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Talia Lavin es la peor pesadilla de todo fascista: una joven judía ruidosa y sin remordimientos, con los conocimientos de investigación en línea necesarios para poner al descubierto las tácticas e ideologías de los odiadores en línea. Sin pelos en la lengua y sin concesiones, el debut de Lavin descubre los rincones ocultos de la red donde se reúnen los extremistas, desde los nacionalistas blancos y los incels hasta los nacionalsocialistas y los Proud Boys. 'La cultura del odio' es la historia de cómo Lavin, un objetivo frecuente de los trolls extremistas (incluidos los de Fox News), se sumergió en una cultura de odio en línea bizantina y aprendió las complejidades de cómo la supremacía blanca prolifera en línea. En estas páginas revela a los extremistas que se esconden a la vista de todos en Internet: Incels. Nacionalistas blancos. Supremacistas blancos. Nacionalsocialistas. Proud Boys. Extremistas cristianos. En historias repletas de "catfishing" y "gatecrashes", combinadas con una investigación exhaustiva y desgarradora, Lavin se infiltra como una rubia nazi y un incel desamparado en las comunidades extremistas en línea, incluyendo un sitio de citas sólo para blancos. También descubre la red de jóvenes extremistas inquietantes, incluido un canal de YouTube de supremacía blanca dirigido por una niña de 14 años con casi un millón de seguidores. En última instancia, vuelve a poner el foco en el antisemitismo, el racismo y el poder de los blancos en un intento de desmantelar y aplastar los cismas del movimiento de odio en línea, las tácticas de reclutamiento y la amenaza que representa para la política y más allá. Impactante, provocador y humorístico a partes iguales, y con una actitud de no tomar prisioneros, 'La cultura del odio' explora algunas de las subculturas más viles de Internet y cómo están haciendo todo lo posible por infiltrarse en la corriente principal. Y nos muestra cómo podemos contraatacar.
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Introducción
Hay una famosa viñeta del New Yorker que me encanta: data de 1993, en los albores de Internet, y muestra a un perro sentado sobre una silla de oficina, frente a un ordenador que parece ser un Mac. Nuestro perro habla con otro perro que le mira desconcertado y el pie de imagen reza: «En Internet nadie sabe que eres un perro». Vale, puede que sea así. Y a menos que lo anuncies a bombo y platillo, en Internet tampoco descubrirán que eres judía. El caso es que cuando escribí este libro, por primera vez en mi vida pasé mucho tiempo, un año al menos, sin contarle a nadie que era judía. Lo hice para escuchar lo que decían.
Con muchísima frecuencia me vi obligada a ocultar mi identidad para poder adentrarme en el entorno del nacionalismo blanco hasta donde me fuera posible. En la vida real soy una judía desgarbada y bisexual que vive en Brooklyn, alguien con una melena castaña llena de rizos, la viva semblanza de las madres de las novelas de Philip Roth. También soy alguien con una postura política definida: no tengo pelos en la lengua y, sin creerme particularmente sectaria, sí me situaría considerablemente a la izquierda del «Medicare para Todos». Sin embargo, al escribir este libro tuve que dejar de ser yo. Y lo que en ocasiones me encontraba me impelía a desear dejar de serlo a tiempo completo.
He aquí algunos ejemplos de lo que hice mientras trabajaba en este libro.
Me inventé cosas. Muchas cosas. Fue algo espectacular. Me saqué identidades de la manga, porque necesitaba infiltrarme en comunidades donde mi verdadero yo —el de una periodista judía, el de una conocida charlatana que odia el fascismo en Twitter— no era bienvenido. Así que tuve que convertirme en otras personas, e inventármelas sobre la marcha.
Fingí ser una cazadora rubia, esbelta y menuda que se había criado en una comunidad de nacionalistas blancos de Iowa y ahora buscaba pretendientes en una web de citas solo para gente de raza blanca.
Fingí ser un mozo de almacén de Morgantown, Virginia Occidental, que había tenido tendencias suicidas después de que su esposa lo abandonara, para volver a ser él mismo al engrosar las filas del movimiento nacionalista blanco y estar dispuesto a hacer lo que fuera para apoyar a sus hermanos en la causa común.
Me hice pasar por íncel: un virgen, uno de esos radicalizados «célibes a su pesar» que demuestran sentir un profundo odio hacia las mujeres por su escaso éxito en materia sexual.
Me infiltré en una célula de propaganda terrorista neonazi, con sede en Europa, llamada División Vorherrschaft (Vorherrschaftsignifica «supremacía»), donde me hacía pasar por una joven muy sexy con el alias «Aryan Queen» (Reina Aria) que estaba interesada en salvar a la raza blanca mediante el uso de la violencia.
Observé en silencio cómo unos neonazis fantaseaban sobre cómo sería violarme.
También me adentré en lugares sórdidos sin ocultar mi identidad; de hecho, hablé con gente mala y buena en el frente de la batalla por América.
Asistí con mi propio nombre a una conferencia de youtubers de la ultraderecha en Filadelfia y fui expulsada de un casino.
Hablé con antifascistas que se habían prestado a defender a su comunidad en Charlottesville, Virginia.
Quise afiliarme a un ritual pagano de supremacistas blancos de la región de Albany, en el estado de Nueva York, pero me rechazaron los miembros mayores de una secta pagana de culturistas llamada Operation Werewolf (Operación Hombre Lobo).
Asistí a una infumable pelea de gallos de rap freestyle entre nacionalistas blancos.
Vi a unos neonazis publicar fotos de niños trans, de niños judíos y de niños negros mientras hablaban de matarlos a todos.
A diario, durante casi un año, me infiltré en chats, en webs, en foros donde se compartían fotos de linchamientos como si fueran divertidos memes. Allí se usaban lemas como «MATAR JUDÍOS» y los asesinos eran tildados de «santos». En el aniversario de la matanza de la sinagoga de Pittsburgh, fui testigo de cómo elogiaban a Robert Bowers —el asesino de once judíos que habían acudido a orar allí—, al que veían como un héroe y un amigo. A diario escuchaba a completos desconocidos llenarse la boca hablando de matar judacas. A diario observé a completos desconocidos incitar a la violencia, hacer apología del asesinato, idear el modo de lavar el mundo con sangre hasta dejarlo inmaculado. Escuché sus pódcast. Vi sus vídeos. Oí la horrible música que oyen y contemplé cómo planeaban reunirse para celebrar el racismo, ahora convertido en su razón de ser.
