educado,  había  dilapidado  una  fortuna  en  las carreras, y vivía ahora realizando un negocio callado y elegante de apuestas en los  clubs  deportivos  de  Londres.  El  examen  de  su  cuaderno  de  apuestas demuestra que él las había aceptado hasta la suma de cinco mil libras en contra del caballo favorito.

Al ser detenido, hizo espontáneamente la declaración de que había venido a  Dartmoor  con  la  esperanza  de  conseguir  algunos  informes  acerca  de  los caballos  de  la  cuadra  de  King’s  Pyland,  y  también  acerca  de  Desborough, segundo  favorito,  que  está  al  cuidado  de  Silas  Brown,  en  las  cuadras  de Capleton. No intentó negar que había actuado la noche anterior en la forma que se ha descrito, pero afirmó que no llevaba ningún propósito siniestro, y que  su  único  deseo  era  obtener  datos  de  primera  mano.  Al  mostrársele  la corbata se puso muy pálido, y no pudo, en manera alguna, explicar cómo era posible que estuviese en la mano del hombre asesinado. Sus ropas húmedas demostraban  que  la  noche  anterior  había  estado  a  la  intemperie  durante  la tormenta, y su bastón, que es de los que llaman abogado de Penang, relleno de plomo, era arma que bien podía, descargando con el mismo repetidos golpes, haber causado las heridas terribles a que había sucumbido el entrenador.

Por  otro  lado,  no  mostraba  el  detenido  en  todo  su  cuerpo  herida  alguna, siendo así que el estado del cuchillo de Straker podía indicar que uno por lo menos  de  sus  atacantes  debía  de  llevar  encima  la  señal  del  arma.  Ahí  tiene usted  el  caso,  expuesto  concisamente,  Watson,  y  le  quedaré  sumamente agradecido si usted puede proporcionarme alguna luz.

Yo  había  escuchado  la  exposición  que  Holmes  me  había  hecho  con  la claridad  que  es  en  él  característica.  Aunque  muchos  de  los  hechos  me  eran familiares, yo no había apreciado lo bastante su influencia relativa ni su mutua conexión.

—¿Y no será posible —le dije— que el tajo que tiene Straker se lo haya producido  con  su  propio  cuchillo  en  los  forcejeos  convulsivos  que  suelen seguirse a las heridas en el cerebro?

—Es  más  que  posible;  es  probable  —dijo  Holmes—.  En  tal  caso, desaparece uno de los puntos principales que favorecen al acusado.

—Pero, aun con todo eso, no llego a comprender cuál puede ser la teoría que sostiene la Policía.

—Mucho  me  temo  que  cualquier  hipótesis  que  hagamos  se  encuentre expuesta  a  objeciones  graves  —me  contestó  mi  compañero—.  Lo  que  la Policía  supone,  según  yo  me  imagino,  es  que  Fitzroy  Simpson,  después  desuministrar la droga al mozo de cuadras, y de haber conseguido de un modo u otro una llave duplicada, abrió la puerta del establo y sacó fuera al caballo con intención, en apariencia, de mantenerlo secuestrado. Falta la brida del animal, de modo  que  Simpson debió  de  ponérsela. Hecho  esto, y  dejando  abierta  la puerta,  se  alejaba  con  el  caballo  por  la  paramera,  cuando  se  tropezó  o  fue alcanzado por el entrenador. Se trabaron, como es natural, en pelea, y Simpson le  saltó  la  tapa  de  los  sesos  con  su  bastón,  sin  recibir  la  menor  herida producida por el cuchillito que Straker empleó en propia defensa; y luego, o bien el ladrón condujo el animal a algún escondite que tenía preparado, o bien aquel se escapó durante la pelea, y anda ahora vagando por los páramos. Así es como ve el caso la Policía, y por improbable que ésta parezca, lo son aún más  todas  las  demás  explicaciones.  Sin  embargo,  yo  pondré  a  prueba  su veracidad así que me encuentre en el lugar de la acción. Hasta entonces, no veo que podamos adelantar mucho más de la posición en que estamos.

Iba  ya  vencida  la  tarde  cuando  llegamos  a  la  pequeña  población  de Tavistock,  situada,  como  la  protuberancia  de  un  escudo,  en  el  centro  de  la amplia  circunferencia  de  Dartmoor.  Dos  caballeros  nos  esperaban  en  la estación: era el uno hombre alto y rubio, de pelo y barba leonados y de ojos de un azul claro, de una rara viveza; el otro, un hombre pequeño y despierto, muy pulcro y activo, de levita y botines, patillitas bien cuidadas y monóculo. Este último  era  el  coronel  Ross,  sportman  muy  conocido,  y  el  otro,  el  inspector Gregory,  apellido  que  estaba  haciéndose  rápidamente  famoso  en  la organización detectivesca inglesa.

—Me encanta que haya venido usted, señor Holmes —dijo el coronel—. El  inspector  aquí  presente  ha  hecho  todo  lo  imaginable;  pero  yo  no  quiero dejar piedra sin mover en el intento de vengar al pobre Straker y de recuperar mi caballo.

—¿No ha surgido ninguna circunstancia nueva? —preguntó Holmes.

—Siento tener que decirle que es muy poco lo que hemos adelantado — dijo  el  inspector—.  Tenemos  ahí  fuera  un  coche  descubierto,  y  como  usted querrá,  sin  duda,  examinar  el  terreno  antes  que  oscurezca,  podemos  hablar mientras vamos hacia allí.

Un minuto después nos hallábamos todos sentados en un cómodo landó y rodábamos  por  la  curiosa  y  vieja  población  del  Devonshire.  El  inspector Gregory estaba pletórico de datos, y fue soltando un chorro de observaciones, que  Holmes  interrumpía  de  cuando  en  cuando  con  una  pregunta  o  con  una exclamación.  El  coronel  Ross  iba  recostado  en  su  asiento,  con  el  sombrero echado  hacia  adelante,  y  yo  escuchaba  con  interés  el  diálogo  de  los  dos detectives. Gregory formulaba su teoría, que coincidía casi exactamente con la que Holmes había predicho en el tren.

