La ciencia de contar historias - Will Storr - E-Book

La ciencia de contar historias E-Book

Will Storr

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Beschreibung

Las historias moldean lo que somos, desde nuestro carácter hasta nuestra identidad cultural, nos impulsan a realizar nuestros sueños y ambiciones y dan forma a nuestra política y nuestras creencias. Las utilizamos para construir nuestras relaciones, para mantener el orden en nuestros tribunales, para interpretar los acontecimientos en nuestros periódicos y medios de comunicación social. Contar historias es una parte esencial de lo que nos hace humanos. Ha habido muchos intentos de descifrar lo que constituye una buena historia, desde las teorías de Joseph Campbell hasta los recientes intentos de descifrar el «código del best seller». Pero pocos han utilizado un enfoque científico. Para entender la narración de historias en su sentido más amplio, primero debemos comprender al narrador por excelencia: el cerebro humano. Aplicando una deslumbrante investigación psicológica y la neurociencia más vanguardista, Will Storr demuestra cómo nos manipulan los maestros de la narración, en un viaje que va desde las escrituras hebreas hasta Mr. Men, desde la literatura ganadora del Premio Booker hasta la televisión de pago, desde el drama griego hasta las novelas rusas y los cuentos populares de los nativos americanos.

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Introducción

Ya sabemos cómo acaba la cosa. Morirás, como morirán todos a quienes amas. Luego vendrá la muerte térmica. Todo cambio en el universo cesará, las estrellas perecerán y no quedará nada más que un vacío infinito, inerte y gélido. La vida humana, su bullicio y su soberbia, perderá sentido para la eternidad.

Sin embargo, vivimos ajenos a estas cuestiones. Por mucho que los seres humanos tengamos una capacidad única para captar el sinsentido de nuestra propia existencia, seguimos adelante como si nada. Apuramos alegremente los minutos, las horas y los días mientras el vacío se cierne sobre nosotros. A quien ose afrontar la cuestión de frente y opte por un racional descenso a las profundidades de la angustia vital se le colgará el diagnóstico de algún problema de salud mental y se le catalogará como defectuoso.

El remedio contra este horror es la narrativa. Nuestras mentes logran distraernos de la terrible realidad llenando nuestras vidas de objetivos esperanzadores y alentándonos a luchar por alcanzarlos. Los altibajos propios de esa lucha forman parte de nuestra común historia por conseguir aquello que deseamos. Y esa misma lucha otorga a nuestra existencia la ilusión de tener un sentido y desvía nuestra atención de la pavorosa verdad. Sencillamente, es imposible comprender la condición humana sin la narración de historias. Hay narraciones de historias en todas partes: en las páginas de nuestros periódicos, en nuestros tribunales de justicia, en nuestros espacios deportivos, en los órganos de debate de nuestros gobernantes, en los patios de nuestros colegios, en nuestros juegos de ordenador, en las letras de nuestras canciones, en nuestros pensamientos más íntimos y en nuestras conversaciones con los demás; en aquello que soñamos dormidos o despiertos. Están por todas partes. Somos esas narraciones.

La capacidad de narrar historias es lo que nos hace humanos. Algunas investigaciones recientes sugieren que el origen del lenguaje se encuentra en la necesidad de intercambiar «información social»,[1] y para dar con él hay que remontarse a las tribus que poblaban la Edad de Piedra. En otras palabras, ya en aquellos tiempos cotilleábamos sobre los demás. Contábamos cuentos sobre si la conducta de los otros era o no adecuada desde un punto de vista moral, para castigar la mala conducta y recompensar la buena, para lograr que todo el mundo cooperara en el seno de la tribu y poder mantenerla bajo control. Las narraciones sobre héroes y villanos, y las reacciones de júbilo o de rabia que dichos personajes desencadenan han sido fundamentales para la supervivencia de la humanidad. Estamos programados para disfrutarlas.

Según algunos investigadores, la figura de los abuelos[2] jugó un papel de vital relevancia en aquellas tribus: los ancianos contaban distintas historias —sobre héroes ancestrales, apasionantes misiones, espíritus y magia— que ayudaban a los niños y niñas a navegar por su mundo físico, espiritual y moral. La compleja cultura de la humanidad surgió de estas narraciones. Posteriormente, a medida que desarrollamos las actividades de labranza y ganadería, y nuestras tribus se asentaron y fueron convirtiéndose paulatinamente en Estados, estas narraciones de nuestros abuelos al calor del fuego se transformaron en grandes religiones con el poder suficiente como para mantener la unidad entre un gran número de seres humanos. Incluso hoy en día, las naciones modernas se definen principalmente por las narraciones sobre nuestro yo colectivo: nuestras victorias y derrotas; nuestros héroes y enemigos; nuestros valores distintivos y nuestras formas de ser, aspectos que están codificados en las historias que contamos y de las que disfrutamos.[3]

Vivimos nuestras vidas cotidianas como si de una narración se tratara. Nuestro cerebro crea un mundo en el que podamos vivir y lo puebla de aliados y de villanos. Torna el caos y la desolación de la realidad en una narrativa sencilla, alentadora, y sitúa en su centro la estrella —amí, un ser maravilloso en todo su esplendor—, otorgándole una serie de objetivos que se convierten en las tramas de su vida. Lo que hace nuestro cerebro es narrar una historia. Es un «procesador de narraciones[4] —escribe el profesor de Psicología Jonathan Haidt—, no un procesador lógico». Las historias emergen de las mentes humanas con la misma naturalidad con la que respiramos. No es preciso ser ningún genio para dominar la materia. Ya la dominas. La destreza para contar historias reside en la mera capacidad para curiosear en nuestro interior, en nuestra propia mente, y preguntarnos por sus mecanismos.

