La única mujer - La casa de las fantasías - Kristi Gold - E-Book

La única mujer - La casa de las fantasías E-Book

Kristi Gold

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Beschreibung

La única mujer Una noche para recordar Andrea Hamilton no conseguía olvidar aquella noche que había pasado bajo las estrellas junto al hombre que amaba. Y para colmo Sam había regresado, y estaba más sexy que nunca; además acababa de contratar sus servicios como adiestradora de caballos. Pero lo que más le sorprendió fue enterarse de que su gran amor era ahora un príncipe... ¡un príncipe que quería ver a su hijo! A pesar de los años, Samir seguía recordando a la mujer a la que había tenido que abandonar para cumplir con su obligación. Pero cuando se enteró de que tenían un hijo en común, juró no volver a separarse de ella. La casa de las fantasías Si quería algo más que un amante, tendría que domar a aquella bestia… en el dormitorio La diseñadora de interiores Selene Winston estaba allí para arreglar la vieja mansión, no para acostarse con su guapísimo jefe. Sin embargo, no podía dejar de soñar con el introvertido Adrien Morell… Pronto se dio cuenta de que había quedado atrapada en el poder magnético de Adrien. Pero él no estaba dispuesto a salir de las sombras para estar con ella.

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Seitenzahl: 366

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 554 - diciembre 2024

 

© 2003 Kristi Goldberg

La única mujer

Título original: The Sheikh’s Bidding

 

© 2006 Kristi Goldberg

La casa de las fantasías

Título original: House of Midnight Fantasies

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003 y 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1074-098-3

Índice

 

Créditos

La única mujer

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

La casa de las fantasías

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo uno

–Y ahora, veamos, ¿quién hace la primera oferta por esta pequeña dama?

Andrea Hamilton se movió nerviosamente en la plataforma situada en el impresionante ruedo de la Granja Winwood. Llevaba puesto el único vestido que tenía y mostraba una sonrisa insegura. Le molestó que la llamasen «pequeña dama». Se recordó que la subasta era por una buena causa, la razón por la que había donado dos meses de entrenamiento de caballos. A cambio, se arriesgaba a que la dejaran a un lado por alguien de más experiencia.

–Venga, señores y señoras –dijo el subastador–. Denle una oportunidad. Es buena.

–¿En qué? –preguntó desde un rincón un borracho vestido con un esmoquin.

Andi le dedicó una mirada de desprecio que el hombre no pareció notar. Estaban casi al final del evento y los mecenas que quedaban, prestaron poca atención cuando la nombraron por segunda vez. ¿Y si nadie se molestaba en ofrecer ni siquiera el mínimo?, pensó ella.

–Quinientos dólares –gritó el borracho.

–Cincuenta mil dólares.

El murmullo de la sala fue silenciado por la voz que ofreció la astronómica cifra, desde el fondo del ruedo. Andi se quedó helada. No comprendía quién podría haber ofrecido semejante cifra.

–Cincuenta mil. ¡A la una! ¡A las dos! ¡Vendido al caballero que está al lado de la puerta!

Andi giró el cuello para ver quién era el misterioso hombre que había apostado. Pero como era bajita lo único que pudo ver fue un hombre de espaldas, vestido con un traje tradicional árabe, marchándose del edificio. Debía de ser un aristócrata, supuso Andi. No era extraño en los círculos de las carreras de caballos.

Probablemente tuviera más dinero que sentido común. O tal vez sus intenciones fueran turbias. Esperaba que no se confundiera y supiera que solo estaba comprando su entrenamiento con caballos. Si buscaba otro tipo de servicio, estaba equivocado. No pensaba dejar que se le acercase, aunque ofreciera cincuenta millones de dólares.

Andi dirigió una mirada de agradecimiento al subastador y bajó los escalones lo más rápido que pudo con sus tacones, le dio su copa a un camarero que iba de un lado a otro y se abrió paso entre la gente hacia la salida, que estaba en un lateral del edificio. Salió a la cálida noche de Kentucky, contenta de dejar atrás la alta sociedad, por no mencionar al borracho.

Se alegró de poder marcharse a casa. Mañana ya se ocuparía del hombre que había apostado.

Cuando estaba en la acera que la llevaba al aparcamiento, un hombre de piel oscura y traje oscuro le bloqueó el paso.

–Señorita Hamilton, al jeque le gustaría hablar con usted.

–¿Qué?

–Mi jefe es quien ha comprado sus servicios y quiere hablar un momento con usted –el hombre gesticuló hacia una limusina negra que ocupaba buena parte del bordillo.

De ninguna manera iba a meterse con un extraño en una limusina, aunque fuera un príncipe que hubiera invertido mucho dinero en el hospital de niños.

Andi metió la mano en su bolso y le dio su tarjeta.

–Tome. Que me llame el lunes para hablar de los términos del acuerdo.

–Insiste en verla esta noche.

Andi estaba perdiendo la paciencia.

–Mire, señor. Le repito que no estoy interesada en hacerlo ahora mismo. Por favor, dígale a su jefe que le agradezco el gesto y que nos veremos pronto.

El hombre no se inmutó.

–Me ha dicho que si usted me daba problemas, tenía que plantearle una pregunta.

–¿Qué pregunta?

–Pregunta si sigue soñando con las estrellas.

El corazón de Andi sintió una convulsión. Volvieron los recuerdos de hacía siete años. Recuerdos de estar tumbada en la hierba, bajo un cielo a punto de amanecer, sola, ahogada en lágrimas, hasta que él había acudido a su lado. Recuerdos de un despertar sensual que había empezado con una tragedia y había terminado con una experiencia agridulce. Un momento especial, un hombre inolvidable.

Un amor verdadero.

«¿Por qué sueñas con las estrellas, Andrea? ¿Por qué no soñar con algo más tangible?».