—La red se va cerrando fuertemente en torno a Fitzroy Simpson —dijo a modo de comentario—, y yo creo que él es nuestro hombre. No dejo por eso de reconocer que se trata de pruebas puramente circunstanciales, y que puede surgir cualquier nuevo descubrimiento que eche todo por tierra.

—¿Y qué me dice del cuchillo, de Straker?

—Hemos llegado a la conclusión de que se hirió él mismo al caer.

—Eso me sugirió mi amigo, el doctor Watson, cuando veníamos. De ser así, influiría en contra de Simpson.

—Sin  duda  alguna.  A  él  no  se  le  ha  encontrado  ni  cuchillo  ni  herida alguna. Las pruebas de su culpabilidad son, sin duda, muy fuertes: tenía gran interés  en  la  desaparición  del  favorito;  recae  sobre  él  la  sospecha  de  haber narcotizado al mozo de cuadra; no hay duda de que anduvo a la intemperie durante la tormenta; iba armado de un pesado bastón, y se encontró su corbata en  las  manos  del  muerto.  La  verdad  es  que  creo  que  poseemos  material suficiente para presentarnos ante el Jurado.

Holmes movió negativamente la cabeza, y dijo:

—Un defensor hábil lo haría todo pedazos. ¿Para qué iba a sacar al caballo del establo? Si pretendía algún daño, ¿por qué no lo iba a hacer allí mismo? ¿Se le ha encontrado una llave duplicada? ¿Qué farmacéutico le vendió el opio en polvo? Sobre todo, ¿en qué sitio pudo esconder un caballo como éste, él, forastero  en  esta  región?  ¿Qué  explicación  ha  dado  acerca  del  papel  que deseaba que la doncella hiciese llegar al mozo de cuadra?

—Asegura que se trataba de un billete de diez libras. Se le encontró en el billetero uno de esa suma. Pero las demás objeciones que usted hace no son tan  formidables  como  parecen.  Ese  hombre  no  es  ajeno  a  la  región.  Se  ha hospedado por dos veces en Tavistock durante el verano. El opio se lo trajo probablemente de Londres. La llave, una vez que le sirvió para sus propósitos, la  tiraría  lejos.  Quizá  se  encuentre  el  caballo  en  el  fondo  de  alguno  de  los antiguos pozos de mina que hay en el páramo.

—¿Y qué me dice a propósito de la corbata?

—Confiesa que es suya, y afirma que la perdió. Pero ha surgido en el caso un factor nuevo, que quizá explique el que sacara al caballo del establo.

Holmes aguzó los oídos.

—Hemos  encontrado  huellas  que  demuestran  que  la  noche  del  lunes acampó una cuadrilla de gitanos a una milla del sitio en donde tuvo lugar el asesinato.  Los  gitanos  habían  desaparecido  el  martes.  Ahora  bien:  partiendo del  supuesto  de  que  entre  los  gitanos  y  Simpson  existía  alguna  clase  de concierto,  ¿no  podría  ser  que  cuando  fue  alcanzado  llevase  el  caballo  a  losgitanos, y no podría ser que lo tuviesen éstos?

—Desde luego que cabe en lo posible.

—Se  está  explorando  el  páramo  en  busca  de  estos  gitanos.  He  hecho revisar también todas las cuadras y edificios aislados en Tavistock, en un radio de diez millas.

—Tengo  entendido  que  muy  cerca  de  allí  hay  otras  cuadras  de entrenamiento.

—Sí, y  es  ése un  factor  que no  debemos  menospreciar en  modo  alguno. Como su caballo Desborough es el segundo en las apuestas, tenían interés en la  desaparición  del  favorito.  Se  sabe  que  Silas  Brown,  el  entrenador,  lleva apostadas  importantes  cantidades  en  la  prueba,  y  no  era,  ni  mucho  menos, amigo  del  pobre  Straker.  Sin  embargo,  hemos  registrado  las  cuadras,  sin encontrar nada que pueda relacionarlo con los sucesos.

—¿Tampoco se ha descubierto nada que relacione a este Simpson con los intereses de las cuadras de Capleton?

—Absolutamente nada.

Holmes se recostó en el respaldo, y la conversación cesó. Unos minutos después nuestro cochero hizo alto junto a un lindo chalé de ladrillo rojo, de aleros salientes, que se alzaba junto a la carretera. A cierta distancia, después de cruzar un prado, veíase un largo edificio anexo de tejas grises. En todas las demás  direcciones  el  páramo,  de  suaves  ondulaciones  y  bronceado  por  los helechos  en  trance  de  mustiarse,  dilatábase  hasta  la  línea  del  horizonte,  sin más interrupción que los campanarios de Tavistock y un racimo de casas, allá hacia el Oeste, que señalaba la situación de las cuadras de Capleton. Saltamos todos fuera  del  coche, a  excepción  de Holmes,  que siguió  recostado,  con  la mirada  fija  en  el  cielo  que  tenía  delante,  completamente  absorto  en  sus pensamientos. Sólo cuando yo le toqué en el brazo dio un violento respingo y se apeó.

—Perdone  —dijo,  volviéndose  hacia  el  coronel  Ross,  que  se  había quedado mirándole, algo sorprendido—. Estaba soñando despierto —había en sus  ojos  cierto  brillo  y  en  sus  maneras  una  contenida  excitación  que  me convencieron, acostumbrado como estaba yo a sus actitudes, de que se había puesto sobre alguna pista, aunque no podía imaginar si la habría alcanzado.

—Quizá prefiera usted, señor Holmes, seguir directamente hasta la escena del crimen —dijo Gregory.

—Opto  por  quedarme  unos  momentos  más  aquí  mismo  y  abordar  una  o dos cuestiones de detalle. Supongo que traerían aquí a Straker, ¿verdad?

—Sí,  su  cadáver  está  en  el  piso  de  arriba.  Mañana  tendrá  lugar  lainvestigación judicial.

—Llevaba algunos años a su servicio, ¿no es cierto, coronel Ross?

—Siempre vi en él a un excelente servidor.

—Dígame,  inspector,  harían  ustedes,  me  imagino,  un  inventarío  de  todo cuanto tenía en los bolsillos al morir, ¿verdad?

—Si desea usted ver lo que se le encontró, tengo los objetos en el cuarto de estar.

—Me gustaría mucho.

Entramos en fila en la habitación delantera, y tomamos asiento en torno a una  mesa  central,  redonda,  mientras  el  inspector  abría  con  llave  un  cofre cuadrado de metal y colocaba delante de nosotros un montoncito de objetos. Había una caja de cerillas vestas, un cabo de dos pulgadas de vela de sebo, una pipa A. D. P. de raíz de eglantina, una tabaquera de piel de foca que contenía media onza de Cavendish en hebra larga, un reloj de plata con cadena de oro, un lapicero de aluminio, algunos papeles y un cuchillo de mango de marfil y hoja finísima, recta, con la marca «Weiss and Co. Londres».

—Este  es  un  cuchillo  muy  especial  —dijo  Holmes,  cogiéndolo  y examinándolo  minuciosamente—.  Como  advierto  en  él  manchas  de  sangre, supongo que se trata del que se encontró en la mano del difunto. Watson, con seguridad que este cuchillo es de los de su profesión.

—Es de la clase que llamamos para cataratas —le contesté.

—Eso me pareció. Una hoja muy fina destinada a un trabajo muy delicado. Artefacto  raro  para  ser  llevado  por  un  hombre  que  había  salido  a  una expedición  peligrosa,  especialmente  porque  no  podía  meterlo  cerrado  en  el bolsillo.

—La punta estaba defendida por un disco de corcho, que fue hallado junto al cadáver —dijo el inspector—. La viuda nos dijo que el cuchillo llevaba ya varios  días  encima  de  la  mesa  de  tocador  y  que  lo  cogió  al  salir  de  la habitación. Como arma, valía poca cosa; pero fue quizá lo mejor de que pudo echar mano en ese momento.

—Es muy posible. ¿Y qué papeles son ésos?

—Tres de ellos son cuentas de vendedores de heno, con su recibí. Otro es una carta con instrucciones del coronel Ross. Y éste otro es una factura de un modista  por  valor  de  treinta  y  siete  libras  y  quince  chelines,  extendida  por madame  "Lesurier"  de  Bond  Street,  a  nombre  de  William  Darbyshire.  La señora Straker nos ha informado de que el tal Darbyshire era un amigo de su marido, y que a veces le dirigían aquí las cartas.

—Esta  madame  Darbyshire  era  mujer  de  gustos  algo  caros  —comentó Holmes, mirando de arriba abajo la cuenta—. Veintidós guineas es un precio bastante elevado para un solo vestido ¡Ea!, por lo visto, ya no hay nada más que ver aquí, y podemos marchar hasta el lugar del crimen.

Cuando  salíamos  del  cuarto  de  estar,  se  adelantó  una  mujer  que  había estado esperando en el pasillo, y puso su mano sobre la manga del inspector. Tenía el rostro macilento, delgado, ojeroso, con el sello de un espanto reciente.

—¿Les  han  echado  ustedes  ya  mano?  ¿Los  han  descubierto  ustedes?  — exclamó jadeante.

—No, señora Straker; pero el señor Holmes, aquí presente, ha venido de Londres para ayudarnos, y haremos todo cuanto esté a nuestro alcance.

Holmes le dijo:

—Señora Straker, estoy seguro de haber sido presentado a usted hará algún tiempo en Plymouth, durante una garden party.

—No, señor. Está usted equivocado.

—¡Válgame Dios! Pues yo lo habría jurado. Llevaba usted un vestido de seda color tórtola, con guarniciones de pluma de avestruz.

—En mi vida he usado un vestido así —contestó la señora.

—Entonces ya no cabe duda —dijo Holmes.

Se disculpó y salió de la casa del inspector. Un corto paseo a través del páramo nos llevó a la hondonada en que fue hallado el cadáver. Las aliagas de las  que  había  sido  colgado  el  impermeable  se  hallaban  al  borde  mismo  del hoyo.

—Tengo entendido que esa noche no hacía viento —dijo Holmes.

—En absoluto; pero llovía fuerte.

—En  ese  caso,  el  impermeable  no  fue  arrastrado  por  el  viento,  sino colocado ahí deliberadamente.

—Sí; estaba extendido sobre las aliagas.

—Eso me interesa vivamente. Veo que el suelo está lleno de huellas. Sin duda que habrán pasado por aquí muchos pies desde la noche del lunes.

—Colocamos aquí al lado un trozo de estera, y ninguno de nosotros pisó fuera de ella.

—Magnífico.

—Traigo en este maletín una de las botas que calzaba Straker, uno de loszapatos de Fitzroy Simpson y una herradura vieja de Silver Blaze.

—¡Mi querido inspector, usted se está superando a sí mismo! Holmes echó mano del maletín, bajó a la hondonada y colocó la estera más hacia el centro. Después, tumbado boca abajo, y apoyando la barbilla en las manos, escudriñó minuciosamente el barro pataleado que tenía delante.

—¡Hola! —dijo de pronto—. ¿Qué es esto?

Era una cerilla vesta, medio quemada y tan embarrada que a primera vista parecía una astillita de madera.

—No  me  explico  cómo  se  me  pasó  por  alto  —dijo  el  inspector,  con expresión de fastidio.

—Era  invisible,  porque  estaba  sepultada  en  el  barro.  Si  yo  la  he descubierto, ha sido porque la andaba buscando.

—¡Cómo! ¿Que esperaba usted encontrarla?

—Creí que no era improbable.

Holmes sacó del maletín la bota y el zapato comparó las impresiones de ambos con las huellas que había en el barro. Trepó acto continuo al borde de la hondonada y anduvo a gatas por entre los helechos y los matorrales.

—Sospecho  que  no  hay  más  huellas  —dijo  el  inspector—.  Yo  he examinado muy minuciosamente el suelo en cien yardas a la redonda.

