La casta de los castos - Marco Marzano - E-Book

La casta de los castos E-Book

Marco Marzano

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Fruto de años de investigaciones y decenas de entrevistas con sacerdotes y exsacerdotes, el sociólogo italiano Marco Marzano nos ofrece una perspectiva lúcida sobre la vida sexual del clero. En la práctica, solo el 10 % respetarían los votos de castidad y la gran mayoría que optan por la carrera sacerdotal serían homosexuales. En los seminarios operan mecanismos perversos a través de los cuales la mentira, el silencio y la negación se vuelven funcionales para la organización de la Iglesia. Hombres entrenados para ocultar su esencia más íntima, sus emociones y deseos. En el mejor de los casos, esto les permite desviarse de la norma y aceptar su propia sexualidad. Otros nunca llegan a un acuerdo en su relación con el sexo y terminan, en el peor de los casos, convirtiéndose en abusadores.

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Marco Marzano es profesor titular de Sociología en la Universidad de Bérgamo, uno de los fundadores de la revista Etnografia e Ricerca Qualitativa y colaborador de Il Fatto Quotidiano.it. Entre sus publicaciones se encuentran Cattolicesimo magico: Un’indagine etnografica (2009), Quel che resta dei cattolici: Inchiesta sulla crisi della Chiesa in Italia (2012), La società orizzontale: Liberi senza padri con Nadia Urbinati (2017) y La Chiesa immobile: Francesco e la rivoluzione mancata (2018).

 

Después de leer La casta de los castos, ya no podrás ver a la Iglesia católica como antes.

Fruto de años de investigaciones y decenas de entrevistas con sacerdotes y exsacerdotes, el sociólogo italiano Marco Marzano nos ofrece una perspectiva lúcida sobre la vida sexual del clero. En la práctica, solo el 10 % respetarían los votos de castidad y la gran mayoría que optan por la carrera sacerdotal serían homosexuales. En los seminarios operan mecanismos perversos a través de los cuales la mentira, el silencio y la negación se vuelven funcionales para la organización de la Iglesia. Hombres entrenados para ocultar su esencia más íntima, sus emociones y deseos. En el mejor de los casos, esto les permite desviarse de la norma y aceptar su propia sexualidad. Otros nunca llegan a un acuerdo en su relación con el sexo y terminan, en el peor de los casos, convirtiéndose en abusadores.

«Una investigación original que aborda sin voyerismo el tema central de la sexualidad. La investigación de Marzano tiene el mérito de analizar en profundidad un campo sustancialmente inexplorado». Luca Kocci, Il manifesto

 

Título original: La casta dei casti. I preti, el sesso e l’amore

© 2021 Giunti Editore S.p.A. / Bompiani, Firenze-Milano

www.giunti.it

www.bompiani.it

Edición gestionada a través de Oh! Books Agencia Literaria

© Traducción: Manuel Manzano

© Malpaso Holdings S. L., 2024

Diputació, 327, principal 1.ª

08009 Barcelona

www.malpasoycia.com

ISBN: 978-84-19154-75-0

Primera edición: 2024

Producción del ePub: booqlab

Maquetación: Bernat Ruiz Domènech

Diseño de cubierta: Ezequiel Cafaro

Imagen de cubierta: John Towner (Unsplash)

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

LAS RAÍCES AUTOBIOGRÁFICAS DE UNA BÚSQUEDA: EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD CLERICAL

La pregunta que me hizo un amigo psicólogo durante un paseo por las colinas de Bérgamo volvía a mi mente una y otra vez; casi habíamos llegado a la cima del monte San Vigilio, ya le había contado los primeros avances de la investigación que relato en este libro, y me preguntó a bocajarro: «Tarde o temprano me gustaría que me contaras las razones por las que te metiste en esto». A partir de ese momento, no pude dejar de pensar en ello: ¿cuáles fueron las razones que me llevaron a ocuparme de la catequesis del clero durante años, y especialmente de los aspectos de la sexualidad y la vida afectiva de los sacerdotes? No me fascina el mito positivista de la necesaria distancia y objetividad del investigador respecto a los temas en los que indaga; admito, en este caso, que mi interés en la cuestión va mucho más allá de la relevancia científica y tiene su origen, en gran medida, en mi propia biografía.