Su voz volvía a su memoria, dulce, profunda y seductoramente peligrosa. Aquella noche, en su tristeza, ella se había acercado a él, y luego él la había dejado sola, olvidada, a excepción de un regalo muy preciado, que le servía para recordar cada día lo que no iba a tener jamás.

Andi sintió frío repentinamente.

–¿Y cuál es el nombre de ese señor? –preguntó, aunque temía que ya lo sabía.

–El jeque Samir Yaman.

Andi lo había conocido por Sam. Había sabido que su familia poseía una gran fortuna, pero no lo había conocido por el título.

Había sido el mejor amigo de su hermano mayor, y se había pasado la mayor parte del tiempo en su casa en la época de la universidad, como miembro adoptado de la familia. Ella había sido una adolescente absolutamente fascinada por un hombre exótico que le había tomado el pelo de mala manera. Siempre la había visto como la hermana pequeña de Paul, hasta aquella noche, apenas cumplidos sus dieciocho años, cuando la tragedia había cambiado su vida. Irónicamente, solo unas horas antes, otra vida le había sido arrebatada.

Pero de eso hacía mucho tiempo. Agua pasada, como decía el proverbio. Y ella no quería desenterrar el dolor o volver a ver a Sam, porque sabía que corría un gran riesgo si lo hacía. Un riesgo para su corazón y para el secreto que le había ocultado durante años.

El hombre caminó hacia la puerta de la limusina y la abrió.

–¿Señorita Hamilton?

–Yo no...

–Entra, Andrea...

Aquel tono de voz tan profundo, la atrajo, contra su voluntad. De repente se vio entrando en la limusina, como si ya no tuviera control sobre su cuerpo ni sobre su mente. Algo que había ocurrido desde que lo había conocido. La había hecho cautiva de sus encantos, de su trato fácil, de su aire de misterio, y de sus caricias.

La puerta se cerró y se encendió una pequeña luz, revelando a un hombre reclinado en el asiento de piel. La miró en silencio.

Era cualquier cosa menos un extraño para ella. Lo miró un momento. El corazón le latía aceleradamente, como si quisiera escapar de su pecho, como ella quería escapar de él. Pero no se podía mover, no podía hablar cuando la miraba.

Se quitó el turbante de la cabeza como si quisiera demostrarle que era el mismo hombre que el de años atrás. Pero no era el mismo totalmente. Los cambios eran sutiles, fruto de la madurez sin duda, pero seguía siendo guapo. Con el mismo cabello grueso negro que se le rizaba en la nuca, la misma mandíbula masculina, la misma deliciosa boca. Aunque sus ojos casi negros parecían fatigados, no tenían el brillo y la frescura de su juventud.

Seguramente los de ella expresarían desilusión, y sorpresa.

Andi hizo un esfuerzo por ser fuerte en su presencia.

–¿Qué estás haciendo aquí, Sam?

Sam sonrió con aquella sonrisa devastadora, con aquel hoyuelo en su mejilla izquierda. Pero pareció querer reprimírsela, del mismo modo que Andi intentaba reprimir su reacción ante un gesto tan devastador.

–Hace mucho que nadie me llama así –hizo un gesto hacia un pequeño bar que había a su izquierda–. ¿Quieres beber algo?

¿Algo para beber? ¿Pensaba aparecer así de nuevo en su vida, como si no hubiera pasado nada?

Andi se alegró de que aquello le produjera semejante rabia.

–No. No quiero beber nada. Quiero saber por qué estás aquí. No sé nada de ti desde el funeral de Paul.

Él desvió la mirada.

–Era necesario, Andrea. Tenía cumplir obligaciones con mi país.

Y ninguna con ella, pensó Andi.

–¿Por qué no me dijiste que eras un jeque?

–Eso daba igual, ¿no crees? ¿Habrías comprendido lo que supone eso? –le clavó la mirada.

Probablemente, no. Tampoco el hecho de que él hubiera desaparecido sin una explicación.

–Entonces, ¿por qué has vuelto?

–Porque no podía dejar pasar un día más sin verte.

Andi juró por dentro ante su reacción al oír aquellas palabras halagadoras.

–Bueno, es estupendo. ¿Y qué pensabas hacer después de tanto tiempo?

Sam se quitó la túnica que lo distinguía como un miembro de la realeza y la dejó a un lado. Se quedó con una camisa blanca y un pantalón negro.

Andi no pudo reprimir admirar sus anchos hombros y el vello negro que le asomaba en el pecho de su camisa. El joven había dado paso a un hombre muy atractivo. Y ella haría bien en ignorarlo, se dijo, no pudiendo evitar la reacción traicionera de su cuerpo.

Sam se rascó la mejilla y dijo:

–Necesito saber si lo que he descubierto es verdad.

Andi sintió una punzada de miedo.

–¿El qué?

–Sé que has tenido que trabajar duro con la granja, y que apenas has podido mantenerte. Varias veces a lo largo de los años pensé en ofrecerte ayuda económica, pero pensé que tu orgullo no te permitiría aceptarla.

Andi se sintió aliviada. Tal vez no supiera todo.

–Tienes razón. No necesito tu ayuda, ni económica ni de ningún tipo.

–¿Estás segura de eso, Andrea?

–Sí. Me arreglo bien.

–Pero no te has casado nunca.

–No tengo interés en encontrar marido.

En realidad, nadie había igualado a Samir Yaman. Nadie había producido ese efecto en ella.

Para olvidarlo, muchas veces se había dicho que habían sido solo fantasías de adolescencia. Pero no había logrado olvidarlo. Y ahora que lo volvía a ver volvía a sentir el dolor de la imposibilidad de borrarlo de su corazón.

Y el saber quién era, qué era, solo confirmaba la imposibilidad de formar parte de su mundo.

–Tengo otra pregunta.

Andrea sintió miedo.

–Si tiene que ver con el pasado, no me interesa. Está terminado.

–No está terminado, Andrea, aunque quieras que lo esté.

El tono de su voz, en el límite de la rabia, hizo que Andrea deseara apartar los ojos de él. Pero no pudo.

–¿Cómo está tu hijo? –preguntó Sam.

Andrea volvió a sentir miedo.

–¿Cómo has sabido de él?

–Tengo los medios para averiguar cualquier cosa de cualquier persona.

¡Maldita arrogancia!, pensó ella.

–Mi hijo está bien, gracias.

–¿Y su padre?

El terror le quitó la respiración.

–Es mi hijo. Solo mío.

–Tiene que tener un padre, Andrea.

–No, no lo tiene. Su padre no está en escena. Nunca lo ha estado.

–Entonces es mío, ¿no?

¡Oh, Dios! ¿Qué iba a hacer ahora?

–Cree lo que quieras. Esta conversación está terminada.

–No lo está.

–¿Qué quieres de mí?

–Quiero saber por qué nunca me has dicho nada sobre él.

Ella dejó escapar una risa forzada para disimular su ansiedad.

–¿Y cómo habría podido hacerlo? Tú desapareciste sin dejar ningún número de teléfono, sin forma de poder ponerse en contacto contigo.

–Entonces, ¿admites que soy su padre?

–No admito nada. Lo que digo es que no importa, jeque Yaman. No importa nada de esto. El pasado es pasado. No quiero desenterrarlo.

–No importa lo que queramos tú y yo, Andrea. Lo que importa es nuestro hijo. Estoy decidido a enmendar esto. Si no ahora, más tarde. Pronto.

Andi abrió la puerta e intentó salir. Pero él le agarró la mano y le dijo:

–Estaremos en contacto.

Ella vio un rastro de tristeza en su expresión, algo que solo había visto una vez.

Pero enseguida desapareció esa expresión de vulnerabilidad y sus ojos volvieron a destilar misterio.

Sam dio vuelta su mano y acarició su palma con un dedo. Ella recordó aquella noche, cuando sus expertas caricias le habían hecho rogarle que parase, le habían hecho rogarle que no parase.

Andi quitó la mano y corrió a su camioneta.

Huyó del pánico de que quisiera quitarle a su hijo y del amor por él, que jamás había muerto.

Pero en su corazón sabía que no podría escapar de él, aunque la volviera a dejar.

Samir Yaman se sentó en la oscuridad, rodeado del lujo que siempre había tenido. Necesitaba una copa.

Pero no quería ceder al alcohol, en aquel momento en que necesitaba pensar con claridad.

En realidad no probaba el alcohol desde aquella fatídica noche, en que había cometido dos errores imperdonables.

Aun después de todo aquel tiempo, no había logrado escapar al sentimiento de culpabilidad por la muerte de su amigo. Se había dado cuenta demasiado tarde de que tendría que haber impedido que Paul bebiera tanto en la fiesta de graduación. Pero no lo había hecho, porque su amigo se había merecido aquella libertad, después de la gran responsabilidad que había tenido que asumir después de la muerte de su padre. Aquello había costado la vida de Paul. Y Sam aún pagaba el precio de su falta de juicio.

¡Si al menos no hubiera ido a Andrea, después de marcharse del hospital, sabiendo que su hermano no había sobrevivido! Si al menos hubiera esperado hasta el amanecer, en lugar de seguirla al estanque donde ella solía ir a pensar, y donde aquella noche había ido a llorar...

Si al menos hubiera recordado que solo era una muchacha que estaba sufriendo un gran dolor y que necesitaba que la consolasen.

Haber cedido a ese deseo había sido su segundo error. No había tenido la fuerza necesaria para resistirse a ella; quizás por la propia necesidad de olvidar, o quizás porque ella siempre había sido su mayor debilidad.

Y lo seguía siendo.

Se había dado cuenta en cuanto la había vuelto a ver allí, de pie frente a la masa de gente, con un vestido negro que se ajustaba a sus curvas. Había parecido orgullosa al principio. Pero luego, a medida que pasaba el tiempo y que nadie hacía una oferta decente, había parecido desanimarse, razón por la cual se había decidido espontáneamente remediarlo.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Las imágenes de Andrea le quemaban en su mente. Un ardor que no había cesado desde que la había dejado, el día en que habían enterrado a su hermano. Y aunque había intentado olvidarla, no había podido.

El tiempo y la distancia no habían servido de nada, algo que internamente había sabido desde siempre.

Sus ojos seguían siendo azules, su cabello, rojizo con mechones dorados, del color de la puesta de sol en el desierto... Suponía que debía de seguir teniendo un espíritu libre, una intensa pasión por la vida, un corazón fuerte, atributos que lo habían atraído hacia ella desde el principio. Cualidades que aún admiraba. Sin embargo, había intuido desafío en ella cuando había entrado en el coche, incluso odio. No podía culparla. A veces, él se odiaba también. Se había entregado al deber, perdiendo su honor en el proceso, no enfrentándose a sus fallos.

Desde su regreso a Barak había hecho que su guardaespaldas y confidente, Rashid, siguiera el rastro de la vida de Andrea. Pero hacía unos meses, cuando tenía planeado viajar a los Estados Unidos, Rashid le había revelado finalmente que Andrea tenía un hijo de seis años. Daba igual lo que le había dicho Andrea aquella noche. Sam sabía que el niño era suyo. Coincidían demasiado las fechas para no serlo. Tenía intención de probarlo y de ocuparse de que el niño tuviera todo lo que necesitase, aunque no pudiera reclamarlo, ni a él ni a Andrea.