—¡De  veras!  —dijo  Holmes,  levantándose—.  No  habría  cometido  yo  la impertinencia  de  volver  a  examinarlo,  si  usted  me  lo  hubiese  dicho.  Pero, antes  de  que  oscurezca,  quiero  darme  un  paseíto  por  los  páramos,  a  fin  de poder orientarme mañana, y me voy a meter esta herradura en el bolsillo, a ver si me da buena suerte.

El coronel Ross, que había dado algunas muestras de impaciencia ante el método tranquilo y sistemático de trabajar que tenía mi compañero, miró su reloj.

—Inspector, yo desearía que regresase usted conmigo —dijo—. Quisiera consultarle acerca de varios detalles, y especialmente sobre si no deberíamos borrar a nuestro caballo de la lista de inscripciones para la copa, mirando por las conveniencias del público.

—No haga semejante cosa —exclamó Holmes con resolución—. Yo, en su caso, dejaría el nombre en la lista.

El coronel se inclinó, y dijo:

—Me  alegro  muchísimo  de  que  me  haya  dado  su  opinión.  Cuando  haya terminado su labor, nos encontrará en la casa del pobre Straker, y podremos irjuntos en coche a Tavistock.

Regresó con el inspector, mientras Holmes y yo avanzábamos despacio por el páramo. El sol empezaba a hundirse detrás de los edificios de las cuadras de Capleton,  y  la  dilatada  llanura  que  se  extendía  ante  nosotros  estaba  como teñida de oro, que se ensombrecía, convirtiéndose en un vivo y rojizo color marrón, en los sitios donde los helechos y los zarzales captaban la luminosidad del atardecer.

—Por este lado, Watson —dijo, por fin, Holmes—. Dejemos de lado por el momento  la  cuestión  de  quién  mató  a  Straker,  y  ciñámonos  a  descubrir  el paradero del caballo. Pues bien; suponiendo que se escapó durante la tragedia o después de ésta, ¿hacia dónde pudo ir? Los caballos son animales de índole muy  gregaria.  Abandonado  este  nuestro  a  sus  instintos,  o  bien  regresaría  a King’s Pyland o se dirigiría a Capleton. ¿Qué razón puede haber para que lleve una  vida  selvática  por  los  páramos?  De  haberlo  hecho,  con  seguridad  que alguien lo habría visto a estas horas. ¿Y qué razón hay también para que lo secuestren  los  gitanos?  Esta  gente  se  larga  siempre  de  los  lugares  donde  ha habido algún asunto feo, porque no quieren que la Policía les caiga encima con toda  clase  de  molestias.  Ni  por  asomos  podían  pensar  en  vender  un  caballo como éste. Correrían, pues, un grave peligro y no ganarían nada llevándoselo. Eso es evidente.

—¿Dónde está, pues, el caballo?

—He dicho ya que con seguridad marchó a King’s Pyland o a Capleton. Al no estar en King’s Pyland, tiene que estar en Capleton. Tomemos esto como hipótesis  de  trabajo,  y  veamos  adónde  nos  lleva  En  esta  parte  del  páramo, según  hizo  notar  el  inspector,  el  suelo  es  muy  duro  y  seco;  pero  forma pendiente en dirección a Capleton, y desde aquí mismo se distingue que hay, allá lejos, una hondonada alargada, que quizá estaba muy húmeda la noche del lunes.  Si  nuestra  hipótesis  es  correcta,  el  caballo  tuvo  que  cruzar  esa hondonada, y es en ésta donde debemos buscar sus huellas.

Mientras  hablábamos,  habíamos  ido  caminando  a  buen  paso,  y  sólo invertimos  algunos  minutos  en  llegar  a  la  hondonada  en  cuestión.  Yo,  a petición de Holmes, tiré hacia la derecha, siguiendo el talud, y él tiró hacia la izquierda; no habría andado yo cincuenta pasos cuando le oí lanzar un grito, y vi  que  me  llamaba  con  la  mano.  Las  huellas  del  caballo  se  dibujaban  con claridad en la tierra blanduzca que él tenía delante, y la herradura que sacó del bolsillo ajustaba exactamente en ellas.

—Vea  usted  qué  valor  tiene  la  imaginación  —me  dijo  Holmes—.  Es  la única cualidad que le falta a Gregory. Nosotros nos imaginamos lo que pudo haber  ocurrido,  hemos  actuado  siguiendo  esa  suposición,  y  resultó  que estábamos en lo cierto. Sigamos adelante.

Cruzamos el fondo pantanoso y entramos en un espacio de un cuarto de milla de césped seco y duro. Otra vez el terreno descendió en declive, y otra vez tropezamos con las huellas. Perdimos éstas por espacio de media milla, pero fue para volver a encontrarlas muy cerca ya de Capleton. El primero en verlas fue Holmes, y se detuvo para señalarlas con expresión de triunfo en el rostro. Paralelas a las huellas del caballo, veíanse las de un hombre.

—Hasta aquí el caballo venía solo —exclamó.

—Así es. El caballo venía solo hasta aquí. ¡Hola! ¿Qué es esto?

Las dobles huellas cambiaron de pronto de dirección, tomando la de King’s Pyland. Holmes dejó escapar un silbido, y los dos fuimos siguiéndolas. Los ojos de Holmes no se apartaban de las pisadas, pero yo levanté la vista para mirar a un lado, y vi con sorpresa esas mismas dobles huellas que volvían en dirección contraria.

—Un  tanto  para  usted,  Watson  —dijo  Holmes,  cuando  yo  le  hice  ver aquello—. Nos ha ahorrado una larga caminata que nos habría traído de vuelta sobre nuestros propios pasos. Sigamos esta huella de retorno.

No tuvimos que andar mucho. La doble huella terminaba en la calzada de asfalto que conducía a las puertas exteriores de las cuadras de Capleton. Al acercarnos, salió corriendo de las mismas un mozo de cuadra.

—Aquí no queremos ociosos —nos dijo.

—Sólo deseo hacer una pregunta —dijo Holmes, metiendo en el bolsillo del chaleco los dedos índice y pulgar—. ¿Será demasiado temprano para que hablemos  con  tu  jefe,  el  señor  Silas  Brown,  si  acaso  venimos  mañana  a  las cinco de la mañana?