Algo se me rompió por dentro.
Lo admito: cuando abordé este libro estaba enfadada con la derecha racista. Tenía la idea de escribir un libro divulgativo y a un tiempo intelectual, apasionado y a la vez lúcido, donde explicar con exactitud quiénes son estas personas y qué se proponen. Antes de empezar a escribir, por gentileza de una web neonazi llamada The Daily Stormer, mi nombre aparecía como primer resultado de búsqueda en Google para la expresión greasy fat kike (gorda sebosa judía). Un grupo de odio denominado Patriot Front había enviado a mis padres una postal con el eslogan «Sangre y Tierra», el equivalente en inglés del «Blut und Boden» de la época nazi. Y en Gab —una red social amiga de los supremacistas blancos, utilizada por Robert Bowers, el presunto asesino de la sinagoga de Pittsburgh— alguien había difundido los nombres de mis parientes. Creía estar preparada para asumir las consecuencias de la investigación de este libro.
Pero no lo estaba.
Ahora, mientras escribo estas líneas, siento cómo arde dentro de mí una rabia que no tiene fin. Hay un viejo dicho que afirma que los amantes no deben irse a la cama enfadados; pues bien, durante el último año me he ido cabreada a la cama y me he despertado cabreada y he pasado cada jornada presa de un cabreo abrasador y húmedo, como si tuviera la boca anegada de sangre.
No porque haya descubierto que los miembros de la extrema derecha racista son inhumanos, ni porque sean unos monstruos incomprensibles. No pertenecen a una especie completamente ajena, ni requieren un análisis forense, ni merecen ser objeto de un estudio científico desapasionado. Ni son todos bobos, ni están todos sumidos en la pobreza, ni están todos agobiados por problemas sociales. Ni siquiera pertenecen a una única clase socioeconómica. No son monstruos: son personas. Personas, en su mayoría hombres, aunque también haya algunas mujeres, que habitan este país y este mundo y que han elegido odiar, que han optado por dar sentido a sus vidas odiando, que cimentan sus comunidades solidarias en el odio, que cultivan el odio sin descanso y a diario. Son personas, personas con una versión alternativa de la historia que operan dentro de un mundo estanco de propaganda, instituido con el objetivo de avivar el encono contra otros, sin ningún otro propósito que incitar al asesinato. Entre ellos hay hombres ricos y pobres, comerciantes y oficinistas, adolescentes y tipos de mediana edad. Comen y duermen y a veces empinan el codo más de la cuenta o permanecen sobrios. Algunos están solos; otros, cachondos. A veces se deprimen y en ocasiones se sienten confundidos y por momentos parecen alegres. Son personas, como tú y como yo. Podrían ocupar el puesto de trabajo contiguo al tuyo y ni siquiera te darías cuenta; podrían sentarse en tu misma clase y no te enterarías; podrían vivir en tu mismo barrio, jugar en tu mismo equipo y nunca sabrías que de madrugada intercambian fotos de linchamientos como si fueran cromos de béisbol, y que al hacerlo se parten de risa.
Ahora conozco a esos hombres y mujeres. He visto qué escriben, cómo hablan, qué leen e incluso cómo cantan. (Mal). Lo que me cabrea de veras es su misma humanidad: cómo el odio que promulgan y la violencia que ansían desatar no son sino la consecuencia de docenas o cientos de pequeñas elecciones humanas.
Toman estas decisiones día tras día, como la de crear identidades alternativas para hacer apología de la esvástica, las máscaras de calaveras y el Totenkopf, una apología de lo peor de la historia y lo peor del presente fusionados en una misma cosa. Deciden soñar, pero no con la paz ni con la igualdad, ni con nada mejor que este maltrecho mundo que habitamos, sino con otro mundo peor, desgarrado por el terror y anegado con la sangre de aquellos que consideran infrahumanos. Porque para ellos «infrahumano» significa cualquiera que no sea blanco, o que sea judío, o que se oponga a su pútrido cáncer ideológico. Su diálogo es irremediable, pueril e irascible. Para ellos todo se resuelve con violencia, que les atrae como el néctar al colibrí: es lo que anhelan, lo que los inunda de un fugaz sentimiento de virilidad, lo que da sentido a sus vidas. El miedo que creen propagar les hace sentirse poderosos; vitorean a asesinos, a quienes ven como hermanos de armas. Lo admito: a medida que investigaba y escribía, la rabia que sentía dentro se fue calcificando hasta provocarme un odio paralelo, un odio que ya no se basaba en el color de la piel, sino en la profusión de ese veneno que consumía a raudales, en la forma en que perfectos desconocidos hablaban de matar a personas que se parecían a mis sobrinos, a mis primos, a mis tías, a mis amantes, a mis amigos, a mí misma. Así, empecé a disfrutar de estar engañándolos y a experimentar el dudoso placer de fingir que era otra persona.
Aunque la furia contra esos fanáticos era apenas una fracción de lo que sentía. Parte de mi rabia iba destinada a aquellas personas que se oponen a una acción enérgica contra la organización neonazi. Me enfurecían los blancos moderados, esa gente que no cree en expulsar a los nazis de la palestra, ni en oponerse a sus manifestaciones, ni en privarles de público e influencia y de cualquier altavoz con el que puedan difundir su bilis. Esa gente que afirma: «¡No les hagáis ni caso! ¡Dejadlos, que se manifiesten! Que tuiteen, que hablen en el campus, que digan lo que quieran… Serán derrotados en el mercado de las ideas». Esa gente que se juzga razonable y afirma: «Dejad que divulguen su doctrina». Pero el efecto de dichas ideas al propagarse es muy parecido al del Zyklon B. Estudiarlas de un modo exhaustivo me ha hecho darme cuenta de que, dentro del ámbito de nuestro discurso como país, esa retórica no es aceptable en ninguna medida, al igual que no es aceptable que una sola gota de gas venenoso pueda filtrarse en una estancia habitada.
Afirmar lo contrario es un argumento nacido de la autocomplacencia: el argumento de que mostrarse conciliador con el racismo violento es más una forma de ser tolerantes que una capitulación en toda regla ante la versión que la extrema derecha nos brinda sobre su propia legitimidad.