El origen de este libro es algo inusual, puesto que se basa en un curso de narrativaque, a su vez, se basa en la investigación que he llevado a cabo para varios de mis libros. Mi interés por la ciencia de contar historias surgió hace aproximadamente una década, mientras trabajaba en mi segundo libro, The Heretics, sobre la psicología de las creencias. Quise averiguar por qué personas inteligentes acaban creyéndose cosas absurdas. La respuesta que obtuve fue que, cuando estamos sanos desde un punto de vista psicológico, nuestro cerebro nos convierte en los héroes morales que protagonizan las tramas de nuestras vidas. Tiende a someter los «hechos» que se topa por el camino a la trama de esa historia. Cuando estos «hechos» favorecen nuestro sentido heroico de nosotros mismos, es probable que nos los creamos, más allá de lo inteligentes que nos consideremos. En el caso contrario, nuestros cerebros se las acabarán apañando para rechazarlos. The Heretics se convirtió en mi introducción a la idea de que el cerebro es un narrador de historias. No solo transformó mi propia percepción de mí mismo, sino que transformó mi forma de ver el mundo.

También cambió mi modo de entender mi propia escritura. Durante el proceso de investigación para The Heretics, me encontraba asimismo trabajando en mi primera novela. Después de pasarme varios años luchando contra las dificultades que entrañaba escribir ficción, acabé cediendo y me compré una selección de las típicas guías prácticas. Al leerlas, me di cuenta de algo sorprendente. Descubrí algunas similitudes entre lo que decían los expertos en narrativa y lo que me habían dicho los psicólogos y neurocientíficos a los que había entrevistado sobre aspectos relativos a nuestro cerebro y nuestra mente. Los narradores de historias y los científicos habían descubierto las mismas cosas desde puntos de partida distintos.

Continué estableciendo estas conexiones a medida que avanzaba mi investigación para mis siguientes libros. Empecé a plantearme la posibilidad de unir ambos ámbitos de estudio para así mejorar mi propia forma de contar historias. Esto me condujo a emprender un curso con base científica para escritores que obtuvo un éxito inesperado. Enfrentarme a salas a menudo llenas de autores, periodistas y guionistas extremadamente inteligentes me empujó a profundizar en mis investigaciones. No tardé en darme cuenta de que tenía material suficiente para escribir un pequeño libro.

Espero que las siguientes páginas resulten de interés a toda persona que sienta curiosidad por la ciencia de la condición humana, aunque tenga poco interés práctico por la narración de historias. No obstante, el libro también va dirigido a los narradores. Cada uno de nosotros se enfrenta al reto de acaparar y mantener la atención de los cerebros de los demás. Estoy convencido de que todos podemos ser mejores en lo que hacemos si averiguamos algo más sobre sus mecanismos.

El libro adopta un enfoque que contrasta con otros intentos más tradicionales de desentrañar lo que hay en una narración. Estos provienen a menudo de una serie de académicos que establecen comparaciones entre obras que han obtenido éxito o mitos tradicionales de todo el mundo para intentar establecer aspectos comunes. De estos enfoques se derivan una serie de tramas predefinidas capaces de secuenciar acontecimientos narrativos, como si de una receta de cocina se tratara. Sin duda, destaca en este sentido «Monomito»,[5] de Joseph Campbell, que en su versión completa consta de diecisiete partes que indagan sobre las fases del viaje del héroe desde la «llamada a la aventura» inicial.

Estas tramas estructuradas han tenido un enorme éxito. Han atraído a millones de personas y han generado miles de millones de dólares. Han provocado toda una revolución industrial en el ámbito de la creación de historias que se hace especialmente evidente en el cine y en las series de televisión. Algunos ejemplos son maravillosos, como Star Wars: Episodio IV. Una nueva esperanza,inspirada en el enfoque de Campbell. Sin embargo, muchos otros son meros entretenimientos, narraciones frías y corporativas que parecen haber salido de la cocina de un comité de expertos.

A mi juicio, el problema que plantea el enfoque tradicional es que ha conducido a una obsesión por este tipo de recetas estructurales. Es fácil observar por qué se ha producido esta tendencia. A menudo, se ha pretendido hallar la historia verdadera: una especie de estructura definitiva y perfecta que sirva para juzgar cualquier relato. ¿Y cómo se puede describir eso, si no es diseccionándolo en sus distintos movimientos?

Basta con realizar un recorrido por la creación narrativa para que salga a la luz la verdad que se esconde detrás de tales recetas. En la mayor parte de los casos resultan ser variaciones de la trama estándar estructurada en cinco actos, que resulta eficaz no porque esconda alguna suerte de verdad cósmica ni la ley universal de la narrativa, sino porque es la manera más ordenada de mostrar un cambio profundo del personaje. Es sencilla, eficaz e implacable, perfectamente armada para captar la atención de cerebros en masa.[6]

Tengo la sospecha de que la razón por la que algunas historias modernas tienden a tener un toque aséptico reside precisamente en creer que detrás de la trama hay una fórmula mágica. Una trama, sin embargo, no funciona por sí sola. Por eso mismo, bajo mi punto de vista, el foco no debería ponerse en la trama, sino en el personaje. Lo que verdaderamente suscita con naturalidad nuestro interés son las personas, no los acontecimientos. Lo que provoca nuestra alegría, nuestro llanto y que escondamos la cabeza entre los cojines del sofá son las vicisitudes de personas concretas, fascinantes y con sus puntos débiles. Obviamente, los acontecimientos externos son cruciales en toda trama, y esta debe contar con una estructura funcional y ordenada. Pero su único fin es ser el soporte de los personajes.

Si bien es cierto que hay una serie de principios estructurales generales y un ramillete de estructuras narrativas básicas que merece la pena tener en cuenta, todo parece indicar que pretender sentar unas bases obligatorias es un error.

Son muchos los elementos que atraen y mantienen la atención de nuestros cerebros. Los narradores de historias ponen en marcha una serie de procesos neuronales que surgen por diversas razones y que están a la espera de ser tocados como los instrumentos de una orquesta: el escándalo moral, el cambio inesperado, el juego de estatus, la especificidad, la curiosidad y un largo etcétera. Si entendemos cómo funcionan, nos resultará más fácil crear historias fascinantes, profundas, emotivas y originales.

Espero que este enfoque resulte más liberador desde el punto de vista creativo. Una de las ventajas de comprender el lado científico de la narrativa es que pone de manifiesto los «porqués» que hay detrás de las «normas» que se nos dictan habitualmente. Dicho conocimiento debería estimularnos. Para saber cómo romper las normas con inteligencia y eficacia hay que saber por qué las normas son normas.

