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Con unas horas para encontrar a su reina… ¡Exigió la mano de su enemiga! Decidida a salvar a su prima de un matrimonio que no deseaba, Miranda secuestró al futuro novio, el jeque Zamir. No esperaba que él cambiase las tornas y le exigiera convertirse en su esposa, pero ahora el jeque tenía todo el poder... El tiempo apremiaba para Zamir: debía encontrar una esposa aquel día o perdería su trono. Casarse con Miranda era la única opción, a pesar de la desconfianza mutua y el desdén de Miranda por el protocolo palaciego. Pero nunca imaginó que ese matrimonio de conveniencia conduciría a un deseo peligrosamente inconveniente...
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Seitenzahl: 187
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Annie West
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una reina improvisada, n.º 3114 - octubre 2024
Título original: His Last-Minute Desert Queen
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741911
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Zamir se pellizcó el puente de la nariz cuando salió del fresco vestíbulo del hotel y la abrasadora luz del sol recrudeció un insoportable dolor de cabeza. Llevaba semanas trabajando sin descanso, pero al final del día todo encajaría. Ese pensamiento brillaba como la promesa de un oasis en el desierto.
Zamir exhaló un suspiro de cansancio y satisfacción. Las últimas semanas habían sido un infierno, pero no había tenido tiempo para quejarse. Estaba a punto de lograr todo lo que le había prometido a su moribundo tío: asegurar el trono y, por lo tanto, la estabilidad de su tierra natal, Qu’sil. Allanando el camino para reunificar Qu’sil y el vecino Aboussir en una sola nación.
Habría celebraciones en ambos países cuando todo estuviera terminado. Incluso los nacionalistas más acérrimos coincidían en que ese era el camino a seguir, pero negociar un equilibrio entre ambas partes había sido una tarea larga y difícil.
Ahora solo quedaba una cosa por hacer, el elemento crucial de las negociaciones.
Con el teléfono pegado a la oreja mientras su ministro de Finanzas le detallaba un problema presupuestario imprevisto, se dirigió a la limusina que lo esperaba.
Un chófer uniformado sostenía la puerta abierta para él y Zamir torció el gesto, preguntándose por qué sus anfitriones habrían insistido en que el hombre usara guantes, innecesarios con ese calor. O por qué el uniforme no era de su medida. Incluso la gorra parecía demasiado grande y ensombrecía su rostro.
Después de darle las gracias, subió a la limusina y se centró en la conversación con el ministro, estirando las piernas y alcanzando una botella de agua mineral.
Unos minutos después cortó la comunicación y llamó a su jefe de seguridad. A Hassan no le había gustado que viajara sin su equipo habitual a un país extranjero, pero todo estaba calculado. Debía mostrar total confianza en sus anfitriones ya que, una vez finalizado el acuerdo de adhesión, los ciudadanos de Aboussir serían sus súbditos.
–Relájate, Hassan, estoy en camino. Te veré pronto –Zamir miró las calles estrechas y concurridas de la ciudad vieja, donde el tráfico avanzaba a paso de tortuga–. No te preocupes si llego un poco tarde. Las carreteras aquí no son tan modernas como las nuestras. Además, la ceremonia no puede empezar sin mí.
Tras finalizar la llamada, presionó el botón para bajar la pantalla que lo separaba del conductor.
A pesar de los cristales tintados, la luz del sol hizo que entornase los párpados. La medicación que había tomado para el dolor de cabeza aún no había hecho efecto.
–Tengo poca batería en el teléfono –le dijo al conductor–. Necesito cargarlo.
–Por supuesto, Excelencia.
¿Excelencia? Era una expresión muy anticuada, pero Aboussir era más tradicional que su país. En Qu’sil todo el mundo se dirigía a él como «señor» y pronto, tras ser proclamado oficialmente Jefe de Estado, sería «Su Majestad».
Zamir hizo una mueca. Sabía que ese día llegaría, que su tío no podría vivir para siempre, pero extrañaba al anciano.
–Si me pasa el teléfono, yo me encargaré de cargarlo, Excelencia.
La voz del chófer era suave. Debía ser muy joven. Pero que conociese el camino era lo único importante y maniobraba hábilmente entre vehículos, ganado y peatones.
–Gracias –Zamir le pasó el teléfono y se recostó en el asiento, cerrando los ojos al experimentar una repentina sensación de mareo. Realmente debería haber descansado un poco–. ¿Cuánto tardaremos en llegar? ¿Quince minutos?
–Un poco más. Ha habido un accidente y tendremos que desviarnos de la carretera principal.