Debemos remontarnos a 1974. Vivía en Turín, mi ciudad natal. Mi familia era de clase media y culta: mi padre enseñaba matemáticas en un instituto, y mi madre acababa de decidir ser ama de casa para poder pasar más tiempo con mi hermano recién nacido, después de más de diez años de trabajo administrativo en una empresa de FIAT. Mi padre era tan ateo como indiferente al problema de la educación de los hijos. Mi madre, en cambio, se había convertido desde hacía algún tiempo en una ferviente católica. Este cambio religioso, la insistencia de un feligrés con un hijo de mi edad y, sobre todo, los temores tan extendidos entre la pequeña burguesía de las grandes ciudades del norte, acerca de la supuesta propagación de la violencia y las drogas en las escuelas públicas, impulsaron a mi madre a matricularme en el mismo instituto religioso de enseñanza media en el que su hermano, un estudiante bastante pobre y muy vago, había sido tan infeliz veinticinco años antes.

Pasé la prueba de acceso, fui admitido en el instituto y me tocó en suerte, por un cruel giro del destino, la misma sección que la de mi tío. Así es como tuve la desgracia de que me asignaran, como profesor de literatura, al brutal y violento personaje que lo había martirizado en la segunda mitad de los años cuarenta. Don Carlo1 siempre vestía una larga sotana negra, tenía el pelo azabache lleno de caspa grasienta mezclada con brillantina y una sonrisa maligna pintada en la cara. Este cura sentía un soberano y auténtico desprecio por sus semejantes, especialmente por nosotros, los niños, a los que consideraba criaturas bajas e inferiores. Nos torturaba obligándonos a escribir al dictado durante horas, luego comprobaba de manera meticulosa nuestros resultados, nos insultaba, y a veces, cuando él consideraba que alguna gota había colmado el vaso de su paciencia, pasaba a la brutalidad física con un gesto muy suyo: situaba la palma de la mano en la frente del desdichado y le empujaba con violencia la cabeza contra la pared, llamándole siempre y repetidamente «cabezón»2 (de crapa, que en piamontés significa cabeza). Durante los recreos, se acercaba a los pequeños corrillos que sus alumnos formaban en el patio y preguntaba, con un retintín tan intimidatorio como burlón, de qué hablábamos, de qué iba nuestra conversación. Don Carlo era un hombre despiadado. Pasé los tres años de bachillerato tratando de ser invisible, convirtiéndome en una no-persona a la que nunca viera y nunca se fijara en mí. Por aquel entonces ya podía intuir algo de lo que solo fui consciente décadas después: la atención del padre Carlo se centraba en los alumnos muy entusiastas y atentos —los pelotas— y en los más cortos y menos capaces, los «cabezones». Yo no quería que me consideraran un travieso por todo lo que vendría después, pero tampoco quería convertirme en un niño mimado, uno de los favoritos del «cuervo negro», como le apodábamos. El aura de mediocridad, disolverme en el grupo intermedio, se convirtió en mi objetivo primordial, mi estrategia elemental de supervivencia en aquel entorno oscuro y aterrador. «Ni a favor ni en contra», esa era mi línea. Mostrarme a favor me horrorizaba, pero para lo que no tenía fuerzas suficientes, ni materiales ni psicológicas, era para ponerme en su contra. Hoy me doy cuenta de que ya entonces me encontraba en la posición ideal del observador, investigador y etnógrafo en el que me convertiría más tarde: ni un infiltrado ni un extraño, ni demasiado distante ni demasiado implicado.

Solía desafiar en silencio a un sistema mucho más fuerte y violento que yo, a menudo con la ayuda de otros «reclusos» de aquella tenebrosa institución. Por ejemplo, durante las terroríficas horas de dictado y caligrafía que pasaba con don Carlo, solía jugar con mis compañeros a levantar el asiento de nuestros pupitres dobles para fingir, al menos durante unos segundos, que estábamos sentados sin estarlo realmente. El juego requería varias habilidades: la de levantar el asiento sin ser vistos, aparentar que estábamos sentados, aunque no fuera así y, por último, bajar el asiento sin que se notara. Era un ejercicio muy arriesgado y también bastante doloroso, como bien saben los deportistas que lo realizan como entrenamiento de esquí, pero por una vez la violencia era autoinfligida y no a voluntad de nuestro torvo verdugo.