Con todo ello no queremos decir que haya que descartar las aportaciones de teóricos como Campbell. Todo lo contrario. Son numerosos los libros de divulgación sobre este tema que contienen aportaciones brillantes sobre la narrativa y la naturaleza humana que solo recientemente la ciencia ha logrado desentrañar. De hecho, citaré a una serie de autores en las páginas de este libro. Y no lo haré para defender que sus valiosas estructuras narrativas deban ser ignoradas; pueden utilizarse fácilmente para complementar este libro. En realidad, es solo una cuestión de énfasis. En mi opinión, es más probable que emerja una trama convincente, compleja y original a partir de los propios personajes que de una lista cerrada. Y el mejor camino a seguir para poder crear personajes ricos, auténticos y sorprendentes desde un punto de vista narrativo es descubrir cómo actúan los personajes en la vida real. Y para ello es preciso recurrir a la ciencia.

He pretendido escribir el libro que me hubiera gustado tener entre las manos cuando me enfrentaba al reto de escribir mi novela. Quería que La ciencia de contar historias tuviera utilidad práctica, pero sin aniquilar el espíritu creativo a base de listas con lo que se debe hacer. Coincido con la opinión del novelista John Gardner cuando afirma que «la mayor parte de los absolutos estéticos resultan ser relativos bajo ciertas presiones». Sugiero a quien desee embarcarse en un proyecto narrativo que no se tome el contenido de estas páginas como una lista de pautas obligatorias a seguir, sino como una serie de herramientas a las que poder recurrir si se presenta la ocasión. Por otra parte, he esbozado también una práctica que ha resultado útil en las clases que he impartido a lo largo de estos años. El apartado «El enfoque del defecto sagrado» está dedicado al proceso de construcción del personaje protagonista; es un intento de construir una narración que imite las diversas formas mediante las cuales el cerebro es capaz de crear una vida y que, por tanto, resulte auténtica, fresca y cargada de potencial dramatismo.

Este libro se divide en cuatro capítulos, cada uno de los cuales profundiza en una capa distinta de la narrativa. Empezaremos por explorar el modo en que los narradores de historias y los cerebros son capaces de crear los vívidos mundos en los que habitan los personajes y las personas respectivamente. A continuación, nos encontraremos con el protagonista —y con sus defectos de carácter— en el centro mismo de su mundo. Luego nos sumergiremos en el subconsciente de esa persona, revelando las luchas y voluntades ocultas que hacen que la vida humana sea tan extraña y difícil, y que las historias que contamos sobre ella sean tan convincentes, inesperadas y emotivas. Por último, nos detendremos en el significado y el propósito de la narrativa, y echaremos un vistazo a las tramas y los finales que componen las historias.

Lo que sigue a continuación es un intento de contrastar lo que generaciones de brillantes teóricos de la narrativa han descubierto con lo que mujeres y hombres igualmente brillantes del ámbito de la ciencia han llegado a saber. Mi deuda con todos ellos es infinita.

WILL STORR

[1]Diversas investigaciones recientes sugieren que el lenguaje evolucionó principalmente para el intercambio de «información social»: Robin Dunbar, Louise Barrett, John Lycett, Evolutionary Psychology, Oneworld, 2007, p. 133.

[2]Algunos investigadores creen que los abuelos llegaron a desempeñar un papel vital en esas tribus: Alison Gopnik, «Grandparents: The Storytellers Who Bind Us; Grandparents may be uniquely designed to pass on the great stories of human culture», en Wall Street Journal, 29 de marzo de 2018.

[3]Diferentes tipos de narraciones: Edward O. Wilson, The Origins of Creativity, Liveright, 2017), pp. 22-24 [Los orígenes de la creatividad humana, Crítica].

[4]Es un «procesador de narraciones», escribe el psicólogo Jonathan Haidt: The Righteous Mind, Allen Lane, 2012, p. 281.

[5]El «monomito» de Joseph Campbell: The Hero with A Thousand Faces, Fontana, 1993 [El héroe de las mil caras, FCE, 2015].

[6]Coincido al respecto con el teórico John Gardner: The Art of Fiction, Vintage, 1993, p. 3.

1.0. El inicio de una narración

¿Dónde comienza una narración? O, mejor dicho, ¿dónde comienza cualquier cosa en realidad? Por el principio, obviamente. De acuerdo: Charles Foster Kane nació en Little Salem, Colorado, Estados Unidos, en 1862. Su madre era Mary Kane; su padre, Thomas Kane. Mary Kane era la directora de un internado…

No funciona. Puede que el nacimiento de alguien constituya el inicio de una vida, y sin duda este sería el principio de nuestra historia si el cerebro fuera un mero procesador de datos. Sin embargo, los datos biográficos, por sí mismos, aportan más bien poco al cerebro narrador de historias. El cerebro insiste en obtener algo más a cambio de su preciada atención.

1.1. Acontecimientos de cambio,

el cerebro que busca el control

Muchas narraciones empiezan por un incidente inesperado que produce un cambio. Y así continúan también. Tanto si se trata de un artículo sensacionalista de sesenta palabras que cuenta que a una estrella de la televisión se le ha caído la tiara como de una epopeya de 350.000 palabras como Ana Karenina, todas las narraciones se reducen a «algo ha cambiado». El cerebro siente una fascinación infinita por los cambios. «Casi todas las percepciones se basan en detectar un cambio», afirma la neurocientífica Sophie Scott. «Básicamente, nuestros sistemas perceptivos no funcionan si no hay algún cambio que detectar».[7] En un entorno estable, el cerebro se halla en un estado de relativa calma.[8] Sin embargo, si detecta un cambio en el entorno, registra dicho acontecimiento y se dispara la actividad neuronal.

