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Una cosa está clara: nadie se marcha de la bahía Cuando Kenna descubre que su mejor amiga, Mikki, va a casarse con un chico al que acaba de conocer en Australia, decide viajar hasta allí para evitar que cometa un error. Es una visita sorpresa y, cuando llega, Mikki y su prometido están a punto de salir de viaje, así que decide acompañarlos. La bahía de Sorrow es hermosa, salvaje y peligrosa, un lugar aislado y sin cobertura con las mejores olas para practicar surf. Aquí, Kenna conoce al misterioso grupo de amigos de Mikki, que están dispuestos a cualquier cosa para mantener su paraíso en secreto. Sky, Ryan, Clemente, Jack y Victor han venido a disfrutar de las olas y a desaparecer del mundo. ¿Qué les parecerá que aparezca alguien sin su consentimiento? A medida que Kenna se adentra en sus vidas, comprende que todos ocultan algo. ¿En qué se ha metido su mejor amiga, y cómo puede llevársela consigo de vuelta a casa?
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Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Agradecimientos
Notas
Sobre la autora
V.1: octubre de 2022
Título original: The Bay
© Allie Reynolds, 2022
© de la traducción, Marina Rodil, 2022
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: Unsplash - Shifaaz Shamoon - Lachlan Dempsey
Publicado por Principal de los Libros
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-18216-55-8
THEMA: FHX
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Cuando Kenna descubre que su mejor amiga, Mikki, va a casarse con un chico al que acaba de conocer en Australia, decide viajar hasta allí para evitar que cometa un error. Es una visita sorpresa y, cuando llega, Mikki y su prometido están a punto de salir de viaje, así que decide acompañarlos. La bahía de Sorrow es hermosa, salvaje y peligrosa, un lugar aislado y sin cobertura con las mejores olas para practicar surf. Aquí, Kenna conoce al misterioso grupo de amigos de Mikki, que están dispuestos a cualquier cosa para mantener su paraíso en secreto. Sky, Ryan, Clemente, Jack y Victor han venido a disfrutar de las olas y a desaparecer del mundo. ¿Qué les parecerá que aparezca alguien sin su consentimiento?
A medida que Kenna se adentra en sus vidas, comprende que todos ocultan algo. ¿En qué se ha metido su mejor amiga, y cómo puede llevársela consigo de vuelta a casa?
«Una novela con tanta tensión que te morderás las uñas. La bahía te deja sin aliento.»
Sarah Pearse, autora de El sanatorio
«Una lectura tensa, retorcida y adictiva.»
Jo Spain, autora best seller
Para mis chicos: Daniel y Lucas.
Os quiero muchísimo.
La marea está subiendo. Cada ola parece acercarse un poco más hasta borrar, poco a poco, mis pasos.
Colocar un pie delante del otro, hundiendo los dedos en la arena, produce cierta paz. La tormenta de anoche hace que ahora floten toda clase de cosas en la superficie: hojas, vainas de semillas, flores de frangipani. Una naranja que se aplasta cuando la piso y que resulta estar rellena esencialmente de agua de mar.
Los demás siguen durmiendo; al menos, eso espero. He borrado mis huellas antes de entrar en la playa, pero si alguno de ellos apareciera en este momento, lo vería: la señal de que se ha arrastrado algo hasta el agua. Quizá también les extrañaría verme aquí tan temprano sin mi tabla de surf.
Aunque hoy no hace buen día para surfear. El mar es un verdadero remolino; sus aguas están oscuras a causa de la arena que ha revuelto la tormenta, y el viento sigue ululando. Las gaviotas se adentran en él con los ojos entrecerrados y las plumas erizadas. Una de ellas trota delante de mí, con la parte posterior convertida en una boa de plumas por el aire.
Recorro la orilla. Observo, espero.
Los tiburones todavía no han encontrado el cuerpo… Pero lo harán.
—¡Eh, tú! —Una mujer rubia agita un panfleto en mi dirección—. ¡Coge uno, por favor!
Tiene un ligero acento: holandés, sueco o algo parecido.
Parpadeo, cegada por la luz del sol tras salir de la oscuridad de la estación de tren. ¿Por qué hay tanta claridad? Para mi cuerpo es como si estuviera en plena noche.
—¡La mejor comida tailandesa! —grita un joven.
—¿Buscas habitación? —pregunta en voz alta una chica con varios piercings en la cara.
Los promotores callejeros defienden su terreno, o al menos lo intentan, entre los ríos de personas que salen de la estación. Puede que Sídney se encuentre en la otra punta del mundo, pero, de momento, aterrizar aquí no parece muy diferente a hacerlo en Londres o en París.
Me cuesta mantener el equilibrio por el peso de la mochila. El chico del restaurante tailandés intenta darme un folleto, pero llevo la tarjeta del transporte en una mano y una mochila pequeña en la otra, así que me encojo de hombros a modo de disculpa y lo esquivo.
—¡Happy hour! —grita otra voz—. Schooners a seis dólares.
Mientras me pregunto qué será un schooner,1 una mano me agarra de la muñeca: es la mujer holandesa de antes. Tiene unos cincuenta años, el pelo rubio ceniza y los ojos azul claro. Es guapa, o lo sería si sonriera y su rostro no estuviera tan tenso. Quiero zafarme de ella y seguir andando, ignorarla como hacen los demás, pero la desesperación de sus ojos me detiene. Bajo la mirada hacia sus folletos.
«Desaparecida: Elke Hartmann, nacionalidad alemana».
La fotografía muestra a una chica sonriente y rubia que sostiene una tabla de surf.
—Mi hija. —Su voz suena cruda.
No es holandesa, pues. Los acentos se me dan fatal. La marea de gente se dispersa y se mezcla a nuestro alrededor mientras echo un vistazo al panfleto. Elke tiene veintinueve años —uno menos que yo— y lleva seis meses desaparecida. Dedico una sonrisa tensa de comprensión a la mujer. Espero que la parada del autobús no esté lejos, porque la mochila me pesa una barbaridad.
Un maletín choca contra mi gemelo. Miro el reloj de la pared y veo que son las cinco y media: la hora punta de la tarde. Al darme cuenta, se me agudiza el dolor de cabeza. Nunca he sido capaz de dormir en los aviones, así que llevo dos días enteros despierta.
—¿Alguna vez has perdido a un ser querido? —me pregunta la mujer.
Le doy la espalda porque sí, he perdido a un ser querido.
—Había venido de mochilera. —La mujer señala mi equipaje—. Como tú.
Quiero decirle que no vengo de mochilera, pero no me da ocasión de hacerlo.
—Vienen a un país extranjero y no conocen a nadie. Si desaparecen, pasan días hasta que alguien se da cuenta. Son un blanco fácil.
Con las dos últimas palabras, su voz se quiebra. Agacha la cabeza, le tiemblan los hombros. La abrazo con torpeza porque tengo las palmas de las manos húmedas y no quiero estropearle la blusa. Tengo que irme, pero no me atrevo a dejarla en este estado. ¿Debería llevarla a algún sitio? ¿Invitarla a una taza de té? Pero quiero llegar a casa de Mikki antes de que oscurezca. Le daré un minuto con la esperanza de que se desahogue llorando.
Junto a nosotras desfilan empleados de oficina. Parece que las mujeres de aquí van más arregladas que las británicas: cabello brillante, piernas bronceadas, tacones y faldas cortas. Los hombres llevan las camisas arremangadas y con dos botones sin abrochar, las chaquetas colgando del hombro y no hay rastro de corbatas.
Tengo las axilas empapadas de sudor. Es la humedad pegajosa de la que Mikki siempre se quejaba: «Casi tan horrible como en Japón». Estamos en marzo, en el otoño australiano, pero no me imaginaba que fuera a hacer tanto calor.
Observo a los promotores callejeros repartir sus folletos. El chico del restaurante tailandés se los da a cualquiera, pero parece que los demás se concentran en los mochileros. Con sus enormes macutos y extremidades blancas como la leche o abrasadas por el sol, destacan a kilómetros de distancia. Blancos fáciles.
La madre de Elke sorbe por la nariz.
—Perdón.
Revuelve en su bolso y saca unos pañuelos de papel.
—No pasa nada —digo—. ¿Se encuentra bien?
Se seca los ojos suavemente, como si estuviera avergonzada.
—Ya está, puedes irte. Pero ten cuidado, ¿vale?
—Lo tendré. Y no se preocupe por mí, no soy mochilera. He venido a visitar a una amiga que se va a casar.
—Oh, siento haberte entretenido. Te estará esperando.
—Sí —digo.
Pero no es así.
—¡Te voy a matar! —dice Mikki.
Estoy en el umbral de su puerta, encorvada bajo el peso de la mochila.
—Sabía que te ibas a enfadar.
Las pecas inundan las mejillas y la frente de Mikki. Su pelo largo, antes brillante y negro, ahora es castaño mate debido al efecto del sol australiano. El floreciente árbol que hay junto a su puerta principal perfuma la brisa nocturna con un olor exótico que resalta el hecho de que me hallo en el otro extremo del mundo.
Me contempla como si no supiera si está contenta o no de verme.
—¿Por qué no me dijiste que ibas a venir?
«Porque me advertiste que no lo hiciera». Pero no entremos en esa parte todavía.
—Intenté llamarte, pero no contestaste.
—Ya te dije que no hay cobertura en la playa a la que vamos.
Su top blanco de la marca Roxy deja a la vista sus firmes bíceps y su bronceado. Tan discretamente como puedo, busco moratones, pero no los encuentro, así que dejo de contener un poco la respiración. Aquí está y, aparentemente, sana y salva. Mi mejor amiga.
Una sonrisa aparece en su rostro.
—¡Madre mía, Kenna! ¡Estás aquí de verdad!
Yo también sonrío. «¡Madre mía!» es su expresión favorita y no recuerdo la cantidad de veces que la habrá pronunciado; normalmente suele ser como consecuencia de la última locura que se me ha ocurrido perpetrar.
Me abraza.
«¿Lo ves? No pasa nada». Las mejores amigas hacen cosas como esta: si tus intenciones son buenas, puedes pasarte un poco de la raya.
¿Qué es la amistad, sino una suma de los recuerdos del tiempo que pasaste con alguien? Y cuanto mejores sean esos recuerdos, mejor será la amistad. Los que comparto con Mikki son: las dos desnudas haciendo surf una noche mientras estábamos borrachas; yo empujando su antiguo Escarabajo por la estrecha carretera de Cornualles sobre un acantilado para ver si lo arrancábamos; una vez que fuimos de acampada y se le olvidó coger la tienda, por lo que nos camelamos a los campistas de al lado y terminamos echándolos de las suyas.
La cantidad de cosas divertidas que habíamos hecho. Y esta se incluiría en nuestra historia compartida: la vez que volé hasta Australia para hacerle una visita sorpresa. Al menos, eso es lo que trato de decirme a mí misma. Por su pelo pringado de sal, hoy ha debido de hacer surf. Me aparto un mechón de la boca y me separo para mirarla.
—No me creo que hayas venido hasta aquí —dice—. ¿Y si no hubiera estado en casa?
Ese pensamiento ya se me había pasado por la cabeza.
—Habría buscado un hotel.
Hay cierta frialdad entre las dos. Podría deberse a que hace más de un año que no nos vemos, pero, aun así, parece que hay algo más.
—Entra —dice.
Me quito los zapatos antes de pasar. Mikki vivió en Japón hasta los seis años, y, aunque ha pasado mucho tiempo desde entonces, adquirió unas cuantas costumbres niponas de sus padres. Dejo la mochila en el suelo y miro a mi alrededor. Los suelos son de tarima y los muebles, de tiendas de segunda mano. No sé si su prometido está en casa, pero espero que no.
—¿Tienes hambre? —pregunta.
—Pues no lo sé.
Se ríe.
—Tengo el reloj interno hecho un lío. ¿Qué hora es?
Mira su reloj de muñeca.
—Casi las siete.
—¿En serio? —Me pongo a calcular—. Son las ocho de la mañana en Inglaterra.
—Estoy preparando nikujaga en cantidades industriales.
La sigo hasta la cocina, donde un rico aroma a carne inunda el ambiente, y me doy cuenta de que sí, estoy hambrienta. Tengo la piel empapada por el sudor; a pesar de que las ventanas y la puerta trasera están abiertas, la corriente que entra a través de la mosquitera es tan cálida como el aire de la propia habitación, y el ventilador del techo se limita a desplazarlo de un lado a otro.
Mikki se abanica la cara mientras remueve el contenido de la sartén al fuego. Ahora que se ha repuesto de la sorpresa, parece contenta de verme, pero con Mikki nunca se sabe. Yo, por mi parte, tengo uno de esos rostros que revelan todas mis emociones, de modo que mantengo la vista fija en lo que me rodea.
Los platos se amontonan y sobresalen del fregadero; las hormigas trepan por la encimera. Qué extraño… Mikki es una maniática de la limpieza —o solía serlo— y la casa que compartíamos en Cornualles siempre estaba impoluta. Se percata de lo que estoy mirando y aplasta unas hormigas con el dedo.
La cabeza me estalla por una mezcla de deshidratación, cansancio y jet lag.
—¿Me das un poco de agua?
Llena un vaso en el dispensador de la nevera y, por las prisas de tragármela cuanto antes, me echo un poco de agua helada sobre los dedos y la camiseta, aunque es tan agradable que me dan ganas de tirármela toda por encima.
Mikki se seca el sudor de la frente. Está más delgada y fuerte que nunca, incluso que cuando competía. Bajo sus pantalones vaqueros cortos, va descalza, y lleva las uñas pintadas de un negro brillante.
—Tienes muy buen aspecto —digo.
—Gracias, tú también.
—No mientas, y mucho menos después de semejante vuelo. No me extraña que no quieras volver a Reino Unido. ¿Quién querría volver a hacer un viaje como este? —Hago todo lo posible por rebajar la tensión, pero sigue siendo palpable.
—Tu pelo. —Alarga un brazo para tocarlo—. Es tan…
—¿Aburrido? —Desde que nos conocimos en el último curso de primaria, he llevado el pelo de todos los colores del arcoíris salvo de mi apagado castaño natural.
—Iba a decir normal —ríe.
Yo también me río, aunque «normal» probablemente no sea un cumplido viniendo de ella… o de mí.
Mikki sirve el guiso con un cucharón en los platos y, mientras los coloca en la barra de la cocina, veo que tiene un tatuaje en el reverso de la muñeca.
—¿Qué es eso? —le pregunto.
Lo mira como si no fuera nada.
Cuando hablamos sobre tatuajes antes de que yo me hiciera el mío —un pájaro volando que ella diseñó para mí y que me tatué en el omóplato—, le dije que debería hacerse uno.
«Ni de broma», me dijo. «Mis padres me matarían. Muchos japoneses piensan que los tatuajes son de mal gusto. No puedes ir al gimnasio o a la piscina pública si tienes uno».
«¿Todavía?».
«Sí. Eso, o te los tienes que tapar. Muchas empresas no te contratan si llevas algún tatuaje, no es bueno para su imagen».
Por lo que distinguir aquel tatuaje en su muñeca no podría haberme sorprendido más.
—Déjame verlo —le pido.