Don Carlo nos acosaba con un placer sutil, pero no era un pedófilo. Creo que sentía un odio tan profundo por toda la humanidad que no podía cultivar ningún deseo de intimidad, ni siquiera una intimidad perversa con una preadolescente. Era tan misántropo que solo decía misa en los confines de una capilla desierta del primer piso del edificio. Siempre sin público, a lo sumo en compañía de uno o dos hermanos. Todavía me cuesta imaginar a un sádico puro como él hablando de amor o de misericordia divina, de perdón o de gracia.

Con otros profesores, las cosas eran distintas. Entre los alumnos se contaban historias de lances eróticos con tal o cual compañero. Por ejemplo, era bien conocida la fama de pedófilo de don Mauro, que sentía una profunda pasión por medir la temperatura corporal de los alumnos con fiebre introduciéndoles el termómetro en el ano. También eran populares las historias sobre el profesor de música, el fogoso don Carmine, que, si en el aula nos abofeteaba presa de violentos ataques de ira, en privado era un apasionado «sobón» de los alumnos a los que arrastraba a tocar la pianola detrás de un mísero tabique. Durante esos tres tristísimos años perdí para siempre toda convicción religiosa, y con los probables abusadores opté por utilizar, inconscientemente —tardaría en darme cuenta—, la misma estrategia que ya había dado buenos resultados con don Carlo: la de hacerme invisible, transformarme en una criatura anónima, abúlica, silenciosa, en un estudiante mediocre y pasivo, pero nunca tan malo como para llamar la atención y ser castigado.

Debo admitir que nunca fui víctima de abusos sexuales y que no recuerdo cómo, por quién y en qué circunstancias conocí a los padres Mauro y Carmine, a los que hay que añadir al menos otro sacerdote, el padre Alberico, cuyas perversiones no recuerdo en detalle. Sí recuerdo, sin embargo, que sus víctimas no estaban entusiasmadas con lo que les había sucedido, y que ninguno de nosotros deseaba ser objeto de la «atención especial» de nuestros instructores. En resumen, quizás nos divertía que a otros les hubieran pasado ese tipo de cosas, pero nos aterraba que nos tocara a nosotros; sabíamos muy bien que el peligro provenía de dos o tres fuentes concretas, y que no todos los curas tenían las mismas pasiones por el acoso sexual a adolescentes. Lo que tengo muy claro es que no podían ser leyendas infundadas, simples invenciones de adolescentes. ¿De dónde hubiéramos sacado la inspiración? ¿Cómo podrían nuestras inocentes mentes adolescentes haber ideado las historias del termómetro y la pianola —y otras que no recuerdo— sin alguna conexión con la realidad? Como confirmación indirecta de todo esto, puedo añadir que pasé esos veranos en una casa de vacaciones regentada por religiosos que pertenecían a la misma orden que la que administraba la escuela, y que allí nunca vi ni oí nada parecido. Sin embargo, no habrían faltado ocasiones, ya que vivíamos juntos durante muchas semanas.

Lo cierto es que, ni entonces ni durante mucho tiempo después, habría definido los besos o los manoseos de los curas como «abusos». Los imaginaba, al igual que mis compañeros de clase, como acciones desagradables para quienes las sufrían, pero en cierto modo inevitables, componentes esenciales de ese mundo claustrofóbico, cerrado, autoritario y exclusivamente masculino que muy pronto me produjo náuseas y que me impulsó, en cuanto tuve ocasión —durante el cuarto curso de secundaria en un instituto público—, a apartarme de la religión y sumergirme en el efervescente clima de protesta de los años setenta. Recuerdo con nitidez la fascinación que me producían de niño los gritos y eslóganes que provenían de la gran avenida arbolada a la que daban nuestras ventanas durante las manifestaciones callejeras, tal vez ya en octavo curso. Los cristales de nuestra aula estaban rigurosamente pintados para ocultar la visión de lo que ocurría fuera y para evitar que nada nos distrajera de nuestras aflicciones diarias, pero aquellos curas no podían evitar que oyéramos los gritos y consignas de decenas de miles de personas en la calle. Aquello no tardó en convertirse para mí en la excitante música de la libertad, a cuyo acogedor abrazo esperaba con fervor poder entregarme pronto.

Por supuesto que en años posteriores experimenté otras formas de opresión, pero ninguna tan perfecta y violenta como la que sufrí en aquella institución. Hice de todo con tal de evitar verme atrapado en experiencias similares, y preferí la objeción de conciencia al servicio militar, aunque nunca fui, ideológicamente hablando, un pacifista radical.

Esos abusos sexuales que entonces todavía no veía como tales formaban parte, viéndolos en retrospectiva, de un feroz sistema disciplinario aplicado a los adolescentes que también incluía otras formas de acoso: las oraciones forzadas, la escritura al dictado con letra pequeña, el profundo desprecio psicológico, la incompetencia de los sacerdotes, el carácter programáticamente «severo» —nunca estimulante— de las enseñanzas que se nos impartían, sin olvidar el maltrato físico. En este marco de despersonalización total, de despojarnos a los alumnos de todos los derechos, de ser tratados como plantitas a las que hay que levantar a fuerza de todo tipo de sanciones, eran posibles el abuso, el manoseo, el termómetro introducido a la fuerza en el ano, y la lengua del viejo cura en la boca. La disciplina y la sumisión se extendían más allá de los muros de la escuela. Con naturalidad entraban en nuestros hogares y silenciaban los tocamientos indeseados, impidiéndonos informar a nuestros padres de lo que nos había sucedido o de lo que habíamos aprendido. Quizá también por miedo a recibir una bofetada, a que nos respondieran que no dijéramos tonterías, que no denunciáramos abiertamente lo que a los ojos de los adultos parecían disparates, fantasías sin imaginación, cosas de adolescentes. Es muy posible que mis padres no tomaran en serio lo que aquí he escrito, me hubieran dicho que me callara y que pensara en mis estudios, que eso era lo verdaderamente importante; me hubieran dicho que se habían sacrificado para poder mandarme a ese colegio, y que esperaban que yo se lo agradeciera con un buen rendimiento académico, algo de lo que fui incapaz durante esos tres años de oscuridad, quizá los peores de mi vida.

En aquella época, hubo otro elemento que aumentó mi desapego de la religión y los sacerdotes. Mi padre, profesor de matemáticas, cambió de escuela, y mi casa empezó a ser frecuentada con regularidad por muchos de sus amigos y nuevos colegas, todos ellos artistas e intelectuales que vivían bajo la bandera de la libertad, el inconformismo y la transgresión sistemática de los códigos y valores pequeñoburgueses que mi familia había honrado hasta entonces. Huelga decir que todo esto hizo que la escuela a la que me vi obligado a asistir me resultara aún más insoportable y odiosa. En cualquier caso, en el variopinto grupo de personas que empezaron a poblar mi casa, había también un sacerdote: un hombre singular, inteligente, irónico, ingenioso y capaz de desafiar muchas convenciones. Don Federico fue un adulto significativo para mí, una persona a la que quise sinceramente durante muchos años, hasta su muerte. Solo hubo un momento de tensión entre nosotros cuando, en el verano de 1975, o quizá 1976, mis padres me enviaron a pasar unos días de vacaciones a la rectoría de su parroquia, en el campo. Con nosotros estaba su sobrino Valerio, que al cabo de unos días me invitó a visitar lo que él llamaba el «tesoro», es decir, la enorme colección de revistas pornográficas que poseía su tío, el cura, y que se guardaba en un viejo armario junto a su cama. Fue así como hice el descubrimiento del sexo representado y narrado. Pocos días después, el ama de llaves descubrió algunos de estos diarios que Valerio y yo guardábamos bajo el colchón y nos denunció al cura, que se ensañó con nosotros y nos amenazó con mandarnos a casa. Una vez más, el encuentro con un cura evoca el encuentro con el eros. Y al mismo tiempo la ocultación, la prohibición y la represión.

Dejé la enseñanza secundaria con alegría en 1977. Dos años más tarde, a los quince, conocí a don Pietro: era mi profesor de religión, un hombre culto, brillante, de viva inteligencia, pero también muy feo, físicamente repulsivo, gordo, a menudo maloliente, que vestía ropa sucia y llevaba en la cara una larga barba de pope ortodoxo, desgreñada, llena de restos de comida y saliva. Era un hombre de derechas, un tradicionalista feroz, un conservador acérrimo. Por esta razón, a menudo se enzarzaba en encarnizadas batallas verbales conmigo, que entretanto me había convertido en un ateo comunista militante, y sus conferencias solían terminar como duelos entre él y yo, un continuo «toma y daca», un excelente campo de entrenamiento para desarrollar habilidades dialécticas y aprender a enfrentarme al «enemigo». Don Pietro pronto se aficionó tanto a esas discusiones que empezó, con sutil pero tenaz insistencia, a invitarme a su casa. Me decía: «un sábado, después de clase, venga a mi casa —a todos nos trataba rigurosamente de usted—, comeremos juntos y tendré la oportunidad de enseñarle mis libros, y conversar sin límites de tiempo sobre los grandes sistemas que nos fascinan». Al final cedí, pero le obligué a invitar también a un compañero mío para no quedarme a solas con él. Algo me decía que era mejor estar en guardia. Recuerdo a la perfección todos los detalles de aquel día: la maravillosa casa en el centro de la ciudad, el gran recibidor circular con acceso al menos a seis habitaciones, la inmensa cantidad de libros que poseía aquel hombre rico, la frugal comida, poco más que una ensalada, que consumimos en el amplísimo comedor. Cuando terminamos de comer, don Pietro nos invitó a mí y a mi acompañante a sentarnos en un sofá de tres plazas. «Para dormir la siesta», nos dijo. Se sentó con nosotros, conmigo en medio con una manta de lana sobre nuestras piernas. Cerró los ojos, pero no se durmió, porque su mano derecha empezó a moverse en dirección a mi muslo y a acariciarlo suavemente, subiendo cada vez más. Un par de veces resistí el ataque moviéndome al otro lado del sofá, hacia mi amigo; a la tercera, me levanté y le dije que teníamos que irnos, que se hacía tarde y mis padres me esperaban en casa. Lo que hoy me deja estupefacto al recordar aquel episodio es que no se lo conté a nadie: no se lo conté a mi padre ni a mi madre, ni a mis compañeros de clase —quizá con la excepción de mi acompañante, pero solo deprisa y corriendo, justo después del suceso—, ni a nadie más. No solo eso: yo, comunista, ateo, heterosexual, seguí relacionándome con aquel cura abyecto y repugnante como si nada hubiera pasado, como si nunca hubiera sentido aquella mano subir lentamente por mi muslo, buscando el sexo de un joven virgen y bastante ingenuo. Don Pietro y yo seguimos discutiendo y enfrentándonos durante los años de instituto, hasta la madurez. Solo mucho más tarde, diría que muy recientemente, me di cuenta de la horrible importancia de aquel incidente, del alcance de lo que podría haber ocurrido si yo hubiera estado menos dispuesto a reaccionar o, en todo caso, solo un poco más subordinado psicológicamente a aquel cura. Hoy me doy cuenta, en retrospectiva, y con la fuerza de lo que he aprendido escuchando tantas historias de abusos clericales a adolescentes, de que en realidad me avergonzaba de lo que había ocurrido y de que con el padre Pietro había violado la regla que había aprendido en el instituto salesiano: la de hacerme invisible, la de desaparecer en el anonimato. Durante sus clases me había exhibido demasiado, convirtiéndome de forma inmediata en el blanco de su deseo, en un atractivo objeto sexual. Lo había hecho porque probablemente pensaba que era más fuerte que en el instituto: era mayor, ateo declarado, comunista, me interesaban las mujeres, y asistía a una escuela pública. Es decir, me sentía seguro. Hoy pienso que en aquel momento no fui lo bastante fuerte como para acudir a mi madre y al director y denunciar aquel abuso, y que al comportarme así no evité a otros adolescentes un destino similar, en muchos casos quizá peor.