—¡Válgame Dios, caballero! Si alguno anda a esa hora por aquí, será él, porque  es  siempre  el  primero  en  levantarse.  Pero,  ahí  lo  tiene  usted precisamente,  y  él  podrá  darle  en  persona  la  respuesta.  De  ninguna  manera, señor, de ninguna manera; me jugaría el puesto si él me ve recibir dinero de usted. Si lo desea, démelo más tarde.

En el momento en que Sherlock Holmes metía de nuevo en el bolsillo la media corona que había sacado del mismo, avanzó desde la puerta un hombre entrado en años y de expresión violenta, que empuñaba en la mano un látigo de caza.

—¿Qué  pasa,  Dawson?  —gritó—  No  quiero  chismorreos.  Vete  a  tu obligación. Ustedes..., ¿qué diablos quieren ustedes por acá?

—Hablar diez minutos con usted, mi buen señor —le contestó Holmes con la más meliflua de las voces.

—No  tengo  tiempo  para  hablar  con  todos  los  ociosos  que  aquí  se presentan. Lárguense, si no quieren salir perseguidos por un perro.

Holmes se inclinó hacia adelante y cuchicheó algo al oído del entrenador. Este dio un respingo y se sonrojó hasta las sienes.

—¡Eso es un embuste! —gritó—. ¡Un embuste infernal!

—Perfectamente, pero ¿quiere que discutamos acerca de ello en público, o prefiere que lo hagamos en la sala de su casa?

—Bueno, venga conmigo, si así lo desea.

Holmes se sonrió, y me dijo:

—No le haré esperar más que unos minutos, Watson. ¡Ea! señor Brown, estoy a su disposición.

Antes  de  que  Holmes  y  el  entrenador  reapareciesen  pasaron  sus  buenos veinte  minutos,  y  los  tonos  rojos  se  habían  ido  desvaneciendo  hasta convertirse en grises. Jamás he visto cambio igual al que había tenido lugar en Silas  Brown  durante  tan  breve  plazo.  El  color  de  su  cara  era  cadavérico, brillaban  sobre  sus  cejas  gotitas  de  sudor,  y  le  temblaban  las  manos  de  tal manera que el látigo de caza se agitaba lo mismo que una rama sacudida por el viento.  Sus  maneras  valentonas  y  avasalladoras  habían  desaparecido  por completo, y avanzaba al costado de mi compañero con las mismas muestras de zalamería de un perro a su amo.

—Serán cumplidas sus instrucciones. Serán cumplidas —le decía.

—No  quiero  equivocaciones  —dijo  Holmes,  volviéndose  a  mirar;  y  el entrenador  parpadeó  al  encontrarse  con  la  mirada  amenazadora  de  mi compañero.

—¡Oh,  no,  no  las  habrá!  Estaré  allí.  ¿Quiere  que  lo  cambie  antes  o después?

Holmes meditó un momento y de pronto rompió a reír.

—No,  no  lo  cambie  —dijo—.  Le  daré  instrucciones  por  escrito  a  este respecto. Nada de trampas, o...

—¡Puede usted confiar en mí, puede usted confiar en mí!

—Usted actuará en ese día igual que si fuera suyo.

—Puede usted descansar en mí.

—Sí, creo que puedo hacerlo. Bueno, mañana sabrá usted de mí.

Holmes dio media vuelta, sin hacer caso de la mano temblorosa que el otro le tendió, y nos pusimos en camino para King’s Pyland.

—Rara  vez  he  tropezado  con  una  mezcla  de  fanfarrón,  cobarde  y  reptil, como  este  maese  Silas  Brown  —comentó  Holmes,  mientras  caminábamos juntos a paso largo.

—Entonces es que el caballo lo tiene él, ¿verdad?

—Me vino con fanfarronadas queriendo hurtar el cuerpo, pero yo le hice una descripción tan exacta de todos los pasos que había dado aquella mañana, que  ha  acabado  convenciéndose  de  que  le  estuve  mirando.  Usted,  como  es natural, se fijaría en que la puntera de las huellas tenía una forma cuadrada muy  especial,  y  también  se  fijaría  en  que  las  de  sus  botas  correspondían exactamente a la de las huellas. Además, como es natural, ningún subalterno se habría atrevido a semejante cosa. Le fui relatando cómo él, al levantarse el primero, según tenía por costumbre, vio que por el páramo vagaba un caballo solitario; que se dirigió hasta el lugar en que estaba el animal, y que reconoció con asombro, por la mancha blanca de la frente que dio al caballo favorito su nombre,  que  la  casualidad  ponía  en  sus  manos  el  único  caballo  capaz  de vencer al otro, por el que él había apostado su dinero. Acto continuo, le conté que  su  primer  impulso  había  sido  devolverlo  a  King’s  Pyland,  pero  que  el demonio le había hecho ver cómo podía ocultar el caballo hasta después de la carrera, y que entonces había vuelto sobre sus pasos y lo había escondido en Capleton. Al oír cómo yo le contaba todos los detalles, se dio por vencido, y solo pensó ya en salvar la piel.

—Pero se había realizado un registro en sus establos.

—Bueno, un viejo disfrazacaballos, como él, tiene muchas artimañas.

—Pero ¿no le da a usted miedo dejar el caballo en poder suyo, teniendo como tiene toda clase de intereses en hacerle daño?

—Mi querido compañero, ese hombre lo conservará con el mismo cuidado que a las niñas de sus ojos. Sabe que su única esperanza de que le perdonen es el presentarlo en las mejores condiciones.

—A  mí  no  me  dio  el  coronel  Ross  la  impresión  de  hombre  capaz  de mostrarse generoso, haga él lo que haga.

—La  decisión  no  está  en  manos  del  coronel  Ross.  Yo  sigo  mis  propios métodos, y cuento mucho o cuento poco, según me parece. Es la ventaja de no actuar como detective oficial. No sé si usted habrá reparado en ello, Watson; pero la manera de tratarme el coronel fue un poquitín altanera. Estoy tentado en divertirme un poco a costa suya. No le hable usted nada acerca del caballo.

—Desde luego que no lo haré sin permiso de usted.

—Además, esto resulta un hecho subalterno si se compara con el problema de quién mató a John Straker.

—¿A ese problema al que usted se va a dedicar?

—Todo lo contrario, ambos regresamos a Londres con el tren de la noche.

Las palabras de mi amigo me dejaron como fulminado. Llevábamos sólo algunas horas en Devonshire, y me resultaba totalmente incomprensible que suspendiese una investigación que tan brillante principio había tenido. Ni una sola palabra más conseguí sacarle hasta que estuvimos de regreso en casa del entrenador. El coronel y el inspector nos esperaban en la sala.

—Mi amigo y yo regresamos a la capital con el expreso de medianoche — dijo  Holmes—.  Hemos  podido  respirar  durante  un  rato  el  encanto  de  sus magníficos aires de Dartmoor.

El inspector puso tamaño ojos, el coronel torció desdeñosamente el labio.

—Veo que usted desespera de poder detener al asesino del pobre Straker —dijo el coronel.

Holmes se encogió de hombros, y dijo:

—Desde luego, existen graves dificultades para conseguirlo. Sin embargo, tengo toda clase de esperanzas de que su caballo tomará el martes la partida en la carrera, y yo le suplico tenga para ello listo a su jokey. ¿Podría pedir una fotografía del señor John Straker?

El inspector sacó una de un sobre que tenía en el bolsillo, y se la entregó a Holmes.

—Querido Gregory, usted se adelanta a todo lo que yo necesito. Si ustedes tienen  la  amabilidad  de  esperar  aquí  unos  momentos,  yo  quisiera  hacer  una pregunta a la mujer de servicio.

—No  tengo  más  remedio  que  decir  que  me  ha  defraudado  bastante  su asesor londinense —dijo el coronel Ross, ásperamente, cuando mi amigo salió de la habitación—. No veo que hayamos adelantado nada desde que él vino.

—Tiene usted por lo menos la seguridad que le ha dado de que su caballo tomará parte en la carrera.

—Sí, tengo la seguridad que él me ha dado —dijo el coronel, encogiéndose de hombros—. Preferiría tener mi caballo.

Iba yo a contestar algo en defensa de mi amigo, cuando éste volvió a entrar en la habitación.

—Y ahora, caballeros, estoy listo para ir a Tavistock —les dijo.

Al  subir  al  coche,  uno  de  los  mozos  de  cuadra  mantuvo  abierta  la portezuela. De pronto pareció ocurrírsele a Holmes una idea, porque se echó hacia adelante y dio un golpecito al mozo en el brazo, diciéndole:

—Veo ahí, en el prado, algunas ovejas. ¿Quién las cuida?

—Yo las cuido, señor.

—¿No  les  ha  pasado  nada  malo  a  estos  animales  durante  los  últimos tiempos?

—Verá usted, señor no ha sido cosa muy grave, pero el hecho es que tres de los animales han quedado mancos.

Me fijé en que la contestación complacía muchísimo a Holmes, porque se rio por lo bajo y se frotó las manos.

—¡Ahí tiene, Watson, un tiro de largo alcance, de alcance muy largo! —me dijo, pellizcándome el brazo—. Gregory, permítame llamarle la atención sobre esta extraña epidemia de las ovejas. ¡Adelante, cochero!

El  coronel  Ross  seguía  mostrando  en  la  expresión  de  su  cara  la  pobre opinión que se había formado de las habilidades de mi compañero; pero en la del inspector pude ver que su interés se había despertado vivamente.

—¿Da usted importancia a ese asunto? —preguntó.

—Extraordinaria.

—¿Existe  algún  otro  detalle  acerca  del  cual  desearía  usted  llamar  mi atención?

—Sí, acerca del incidente curioso del perro aquella noche.

—El perro no intervino para nada.

—Ese  es  precisamente  el  incidente  curioso  —dijo  como  comentario Sherlock Holmes.

Cuatro días después estábamos de nuevo, Holmes y yo, en el tren, camino de  Winchester,  para  presenciar  la  carrera  de  la  Copa  de  Wessex.  El  coronel Ross salió a nuestro encuentro, de acuerdo con la cita que le habíamos dado, fuera  de  la  estación,  y  marchamos  en  su  coche  de  sport  de  cuatro  caballos hasta el campo de carreras, situado al otro lado de la ciudad. La expresión de su rostro era de seriedad, y, sus maneras, en extremo frías.

—No he visto por parte alguna a mi caballo —nos dijo.

—Será  usted  capaz  de  conocerlo  si  lo  ve,  ¿no  es  así?  —le  preguntó Holmes.

Esto irritó mucho al coronel, que le contestó:

—Llevo veinte años dedicado a las carreras de caballos, y nadie me había hecho  hasta  ahora  pregunta  semejante.  Cualquier  niño  sería  capaz  de reconocer a Silver Blaze por la mancha blanca de la frente y su pata delanterajaspeada.

—¿Y cómo van las apuestas?

—Ahí tiene usted lo curioso del caso. Ayer podía usted tomar apuestas a quince  por  uno,  pero  esta  diferencia  se  ha  ido  reduciendo  cada  vez  más  y actualmente apenas se ofrece el dinero tres a uno.

—¡Ejem!  —exclamó  Holmes—.  Es  evidente  que  hay  alguien  que  sabe algo.

Cuando nuestro coche se detuvo en el espacio cerrado, cerca de la tribuna grande, miré el programa para ver las inscripciones. Decía así:

Copa Wessex.

52 soberanos c. u., con 1.000 soberanos más, para caballos de cuatro y de cinco años. Segundo, 300 libras. Tercero, 200 libras.

Pista nueva (una milla y mil cien yardas).

