1,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,99 €
Se suponía que eran turistas, no detectives… En la habitación de hotel de Matt Anderson había aparecido una mujer muerta y él no tenía la menor idea de cómo había llegado allí. Kerry Johnston no tardó en acudir en su ayuda desde la habitación de al lado y enseguida ambos reconocieron a la mujer: se trataba de una camarera y curandera vudú. Y eso parecía ser todo lo que se sabía de ella, pero para Matt y Kerry no era suficiente. Antes de morir, aquella mujer había percibido la tristeza que escondían aquellos dos desconocidos y los había enviado a ambos a una ceremonia de curación muy especial. Mientras investigaban su muerte, sucedió algo que Matt y Kerry no esperaban: la tristeza fue desapareciendo y la sustituyó la certeza de que su destino era estar juntos…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 225
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
LA DESCONOCIDA, Nº 141 - Agosto 2013
Título original: The Unknown Woman
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
™ Harlequin Oro ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3503-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Kerry Johnston estudió los folletos de Nueva Orleans que había recogido aquella mañana. Allí estaba, desayunando en el famoso barrio francés y, sin embargo, estaba deprimida. Se suponía que aquel viaje debía animarla después del año tan difícil que acababa que pasar, pero se sentía más sola que nunca.
El restaurante que había elegido, situado al final de la calle del hotel en el que se alojaba, el hotel Marchand, tenía una ambiente encantador que recordaba a la vieja Europa y parecía muy animado después de la devastación causada por el huracán Katrina.
Afortunadamente, aquella zona de la ciudad estaba más alta que los distritos situados al oeste del río, por lo que no había sufrido tantos daños.
Kerry recorrió con la mirada los edificios con las balconadas y los ventanales de hierro forjado. Le recordaban a las viejas damas ataviadas con sus vestidos más elegantes, esperando recibir la visita de algún caballero.
Hizo una mueca. Quizá aquellas palabras sirvieran algún día para describirla a ella.
En fin, de momento no se sentía vieja y no estaba esperando a nadie aunque, por supuesto, le gustaría no estar tan desanimada.
—Aquí tiene.
La camarera, vestida con unos pantalones negros y una camisa de un blanco inmaculado, dejó frente a ella una ensalada enorme con cangrejo y un aliño que era el secreto de la casa. Por lo que indicaba su tarjeta, la camarera se llamaba Patti y era una auténtica belleza de ojos azules, con una preciosa melena negra y las pestañas más tupidas que Kerry había visto en su vida. Tenía una sonrisa contagiosa y un cutis perfecto y ligeramente bronceado.
Por contraste, Kerry se sentía casi vulgar con su pelo corto castaño, los ojos del mismo color y el rostro pálido por culpa del invierno en el medio oeste.
La camarera tenía por lo menos diez años menos que ella, veinticinco quizá. Parecía una joven alegre y feliz con su vida y llevaba en el dedo un anillo de oro con un intrincado nudo.
¿Sería de un amante?, se preguntó Kerry. Suspiró inconscientemente mientras bajaba la mirada hacia su propio dedo desnudo. El verano anterior, resplandecía en ese mismo dedo una sortija de compromiso.
—¿Ha venido para el Carnaval? —le preguntó la camarera mientras le dejaba un vaso de té frío y una cesta con panecillos en la mesa.
—Bueno, no voy a quedarme durante toda la temporada —contestó Kerry con una sonrisa—. Tengo una semana. Este viaje es un regalo de cumpleaños de mis amigos.
—Qué amables. ¿Y dónde viven esos amigos? No me vendría mal que me los presentara.
Tenía una risa encantadora. Aquella mujer era suficientemente bella como para ser una estrella de cine. A su lado, Kerry se sentía tan vieja como un pedazo de pan duro.
—En White Bear Lake, en Minnesota, un lugar tan pequeño que nadie ha oído hablar de él. Está cerca de la zona de St. Paul.
—Tiene que ser un lugar precioso —contestó Patti.
—¿Usted es nativa de Nueva Orleans? —preguntó Kerry, pensando que su acento así lo indicaba.