Dentro de la extrema derecha hay distintas corrientes con ideas racistas. Las analizo en este libro. Está, por ejemplo, la palabrería intelectual de apariencia milagrosa del identitarismo, que bajo un lenguaje engolado esconde todo su odio, mientras propugna con cara de circunstancias la necesidad de crear Estados étnicos estancos para todo el mundo, como si eso fuera un modo válido de lograr la igualdad.
Está también la violencia directa del aceleracionismo de ultraderecha, que propugna la necesidad de más y más ataques terroristas, hasta que la sociedad estadounidense abrace una guerra civil de índole racial. A veces el racismo está ligado a ideas religiosas y en otras ocasiones está vinculado a la pseudociencia. En cualquier caso, es veneno. Permitir la difusión de cualquiera de ellos, sobre todo bajo el dudoso paraguas de la «tolerancia», equivale a abrir la puerta a un movimiento que ambiciona el poder absoluto y la aniquilación de sus enemigos, que ellos escogen como enemigos en virtud de unas características inmutables por nacimiento.
Cuanto más sabía de este movimiento, menos paciencia tenía con él y aún menos con quienes lo toleran. Investigar a la extrema derecha me enseñó qué significa enfrentarse a un enemigo al que no hay que dar nunca cuartel, porque un solo palmo cedido les permitirá acumular poder, y utilizarán todo incremento de poder con fines violentos. A resultas de mi investigación, al hallarme inmersa en el tipo de periodismo gonzo-activista que conlleva trabajar en estos temas, fui radicalizándome. La extrema derecha violenta tiene como único objetivo la destrucción. Permitirles amasar poder de cualquier tipo implica ayudarles a conseguir dicho objetivo. Hacer las paces con la supremacía blanca, darle alas, ofrecerle misericordia equivale a afirmar que ni importa ni es necesario proteger de la violencia a las personas negras, morenas, musulmanas, gais, trans o judías. El intercambio de ideas estalla en mil pedazos en cuanto el veneno se vende en bonitos envases y el odio recae en manos ansiosas. Estudiar a la extrema derecha me enseñó qué es el odio y me enseñó a odiar.
El odio te pica por dentro; es como vestir sobre el alma un jersey de lana dos tallas menor. No es algo innato en mí, aunque la ira sí lo es. Me duele haber sentido en pleno rostro un chorro del equivalente intelectual del agua regia. Con este libro he experimentado cómo se te deforma el alma. Y sé que me va a lastimar durante mucho tiempo. Pero también sé por qué lo he hecho, y no ha sido ni por dinero ni por fama; hay formas más sencillas de conseguir ambas cosas. Es por esos niños que pretenden asesinar, por mis parientes que aún están en la cuna, por mis primos y mis tías, por mis amantes, por mis amigos y por mí misma.
En «Oración del autor», el poeta Ilya Kaminsky describe la responsabilidad que conlleva toda autoría:
He de ponerme al límite,
debo vivir como el ciego
que atraviesa las estancias
sin tropezar con los muebles.
Durante un año, para escribir este libro tuve que renunciar a casi todo lo que era y a mucho más. Al final me volví irreconocible para mí misma. Habitaba en un hábitat infectado por el odio y solo muy de cuando en cuando escapaba a otro orbe donde aún había amor, buen queso, aceitunas, donde yo tenía un apartamento en Brooklyn y novelas de Terry Pratchett y todo aquello por lo que merece la pena vivir.
Durante meses estuve coqueteando con el mismo infierno. Lo hice para poder describir a unas personas —los supremacistas blancos— y su cultura y sus motivaciones. Al hacerlo les privo del poder de organizarse en la oscuridad total, de operar como los terroríficos hombres del saco que tanto les gustaría ser. Mostrarlos tal como son equivale a arrastrarlos por el pelo hacia la luz y dejarlos gritar. Este no es un recuento exhaustivo ni de la extrema derecha ni de su historia, ni siquiera una semblanza completa de la presencia de la extrema derecha en Internet a día de hoy. Hay muchas áreas donde no pude penetrar del todo: desde los grupos de mujeres de ultraderecha —por lo general más esquivos que sus homólogos masculinos— hasta la extensa red de milicias antigubernamentales que más que nada se organizan en Facebook y que se solapan de forma significativa, aunque no del todo, con los grupos de supremacía blanca. Aquí me limito a mostrar una parte de un movimiento en un instante determinado, un mundo por el que me moví como si fuera una estancia con paredes hechas de vidrio ardiendo. Aprendí mucho, aunque siempre hay más que aprender, y asimilé algunas cosas que no puedo perdonar. Nunca les perdonaré que nos odien tanto, a mí y a mis seres queridos. Tengo amigos con los que los neonazis han fantaseado en público, a los que han hablado de violar, de desollar, de asesinar y de dar por muertos, y eso no se me va a olvidar. Nunca les perdonaré que me hayan forzado a odiarlos tanto como los odio, que me hayan inoculado en el alma la inquina y el rencor. Así que dejemos que La cultura del odio, tal como está, funcione como venganza, como explicación, como la historia de lo que les hace el odio a quienes lo observan y a quienes lo fabrican. Que este libro sea un manual y una llamada a la lucha. A combatir por un mundo mejor para ti, para mí, para todos los niños negros y morenos, para los niños musulmanes, los niños judíos y los niños trans, que merecen heredar un planeta libre de la ponzoña venenosa del odio. Expongamos a la luz esa cosa húmeda, podrida y maloliente y dejémosla secar hasta que acabe reducida a polvo y desaparezca.
01
Sobre el odio
A mediados de junio de 2019, entré en un canal de ultraderecha de la aplicación de mensajería Telegram que llevaba siguiendo durante semanas. Una fuente me había informado de que allí se difundía una retórica particularmente violenta. Aquel canal se llamaba «The Bunkhouse» (El Barracón), y a las cuatro de la mañana, atontada y en duermevela, di con una discusión donde se debatía si yo era demasiado fea como para que me violaran.
Cuando entré, los miembros del Bunkhouse ya llevaban una hora tratando el tema del sexo con judías. «Apruebo y defiendo las relaciones consentidas con yentas», escribió uno. (En yidis yenta significa «entrometida» y algunos supremacistas blancos han adoptado el término como insulto para las judías en general). «Pero no PARA PROCREAR», apuntó otro. Un minuto después un tercer usuario preguntaba: «¿Violaría alguno de vosotros a Talia Lavin?».
