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Fábula magistral sobre las misteriosas relaciones entre el escritor y su público, pieza de impecable factura, engrasada como un buen reloj, La figura de la alfombra indaga sobre la naturaleza mudable de la creación artística. La figura de la alfombra, escrita en 1896, es una de las más inspiradas bromas literarias de James, una obra maestra de los dobles entendidos, que embarca al lector en una delicada trama de equívocos librescos. El narrador, un innominado crítico inglés, se topa con Hugh Vereker, un escritor de culto que le revela solo a medias la presencia en su obra de una especie de "secreto fundamental" que lo permea todo, como la compleja trama de hilos de una alfombra persa. El narrador se embarca entonces en una desesperada búsqueda de la misteriosa pauta, para lo cual no dudará en llevar a la perdición a su mejor amigo, Corvick, y a la prometida de éste, Gwendolyn.
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Seitenzahl: 105
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La figura de la alfombra
Henry James
Traducción del inglés a cargo de
Enrique Murillo
Introducción de
Antoni Marí
El secreto revelado
por Antoni Marí
En los cuentos y en las novelas de Henry James siempre hay un secreto. Un secreto guardado en lo más profundo de la conciencia de un personaje y que va a permanecer oculto hasta que otro pretenda dilucidar la naturaleza del misterio que se esconde tras las apariencias. Y tras las apariencias el secreto parece mantenerse incólume, mientras que la conciencia del «secretario» se verá alterada por la constatación de que la investigación era errónea y de que su intromisión cubrió el secreto de un nuevo velo de apariencias que lo alejan de cualquier posibilidad de revelarlo. Porque son pocos los que tienen las cualidades morales y los recursos pertinentes para seguir las huellas que el secreto deja en su evolución. Los personajes más audaces suelen ser los menos capacitados para resolver las cuestiones que ellos mismos señalaron. Les falta experiencia o la capacidad de sintetizarla.
Henry James afirma: «El poder de adivinar lo oculto por lo visible, de reconstruir las implicaciones de las cosas, de juzgar el todo por la parte, la condición de sentir la vida de una manera tan completa que uno está cerca de reconocer cualquier rincón particular, este conjunto de dones puede decirse que constituye la experiencia». Esta concepción de la experiencia que duda de la manifestación sensible de las cosas, que desconfía de la realidad que se muestra a los sentidos, que postula que el mundo no es más que apariencia, se afirma en las novelas y los cuentos de James, puesto que él considera que la realidad de las apariencias cubre la verdadera realidad de las cosas y que su propósito es develar esta verdad que se esconde detrás de los gestos, los subterfugios, las mentiras, los convencionalismos, las omisiones de la memoria y la insuficiencia del lenguaje.
En pocas narraciones de James el secreto ha estado tan cerca de ser revelado como en La figura de la alfombra. El lector asiste perplejo al instante en que parece que el cerrojo —que guardaba celosamente el secreto— se abre para mostrar la grandeza inconmensurable del misterio que parecía que nadie podría descubrir. Y cuando estamos a punto de conocer o sentir la presencia del secreto descubierto, Henry James parece cegarnos el camino y considerarnos impertinentes e inadecuados para el conocimiento del misterio que el secreto guarda.
La figura de la alfombra es una novela misteriosa que exige del lector la rara experiencia de «adivinar lo oculto por lo visible y de juzgar el todo por la parte»: lo visible es la novela de Hugh Vereker, lo oculto es su sentido; el todo es La figura de la alfombra, la parte es su intención, la de Henry James al plantearnos el problema que señala su novela: dos críticos pretenden descubrir el secreto que guarda la novela de un escritor de alto reconocimiento. El primero de ellos, el narrador, después de un esfuerzo y trabajo inútiles desiste de descubrir el secreto: su incapacidad no le permite desvelarlo y, por lo tanto, considera que no hay secreto alguno. El otro crítico, Mr. George Corvick, después de mucho tiempo de buscarlo y de atender su evolución, descubre el secreto y lo reconoce: «Todas [las páginas] actuaban en su interior, y un día, en algún lugar, cuando no pensaba en ello, quedaron dispuestas, con toda su soberbia complejidad, de acuerdo con la única combinación correcta. La figura de la alfombra afloró a la superficie».
