La casa de las fantasías - Kristi Gold - E-Book

La casa de las fantasías E-Book

Kristi Gold

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Beschreibung

Si quería algo más que un amante, tendría que domar a aquella bestia… en el dormitorio   La diseñadora de interiores Selene Winston estaba allí para arreglar la vieja mansión, no para acostarse con su guapísimo jefe. Sin embargo, no podía dejar de soñar con el introvertido Adrien Morell… Pronto se dio cuenta de que había quedado atrapada en el poder magnético de Adrien. Pero él no estaba dispuesto a salir de las sombras para estar con ella.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2007 Kristi Gold

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La casa de las fantasías, n.º 1482 - noviembre 2024

Título original: House of Midnight Fantasies

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410741799

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Maison de Minuit.

Casa de la Medianoche.

 

El nombre en sí no parecía precisamente un buen augurio, pero la imponente plantación de Luisiana simbolizaba para Selene Albright Winston el primer paso serio hacia la libertad.

Armándose de valor, Selene bajó del coche y recorrió con pasos titubeantes el sendero de losas de piedra que llevaba hasta el porche. Ni siquiera el susurro del viento al mecer lánguidamente las hojas de los árboles ni el canto esporádico de alguna cigarra lograba interrumpir el inquietante silencio que envolvía el lugar. Festones alargados de musgo negro colgaban de los robles centenarios, de ramas retorcidas que crecían en el jardín como siniestros centinelas con el aparente objetivo de ahuyentar a los intrusos. El césped estaba crecido y salpicado de malas hierbas, y en los parterres que bordeaban el jardín no había flores, sino arbustos marchitos. Era evidente que el lugar había visto mejores tiempos.

Selene se detuvo a unos metros del porche para estudiar el edificio que también parecía abandonado. La fachada amarillo pálido de la mansión, inspirada en el estilo dórico del arte griego clásico, mostraba señales inequívocas de envejecimiento, y lo mismo era el caso de las contraventanas y las seis enormes columnas dóricas que soportaban la estructura del espectacular edificio, todas ellas pintadas de negro. Selene supuso que el interior estaría en mejores condiciones, ya que en caso contrario ni siquiera el más curioso se atrevería a entrar en aquel lugar. De hecho, su primera reacción fue dar media vuelta y largarse de allí cuanto antes. Pero no esta vez.

Cuando pisó el primer peldaño, la madera crujió bajo sus pies como si estuviera a punto de partirse. Sin embargo, el repentino asalto a su psique resultó mucho más inquietante.

Ojos. Un par de ojos azules helados. Una mirada intensa.

Selene cerró la mente y los ojos hasta que la imagen desapareció, pero cuando pisó el segundo peldaño, la visión regresó, dejándola sin respiración y sin confianza en sí misma. No quería que eso sucediera. No quería volver a sentir lo que durante tantos años había logrado mantener a raya.

Respiró profundamente y el escudo mental invisible que había creado hacía tantos años para su propia protección no le falló cuando pisó el tercer y último escalón del porche.

Tras una ligera vacilación, dio unos golpes en la puerta negra desconchada y después se alisó con la mano el vestido rojo entallado y sin mangas que llevaba. A pesar de que la tela era ligera, tenía la sensación de estar cubierta por un abrigo de invierno en el insoportable calor húmedo de las marismas de Luisiana. Llevaba el pelo recogido en una coleta, que tampoco lograba aliviar el implacable calor del mes de junio.

Volvió a llamar, y poco después escuchó el sonido de pasos al otro lado de las inmensas puertas de madera. No tenía ni idea de quién abriría la puerta, no sabía si sería amigo o enemigo, o quizá incluso el propietario de los inquietantes ojos azules que se le habían quedado clavados en la mente.

Por fin la puerta se abrió y apareció una mujer de unos sesenta años. Tenía los ojos negros y la mirada afable, y llevaba el pelo negro y canoso muy corto.

–¿Puedo ayudarle? –preguntó la mujer.

–¿Es usted la señora Lanoux? –preguntó Selene a su vez.

–Sí. ¿Y usted es?

Al menos no se había equivocado de sitio.

–Selene Winston. Hablamos por teléfono. Vengo por las obras de rehabilitación.

La mujer movió la mano en el aire.

–No la esperaba hasta mañana.

Cuando hablaron el viernes anterior, Selene juraría que habían quedado para verse el lunes. Quizá debería volver al hotel donde llevaba hospedada diez días desde su repentina huida de Georgia y esperar. O quizá debiera considerar el malentendido como un claro aviso y salir corriendo de aquel lugar tan aislado y misterioso.