.  The  Negro,  del  señor  Heath  Newton  (gorra  encamada,  chaquetilla canela). . Pugilist, del coronel Wardlaw (gorra rosa, chaquetilla azul y negra). . Desborough de lord Backwater (gorra amarilla y mangas ídem). . Silver Blaze, del coronel Ross (gorra negra y chaquetilla roja). Iris, del duque de Balmoral (franjas amarillas y negras). . Rasper, de lord Singleford (gorra púrpura y mangas negras).

—Borramos  al  otro  caballo  nuestro  y  hemos  puesto  todas  nuestras esperanzas en la palabra de usted —dijo el coronel—. ¿Cómo? ¿Qué ocurre? ¿Silver Blaze favorito?

—Cinco a cuatro contra Silver Blaze —bramaba el ring—. ¡Cinco a cuatro contra Silver Blaze! ¡Quince a cinco contra Desborough! ¡Cinco a cuatro por cualquiera de los demás!

—Ya han levantado los números —exclamé—. Figuran allí los seis.

—¡Los seis! Entonces es que mi caballo corre —exclamó el coronel, presa de gran excitación—. Pero yo no lo veo. Mis colores no han pasado.

—Sólo han pasado hasta ahora cinco caballos. Será ese que viene ahí.

Mientras  yo  hablaba  salió  del  pesaje  un  fuerte  caballo  bayo  y  cruzó  por delante  de  nosotros  al  trotecito,  llevando  a  sus  espaldas  los  bien  conocidos colores negro y rojo del coronel.

—Ese no es mi caballo —gritó el propietario—. Ese animal no tiene en elcuerpo un solo cabello blanco. ¿Qué es lo que usted ha hecho, señor Holmes?

—Bueno,  bueno;  vamos  a  ver  cómo  se  porta  —contestó  mi  amigo, imperturbable.  Estuvo  mirando  al  animal  durante  algunos  minutos  con  mis gemelos de campo. De pronto gritó—: ¡Estupendo! ¡Magnífico arranque! Ahí los tenemos, doblando la curva.

Desde nuestro coche de sport los divisamos de manera magnífica cuando avanzaban  por  la  recta.  Los  seis  caballos  marchaban  tan  juntos  y  apareados que  habría  bastado  una  alfombra  para  cubrirlos  a  todos;  pero  a  mitad  de  la recta  la  saeta  de  Desborough  perdió  su  fuerza,  y  el  caballo  del  coronel, surgiendo  al  frente  a  galope,  cruzó  el  poste  de  llegada,  a  unos  seis  cuerpos delante de su rival, mientras que Iris, del duque de Balmoral, llegaba tercero, muy rezagado.

—Sea como sea, la carrera es mía —jadeó el coronel, pasándose la mano por  los  ojos—.  Confieso  que  no  le  veo  al  asunto  ni  pies  ni  cabeza.  ¿No  le parece, señor Holmes, que es hora ya de que usted desvele el misterio?

—Desde  luego,  coronel.  Lo  sabrá  usted  todo.  Vamos  juntos  a  echar  un vistazo  al  caballo.  Aquí  lo  tenemos  —agregó  cuando  penetrábamos  en  el pesaje, recinto al que sólo tienen acceso los propietarios y sus amigos—. No tiene usted sino lavarle la cara y la pata con alcohol vínico, y verá cómo se trata del mismo querido Silver Blaze de siempre.

—¡Me deja usted sin aliento!

—Me  lo  encontré  en  poder  de  un  simulador,  y  me  tomé  la  libertad  de hacerle correr tal y como me fue enviado.

—Mi  querido  señor,  ha  hecho  usted  prodigios.  El  aspecto  del  caballo  es muy bueno. En su vida corrió mejor. Le debo a usted mil excusas por haber puesto  en  duda  su  habilidad.  Me  ha  hecho  un  gran  favor  recuperando  mi caballo.  Me  lo  haría  usted  todavía  mayor  si  pudiera  echarle  el  guante  al asesino de John Straker.

—Lo hice ya —contestó con tranquilidad Holmes.

El coronel y yo le miramos atónitos:

—¡Que le ha echado usted el guante! ¿Y dónde está?

—Está aquí.

—¡Aquí! ¿Dónde?

—En este instante está en mi compañía.

El coronel se puso colorado e irritado, y dijo:

—Señor  Holmes,  confieso  cumplidamente  que  he  contraído  obligacionescon usted; pero eso que ha dicho tengo que mirarlo o como un mal chiste o como un insulto.

Sherlock Holmes se echó a reír, y contestó:

—Coronel, le aseguro que en modo alguno he asociado el nombre de usted con el crimen. ¡El verdadero asesino está detrás mismo de usted!

Holmes avanzó y puso su mano sobre el reluciente cuello del pura sangre.

—¡El caballo! —exclamamos a una el coronel y yo.

—Sí, el caballo. Quizá aminore su culpabilidad si les digo que lo hizo en defensa  propia,  y  que  John  Straker  era  un  hombre  totalmente  indigno  de  la confianza de usted. Pero ahí suena la campana, y como yo me propongo ganar algún  dinerillo  en  la  próxima  carrera,  diferiré  una  explicación  más  extensa para otro momento más adecuado.

Aquella noche, al regresar en tren a Londres, dispusimos del rincón de un pullman para nosotros solos; creo que el viaje fue tan breve para el coronel Ross  como  para  mí,  porque  lo  pasamos  escuchando  el  relato  que  nuestro compañero  nos  hizo  de  lo  ocurrido  en  las  cuadras  de  entrenamiento  de Dartmoor, el lunes por la noche, y de los medios de que se valió para aclararlo.

—Confieso —nos dijo— que todas las hipótesis que yo había formado a base de las noticias de los periódicos resultaron completamente equivocadas. Sin  embargo,  había  en  esos  relatos  determinadas  indicaciones,  de  no  haber estado  sobrecargadas  con  otros  detalles  que  ocultaron  su  verdadero significado. Marché a Devonshire convencido de que Fitzroy Simpson era el verdadero  culpable,  aunque,  como  es  natural,  me  daba  cuenta  de  que  las pruebas contra él no eran, ni mucho menos, completas.