«Sí, la violaría con mi escopeta de dos cañones», respondió un usuario que se hacía llamar «James Mason», como homenaje al neonazi y pornógrafo infantil estadounidense famoso por ser el autor de Siege, un libro que hace apología del terrorismo racista.
La mayoría de los usuarios me consideraban demasiado fea como para que me violaran: «El aspecto de Talia Lavin me parece repulsivo», «Puedo olerla en la pantalla del ordenador», «Talia Levin [sic] me haría echar hasta la primera papilla». La conversación terminó con una expresión sesgada donde parecían desearme la muerte. «No es preciso entrar en detalles», escribió un usuario sobre las amenazas de violencia. «Como si alguien fuera a pensar que me alegro de haber traído a colación a Talia Lavin», respondió otro.
Aquella noche bebí demasiado vodka y pensé en lo extraño que era que un completo desconocido hubiera expresado su deseo de violarme con una escopeta de dos cañones. Dudo que supieran que yo estaba presente, husmeando, que era testigo de lo que se escribía en aquel chat; para ellos yo era apenas otro tema que habían traído a colación in absentia. Me lamenté de la penuria de mi propio trabajo: habría deseado ser una digna contrincante, alguien que de verdad mereciera tamaño derramamiento de veneno. Yo apenas había escrito un artículo para el New Yorker y otro para el New Republic sobre los tejemanejes de la extrema derecha, además de algunas columnas y artículos de opinión para el Washington Post y el HuffPost. Sin embargo, por mucho que me hubiera esforzado, lo cierto es que aquellos artículos apenas suponían un rasguño contra un movimiento fascista estadounidense en pleno ascenso. Yo apenas era una charlatana, una de las muchas que se explayan en Twitter. Entonces, ¿por qué me tenían tan presente? Un miembro de la sala de chat empezó a enviarme mensajes en Twitter: se trataba de fantasías sexuales explícitas en las que yo mantenía relaciones sexuales con perros. Luego compartía las capturas de pantalla con los miembros del Bunkhouse, sin saber que yo lo veía todo.
El informante que en un principio me había recomendado el grupo para mi investigación me había señalado que aquello estaba plagado de Siegeheads, personas que seguían de cerca el trabajo del neonazi James Mason. Mason apostaba por el terrorismo para derribar el orden social estadounidense. El Bunkhouse era un grupo que se sentía cómodo discutiendo sobre violencia, que abogaba por provocar una guerra racial y que era propenso a acosar y a vengarse de aquellos que estuvieran en su punto de mira. Varios miembros formaban parte del «Bowlcast», un pódcast llamado así por el corte de pelo en forma de tazón que lucía Dylann Roof, el joven que en 2015 irrumpió en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel de Charleston (Carolina del Sur), donde asesinó a nueve feligreses. Una y otra vez, los miembros del chat compartían fotos de Roof, a menudo con un pañuelo en la cabeza hecho con Photoshop donde se leía «Mato judíos». El 17 de junio de 2019 celebraron el aniversario de los asesinatos de «san Roof», y lo puntuaron con una especie de letanía de supremacistas blancos a modo de oración a favor del asesinato:
Heil Hitler.
Heil Bowers [Robert Bowers, que presuntamente asesinó a once judíos en una sinagoga de Pittsburgh en 2018].
Sieg Heil.
Heil Roof.
Heil Breivik [Anders Breivik, un neonazi noruego que en 2011 asesinó a setenta y siete personas en un ataque terrorista].
Heil McVeigh [Timothy McVeigh, el terrorista que atentó en Oklahoma City en 1995].
No había nadie que molestara a aquellos hombres; eran un grupo privado, que existía para darse ánimos los unos a los otros, venerar a algunos asesinos en serie y tal vez llegar a emularlos. Y sin cesar publicaban mis selfis, o una foto de mis pies, o un antiguo resultado de Google sobre lo mal que lo había hecho en el programa Jeopardy!. Les encantaba imaginar cómo me olerían los pies, o hablar de lo asqueroso que era mi cuerpo. No tenían ni idea de que yo estaba al tanto de lo que pasaba en su sala de chat. Y a pesar de todo era un blanco fácil.
Angustiada, le puse un mensaje a mi amiga Kelly Weill, una reportera del Daily Beast especializada en temas de extremismo: compartí con ella mis dudas sobre mi estatus como contrincante para los supremacistas blancos. En su respuesta, Weill se limitó a comentar que el grupo de periodistas y activistas que nos ocupamos de la extrema derecha estadounidense es muy reducido, y que por eso nuestro trabajo y nuestras opiniones suelen atraer la atención obsesiva de los extremistas. «Estas personas nos ven como antagonistas en el gran drama de sus vidas», añadía.
Para la imaginación de aquellos extremistas, que yo me mostrara en público como mujer y como judía y me dedicara a la retórica antifascista —aunque solo fuera con un puñado de tuits cáusticos— me convertía en un personaje real. Eso me colocaba al otro extremo de un hipotético cañón de pistola empuñada por un desconocido; me arrojaba a la espesura de la violencia racializada, antisemita y misógina que constituía el tenebroso jardín de sus desvaríos. Las humillaciones adicionales que sufrí eran el precio que debía pagar por meter la nariz allá donde otros no se dignaban mirar, un reflejo de todo aquello contra lo que había decidido luchar: el odio acérrimo a los judíos y a las mujeres; el deliberado desprecio por la vida humana; el eterno bucle de incitar a la violencia, humillar a los enemigos y mostrar querencia por las armas de fuego.
Experimenté el antisemitismo por primera vez en Internet.
No es que no tenga pinta de judía. Al contrario, soy el vivo retrato de una judía, de pies a cabeza: no hay modo humano de ocultar mi herencia askenazí y mi inquieta epigenética. Poseo unos rizos largos, castaños e indomables que la mayor parte del tiempo mantengo recogidos en un moño para que no me cieguen con cada golpe de viento, y las caderas generosas y el pecho abundante de las judías de las caricaturas, o de la Venus de Willendorf. Tengo una nariz que, siendo caritativos, podríamos denominar «aguileña» y, siendo realistas, «enorme». Hablo rápido y gesticulo mucho; mi voz expresa la típica premura neoyorquina, como si tuviera que pronunciar todas las sílabas antes de que me interrumpa otra persona con una opinión igual de contundente que la mía. En todo caso, es una marca de familia. En mi juventud, durante mis viajes por Islandia, Ucrania o Rusia, la reacción de los desconocidos hacia mi condición de judía suponía, en el peor de los casos, un punto de «alteración»: me tocaban el pelo, me preguntaban si era judía, tarareaban el «Hava Nagila» al verme entrar.
