Quince días en el desierto americano - Alexis de Tocqueville - E-Book

Quince días en el desierto americano E-Book

Alexis de Tocqueville

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"Un pueblo antiguo, el primero y legítimo dueño del continente americano, se deshace día a día como la nieve bajo los rayos del sol y, a la vista de todos, desaparece de la faz de la tierra. En sus propias tierras, y usurpando su lugar, otra raza se desarrolla con rapidez aun mayor; arrasa los bosques y seca los pantanos; lagos grandes como mares y ríos inmensos se oponen vanamente a su marcha triunfal." Tocqueville relata en estas páginas el viaje que emprendió, en julio de 1831, desde Detroit hasta Saginaw, junto con su amigo Gustave de Beaumont. Bosques arrasados, desiertos que se convierten en ciudades, pueblos aborígenes perseguidos: en América nada será igual después de la llegada del hombre blanco.

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Alexis de Tocqueville

Quince días en el desierto americano

Tocqueville, Alexis de

Quince días en el desierto americano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012. - (Trazos; 0)

E-Book.

ISBN 978-987-599-288-7

1. Relatos de Viajes.

CDD 910.4

Traducción · Alejandrina Falcón

Ilustración de tapa y contratapa · María Rabinovich

Diseño · Ixgal

Título original:

Quinze jours dans le désert américain

© Libros del Zorzal, 2007

Buenos Aires, Argentina

Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, ha recibido el apoyo del Ministère des Affaires Etrangères y del Servicio Cultural de la Embajada de Francia en la Argentina. Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide à la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien du Ministère des Affaires Etrangères et du Service Culturel de l’Ambassade de France en Argentine.

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de Quince días en el desierto americano, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Una de las cosas que más excitaba nuestra curiosidad al venir a Norteamérica era recorrer los confines de la civilización europea y, si el tiempo nos lo permitía, visitar incluso algunas de las tribus indias que han preferido huir hacia las soledades más salvajes a plegarse a lo que los bvlancos llaman “las delicias de la vida social”. Pero hoy en día llegar hasta el desierto es más difícil de lo que se cree. Habíamos salido de Nueva York y, a medida que avanzábamos hacia el Noroeste, el objetivo de nuestro viaje parecía alejarse cada vez más. Recorríamos lugares célebres en la historia de los indios, atravesábamos valles a los que habían dado nombre, cruzábamos ríos que aún llevan el de sus tribus, pero, en todas partes, la choza del salvaje había dado paso a la casa del hombre civilizado; los bosques habían sido arrasados, la soledad cobraba vida.

Sin embargo, parecíamos seguir el rastro de los indígenas.

–Diez años atrás –nos decían– estaban aquí; allá, hace cinco años; más allá, hace dos.

–En aquel lugar, donde se alza la iglesia más hermosa del pueblo –nos contaba uno–, tiré abajo el primer árbol del bosque.

–Aquí –nos contaba otro– estaba el gran consejo de la Confederación de los Iroqueses.

–¿Y qué ha pasado con los indios? –decía yo–.

–Los indios –proseguía nuestro anfitrión– se han ido más allá de los Grandes Lagos, ¡quién sabe dónde! Es una raza que se extingue; no están hechos para la civilización: ella los mata.

El hombre se acostumbra a todo. A la muerte en los campos de batalla, a la muerte en los hospitales, a matar y a sufrir. Se habitúa a todos los espectáculos: un pueblo antiguo, el primero y legítimo dueño del continente americano, se deshace día a día como la nieve bajo los rayos del sol y, a la vista de todos, desaparece de la faz de la tierra. En sus propias tierras, y usurpando su lugar, otra raza se desarrolla con rapidez aun mayor; arrasa los bosques y seca los pantanos; lagos grandes como mares y ríos inmensos se oponen vanamente a su marcha triunfal. Año tras año, los desiertos se convierten en pueblos; los pueblos, en ciudades. Testigo cotidiano de estas maravillas, el norteamericano no las considera dignas de asombro. En esta increíble destrucción, y en este crecimiento aun más sorprendente, no ve sino el curso natural de los acontecimientos. Se acostumbra a ello como al orden inmutable de la naturaleza.

Así fue cómo, siempre en busca de los salvajes y del desierto, recorrimos las millas que separan Nueva York de Buffalo.

Aquello que primero llamó nuestra atención fue una multitud de indios reunidos ese día en Buffalo para recibir el pago por las tierras que habían entregado a los Estados Unidos.