Desde mis tiempos universitarios y hasta hace unos diez años, no frecuenté ningún ambiente católico, y solo iba a la iglesia para bautizos, funerales y ceremonias similares. Sin embargo, de repente, en 2007, decidí participar en un viaje organizado a Medjugorje por cuestiones de investigación y, a partir de ese momento, empecé a visitar sistemáticamente parroquias y peregrinos con fines científicos. Fue durante una «estancia etnográfica» con un grupo de fieles de la organización carismática Rinnovamento nello Spirito Santo3 cuando conocí a un sacerdote del que no recuerdo casi nada, salvo que animaba una comunidad de carismáticos en el centro de Italia, y que durante una conversación puso su mano en mis muslos intentando acariciarlos con despreocupación. Me aparté enseguida, pero esta vez no me quedé callado, y describí con detalle el episodio —que había evocado del antiguo acoso— en el libro Cattolicesimo magico, que contiene el relato íntegro de aquella experiencia, impactante también en otros aspectos.4

Un par de años después de la publicación del libro fui a Estados Unidos para un periodo de estudio e investigación. Un amigo católico me puso en contacto con un pequeño monasterio situado cerca de una importante y gran universidad.

Los monjes se ofrecieron a alquilarme una pequeña habitación por poco más que una suma simbólica. Acepté encantado, y la primera noche conocí a un sacerdote, creo que australiano, que se alojaba en el espacioso piso contiguo a mi cuchitril. Me invitó a cenar. Parecía simpático y alegre. En la mesa, en su terraza con vistas a la bahía, empezó a hablar de las dificultades de su vocación y, tras dos copas de vino, empezó a tocarme los muslos sin pudor. Me marché inmediatamente y le evité por completo desde entonces. Hoy pienso en la arrogancia contenida en aquel gesto, en la impúdica desvergüenza que puede llevar a una persona a poner sus manos sobre un desconocido sin ninguna precaución. Lo que está en juego y bajo sospecha no es la homosexualidad. Tengo muchos colegas, conocidos y amigos que son homosexuales y ninguno de ellos ha tenido nunca conmigo un gesto semejante, propio de alguien que quiere ir directo al grano y consumar una relación sexual sin perder demasiado tiempo.

La continuación de este libro nace precisamente de la historia que acabo de contar, es decir, del profundo deseo de comprender la naturaleza del vínculo entre el sexo y la formación clerical, del deseo de entender por qué los miembros del clero se muestran tan desinteresados por el sexo en público como obsesionados por él en privado y, por último, de aclarar si la sexualidad es una de las claves para entender la naturaleza de la milenaria institución que los ha nutrido y formado cuidadosamente. En las páginas que siguen relataré lo que he descubierto.

___________

1    A diferencia de los hechos descritos, todos los nombres propios mencionados en este libro son ficticios.

2   Crapone en el original. (N. del T.).

3   Rinnovamento nello Spirito Santo (en castellano Renovación en el Espíritu Santo) es una asociación católica laica. Incluye a laicos, consagrados, religiosos y sacerdotes coordinados a nivel local, diocesano, regional y nacional. Desarrolla sus actividades en comunión con los Servicios Internacionales de Renovación Carismática Católica, una organización de derecho pontificio presente en todo el mundo. (N. del E.).

4   Marzano, Marco, Cattolicesimo magico: Un’indagine etnografica, Bompiani, 2009.

EN BUSCA DE LA VERDAD: HISTORIA DE UNA INVESTIGACIÓN DIFÍCIL

Partiendo de las raíces autobiográficas que acabo de mencionar, mi trabajo sociológico de investigación empírica sobre el clero comenzó hace bastante tiempo, alrededor de 2009, cuando empecé a visitar parroquias y oratorios para llevar a cabo el trabajo de investigación que cristalizó en Quel che resta dei cattolici.5