—Sí, mi familia lleva mucho tiempo asentada en esta ciudad. Somos descendientes de la emperatriz Josephine, que nació, al igual que mi familia, en la Martinica. Mi familia se trasladó a Luisiana. Josephine se casó con el vizconde Alexandre de Beauharnais, hijo del gobernador francés de la isla, y vivió en París.
—Donde conoció y posteriormente se casó con Napoleón Bonaparte, después de que su anterior marido fuera ejecutado —concluyó Kerry.
Los ojos de Patti chispeaban de emoción.
—Es muy romántico, ¿verdad?
—No creo que lo fuera tanto para el vizconde —contestó Kerry con ingenio, provocando las risas de la camarera.
En ese momento llegó una pareja y se sentó en la mesa de al lado.
—Disfrute del almuerzo —le deseó Patti antes de ir a atenderlos.
Kerry no sabía si la historia de la camarera sobre sus ancestros era cierta o un cuento para turistas, pero la encontró interesante. Al igual que ella había sido abandonada por culpa de otra mujer, Josephine Bonaparte había sido reemplazada por una mujer más joven capaz de darle al emperador un heredero.
Por lo menos Ben se había casado con alguien de su edad, pensó Kerry. Con una antigua compañera de clase, divorciada, que se había acercado al pueblo para la reunión de ex alumnos del instituto. El que durante cuatro años había sido prometido de Kerry se había enamorado locamente de ella, como él mismo le había confesado.
Al parecer, aquella mujer había sido su amor durante todo un año de instituto y la llama de su amor se había reavivado en cuanto había vuelto a verla. Kerry le había dicho que lo comprendía y le había devuelto el anillo deseándole que encontrara la felicidad con su nuevo amor.
Desde entonces, se había preguntado a menudo si un compromiso de cuatro años no debería haberle indicado algo. Ninguno de los dos parecía tener mucha prisa por llegar al compromiso final.
Se encogió de hombros, decidida a dejar el pasado tras ella. Aquello había ocurrido en julio y ya estaba en enero.
De hecho, era la noche de Reyes, el principio de la celebración del martes de Carnaval. En realidad, sus amigos querían haberle hecho una reserva para el día de su cumpleaños, el día de San Valentín, pero para entonces no había sitio en ningún hotel.
Kerry miró agradecida hacia las alturas. Estar sola en Nueva Orleans el día de San Valentín no le habría servido de mucha ayuda.
Pestañeó para apartar las repentinas lágrimas que la asaltaron y bebió un sorbo de té con hielo, hasta superar aquel ataque de autocompasión. Cuando terminó de comer, volvió a revisar los folletos, enfadada consigo misma por su incapacidad para decidir lo que le apetecía hacer.
—¿Ha estado en el museo del vudú? —le preguntó Patti, deteniéndose frente a su mesa—. A la mayoría de los turistas les gusta —miró el reloj—. Si no tiene nada que hacer esta tarde, debería ir. De las dos a las tres es una buena hora. El museo suele estar muy tranquilo.
—Gracias. Sí, creo que ése va a ser el lugar perfecto para empezar.
—Que se divierta —le dijo la camarera con alegría antes de volverse para atender a sus clientes.
Tras dejarle una generosa propina, Kerry salió del restaurante y comenzó a pasear por las calles del barrio francés. Entró en una tienda para turistas y compró varios recuerdos relacionados con el vudú para sus sobrinos.
Pobres niños. Estaban todos con varicela. Se suponía que su hermana Sharon tenía que haber hecho aquel viaje con ella, pero como los niños habían enfermado, había tenido que quedarse en casa. Shane, la sobrina de once años de Kerry, le había pedido una cabeza reducida, pero sus padres habían vetado el encargo. Pensando que una muñeca vudú podría ser un buen sustituto, Kerry miró el precio y se enfadó al ver que la muñeca estaba hecha en otro país. La dejó en su lugar.
Uno de los folletos mencionaba un lugar en el que vendían auténticos objetos vudús, hechos por practicantes locales de aquel rito. Kerry miró el mapa que le habían dado en el hotel aquella mañana. La tienda estaba a una manzana del museo.