No podía prometer nada a Andrea que no fuera darles todo lo que necesitaban. Jamás podría decirle todas las cosas que sentía como hombre. No podía contarle las veces que había estado a punto de renunciar a sus riquezas, a su herencia, para volver a estar con ella. Jamás sabría que no había pasado un solo día en que no hubiera pensado en ella, que no la hubiera añorado.

Era el Jeque Samir Yaman, hijo primogénito del rey de Barak, heredero de su padre, y estaba unido a su familia, a su país, por el deber. Y atado a un matrimonio por conveniencia con una mujer que jamás había tocado. Una mujer a la que jamás iba a amar. Porque su corazón siempre había sido y sería de una mujer que no podría tener: Andrea Hamilton.

–¡Mamá! ¡Hay un coche negro muy grande en la puerta!

Andi se quedó helada. Llevaba en las manos la ropa que su hijo iba a llevar al campamento de verano. Había tenido esperanza de que aquello no sucediera aquel día. Había esperado que Sam no se pusiera en contacto con ella hasta el día siguiente. ¡Si al menos hubiera sacado a Chance de la casa, habría podido evitar aquella escena!

–Quítate de la ventana, Chance.

–¿Por qué, mamá? –el niño se dio la vuelta, confuso.

–Porque no es agradable mirar a los extraños, por eso.

Chance no le hizo caso y siguió mirando por la ventana.

–Tiene una toalla en la cabeza y lo acompaña un hombre muy grande.

–Chance Samuel Paul Hamilton, ven aquí ahora mismo, y ayúdame a juntar tus cosas, si no, perderás el autobús.

Con un suspiro, el niño se dio la vuelta y la siguió.

–Solo quiero mirarlo.

Y ella era lo que menos quería. Prefería que su hijo se marchase al campamento primero. Luego se ocuparía de las preguntas, o exigencias, que pudiera haber.

–Mete el cepillo de dientes en la bolsa con las medicinas. Luego elige algunos libros y asegúrate de que llevas papel para escribir a casa.

–¿Luego puedo conocerlo?

–Hoy, no. No sé qué quiere. Seguramente se marchará antes de que termines de hacer las maletas.

–Me daré prisa –Chance salió de la habitación.

Se alegró de que fuera al cuarto de baño del pasillo y no al de abajo.

Tocaron el timbre.

–Iré yo –se oyó desde abajo.

–Iré yo, Tess –gritó a su tía, con la esperanza de detenerla–. Yo...

–¡Dios santo, Sam!

Demasiado tarde. Debía de haber advertido a Tess que tendrían visitas y quién sería exactamente.

Andi bajó lentamente las escaleras. Abajo estaban su tía, el guardaespaldas, y el padre de su hijo.

Tess miró a Andi.

–¡Mira quién ha venido! Andi, es nuestro Sam.

Nuestro. ¡Qué raro sonaba en aquel momento! Así lo habían llamado hacía años. Pero no era su Sam. Excepto aquella noche, nunca lo había sido, ni lo sería.

Andi forzó una sonrisa y habló con los dientes apretados.

–Pensé que llamarías primero.

–¿Y que estuvieras sobre aviso?

–¿Qué es esa bata que llevas? –preguntó Tess, indicando su túnica.

–Mi camisa de fuerza, me temo.

–No pareces loco –dijo Tess–. ¡Se te ve muy bien! Y ahora ven aquí y dame un abrazo.

Sam abrazó a Tess, alzándola en el aire. Una vez que la volvió a dejar en el suelo, preguntó:

–No estarás haciendo café de esos que hacías, ¿verdad?

Tess le sonrió.

–Sabes que siempre tengo puesta el agua. Ven a la cocina y siéntate un rato.

El guardaespaldas permaneció en la puerta mientras Andi seguía a Tess y a Sam. Cuando llegaron al office, Tess le sirvió una taza de café y dijo:

–Voy a subir a ver qué hace el niño. Vosotros dos podéis charlar.

Dejó a Andi sola frente a su pasado.

Sam movió la silla y la puso de espaldas al ventanal, el lugar donde solía ponerse en las cenas familiares.

Andi no quiso sentarse, y lamentó lo cómodo que se había puesto Sam, como si fuera a quedarse un rato largo. Y parecía realmente cómodo, como si nunca se hubiera marchado. Pero lo había hecho. No podía creer que Tess lo hubiera recibido como si solo hubieran pasado unas semanas desde su marcha, como si nada hubiera cambiado. Cuando todo era diferente.

Pero Tess siempre había querido a Sam, tanto como había querido a Paul y quería a Andi. Como quería a Chance.

–¿Mamá?

Andi dirigió la mirada a la puerta. Su hijo estaba de pie, mirando a aquel hombre que le llamaba tanto la atención. No se veía a Tess, lo que la llevó a pensar que su tía tenía algo que ver con la espontánea presentación de padre e hijo.

Andi no sabía qué hacer, qué decir. Pero si no actuaba con naturalidad, Chance se daría cuenta de que sucedía algo. Y no quería asustarlo.

Andi le dio la mano.

–Ven, cariño –le dijo.

Cuando Chance se acercó le dijo:

–Corazón, este es el señor Yaman.

Sam se puso de pie, y Andi notó inmediatamente la fascinación en sus ojos, la innegable emoción que sentía mientras miraba a su hijo. Con aquel cabello negro grueso y esos ojos color café, era la viva imagen de su padre. Era inútil seguir negándolo.

–Soy Samir –dijo Sam, por fin, sonriendo al niño–. Y puedes llamarme Sam.

Chance abrió la boca, sorprendido.

–Se llama como yo, quiero decir, lo de Sam. Yo me llamo Chance Samuel Paul Hamilton. La tía Tess a veces me llama «cosita» –dijo, como si le desagradara.