El crítico-narrador, frente a tal evidencia, no puede dejar de saber cuál es el secreto de la novela de Vereker, que Corvick ha descubierto: «era algo grande, pero al mismo tiempo sencillo; era sencillo y grande al mismo tiempo: alcanzar por fin la comprensión se convirtió en una experiencia completamente extraordinaria». Esta descripción del efecto que ejerce sobre Corvick el descubrimiento del secreto despierta aún más la curiosidad y la necesidad del crítico-narrador en conocer el secreto. Pero nunca lo conocerá, nadie podrá nombrar ni mostrar su naturaleza, puesto que, si él no la ha descubierto, ni su autor Vereker ni el crítico Corvick podrán enseñárselo, puesto que ambos mueren antes de poder comunicarlo. Por muchos esfuerzos que nuestro narrador sea capaz de realizar nunca sabrá el secreto que se llevaron a la tumba el autor y el crítico. El lector de La figura de la alfombra tampoco conocerá el secreto porque el ardid de Henry James es narrar la historia desde el punto de vista del crítico que no se ha enterado de nada, y el lector, por lo tanto, tampoco podrá saber cuál es el verdadero secreto.
Si el secreto es tan grande, ¿sería posible reducirlo, exponerlo en una frase, en un artículo de periódico, o en un concepto? No, no sería posible: la experiencia estética del lector, la experiencia por la cual la lectura de un libro puede cambiar el destino del lector o, simplemente, permitirle ver el mundo desde una perspectiva desacostumbrada y nueva, no permite reducirlo a nada, ni transformarlo en nada que no sea él mismo. Y no es posible puesto que no hay ningún lenguaje capaz de hacer comprensible la verdad del arte, de exponer con conceptos sus ideas, ni de sustituir la obra por su comentario. El pobre narrador de La figura de la alfombra espera que la obra de Vereker proporcione alguna solución a cuestiones que ni la teología ni la filosofía ni la ciencia pueden explicar. El pobre narrador espera de la literatura algo que ella ni quiere ni está dispuesta a ofrecer: soluciones, recursos de supervivencia, claves para desenvolvernos por el mundo. El crítico espera descubrir el significado de la obra de arte, cuando ciertamente el significado del arte se realiza en el lector o en el espectador. La obra de arte —el poema, el cuadro, la sinfonía, la novela— incita al espectador a poner en actividad sus facultades —las intelectuales y las sensibles—, y es esa actividad —que la razón razone, que la imaginación imagine, que la memoria recuerde— la que da a una obra su cualidad artística. Una cualidad que ha sido suscitada por la experiencia estética del arte, pero que se realiza en la mente y en la imaginación del lector. Y es el efecto que esta experiencia ejerce en la vida y en la existencia del lector, el auténtico sentido y significado de la obra.
Por esa razón Mr. Corvick no puede decir de la obra de Vereker más que «es grande y sencilla» a la vez, porque la ha reconocido en sí mismo y en el modo en que va a transformar su existencia. Transformación que afectará en la decisión de casarse con su prometida, de la que se había alejado, de compartir con ella su existencia, de hacerla partícipe de sus trabajos intelectuales y de incidir satisfactoriamente en la disposición a la creación literaria a que ella se dedicaba. El efecto que ejerció en Corvick la lectura del libro de Vereker fue la adquisición de una experiencia trascendental («una experiencia completamente extraordinaria», dice él mismo), puesto que transformaría su existencia y sería el inicio de la perquisición del conocimiento. El efecto de la lectura sería todo un conjunto de circunstancias, acontecimientos, reconocimientos y revelaciones que no sería posible redactar en un artículo o exponer en una tesis doctoral. El sentido y el significado de la obra ya no son ni analizables ni explicables, puesto que tienen un sentido que trasciende los límites del lenguaje.