Zamir asintió, sin abrir los ojos. Aquella cita era vital, de modo que dormiría un poco hasta que llegasen.
Mientras conducía la limusina, la frente de Miranda estaba cubierta de sudor, pero no por la temperatura sino por los nervios.
¿Nervios? ¡Más bien terror absoluto!
Incluso para ella, a quien su familia a menudo etiquetaba como atolondrada e irresponsable, lo que estaba haciendo era impensable.
¿Cómo podía haber pensado que lo lograría? Había sido un acto nacido de la desesperación. No la suya sino la de su prima Sadia. Miranda no podía darle la espalda cuando estaba tan angustiada.
Cuando se le ocurrió el plan, estaba medio bromeando, pero Sadia aceptó la idea de inmediato. Por una vez, a su tímida prima no le preocupaban ni el decoro ni las consecuencias.
«¿Y por qué iba a preocuparse cuando eres tú quien asume el riesgo?».
No, eso era injusto. Sadia no podía hacerlo. La habrían extrañado si hubiera desaparecido del palacio esa mañana. De todos modos, si aquello salía mal, ambas pagarían un precio muy alto.
Pero si lo conseguían, todo valdría la pena. Quedarse de brazos cruzados era imposible. Sadia y ella habían sido amigas durante toda la vida, incluso cuando se marchó de Aboussir.
Miranda miró por el espejo retrovisor. Él parecía dormido, recostado en el respaldo acolchado de la limusina, las largas piernas extendidas y la cabeza ladeada.
Era el hombre más imponente que había visto nunca. Las fotos no le hacían justicia. Además de guapísimo, tenía un aire de seguridad, de virilidad, que la hacía consciente de su propio sexo.
Dado que ella pasaba mucho tiempo rodeada de hombres, a menudo hombres guapos sin ningún escrúpulo, eso la sorprendía.
Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Una cosa era tramar el escandaloso plan, acurrucadas en la habitación de Sadia a medianoche, otra muy distinta llevarlo a cabo.
Estuvo a punto de echarse atrás cuando leyó artículos sobre el agudo intelecto del jeque Zamir y sus proezas tanto en el gobierno como en cualquier actividad atlética. La prensa lo describía como alguien que podía llevar las riendas de su país, y de sí mismo, fueran cuales fueran las circunstancias.
No sería fácil vencer a un hombre así.
Desearía poder olvidar el descabellado plan, pero su prima estaba desesperada.
Se sintió paralizada, con una mezcla de miedo y emoción, cuando el jeque Zamir se dirigió hacia la limusina. Se le puso el corazón en la garganta al ver la amplitud de sus hombros bajo la túnica tradicional, las manos poderosas y bien formadas y el brillo de los ojos de ébano en un rostro duro y atractivo que le hacía sentir algo por dentro.
Ella estaba acostumbrada a deportistas guapos que se portaban como si fueran dueños del mundo, pero el jeque Zamir era único en su clase.
Miranda pisó el acelerador, esperando que él le preguntase por qué se alejaban de su destino, pero no fue así. Quizá estaba profundamente dormido.
Volvió a mirar por el espejo retrovisor mientras se alejaban de la ciudad y en esa ocasión vio que se movía, pero no para preguntar dónde iban sino para acurrucarse en el asiento. El contraste entre los rasgos severos y masculinos y ese gesto, como si buscara consuelo, envió una espiral de algo desconocido a su corazón.
Miranda apretó los dientes y se concentró en la carretera y en todas las razones por las que estaba haciendo aquello.
Porque odiaba a los matones. Porque Sadia era demasiado buena como para ser tratada de ese modo. Porque, pasara lo que pasara: escándalo, incidente internacional, tal vez incluso la cárcel, lo que ese hombre planeaba hacer estaba mal. Y si nadie más tenía valor para plantarle cara, ella estaba dispuesta a hacerlo.
Cuando llegaron a un cruce, Miranda lanzó una mirada hacia el asiento trasero y, al ver que seguía dormido, tiró el móvil por la ventanilla.
Nadie podría localizarlo usando el teléfono.
El cerebro de Zamir parecía embotado y tenía mal sabor de boca. ¡La medicación! La había tomado solo una vez, años antes, y había olvidado lo letárgico que le dejaba.
Al menos ya no le dolía la cabeza y esa era una pequeña victoria.
Entonces se dio cuenta de que el coche se había detenido y abrió los ojos de golpe. No quería que lo encontrasen dormitando en lugar de alerta, listo para tan importante ocasión.
Tardó un momento en entender lo que veía.