–Si no es un buen momento, puedo volver mañana.

–En absoluto. Es un placer tenerla aquí –le aseguró la mujer, haciéndose a un lado e invitándola a pasar–. Bienvenida a Maison de Minuit…, señorita Winston, ¿no es así?

–Winston es mi nombre de casada, pero estoy divorciada –dijo Selene, estremeciéndose por dentro al advertir la nota de amargura de su voz–. Prefiero que me llame Selene.

–Y usted puede llamarme Ellen. Pase, por favor.

En cuanto entró en el amplio vestíbulo, Selene se dio cuenta inmediatamente de dos cosas: la casa no era mucho más fresca que el porche, y la luz apenas se filtraba por las contraventanas que la aislaban del exterior. En el vestíbulo se respiraba un ambiente lúgubre, marcado por el olor a madera vieja y a moho.

Selene siguió a Ellen por el vestíbulo hasta un pequeño recibidor tan oscuro como la entrada, de cuyas ventanas colgaban gruesas cortinas de terciopelo azul que impedían el paso de la luz. Las antigüedades de estilo federal americano databan probablemente de finales del siglo dieciocho y sin duda valían una fortuna. Nada que Selene no hubiera visto, o tenido, en su vida anterior, una vida que por fin había abandonado de manera definitiva. Además, siempre le habían gustado las antigüedades y siempre tuvo especial interés en descubrir la historia que escondían.

–Ésta es una de las zonas comunes –dijo Ellen–. Y como el resto de la casa, necesita una reforma en profundidad. Por dentro y por fuera. Tendrá que conseguir presupuestos para un nuevo sistema de refrigeración, y probablemente para un tejado nuevo, lo que significa que tendrá que buscar al contratista adecuado.

–Un momento –dijo Selene–, no sabía que se trataba de una reforma tan importante.

–Querida, puede contratar a quien desee –dijo la mujer–. A no ser que tenga un problema para supervisar a los trabajadores.

En absoluto. Selene se había ocupado del servicio de su casa durante años, y además no tenía dónde ir. Sólo a su casa anterior, y eso estaba totalmente descartado.

–Puedo hacerlo si tengo un presupuesto suficiente.

–El dinero no es problema –le aseguró la mujer.

Era evidente que Ellen Lanoux tenía medios suficiente a pesar de que no se parecía en absoluto a las acaudalas matriarcas que había conocido toda su vida, entre las que estaba su propia madre. Aunque la envergadura de la reforma le parecía excesiva, Selene se recordó que había ido allí a buscar trabajo y que su objetivo de momento era ganar dinero y ser independiente para empezar una vida nueva.

Ellen se apartó unos mechones húmedos de la frente y la invitó con un ademán.

–Sígame y le enseñaré la casa –dijo, yendo hasta unas enormes puertas dobles al final del vestíbulo–. Ésta es con diferencia la parte más espectacular de la casa.

Con gesto teatral, Ellen abrió las puertas para revelar un salón circular de grandes dimensiones dominado por una ancha escalinata en espiral cubierta por una alfombra roja que subía hasta la segunda planta. La mirada de Selene fue subiendo hasta el techo donde había unos frescos que mostraban unos querubines de alas doradas revoloteando en un cielo azul salpicado de nubes blancas y una lámpara de araña con colgantes de cristal que servía de eje central. Selene había visto aquel tipo de salón antes, pero sólo en fotografía, algo que no se podía comparar con la experiencia de verlo con sus propios ojos.

–Es absolutamente impresionante.

Ellen sonrió con orgullo.

–Eso fue lo mismo que pensé yo la primera vez que lo vi –dijo, y señaló enfrente–. Por ahí están la cocina y el comedor. Podemos verlos más tarde. Ahora le enseñaré la segunda planta.

Mientras seguía a Ellen por las escaleras, Selene tuvo la sensación de estar ascendiendo hacia el cielo, un trozo de cielo tranquilo y sereno en medio de la oscuridad.

Al llegar arriba, Ellen se detuvo y señaló hacia la izquierda.

–Este pasillo conduce a la parte delantera de la casa donde hay dos habitaciones. Una era el antiguo cuarto de niños, y la otra ha sido transformada en un despacho privado –explicó, enfatizando lo de «privado».

–¿Y por ahí? –preguntó Selene, refiriéndose al pasillo que se abría a la derecha.

–Por ahí están el resto de los dormitorios, incluido el suyo si llegamos a un acuerdo.

–¿Tengo que vivir aquí?

–Mientras está aquí, el alojamiento y la comida están incluidos.

