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Enviado a Estados Unidos por el gobierno francés con el fin de estudiar su sistema penitenciario, el autor profundizó en su sistema político y en su organización social, que luego recogió en esta obra. En ella analiza los puntos fuertes y débiles del sistema. Este breve texto recoge la última parte, síntesis de su pensamiento y de tantos pronósticos que luego se han cumplido.
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ALEXIS DE TOCQUEVILLE
LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA
(Selección)
Prefacio y traducción de David Cerdá
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2019 de la versión española y del prefacio, realizada
por DAVID CERDÁ, by EDICIONES RIALP, S. A.
Colombia, 63. 28016 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5083-8
ISBN (versión digital): 978-84-321-5084-5
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ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PREFACIO: «El primer pensador de nuestras democracias globales»
NOTA PRELIMINAR
I. La igualdad conduce naturalmente a las personas al gusto por las instituciones libres
II. Las ideas de los pueblos democráticos en materia de gobierno son naturalmente favorables a la concentración de poderes
III. Los sentimientos de los pueblos concuerdan con las ideas que les incitan a concentrar el poder
IV. Algunas causas particulares y accidentales que terminan por llevar a un pueblo democrático a centralizar el poder, y algunas que se lo impiden
V. Cómo crece entre las naciones europeas de nuestros días el poder soberano, aunque los soberanos sean menos estables
VI. Qué clase de despotismo deben temer las naciones democráticas
VII. Continuación de los capítulos anteriores
VIII. Visión general del tema
PREFACIO
«EL PRIMER PENSADOR DE NUESTRAS DEMOCRACIAS GLOBALES»
El 2 de abril de 1831 Charles Alexis Henri Clérel, vizconde de Tocqueville, veintiséis años, zarpa hacia Estados Unidos junto a su gran amigo y también magistrado, Gustave de Beaumont. Ha recibido del gobierno el encargo de redactar un informe sobre el sistema penitenciario de la joven nación. El resultado, tras nueve meses de viaje, será su primer ensayo (Del sistema penitenciario en los Estados Unidos y de su aplicación en Francia), eclipsado por su posterior e inigualable obra, La democracia en América (1840).
Cuando Tocqueville finaliza su magna obra, es diputado por el pueblo de Normandía que lleva su nombre. Su padre había sido tres veces prefecto durante la Restauración. Su madre pertenecía a una familia noble que fue encarcelada casi al completo tras la Toma de la Bastilla; su bisabuelo, Malesherbes, un liberal insigne que fue secretario con Luis xvi, murió en la guillotina. Alexis se opone a la Revolución de 1848, también al golpe de estado de Luis de Napoleón tres años después, durante el que él mismo resultó arrestado. Había asumido brevemente el ministerio de Asuntos Exteriores y la vicepresidencia de la Asamblea Nacional durante la Segunda República (abogando por el sufragio universal); el Segundo Imperio lo retiró a sus estudios. Murió en 1859 en Cannes.
La extraordinaria obra de Tocqueville es un hito de la política comparada; un «estudio de caso», diríamos hoy, de una prolijidad como no se había dado hasta entonces. La comparación es el instrumento del que se vale el autor para aproximarse a una forma política, la democracia americana, por entonces desconocida en nuestro continente. El suyo no es un empeño académico o erudito: Tocqueville rastrea en tierras americanas fórmulas trasplantables a su Francia natal.
En el prólogo a la duodécima edición de su obra maestra, Tocqueville escribe: «Este libro fue escrito hace quince años, bajo la preocupación constante de una sola idea: el advenimiento inminente, irresistible y universal, de la democracia en el mundo». En su época, efectivamente, la sustitución de un sistema aristocrático por uno democrático constituía una novedad. El modelo americano es el más acabado de su tiempo, y, debido a su florecimiento en una tierra libre de cargas históricas, el más constructivo. Por el contrario, en Francia, en palabras del autor, «la democracia todavía está entretenida en derribar».
Puesto que Tocqueville siempre piensa contra sus referentes pasados, su obra es también una reflexión sobre el Ancien Régime y la Revolución francesa. El autor es un observador objetivo y cabal, aunque no rehúye el oficio del intelectual, de quien se espera que saque conclusiones. Así, estima que toda revolución es una anomalía histórica, el fruto del descontrol de las pasiones colectivas. Si no se logra, en una segunda fase, que el legislador ocupe el lugar del luchador, la libertad democrática se convierte, nos dice, en tiranía democrática.
La idea motriz de su capital texto es el irrefrenable progreso de la igualdad. «En las aristocracias», escribe, «los seres humanos están separados entre sí por altas barreras inmóviles. En las democracias, se dividen en multitud de hilos prácticamente invisibles que se rompen a cada instante y cambian de sitio sin cesar». Esta distinta configuración social, él supo darse cuenta, tiene innumerables consecuencias. La más turbadora, a su juicio, es que, puesto que libertad e igualdad siempre compiten, el creciente peso de la segunda puede llevarnos a aceptar distintas formas de coerción, más o menos encubiertas, «propiciando que las personas prefieran la igualdad en la servidumbre a la desigualdad en la libertad». Una cuestión, esta, que no ha perdido un ápice de vigencia.
Tocqueville subrayó en todos sus escritos los peligros inherentes a las dinámicas de poder, haciendo suya la legendaria frase de su amigo Lord Acton («el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente»). Fue un agudo crítico del centralismo, que tuvo por una consecuencia ineludible del hundimiento de la aristocracia. Insistió en que esta centrífuga tendencia de gobierno debía de ser tolerante con los valores del individuo, alertando sobre los peligros de las utopías colectivistas.
Para Tocqueville, la democracia no es solo un sistema legal mediante el cual las sociedades se organizan, sino también una cultura y una moral. De ahí que señalase a quienes se aprovechan del descuido de estos aspectos para tratar de destruir la democracia. De esta, nos dijo, hay que ocuparse, pues de lo contrario triunfan los rufianes y corre la sangre. Y ello exige que al pueblo se le instruya, que entienda que el Estado democrático no es una descomunal ventanilla de reclamaciones, sino un proyecto común que exige también sacrificios. «Conocedor de sus verdaderos intereses», escribe, «el pueblo comprendería que para aprovechar los bienes de la sociedad hay que someterse a sus cargas». Es una propuesta que se ha vuelto apremiante para los Millennials, casi dos siglos más tarde: exponerlos más intensamente a la pedagogía democrática.
Con una presciencia francamente asombrosa, Tocqueville avisa sobre el efecto deletéreo que un exceso de individualismo puede tener en el estado social democrático. Liberal de fuste, no duda, pese a ello, en resaltar que la ciudadanía comporta renunciar de cuando en cuando a los propios intereses en aras del bien común. Por la misma razón, el despotismo, apunta, es consciente de que divide et impera ha de ser su divisa si desea perdurar. Y así advertía el autor sobre los déspotas que estaban por venir: «El despotismo, que en todas las épocas es peligroso, resulta particularmente de temer en los siglos democráticos».
Tocqueville contempla preocupado, como nosotros, la sociedad de su tiempo. Y lo que a él le pasma de su tiempo puede ser trasplantado, sin cambiar una coma, al nuestro: