La diadema de berilos - Arthur Conan Doyle - E-Book

La diadema de berilos E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

Alexander Holder, socio principal de la asociación bancaria mas prestigiosas de todo Londres, acude a la oficina de Sherlock Holmes requiriendo su ayuda inmediata.Alexander ha sido victima de una estafa, un robo y una mentira. El corre el riesgo de perder su puesto ya que la diadema de berilos, una de las joyas mas reconocidas del imperio Ingles a desaparecido de su propio hogar. Su banco a realizado un gigantesco préstamo a un hombre misterioso, el cual entrego la diadema como comprobante de pago. Alexander Holder no la encuentra y antes de que esto salga a la luz publica, usará sus recursos para contratar a Holmes.Atrévete a escuchar como Sherlock Holmes y el Dr. Watson deducen con el tiempo en su contra este misterioso robo.-

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Seitenzahl: 48

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Arthur Conan Doyle

La diadema de berilos

Saga

La diadema de berilos

Original title

The Adventure of the Beryl Coronet

Cover design: Breth Design www.brethdesign.dk

Copyright © 1892, 2019 Arthur Conan Doyle and SAGA Egmont

All rights reserved

ISBN: 9788726463026

1. e-book edition, 2019

Format: EPUB 2.0

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

-Holmes -dije una mañana, mientras contemplaba la calle desde nuestro mirador-, por ahí viene un loco. ¡Qué vergüenza que su familia le deje salir solo!

Mi amigo se levantó perezosamente de su sillón y miró sobre mi hombro, con las manos metidas en los bolsillos de su bata. Era una mañana fresca y luminosa de febrero, y la nieve del día anterior aún permanecía acumulada sobre el suelo, en una espesa capa que brillaba bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el tráfico la había surcado formando una franja terrosa y parda, pero a ambos lados de la calzada y en los bordes de las aceras aún seguía tan blanca como cuando cayó. El pavimento gris estaba limpio y barrido, pero aún resultaba peligrosamente resbaladizo, por lo que se veían menos peatones que de costumbre. En realidad, por la parte que llevaba a la estación del Metro no venía nadie, a excepción del solitario caballero cuya excéntrica conducta me había llamado la atención.

Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento y de aspecto imponente, con un rostro enorme, de rasgos muy marcados, y una figura impresionante. Iba vestido con estilo serio, pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polainas impecables de color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su manera de actuar ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y su porte, porque venía a todo correr, dando saltitos de vez en cuando, como los que da un hombre cansado y poco acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus piernas. Y mientras corría, alzaba y bajaba las manos, movía de un lado a otro la cabeza y deformaba su cara con las más extraordinarias contorsiones.

-¿Qué demonios puede pasarle? -pregunté-. Está mirando los números de las casas.

-Me parece que viene aquí -dijo Holmes, frotándose las manos.

-¿Aquí?

-Sí, y yo diría que viene a consultarme profesionalmente. Creo reconocer los síntomas. ¡Ajá! ¿No se lo dije? -mientras Holmes hablaba, el hombre, jadeando y resoplando, llegó corriendo a nuestra puerta y tiró de la campanilla hasta que las llamadas resonaron en toda la casa.

Unos instantes después estaba ya en nuestra habitación, todavía resoplando y gesticulando, pero con una expresión tan intensa de dolor y desesperación en los ojos que nuestras sonrisas se trasformaron al instante en espanto y compasión. Durante un rato fue incapaz de articular una palabra, y siguió oscilando de un lado a otro y tirándose de los cabellos como una persona arrastrada más allá de los límites de la razón. De pronto, se puso en pie de un salto y se golpeó la cabeza contra la pared con tal fuerza que tuvimos que correr en su ayuda y arrastrarlo al centro de la habitación. Sherlock Holmes le empujó hacia una butaca y se sentó a su lado, dándole palmaditas en la mano y procurando tranquilizarlo con la charla suave y acariciadora que tan bien sabía emplear y que tan excelentes resultados le había dado en otras ocasiones.

-Ha venido usted a contarme su historia, ¿no es así? -decía-. Ha venido con tanta prisa que está fatigado. Por favor, aguarde hasta haberse recuperado y entonces tendré mucho gusto en considerar cualquier pequeño problema que tenga a bien plantearme.

El hombre permaneció sentado algo más de un minuto con el pecho agitado, luchando contra sus emociones. Por fin, se pasó un pañuelo por la frente, apretó los labios y volvió el rostro hacia nosotros.

-¿Verdad que me han tomado por un loco? -dijo.

-Se nota que tiene usted algún gran apuro -respondió Holmes.

-¡No lo sabe usted bien! ¡Un apuro que me tiene totalmente trastornada la razón, una desgracia inesperada y terrible! Podría haber soportado la deshonra pública, aunque mi reputación ha sido siempre intachable. Y una desgracia privada puede ocurrirle a cualquiera. Pero las dos cosas juntas, y de una manera tan espantosa, han conseguido destrozarme hasta el alma. Y además no soy yo solo. Esto afectará a los más altos personajes del país, a menos que se le encuentre una salida a este horrible asunto.

-Serénese, por favor -dijo Holmes-, y explíqueme con claridad quién es usted y qué le ha ocurrido.

-Es posible que mi nombre les resulte familiar -respondió nuestro visitante-. Soy Alexander Holder, de la firma bancaria Holder & Stevenson, de Threadneedle Street.

Efectivamente, conocíamos bien aquel nombre, perteneciente al socio más antiguo del segundo banco más importante de la City de Londres. ¿Qué podía haber ocurrido para que uno de los ciudadanos más prominentes de Londres quedara reducido a aquella patética condición? Aguardamos llenos de curiosidad hasta que, con un nuevo esfuerzo, reunió fuerzas para contar su historia.

-Opino que el tiempo es oro -dijo-, y por eso vine corriendo en cuanto el inspector de policía sugirió que procurara obtener su cooperación. He venido en Metro hasta Baker Street, y he tenido que correr desde la estación porque los coches van muy despacio con esta nieve. Por eso me he quedado sin aliento, ya que no estoy acostumbrado a hacer ejercicio. Ahora ya me siento mejor y le expondré los hechos del modo más breve y más claro que me sea posible.