La posición de Henry James respecto al arte y sus efectos es muy próxima a la de otros autores coetáneos, como Stephane Mallarmé, Arthur Rimbaud, Oscar Wilde, Paul Valéry, Marcel Proust… que consideran el arte como producto y fruto de la experiencia estética —la que pone en actividad nuestras facultades—; es expresión de la subjetividad del artista y es una construcción de la mente a partir de la experiencia de la realidad, transformada por el efecto de la imaginación y de la idea. El arte (la poesía y la pintura) es una proyección del pensamiento y de los sentimientos del artista; es un proceso de la imaginación que modifica y sintetiza imágenes, pensamientos, sentimientos, recuerdos y analogías, y no puede valorarse ni desvalorarse en términos de semejanza o falta de semejanza con las cosas naturales. La obra de arte ya no es una descripción o una ilusión, si no que es en sí y por sí misma su propia realidad, una cosa real sometida más a las leyes del arte que no a las leyes de la naturaleza.
Por todas estas razones el arte, ahora, no pretende imitar la naturaleza, ni representar la belleza, ni dar satisfacción, ni halagar los sentidos. El arte, mediante la experiencia estética, provoca la reflexión, el pensamiento y el conocimiento de sí mismo. Su mayor eficacia se manifiesta, como decía Rimbaud, en la transformación de la vida de sus lectores: la que aconteció en Mr. Corvick y que el narrador de La figura de la alfombra ni podía imaginarse.
Una transformación que Henry James esperaba que pudiera cumplirse en los lectores de su obra.
Antoni Marí
La lección del maestro
por Enrique Murillo
Cuando traduje La figura de la alfombra yo era todavía un escritor de poesía que firmaba con el exótico pseudónimo de Enrique Hegewicz. El apellido lo tomé prestado de un compañero de curso, un alumno mexicano de cuando yo estudiaba periodismo. La afición a la poesía cobró fuerza en mí por aquel entonces, durante las conversaciones con otro compañero de estudios, Félix de Azúa, a quien debo muchas cosas, sobre todo el modo de entender el oficio literario con seriedad, muchas recomendaciones de lecturas que siempre resultaban estimulantes y unos cuantos amigos compartidos. También a él le debo mis primeros pasos en el mundo de la edición. Primero, alguna participación en los comités de lectura de Seix Barral, y también mi primera traducción, la de un ensayo titulado Lectura de la poesía norteamericana, de Serge Faucherau, que publicó ese mismo sello. Y, mediada la siguiente década, vino mi reingreso en el oficio de traductor. Este se produjo tras una larga estancia en Londres, donde aprendí inglés, estudié literatura, frecuenté algunos escritores británicos y a sus editores, conocí de cerca el extraño oficio de estos últimos, trabé amistad con Tono Masoliver y Luis Maristany y, como ellos, logré mantenerme a una saludable distancia de aquel régimen político deprimente e injusto que controlaba nuestro país. Un país del que pude huir por piernas gracias a la BBC, que necesitaba periodistas para el programa que se emitía en onda corta para España.
Aunque había leído novelas a toneladas en la infancia, la adolescencia y la juventud, a finales de los setenta yo desconocía por completo mi potencial como narrador. Si alguno poseo se lo debo a mi encuentro con las novelas breves de James, Stevenson, Conrad y Kipling que traduje por afición, a ratos perdidos y sobre todo en fines de semana para una pequeña editorial, La Novela Corta. El editor era Pepe Santamaría, que en aquel entonces era el jefe de producción de Barral Editores, donde yo comencé a trabajar gracias, de nuevo, a la recomendación de Félix de Azúa.
Si para Barral traduje ensayos, a Pepe Santamaría le propuse una serie de obras que me habían deslumbrado como lector, y que o bien estaban inéditas en español o resultaban poco menos que inencontrables. Eran joyas narrativas como La playa de Falesá, de Robert L. Stevenson, Karain. Un recuerdo, de Joseph Conrad, y La figura de la alfombra, de Henry James. Traduje asimismo algunas maravillas de Rudyard Kipling y los Cuentos de oídas, también de Conrad, que en aquel momento no llegaron a publicarse. Pues, por desgracia, la pequeña aventura editorial terminó pronto, no sin antes haber publicado un Proust juvenil en traducción de mi amigo Luis Maristany, un buen Rubén Darío, y otra docena de títulos.