Mikki inclina el brazo para mostrármelo. Es una mariposa en tonos negros y marrones con un cuerpo rechoncho a rayas y con antenas. Debería decirle algo… Que me gusta, por ejemplo, pero… la verdad es que me parece horrendo.
Nos sentamos en los taburetes. Me gustaría preguntarle tantas cosas… pero todavía no ha llegado el momento. No quiero cargarme el buen rollo de golpe.
Me resulta raro comer nikujaga en una cocina tan diminuta y en la que hace tanto calor. Lo habíamos hecho millones de veces en nuestra gélida y aireada cocina de Cornualles, tiritando de frío después de volver de hacer surf.
—¿Qué tal va todo por la gran ciudad? —pregunta.
Cumplí los treinta hace poco y mi cumpleaños pasó casi sin pena ni gloria. Mis compañeros nuevos no sabían que lo era y yo no se lo dije. Mi madre me envió una tarjeta y unos cuantos amigos me mandaron algún mensaje o me llamaron, pero eso fue todo.
—Me encanta. Ya he conocido a un montón de gente agradable.
—¿Y el trabajo? ¿Qué tal?
—Bien también, muy ocupada. Mis pacientes se pegan unas buenas palizas bastante a menudo.
Pone cara de incredulidad.
—¿En Londres?
—Sí. Rugby, clases de yoga, cosas así. —Al menos esto es verdad. Le hablo de las lesiones que he tratado últimamente, pero parece que no me está escuchando del todo—. ¿Y tú, qué? ¿Sigues trabajando en el club nocturno?
—No, hace siglos que lo dejé.
Mikki debió de heredar una pequeña fortuna cuando su abuelo murió, porque ha mencionado que quiere comprarse una casa aquí.
—¿Qué haces, entonces? —le pregunto.
—Oh, un poco de todo. —Coge un panfleto de la mesa («Tablas de surf McMorris: tablas hechas a mano para los que saben apreciar la diferencia») y se abanica con él—. Joder, qué calor hace.
—¿Desde cuándo dices tacos?
—Es culpa de los australianos —responde con una sonrisa.
Yo también sonrío, y lo hago con los dientes tan apretados que me duele la mandíbula.
Todas las cosas que quiero contarle se agolpan en mi garganta y amenazan con salir despedidas.
«¿Es violento contigo, Mikki? ¿Te hace daño?».
Espero equivocarme, pero en nuestras llamadas aparecían tantas señales de alerta… ¿Cómo saco el tema? ¿Se lo digo sin más? Podría ponerse a la defensiva y negarlo, así que espero a que se presente la oportunidad mientras hablamos sobre nuestros amigos en común, nuestros padres y la brasileña Maya Gabeira, la mujer que ha surfeado la ola más grande.
Se oye el tintineo de unas llaves y entra un chico alto, rubio y de constitución atlética.
Parece que Mikki se pone nerviosa.
—Esto… Él es Jack. Jack, esta es Kenna.
Me pongo en alerta de inmediato. O sea que es él. Lo había visto brevemente durante algunas de nuestras videollamadas por FaceTime y había escuchado su voz de fondo, pero nunca le había visto la cara como Dios manda.
Me estrecha la mano con una sonrisa cargada de confianza.
—He oído hablar mucho de ti.
La intensidad con la que me mira me hace sonrojar. Asimilo su fuerte constitución, lo estudio. Nadie amenaza a mi mejor amiga y se sale con la suya. «Cálmate, Kenna, no sabes si eso es verdad». Pero no pararé hasta descubrirlo.
Le dedica una mirada divertida a Mikki.
—¿Sabías que iba a venir?
—No. —La sonrisa de Mikki parece forzada.
Jack se vuelve hacia mí.
—¿Es tu primera vez en Australia?
—Sí. —No quiero que este tipo me guste bajo ninguna circunstancia, pero es tan atractivo que resulta ridículo. Su piel bronceada y la forma en que su pelo parece casi blanco en algunas partes evidencian que pasa mucho tiempo al aire libre. Con su mandíbula firme bien afeitada, un hoyuelo en la barbilla y unos hombros anchos que sobresalen abultados bajo una camiseta de la marca Quiksilver, podría haberse escapado del plató de Home and Away, la telenovela australiana.
—Nunca he estado en Inglaterra —comenta—. Hace demasiado frío y tal. Uno de mis colegas estuvo allí durante un año y pasó una rasca de cojones. Imagínate tener que surfear con guantes y pasamontañas, ¡y eso en verano!
—¿Qué tal el trabajo? —le pregunta Mikki.
—Bien. —Jack se sirve un plato del guiso. No ha besado a Mikki al llegar ni la ha abrazado, aunque ¿quién soy yo para juzgar la forma en que se saludan las parejas que llevan mucho tiempo juntas?
—Has salido pronto. —Hay cierto tono acusador en la voz de Mikki que añado a mi lista de puntos en contra de Jack.
—Pues sí. —Jack se quita la camiseta, que lanza hacia una esquina, y después coge una cerveza de la nevera—. ¿Quieres una, Kenna?
Lucho conmigo misma para mantener la vista fija en su cara, no en su torso.
—Creo que no; de lo contrario, me quedaré dormida. —Y necesito mantenerme centrada.
Jack se sienta a mi lado y da un buen trago. No logro decidirme: por un lado, lo odio, y por otro, me cae bien. No puedo negar que hacen buena pareja. Él, rubio y atlético; ella, morena y al menos una cabeza más bajita. Y, además, tienen un importante interés en común: el surf. Pero en nuestras llamadas, Mikki apenas lo nombraba. Si tanto le gusta, estoy segura de que no habría parado de hablar de él.
Nada más conocerse, se fueron a vivir juntos, y ella pagaba el alquiler íntegro cuando él se quedaba sin trabajo. Se comprometieron tan rápido que cualquiera pensaría que estaba loca por él. Pero, viéndolos ahora, no acabo de verlo claro. Ella parece ligeramente exasperada con él y él, por su parte, parece tolerarla amigablemente. A la hora de mostrar sus sentimientos, Mikki siempre ha sido reservada; además, llevan juntos casi un año, por lo que el fuego ardiente puede haberse convertido en una llama lenta y estable. Pero sus evasivas con respecto a él sugieren que algo no va bien.
Lo poco que sé de su chico se lo he tenido que sacar con pinzas. No trabaja mucho —tiene problemas de espalda—, de modo que ella «lo ayuda» con el alquiler y ha abandonado sus planes de recorrer Australia porque Jack ya le ha enseñado «la mejor playa de todas». A mi entender, suena demasiado controlador y no me gusta.
El anuncio de su boda se le escapó la semana pasada mientras hablábamos, como si no tuviera intención de contármelo. Aquello fue la gota que colmó el vaso.
—Voy para allá —le dije de inmediato.
—No, no. No queremos montar un espectáculo; no es un acontecimiento tan importante. —Su tono era de resignación y cansancio, casi de tristeza.
—¿Estás embarazada?
Balbuceó.
—¡No!
Entonces, ¿por qué? Pero no quiso darme ninguna explicación. Me preocupaba tanto que compré un billete de avión en cuanto colgamos. Tendría que tomarme un mes libre, lo que no resultaba precisamente ideal, pero, puesto que trabajo para mí misma, podía disfrutar de vacaciones cuando quisiera. Además, en los últimos dieciocho meses no había hecho otra cosa más que trabajar y había sido una amiga pésima, enfrascada desde hacía tiempo en mis propios problemas. Mikki había estado a mi lado cuando la había necesitado, dos años antes, así que ahora me tocaba ayudarla a mí.
Antes de salir, llamé a sus padres para contarles que iba a ir a verla y para tantearlos. No dije nada sobre la boda y ellos tampoco, lo que sugería que no lo sabían: otra bandera roja.