Nunca sentí el menor peligro, solo el eterno recordatorio de que era judía y por tanto diferente. Pero me habían educado al modo judío, y de una manera bastante extrema: crecí en un enclave ortodoxo moderno, en el municipio de Teaneck, Nueva Jersey, y mi barrio se conocía con el sobrenombre de «Hebrew Hills» (las Colinas Judías). Asistí a colegios judíos ortodoxos, comía en restaurantes kosher y en verano iba a campamentos judíos. Cuando en la tele veía los anuncios de la cadena de restaurantes Red Lobster pensaba que eran un fiel reflejo de las tentaciones de ese inmenso universo de alimentos que no eran kosher. Más allá de mi vida kosher, aquellas grandes gambas blancas chapoteaban sin cesar en charcos de salsa reluciente, grabadas con una óptica sugerente para avivar el deseo y la gula. Sabía qué era Navidad, porque pasar el invierno en Estados Unidos es vivir inmersa en una omnipresente Navidad ambiental, de la que yo siempre quedaba excluida, sin otra posibilidad que apretar la nariz contra el cristal de un escaparate para ver los árboles iluminados en su interior. También tenía presente que nuestro presidente era cristiano y que todos los presidentes anteriores habían sido cristianos. Pero dentro de los confines protegidos del hogar, el colegio y las actividades extracurriculares vivía una vida discreta y apartada en una zona residencial de Nueva Jersey, donde todas mis relaciones personales significativas eran con otros judíos.
En última instancia, mi educación se había visto marcada no solo por los preceptos bíblicos y talmúdicos, sino por las lecciones de la historia judía. Dichas lecciones se impartían a través de un sistema escolar cuyo propósito era educar y mantener a los devotos judíos ortodoxos en la evocación de las tragedias de nuestra historia. Cuando llegaba el Día Internacional de Conmemoración del Holocausto asistía a presentaciones donde se mostraban diapositivas de cuerpos demacrados, acompañadas de baladas sensibleras sobre el quebranto de los judíos. Me enseñaron qué eran los pogromos; interpreté a Golde en una producción escolar de El violinista en el tejado; aprendí hasta el más minucioso detalle de cómo la extensa, compleja e ilustre historia de los judíos europeos había desembocado en un espectáculo de sangre, gas y cenizas humanas. Eso no quedaba reducido al ámbito escolar, porque el Holocausto no solo había marcado a los judíos en general, sino a mi propia familia en particular. Toda mi vida estaba tocada por el antisemitismo, a una generación de distancia.
Mis abuelos maternos, Esther e Israel Leiter, nacieron a principios del siglo XX en Galitzia, una región que entonces pertenecía a Polonia y hoy forma parte de Ucrania. Al ser hija de la hija menor —mi madre había llegado por sorpresa cuando mi abuela tenía cuarenta años— no alcancé a escuchar de sus propios labios el relato de cómo sobrevivió al Holocausto. Pero me llegaron sugestivos retazos de lo que ya se había convertido en leyenda familiar: cómo habían sobrevivido en el bosque; cómo se habían unido a los partisanos; cómo unos rastreadores nazis dieron caza a algunos miembros del grupo y los asesinaron. Cómo mi abuela dio a luz en plena contienda y el bebé nació muerto. Cómo los nazis atraparon a una niña con la que viajaban y la fusilaron en mitad del bosque. Cómo escarbaban la tierra helada para sacar patatas. Cómo a mi abuela se le rompieron los zapatos y tuvo que avanzar descalza en pleno invierno. Cómo mi abuelo adivinaba el calendario por las fases de la luna y cómo hizo matzá con barro cuando creyó que estaban en Pascua.
Esa historia fue tomando forma a medida que mi madre me la contaba poco a poco, y me hice a la idea de que a mis antepasados la guerra nunca los había abandonado del todo. Los admirables hermanos de mi abuelo habían sido rabinos, como él, y él nunca dejó de llorar sus muertes. Durante su infancia, mi madre veía al abuelo sufrir pesadillas cada noche. Y una o dos veces por semana gritaba: Polizei! —«policía», en alemán— y obligaba a sus hijas a salir pitando del apartamento y deambular por Brooklyn de madrugada. Cuando dejaron el pequeño piso de Borough Park donde se crio mi madre, ya incapaces de vivir solos, sus parientes descubrieron bajo la tarima del dormitorio un alijo de cheques y bonos. Siempre lo habían tenido todo a punto por si tocaba salir a toda prisa, en cualquier momento. Jamás se sacudieron el miedo a que los asesinaran por judíos.
Sin embargo, todo esto había ocurrido en un continente que yo nunca había visitado, en una Polonia que solo existía en mi imaginación como un residuo gélido, marcado por la ruina y la desgracia. En Teaneck, si querías cenar un escalope kosher podías elegir entre ir a Chickie’s o ir a Schnitzel+. En el colegio aprendí qué bendiciones debía recitar antes de llevarme a la boca un jarabe para la tos, un panecillo o una zanahoria. El hecho innegable de que mi árbol genealógico tuviera varias ramas seccionadas me había hecho comprender que el antisemitismo era una realidad, pero aun así se me antojaba algo remoto. Cada verano, en Tisha B’Av, una solemne fiesta judía de luto y ayuno, nos sentábamos en el suelo para simbolizar el sufrimiento y oíamos recitar en voz alta el pesaroso texto que conmemora la pérdida del Templo de Jerusalén, sacado del Libro de las Lamentaciones. Todos estos quebrantos, incluso los que afligieron a mis abuelos, y por ende a mi madre, parecían recogidos en un largo y espantoso pasado del que yo me había librado, y ahora estaba dispuesta a triunfar en un país que no me suponía ninguna amenaza.