Eso le facilitaría las cosas, pensó Selene, ya que no tendría que conducir los quince kilómetros que separaba la plantación de la ciudad ni buscar un lugar para vivir. Siguió a Ellen por el pasillo, hasta que giró a la derecha por otro estrecho pasillo con las paredes cubiertas con paneles de madera e iluminado por esporádicas lámparas de pared.

Sólo habían recorrido unos pasos cuando Selene se fijó en una estatua de bronce de tamaño natural al fondo del pasillo. Una criatura demoníaca con cuernos, dientes y garras afiladas y que sujetaba a una mujer con expresión aterrorizada y prácticamente desnuda. Era una imagen que contrastaba fuertemente con los ángeles que parecían vigilar con mirada celestial la rotonda de la planta inferior. Una ilustración clásica del bien y el mal, la oposición entre el cielo y el infierno, pensó Selene.

De repente se vio sobrecogida por otra visión. En ésta, al contrario de lo sucedido con las primeras que tuvo en las escaleras del porche, fue como si estuviera viendo a alguien desde fuera, como siempre le había ocurrido en el pasado. Era la imagen de una mano masculina, grande y alargada que se deslizaba por su brazo y descendía por la espalda, la cintura y las nalgas, hasta que parpadeó y la imagen se desvaneció. No tenía ni idea de dónde se había originado, ya que parecía no haber nadie más que Ellen y ella.

–Es bastante grotesca –Ellen interrumpió sus divagaciones, volviéndose hacia ella con otra sonrisa–. Yo lo llamo Giles, por el anterior propietario. Al pobre le encantaba, pero siempre tuvo fama de excéntrico.

Más que excéntrico, Selene lo hubiera llamado aterrador.

–Me sorprende que no se la llevara cuando se fue –comentó Selene.

Ellen se echó a reír.

–Estoy segura de que le habría encantado, pero, desafortunadamente, no cabía en el ataúd.

Selene se estremeció. ¿Era ése el origen de la visión, las cavilaciones mentales del fantasma? Era algo que no le había ocurrido nunca. Normalmente canalizaba los pensamientos de personas vivas.

–Siento oír que ha fallecido.

–No lo sienta –dijo Ellen–. Tenía casi noventa años, y francamente, era demasiado cascarrabias para morir. De hecho, tenía una querida cuarenta años más joven que él. Ella fue la que lo mató.

–¿Ella lo mató? –Selene empezaba a tener serias dudas sobre aceptar aquel trabajo.

Ellen acudió a la cabeza y volvió a reír.

–No intencionadamente. Digamos que los hombres Morrell han hecho de su virilidad un arte exquisito. Desgraciadamente, Giles no conocía sus limitaciones.

–Al menos murió feliz –comentó Selene con sarcasmo–. ¿Ocurrió en esta casa?

–No, murió en Francia

Selene se relajó visiblemente, hasta que Ellen añadió:

–Pero este lugar tiene fama de ser un imán para las tragedias. Quizá una fama bien merecida.

Estupendo. Justo lo que Selene quería oír: la mansión tenía fantasmas que iban a disfrutar atormentándola. Pero sólo si ella lo permitía, algo que no pensaba hacer si podía evitarlo.

Dieron unos pasos más hasta que Ellen se detuvo delante de una puerta cerrada.

–Ésta será su habitación –señaló con la mano hacia el final del pasillo–. Ahí hay una habitación de invitados que de momento está cerrada. El propietario actual la tiene cerrada con llave y prefiere que no entre nadie.

Selene contuvo el aliento un momento.

–Pensé que usted era la propietaria.

–Oh, querida, siento haberle dado esa impresión –se apresuró a desmentir Ellen–. Adrien Morrell, el nieto de Giles, heredó la plantación. Yo soy su ayudante –explicó, y con una cínica sonrisa, añadió–: Y su ama de llaves, su criada y su cocinera. También le doy consejos de vez en cuando, aunque él no me los pida.

Selene empezaba a sospechar que la casa tenía un pasado importante, y no estaba segura de querer conocerlo.

–¿El señor Morrell vive aquí?

–Ése es su dormitorio –dijo Ellen, indicando la puerta que había enfrente de la habitación cerrada–. Es la habitación principal, contigua a su dormitorio, pero le prometo que no la molestará.

–¿Dónde duerme usted? –preguntó Selene.

–Mi habitación está junto a la cocina. Y ésta es la suya –Ellen abrió la puerta y la invitó a pasar.