Me preocupa que Jack la esté presionando para que se casen porque va tras su dinero. No sería la primera vez que se aprovechan de ella. Mikki se deja arrastrar por todas las tragedias, sobre todo las del tipo: gente que te pide dinero en la calle porque han perdido la cartera y necesitan dos libras con cincuenta para volver a casa en autobús, y a la que al día siguiente ves haciendo exactamente lo mismo. Pues Mikki les da el importe todos los puñeteros días. Es la persona más bondadosa que conozco, pero nunca parece completamente preparada para el mundo adulto.
¿Sabe Jack que su familia es propietaria de una exitosa cadena de tiendas de surf? Aunque ella no se lo haya contado, incluso podría haberla buscado en internet.
Jack agarra el antebrazo de Mikki con su gran mano.
—¿Has terminado con el papeleo?
Me tenso de inmediato.
—Sí —responde Mikki.
No hay signos de temor en su lenguaje corporal, pero eso no significa que no lo sienta.
—Dos semanas a partir de hoy, ¿verdad? —dice Jack.
Joder, deben de referirse a la boda. No tenía ni idea de que fuera a celebrarse tan pronto… O sea, que tengo catorce días para hacer que cambie de opinión. Le miro los dedos en busca de un anillo de compromiso, pero no lleva ninguno, lo que no debería sorprenderme si Jack realmente está a dos velas. Pero no creo que a Mikki le moleste lo del anillo. Aunque es una persona pudiente, también es la menos materialista que uno podría imaginar.
Observo a Jack mientras come. Su prometido… Aún no me he hecho a la idea. Desde que nos conocemos, Mikki nunca ha tenido un novio serio. Salió fugazmente con un tío en el instituto, y con unos cuantos más desde entonces, pero nunca duraron demasiado. Hubo un tiempo en que me pregunté si preferiría a las mujeres, pero tampoco parecían interesarle. A lo mejor el surf era suficiente para ella, su verdadera y única pasión.
Jack no se parece en nada a los chicos con los que salió en el pasado: sobre todo tipos creativos con barba, pelo largo y ropa hippie. Jack es más… saludable y atlético. Está más bueno («no ayudas, Kenna», me digo).
Sus tatuajes también me parecen inquietantes. Está cubierto de ellos: ornamentadas criaturas marinas y bestias místicas, una serpiente que se enrosca alrededor de su muñeca como una pulsera. ¿Por eso Mikki no le ha dicho a sus padres que va a casarse? ¿Porque no lo aprobarían?
Jack, que me mira fijamente otra vez y me está acojonando, recoge los platos vacíos; al menos tiene modales. Necesito quedarme a solas con Mikki para descubrir más cosas sobre él. Mientras friega los platos, abro mi macuto y saco varios regalos: paquetes de Minstrels y Revel, las chocolatinas inglesas que Mikki mencionó que echaba de menos; libros; un bonito par de chanclas Havaianas con el dibujo manga de una chica japonesa en ellas.
—¡Oh, me encantan! —dice mientras se las pone.
—Y… —Avergonzada, saco los productos de maquillaje de todas las marcas que le encantaba usar cuando vivíamos juntas—. No sabía si aquí podías encontrarlos o no, o si seguías utilizándolos.
Le quita la tapa a una barra de labios y se dirige al espejo de la zona de estar para aplicarse un poco.
—Sí, sí que se encuentran por aquí, pero gracias.
Con los labios rosa brillante, Mikki me da otro abrazo y vuelve a sentarse. Sigue habiendo cierta tensión extraña entre nosotras, pero al menos ahora parece más ella misma.
—¿Qué tal está Tim? —pregunta.
Me sorprende que incluso recuerde su nombre.
—Solo salimos unas veces y rompí con él hace una eternidad, ¿no te lo conté?
—Menos mal, porque parecía un pelmazo.
Me río; me conoce muy bien.
—¿Y por qué no me lo dijiste entonces? —exijo.
—Quería hacerlo —responde, riéndose también.
Por un instante, es como en los viejos tiempos: ella y yo, mejores amigas para siempre. No tengo hermanas, solo un hermano mayor con el que no tengo una relación muy cercana, de modo que Mikki es lo más parecido a una hermana.
—¿Era demasiado simpático? —pregunta.
—No exactamente. —Le doy vueltas a la pregunta que me ha hecho. ¿Tendrá algo que ver con ella y con Jack?—. En realidad, no me interesaba tanto.
—¿Entonces no sales con nadie?
Jack me mira por encima del hombro y me siento cohibida.
—No.
Tras secarse las manos con un trapo, se acerca a nosotras.
—Qué suerte que hayas venido justo ahora, Kenna, porque mañana nos marchamos hacia la costa.
Deslizo la mirada hacia Mikki en busca de confirmación y la expresión avergonzada de su rostro me deja helada. ¿He volado hasta aquí para verla solo durante unas horas?
—¿Tienes planes? —me pregunta Jack.
—Pues… —Quedar con mi mejor amiga, descubrirlo todo sobre el inestable australiano con el que pretende casarse, hacerla entrar en razón y llevármela de vuelta a casa…—. En realidad, no.
—Deberías venir con nosotros —propone Jack.
Mikki abre exageradamente los ojos, pero Jack no se da cuenta. Mi amiga transmite unas vibraciones muy raras. Cuando se percata de que la estoy mirando, cambia su expresión.
—Sí, claro, ven.
—No quiero molestaros si vais a iros solos —comento.
—Qué va, seremos seis personas —dice Jack.
Me tenso. Mikki no me ha hablado mucho del grupo con el que sale a surfear, pero no me gusta lo que he oído. Intento ganar tiempo.
—¿A dónde vais?
—A la playa. —Jack sonríe, pero no entiendo el chiste.
Me vuelvo hacia Mikki.
—¿Es la playa para hacer surf de la que me hablaste? ¿A la que apenas iba gente?
—Sí. —Mikki y Jack se miran por algún motivo y ella se sonroja.
—¿Cuánto tiempo pensáis quedaros allí? —pregunto.
—Todo lo que podamos —responde Jack—. ¿A que sí, Mikki?
Me quedo a la espera de que cualquiera de los dos mencione la boda, pero no lo hacen.
—¿Y vais a acampar?
—Eso es —dice Jack—. Tú también surfeas, ¿verdad?
—Antes sí, pero ya no.
—¿Y eso?
No me apetece hablar de ello, así que respondo:
—Lo dejé.
Jack frunce el ceño.
—¿Cómo puede uno dejar de hacer surf?
Porque, después de lo que ocurrió, no soportaba ver el mar.
—Me mudé lejos de la playa por trabajo.
—Pero aquí no estás trabajando, ¿a que no?
—No, pero tampoco tengo tabla.
—¿Qué tabla solías utilizar? ¿Una longboard2 o una shortboard?3
Son muchas preguntas.
—Pues… una shortboard.
—Espera un segundo. —Y, entonces, se marcha de la habitación.
Me giro hacia Mikki.
—Si no quieres que vaya con vosotros, solo tienes que decirlo.
Mikki se sobresalta.
—¿Eh? ¡No!
La rapidez con la que ha contestado es sospechosa.
—No parece que te apetezca.
—No, en absoluto. Es solo que me ha sorprendido verte. —Mira hacia la puerta—. Y ha habido algunos malos rollos en la Tribu.
—¿La qué?
—Es el nombre que nos hemos puesto a nosotros mismos. Pero claro que deberías venir, sería la leche.
Ahora se está pasando de entusiasmo. ¿En qué lío anda metida? Me recorre un sentimiento de pánico.
—Ya me di cuenta de lo de los malos rollos cuando me llamabas, por eso decidí venir a Australia. Quiero que vengas conmigo a casa.