En gran medida, el antisemitismo era un concepto abstracto hasta que me hice mayor. No era algo que hubiera experimentado en mis propias carnes, como el pez que boquea intentando respirar en el acuario, aunque al otro lado del cristal de la pecera tenga todo el aire del mundo. Vivía una vida segura y confiada, marcada por ese supuesto privilegio de pertenecer a la raza blanca, tanto por cómo me veía el mundo como por el modo en que aquellos con los que me relacionaba percibían mi identidad judía. Después de graduarme en la universidad pasé un año en Ucrania con una beca Fulbright. Por un lado, quería explorar Europa del Este con más tranquilidad de la que me permitían los viajes estivales; por otro, pretendía escarbar en el pasado familiar, analizar la sangre que había regado mi raquítico y amputado árbol genealógico. Quería conocer tanto el amor, la creatividad, la tradición y la pasión que habían sostenido a mi familia durante generaciones como el odio que la había mutilado. Quería ver todo lo que el antisemitismo había provocado en mí.
Aquel otoño, antes de que cayera el frío insoportable y el sol fuera apenas un recuerdo, tomé un tren nocturno de época soviética desde Kiev hasta Leópolis, y luego un minibús hasta Chemerintsi, la patria chica de mi abuelo. Recuerdo carreteras maltrechas —el asfalto lleno de baches y socavones— y un paisaje aterciopelado. Era la época de la cosecha y los arados tirados por pencos corrían por las bajas colinas que se extendían por la estepa, ahora amarillenta por la flor del cártamo. Los postes de la línea telefónica eran el único vestigio de que ya había transcurrido casi un siglo desde que la última persona de mi familia habitara aquí, en los años treinta del siglo pasado. Pero nadie trató de expulsarme de aquel paisaje donde había surgido la cruenta leyenda de mi familia. El pueblo era minúsculo: un puñado de casas que se extendían como tentáculos alrededor de una iglesia abovedada sobre una colina. Me bajé del autobús y, con bastante audacia, pedí que me llevaran junto a la persona más anciana del lugar. Ella se llamaba Mama Svitlana, tenía noventa años y su casa olía a leche cortada. Recordaba poco, hablaba aún menos y cuando regresé a la primavera siguiente ya había muerto. Una vez más pedí a los lugareños que me llevaran con la persona más anciana del lugar; esta vez me mostraron la calle donde habían vivido los judíos y me regalaron una bolsa de manzanas golden llenas de golpes. Todo lo sucedido durante la guerra y la posguerra —en palabras de una anciana, «una época de calamidades»— seguía de algún modo presente. En un pueblo vecino, donde según la leyenda familiar mi abuelo recién casado había trabajado como rabino durante un tiempo, una mujer me señaló una calle de edificios a medio derruir y dijo: «Antes de la guerra, había judíos y había comercios. Ahora no hay judíos y no hay comercios».
Al volver a casa me sentí a salvo, gracias a mi americanidad y a mi judaísmo secular y cultural. Entré como becaria en la redacción de la Agencia Telegráfica Judía (JTA, por sus siglas en inglés), una venerable y centenaria agencia de noticias que suministraba contenido a periódicos judíos de todo el mundo. Tenía una plantilla muy reducida y mi cometido incluía escribir blogs y boletines y moderar el tráfico y los comentarios de la web.
Así, detrás de un teclado, lejos de las botas de los soldados, tuve mi primer encuentro real con el antisemitismo en su encarnación contemporánea.
Muy pronto descubrí que uno de los mayores impulsores del tráfico de la JTA era Stormfront.org, una web de supremacistas blancos que en aquella época era el mayor centro de neonazis en Internet. Cuando les pregunté a mis compañeros me lo explicaron de forma sucinta: allí nos dedicábamos a escribir sobre judíos que se portaban mal (lo que los neonazis usaban para reafirmar su tesis de que los judíos no éramos de fiar); a escribir sobre judíos que tenían éxito (con lo que reafirmaban sus tesis sobre las artimañas raciales que al parecer usamos los judíos para medrar) y sobre famosos y personajes públicos que eran judíos (lo que les servía para añadir nuevos nombres a sus archivos). Lo que más llamaba la atención a los chicos de Stormfront eran los artículos sobre abusos, escándalos y disputas entre distintas comunidades judías.
Luego estaban las amenazas a nuestros redactores.
En aquella pequeña oficina, y en mi calidad de chica para todo, una de mis funciones era moderar los comentarios de los artículos de la agencia. Trabajes donde trabajes es siempre un cometido espantoso, pero lo que vi en la JTA me dolió en el alma. Gente anónima nos bombardeaba con descripciones gráficas de lo que querían hacerles a nuestros redactores: hablamos de asesinatos, descuartizamientos, torturas. Estaba claro que las razones que esgrimían tenían que ver con el hecho de que fuéramos judíos. Ahí estaban, los antisemitas, en tiempo real. No en Polonia ni parapetados tras las brumas de décadas pretéritas. Ahora, en esta época, me relataban con pelos y señales lo que pensaban hacerles a mis compañeros de trabajo. El fascismo estaba presente en la exhibición de esvásticas; en las intenciones siniestras; en ese odio acérrimo hacia mí, por haber nacido donde nací y por haber crecido como lo hice; en la apología de Hitler y de su Reich; en los innumerables términos que yo jamás había oído y que proferían cuentas anónimas con nombres de usuario de usar y tirar. Al verlo supe que era una batalla que debía librar. Iba a aprender todo lo que necesitara para combatirlo, porque debía combatirlo.
Cinco años después, un seguidor mío en Twitter me envió unas capturas de pantalla de 8chan, un famoso foro de mensajes anónimos que obra las veces de cloaca de Internet: se trata de un extenso y caótico canal para los más osados discursos xenófobos, el porno más cuestionable y las teorías de la conspiración. Su lema es «Abraza la infamia». El enlace llevaba a un hilo donde algunos usuarios hacían hipótesis sobre si los judíos son o no una raza diferente. Y en él aparecían fotos mías, muchas fotos mías. El hilo se titulaba «el misterioso cráneo judío-neandertal [sic]», y era un dechado de ideas sacadas de las pseudociencias y del antisemitismo más grotesco, generosamente salpicado, como es natural, de menciones a los Rothschild. Un usuario escribía que la tesis de que los judíos no provienen del Homo sapiens, sino que están emparentados con los neandertales, explicaría «la razón por la que estos judíos nos ven como algo totalmente distinto y alejado de ellos, como si fuéramos literalmente especies diferentes». Otro apuntaba «en nuestro folclore, esa “gente” que devora a humanos siempre aparece representada con una gran nariz aguileña de judío».