Mientras íbamos en coche, y cuando ya estábamos a punto de llegar a la casa del entrenador, se me ocurrió de pronto lo inmensamente significativo del cordero en salsa fuerte. Quizá ustedes recuerden que yo estaba distraído, y que me  quedé  sentado  cuando  ya  ustedes  se  apeaban.  En  ese  instante  me asombraba, en mi mente, de que hubiera yo podido pasar por alto una pista tan clara.

—Pues  yo  —dijo  el  coronel—  confieso  que  ni  aun  ahora  comprendo  en qué puede servirnos.

—Fue el primer eslabón de mi cadena de razonamientos. El opio en polvo no es, en modo alguno. sustancia insípida. Su sabor no es desagradable, pero sí perceptible. De haberlo mezclado con cualquier otro plato, la persona que lo hubiese comido lo habría descubierto sin la menor duda, y es probable que no hubiese  seguido  comiendo.  La  salsa  fuerte  era  exactamente  el  medio  de disimular ese sabor. Este hombre desconocido, Fitzroy Simpson, no podía enmodo alguno haber influido con la familia del entrenador para que se sirviese aquella  noche  esa  clase  de  salsa,  y  llegaría  a  coincidencia  monstruosa  el suponer que ese hombre había ido, provisto de opio en polvo, la noche misma en que comían un plato capaz de disimular su sabor. Semejante caso no cabe en  el  pensamiento.  Por  consiguiente,  Simpson  queda  eliminado  del  caso,  y nuestra atención se centra sobre Straker y su esposa, que son las dos personas de  cuya  voluntad  ha  podido  depender  el  que  esa  noche  se  haya  cenado  en aquella casa cordero con salsa fuerte. El opio fue echado después que se apartó la porción destinada al mozo de cuadra que hacía la guarda, porque los demás de la casa comieron el mismo plato sin que sufrieran las malas consecuencias. ¿Quién, pues, de los dos tuvo acceso al plato sin que la criada le viera?

Antes de decidir esta cuestión, había yo comprendido todo el significado que  tenía  el  silencio  del  perro,  porque  siempre  ocurre  que  una  deducción exacta sugiere otras. Por el incidente de Simpson me había enterado de que en la casa tenían un perro, y, sin embargo, ese perro no había ladrado con fuerza suficiente para despertar a los dos mozos que dormían en el altillo, a pesar de que alguien había entrado y se había llevado un caballo. Era evidente que el visitante nocturno era persona a la que el perro conocía mucho.

Yo estaba convencido ya, o casi convencido, de que John Straker había ido a las cuadras en lo más profundo de la noche y había sacado de ellas a Silver Blaze.  ¿Con  qué  finalidad?  Sin  duda  alguna  que  con  una  finalidad  turbia, porque, de otro modo, ¿para qué iba a suministrar una droga estupefaciente a su  propio  mozo  de  cuadras?  Pero  yo  no  atinaba  con  qué  finalidad  podía haberlo  hecho.  Antes  de  ahora  se  han  dado  casos  de  entrenadores  que  han ganado  importantes  sumas  de  dinero  apostando  contra  sus  propios  caballos, por  medio  de  agentes  y  recurriendo  a  fraudes  para  impedirles  luego  que ganasen la carrera. Unas veces valiéndose del jockey, que sujetaba el caballo. Otras veces recurriendo a medios más seguros y más sutiles. ¿De qué medio pensaba servirse en esta ocasión? Yo esperaba encontrar en sus bolsillos algo que me ayudase a formar una conclusión.

Eso  fue  lo  que  ocurrió.  Seguramente  que  ustedes  no  han  olvidado  el extraño  cuchillo  que  se  encontró  en  la  mano  del  difunto,  un  cuchillo  que ningún hombre  en  su sano  juicio  habría elegido  para  arma. Según  el  doctor Watson nos dijo, se trataba de una forma de cuchillo que se emplea en cirugía para la más delicada de las operaciones conocidas. También esa noche iba a ser empleado para realizar una operación delicada. Usted, coronel Ross, con la amplia  experiencia  que  posee  en  asuntos  de  carreras  de  caballos,  tiene  que saber que es posible realizar una leve incisión en los tendones de la corva de un  caballo,  y  que  esa  incisión  se  puede  hacer  subcutánea,  sin  que  quede absolutamente  ningún  rastro.  El  caballo  así  operado  sufre  una  pequeñísima cojera,  que  se  atribuiría  a  un  mal  paso  durante  los  entrenamientos  o  a  unataque de reumatismo, pero nunca a una acción delictiva.

—¡Canalla y miserable! —exclamó el coronel.

—Ahí  tenemos  la  explicación  de  por  qué  John  Straker  quiso  llevar  el caballo al páramo. Un animal de tal vivacidad habría despertado seguramente al más profundo dormilón en el momento en que sintiese el filo del cuchillo. Era absolutamente necesario operar al aire libre.

—¡He estado ciego! —exclamó el coronel—. Naturalmente que para eso era para lo que necesitaba el trozo de vela, y por lo que encendió una cerilla.

—Sin duda alguna. Pero al hacer yo inventarío de las cosas que tenía en los bolsillos,  tuve  la  suerte  de  descubrir,  no  sólo  el  método  empleado  para  el crimen, sino también sus móviles.

Como  hombre  de  mundo  que  es,  coronel,  sabe  que  nadie  lleva  en  sus bolsillos  las  facturas  pertenecientes  a  otras  personas.  Bastante  tenemos  la mayor parte de nosotros con pagar las nuestras propias. Deduje en el acto que Straker llevaba una doble vida, y que sostenía una segunda casa. La índole de la factura me demostró que andaba de por medio una mujer, una mujer que tenía gustos caros. Aunque es usted generoso con su servidumbre, difícilmente puede esperarse que un empleado suyo esté en condiciones de comprar a su mujer vestidos para calle de veinte guineas. Interrogué a la señora Straker, sin que ella se diese cuenta, acerca de ese vestido. Seguro ya de que ella no lo había tenido nunca, tomé nota de la dirección de la modista, convencido de que visitándola con la fotografía de Straker podría desembarazarme fácilmente de aquel mito del señor Darbyshire.