—No, yo…
Jack vuelve como si nada, agarrando una shortboard por uno de los cantos. «Mierda…». La coloca de pie junto a mí. La superficie superior está encerada, pero, a juzgar por lo prístina que se encuentra, apenas la han utilizado. Me da una palmada en el hombro y salto ante ese contacto inesperado. La ira se agolpa en mi interior mientras Jack me empuja para que me coloque junto a la tabla.
Alterna la mirada entre mi cabeza y la tabla.
—¿Qué te parece? Es de ciento ochenta centímetros.
Me alejo mientras lo fulmino con la mirada. Pero no parece darse cuenta; está mirando a Mikki.
—Si esta no te parece bien, Mikki tiene unas cuantas.
Mikki siempre había tenido todas las tablas que quería gracias a las tiendas de surf de sus padres. La semana anterior a mi vigésimo primer cumpleaños, partí la única tabla que tenía y no podía permitirme comprar una nueva, así que me regaló una maravillosamente envuelta. Mikki siempre me había dado más de lo que yo podía ofrecerle a ella, otra de las razones por las que ahora estoy decidida a quedarme.
Mikki asiente con energía.
—Tienes muchas para elegir.
—En cuanto veas las olas del sitio al que vamos, querrás surfearlas, créeme —dice Jack—. Además, nos sobra una tienda y tenemos de todo para ti, así que ¿vienes con nosotros?
Su entusiasmo es como el de un niño pequeño.
—Pues… —Dirijo la mirada de nuevo hacia Mikki. Sería muy incómodo que me fuera con ellos cuando claramente ella no quiere, pero es evidente que anda metida en algún lío. Tengo que hacer lo que sea para ponerla a salvo y llevarla a casa.
El coche de Jack es tan grande que, básicamente, es como un camión pequeño. Negro y cromado y con una matrícula personalizada —«Jack0»—, se eleva bastante del suelo sobre unas ruedas descomunales. ¿Cómo puede permitirse un vehículo así si no tiene un duro? ¿O lo ha pagado Mikki?
La radio pregona: «¡Va a hacer un calor abrasador! Si hoy vais a la playa, hay oleaje del sur de un metro y vientos ligeros desde el oeste».
El jet lag me despertó a las dos de la mañana. Me quedé tumbada, completamente despejada y planeando cómo sacarle más información a Mikki, pero, para cuando se levantó, Jack ya estaba en pie, llevando las cosas al coche, y no conseguí quedarme a solas con ella. Aun así, esta mañana no es más que sonrisas y ahora sí que parece contenta de que vaya con ellos.
Jack dobla una esquina.
—La playa de Bondi —dice, señalando por la ventanilla.
Los huecos entre las edificaciones revelan un brillante océano azul que envuelve una playa con forma de herradura. Aunque es temprano, la gente se agolpa sobre la arena blanca: corredores solitarios que van descalzos, socorristas con gorras rojas y amarillas que montan guardia… La luz del sol es cegadora, y los colores son tan vívidos que tengo que protegerme los ojos con las manos. Si colocáramos una foto de esta playa junto a una de una inglesa, cualquiera pensaría que a la inglesa le hacía falta el flash.
Cerca de un centenar de surfistas flotan en el mar, persiguiendo cada una de las olas que pasan. Veo a tres personas surfeando la misma cresta: una con una longboard, otra con una shortboard y, medio escondida entre la espuma, otra con una bodyboard. La de la shortboard se acerca, gesticulando enfadada, junto a la de la longboard. Tras ellas, la de la bodyboard sale disparada como si intentara meterse por el medio. La ola se cierra y las lanza en un revoltijo de extremidades, tablas y espuma. Contengo la respiración hasta que las tres salen a la superficie.
—¿Por qué vamos por este camino? —pregunta Mikki desde el asiento del copiloto.
—He pensado que podíamos hacerle un tour a Kenna —responde Jack—. Por si acaso no vuelve por aquí.
—¿Qué quieres decir? —pregunto—. Mi vuelo sale desde aquí, así que claro que volveré.
Jack me mira por encima del hombro, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol polarizadas.
—¿Quién sabe? Quizá te guste tanto el sitio al que vamos que nunca quieras irte. —La sombra de una sonrisa aparece en sus labios.
A pesar del calor sofocante del coche, me recorre un escalofrío.
Jack se detiene junto a un supermercado.
—Recordadme que coja un cartucho de gas.
Mikki y él se dirigen hacia la tienda y cada uno se hace con un carrito; los sigo. Jack coge paquetes de pasta y arroz, latas de verduras y pescado y cuatro enormes bidones de agua. Mikki va tachándolo todo de una lista.
—¿Brócoli o judías verdes? —pregunta Jack.
—El brócoli aguantará más tiempo —responde ella.
Jack levanta una gran pieza de fruta amarilla que no reconozco.
—Puaj, no —dice Mikki, y él la vuelve a dejar en su sitio.
Señalo algo brillante, rosa y con escamas.
—¿Qué es eso?
—Es pitahaya; seguro que te encanta.
Una de las cosas que más me gusta hacer cuando estoy en un país nuevo es probar su chocolate, pero, para mi decepción, Mikki y Jack dejan atrás ese pasillo. Por suerte, hay un surtido junto a las cajas en el que reconozco algunas marcas. Cojo un par mientras Mikki y Jack ponen las cosas en la cinta. Jack me guiña un ojo y me siento como una niña pequeña que mete dulces a escondidas en el carro de sus padres.
Jack se aleja con la compra y deja pagar a Mikki. Ni siquiera lo han debatido, lo que sugiere que es un hábito que viene de lejos: otro punto en su contra.
—Toma. —Le ofrezco doscientos dólares de los quinientos que saqué en el aeropuerto.
Mikki los rechaza con un gesto de la mano.
—¡Ni hablar! A lo mejor solo te quedas un día o dos.
Se marcha con el carrito antes de que pueda insistir.
Jack ha abierto la parte trasera de la camioneta; hay una nevera enorme que llenamos con leche, queso y carne. Los restos del guiso de Mikki también están ahí dentro. Levanto una bolsa de hielo del carrito que pesa más de lo que esperaba y me tambaleo hacia un lado.
Jack coloca sus manos sobre las mías.
—¡Lo tengo! —dice mientras lleva una de sus rodillas descubiertas bajo la bolsa para aguantar el peso.
Ante su contacto corporal, un calor me inunda. Suelto la bolsa y él la levanta y la mete en la nevera con facilidad.
Se vuelve hacia Mikki.
—¿Qué tal tu azúcar? ¿Quieres un plátano?
—No, estoy bien —responde.
En mi interior, me alucina que se lo haya preguntado; Mikki siempre ha tenido problemas con sus niveles de azúcar y necesita comer con regularidad o se desmaya.
Jack saca un plátano de una bolsa, lo pela y le da un mordisco.
—¿Quieres uno, Kenna?
—Ahora no, gracias.
En el coche hace un calor asfixiante. Me siento, pero salto como un resorte porque el cuero está ardiendo.
—El aire acondicionado está roto, lo siento —se excusa Jack.
El olor a césped recién cortado se mezcla con el del humo de la gasolina mientras atravesamos las afueras. Dejamos atrás campos de cricket y de rugby. Hay algunas estampas de vida australiana cada vez que nos paramos en un semáforo: un hombre con un sombrero de paja se encuentra en la vereda de un río, con una caña de pescar echada; una familia de cuatro miembros arrastra una enorme nevera de un lado a otro de la carretera. Cada vehículo parece llevar alguna clase de embarcación en su interior, encima o detrás en un remolque: una moto de agua, tablas de surf, lanchas o piraguas.
—Vosotras dos os conocéis desde primaria, ¿no? —pregunta Jack.
—Sí —respondo—. Mi familia se mudó desde Escocia cuando mi padre perdió el trabajo. El hermano de mi madre tenía una granja en Cornualles y necesitaba ayuda, así que llegué al colegio en mitad del curso. Era la niña nueva con el acento raro de Escocia. La profesora me acompañó a clase y vi a una niña con las mismas playeras que yo.
—¿Las mismas qué? —pregunta Jack.
—Deportivas. —Mikki me dedica una sonrisa por encima del hombro—. Se supone que los australianos hablan el mismo idioma que nosotros, pero en realidad no es así.
Eran unas Adidas, negras con franjas blancas.
«Cómo mola tu nombre», me dijo Mikki mientras me sentaba a su lado.
«Es un diminutivo de McKenzie», le expliqué. «Me gustan tus zapas».
Y eso fue todo. La vida es tan sencilla a esas edades… Ojalá lo siguiera siendo.
Veo a una mujer con un bikini atando su longboard a lo alto de su coche y me trae recuerdos de los veranos en Cornualles —bien avanzada la adolescencia—, cuando el techo del Escarabajo de Mikki se hundía con el peso de nuestras tablas.
El tráfico se intensifica a medida que nos acercamos al centro de la ciudad.
—¡Vamos! ¡Muévete! —Jack menea las rodillas bajo el volante—. Qué ganas tengo de estar ya en el agua.
—Yo también —dice Mikki.
Dejamos atrás las altas edificaciones que proyectan sombras sobre la calzada. Una mujer con un burka lleva una bandeja de sushi mientras cruza un paso de cebra; una chica japonesa va con una bolsa del McDonald’s. Podría ser cualquier ciudad de Inglaterra hasta que uno se fija en los hombres y mujeres mayores, con pantalones cortos y gorras con logotipos de marcas de surf, y con las piernas al descubierto y sandalias, respectivamente, en lugar de con gruesas medias marrones y anodinos zapatos de cordones.
Un cartel en una parada de autobús llama mi atención: «Desaparecida: mujer de nacionalidad francesa». La fotografía muestra a una chica sonriente de pelo oscuro. El autobús se aleja y deja a la vista una pared con otro cartel de persona desaparecida, y otro más.
—¡Vaya! ¡Sí que hay mochileros desaparecidos! —Pienso en la madre de Elke y en sus ojos apenados.
Mikki agita los dedos.
—Australia es un país grande. Desaparecen treinta mil personas cada año.
Vuelvo a contemplar los carteles mientras Jack avanza: tres mujeres jóvenes.
—¡Mirad! —Jack señala.
A través de los rascacielos atisbo las brillantes velas blancas que coronan la Ópera de Sídney, pero ahora mismo me interesan más las mochileras desaparecidas.
—¿Y a dónde van?
Mikki se estira sobre su asiento para mirarme. El entramado del puente de la bahía dibuja complejos diseños sobre su rostro.
—Quién sabe. Se pierden, o son ellas mismas las que quieren desaparecer. La mayoría suelen regresar con el tiempo.
Cuando el tráfico empieza a despejarse, Jack acelera y una brisa más que bienvenida se cuela a través de las ventanillas bajadas. Unos peñascos color cobre se elevan a ambos lados, y el trazado de la carretera corta la roca por la mitad. A Australia se la conoce como «el país afortunado», pero dudo que las personas que construyeron esta carretera se sintieran así.
—La playa de la que habláis, ¿a qué distancia está? —Tengo que gritar sobre la corriente de aire para que me oigan.
—A cuatro o cinco horas —responde Jack—. Depende del tráfico.
—Caray, está bastante lejos. —Supongo que podré coger un autobús o un tren para volver, si lo necesito.
—No te preocupes, merece la pena.
—Merece mucho la pena —coincide Mikki, asintiendo.
Su entusiasmo es contagioso. Una playa… No he estado en una desde que me marché de Cornualles hace dieciocho meses.
—¿Y tiene nombre?
—Bahía de Sorrow —responde Jack—. Pero nosotros simplemente la llamamos la Bahía.
La carretera empieza a ascender. Profundos barrancos se bifurcan por todas partes entre franjas de bosque.
—Tiene un promontorio rocoso en el extremo sur —explica Jack—. Y la desembocadura de un río en el norte. Hay una pequeña comunidad en uno de los márgenes, pero en nuestro lado no hay nada. Está a una hora de la autopista y hace falta un todoterreno para llegar a ella, porque hay un camino de arena, pero está lleno de baches. Tienes que saber que existe; de lo contrario, ni te molestarías en ir.
Cojo el móvil y busco en Google Earth «bahía de Sorrow», ¡allá vamos! La diminuta playa está protegida por una amplia extensión verde de parque nacional. Y también veo el río.
—¿Arroyo Shark? ¿Hay tiburones? —pregunto.
Jack mira a Mikki como si no estuviera seguro de si debería contármelo o no.
—Ha habido algunos ataques a lo largo de los años, pero eso juega a nuestro favor porque ahuyenta a la gente.
—¿A qué te refieres con ataques?
—Bueno, principalmente se trata de grandes tiburones blancos. No es fácil sobrevivir a algo así, de manera que las multitudes no se acercan. Antes era un sitio muy popular para acampar, pero ahora somos los únicos que hacemos surf allí.
Trago saliva.
—Menos mal que no tengo intención de meterme en el agua.
—Espera a que lleguemos y la veas.
Los surfistas procuran no pensar en los tiburones. En Cornualles no teníamos que preocuparnos por ellos, pero Mikki y yo hemos surfeado en lugares donde el avistamiento de tiburones era algo habitual y, simplemente, tienes que aceptarlo como un riesgo intrínseco al deporte, igual que las avalanchas y los esquiadores que hacen snowboard.
Mikki está encorvada sobre su teléfono. De modo que se ha dedicado a esto…, a nadar con tiburones. No debería sorprenderme; desde que la conozco, el surf siempre ha sido su vida. Y también lo fue la mía durante muchos años, pero Mikki fue más allá que yo al convertirse en monitora y tirarse todo el día, todos los días, en el agua.
Contengo un bostezo. El jet lag me está afectando y, una vez más, tengo la sensación de encontrarme en plena noche a pesar del sol cegador. Mando un correo electrónico a mis padres y me entretengo con las redes sociales. Cuando vuelvo a mirar por la ventanilla, casi me imagino que estamos en Cornualles. Hay campos ligeramente inclinados salpicados de dientes de león y vacas que pastan junto a gansos blancos como la nieve. Las viejas palmeras son lo único que rompe la ilusión, además del aspecto reseco de la vegetación, como si alguien hubiera puesto el horno a máxima temperatura y se hubiera olvidado de apagarlo.
Pasamos de largo las señales rápidamente: arroyo Swan, arroyo Heron… Para mí, un arroyo es una acequia embarrada, pero la mayoría de los que dejamos atrás son lo bastante grandes como para considerarlos ríos. Arroyo Muddy, arroyo Eight Mile…
Mikki sigue con el teléfono.
Me inclino hacia delante y le doy unos golpecitos en el hombro.
—¿Estás bien?
—Sí, ¿por?
—Estás muy callada. —Apenas ha pronunciado palabra desde que hemos salido de Sídney.
—Todavía no se ha tomado un café. —Jack le da un ligero codazo—. ¿Verdad, Mikki? Pararemos en el área de servicio antes de desviarnos.
De nuevo, me sorprende lo bien que la conoce. A veces, Mikki puede tener muy mal humor, sobre todo cuando necesita cafeína. Vuelvo la vista hacia la ventanilla. Grassy Plains,4 bahía de Sorrow…5 Me gusta lo directos que son los nombres de los lugares por aquí. Lo que ves es lo que hay: arroyo Cow6 —¿se habrá quedado una vaca atorada en él alguna vez?—, arroyo Mosquito —no me gustaría caer en él—, arroyo Rattle7—y en este tampoco.