Al igual que el resto de la casa, el dormitorio estaba decorado con antigüedades, entre las que había una enorme cama de estilo victoriano en madera de cerezo y con una colcha de encaje blanco. El suelo de madera noble, que había visto tiempos mejores y perdido el lustre original, estaba cubierto con varias alfombras de colores. Enfrente de la puerta había unas cortinas blancas que Ellen descorrió. Después abrió las puertas dobles que daban a una terraza orientada a las marismas de la zona posterior de la mansión. En la habitación había varios ventiladores, incluidos dos en el techo, pero que apenas podían aliviar el intenso calor.

–Me temo que no tiene cuarto de baño –dijo Ellen–. Tendrá que utilizar el del pasillo.

Fantástico, pensó Selene. Ahora tendría que compartir el cuarto de baño con un desconocido. Y un hombre, nada menos. Claro que no sería la primera vez que compartía el cuarto de baño con casi un desconocido, aunque éste fuera su marido. Porque en los meses anteriores al final de su matrimonio, Richard dormía en otra habitación y vivía en su propio mundo, un mundo que no incluía a su esposa.

–Supongo que también lo utilizará el señor Morrell.

–Oh, no. El joven señor Morrell hizo instalar un cuarto de baño en su habitación antes de mudarse. Desafortunadamente, fue la única mejora que ha llevado a cabo.

Al menos no la molestaría.

–En ese caso podría vivir aquí.

Ellen retorció las manos varias veces antes de decir:

–Entonces el trabajo es suyo, si lo quiere.

A Selene le pareció que era demasiado fácil.

–¿No quiere ver mi currículum antes de tomar una decisión? O al menos déjeme preparar una especie de presupuesto por mis servicios.

–No será necesario. Le prometo que cobrará mucho más que lo que recibiría por este tipo de trabajo. Tendré todos los detalles esbozados en un contrato que el señor Morrell redactó personalmente.

–¿No desea consultarlo con él primero?

–No es necesario. Él confía en mi decisión, y estoy segura de que usted hará un buen trabajo.

¿Podía permitirse el lujo de decidir algo tan importante en el momento? O mejor, ¿podía permitirse el lujo de no aceptarlo? Tenía una licenciatura en decoración e interiorismo que nunca había utilizado y un currículum profesional prácticamente inexistente.

–Pendiente de la redacción del contrato, acepto el trabajo.

Ellen pareció muy complacida.

–Estupendo. ¿Cuándo puede instalarse aquí?

–Ahora mismo si le parece bien. Estoy alojada en un hotel en St. Edwards; tendré que ir a recoger mis cosas.

Muy pocas cosas. Selene había abandonado casi todas sus pertenencias, a excepción de los duros recuerdos de un matrimonio fracasado.

–Hoy sería perfecto –dijo Ellen, yendo hacia la puerta–. Primero le enseñaré el contrato, y mientras va al pueblo, veré si puedo concertarle una cita con él.

Él sería el señor Morrell, pensó Selene.

–Estoy impaciente por conocerlo –dijo Selene, aunque sólo fuera por curiosidad.

–Hay una cosa que debe saber de Adrien –continuó la mujer, retrocediendo por el pasillo–. Es un hombre difícil. Lo conozco desde hace años, y sé que la mejor manera de tratarlo es no dar su brazo a torcer.

–Lo recordaré –dijo Selene.

En el trayecto de vuelta al hotel, Selene empezó a tener serias dudas sobre la decisión que acababa de tomar. Aunque era una oportunidad que se había presentado en un momento de incertidumbre respecto al futuro. Además, seguramente el propietario sería un viejo cascarrabias y excéntrico como su abuelo y lo mejor sería ignorarlo.

 

 

–¿Quién demonios es, Ellen?

Adrien vio inmediatamente la sorpresa y el destello de culpabilidad en los ojos negros de la mujer.

–¿La has visto?

Sí, la había visto. Desde la ventana. La vio apearse del coche, y también vio la breve vacilación y la cautela al subir las escaleras del porche. Vio la melena rubia recogida en una coleta que descendía en suaves rizos por la espalda, y la esbelta garganta, la piel pálida y perfecta, la longitud de las piernas y la curva de las caderas. Oculto entre las sombras de la segunda planta, la vio caminar por el pasillo, y se imaginó acariciando la piel desnuda de la mujer. Una reacción que no le gustó en absoluto, pero que no fue capaz de reprimir.

–¿Qué quería? –preguntó, echándose hacia delante y haciendo rodar un bolígrafo sobre la superficie de la mesa.

–Trabajo.

–Supongo que le has dicho que se ha equivocado de sitio.

–En absoluto –Ellen se adentró en el despacho sin dejarse intimidar–. Se llama Selene Winston, y la he contratado para supervisar los trabajos de rehabilitación.

–No te he dado permiso para contratar a nadie.

Ellen plantó las palmas de las manos en la mesa y se apoyó en ellas.