No había chófer, ni anfitriones, ni los rostros familiares de su séquito. En lugar de a la entrada de un palacio, estaba en un terreno pedregoso, aislado, sin edificios. De hecho, estaba en medio del desierto.
Zamir aguzó el oído, intentando percibir algún sonido revelador: una voz, una pisada. Un arma siendo amartillada.
La altura del sol le indicó que habían transcurrido horas desde que salió del hotel. No sabía qué estaba pasando, pero sin duda el conductor estaba al tanto. Al menos, había dejado el coche abierto y las ventanillas bajadas.
Zamir se dio cuenta de que el vehículo estaba estacionado a la sombra de un muro de piedra con altas ventanas.
¿Dónde estaba? ¿Y qué estaba pasando?
Salió del coche, un poco inestable, pero listo para enfrentarse con cualquier ataque.
No pasó nada. Aguzó el oído de nuevo, pero solo oía el susurro de la brisa.
¿Qué era aquel sitio? ¿Y por qué estaba allí?
Zamir miró su reloj, confirmando lo que ya sabía: llegaba varias horas tarde a su cita.
Hassan estaría frenético. Y no solo Hassan. Toda la maquinaria de la corte se pondría en estado de alarma al ver que él no aparecía.
Inclinándose hacia la ventanilla delantera, confirmó lo que temía: su móvil había desaparecido.
Zamir apretó los dientes, con un nudo en el estómago al pensar en las consecuencias de faltar a la cita de aquel día. Sería catastrófico.
¿Qué enemigo del Estado había planeado aquello?
¿Y por qué dejarlo allí, ileso? La extraña situación se volvía más extraña por momentos.
Manteniéndose a la sombra del edificio, corrió a lo largo de la pared y se detuvo en una esquina. No veía a nadie, pero en ese lado había una entrada con robustas puertas de madera tachonadas de hierro y bisagras antiguas. En su palacio había puertas similares, aunque más grandiosas y en mejor estado.
Lo más notable era que una de ellas estaba abierta. ¿Por invitación o por descuido?
Zamir tomó del suelo una piedra del tamaño de un puño y avanzó.
A Miranda le temblaban tanto las manos que tuvo que parar un momento para respirar. No pasaba nada, solo estaba dormido. Sin embargo, cuando intentó despertarlo no reaccionó.
«Porque apenas te atreviste a tocarlo».
«Porque, una vez que despierte, tendrás que afrontar las consecuencias de lo que has hecho».
Le preocupaba haber tenido que dejarlo en el coche porque su «genial plan» no había tenido en cuenta el tamaño del jeque. Con más de metro ochenta y cinco y unos músculos de atleta, era demasiado grande y pesado como para cargar con él.
Se dijo a sí misma que no pasaría nada. No era pleno verano, cuando las temperaturas subían de forma letal en el desierto. Había una ligera brisa y, además, iba a llevarle una toalla húmeda para que se refrescase.
En cuanto dejasen de temblarle las manos y pudiese abrir el maldito armario del baño.
Al menos, Sadia estaba a salvo, pensó. Miranda intentó convencerse a sí misma de que eso era lo único que importaba.
Por fin, logró abrir la puerta del armario, pero cuando iba a tomar una toalla sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
No estaba sola. No había oído ningún ruido, pero había sentido algo.
–Date la vuelta lentamente.
El miedo se convirtió en pánico al escuchar esa voz áspera y autoritaria.
Con el corazón acelerado, Miranda giró la cabeza.
Era el jeque. Estaba furioso y sus ojos brillaban de tal forma que dejó de respirar durante unos segundos.
Su mirada, negra como obsidiana, la recorrió de arriba abajo. ¿No fabricaban cuchillos con la obsidiana volcánica?
Miranda tragó saliva convulsivamente. Sus rasgos parecían de granito. Tenía los ojos entornados, el rictus sombrío y las fosas nasales dilatadas en un gesto de desdén.
Sus hombros ocupaban todo el ancho de la puerta e incluso a un par de metros de distancia dominaba el espacio, llevándose todo el oxígeno de la habitación.
«Es hora de afrontar las consecuencias».
Zamir gobernaba un reino y, sin duda, estaba acostumbrado a que lo obedeciesen. Era un hombre poderoso e indignado. Claro que después de lo que había hecho no podía culparlo.
–Yo…
–Déjame ver lo que tienes en la mano.
Miranda asintió, pero el galón del uniforme se enganchó en el problemático cierre del armario y tuvo que levantar la otra mano para soltar la tela…
No pudo hacerlo porque algo chocó contra su espalda, empujándola contra la pared.