En la estación de servicio, Mikki y yo vamos al baño mientras Jack echa gasolina. Cuando salgo, Mikki está mirando algo en un tablón de corcho. Está cubierto con pedazos de papel que se agitan con el aire acondicionado: partes meteorológicos y excursiones por el campo, clases de yoga y un grupo para hombres de…
«Desaparecida: mujer de nacionalidad alemana. Vista por última vez en la playa de Bondi el 2 de septiembre».
Unos ojos familiares me contemplan desde el cartel: Elke. Me recorre una extraña sensación. Es como si me persiguiera.
Mikki se sobresalta cuando me ve y me conduce hacia el mostrador del café.
—¿Qué quieres? —pregunta.
—Un cappuccino —respondo—. Pero pago yo.
—No, da igual. —Parece distraída.
Jack se acerca a la ventana y Mikki le hace una señal con la mano para que vuelva al coche.
—¡Pago yo! —le grita, y da un paso adelante para pedir. Sus ojos vuelven a desviarse hacia el cartel mientras esperamos los cafés.
Intento pagar, pero, de nuevo, Mikki me lo impide.
—Gracias —digo, y doy un sorbo.
Fuera, Jack está hablando con un par de mujeres junto a un llamativo Jeep amarillo con tablas de surf en el techo. En uno de los laterales se lee: «Alquile un Jeep».
—La bahía de Bumble está al norte —les dice Jack—. Es un sitio muy bueno.
—A ver, espera —comenta una de las mujeres mientras rebusca en una pequeña guía de surf de bolsillo—. Ah, vale, encontrada.
Me obligo a no pensar en las mochileras desaparecidas, de momento.
—¡Hola! ¿Sois estadounidenses?
—Canadienses —responde la otra mujer.
—Vaya, perdonad, se me dan fatal los acentos —digo.
Con su café en las manos, Jack se pone detrás de la más alta de las dos.
—No te muevas.
Los ojos de la mujer se abren como platos. Es pelirroja, guapa y va vestida con un mono corto vaquero.
Jack coloca una mano sobre su hombro.
—Un mosquito. ¡Lo tengo!
—¡Gracias! Los mosquitos son odiosos —ríe ella.
—¡Espera! —dice Jack—. ¡Tienes otro!
Se abalanza sobre ella, aunque yo no estoy nada convencida de que haya ningún mosquito. Creo que es una excusa para tocarla. Miro a Mikki, sintiéndome avergonzada por ella, pero no reacciona. Es como si esto pasara a menudo.
—Mi mujer tiene la sangre muy dulce —dice la chica de pelo oscuro.
—¿Les has hablado de la bahía de Sorrow? —le pregunto a Jack.
—¡Vaya, pero si tenemos que irnos! —dice él.
La mujer consulta su guía.
—¿La bahía de Sorrow, has dicho? Aquí no aparece.
Pero Jack se aleja a zancadas. Un instante está flirteando con ellas descaradamente y, en cuanto escucha las palabras «mi mujer», tiene que marcharse. Como si no fuera suficientemente grave que coquetee delante de su prometida, ¿además es homófobo?
—Probablemente sea demasiado pequeña como para que aparezca —digo.
—Vámonos, Kenna —dice Mikki.
¿Ella también? Quiero demostrar a estas mujeres que no soy como ellos.
—Tiene una zona para acampar, ahí es a donde nos dirigimos.
—¡Kenna! —Mikki me tira del brazo con fuerza.
La mujer saca su teléfono.
—Voy a buscarlo en Google.
Jack toca el claxon y Mikki está a punto de sacarme el brazo del hombro.
—Por Dios, Kenna, ¡vámonos!
—Disculpad —digo—. Será mejor que nos vayamos. ¡Que tengáis un buen viaje!
—¡Vosotros también! —responde la mujer en voz alta.
Hay silencio en la parte delantera del coche mientras Jack se reincorpora a la autopista.
—Mirad los árboles —dice Jack—. Sopla viento del sur y esos capullos se están quedando con todas las olas.
Imbécil. «Pasa del tema», me digo a mí misma.
Jack le da un pequeño codazo a Mikki.
—¿Quieres comprobar el tiempo antes de que nos desviemos?
Mikki saca el teléfono. Recuerdo los carteles de los mochileros desaparecidos y hago lo mismo. Hay varios artículos, así que selecciono el primero: «Ocho mochileros desaparecidos, y siguen en aumento…». Me fijo en las fotografías. La mayoría de los desaparecidos son mujeres. Los dos hombres no podrían tener un aspecto más distinto el uno del otro: uno va vestido con un traje de neopreno y tiene el pelo rubio mojado a ambos lados de la cara, y el otro lleva un traje con corbata tan pulcro que no tiene, en absoluto, aspecto de mochilero. Hay una mezcla de nacionalidades: estadounidense, sueca, irlandesa… Un par de ellos sujetan unas tablas de surf. El café no me ha hecho ningún efecto y empiezo a desconectar a pesar de que hago todo lo posible por mantenerme despierta.
—Hoy son de un metro a un metro veinte —dice Mikki—. Y mañana descenderán más.
—¡Mierda! —dice Jack.
Me agarro al asiento cuando tomamos el desvío.
Un cartel pasa de largo fugazmente: «Bienvenidos al Parque Nacional de Sorrow». Ahora vamos por un camino de gravilla de un solo sentido. Entre los árboles, distingo una extensión de agua oscura. El arroyo Shark, imagino, aunque parece un río perfectamente formado.
Otro cartel: «Carretera susceptible a inundaciones».
—¿Y el viento? —pregunta Jack.
Mikki consulta el teléfono.
—Del sur por la mañana y del norte por la tarde.
Bostezando, pincho en otro artículo. Otra mochilera vista por última vez en Bondi, al igual que Elke. Pero, claro, es probable que la mayoría de ellos visiten esa playa.
—Será mejor que te des prisa —dice Jack cuando me ve con el teléfono—. La cobertura está a punto de desaparecer.
—¿En serio? —pregunto.
—No hay nadie por aquí —responde—. Bueno, salvo nosotros.
Empiezo a arrepentirme de todo esto.
—Joder, ¿entonces no hay internet, ni cobertura, ni nada?
No consigo que el artículo se cargue; como acaba de pronosticar, no hay señal. Normalmente suelo estar conectada a internet a todas horas. Los pacientes solicitan sus citas a través de mi página web y, aunque puse un aviso de que estaría fuera durante un mes entero, si alguno de los habituales se hace daño, lo más probable es que me escriban. ¿Y qué pasa si quiero irme? Sin el teléfono no puedo llamar a un taxi o a un Uber; dependo de un tipo al que apenas conozco.
Los párpados me pesan tanto que hasta me duele mantenerlos abiertos. No puedo seguir luchando contra el jet lag. Hay una sudadera negra con capucha tirada en el espacio para las piernas. La recojo, hago una bola con ella y la coloco contra la ventanilla para que me sirva de almohada. Cierro los ojos y, mientras me quedo dormida, escucho la voz de Mikki.
—Se ha dormido —dice con voz acusadora—. No habrás sido capaz, ¿no?
—¡No! —responde Jack—. ¡Claro que no! ¡Es tu amiga!
Vagamente, me pregunto de qué estarán hablando. Pero estoy demasiado cansada como para que me importe.
Abro los ojos repentinamente cuando salgo despedida hacia delante. El coche se ha detenido de golpe. Una capa de hojas oculta el cielo y sume la carretera en sombras (si es que se la puede llamar carretera, pues solo es barro y gravilla).