–Alguien tiene que seguir adelante con los planes antes de que la casa se nos caiga encima.

Maldita metomentodo.

–Esta decisión es mía, no tuya.

–Ése es el problema, que no tomas ninguna decisión. Por eso necesitamos a alguien que se ocupe de restaurarla para que puedas venderla y marcharte de aquí de una vez.

En ese momento no quería irse. La casa se había convertido en su refugio y su infierno particular.

–¿Cómo la has encontrado?

–Puse un anuncio en el periódico de St. Edwards y ella ha sido la única en responder. Tú mismo dijiste que querías a alguien que diera a la casa un trato personal. Si no, habría contratado a una empresa de Baton Rouge hace meses.

–¿De dónde es?

–De Georgia. Está divorciada. Por el coche que conduce y la ropa que lleva, supongo que tiene dinero, o lo ha tenido. Mientras trabaje bien, su pasado no me interesa.

A Adrien sí. No quería una mujer que nunca se había quitados los anillos de diamantes para trabajar.

–¿Qué experiencia tiene?

Ellen se encogió de hombros.

–¿Por qué no se lo preguntas tú mismo? Tú eres el emprendedor que todo lo sabe y todo lo ve.

Si Ellen fuera otra persona, ya la habría despedido.

–Me da exactamente igual. No tengo intención de permitir que se quede.

–Todo te da exactamente igual, Adrien –le recordó Ellen, incorporándose. Después suspiró–. Ha pasado más de un año. Tienes que continuar con tu vida.

Una vida llena de remordimientos, que se había estancado por su culpa. Y a él le gustaba así.

–Dile que no la necesitamos.

–Ya lo creo que sí –afirmó Ellen–. Selene se queda, o yo me iré con ella.

Más amenazas vacías que no eran nuevas. Adrien sabía que Ellen no se iría a ningún sitio porque no quería dejarlo solo. Pero para mantener la paz, al menos por fuera, decidió darle el gusto.

–Está bien. Haz lo que quieras. Pero asegúrate de que no se cruza en mi camino.

–Se lo puedes decir tú personalmente. Se alojará aquí mientras duren los trabajos. Le he asignado el dormitorio contiguo al tuyo –dijo Ellen en un tono que no admitía protesta, y sin mirarlo, dio media vuelta y fue hacia la puerta.

Adrien se cubrió la cara con las manos y se apoyó en el respaldo del sillón. No quería a esa Selene Winston cerca. Incluso si era una mujer atractiva y sensual. Incluso si él, que llevaba meses totalmente vacío por dentro y sin sentir nada, ahora, al verla, parecía despertar de un largo letargo y algo volvía a resucitar en su interior, al menos a nivel carnal.

Pero no tenía la menor intención de acostarse con una mujer de la alta sociedad de Georgia. Quería que se fuera. No sabía exactamente cómo lo haría, pero lo conseguiría. Sin duda.

 

 

La entrevista con el propietario no se materializó. Selene regresó a la plantación y cenó sola con Ellen. Tampoco lo vio antes de retirarse a su habitación, aunque en un momento oyó sus pasos en el pasillo, seguidos del suave sonido de una puerta al cerrarse. Después, el crujido de los listones de madera continuó durante un rato, como si estuviera paseando por su habitación.

Ellen se metió en la cama pero tampoco pudo dormir. El calor era insoportable y ni los ventiladores ni las ventanas abiertas proporcionaban ningún alivio. Aunque se dio un baño antes de acostarse, a ese paso pronto necesitaría otro. No entendía cómo la gente había sobrevivido antes de la invención del aire acondicionado. Ella estaba a punto de desfallecer.

Lo que ahora necesitaba era un poco de aire fresco. Se levantó y, descalza y con el camisón blanco sin mangas que llevaba, salió a la terraza y se apoyó en la barandilla de hierro forjado desde donde se divisaba el bosque que rodeaba la parte posterior de la casa.

La temperatura había bajado a un nivel más confortable y soplaba una suave brisa que mecía las ramas de los árboles. Selene contempló la luna unos momentos y después se concentró tratando de escuchar el sonido del río Mississippi que descendía no muy lejos de allí. Pero de los árboles sólo llegó el susurrar de las hojas y el crujir de las ramas. Sin duda las marismas estaban pobladas de desagradables criaturas, seguramente algunos linces y caimanes al acecho de sus presas, y sin duda más de una serpiente deslizándose entre las ramas.

Una fugaz imagen apareció en su mente, otra fotografía mental de alguien observándola, seguida de una voz masculina, grave y áspera, que dijo:

–¿El calor no le deja dormir?