La cuestión de la sexualidad y la afectividad de los sacerdotes me llamó la atención casi de inmediato, y las decenas de sacerdotes que conocí en aquellos años se mostraron muy dispuestos a hablarme de todos los problemas que afligían a sus parroquias y a su vida como pastores y hombres de Iglesia; reprochaban el comportamiento de algunos de sus feligreses, los calificaban de chismosos, arrogantes o lo que fuera, y a veces incluso llegaban a criticar abiertamente a su obispo delante de mí, pero nunca decían ni una sola palabra sobre sus asuntos privados, su relación con el sexo y el amor, sus preferencias por los hombres o las mujeres, los sinsabores de su vida afectiva. Algunos de ellos, los más amables y cordiales, se limitaban a glosar el tema diciendo que no me hablarían de su vida privada; otros, de hecho, la mayoría, con los ojos y los gestos asumían la pose heroica de un mártir y me decían que habían renunciado definitiva y estoicamente al sexo y al amor hacía mucho tiempo, que la mortificación de la carne y del deseo podía considerarse ya para ellos como un proyecto terminado, una meta cumplida. La actitud de todos había sido tan clara, que en aquellas primeras entrevistas nunca tuve el valor de insistir, de profundizar, de cuestionar abiertamente la veracidad de sus afirmaciones. Además, no habría servido de nada. Ya entonces me di cuenta de que debía seguir otros caminos para llegar a la verdad.

En cualquier caso, el descubrimiento de aquellas actitudes me hizo reflexionar durante mucho tiempo y despertó mi curiosidad hasta el punto de que, ya entonces, al margen de aquella investigación, que se refería sobre todo a las parroquias y a los movimientos eclesiales, empecé a tratar de averiguar más cosas. Conocí a una chica de Roma que había creado una asociación de mujeres que habían mantenido en el pasado, o seguían manteniendo, relaciones amorosas con sacerdotes. La entrevisté y luego tuve la oportunidad de hablar con las mujeres de la asociación, y fui a visitarlas a todos los rincones de la península. A través de sus historias empecé a darme cuenta de que había muchos miembros del clero que tenían una vida sexual activa, invariablemente clandestina, y muy a menudo problemática e infeliz. Me di cuenta de que todas esas aventuras seguían un mismo camino, un itinerario idéntico: al principio estaba la fascinación de la mujer por el sacerdote, la admiración de su cultura y sensibilidad; por su parte, el sacerdote, dándose cuenta de la posibilidad que se le abría, iniciaba una seducción sutil y discreta, disfrazada de amistad; al final llegaba el amor, real y carnal, feliz durante un tiempo y luego atormentado y doloroso, sobre todo porque él, que al principio prometía dejar el sacerdocio rogando algo de tiempo para encontrar el valor necesario, luego empezaba poco a poco a volverse más esquivo, a rehuir los encuentros, y a evadir el proyecto de una vida futura juntos. Al final llegaba la tragedia, el traslado del clérigo a otro lugar, las miles de llamadas sin respuesta, la huida del sacerdote motivada, en el mejor de los casos —es decir, cuando se daba una razón—, por una dramática crisis espiritual, por una regurgitación de la fidelidad a la vocación clerical, por un insoportable sentimiento de culpa por haber traicionado a Cristo y a su Iglesia.

Después de las «mujeres de los curas», empecé a acercarme y a entrevistar, utilizando todos los canales disponibles, a quienes habían abandonado las filas del clero, a los antiguos sacerdotes. Escuchando sus historias empecé a conocer mejor los sufrimientos impuestos por el clero, los tormentos que han llevado a miles de personas a abandonar el sacerdocio para empezar una nueva vida, casarse, tener hijos, dedicarse a un trabajo «normal». Los antiguos sacerdotes son, en la mayoría de los casos, personas que tuvieron el valor de renunciar a los privilegios de la vida clerical en nombre de una existencia más limpia, menos marcada por la hipocresía y la doblez. Sin embargo, su salida no siempre fue el resultado de una elección consciente ni la maduración de una ruptura biográfica intencionada. A veces fueron las circunstancias, como el embarazo imprevisto de una de sus compañeras, las que les obligaron a abandonar más o menos precipitadamente sus vestiduras clericales y a ponerse una civil. Muchos de ellos siguen siendo «laicos por error» durante mucho tiempo, tal vez incluso toda su vida, es decir, conservan más o menos la identidad, la forma mentis6 y las actitudes arraigadas que aprendieron durante sus años de formación y práctica clerical. A estos antiguos sacerdotes nunca les abandona una sutil pero persistente nostalgia por el periodo de celibato y sacerdocio, incluso cuando se han convertido en respetables hombres de familia. En última instancia, para este subconjunto de la gran legión de antiguos sacerdotes, abandonar las filas del orden clerical es ante todo un fracaso, el resultado infeliz de sus propias carencias, la consecuencia de su incapacidad para experimentar la sexualidad y la afectividad, y tal vez incluso la paternidad, mientras siguen vistiendo la sotana. Es un elemento que confirma algunas de las conclusiones a las que llegaré al final del libro sobre la naturaleza y las formas del vínculo entre la Iglesia católica y sus funcionarios.

