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Después de la muerte de sus adorados tío y primo, Lucien deseaba escapar. Lo que encontró fue una irresistible camarera que avivó un incontrolable fuego dentro de él… En su única noche de lujuria con un inolvidable desconocido, Aurélie se quedó embarazada. Al saber que el padre de su bebé era el flamante rey de Vallort, se sintió totalmente escandalizada. Aunque Aurélie era incapaz de imaginarse un lugar en aquel opulento reino, no le quedó elección. Tenía que confesárselo todo a Lucien y esperar la reacción de Su Majestad…
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Seitenzahl: 200
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Annie West
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La camarera y el rey, n.º 2882 - octubre 2021
Título original: Pregnant with His Majesty’s Heir
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-203-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CASI NO se había movido.
El hombre cuyo rostro haría llorar a un escultor y que provocaría que las mujeres lo miraran fijamente.
El hombre de los anchos hombros y expresión pensativa, el de los increíbles ojos como el ámbar y cabello oscuro, no parecía estar de humor para tener compañía.
No era antipático. De hecho, se había mostrado muy cortés con Aurélie, más de hecho que la mayoría de los clientes. Sin embargo, no había hablado con ella. Su rostro tenía una expresión preocupada. Incluso el modo en el que estaba arrinconado en aquella pequeña mesa, con su ancha espalda contra la antigua pared de piedra, indicaba que estaba a la defensiva. Como si estuviera listo para repeler cualquier intrusión.
En cualquier caso, su rostro resultaba arrebatador con sus fuertes rasgos y la generosa boca. Sin embargo, había algo en su aire sombrío y en el modo en el que fruncía el ceño que llamó la atención de Aurélie. El modo en el que ese gesto se intensificó cuando su teléfono comenzaba a vibrar sobre la mesa. El modo en el que se negó a responder. Se pasó la tarde con la mirada perdida, mirando de vez en cuando a Aurélie mientras ella se movía a través de las mesas.
Aquella noche no había demasiados clientes. A finales de invierno, el número de turistas que visitaban Annecy había bajado considerablemente. Aquella ciudad cerca de los Alpes franceses volvería a recibirlos cuando el tiempo mejorara.
Aurélie se dijo que aquella era la razón por la que no dejaba de prestar atención a aquel alto y guapo desconocido. Con mucho, era el cliente más fascinante en el casi vacío restaurante.
No podía dejar de admitir que había sentido una ligera excitación cuando él la siguió a la mesa. Aurélie había sido muy consciente de la altura de él a sus espaldas y del embriagador aroma que la envolvió cuando él la rodeó para sentarse a la mesa.
Aquella apreciación se basaba en una intensa atracción. Y algo más. La convicción de que algo iba mal.
Lo notaba en el modo en el apretaba con fuerza su copa, de tal manera que los nudillos se le ponían blancos, en el modo en el que se tomó de un trago su primera copa de vino, como si la necesitara desesperadamente. Sin embargo, en aquel momento parecía haberse olvidado de la copa que tenía en la mano. Era como si una nube oscura estuviera flotando en aquel rincón a pesar del deslumbrante efecto de aquellos maravillosos ojos y del par de breves sonrisas que él le había dedicado.
¿Cómo sería aquella sonrisa si se le reflejara también en los ojos?
Aurélie trató de entrar en especulaciones. Se limitó a limpiar una mesa. Los dos clientes habían estado bebiendo a lo largo de toda la cena y parecían tener ganas de fiesta. Uno aún no había dejado de tratar de ligar con ella. Cuando ella se inclinó, él levantó la mano como si fuera a tocarle el trasero. Inmediatamente, Aurélie inclinó ligeramente el plato que tenía en la mano. Si la tocaba, le vertería el queso fundido que les había sobrado de la raclette. El hombre la miró fijamente y levantó la mano a modo de disculpa.