Precisamente de esa actividad neuronal surgen nuestras vivencias. Todo aquello que hemos visto o pensado; todas las personas a las que hemos amado u odiado; cada secreto guardado, cada sueño perseguido, cada atardecer, cada amanecer, cada instante de dolor y de dicha, cada sabor, cada anhelo: todo es el producto creativo de torrentes de información que fluyen en bucle por remotos territorios de nuestro cerebro. Puede que ese bloque de 1,2 kg de gelatina computacional de color rosa grisáceo que tenemos entre ambas orejas nos quepa tranquilamente entre las manos, pero en su justa medida es inmenso e inabarcable. Tenemos 86.000 millones de células cerebrales o «neuronas», y cada una de ellas es tan compleja como toda una ciudad.[9] Las señales que se emiten entre sí se producen a una velocidad de hasta 120 metros por segundo.[10] Son capaces de recorrer entre 150.000 y 180.000 km de cableado sináptico,[11] una cantidad suficiente como para envolver nuestro planeta cuatro veces.

Ahora bien, ¿para qué sirve todo este potencial neuronal? Según la teoría evolucionista, nuestro fin es sobrevivir y reproducirnos. Ambos objetivos son complejos, en especial la reproducción, que en el caso de los humanos implica manipular lo que nuestras potenciales parejas puedan pensar de nosotros. Para lograr convencer a un miembro del sexo opuesto de que somos una pareja deseable se requiere un conocimiento profundo de determinados conceptos sociales como la atracción, el estatus, la reputación y los rituales de cortejo. Es decir, que básicamente podemos afirmar que la misión del cerebro es controlar. Los cerebros tienen que ser capaces de percibir el entorno físico y a las personas que lo habitan para poder controlarlos. Consiguen lo que quieren cuando aprenden a controlar el mundo.

Los cerebros están en alerta constante con el fin de poder controlar la situación ante acontecimientos inesperados. Un cambio inesperado abre la puerta a todo tipo de peligros dispuestos a saltarnos a la yugular. Paradójicamente, no obstante, los cambios también traen nuevas oportunidades. Son la grieta que se abre en el universo por la que se cuela el futuro. El cambio es esperanzador. El cambio es prometedor. Pone ante nosotros los vericuetos a recorrer para alcanzar un mañana más próspero. Cuando surge un cambio inesperado nos preguntamos por su significado. ¿Será para mejor o para peor? El cambio inesperado nos genera curiosidad, y curiosidad es lo que debemos experimentar al inicio de una narración bien estructurada.

Pensemos en nuestro propio rostro, no como tal sino como si se tratara de una maquinaria fruto de una evolución de millones de años diseñada para detectar los cambios. No hay prácticamente ni un ápice de esta maquinaria que no esté dedicada a tal cometido. Vas andando por la calle sin pensar en nada en concreto y, de pronto, se produce un incidente inesperado, una explosión; alguien grita tu nombre. Te paras. Cesa tu monólogo interior. Tu capacidad de atención se activa. Entonces giras esa asombrosa máquina de detección de cambios en esa dirección para responder a la pregunta: «¿Qué está pasando?».

Esto es exactamente lo que hacen los narradores de historias. Son creadores de instantes en los que se produce un cambio que capta la atención de sus protagonistas y, por extensión, la de los lectores o espectadores. Quien se haya dedicado a desentrañar los secretos de una historia sabrá de sobra la relevancia que tienen en ella los cambios. Aristóteles defendía que la peripeteia, un giro dramático, constituye uno de los momentos más poderosos en una obra teatral, mientras que para John Yorke, experto en narrativa y célebre supervisor de la producción dramática de la BBC, «la imagen que busca todo director de televisión, ya sea en un documental o en una ficción, es un primer plano de un rostro humano reaccionando a un cambio».[12]

Estos instantes de cambio son tan relevantes que a menudo integran las primeras frases de una historia.

¡Travieso Spot! Es hora de cenar. ¿Dónde se habrá metido?

—ERIC HILL, ¿Dónde está Spot?

¿Adónde va papá con el hacha?

—E. B. WHITE, La telaraña de Carlota

Cuando me despierto, el otro lado de la cama está frío.

—SUZANNE COLLINS, Los juegos del hambre

Estas frases introductorias provocan curiosidad al describir momentos específicos de cambio, al tiempo que dejan entrever un peligro acechante. ¿Quizá Spot se encuentre bajo un autobús? ¿Pero adónde va ese hombre con el hacha? La amenaza de un cambio por venir es una técnica muy eficaz a la que se recurre para generar curiosidad. Alfred Hitchcock, el maestro a la hora de sembrar la alarma en nuestros cerebros bajo la amenaza de un cambio inesperado inminente, llegó a afirmar: «No hay ningún terror en un disparo, solo en la anticipación a él».[13]

No obstante, la amenaza de un cambio no tiene por qué llegar a ser tan evidente como la sombra de un cuchillo en manos de un psicópata tras una cortina de ducha.

El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente.

—J. K. ROWLING, Harry Potter y la piedra filosofal

Esta frase de Rowling está maravillosamente impregnada con la amenaza de un cambio. El avezado lector habrá advertido que algo está a punto de irrumpir en el mundo autocomplaciente de los Dursley. Esta frase introductoria recurre a la misma técnica que empleara Jane Austen en el famoso inicio de su novela Emma:

Emma Woodhouse, bella, inteligente y rica, con una familia acomodada y un buen carácter, parecía reunir en su persona los mejores dones de la existencia; y había vivido cerca de veintiún años sin que casi nada la afligiera o la enojase.

Tal y como sugiere esta frase de Austen, el recurso narrativo de introducir instantes de cambio —o la amenaza de que se vayan a producir— en las frases introductorias no es como una suerte de truco para autores de libros infantiles. Veamos el inicio de Intimidad, de Hanif Kureishi:

No pienso volver a esta vida. Me resulta imposible.

He aquí el inicio de El secreto, de Donna Tartt:

No reconocimos la gravedad de nuestra situación hasta varias semanas después, cuando la nieve de las montañas ya se estaba fundiendo. Bunny llevaba diez días muerto cuando lo encontraron.

Así comienza El extranjero, de Albert Camus:

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé.

Y Jonathan Franzen empieza su obra maestra Las correcciones exactamente de la misma manera que ¿Dónde está Spot?, de Eric Hill:

La locura de un frente frío que barre la pradera en otoño. Se palpaba: algo terrible iba a ocurrir.

Tampoco puede decirse que este recurso se limite a la narrativa moderna:

Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus— desde que se separaron disputando el atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.

—HOMERO, La Ilíada

Ni a la propia narrativa:

Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo.

—KARL MARX, El manifiesto comunista

Incluso cuando una historia empieza sin que parezca que vaya a producirse algún cambio...

Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia desdichada lo es a su manera.

—LEÓN TOLSTÓI, Ana Karenina, frase introductoria

… si va a captar la atención de un número masivo de cerebros, ten por seguro que hay un cambio en ciernes:

Reinaba la confusión en casa de los Oblonsky. La esposa se había enterado de las relaciones de su marido con la institutriz francesa que había tenido, y le comunicó a aquel que no podían seguir viviendo juntos.

—LEÓN TOLSTÓI, Ana Karenina, frases segunda y tercera).

En la vida real, los cambios inesperados que llaman nuestra atención suelen carecer de importancia: el golpe lo produjo simplemente la puerta de una furgoneta al cerrarse; no te estaban llamando a ti, era una madre llamando a su hijo. De modo que vuelves a sumirte en tus pensamientos y el mundo se convierte, una vez más, en una maraña de movimiento y ruido. No obstante, de vez en cuando, ese cambio cobra importancia. Nos obliga a reaccionar. Y es ahí donde se produce el inicio de una historia.

1.2. La curiosidad

La introducción de un cambio inesperado no es el único mecanismo para despertar nuestra curiosidad. El cerebro necesita comprender el mundo para poder cumplir con su misión de controlarlo. Por eso la curiosidad del ser humano es insaciable: a los bebés de nueve semanas les atraen más las imágenes que no les resultan familiares que las que ya han visto antes;[14] parece ser que entre los dos y los cinco años los niños y niñas llegan a plantear a sus cuidadores unas 40.000 preguntas.[15] El ser humano tiene una extraordinaria sed de conocimiento. Los narradores de historias crean mundos capaces de estimular estos instintos, pero sin contar cada detalle.

La psicología ha explorado los secretos que encierra la curiosidad humana; cabría destacar en este sentido las famosas aportaciones del profesor George Loewenstein. Realizó una investigación en la que situó a los participantes frente a una cuadrícula en una pantalla de ordenador[16] y les invitó a marcar cinco casillas. Algunos participantes descubrieron que cada vez que marcaban una de ellas se desplegaba la imagen de distintos animales. Un segundo grupo, sin embargo, al realizar la misma operación, tan solo veía partes de un mismo animal. Este segundo grupo fue más propenso a seguir marcando casillas más allá de las cinco estipuladas, hasta lograr descubrir el misterio de la identidad del animal. Los investigadores concluyeron que las «series de información» incompletas despiertan espontáneamente la curiosidad del cerebro. «Se produce una inclinación natural a resolver las lagunas de información —escribiría Loewenstein—, incluso cuando se trata de cuestiones menores».[17]

En otro de los estudios se les mostraron a los participantes tres fotografías de distintas partes del cuerpo de una persona: las manos, los pies y el torso. A un segundo grupo de participantes se les mostraron dos partes; a un tercer grupo, solo una, y al cuarto, ninguna. Los investigadores descubrieron que cuantas más fotos del cuerpo veían los participantes, mayor era su deseo de ver la foto completa. Loewenstein llegó a la conclusión de que «hay una relación directa entre la curiosidad y el conocimiento».[18] Cuanta más información recibimos sobre el contexto de un misterio, mayor es nuestra necesidad de resolverlo. A medida que la narración va desvelando más contenido de la historia, mayor es nuestra necesidad de saber dónde está Spot o quién es «Bunny», cómo murió y qué tuvo que ver el narrador con su muerte.

La curiosidad tiene forma de n minúscula.[19] Es más débil cuando la gente no tiene ni idea de la respuesta a una pregunta y también cuando está totalmente convencida de que la conoce. El punto álgido, en el que operan los narradores de historias, se produce cuando la gente piensa que tiene algo de idea pero no está segura del todo. Los escáneres cerebrales revelan que la curiosidad comienza como una pequeña descarga en el sistema de recompensa del cerebro: ansiamos conocer la respuesta o saber cómo sigue la historia, igual que ansiamos drogarnos, practicar sexo o comer chocolate. Este estado agradablemente desagradable, que nos hace retorcernos de tentadora inquietud ante la deliciosa promesa de una respuesta, es innegablemente poderoso. Durante una investigación, los psicólogos descubrieron que «la compulsión por conocer la respuesta era tan grande que los sujetos estaban dispuestos a pagar por la información, a pesar de que su curiosidad podría haberse saciado gratuitamente después de la sesión».

Loewenstein detalla en su artículo «The Psychology of Curiosity» cuatro maneras de inducir involuntariamente la curiosidad en los seres humanos: (1) el «planteamiento de una cuestión o de un acertijo»; (2) «la exposición a una secuencia de acontecimientos cuya resolución se desconoce pero que puede anticiparse»; (3) «la vulneración de las expectativas que desencadena la búsqueda de una explicación»; (4) saber que «alguien posee la información».[20]

Los narradores de historias conocen estos principios desde hace tiempo; los han ido descubriendo con la práctica e instintivamente. Ante una laguna de información, la curiosidad se vuelve apremiante. Si tomamos los ejemplos de Agatha Christie o de la serie Principal sospechoso, vemos que en ambos casos se trata de historias en las que: (1) se plantea un enigma al lector o espectador; (2) se expone una secuencia de sucesos cuya resolución se desconoce, pero que se puede anticipar; (3) se dan pistas falsas sorprendentes; y (4) descubrimos que alguien sabe quién ha sido y cómo lo ha hecho, pero no nosotros. En su árido y detallado artículo académico, Loewenstein, sin ser consciente de ello, había descrito una obra policiaca perfecta.

No solo las novelas policiacas basan sus tramas en determinadas lagunas de información. En la obra de teatro ganadora del premio Pulitzer La duda, John Patrick Shanley jugaba magistralmente con el deseo de su audiencia de saber si su protagonista, el padre Flynn, un cura católico rebelde y paternalista, era o no un pedófilo. El periodista de investigación Malcolm Gladwell es un maestro a la hora de fomentar la curiosidad en torno a las «cuestiones menores» de las que hablaba Loewenstein, y en su relato «The Ketchup Conundrum» logra con creces esta hazaña convirtiéndose en un detective que trata de resolver el misterio de por qué es tan difícil hacer una salsa que compita con la de Heinz.

Algunos de nuestros narradores de mayor éxito en el mercado de masas recurren también a las lagunas de información. J. J. Abrams es uno de los creadores de la serie de televisión Perdidos, que narra los avatares de varios personajes que logran sobrevivir misteriosamente a un accidente de avión en una isla del Pacífico. Allí descubren unos misteriosos osos polares; un misterioso grupo de habitantes conocidos como «los otros»; una misteriosa francesa; un misterioso «monstruo de humo»; y una misteriosa puerta metálica en la tierra. La primera temporada de la serie creó un mundo plagado de lagunas de información hasta límites psicodélicos, logrando enganchar a quince millones de espectadores tan solo en Estados Unidos. Abrams ha descrito su teoría del control de la narración como algo que consiste en la apertura de «cajas misteriosas». El misterio, afirma, «es el catalizador de la imaginación… ¿Qué son las narraciones, sino cajas misteriosas?».[21]

1.3. El cerebro creador de modelos

Con el fin de poder contar la historia de nuestra vida, el cerebro tiene que inventarse un mundo en el que podamos vivir, con todo su colorido, su movimiento, sus objetos y sus sonidos. Así como los personajes de ficción existen en una realidad que se ha creado activamente, nosotros también. Pero eso no es lo que percibimos como seres humanos vivos y conscientes. Más bien sentimos que observamos la realidad desde nuestros cráneos, directamente y sin impedimento alguno. Sin embargo, no es así. El mundo «de ahí fuera» es en realidad una reconstrucción de la realidad que se produce dentro de nuestras cabezas. Es un acto creativo del cerebro narrador de historias.

El mecanismo es el siguiente. Entras en una habitación. Tu cerebro predice cómo será la escena, los sonidos y las sensaciones que allí se sucedan. A partir de ahí, crea una alucinación que se basa en esas predicciones. Tu mundo circundante es la experimentación de esta alucinación, en la cual ocupas un lugar central cada minuto de cada día. Nunca llegarás a experimentar la realidad de verdad porque no puedes acceder a ella directamente. «Pensemos en el hermoso mundo que nos rodea, con todos sus colores, sonidos, olores y texturas», escribe el profesor David Eagleman, neurocientífico y escritor de ficción.[22] «Nuestro cerebro no experimenta directamente nada de eso. Está encerrado en una bóveda silenciosa y oscura dentro de nuestro cráneo».

A esta reconstrucción alucinada de la realidad se la denomina en ocasiones «modelo» cerebral del mundo. Obviamente, el modelo que elabora el cerebro de la realidad circundante tiene que ser lo más fiel posible a ella, o de lo contrario nos tropezaríamos con las paredes y nos lanzaríamos tenedores al cuello los unos a los otros. Y es aquí donde intervienen nuestros sentidos, que tienen unas cualidades verdaderamente increíbles: nuestros ojos son las ventanas cristalinas a través de las cuales observamos el mundo en todo su colorido y su detalle; nuestros oídos son como tubos por los que se deslizan libremente los ruidos que se producen en nuestro entorno. Pero lo cierto es que, en realidad, tan solo están dando al cerebro una información limitada y parcial.

Pensemos en los ojos, nuestros órganos sensoriales dominantes. Si estiramos el brazo y observamos nuestro pulgar, será lo único que podamos ver en alta definición y en todo su colorido a la vez.[23] El color deja de existir a 20 o 30 grados del centro, y el resto de nuestra visión será borrosa.[24] Tenemos dos puntos ciegos del tamaño de un limón y parpadeamos de 15 a 20 veces por minuto, lo que significa que estamos ciegos durante un 10 por ciento del tiempo que pasamos despiertos.[25] Ni siquiera somos capaces de ver en tres dimensiones.

¿Cómo es posible entonces que percibamos que tenemos una visión perfecta? En parte, la respuesta reside en la obsesión del cerebro por el cambio. Esa parte importante de nuestra visión que permanece borrosa es sensible a los cambios que se producen en las formas y texturas de los objetos y en el movimiento. En cuanto detectan cambios inesperados, nuestros ojos envían su núcleo diminuto y de alta definición —una depresión en el centro de nuestra retina que mide 1,5 milímetros— en esa dirección para inspeccionarlos. De todos los movimientos que es capaz de producir el cuerpo, el movimiento «sacádico» de los ojos es el que se produce a mayor velocidad. Nuestros ojos realizan de cuatro a cinco movimientos de este tipo cada segundo; 250.000 en un solo día.[26] Algunos cineastas modernos han imitado este movimiento sacádico en el montaje de sus películas. Los psicólogos que han analizado el llamado «estilo de Hollywood» han advertido que la cámara realiza «cortes de acción de coincidencia» hacia los detalles que emergen igual que lo haría un movimiento sacádico, y que se siente atraída por estímulos similares, como el movimiento corporal.[27]

La función de los sentidos es recoger las pistas que ofrece el mundo exterior de diferentes maneras: ondas de luz, cambios en la presión del aire, señales químicas. Esa información se traduce en millones de impulsos eléctricos diminutos. De hecho, nuestro cerebro interpreta estos impulsos eléctricos como un ordenador interpreta un código. Recurre a ese código para construir activamente nuestra realidad y nos engaña para que creamos que esa alucinación controlada es real. Acto seguido, recurre a los sentidos para que verifiquen la información obtenida, ajustando rápidamente lo que nos muestra siempre que detecta algo inesperado.

La razón por la cual a veces «vemos» cosas que no están ahí en realidad se debe a este proceso. Pongamos por caso que está anocheciendo y creemos haber visto a un hombre extraño encorvado, con un sombrero de copa y un bastón, merodeando alrededor de una verja, pero que pronto advertimos que en realidad se trata de un tocón de árbol y de un arbusto. Le dices a tu acompañante: «Me ha parecido ver a un tipo raro por allí». Y sí, ciertamente lo has visto. Tu cerebro pensó que estaba allí y, por tanto, lo colocó allí. Después, una vez que has obtenido nueva información más ajustada a la realidad, el cerebro redibuja la escena y se actualiza tu alucinación.

Del mismo modo, a menudo no vemos cosas que realmente están ahí. En una serie de experimentos emblemáticos en los que los participantes miraban un vídeo que mostraba a gente pasándose una pelota, se les pedía que contaran el número de veces que se la pasaban unos a otros. La mitad de ellos no advirtieron que un hombre disfrazado de gorila irrumpía en mitad de la escena, golpeándose el pecho tres veces, para abandonarla después de nueve segundos.[28] En otros estudios se ha demostrado también que podemos estar «ciegos» a cierta información auditiva (la voz de alguien diciendo «soy un gorila» durante diecinueve segundos), y lo mismo puede decirse con respecto a información táctil y olfativa.[29] La capacidad de procesar que tiene nuestro cerebro es sorprendentemente limitada. Una vez sobrepasado el límite, sencillamente el objeto se elimina de la escena. No se incluye en nuestra alucinación de la realidad. Literalmente se vuelve invisible ante nosotros. Estos hallazgos tienen consecuencias potenciales nefastas. En una prueba de simulación de parada de un vehículo, el 58 por ciento de los policías en prácticas y el 33 por ciento de los agentes experimentados que participaron en el operativo «no se dieron cuenta de que había una pistola colocada a la vista en el salpicadero del vehículo».[30]

Naturalmente, la cosa no hace más que empeorar desde el momento en que nuestros sentidos encargados de verificar la información se van dañando. Cuando alguien empieza a experimentar fallos repentinos en la vista, su alucinación de la realidad puede empezar a parpadear y a fallar. En ocasiones, ven payasos, animales de circo y dibujos animados en lugares en penumbra. Las personas religiosas hablan de supuestas apariciones. Estas personas ni están «locas» ni son raras. Es un mal que afecta a millones de personas. El doctor Todd Feinberg alude a una paciente, Lizzy, que sufrió un derrame en los lóbulos occipitales.[31] Como suele suceder en este tipo de casos, su cerebro no procesó inmediatamente el hecho de que se había quedado «totalmente ciega de repente», por lo que siguió proyectando el modelo derivado de su alucinación del mundo. En una ocasión en la que Feinberg la visitó en el hospital, le preguntó si tenía algún problema en la vista y ella contestó que «no». Cuando le pidió que echara un vistazo y que le contara lo que veía en la habitación, ella movió la cabeza mirando a su alrededor.

—¿Sabe?, está muy bien ver a amigos y familiares —dijo Lizzy—. Me hace sentir que estoy en buenas manos.

Sin embargo, no había nadie más en la habitación.

—Dígame sus nombres —le pidió Feinberg.

—No conozco a todos. Son amigos de mi hermano.

—Míreme. ¿Qué llevo puesto?

—Ropa de sport. Ya sabe, una chaqueta y unos pantalones. De color azul marino y marrón.

Feinberg llevaba su uniforme blanco de hospital. Lizzy continuó charlando y actuando «como si nada en este mundo le preocupara».

Estos hallazgos relativamente recientes por parte de la neurociencia plantean una cuestión espeluznante. Si nuestros sentidos tienen una capacidad de percepción tan limitada, ¿cómo podemos saber lo que ocurre realmente fuera de la oscura bóveda de nuestros cráneos? Resulta inquietante que no podamos responder a esta pregunta con total seguridad. Sencillamente, nuestra tecnología biológica es incapaz de procesar la mayor parte de las cosas que están pasando en los grandes océanos de radiación electromagnética a nuestro alrededor, como si de una vieja televisión en blanco y negro se tratase. Los ojos humanos solo son capaces de leer menos de una diezmillonésima parte del espectro luminoso.[32]«Nuestra evolución nos ha dotado de percepciones que nos permiten sobrevivir —afirma el especialista en ciencia cognitiva Donald Hoffman—. Pero ello implica que permanezca oculto lo que no necesitamos saber. Lo cual equivale a decir que casi toda la realidad permanece oculta ante nosotros, sea lo que sea la realidad».[33]

Sabemos que la realidad es radicalmente distinta al modelo que experimentamos en el interior de nuestras cabezas. Por ejemplo, no se oye ningún ruido ahí fuera. Si se cae un árbol en el bosque y no hay nadie cerca que pueda escuchar el estruendo, solo se generarán cambios en la presión atmosférica y vibraciones en la tierra. El estruendo que provoca es el efecto que se produce en el cerebro. Cuando te golpeas el dedo del pie y sientes un dolor punzante, no es más que una ilusión. El dolor no está en el pie, sino en tu cerebro.

Tampoco hay colores en el exterior. Los átomos no tienen color. Los colores que «vemos» son la mezcla de tres conos que se encuentran en nuestros ojos: el rojo, el verde y el azul. Esto hace que los Homo sapiens seamos unos miembros del reino animal relativamente limitados: algunos pájaros tienen hasta seis conos; el camarón mantis posee dieciséis;[34] los ojos de las abejas son capaces de ver la estructura electromagnética del cielo.[35] El colorido de sus mundos hace que, a su lado, nuestra imaginación palidezca. Incluso los colores que «vemos» están mediados por la cultura. A los rusos se les educa para apreciar dos tipos de azul, y como resultado de ello son capaces de ver ocho colores en el arcoíris.[36] El color es mentira. Es un atrezzo que configura el propio cerebro. Hay una teoría que defiende que empezamos a pintar con colores los objetos hace millones de años para poder identificar la fruta madura.[37] El color nos ayuda a interactuar con el mundo exterior para así poder controlarlo mejor.

Lo único seguro son los impulsos eléctricos que envían nuestros sentidos. Nuestro cerebro narrador de historias recurre a esos impulsos para crear el colorido escenario en el que representamos nuestras vidas. Puebla ese escenario con un elenco de actores con sus propios objetivos y sus propias personalidades, y crea las tramas de nuestras vidas. Ni siquiera el sueño supone una barrera para los procesos con los que el cerebro construye historias. Los sueños nos parecen reales porque están hechos a partir de los mismos modelos neuronales alucinatorios que utilizamos cuando estamos despiertos.[38] Las imágenes y los olores son los mismos, y sentimos lo mismo al tocar los objetos. La locura se origina en parte porque los sentidos encargados de verificar la información se desconectan y en parte porque el cerebro tiene la necesidad de dotar de sentido a las irrupciones caóticas de la actividad neuronal que provoca nuestro estado de parálisis temporal. El cerebro explica este estado de confusión de la misma manera que explica todo lo demás: esbozando un modelo del mundo y convirtiéndolo en una historia de causa y efecto por arte de magia.