–Tienes un nombre con mucha personalidad –Sam solo miró a Andi de lado, y volvió la atención a su hijo.

Ella notó nuevamente el brillo de arrepentimiento y de tristeza en su mirada.

Pero Andi decidió que no podía conmoverse por aquello. Por el bien de su hijo.

Tess volvió a aparecer en la cocina.

–¡No te asustes, cosita! Dale la mano al señor. Es un viejo amigo.

Chance miró a Andi. Ella asintió en señal de aprobación. Entonces el niño se acercó a su padre y le dio la mano. La sonrisa de Sam demostró lo orgulloso que estaba. Andi no podía culparlo. Ella había sentido aquello por su hijo desde el día en que había nacido.

Después del saludo, Chance preguntó:

–¿Qué es eso que llevas en la cabeza?

–Es un kaffiyeh –respondió Sam.

–¿Para qué es?

–Es parte de mi ropa oficial. Vengo de un país muy lejano. Soy un jeque.

–Bueno, ¡quién lo hubiera dicho! –murmuró Tess.

–¿Y eso qué es? –preguntó Chance, sorprendido.

–Un príncipe –afirmó Andi, aliviada de que Sam no le hubiera dicho al niño que era su padre.

–¿Como El Principito? –preguntó el niño.

–Más bien como «Aladdin»–explicó su madre.

–¡Oh! –miró a Sam detenidamente–. ¿Tienes una alfombra mágica?

Sam se rio. Aquella risa despertó aún más los recuerdos de Andi.

–Me temo que no tengo alfombra mágica.

–Solo un coche negro muy grande –dijo Chance, aparentemente decepcionado.

Andi tomó la mano de su hijo decidida a sacarlo de allí antes de que hiciera más preguntas.

–Cariño, es hora de que te marches al campamento. Si no nos marchamos, perderás el autobús.

Para sorpresa de Andi, Chance pareció decepcionado por tener que dejar a su nuevo amigo. Llevaba semanas excitado por la idea del campamento. Sin embargo en aquel momento parecía no importarle su viaje.

–¿Puedo quedarme y charlar un poquito más con el príncipe? –preguntó Chance.

–¿Cuánto tiempo vas a estar en ese campamento? –le preguntó Sam.

–Dos semanas –contestó Andi por su hijo–. Seguramente te habrás ido...

–Te prometo que estaré aquí cuando regreses –dijo Sam al niño.

Chance sonrió, con el mismo hoyuelo izquierdo que se le formaba al padre, confirmando más su parentesco.

–¿Puedo montar en tu coche cuando vuelva?

–Sí, por supuesto.

Andi llevó al niño hacia la puerta.

–Vamos.

–Andrea... Una cosa más –dijo Sam por detrás.

Tess le había dado una silla y él se había sentado cómodamente.

–¿Qué?

–Estaré aquí cuando vuelvas.

Exactamente lo que Andrea había esperado durante años y lo que más temía en aquel momento.

Capítulo dos

Sam había visto muchas maravillas del mundo. Pero ninguna era comparable con su hijo.

Sam se sentó en silencio. No le quedaba más que aferrarse a la esperanza de poder recuperar los años perdidos y poder compartir las experiencias venideras con su hijo. Pero eso no era posible. No alcanzarían las horas para compensar el tiempo perdido.

–¿Estás bien, Sam?

Sam alzó la vista del café y miró los ojos de Tess.

–Todo lo bien que se puede estar.

–Supongo que el descubrir lo del niño es un shock para ti.

–Sabía de su existencia antes de venir.

–¿Lo sabías? –preguntó Tess, sorprendida.

–¿No te ha dicho Andrea que hablamos anoche, después de la subasta? –preguntó Sam.

–No, no me lo ha dicho. Solo me dijo que un hombre había pagado un montón de dinero para que ella entrenase a su caballo.

–Ese era yo. Un precio bajo por la oportunidad de conocer a mi hijo.

Y la oportunidad de que Andrea estuviera cerca, aunque solo fuese poco tiempo. Tal vez él se estuviera torturando de algún modo, sabiendo que jamás podría tocarla, que no podría abrazarla, ni volvería a hacer el amor con ella. Algunas cosas no habían cambiado con el transcurso del tiempo.

–¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? –preguntó Tess.

–Lo descubrí hace unos meses. Tenía a alguien que investigaba la vida de Andrea. No sabía seguro que era hijo mío hasta que hablé con ella anoche.

–¿Andrea admitió que tú eras su padre?

–No, pero lo deduje por su edad y por algunas cosas que me dijo. Y después de haberlo visto no tengo ninguna duda –Sam puso la taza a un lado y se echó hacia atrás en la silla–. ¿Cuánto hace que lo sabes?

Tess suspiró.

–Después de la muerte de Paul, me di cuenta de que pasaba algo con Andi, algo más que la pérdida de su hermano. Después de insistirle, terminó confesándome que estaba embarazada. Intentó convencerme de que había estado con un chico, pero cuando nació Chance, estuve segura de que era tuyo.

Sam sintió la punzada de la culpa en su vientre.

–Fue la noche en que murió Paul. Encontramos consuelo el uno en el otro... Nunca antes había sido tan inconsciente... Sé que eso no lo justifica, pero quiero que sepas que yo jamás tuve intención de que sucediera.

–Sé que no quisiste que ocurriese. También sé que Andi puso los ojos en ti desde el mismo momento en que entraste en casa. Y si a eso se agrega el dolor por la muerte de Paul, no me extraña que sucediera.

–Eso no disculpa mi comportamiento, el que no la protegiera. No debí permitir que sucediera.

Tess se inclinó hacia adelante y puso una mano en el brazo de Sam.

–Es demasiado tarde para preocuparse por lo que deberías haber hecho. La cuestión es qué harás ahora.