De soslayo, Aurélie vio que el hombre que había en el rincón se tensó y dejó la copa sobre la mesa. Antes, cuando el joven turista había tratado de tocarla por primera vez, el desconocido había hecho ademán de levantarse, como si estuviera dispuesto a intervenir.
Sin embargo, ella no necesitaba ayuda alguna. Unas palabras firmes, pero amistosas les recordaron a los dos turistas que ella no estaba en el menú. De camino a la cocina, ella le dedicó al hombre del rincón una discreta sonrisa de agradecimiento. Él respondió con una ligerísima inclinación de cabeza.
Aurélie sintió que algo arraigaba con fuerza en su pecho al comprender que él estaba pendiente de ella. No estaba acostumbrada a galanterías ni a la protección de los hombres.
Esa debía de ser la razón por la que no hacía más que buscarle con la mirada. Eso y el aura de emoción contenida que él tenía. Cada vez que se acercaba a su mesa, sentía una descarga de energía, más aún cuando aquellos brillantes ojos la miraban, provocándole una oleada de calor por todo el cuerpo.
O tal vez estaba proyectando sus sentimientos sobre él.
Su vida estaba en una encrucijada. Las oportunidades la esperaban en el futuro, pero tendrían un coste. Estoicamente, se dijo que era mejor saberlo que simplemente sospecharlo, tal y como había hecho durante años. Sin embargo, resultaba difícil ver que sus sospechas eran ciertas, que, por mucho que se esforzara, no era lo suficientemente especial para importarle a aquellos que estaban más cerca de ella. Estaba sola. Su familia, por fin, había dejado de fingir.
Parpadeó y sonrió a un cliente que deseaba pagar, ignorando la sensación de vacío que tenía bajo las costillas. Se negó a dejarse llevar por la autocompasión. Haría lo que siempre había hecho. Bajaría la cabeza y trabajaría duro.
La diferencia era que, en aquellos momentos, tenía una verdadera oportunidad de cambio. En aquella ocasión, la agarraría con ambas manos y la aprovecharía al máximo. Ya iba siendo hora de dejar de ir a lo seguro y arriesgarse.
Lucien observó cómo la camarera sonreía a un cliente. Aquella sonrisa parecía iluminarle el rostro. Aquella mujer emanaba una luz que atraía constantemente su mirada y apartaba sus pensamientos del pozo de oscuridad que lo tenía atrapado.
No era solo su sonrisa y los hoyuelos que se le formaban en las mejillas mientras hablaba con los clientes en al menos cuatro idiomas diferentes. Ni su vibrante cabello rojo, recogido en una coleta que no dejaba de menearse y que relucía como si fueran las ardientes brasas del fuego.
No podía apartar la mirada de sus rápidos y ágiles movimientos. Maniobraba entre las mesas con una mezcla de gracia y fuerza a pesar de los platos que portaba en las manos. Además, estaba su alegría. Incluso cuando aquel borracho trató de manosearla, utilizó el humor y la firmeza para poner al tipo en su lugar y, a pesar de todo, dejarle sonriendo.
A veces, como para recordarle a Lucien que no estaba totalmente apartado del mundo, ella lo miraba. El efecto era asombroso. En cada ocasión, una agradable calidez empezaba a gotear dolorosamente a través de su gélido cuerpo.
Desde que recibió la noticia aquella mañana, se había sentido como si un muro de hielo lo separara del resto del mundo. Lucien sabía que era el asombro y que, cuando este pasara, todo sería demasiado real.
Lo más extraño de todo era que, cuando ella lo miraba a los ojos, aquel vínculo parecía demasiado auténtico. Ella lo miraba y Lucien se imaginaba que veía aceptación y comprensión. Una calidez que, a pesar de la necesidad de estar a solas con su pena, lo invocaba irresistiblemente.
Miró la copa y se la tomó de un trago. Sintió el calor en la garganta, pero su cuerpo estaba helado hasta los huesos. Había pensado que el alcohol podría aliviar el dolor que sentía, pero no había sido así.