Un tercero publicó un collage de seis fotos mías junto a un tosco diagrama del Homo neanderthalus. Eran, en su mayoría, viejas fotos de perfil de Twitter: una imagen de una sesión de fotos que me habían hecho en un blog de Brooklyn, y otra de mi aparición en 2015 en el programa televisivo Jeopardy!, donde ponía cara de circunstancias a pocos centímetros del rostro apuesto y ajado de su presentador, Alex Trebeck: «A decir verdad, el fenotipo neandertal no se define solo por la forma del cráneo —escribió este usuario anónimo, justo debajo de mis fotos—. Su cuerpo solía ser ancho y robusto en comparación con especímenes modernos, como el cromañón».
Me miré ante el espejo y me pregunté si esa era la razón por la que había tenido tan poco éxito haciendo dieta. Cuando te asomas al abismo de la extrema derecha muy pronto esta te devuelve la mirada. Una mirada espantosa, retorcida, rebosante de aburrimiento y rabia calcificada en odio. Por aquel entonces yo ya me había mostrado muchas veces en público para despotricar, escribir y denunciar. Sin ocultar jamás lo que era y lo que soy: una judía.
Una judía, sí. Pero no la encarnación del «judío», del judío internacional, del «judío eterno», del «judío errante», de toda la propaganda que durante milenios se había urdido contra mi pueblo. Yo soy apenas una minúscula parte de lo que muchos ven como un todo aciago que se regodea en la disipación, la destrucción y la decadencia hasta lograr nuestros propósitos inescrutables. En cierto modo, al fomentar la difusión inmediata de palabras engañosas, Internet parece la herramienta óptima para la propagación de prejuicios, comunicados ahora en forma de susurros e indirectas. Jamás ha sido tan fácil difundir tales insinuaciones. A lo largo y ancho de este país, desde San Diego hasta Pittsburgh, jamás ha costado tan poco dar con oídos atentos. Como reza una manida expresión neonazi, jamás ha sido tan fácil «echarle la culpa al judío».
Estaba dispuesta a plantarles cara. Mi deseo era aislarlos, marchitar esas raíces que como manglares envenenados crecen densas y membrudas en la penumbra de los rincones más recónditos de Internet. En mi país existe todo un ecosistema de información antisemita que se alimenta de noticias elegidas al tuntún, un sistema que se traga todas esas noticias para vomitarlas luego llenas de bilis, hasta que son tan cáusticas que queman. Ese sistema se sirve de la retórica del exterminio y la conspiración, y sus orígenes se remontan muy atrás, mucho más atrás que la era Trump, porque el antisemitismo es uno entre los muchos prejuicios estadounidenses que nos definen como país.
Y a veces el antisemitismo deviene en violencia letal. En 2018 y 2019 se desataron sendos tiroteos mortales en sinagogas: la matanza de once fieles en la sinagoga del Árbol de la Vida de Pittsburgh y el asesinato de una mujer en la sinagoga Chabad de Poway, California. Aunque a decir verdad el papel del antisemitismo dentro del pensamiento de ultraderecha es servir de eje ideológico para la supremacía blanca. El antisemitismo es la piedra angular de una cosmovisión que pretende situar al hombre blanco por encima del resto. El judío —no necesariamente cualquier judío, aunque siempre se puede lograr que cualquiera encaje en el molde de ese «judío eterno»— sirve para la construcción de un enemigo, astuto más allá de la comprensión humana y malvado más allá de lo imaginable. Un enemigo contra el que ninguna táctica es injustificable y al que debe combatirse, so pena de perder todo lo que en esta vida merece la pena. Como afirmó Jean-Paul Sartre en 1946, «si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría»; es preciso contar con un enemigo omnisciente, con uno que durante milenios se ha dedicado a oprimir a sus semejantes y que por lo tanto sirve como explicación para todo, y como cabeza de turco a quien culpar de aquello que nos aqueja.
Dentro del movimiento supremacista blanco, el judío siempre ha cumplido la función de chivo expiatorio. La culpa puede ser una fuerza muy motivadora: el fantasma del judío, siempre insidioso y diabólico, faculta a los partidarios de la supremacía blanca a presentarse ellos mismos como oprimidos y justos. Pocas personas abrazan ideologías que consideran inmorales o falsas. Esto también se aplica a aquellos que opinan que la raza blanca es la única que debe ocupar el poder: a los que aplauden el sometimiento de quienes no son blancos, a quienes justifican la brutalidad racista. Muchos supremacistas blancos empiezan hostigando en Internet —con el empleo de una retórica racista o antisemita, sobre todo para provocar—, pero con frecuencia eso marca el comienzo de un viaje ideológico que desemboca en una narrativa mortal. Desde siempre ha habido individuos dispuestos a cuestionar los relatos y los ideales que heredamos. Y desde siempre esos pensadores se dividen en dos categorías: la de quienes utilizan ese espíritu inquisitivo para ir en pos de la verdad, con integridad y rigor, y la de quienes se dejan engañar por la propaganda para acabar orbitando alrededor de nociones equívocas e interesadas. Y desde siempre los unos se confunden con los otros.
Como era de esperar, esta tentación también está presente en la era de Internet. Tal como señala Anna Merlan en Republic of Lies, su reciente libro sobre las teorías de la conspiración en Estados Unidos, la tendencia a buscar significados ocultos y patrones malévolos en cada suceso que escuchamos en las noticias forma parte de la psique estadounidense. La creencia en las teorías de la conspiración tiende a aumentar en épocas de especial agitación social, pero por lo demás se mantiene como una constante a lo largo de las décadas, como un latido de fondo en nuestro discurso social.[1] No obstante, parece obvio que Internet ha posibilitado que los teóricos de la conspiración se conecten entre sí, para amasar poder al organizarse y difundir sin cesar una propaganda cada vez más ingeniosa. Y en las áreas más pantanosas de YouTube, Twitter y Facebook, la retórica antisemita ha florecido como lobelias en un estanque. Otra constelación de webs —como Minds o Gab— se comercializan ahora como refugios para la «libertad de expresión» amparando toda esa ideología excluida de las principales redes sociales. Y se han convertido en los escenarios favoritos de los supremacistas blancos para difundir el odio sin supervisión alguna. Además, existe toda una red explícita de medios de comunicación del supremacismo blanco, con foros y blogs afines.