Hace unos diez años también me acerqué por primera vez al mundo del clero homosexual. Primero entrevisté, gracias a los oficios de un joven colega que me lo presentó, a un joven empleado de banca que acababa de salir de una larga y problemática relación amorosa con un sacerdote, y más tarde a un sacerdote gay que había decidido salir del armario y abandonar la Iglesia.

Durante esos años, también pude escuchar la increíble historia de la hija de un sacerdote africano, y así hacerme una idea de cómo viven los numerosos curas de un continente en el que el catolicismo y el número de sacerdotes no ha dejado de crecer desde hace mucho tiempo.

En su momento pude recopilar mucho material, entrevisté a no menos de quince personas, pero no pude elaborar un plan científico coherente, y al final no hice nada con todo eso. Sin embargo, la idea de ampliar el trabajo de investigación y escribir un libro sobre el tema nunca me abandonó, permaneciendo siempre en el trasfondo de mi «imaginación sociológica». Entretanto, en todos los años transcurridos desde entonces, siempre he seguido trabajando sobre diversos aspectos del catolicismo, con lo que he ampliado mucho mis conocimientos sobre el mundo clerical, he aumentado de forma considerable mis contactos y he ampliado mi red de relaciones dentro del mundo católico. Lo que me dio el impulso decisivo para poner en marcha un proyecto de investigación centrado en el clero católico y las cuestiones de sexualidad y afectividad fueron varios escándalos relacionados con abusos: por ejemplo, en 2017, el escándalo del coro de la catedral de Ratisbona, en Alemania, o unos meses después, el escándalo tras la publicación del informe sobre los delitos sexuales del clero católico en Pensilvania.

El debate, especialmente en Italia, se ha centrado en la cuestión del encubrimiento de los sacerdotes abusadores por parte de sus obispos o por el Vaticano. La trama implícita de la mayoría de los abusos ha sido más o menos la siguiente: en la Iglesia acechan, sin razón aparente, peligrosos pervertidos sexuales, «manzanas podridas» cuyos crímenes son muy a menudo encubiertos por sus superiores —los obispos—, que quieren ante todo evitar el estallido de escándalos demasiado peligrosos para el buen nombre y la reputación de la Iglesia católica. Creo que es una lectura demasiado simplista y trivial, una interpretación que sugiere que el problema se resolvería con bastante facilidad si los jerarcas del catolicismo aceptaran ser más severos con los culpables. Esta explicación siempre me pareció muy superficial y completamente inadecuada.

En cualquier caso, cuando empecé a interesarme por el asunto, me acordé de las entrevistas con antiguos sacerdotes y parejas de sacerdotes, diez años antes. Empecé a preguntarme si la violencia y los abusos cometidos por sacerdotes católicos tenían algo que ver con la forma en que son educados en los seminarios, con la forma en que viven la sexualidad, y los afectos durante y después de sus años de formación. Luego me pregunté si los «encubrimientos» de los que siempre han sido objeto los abusadores no son también una emanación de la misma cultura organizativa que ha facilitado indirectamente la comisión de abusos. Así pues, el objetivo de mi trabajo de investigación pronto se convirtió en esclarecer los elementos estructurales, psicológicos y culturales que explican los delitos sexuales cometidos por sacerdotes. Este empeño, la focalización en el «sistema», no implica borrar o reducir las responsabilidades de los individuos, que siguen siendo muy relevantes tanto desde el punto de vista penal como moral, sino que permite ver que, además de las responsabilidades individuales, existen «fallos organizativos», elementos del funcionamiento del sistema clerical que, en determinadas circunstancias, contribuyen a generar abusos.