Aturdida, intentó tomar aire y descubrió que olía a madera de cedro y a especias. Y a hombre. Zamir tiró de su brazo para darle la vuelta y se apartó un poco para examinarla, sin apartar la mano de su pecho.
Miranda tragó saliva. Le había parecido imponente de lejos. De cerca, descubrió algo en ese rostro austero que, por un momento, le hizo olvidar que eran enemigos.
–¿Una mujer?
No había necesidad de responder. Debía haber notado que era una mujer porque tenía la mano sobre su pecho. Como ella había notado la anchura de su torso y la fuerza de sus músculos.
Había imaginado al jeque como una figura distante, un problema que debía resolver, no como un hombre cuyo cuerpo evocase en ella respuestas desacostumbradas.
–¿Me ha secuestrado una mujer? –Zamir le quitó la gorra y miró sus cortos rizos con gesto de sorpresa–. ¿Ibas a atacarme con una toalla?
Miranda tragó saliva. No había nada sexual en aquel encuentro y, sin embargo, una chispa de calor recorrió su pelvis.
–No iba a atacarte. Estaba buscando una toalla para llevarla al coche.
–Ya, claro.
Sus ojos se encontraron y Miranda dejó de respirar. El miedo te hacía eso. No tenía nada que ver con lo atractivo que le pareciese el jeque Zamir. O con la ridícula sensación de que no eran rehén y secuestradora sino un hombre y una mujer.
–¿Dónde están tus cómplices?
–No tengo ninguno.
Era cierto. Sadia había ayudado a idear el plan, pero ella lo llevó a cabo sola. Incluso ahora apenas podía creer que se hubiera salido con la suya.
Claro que quizá no lo había hecho. Tal vez aquello solo era un sueño y despertaría en cualquier momento.
Pero aquel hombre era demasiado real. Ni siquiera su fértil imaginación podría haber evocado a alguien como él.
–¿Por qué sonríes?
–No estoy sonriendo. Estoy aturdida.
Él siguió mirándola con expresión amenazadora.
–Soy yo quien ha sido secuestrado. ¿Qué estabas haciendo aquí?
Miranda se mordió los labios.
–Me preocupé cuando no despertaste. Iba a llevar una toalla al coche para mojarte la cara.
–¿Atendiendo mis necesidades como una buena enfermera?
Ella sostuvo su fulminante mirada.
–Me preocupaba que pudieras estar enfermo –respondió, tragando con dificultad–. Pero no me arrepiento de haberte secuestrado.
Zamir observó que levantaba la barbilla en una actitud desafiante que debería haber sido ridícula, pero no lo era. Más bien lo intrigaba. Incluso podría haber calificado su absurda actitud como atractiva, si no fuese por la catástrofe que había provocado.
Era valiente, debía reconocerlo.
¿Pero sería también peligrosa? ¿Y con quién más tendría que vérselas?
–Si no te importa, preferiría que me soltaras.
Lo decía con aparente apatía, como si no le preocupase el hecho de estar a su merced.
Él la miró, desde el cuello abierto del uniforme, obviamente prestado o robado, hasta el pelo de color caoba, como un halo oscuro y sexy. Su piel era fina, de un tono dorado que contrastaba de modo fascinante con unos ojos de color gris claro.
¿Fascinante? La medicación debía estar afectándolo.
Sus rasgos eran corrientes, pero agradables. O lo serían si no hubiera destruido todo aquello por lo que él y tantos otros habían trabajado.
Zamir dio un paso atrás y la observó mientras estiraba la chaqueta del uniforme. Podría haberla cacheado para comprobar que no llevaba oculta ningún arma, pero la había tocado lo suficiente como para creer que no representaba una amenaza.
–¿Por qué estamos aquí? ¿Con quién vamos a encontrarnos?
–No vamos a encontrarnos con nadie.
Ella arqueó la espalda y se llevó una mano al omóplato. El movimiento empujó sus pechos contra la chaqueta, recordándole, como si no fuera ya plenamente consciente, que era una mujer joven y atractiva.
Pero había asesinos y fanáticos de todas las formas y todos los géneros, se recordó a sí mismo, atento a sus movimientos y anticipando la llegada de sus cómplices.
–Entonces ¿por qué estamos aquí?
–Tenía que sacarte de la ciudad para que no pudieras llegar a tiempo a tu cita.
–¿Y pensabas retenerme aquí? ¿Quién iba a exigir el rescate?
–No habrá demanda de rescate. He hecho lo que me propuse hacer, nada más. Te has perdido la ceremonia y ya es demasiado tarde, eso es lo único que importa.