Sam sabía lo que quería hacer. También sabía lo que no podía hacer. No podía involucrarse en una relación con Andrea nuevamente sabiendo lo que le esperaba a su regreso a casa. Tampoco podía abandonar a su hijo.

–Me gustaría tomarme el mes que voy estar aquí para conocer a mi hijo.

Tess frunció el ceño.

–¿O sea que vas a intentar comprimir seis años en cuatro semanas?

–Supongo... También quiero establecer un fideicomiso para estar seguro de que sus necesidades son satisfechas.

Tess lo miró.

–Quiero que te quede clara una cosa, señor jeque. Andi ha trabajado como una fiera para satisfacer las necesidades del niño. Después de que se terminase el dinero del seguro de vida, el año pasado, ha trabajado con caballos que nadie quería entrenar, con el riesgo de sufrir daño, o algo peor, con el solo fin de pagar las facturas y de traer comida a la mesa. Yo he hecho mi parte también, y te puedo asegurar que Chance ha sido un niño feliz, excepto por su diabetes.

–¿Diabetes? –preguntó Sam, aterrorizado.

–Sí. Supongo que Andi no se ha molestado en contártelo. El campamento al que va a asistir es un programa de verano para niños diabéticos. Andi tenía miedo de dejarlo ir, pero ha llegado a la conclusión de que le hará muy bien.

–¿Cuánto tiempo hace que tiene diabetes?

–Se la diagnosticaron hace poco más de un año. Pero está bien después de haber tenido algunos contratiempos. Es un pequeño gran jinete, te lo advierto.

Sam sintió pena por su hijo, y deseo de borrarle esa pena...

–Si lo hubiera sabido, habría hecho más. Lo habría enviado a los mejores médicos, a los mejores hospitales.

–Eso no habría cambiado las cosas, Sam. Le ha tocado padecer esta enfermedad. Solo podemos rogar que encuentren la cura algún día. Mientras tanto, queremos tratarlo como a un niño normal. O al menos, eso intentamos. Andi es muy sobreprotectora.

Él lo había notado.

–Con mi dinero podría tener más libertad económica.

–No te aceptará el dinero.

–No me lo rechazará si sabe que es por el bien de nuestro hijo.

–Es posible. Pero le has hecho mucho daño desapareciendo de la faz de la tierra, y cortando todo contacto con ella. No sé cómo vas a manejar ese asunto.

Sam tampoco, pero lo intentaría.

–Si podemos hablar un poco más, espero que podamos llegar a un acuerdo.

Tess miró la taza y se quedó pensativa.

–Bien. Así que quieres compartir un tiempo con Chance. Es una buena idea. Pero tendrías que estar cerca. A mi modo de ver, tendrías que venir a vivir aquí, con nosotros.

Sam lo había pensado. Volver a vivir en la casa a la que había considerado su hogar en América. Pero imaginaba la reacción de Andrea.

–Dudo que tu sobrina esté de acuerdo... –respondió Sam.

–Déjamela a mí. Te aconsejo que te metas en esa limusina y vayas a buscar tus cosas. Andi tardará una hora o más en volver, puesto que tiene que hacer la compra de regreso. Eso te dará tiempo para que te instales. Puedes ocupar mi habitación. Yo dormiré en la casa del jardinero.

–¿Con el señor Parker?

–No, Riley está trabajando para otra gente, porque Andi no podía seguir teniéndolo. Viene de vez en cuando a vernos.

Sam sonrió al ver que Tess se ponía colorada.

–¿No te ha propuesto matrimonio todavía?

–Sí, todos los días. Pero soy demasiado vieja para pensar en casarme.

–¿Pero no demasiado vieja para...? –Sam dejó la pregunta a medias. No pudo resistirse a tomarle un poco el pelo.

–¿Pero no demasiado vieja como para un revolcón? Nadie es demasiado viejo para eso, Sam. Siempre que la persona te interese...

A Sam lo asaltaron imágenes de Andrea haciendo el amor con él.

Pero no podía ser tan estúpido nuevamente, aunque se muriese por hacerlo.

–Tal vez debiera esperar a que Chance vuelva del campamento –dijo Sam, pensando en que ir antes favorecería el estar a solas con Andrea.

Tess se encogió de hombros.

–Sí. Pero podrías ganarte el alojamiento ayudándonos a arreglar algunas cosas. El granero está muy mal. Sería estupendo que pudieras arreglarlo. Podrías hacerlo en el tiempo que tarda en volver Chance.

Al menos eso lo mantendría con las manos ocupadas.

–Me gustaría hacerlo. Echo de menos el hacer cosas manuales.

Tess lo miró.

–¿Sabes? Me sorprende que no te haya cazado ninguna chica.

–Tengo que casarme al final del verano –dijo Sam, haciendo un gesto de dolor internamente.

–¿Lo sabe Andi? –Tess disimuló su sorpresa en la expresión de la cara, pero la transmitió en el tono de voz.

–No. Prefiero no hablar de ello.

Tess se puso de pie y se sirvió otro café.

–Supongo que sabrás lo que haces... –dijo.

Él sabía bien lo que estaba haciendo. Estaba a punto de unirse a una mujer por la que no sentía nada. Era una unión que beneficiaría a ambas familias. Lo esperaba una vida que le prometía pocas satisfacciones. Todo para dar lugar a un heredero de sangre real.

–No tengo elección.

Tess llevó la taza a la mesa y se sentó. Luego lo miró intensamente.

–Estás equivocado, Sam. En la vida hay que hacer elecciones. ¿Puedes vivir con esta?

Antes de ir a ver a Andrea, había aceptado su destino. Ahora que la había vuelto a ver, no estaba tan seguro como antes.

Pero en aquel momento no podía pensar en ello. Tenía que pensar en su hijo, en su bienestar, en vivir recuerdos que durasen toda la vida. Y para tener esa oportunidad, debía convencer a Andrea de que volviera a confiar en él.

Andi no confiaba en Sam ni en sus motivos. Y peor aún. No confiaba en sí misma cuando estaba con él.

Aquel día había llorado al despedir a su hijo, que se había marchado por primera vez de su lado. No creía que pudiera tener la fuerza suficiente como para enfrentarse a la relación con su padre. Pero tenía que ocuparse de ello. El bienestar de Chance era de vital importancia, y quería saber qué había pensado hacer Sam en ese sentido.

Aparcó detrás de la limusina. El guarda–espaldas estaba sentado en el porche, con gesto serio, cruzado de brazos. Cuando Andi se acercó, se puso de pie.

Andi extendió la mano para presentarse.

–No recuerdo su nombre... –dijo.

El hombre miró la mano de Andi y finalmente extendió la suya para saludarla.

–Señor Rashid –contestó.

–Encantada de conocerlo, señor Rashid. Puede entrar en la casa, si lo desea.

–Es mejor que me quede aquí, para que el jeque y usted puedan tener cierta intimidad.

–Como quiera. Pero no creo que tardemos mucho.

Rashid hizo una leve reverencia.

–Como usted diga, señorita Hamilton.

Andi no sabía con qué se encontraría, pero definitivamente no se había preparado para encontrarse a Sam sentado en el salón, ojeando un álbum de fotos de Chance, desde su nacimiento hasta entonces. Estaba tan inmerso en la tarea que ni se molestó el alzar la vista.

Eso le dio la oportunidad de contemplarlo.

Tenía las piernas cruzadas, en una de ellas el álbum. Sonreía. De pronto, se borró la sonrisa y apareció un gesto de melancolía.

Andi cerró los ojos. No quería dar paso a sus emociones.

Cuando se sintió más compuesta dijo:

–¡Era un niño tan hermoso!

Sobresaltado, Sam alzó la mirada. De su rostro desapareció la ternura, pero la mantuvo en la mirada.

–Sí, lo era.

Andi se sentó a su lado en el sofá, dejando distancia suficiente, pero a la vez pudiendo ver las fotos con él.

¿Cuántas veces había soñado con su regreso? ¿Cuántas veces había soñado con aquello?

Y ahora que había llegado el momento, no sabía cómo reaccionar.

–¿Por qué le pusiste el nombre de Chance –preguntó Sam.

–Además de que me gustaba el nombre, supongo que era como saber que tenía la oportunidad de tener a alguien que me quisiera sin condiciones.

Era como tener una parte de Sam, pensó, pero no se lo dijo.

Andi le señaló la foto de su primer cumpleaños.

–Se ensució más de lo que comió –dijo.

Sam pasó la página y encontró una foto de Chance subido a un potrillo.

–Veo que ha heredado de su madre el amor por los caballos

–Sí. Esa es Scamp. Sigue con nosotros, aunque no sé por cuánto tiempo. Tiene unos veinte años. No sé qué pasará con Chance cuando la perdamos.

–Le compraré otra.

–Algunas cosas no son fáciles de reemplazar.

–Es una gran verdad –dijo él sin dejar de mirar la foto.

Aquel momento tal vez era el oportuno para hablarle de su mayor preocupación.

–No puedo dejar que me lo quites, Sam.

Sam cerró el álbum. Lo dejó en la mesa baja y se echó hacia atrás.

–¿Crees que he venido a eso? ¿A quitártelo?

–¿Y has venido a eso?

–No, Andrea. Él te pertenece. Debe estar aquí, contigo.

–Entonces, ahora que lo has visto, ¿vas a darle la espalda y vas a marcharte?

Él le clavó la mirada.

–No tengo intención de darle la espalda. Voy a abrir una cuenta en el banco a tu nombre para sus gastos. Los gastos de los médicos han sido una carga muy pesada para ti, según Tess.

Maldita Tess.

–Chance está bien. Y yo me arreglo para pagar las facturas. Así que no es necesario que nos des dinero.

–Insisto en que me dejes hacer esto por él. Por ti.

–Lo pensaré.

No por ella. Pero después de todo, Sam tenía obligaciones con su hijo. Por el bien de Chance, se guardaría su orgullo y le permitiría ayudarlos.

–¿Se sabe por qué tiene diabetes?

–No. Simplemente ocurrió. No es culpa de nadie.

–¿Y se encuentra bien?

–Bastante bien, ahora que tenemos la insulina y que cuidamos su dieta. ¡Es tan valiente! Ni siquiera se queja de que tenga que pincharse.

–Aborrezco la idea de que haya sufrido –miró la foto más reciente de Chance, que estaba en un marco, decorando el salón–. ¿Ha preguntado por mí?

–Sí, varias veces en los últimos años.

–¿Y qué le has dicho?

–Le he dicho que no podías quedarte, que vivías muy lejos en otra tierra. Le he dicho que lo querías y que estarías con nosotros si pudieras.

Sam la miró.

–Entonces, no le has mentido.

–No lo sé. ¿Le he mentido?

–Es verdad. No podía quedarme en América, Andrea. Y ahora que lo he visto, sé que me moriría antes de permitir que le pase algo.

Andi tragó el nudo que tenía en la garganta.

–Me alegro de que sientas eso, pero también me preocupa lo que le digamos.

Sam alzó la vista y la miró.

–Eso lo dejo a tu elección, pero a mí me gustaría que supiera que soy su padre.

En un mundo perfecto, a Andi aquello le parecería una buena idea. Pero aquella no era una situación perfecta.

–¿Y luego qué? «Eh, Chance, yo soy tu padre, pero siento tener que volver a ocuparme de mis obligaciones y marcharme».