Todavía no eran las dos, de modo que decidió dar un paseo por las soleadas calles de Nueva Orleans antes de adentrarse en el lado oscuro de la ciudad más embrujada de América.
Poco después de las dos, Kerry llegó al museo vudú. Sobre la puerta de la entrada vio la mandíbula de un cocodrilo. Por lo que decía el letrero que lo acompañaba, al parecer era un buen Ju-Ju, un objeto adecuado para mantener alejados a los malos espíritus.
Desde luego, si la mandíbula no se le caía encima de la cabeza, podía considerar que había tenido suerte.
Kerry comprendió inmediatamente por qué la camarera le había sugerido que visitara el museo en una hora tranquila. Era muy pequeño, la planta baja de una casa adosada. Si hubiera coincidido con alguien en el pasillo, habría tenido que volverse para dejarle pasar.
El fuerte aroma del incienso le cosquilleó en la nariz. El silencio era tal que se le pusieron los pelos de punta. Un letrero indicaba la modesta cantidad que había que pagar para entrar, así que comenzó a contar las monedas.
—Por favor, pase —dijo entonces una voz femenina—. Soy la reina Patrice, su guía hacia el otro mundo.
Kerry estuvo a punto de tirar el monedero al suelo. Todos sus nervios se tensaron al instante.
Una mujer vestida de gitana permanecía en el marco de la puerta del pasillo. Llevaba un pañuelo violeta en la cabeza, coronando la melena negra que le llegaba hasta la cintura. La blusa iba a juego con el pañuelo y con una falda verde, dorada y violeta, los colores tradicionales del martes de Carnaval. No había nada amenazador en ella, pero Kerry la miró inquieta.
—Ha llegado en el momento adecuado —le dijo la otra mujer—. Pase. Le enseñaré el resto de las salas.
—¿A quién tengo que pagarle la entrada? —preguntó Kerry, señalando el dinero que tenía en la mano y obligándose a relajarse.
—A mí.
Y en menos de lo que tardó Kerry en parpadear, el dinero desapareció entre los pliegues de la falda de aquella mujer.
—Ah, Jolie está despierta —dijo la gitana mientras giraba para iniciar la visita—. ¿Quiere hacerse una fotografía con ella?
A Kerry le dio un vuelco el corazón al ver a una, no, a dos enormes serpientes pitón.
—¿Una fotografía?
—Es un gran honor.
Kerry sabía que a su sobrina le encantaría enseñarle esa fotografía a sus amigas.
—Eh... claro, ¿cuánto cuesta?
—Nada. Yo misma se la haré con su cámara, si quiere.
Kerry le tendió la cámara digital que le había regalado Ben dos navidades atrás.
—Madame Jolie, tengo a alguien esperando —dijo la mujer, como pidiéndole permiso a la serpiente para hacer la fotografía.
Kerry pensó asustada que quizá el resto de la frase fuera «a que se la coma». La serpiente era suficientemente grande como para devorar a una persona.
—Ajá, está de acuerdo.
Kerry intentaba mostrar la misma naturalidad que la reina Patrice mientras ésta la dirigía hacia la jaula y, poco después, le colocaba la serpiente por los hombros.
—Sujétela —le ordenó.
Kerry hizo lo que le decía. La serpiente y ella se estudiaron la una a la otra mientras la mujer le rodeaba la cintura con la serpiente.
—Pesa... mucho —comentó Kerry.
—Naturalmente. Es una serpiente adulta, una auténtica reina.
—Lo sé.
Kerry estaba empezando a tener serias dudas sobre la decisión de hacerse la fotografía.
La gitana se volvió, pero no antes de que Kerry pudiera verla reprimiendo una sonrisa. Kerry inhaló profundamente y sonrió a la cámara. No iba a comportarse como una turista asustada. Su sobrina jamás se lo perdonaría.
Tras hacerle tres fotografías, la mujer metió a Jolie en la jaula, le devolvió la cámara a Kerry y se marchó, dejando a Kerry paseando por aquellas habitaciones abarrotadas mientras absorbía toda la información disponible sobre la historia del vudú.
Marie Laveau había sido la primera reina vudú, una mujer que, por lo que parecía, había creado su propia leyenda con la misma habilidad con la que practicaba su arte.
Al cabo de un rato, la reina Patrice invitó a Kerry a reunirse con ella para tomar una taza de té:
—Le leeré su suerte. Y tiene que comprar algunos amuletos para su sobrina y para sus sobrinos antes de irse de Nueva Orleans.
Kerry se quedó boquiabierta.
—¿Cómo sabe que tengo sobrinos?
—Los espíritus me lo han dicho. Y cuando ellos no me informan, lo hace Jolie.
A Kerry se le pusieron todos los pelos de punta. Pero antes de que hubiera podido levantarse de la silla, la reina Patrice posó una mano sobre la suya.
—Deme la mano —le dijo en voz baja.
Kerry dejó que la mujer le volviera la mano y la estudiara durante algunos minutos.
—Se está recuperando de un duro golpe —dijo la reina Patrice—. Pero aunque piense lo contrario, no tiene el corazón roto.
Kerry se burló en silencio. Las adivinadoras siempre ofrecían a sus víctimas alguna información triste para, inmediatamente, decirles que no tardarían en conquistar la felicidad.
—La está esperando una aventura. Sígala hasta el final. Quizá la lleve también a la tristeza —continuó la mujer en voz tan baja que Kerry tuvo que inclinarse para oírla—. Veo una tragedia.
Kerry sintió un escalofrío. Como continuara tomándose todo tan en serio, iba a tener que marcharse cuanto antes de allí.
—Pero debe seguir el camino resplandeciente que conduce de la noche de Reyes hasta el solsticio de verano o jamás cambiará el curso de su historia y de la historia de todos aquellos que hoy estén en contacto con usted.
Kerry asintió. La reina Patrice le soltó la mano y sirvió dos tazas de té.
—Beba —le recomendó—. Eso calmará su espíritu.
—Gracias.
Kerry intentó sonreír y consiguió comportarse como una turista despreocupada y descreída.
—Creo que a mi sobrina le encantaría que le llevara una muñeca vudú. ¿Puede recomendarme alguna? Y también compraré varios amuletos para mis sobrinos.
—Sí, le enseñaré varios entre los que puede elegir.
Mientras Kerry saboreaba el té, la reina Patrice le llevó varios objetos a la mesa. Kerry eligió los que quería y sacó la tarjeta de crédito.
—Éste tiene que ser para usted —dijo la mujer, y le puso un brazalete en la muñeca del que colgaban varios amuletos—. Es de plata de ley. Tome. Esta cruz de aquí ha sido bendecida con agua bendita. Si va a salir esta noche, póngasela.
—¿Para alejar a los vampiros? —preguntó Kerry.
—Y a los hombres lobo —contestó la reina muy seria—. También hay fantasmas, pero normalmente son benignos. Sólo están tristes porque fueron traicionados por aquéllos a los que amaban y en los que confiaban.
—Entiendo lo que sienten —dijo Kerry sin pensar.
La adivinadora le tocó el brazo con delicadeza y se retiró para ocuparse del pago.
Kerry observó los amuletos que colgaban de su brazalete y descubrió la pequeña cruz que había mencionado la reina Patrice, un grupo de tres huesos, otro con la forma de una pluma y un cuarto con forma de bolsa.
Esperaba que aquellos amuletos le dieran suerte mientras estaba en Nueva Orleans. Hasta entonces, sólo había tenido problemas. Cuando había salido de Minnesota estaba nevando y su avión había despegado con retraso por culpa de la tormenta. Había llegado a la ciudad cerca de las once, cansada y preocupada.
Por lo menos el personal del hotel le había dado una bienvenida calurosa.
—Aquí tiene —dijo la gitana, dejando una bolsa encima de la mesa y devolviéndole la tarjeta de crédito—. He envuelto los objetos para regalo.
—Gracias. Debería comprarle algo a mi hermana. A lo mejor uno de estos brazaletes —sugirió.
La mujer negó con la cabeza.
—Ya encontrará algo más adelante que le guste más. Creo que debería esperar.
Kerry asintió.
—Sí, probablemente sea una buena idea. Bueno, esta visita ha sido muy... ilustradora. El museo es fascinante. Y gracias por haberme ayudado a elegir los recuerdos.
—De nada. Espere. Se me ha ocurrido algo —sacó un ticket de color violeta del bolsillo de la falda y se lo tendió—. Mañana por la noche la anciana reina representará un antiguo rito. Es una ceremonia auténtica. La dirección del lugar en el que se llevará a cabo está en la parte de atrás.
Kerry se quedó mirando fijamente el pedazo de papel que tenía en la mano. No estaba segura de que quisiera asistir a una ceremonia vudú, pero le parecía grosero rechazar la invitación. Así que se guardó el ticket en la cartera y se dirigió hacia la puerta.
—Me ha gustado mucho hablar con usted —dijo, aliviada al ver de nuevo la luz del día.
Al volverse, vio a la joven reina del vudú en el marco de la puerta, observándola. A la luz del día, Kerry advirtió que tenía los ojos azules, y no negros como en un principio había pensado.
La reina del vudú sonrió un instante antes de cerrar la puerta tras ella.
Kerry se paró en seco.
—Oh, por el amor de Dios, ¡si era Patti! —musitó.
Una carcajada de alivio escapó de sus labios. Por unos instantes, había llegado a creer realmente en la magia.
Volvió a reír. Probablemente Patti había estado tomándole el pelo, pero la verdad era que su magia había funcionado y Kerry se sentía menos sola que aquella mañana. Pasaría por el restaurante al día siguiente y le contaría a Patti lo mucho que había disfrutado de la visita al museo.
—¿Quieres que te adivine tu suerte, cariño? —una anciana vestida de negro y con una mantilla de encaje intentó agarrarle la mano.
—No, gracias, acaban de leérmela —contestó.
Y se alejó caminando sin ninguna prisa. La temperatura, cercana a los diecisiete grados, resultaba muy agradable comparada con Minnesota. Estuvo buscando en algunas tiendas un regalo especial para su hermana. A lo mejor encontraba alguna poción para Sharon y para su marido, un afrodisíaco, quizá. Iban a necesitarlo después de tener que enfrentarse a tres niños enfermos.
Antes del anochecer encontró el regalo ideal: unas botellitas de ron y unas latas de café con un contenedor de madera tallada que podría utilizar Sharon más adelante como joyero. Sacó la tarjeta de crédito e intentó no sufrir por el precio. Al fin y al cabo, el viaje le había salido gratis.
Fue paseando por el parque y disfrutó de las vistas del Mississippi. Contempló la salida del Creole Queen del puerto para adentrarse río arriba. Cuando alzó la mano para protegerse de los rayos del sol, los amuletos del brazalete resplandecieron ante sus ojos. Tintineaban el uno contra el otro susurrando secretos sobre la aventura que supuestamente la esperaba.
Kerry volvió al hotel al anochecer. Había más gente en la calle que al medio día. Un joven atractivo de unos veinte años intentó acercarse a ella.
Las cosas se estaban animando, decidió mientras pasaba por delante de él y continuaba caminando hacia el hotel.
—Señorita Johnston —la saludó el relaciones públicas cuando entró en el hotel Marchand.
Kerry vio a Luc, sí, Luc Carter, acercándose a ella con una sonrisa. Era uno de los empleados que le había dado la bienvenida la noche anterior.
Al igual que Patti, debía de andar por los veintitantos años. Casi los treinta, decidió, puesto que era el relaciones públicas de un hotel de solera y nadie conseguía un puesto como aquél sin experiencia previa. Rubio y de ojos azules, podía haber posado para cualquiera de los carteles de Carnaval en los que aparecían atractivas parejas pasándolo en grande.
—Aquí tiene la lista de recitales que me pidió —le dijo, tendiéndole una hoja—. Y creo que hay un paquete para usted. Ha llegado hace unos diez minutos.
—¿Para mí? —preguntó, quitándole la lista de la mano.
—Sí, iré a ver al botones.
Kerry lo siguió intrigada hacia un mostrador. El botones confirmó que sí, que tenía un paquete. Y Kerry se quedó helada cuando le vio sacar una cesta enorme de debajo del mostrador con flores, bombones, fruta, dulces de Carnaval y una botella de champán.
—¿Está seguro de que es para mí? —le preguntó.
El jefe de los botones le tendió una tarjeta.
—Aquí dice «Para la señorita Kerry Johnston».
El regalo era de su hermana y su cuñado. El mensaje le decía que disfrutara de la cesta sola o en compañía. Kerry rió suavemente al leerlo.
—Le pediré a alguien que se lo lleve a su habitación —llamó a un botones y le señaló la cesta—. La señorita Kerry necesita que le lleven esto a su habitación. Está alojada en la suite del patio dos.
—Encantado —contestó el botones.
Después de agradecer su ayuda a Luc y al jefe de los botones, Kerry siguió al muchacho hacia las puertas que conducían a uno de los patios del hotel.
—Tiene un admirador —comentó el chico
—Un admirador secreto —musitó ella, decidiendo en un impulso que prefería no admitir que el regalo era de su hermana.
—Ésos son los mejores —respondió el botones.
Pasaron por la piscina y el chico abrió la puerta que daba al jardín situado frente a la habitación de Kerry. A ella misma le había sorprendido descubrir que se alojaba en una de las habitaciones más exclusivas del hotel.
—¿La dejo en la mesa? —le preguntó el botones.
—Sí, gracias.
Kerry no sabía cuánto debía darle de propina. Al final, decidió darle cinco dólares. Al fin y al cabo, estaba en una de las habitaciones más lujosas.
—¿Abro el champán? —le preguntó él—. Está frío.
—Eh, no, ahora no. A lo mejor más tarde.
—Me aseguraré de que siga frío para entonces.
Kerry dejó el bolso encima de la mesa, olió una elegante azucena del arreglo floral que tenía al lado de la cama y se preguntó qué iba a hacer a continuación. Sintió hambre de pronto y recordó que todavía no había cenado.
Eran casi las ocho, advirtió. En White Bear Lake, los restaurantes dejaban de servir cenas a las diez durante la semana y a las doce los fines de semana. Pero estaba en Nueva Orleans y seguramente allí estarían abiertos durante toda la noche.
Estaba cansada y, de todas formas, no le apetecía salir sola. Era consciente de que durante los cuatro años anteriores se había acostumbrado a la compañía de su prometido. Sí, quizá ésa hubiera sido la base de su relación. Les resultaba más fácil estar juntos que enfrentarse a la soledad.
El restaurante del hotel era Chez Remy, pero todavía no lo conocía. Bajó la mirada hacia su atuendo informal. Seguramente Chez Remy sería un restaurante lujoso y elegante.
Se refrescó y se puso una falda negra y larga y una blusa de color salmón de organza con una camisola a juego. En cuanto estuvo lista, salió al jardín.
Había sillas y mesas por doquier, casi todas ellas ocupadas. Los salones para las fiestas resplandecían y el sonido de la música en directo se extendía por el jardín.
De pronto, la música se hizo más rápida. Un hombre atractivo con algunas canas en las sienes le tomó la mano y la hizo acercarse a la pista de baile.
Kerry se dejó llevar, cediendo al espíritu de la noche. Dio unos cuantos pasos de baile con él pero, en el momento en el que su pareja la hizo girar, se despidió de él con la mano y continuó avanzando hacia el restaurante.
Él le tiró un beso y, casi inmediatamente, buscó otra pareja.
En el restaurante, Kerry se sentó en una mesa desde la que podía ver el vestíbulo principal. Sabía que hacía falta entrada para acceder a la fiesta de la noche de Reyes, pero estaba segura de que, para el final de la velada, todo el hotel estaría de fiesta.
A sugerencia del camarero, empezó la cena con un cóctel de gambas.
En la parte posterior de la carta, leyó la breve historia de aquel hotel que ocupaba toda una manzana y que incluso contaba con una galería de arte.
Remy Marchand, fallecido cuatro años atrás, y su esposa habían dirigido el hotel durante muchos años.
Kerry sabía que las cuatro hijas del matrimonio participaban en el negocio familiar. Charlotte Marchand dirigía el hotel, Kerry había visto su nombre en la carta que le habían enviado para confirmar su reserva. Al parecer, Melanie Marchand había seguido los pasos de su padre y era la chef del restaurante. Renee Marchand era la encargada de las relaciones públicas del hotel y Kerry estaba prácticamente segura de que la cuarta de las hermanas dirigía la galería de arte que había visitado aquella mañana.
El camarero, Henri, un hombre alto con un aura de regia dignidad, le sirvió una copa de champán.
—De parte de Charlotte —le explicó—. Le gusta dar la bienvenida a nuestros huéspedes durante su primera noche en el hotel.
—Dele las gracias de mi parte. Si el resto de la visita es tan agradable como lo ha sido este primer día, voy a volver a mi casa con muy buenos recuerdos.
Cuando se quedó a solas, bebió un sorbo del líquido y sonrió al sentir el cosquilleo en la nariz. Mmm, después de una semana como aquélla, iba a acostumbrarse a vivir rodeada de lujos. Champán, dos hombres atractivos coqueteando con ella... Definitivamente, las cosas se estaban animando.
Sin embargo, después de la cena, mientras se abría camino entre la gente que bailaba y reía, volvió a pesarle su soledad.
Entró en su dormitorio. La lámpara de la mesilla de noche estaba encendida, la cama abierta y habían dejado un platito con fruta cortada al lado de la cesta. El champán descansaba en una cubeta, tal como el botones le había prometido, con dos copas al lado.
La soledad de su habitación le recordó que estaba sola en aquella ciudad que era el escenario perfecto para una luna de miel.
Los ojos se le llenaron de lágrimas que no tardaron en comenzar a deslizarse por sus mejillas. Se sentó en una silla de mimbre y continuó llorando.
Al cabo de unos minutos, sintiéndose estúpida y llorona, se desnudó, colgó la ropa en el armario y se puso el pijama.
Por encima de los sonidos del jardín oyó la campana de un reloj anunciando las horas y después, sin previa advertencia, se fue la luz.
Kerry permaneció en medio de la oscuridad durante dos minutos largos, esperando a que volviera la luz.
Como no volvía, suspiró. Cada vez le estaba resultando más difícil convencerse de que iba a disfrutar de aquel viaje. Buscó a oscuras su bolso y sacó una caja de cerillas. Prendió una cerilla y consiguió encender un candil. Afortunadamente, sabía cómo funcionaban aquella clase de lámparas. En su pueblo natal, eran frecuentes los apagones durante las tormentas de nieve.
Al ver el champán, decidió que aquél era el momento ideal para hacer algo atrevido. Se metería en la bañera y se daría un baño con aquellos aceites parisinos hasta que se quedara sin agua caliente.
Para no darse tiempo a cambiar de opinión, se dirigió al cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente, dejó el champán y la copa cerca de la bañera y regresó al dormitorio a buscar unas velas. Después de abrir el champán y servirse una copa, encendió las velas y añadió el aceite de baño al agua. Perfecto.
Se quitó el pijama y se hundió en el agua espumosa. Aquello sí que era vida. Se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo. Delicioso. Volvió a beber otra vez. Y otra.
Sonaron dos golpes en la habitación de al lado. El huésped que la ocupaba debía de haber regresado a su habitación. ¿Sería un hombre atractivo, inteligente y sin compromiso? Quizá estuviera a punto de empezar la gran aventura de la que le había hablado la reina Patrice.
Sonriendo, volvió a llenar la copa y añadió agua caliente a la bañera. Se colocó una toalla doblada debajo del cuello y se hundió en el agua hasta tocarla con la barbilla.
Ahh... era una delicia.
Un sonido la sobresaltó, haciéndole tirar algunas gotas del frío líquido en el agua. Debía de haberse quedado dormida. Escuchó con atención. El ruido sonó con más fuerza en aquella ocasión.