No recuerdo haber sentido jamás una decepción tan grande como la que sentí a la vista de estos indios. Lleno de recuerdos de mis lecturas de Chateaubriand y de Cooper, esperaba que los indígenas de Norteamérica fueran como esos salvajes en cuyo rostro la naturaleza ha dejado la huella de algunas de esas virtudes altivas que el espíritu de libertad engendra. Creí que serían hombres cuyos cuerpos, desarrollados con la caza y la guerra, no perderían mérito alguno al ser vistos en su desnudez. Será fácil imaginar mi sorpresa si se compara esta imagen con lo que sigue: los indios que vi aquella tarde eran de estatura pequeña; sus miembros, a juzgar por lo que dejaban ver sus ropas, eran flacos y poco robustos; su piel, en vez de presentar un tono cobrizo, como se cree habitualmente, era como de bronce oscuro, de modo que, a primera vista, se parecían mucho a los mulatos. Sus cabellos negros y brillantes caían con singular rigidez sobre el cuello y los hombros. Sus bocas, por lo general, eran desmesuradamente grandes; y la expresión del rostro, innoble y malvada. Su fisonomía anunciaba esa profunda depravación que sólo un largo abuso de los beneficios de la civilización puede engendrar. Cualquiera hubiese podido creer que esos hombres provenían del último estamento de nuestras ciudades europeas. Y sin embargo aún eran salvajes. Los vicios que habían tomado de nosotros se confundían en ellos con algo bárbaro e incivilizado que los hacía cien veces más repulsivos. Estos indios no llevaban armas, vestían ropas europeas, pero no las usaban como nosotros. Era notorio que no estaban acostumbrados a ellas, y parecían estar presos entre sus pliegues. A los ornamentos europeos, añadían los productos de un lujo bárbaro: plumas, enormes aros y collares de caracoles. Estos hombres tenían movimientos rápidos y desordenados; su voz era aguda y discordante; sus miradas, inquietas y salvajes. A primera vista, podía creerse que eran bestias del bosque a las que la educación había dado una apariencia humana, sin dejar de ser animales. Esos seres débiles y depravados pertenecían, sin embargo, a una de las célebres tribus del antiguo mundo americano. Teníamos ante nosotros –y da pena decirlo– a los últimos vestigios de aquella célebre Confederación de los Iroqueses, cuya noble sabiduría no era menos célebre que su coraje, y que durante mucho tiempo se mostraron ecuánimes entre las dos grandes naciones europeas.

Sin embargo, sería un error querer juzgar a la raza india por aquella muestra informe, ese brote de un árbol salvaje crecido en el barro de nuestras ciudades. Sería reincidir en el error que nosotros mismos cometimos y que tuvimos ocasión de reconocer más tarde.

Por la noche, salimos de la ciudad y, a poca distancia de las últimas casas, percibimos un indio tirado en el borde de la ruta. Era un hombre joven. No se movía y creímos que estaba muerto. Unos gemidos ahogados, que salían penosamente de su pecho, nos indicaron que aún vivía y que luchaba contra una de esas peligrosas borracheras causadas por el aguardiente. El sol ya se había ocultado, la tierra estaba cada vez más húmeda. Todo anunciaba que el desdichado expiraría allí, a menos que alguien viniera en su ayuda. Era la hora en que los indios dejan Buffalo para volver a su pueblo; cada tanto un grupo de indios pasaba a nuestro lado. Se acercaban, volvían brutalmente el cuerpo de su compatriota para reconocerlo, y luego proseguían su marcha sin dignarse siquiera responder a nuestras observaciones. En su mayoría, estos hombres también estaban ebrios. Por último, llegó una joven india que en un principio pareció acercarse con cierto interés. Creí que era la mujer o la hermana del moribundo. Lo observó detenidamente durante unos segundos, lo llamó en voz alta por su nombre, palpó su corazón y, tras asegurarse de que aún vivía, procuró sacarlo de su letargo. Pero, como sus esfuerzos eran inútiles, la vimos descargar toda su furia contra ese cuerpo inanimado que yacía a sus pies. Le golpeaba la cabeza, le pellizcaba el rostro con las manos, le pateaba los tobillos. Mientras se entregaba a estos actos de ferocidad, lanzaba unos gritos inarticulados que aún resuenan en mis oídos. Finalmente, creímos necesario intervenir y le ordenamos perentoriamente que se retirara. Obedeció, pero, mientras se alejaba, la oímos lanzar una carcajada salvaje.

De regreso a la ciudad, hablamos con varias personas acerca del joven indio. Mencionamos el peligro inminente al que estaba expuesto; incluso ofrecimos pagarle un albergue; todo eso fue inútil. No logramos que nadie se moviera. Algunos decían: “Esos hombres están acostumbrados a beber en exceso y a dormir sobre la tierra. No se mueren por accidentes como ése”. Otros reconocían que probablemente el indio moriría; pero podía leerse en sus labios la expresión velada del pensamiento siguiente: “¿Qué valor tiene la vida de un indio?”. Ése era, en el fondo, el sentir general. En el corazón de esta sociedad tan civilizada, tan mojigata, tan pedante de moralidad y de virtud, se ocultaba una insensibilidad total, una suerte de egoísmo frío e implacable en todo lo referente a los indígenas de Norteamérica.

Los habitantes de los Estados Unidos no persiguen a los indios a voz en cuello, como hacían los españoles de México. Pero el mismo sentimiento despiadado anima aquí, como en todas partes, a la raza europea.

Cuántas veces, en el curso de nuestros viajes, habremos cruzado honestos ciudadanos que por las noches, sentados apaciblemente junto al fuego, nos decían: “El número de indios disminuye día tras día. Pero nosotros no les hacemos la guerra seguido: el aguardiente que les vendemos a bajo precio se lleva cada año más indios de los que podrían matar nuestras armas. Este mundo nos pertenece –añadían–; Dios, al negar a sus primeros habitantes la facultad de civilizarse, los ha destinado de antemano a una destrucción inevitable. Los verdaderos dueños de este continente son aquellos que saben sacar partido de sus riquezas.”

Satisfecho de su razonamiento, el hombre de Norteamérica se va para el templo, donde escucha a un ministro del Evangelio repetirle que los hombres son hermanos, y que el Ser eterno que los ha creado a todos sobre un mismo modelo les ha impuesto el deber de ayudarse los unos a los otros.

El 19 de julio a las diez de la mañana, nos embarcamos en el Ohio, el vapor que habría de llevarnos hasta Detroit. Una fuerte brisa soplaba del Noroeste, y daba a las aguas del lago Erie la apariencia de un océano. A la derecha, se extendía un horizonte sin límites; a la izquierda, bordeábamos las costas meridionales del lago y, por momentos, nos acercábamos tanto que podíamos tocarlas. Estas costas eran perfectamente chatas, a diferencia de cualquiera de los lagos que he tenido ocasión de visitar en Europa. Tampoco se parecían a la orilla del mar. Inmensos bosques proyectan en él su sombra, y forman alrededor del lago un cinturón espeso y raramente interrumpido. Sin embargo, por momentos, la región cambia súbitamente de aspecto. Detrás de un bosque se percibe la elegante flecha de un campanario, casas deslumbrantes de blancura y limpieza, algunas tiendas. Un poco más allá, el bosque primitivo y en apariencia impenetrable recobra su imperio, y vuelve a reflejar su follaje en las aguas del lago.

Aquellos que han recorrido los Estados Unidos hallarán en este cuadro un sugestivo emblema de la sociedad norteamericana. Todo en ella es contrastado, imprevisto. En todas partes conviven, y en cierto modo se enfrentan, la civilización extrema y la naturaleza abandonada a sí misma. Nada semejante puede imaginarse en Francia. En lo que a mí respecta, en mis ilusiones de viajero –¿qué clase de hombre no tiene alguna?– me representaba otra cosa. Había notado que, en Europa, el estado más o menos retirado de una provincia o de una ciudad, su riqueza o su pobreza, su pequeñez o su extensión, tenía una enorme influencia sobre las ideas, las costumbres, el grado de civilización de sus habitantes, y a menudo generaba una diferencia de varios siglos entre las diversas partes de un mismo territorio.

Me imaginaba, con mayor razón, que las cosas también serían de ese modo en el Nuevo Mundo, y que un país poblado de manera incompleta y parcial, como Norteamérica, sin duda presentaría todas las condiciones de existencia y ofrecería la imagen de la sociedad de todas las épocas. Así, en mi imaginación, Norteamérica era el único país en el que se hubiera podido seguir paso a paso todas las transformaciones a las que el estado social somete al hombre, y donde era excepcionalmente posible percibir dicho proceso, como una vasta cadena que descendiera de eslabón en eslabón, desde el opulento patricio de las ciudades hasta el salvaje del desierto. Allí, en suma, esperaba encontrar, contenida en unos pocos grados de longitud, toda la historia de la humanidad.