La cosmovisión de los supremacistas blancos logra trascender la mera animadversión hacia los miembros de otras razas y consigue una mayor proyección e influencia al enfocarse en el judío, ese aciago enemigo que pretende acabar con el orden natural entre las razas. La brutalidad, la desigualdad y un feroz sistema racial basado en castas se convierten en armas en la guerra contra el judío. No todas las ideologías del supremacismo blanco se centran en la conspiración antisemita, aunque el judío se erige como un elemento indispensable y malvado en la retórica de muchos ideólogos del racismo organizado.
En el otoño de 2019 vi cómo se gestaba y propagaba un meme antisemita dentro del ecosistema de la extrema derecha. Se basaba en un detalle del manifiesto de Dylann Roof, un supremacista blanco de veintiún años que asesinó a nueve feligreses en una iglesia afroamericana de Charleston, Carolina del Sur. En su manifiesto, Roof centraba su ira, su furor y su desprecio en la gente negra, pero no podía esquivar del todo la «cuestión judía», porque había abrazado de veras los postulados del supremacismo blanco. Escribió que los judíos eran «un enigma» y que el principal obstáculo para asimilar el proyecto de los judíos era que estos habían logrado hacerse pasar por blancos. «Si durante 24 horas pudiéramos teñir de azul a todos los judíos creo que habría un despertar masivo, porque la gente sería capaz de ver lo que está sucediendo con claridad».
En noviembre de 2019, un pequeño canal en Telegram generó un meme inspirado en aquellas palabras de Roof. Con ese meme se pretendía «teñir de azul a todos los judíos», y para lograrlo se propusieron retocar con Photoshop imágenes y vídeos sacados de la prensa y de la cultura popular. Columnistas, jueces del Tribunal Supremo, ejecutivos de empresas tecnológicas, asesores presidenciales…: todos acabaron teñidos con varios tonos de azul. Una imagen pintada de azul de los abogados que representaban a Christine Blasey Ford —la mujer que testificó que el candidato al Tribunal Supremo Brett Kavanaugh la había agredido en el instituto— fue compartida y vista miles de veces. En la foto aparecían los dos abogados flanqueando a una inmaculada Blasey Ford, representada con su color de piel habitual; por contraste, ellos, pintados en un tono casi violeta, se inclinaban como ejerciendo sobre ella una influencia perniciosa. Era una interpretación literal de una noción recurrente en el supremacismo blanco: la de que los judíos están por todas partes, la de que nos acechan desde los pasillos del poder para subvertir la voluntad popular y conseguir así sus propios y siniestros fines. En el transcurso de la investigación de este libro busqué las gruesas y envenenadas raíces que dieron lugar a este meme y a un número incalculable de otros memes. Investigué el sistema de textos, ideologías y antepasados intelectuales a los que recurren los supremacistas blancos en esa perenne remezcla de odios pasados y presentes que intercambian a diario en Internet. Para entender el odio del presente tuve que sumergirme en el pasado, y en las pestilentes flores que quedaron prensadas entre sus polvorientas páginas.
[1]Jan-Willem van Prooijen y Karen M. Douglas, «Conspiracy Theories As Part of History: The Role of Societal Crisis Situations», en National Institutes of Health, 29 de junio de 2017, https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC5646574/.
02
Los judíos
En muchos sentidos, el supremacismo blanco contemporáneo no es un fenómeno nuevo. Al servirse de redes sociales, aplicaciones de mensajería y blogs sus formas de difusión pueden parecernos tecnológicamente avanzadas, pero sus ideas principales son una mezcolanza de influencias de décadas anteriores a la digitalización: un pastiche fanático que abarca desde el racismo científico del siglo XIX hasta la ficción racista distópica de finales del xx. En 2019, han vuelto a cobrar cierta importancia muchas de las ideas expuestas por personajes como Henry Ford, George Lincoln Rockwell o William Luther Pierce. Hay ejemplares de El judío internacional disponibles en Internet, tanto de forma gratuita como a la venta en docenas de distintas ediciones; al escribir estas líneas acabo de ver que en la web de Barnes & Noble venden una edición en rústica. Los floridos tratados segregacionistas de la Confederación y los herederos del régimen de Jim Crow quedan a una búsqueda de distancia en Google. Los protocolos de los sabios de Sion, popularizados en el mundo anglosajón por Ford, se encuentran también sin mayor esfuerzo.
La frenología (o craneometría) y el racismo científico también han experimentado un resurgimiento en Internet, aunque hoy se muestran como campos de estudio «reprimidos», víctimas de la corrección política. Esto fue lo que llevó a los comentaristas anónimos de 8chan a estudiar mis proporciones neandertales y concluir que el judío no provenía del Homo sapiens ni compartía ancestros con los miembros de dicha especie. Todo lo viejo vuelve a renovarse en Internet, y las peores teorías de la historia, hoy liberadas de las ataduras del papel y de cualquier contexto, flotan en el vacío, donde son reivindicadas y esgrimidas por los defensores del odio. La mayoría de los supremacistas blancos que pululan por la Red obtienen sus doctrinas de un montón de fuentes —divulgadas por gurús de YouTube, en foros de Internet o en chats— y a su vez las difunden.
Estos principios se basan en la antinegritud: el odio a los que no son blancos es una de las ideologías fundacionales en Estados Unidos, patente en todos los ámbitos de la política y la economía del país, desde la corriente principal hasta las más apartadas y radicales. El escritor Adam Serwer define este sistema de castas como el «contrato racial» estadounidense. Dicho contrato estipula las formas en que tanto la infrahumanidad de los que no son blancos como la humanidad de los blancos se manifiestan en toda interacción entre el Estado y sus ciudadanos y entre los ciudadanos de otras razas con los de raza blanca. Sin embargo, como añade Serwer, en la era moderna una condición de este contrato racial es que la infrahumanidad de los ciudadanos de otras razas sea un «codicilo escrito con tinta invisible», que «resulta más efectivo cuando sus beneficiarios son incapaces de enumerar sus efectos».[2]