–Puedo volver a visitarlo durante los veranos, cuando no vaya al colegio.

–¿Es suficiente eso, Sam? ¿Crees que le parecerá suficiente alguna vez?

Sam se pasó una mano por la nuca y suspiró.

–¿Habrías renunciado a la oportunidad de haber pasado unos años con Paul y con tu padre aun sabiendo que te los arrebatarían?

Andi maldijo internamente su lógica.

–No, no lo habría hecho. Pero es distinto. Tú estás ausente por elección, no por muerte.

–A veces las decisiones las toman otros.

–¿Te refieres a tus obligaciones? No estoy segura de que Chance comprenda que tu posición está por delante de él. Con el tiempo, podría estar resentido contigo.

–¿Y su madre lo está? –preguntó Sam en voz baja y firme.

Andi estaba resentida por su repentina marcha. Por haberle hecho el amor y haber desaparecido. Por haber concebido un hijo y haberla dejado sola para criarlo. Por haberla dejado sola con el dolor de la muerte de su hermano. Pero no podía echarle en cara no haberse ocupado de Chance. En realidad, Sam no había sabido de su existencia hasta ahora. También era cierto que eso no había sucedido por su lealtad a una forma de vida que ella no podía comprender. Y peor aún, Sam no había intentado ni siquiera dar una explicación, ni mantener el contacto.

No obstante, ella tenía que hacer lo mejor para todo el mundo, aunque eso incluyese una tregua.

–Ya estoy de vuelta del resentimiento, Sam.

–Pero no me perdonarás nunca, ¿no?

–Te he perdonado.

Pero no podía olvidar.

–Me alegra, Andrea. Solo espero poder ganarme tu confianza.

Eso iba a ser más difícil, en opinión de Andrea. Seguía temiendo que le quitase a su hijo, sobre todo después de haberlo conocido. De todos modos, quería darle el beneficio de la duda, al menos de momento.

–Entonces, ¿dónde vas a quedarte?

–Aquí.

–¿Cómo?

–Tess me ha dicho que sería mejor que estuviera cerca, y yo he estado de acuerdo. Quiere quedarse en la casa del jardinero durante mi estadía. No me ha parecido bien, pero ha insistido. He traído algunas cosas mías. Rashid se quedará en el hotel de Lexington hasta que me marche.

Andi sintió aprensión. Si se quedaba allí, lo vería todos los días. Y temía no poder resitirse a él.

–Creo que deberías esperar a que regrese Chance del campamento.

–Le he prometido a Tess que la ayudaría a arreglar la casa en ese tiempo.

Tess siempre pensando en todo, pensó Andi.

–Supongo que una ayuda vendrá bien.

Suponía que tendría valentía. Pero en aquel momento tenía que hacer un gran esfuerzo para no tocarlo, para no delinearle los labios, esos que dibujaban ahora un gesto grave mientras la estudiaba.

Como si intentase probar su resistencia, Sam le tomó la mano. Ella se estremeció. Pero tenía que controlarse. Tenía que probarse que era más fuerte que antes. Tenía que probarse que sus recuerdos eran solo fantasías de la juventud, sueños que ya no existían en una mujer .

Andi sonrió, quitó la mano y abrió sus brazos.

–Bienvenido a casa, Sam.

Sam la miró de arriba abajo, como apreciando su figura. Luego finalmente, aceptó el abrazo.

Sam se sintió bien contra su cuerpo. Se sintió fuerte, tibio, sólido. Ella recordó lo agradable que eran sus abrazos, su exótica fragancia, su impresionante calor. Recordó cuánto había echado de menos tenerlo en su vida.

Turbada por su reacción, se separó de él. Su mayor temor se había concretado.

–Gracias, Andrea. Es estupendo estar en casa.

¡Ojalá ese fuera su hogar!, pensó Sam mientras estaba de pie en el granero.

Había querido ir al establo primero, su lugar favorito. Un lugar donde había pasado muchas horas con Andrea y con Paul, ayudando en las labores diarias, limpiando, dando comida, dando agua a los dos caballos que habían pertenecido a Paul y al padre de Andrea, antes de su muerte. Y un lugar donde también habían ocurrido otras cosas, gracias a una joven que no pudo decir «no».

Ya entonces Andrea llevaba a algún caballo para domesticar, la mayoría de las veces por placer, no por el dinero.

En la actualidad, de la docena de establos, solo estaban ocupados cuatro, uno por el potrillo de Chance.

Aquello no era suficiente. Él necesitaba ayudar a Andrea a adquirir algunos caballos para entrenarlos inmediatamente.

La mayoría de los que él poseía eran de una sociedad, pero eso no quería decir que no pudiera tener uno que le perteneciera solo a él. Él tenía el don de saber comprar, razón por la cual había ido a Kentucky. De hecho, se había acercado a la subasta después de echar el ojo a una yegua de dos años. Con una llamada telefónica, la yegua sería suya, aunque estuviera valorada en medio millón de dólares. Eso no importaba. Después de todo, había pagado una suma importante por el entrenamiento de Andrea; así que podría invertir un poco más para un buen fin.

Pero primero, debía arreglar los establos.

Después de revolver en el cobertizo para encontrar un martillo y clavos, Sam se puso a trabajar para hacer del granero un lugar más útil. Lamentablemente, se golpeó más de una vez el pulgar, pero se alegró del dolor. Durante siete años no había hecho nada más que trabajo de oficina, puesto que el trabajo manual estaba considerado bajo para la realeza. Pero Sam estaba en América ahora, en un granero, no en Barak, así que podía disfrutar del trabajo manual.

–¿Qué diablos estás haciendo?

Se dio la vuelta hacia la entrada y vio a Andrea mirándolo con extrañeza.