No hacía más que imaginarse a Justin, con el coche destrozado por el impacto
Había parado en aquella pequeña ciudad, que estaba cerca de Vallort. Habían querido que él fuera en avión hasta allí, pero él había insistido en ir en coche. Al día siguiente, tendría que enfrentarse con sus responsabilidades.
Sin embargo, aquella noche tenía que estar a solas con sus recuerdos.
Primero, el tío Joseph, el único padre que había conocido, había muerto a causa de lo que parecía una enfermedad sin importancia. Luego, menos de veinticuatro horas después, Justin, que había sido lo más parecido a un hermano para él.
Eran los últimos familiares de Lucien.
Respiró profundamente y sintió un profundo dolor en el pecho, tan agudo que los pulmones parecieron dejarle de funcionar. Todo se oscureció a su alrededor.
Lucien se puso de pie. Tenía que marcharse de allí.
Cuando Aurélie se marchó del restaurante, estaba nevando. A su alrededor, todo era silencio, como si el resto de la gente estuviera recogido en sus casas y ella fuera la única testigo de la ligera nevada.
Se arrebujó en su viejo abrigo y echó a andar camino de su casa.
De repente, captó un movimiento por el rabillo del ojo que la obligó a darse la vuelta. Instintivamente, metió las manos en el bolsillo y agarró las llaves, intercalándolas entre los dedos. Nunca se había sentido en peligro allí tras acabar su turno, pero no estaba de más ser prevenida. Se disponía a seguir con su camino, cuando notó algo en aquella sombra que le hizo detenerse.
El hombre, porque era con toda seguridad un hombre, le resultaba familiar. Entonces, poco a poco, a medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra, lo reconoció.
–¿Monsieur? ¿Se encuentra bien?
Era él, el solitario cliente que había despertado tanto su curiosidad. Se dio cuenta de que él no llevaba abrigo, tan solo unos vaqueros y un jersey. Parecía una prenda muy cara y delicada, tal vez cachemir, pero no era lo suficientemente cálida para una noche como aquella. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Se había marchado hacía casi una hora del restaurante. De hecho, tenía nieve sobre el cabello oscuro y los hombros.
Aurélie frunció el ceño. Ciertamente aquel hombre se podía permitir un abrigo a juzgar por la generosa propina que le había dejado. Dio un paso hacia él y vio que él se estremecía, como alguien que despertaba de un sueño o, tal vez, que estaba a punto de sufrir una hipotermia.
–Eres tú –dijo él con voz profunda.
–¿Qué está usted haciendo aquí?
–Solo estaba… pensando –respondió él–. Necesitaba un poco de aire fresco para… Para pensar.
–No puede pensar aquí. Se va a congelar –le dijo ella rápidamente mientras se acercaba un poco más.
Él la miraba fijamente, pero había algo en su expresión que le decía a Aurélie que sus pensamientos estaban en otra parte.
–¿Dónde está su abrigo?
–Supongo que en el coche –respondió él encogiéndose de hombros.
–¿Y dónde está el coche?
–En el aparcamiento subterráneo.
–Muy bien, ¿dónde se va alojar esta noche?
–¿Alojarme? –repitió él. Entonces, como si estuviera emergiendo de aguas profundas, sacudió la cabeza y respiró profundamente–. No estoy seguro. Iba a seguir conduciendo después de la cena, pero no tenía ningún plan concreto.
–Ha estado bebiendo. No puede conducir a ningún sitio porque podría tener un accidente.
La reacción de aquel desconocido la sorprendió. Se echó a temblar con fuerza y se apoyó con una mano sobre el muro, como si necesitara sustento. Dijo algo entre dientes que Aurélie no pudo comprender. Sin embargo, sí captó la nota de angustia. Ella había estado en lo cierto. Ocurría algo.
Se acercó un poco más a él y le tocó la mano. La tenía helada. Entonces notó el modo en el que él temblaba.