Es muy habitual soñar que nos precipitamos al vacío desde lo alto de un edificio o que rodamos escaleras abajo; se trata de una narración que elabora el cerebro y que se pone normalmente en marcha para explicar un «tirón mioclónico»,[39] es decir, una contracción repentina y brusca de los músculos. Al igual que las historias que nos contamos unos a otros por pura diversión, las narraciones de los sueños tienden a centrarse en un cambio inesperado y drástico. Según diversos investigadores, la mayoría de los sueños representan como mínimo un acontecimiento amenazador e inesperado capaz de producir un cambio, y la mayor parte de las personas experimenta hasta cinco episodios de estas características cada noche. Las tramas de los sueños reflejan esto en cualquier parte donde se realicen estudios al respecto, de este a oeste, ya sea entre habitantes de ciudades o de tribus. «El episodio que se produce con más frecuencia es el de la persecución o el ataque —según el psicólogo Jonathan Gottschall—. Otras temáticas universales son las caídas desde grandes alturas, ahogarse, perderse, quedarse encerrado, estar desnudo en público, herirse, enfermar o morir y verse atrapado en un desastre natural o provocado por el ser humano».[40]

Acabamos de descubrir el mecanismo de la lectura. Los cerebros obtienen información —de la forma que sea— del mundo exterior y la convierten en modelos. La información que contienen las palabras de un libro se transforma en una serie de impulsos eléctricos a medida que nuestros ojos recorren las páginas. El cerebro lee estos impulsos y construye un modelo con la información que aportan esas palabras. De modo que si las palabras de una página están describiendo una puerta desvencijada de un pajar que cuelga de una sola bisagra, el cerebro del lector construye el modelo de una puerta desvencijada que cuelga de una sola bisagra. El lector la «verá» en su cabeza. Del mismo modo, si las palabras describen a un mago de tres metros con las rodillas hacia atrás, el cerebro moldeará la imagen de un mago de tres metros con las rodillas hacia atrás. Nuestro cerebro reconstruye el modelo del mundo imaginado originariamente por el autor de la narración. Es la brillante frase de León Tolstói hecha realidad: «Una verdadera obra de arte destruye, en la conciencia del receptor, la separación entre él mismo y el artista».

Durante la realización de un ingenioso estudio científico en el que se examinaba este proceso se pudo captar a los participantes en el momento en que «contemplaban» los modelos de las narraciones que sus cerebros se afanaban en elaborar. Los participantes llevaban unas gafas que registraban sus movimientos sacádicos.[41] Cuando escuchaban historias en las que un montón de acontecimientos se desarrollaban por encima de la línea del horizonte, sus ojos no cesaban de realizar micromovimientos hacia arriba, como si estuvieran examinando activamente los modelos que estaban generando sus cerebros a partir de las distintas escenas. Por el contrario, cuando se les narraban historias «hacia abajo», dirigían los ojos en esa dirección.

Muchas de las reglas gramaticales que nos enseñaron en el colegio cobran sentido una vez hemos aprendido que cuando leemos elaboramos modelos a partir de alucinaciones. Según el neurocientífico Benjamin Bergen, la gramática es como un director de cine: le dice al cerebro qué moldear y cuándo hacerlo. Para él, la gramática «parece modular en qué parte de la simulación se invita a alguien a centrarse, el grado de detalle con el que se realiza la simulación o la perspectiva desde la que se realiza dicha simulación».[42]

Según Bergen, empezamos a elaborar modelos a partir de las palabras desde el momento mismo en que las leemos. No esperamos a terminar la frase. Por eso es importante el orden en el que los autores colocan las palabras. Quizá esto contribuya a explicar por qué es más eficaz una construcción gramatical transitiva («Jane le dio un gatito a su padre») que una ditransitiva («Jane le dio a su padre un gatito»).[43] El orden de las imágenes: Jane, el gatito, el padre es una imitación de la sucesión de acciones que tienen lugar en el mundo real cuyo modelo debemos construir como lectores. Es decir, estamos experimentando mentalmente la secuencia de la escena en el orden correcto. Dado que los autores generan, de hecho, películas neuronales en las mentes de sus lectores, deberían saber priorizar un orden cinematográfico de las palabras e imaginarse cómo se posaría la cámara neuronal del lector en el elemento de cada frase.

Por esta misma razón, una oración activa («Jane le dio un beso a su padre») es más eficaz que una pasiva («Su padre fue besado por Jane»).[44] Si estuviéramos asistiendo al hecho en directo, el gesto inicial de Jane llamaría nuestra atención y luego veríamos desarrollarse la acción del beso. No nos quedaríamos mirando al padre anonadados a la espera de que tuviera lugar alguna acción. La voz activa implica que los lectores moldean la escena que leen en una página igual que si estuviera teniendo lugar en la vida real. Contribuye a facilitar la lectura y la inmersión en el contenido.

Otro recurso potente al alcance del narrador creador de modelos son los detalles específicos. Si el escritor pretende que sus lectores sean capaces de elaborar un modelo de los mundos contenidos en su narrativa deberá esmerarse en la precisión de sus descripciones. La descripción precisa y específica da lugar a modelos precisos y específicos. Según un estudio, para construir una escena vívida es preciso poder describir tres cualidades específicas de cualquier objeto; el estudio incluía ejemplos como «una alfombra azul oscuro» y «un lápiz de rayas naranjas».[45]

Los hallazgos de Bergen apuntan también a la razón por la que se debería alentar a los escritores a «mostrar más que a contar». C. S. Lewis le imploraba a un joven escritor en 1956: «No nos cuentes lo “terrible” que fue el hecho, descríbelo para que sintamos el terror. No nos digas lo “delicioso” que fue, permite que seamos nosotros los que exclamemos “delicioso” cuando hayamos leído la descripción».[46] La información abstracta que encierran los adjeti