Ella tenía razón. Eso era lo único que importaba y no podía creer que un día tan prometedor hubiera terminado en desastre.
Su país no tenía grandes enemigos, pero algunos estaban celosos de sus éxitos financieros, su estabilidad y su armonía social. Unos éxitos que aumentarían cuando Qu’sil y Aboussir se anexionaran.
Salvo que tal vez esa anexión ya no sería posible. Gracias a aquella mujer.
Zamir apretó los dientes.
–¿Para quién trabajas? –le preguntó.
–Ya te lo he dicho, no trabajo para nadie.
El pulso latía dolorosamente en sus sienes mientras intentaba encontrar paciencia.
–Dame las llaves del coche.
Ella se humedeció el labio inferior con la punta de la lengua.
Ese gesto instintivo le hizo revisar su opinión sobre el rostro de la joven. No solo tenía unos ojos preciosos sino una boca en forma de arco de Cupido, especialmente el labio inferior, más carnoso y sensual. Tanto que la temperatura de su cuerpo aumentó un par de grados.
–No puedo. Lo primero que hice fue tirar las llaves al pozo del patio. No puedo permitir que vuelvas a la ciudad.
Ya no parecía tan desafiante. ¿Se había dado cuenta de lo difícil que era su situación? Parecía sincera al decir que no tenía cómplices, que lo había hecho ella sola.
¡El gobernante de Qu’sil había sido secuestrado por una mujer de poco más de veinte años!
Era ridículo, absurdo.
Una hecatombe.
Porque no era solo su orgullo lo que estaba en juego sino el futuro de su país.
Zamir dio un paso adelante y ella retrocedió.
No era tan descarada ahora. Parecía insegura, pero trataba de disimular mirándolo con la barbilla levantada.
–¿A qué distancia está la vivienda más cercana?
–Demasiado lejos para ir andando. Oscurecería antes de llegar allí y probablemente te perderías.
Zamir se cruzó de brazos. Aquel era un sitio ideal para esconder a alguien. Sospechaba que estaban en una zona remota, cerca de la frontera entre Qu’sil y Amboussir, pero el instinto le decía que debía haber otra razón para llevarlo allí.
–¿Qué es este lugar? ¿De quién es?
–Es mío, pero hace años que no venía aquí.
–¿Tuyo?
El tamaño del edificio y su desvaída grandeza indicaban que se trataba de un antiguo palacio-fortaleza, aunque abandonado.
Ella asintió, sin mirarlo. ¿Porque al fin se daba cuenta de que había perdido la partida? Pero entonces, como si hubiera leído sus pensamientos, levantó la cabeza y esos ojos brumosos y sorprendentes se encontraron con los suyos.
Zamir obvió la descarga de energía que experimentó cuando sus miradas se cruzaron.
–Lo heredé de mi padre, pero hace tiempo que nadie vive aquí.
–Qué conveniente tener un sitio tan aislado para secuestrar a tus rehenes.
–Yo no sabía que iba a secuestrarte. Solo lo pensamos anoche…
–¿Fue un plan de última hora?
¿Podría ser verdad? ¿Había sido secuestrado por una mujer que había actuado de improviso? Se negaba a creerlo.
–Así es.
–¿Cómo te llamas?
–Fadel. Miranda Fadel.
Zamir se puso rígido. Conocía ese apellido, lo conocía muy bien. Si de verdad ella pertenecía a esa familia…
–¿Eres pariente de Sadia Fadel?
Ella asintió y su expresión lo convenció de que decía la verdad.
–Es mi prima, crecimos juntas.
Se pasó la lengua por los labios de nuevo y, una vez más, Zamir sintió una punzada de calor en el bajo vientre, pero estaba demasiado conmocionado como para centrarse en ello.
–¿También eres pariente del jeque de Aboussir?
Fue el jeque, junto con su tío, entonces jeque de Qu’sil, quienes propusieron su matrimonio con Sadia. Pero si hubiera cambiado de opinión, se lo habría hecho saber. No habría organizado un escandaloso secuestro.
–Pariente lejana. El primo del jeque tuvo dos hijos, el padre de Sadia es el mayor y mi padre era el menor.
Zamir asintió. Conocía su árbol genealógico. El hecho de que el jeque de Aboussir no tuviera hijos convirtió a los hijos de su primo en sus parientes más cercanos. Esa había sido una de las razones por las que decidió apoyar la anexión entre los dos países. El padre de Sadia no era considerado apto para gobernar y los dos jeques habían acordado que Zamir gobernaría ambas naciones una vez que contrajesen matrimonio.
El matrimonio que debía celebrarse aquel día.