–¿Está enfermo?
–No. Solo tengo frío –susurró. Parecía sorprendido y Aurélie se preguntó si él se había dado cuenta en aquel momento del tiempo que llevaba allí de pie.
–¿Ha tomado drogas?
–¡Por supuesto que no! –exclamó apartándose de la pared. De repente, parecía más alto y más alerta–. Yo no me drogo –añadió. Su voz parecía más normal, como si hubiera emergido del lugar al que sus pensamientos le habían conducido.
Aurélie sopesó sus opciones, sabiendo lo que sus amigos le dirían que no hiciera lo que estaba a punto de hacer. Ella misma aconsejaría a cualquiera en circunstancias similares que se marchara de allí. Sin embargo, no podía. Aquella noche no. No con aquel hombre.
Era inexplicable, pero sabía que aquello estaba bien.
–Venga conmigo –le dijo. Entonces, se dio la vuelta.
–¿Adónde?
–A mi casa.
PODRÁ tomar algo caliente y entrar en calor antes de que podamos encontrarle un lugar seguro en el que alojarse.
Lucien se obligó a mover las acartonadas piernas y la siguió por una estrecha calle peatonal. No estaba acostumbrado a que le dieran órdenes. Normalmente era él quien las daba, pero aquella noche, su corazón estaba lleno de pena y su pensamiento completamente afectado por el total descarrilamiento de su vida. Por los problemas que le esperaban en Vallort. Era mucho más sencillo permitir que aquella mujer le diera órdenes.
Una bebida caliente… sí. No se había dado cuenta del frío que tenía. No sentía los pies y tenía las mejillas y las orejas medio congeladas.
Un lugar en el que alojarse… sí. Se dio cuenta de que aquello era lo que necesitaba. Un lugar tranquilo, en el que pudiera ser anónimo. Aquella sería su última noche en el anonimato. De repente, le pareció algo increíblemente valioso.
En el futuro, el anonimato no existiría para él, al menos en su país. Ya no tendría la posibilidad de marcharse con sus amigos de fiesta después del trabajo… En cuanto a lo de trabajar hasta tarde en su despacho… Lucien contuvo el aliento. Sin duda, se pasaría muchas noches trabajando hasta muy tarde, pero no sería en su estudio de arquitectura ni en ninguno de los proyectos que había planeado.
Todo aquello le estaría vedado.
Hizo un gesto de contrariedad reflejando así la dirección de sus pensamientos.
¿Cómo podía sentir tanta pena por sí mismo cuando Justin no podía sentir nada en absoluto? ¿Cuando, en un par de días, Justin y su padre estarían juntos en el panteón familiar?
–¿Está seguro de que no necesita un médico? –le preguntó ella mientras se detenía frente a una ajada puerta de madera.
–Totalmente seguro –le respondió. Entonces, frunció el ceño–. Usted no me conoce. ¿Le parece adecuado invitar a su casa a un desconocido? Lo siento, no quería parecer su padre.
–Usted no habla en absoluto como mi padre –dijo ella con una carcajada seca y amarga. Entonces, abrió la puerta–. No se preocupe. No le he invitado a que venga aquí para aprovecharme de usted. Simplemente, no quiero salir mañana y encontrarle totalmente congelado en un portal. Así que, si va a entrar, dese prisa.
Lucien se maldijo en silencio al notar el tono seco de sus palabras. Lo último que quería era insultarla. Ella le gustaba y, en aquellos momentos, sentía que ella era lo único que lo anclaba al mundo.
Un par de minutos más tarde, él estaba de pie en su minúsculo salón, que tenía la cocina más pequeña que había visto a un lado. Ella le señaló una de las dos puertas.
–Ahí está el cuarto de baño. Hay toallas limpias en la estantería. Dese una ducha para entrar en calor mientras yo preparo algo caliente para beber.
–Gracias. Es usted muy amable. Se lo agradezco mucho.
Lucien esperó, deseando que ella se diera la vuelta. Por fin lo hizo y vio cautela en aquellos ojos castaños. ¿Le había molestado en algo? Aquella noche se sentía torpe, perdido entre el pasado y el presente. Tenía problemas para expresarse. Tuvo que hacer un esfuerzo monumental para esbozar una sonrisa de agradecimiento. La tensión que le atenazaba los músculos fáciles protestó, pero vio que la expresión de ella se relajaba un poco.
Ella volvió a indicarle el cuarto de baño.
–Y deme el jersey. Se lo pondré cerca del radiador para que se seque.
Fue en ese momento cuando Lucien se percató de que estaba totalmente empapado y congelado. El cálido ambiente de aquel pequeño apartamento hacía que la ropa se le ciñera al cuerpo con incomodidad.
–Se lo daré ahora mismo –dijo. Se sacó el jersey por la cabeza y se lo entregó–. Muchas gracias.
Entonces, se dirigió al cuarto de baño seguro de que, cuando estuviera seco y caliente, se sentiría más él mismo.
Aurélie parpadeó cuando la puerta del cuarto de baño se cerró. Minutos más tarde, oyó que la ducha empezaba a funcionar y se dio cuenta de que él tendría que haberse agachado para poder colocarse bajo la alcachofa. El apartamento era minúsculo y él hacía que lo pareciera aún más. Medía bastante más de un metro ochenta.
Y tenía un físico espectacular.
No pudo evitar pensar en el esbelto y poderoso cuerpo. En el movimiento de los músculos mientras se quitaba el jersey antes de marcharse. Aurélie no había podido evitar fijarse en el redondeado trasero ceñido por los vaqueros negros. Había sentido que la boca se le secaba.
De hecho, había empezado a secársele cuando él sonrió. Aquellos ojos color ámbar habían adoptado una expresión cálida que le había provocado a Aurélie una sensación parecida a la que habría sentido si alguien le hubiera golpeado en el estómago.
Era como si ningún otro hombre la hubiera sonreído antes. Desde luego, nunca le había sonreído un hombre como él. No estaba segura de qué era lo que le hacía diferente.
Sus labios esbozaron una mueca. Nada aparte del increíble físico y de un aura de magnetismo y una sonrisa que transformaban su rostro a pesar de la tensión que se había reflejado en él.
Aurélie comprendió que, fuera lo que fuera, ello hacía que se diera cuenta de repente de lo aislada que se sentía, a pesar de su ajetreado horario de trabajo y sus planes para el futuro.
Incluso rodeada por su familia se había sentido poco amada. Ellos ya no estaban y Aurélie comprendió que, en realidad, estaba sola. Tenía amigos, pero no íntimos, dado que Aurélie siempre había estado demasiado ocupada con las exigencias de su trabajo y de su familia como para poder disfrutar de una vida social activa.
¿Era esa la razón por la que se había apiadado de un desconocido hasta el punto de correr el riesgo de llevarlo a su casa? ¿Para que, durante el tiempo en el que él tardara en tomarse una bebida caliente y entrar en calor, ella no estuviera sola?
Se tensó. No estaba tan necesitada.
Miró el jersey de lana negra, que estaba tan empapado que le pesaba en las manos. Notó una cierta fragancia masculina y se dirigió al radiador para colgarlo en una pequeña barra que servía para aquel propósito.
Cuando él salió de la ducha, las bebidas estaban ya preparadas.
–La ducha me ha sentado fenomenal. Muchas gracias, señorita…
–Aurélie –dijo ella mientras removía la bebida que le había preparado para no mirar aquel tonificado cuerpo–. Lo siento, pero no tengo nada que pueda servirle. No obstante, el jersey estará seco muy pronto.
Le miró los pantalones mojados, pero no pensaba ofrecerse a secarle esos también. Aquel hombre tenía que estar por lo menos medio vestido.