Una barrera bloquea el camino: «¡Peligro! Desprendimientos. Carretera cerrada».
Mikki abre la puerta, se baja de un salto y aparta la barrera. Cuando Jack avanza, las piedrecitas crujen bajo los neumáticos. Completamente despierta ahora, me entra el pánico y estiro la cabeza para buscar a Mikki. Jack pisa el freno y Mikki vuelve a montarse, dejando, tras ella, la barrera en su sitio. Seguimos avanzando por el camino de tierra.
Miro a través del parabrisas mientras vamos dando botes arriba y abajo.
—El cartel decía que la carretera estaba cerrada.
—No te preocupes por eso. —Jack continúa la marcha durante largos minutos, rebotando sobre los baches.
Se oye un chirrido bajo el coche cuando nos hundimos en un gran hoyo. Me agarro al asiento, aterrada ante la perspectiva de que hayamos pinchado. ¿Qué pasaría entonces? Compruebo mi móvil, pero sigue sin señal, así que no podríamos llamar a una grúa.
Se mire por donde se mire, parece que los árboles —troncos desnudos o ennegrecidos en algunas partes, con nuevos brotes luchando valientemente por emerger— no terminan nunca. En uno de los giros que damos, el agua fluye a través del camino: una pequeña cascada artificial. Jack pasa por encima sin bajar la velocidad, haciendo que el agua salpique más allá de las ventanas. Estoy un poco acojonada ahora mismo. No sabía que sería un sitio tan remoto.
—No tengo saco de dormir —digo.
—A nosotros nos sobra uno —comenta Mikki.
—Y no he traído crema para el sol.
—Puedes usar la mía. —Vuelve la cabeza para mirarme por encima del hombro—. Antes no te preocupabas tanto por las cosas. La primera vez que vine por aquí, me pasó lo mismo. Ya verás que este sitio te vendrá bien.
Jack pisa de golpe el freno.
—¿Qué pasa? —pregunta Mikki.
Jack señala un objeto largo y oscuro que atraviesa el camino. Un palo. No, una serpiente.
Jack revoluciona el motor, pero la serpiente no se mueve.
—Vaya mierda.
—Pasa por encima —propone Mikki.
—No quiero aplastarla. —Jack respira lentamente y me fijo en que tiene los nudillos blancos alrededor del volante.
—¿Quieres que…? —empieza a decir Mikki.
Jack abre la puerta y se baja de un salto.
—No.
—¡Ten cuidado! —le grita Mikki.
Jack da un portazo. Mikki y yo lo observamos a través del parabrisas.
—¿Es venenosa? —pregunto.
—Es probable —responde Mikki—. Además, le dan pánico.
Jack comprueba el lateral del camino y coge una hoja seca que lanza a la serpiente, pero esta ni se inmuta.
Jack le lanza otra hoja, que rebota sobre el lomo del animal y consigue, ahora sí, que se marche deslizándose. Entonces, pálido, vuelve a subirse a la camioneta.
Mikki le da unas palmaditas en el hombro.
—Lo has hecho muy bien.
Jack se agarra al volante durante un buen rato y después seguimos adelante.
Delante de nosotros, distingo unos vehículos aparcados: una camioneta rojo chillón y un todoterreno manchado de barro. Jack se detiene junto a ellos. Cuando me bajo, el suelo está duro y seco bajo mis pies. Huele a corteza y a musgo, y el ambiente zumba con el sonido de los insectos.
Jack abre el maletero.
—Coged lo que podáis llevar.
Cargada de bolsas, Mikki empieza a caminar por un estrecho sendero. Yo me pongo mi macuto, saco la tabla que Jack me enseñó ayer, cojo mi mochila pequeña y voy detrás de Mikki. Me resulta extraño volver a llevar una tabla debajo del brazo, y me niego a que se convierta en una costumbre. Mikki gira en una curva del camino y desaparece de mi vista. Con la tabla golpeándome en la cadera, acelero la marcha. El camino se divide en dos, pero no hay ni rastro de Mikki.
Un cartel de madera indica: «A la playa». A lo lejos se oye el rugir de las olas. Mientras me apresuro, los bichos revolotean alrededor de mis oídos. El sendero está cubierto de vegetación y las ramas me arañan la cara. Una telaraña bloquea el camino más adelante. Normalmente no me gustan las arañas, pero al menos las inglesas no son mortales. Miro hacia atrás; esperaba ver a Jack, pero no hay nadie. Además, extrañamente, ya no oigo las olas. Con cuidado, utilizo la parte delantera de la tabla de surf para apartar la telaraña. Miro por si hubiera arañas y paso esquivándola. Los árboles, a un lado y a otro, me hacen sentir claustrofobia y las ramas se me enganchan en el pelo a medida que me esfuerzo por avanzar. ¿Me habré confundido de camino?
Tras el siguiente giro hay un hombre.
Me detengo en seco.
—Hola.
Solo lleva unas bermudas, tiene el pelo oscuro muy corto y unos impresionantes ojos gris verdoso con los que me mira como si hubiera visto un fantasma.
—Soy Kenna.
Se aclara la garganta.
—Clemente.
Bronceado y con el pecho al desnudo, tiene las típicas caderas estrechas y la parte superior del cuerpo musculosa de un surfista; además, los tatuajes cubren sus piernas y brazos. Debe de ser uno de los integrantes del grupo, de la Tribu.
—Estoy buscando la playa —digo—. Y también a mi amiga Mikki.
Clemente parece relajarse.
—Por aquí no es.
Tiene acento de alguna parte… español, creo.
—¡Ah! —digo—. Pero el cartel…
—Ven conmigo. —Antes de que pueda detenerlo, Clemente agarra mi tabla de surf y lo sigo de vuelta, a través de los arbustos, hacia el otro desvío. Llegamos a un claro con cuatro tiendas de campaña alrededor de una mesa de pícnic de madera y una barbacoa. Hay una pequeña construcción de hormigón en uno de los lados, ¿serán los baños?
Una chica se acerca a nosotros con paso decidido.
—¿Quién coño eres tú?
Intento no inmutarme. Tiene un marcado acento australiano, unas rastas rubias y largas y una piel que ha estado demasiado expuesta al sol.
—Esta es Kenna —dice Jack—. Es una amiga de Mikki, de Inglaterra. Kenna, esta es Sky.
Sky se vuelve hacia Mikki.
—La invitó él, no yo —explica Mikki en voz baja.
Siento un pinchazo en el pecho.
Jack rodea mi cintura con un brazo y me conduce a una pila de bolsas y tablas.
—De momento, déjalo todo aquí.
Por primera vez, me alegro de que sea tan jodidamente pragmático. Me rodeo a mí misma con los brazos mientras paso por delante de Sky, como si esperara que fuera a atacarme. Un chico negro, rapado, con fuertes y orgullosos pómulos y unos músculos imponentes, da unos pasos al frente para colocarse junto a ella y Clemente. La forma en que me están mirando, de arriba abajo, me hace sentir como una delincuente que se enfrenta al jurado.
Sky se vuelve hacia Jack.
—No puedes traer a gente sin avisar.
Aunque esbelta y musculada, vestida con un top que se cruza en su espalda y deja al descubierto sus fuertes hombros, es unos centímetros más baja que yo. Lleva unos pantalones militares cortos y va descalza, con las uñas de los pies pintadas de un tono azul turquesa.
El chico negro sacude la cabeza de un lado a otro.
—Sí, no puedes seguir haciendo esto, tío. —Tiene acento de alguna parte, pero no estoy segura de dónde.
—Ha venido en avión desde Inglaterra —dice Jack—. No iba a estar solo unas horas con su amiga después de un viaje tan largo.
Cuando Mikki mencionó al grupo, me había imaginado a una panda de