–Gracias, Aurélie –dijo él. Aquella voz profunda pronunció su nombre como si fuera una pequeña caricia. Ella sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo–. Yo soy Lucien.
Ella asintió y le dio una taza humeante.
–¿Chocolate caliente? –preguntó él.
–Yo no tomo café nunca por las noches. Tardo mucho en relajarme después de mi trabajo. Por favor, siéntate –le dijo indicándole el pequeño sofá. Ella decidió quedarse de pie, junto a la encimera de la cocina, para mantener la distancia entre ellos.
–¿Juegas al ajedrez? –le preguntó él mientras le señalaba la tabla que había sobre la caja que servía como mesa de café–. ¿Qué te parece si echamos una partida mientras espero a que se seque mi jersey?
Aurélie observó el escultural perfil y el torso desnudo, con un fascinante vello oscuro. El ajedrez le daría algo en lo que concentrarse en vez de mirar a hurtadillas aquel maravilloso cuerpo. Asintió.
No salió tan bien como ella había esperado. Estar sentada cerca de él la distraía y Lucien la ganó con facilidad. Sin embargo, la situación le resultó muy cómoda. Se enteró de que le gustaba esquiar y que había crecido en las montañas, aunque, a juzgar por su acento, no en Francia. Aurélie prefirió no preguntarle al respecto. ¿Por qué iba a hacerlo? Él se marcharía al día siguiente y muy pronto sería tan solo un recuerdo. Además, parecía algo reservado en lo que se refería a preguntas más directas que pudieran significar una intromisión en su intimidad.
Él se enteró de que a ella le gustaba mucho la música y que quería tocar el piano, pero se limitaba a cantar. Aurélie le hizo creer que aquello había sido su elección, sin mencionar que no había habido dinero para las clases de música.
Cuando él le sugirió una nueva partida, Aurélie accedió. Cuando ganó, se sorprendió al darse cuenta del tiempo que habían estado jugando. Se sentía relajada con Lucien, a pesar de aquella pequeña corriente de tensión que le recorría lo más íntimo de su cuerpo. Tal vez él era buena compañía, pero seguía siendo el hombre más atractivo que había visto en toda su vida.
–Enhorabuena –murmuró él–. Tienes un juego verdaderamente brillante.
–Vaya, muchas gracias –respondió ella con una sonrisa. Entonces, vio que él entrelazaba las manos sobre las rodillas con tal fuerza que los nudillos se le volvían blancos. Su boca reflejaba una profunda tensión–. Lucien, ¿qué te pasa?
–Nada. Me has recordado a alguien –dijo él a duras penas. Tenía una fuerte tensión en la mandíbula.
–¿A otro jugador de ajedrez?
Lucien asintió.
–¿Quieres hablar de ello?
–Gracias, pero es demasiado tarde –susurró él. Tenía los ojos brillantes, reflejo de sus sentimientos–. Está muerto.
–Lo siento –dijo Aurélie. Ella sabía mucho sobre la pena. Incluso después de tantos años, recordaba la muerte de su madre, el dolor que había sentido y también los días largos y solitarios que vinieron después–. Supongo que se trata de alguien cercano a ti.
–Mi primo, pero crecimos como hermanos. Lo siento. No necesitas esto –murmuró él.
–No pasa nada. Hablar ayuda a superar la pérdida. ¿Cuánto tiempo hace?
–Me enteré esta misma mañana.
–¡Lucien, lo siento mucho!
Aurélie se levantó y sentó junto a él en el sofá. Con mucho cuidado, le tocó el reverso de la mano. No quería entrometerse, pero había momentos en los que el contacto humano era muy importante. Aquel parecía ser uno de ellos.
Lucien tenía la piel muy caliente y el puño tan apretado que le temblaba. Ella trató de ignorar la energía que la atravesó desde el punto de contacto respirando profundamente y concentrándose en él.
–Ojalá pudiera decirte algo que supusiera una diferencia.