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La Fortuna de un Estudiante, una obra de Charles Dickens, ofrece una aguda crítica social envuelta en un relato de crecimiento personal. Ambientado en el contexto victoriano, el libro narra las desventuras de un joven que busca su lugar en una sociedad repleta de desigualdades. A través de una prosa rica y vívida, Dickens explora temas como la educación, la ambición y las injusticias inherentes a la clase social, logrando que sus personajes cobren vida con matices complejos. Su estilo, marcado por un tono tanto irónico como empático, invita al lector a reflexionar sobre su propio entorno y las condiciones que moldean a los individuos dentro de la sociedad. Charles Dickens, una figura central en la literatura del siglo XIX, fue un ávido observador de la vida en la Inglaterra industrial. Su propia infancia marcada por la pobreza y la privación influyó en su escritura; Lucy, protagonista de esta obra, refleja su deseo de trascender las limitaciones sociales. Dickens utilizó su pluma no solo para entretener, sino también para abogar por reformas sociales que mejoraran la vida de los desfavorecidos, una motivación que permea su trabajo literario y biográfico. Recomiendo encarecidamente La Fortuna de un Estudiante a quienes buscan una lectura introspectiva que combina entretenimiento con un profundo análisis social. Este libro no solo proporciona una ventana al pasado, sino que también resuena con problemáticas contemporáneas, haciendo de esta obra una imprescindible para estudiantes de literatura y apasionados por la crítica social.
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Aunque se ha hablado mucho de la sobriedad de los estómagos lacedemonios, de seguro que no hubieran podido resistir el sistema de alimentacion á que nos sujetaba el respetable doctor Glumpler en su colegio; de seguro que se hubieran insurreccionado.
Los vencedores de los persas requerian una comida, algo más nutritiva que los resíduos de grasa que se desprendian de los huesos de ternera con que nos obsequiaba el doctor; y por otra parte, si Jerges se hubiera limitado á alimentar á sus innumerables huestes con un poco de arroz hervido, como nos sucedía á nosotros, los vasallos que en sus extensos dominios contaba, no lo hubieran ensalzado hasta considerarle como un Dios.
Sin embargo, importa decir que bajo este punto de vista el colegio del doctor Glumper no se diferenciaba de otros muchos colegios, en donde los escolares de mi tiempo, hijos todos de muy buenas casas, seguían sus estudios, pero muriéndose de hambre. Es verdad que con lo que nos daban teníamos, á no dudarlo, lo suficiente para vivir, mas en comerlo estaba la dificultad. La comida, que nada tenía de buena al comienzo de la semana, al final de ésta se hacia irresistible; de modo que cuando llegaba el domingo, nos parecíamos á un grupo de jóvenes viajeros perdidos en las soledades del mar á quienes salva de una muerte próxima el feliz encuentro de un buque cargado de rosbeaf y de pudding: este buque era para nosotros lo que llamábamos la banasta de Hannah.
Hannah nos lavaba la ropa, y el sábado por la tarde, despues de la entrega de las prendas, iba invariablemente al jardin y allí, descubriendo su providencial banasta, sacaba á la luz una infinidad de golosinas que nos parecían excelentes; por su calidad y por lo módico de su precio.
Entonces no se habia llegado, como ahora, á tanta elegancia ni á tanto refinamiento en el servicio de las mesas. Un alumno que se hubiese permitido el uso de un tenedor de plata, hubiera sido considerado como un ser estrambótico, y en cuanto á la cuchara y seis servilletas que segun los reglamentos del colegio Glumper debían formar parte inexcusable de una buena educacion clásica, la primera quedaba almacenada en una especie de depósito, donde la señora Glumper tenia todos los despojos de sus imberbes colegiales, así como juguetes prohibidos, libros confiscados y demás, y las servilletas iban destinadas al servicio de todos sin distincion, en aquella república comunista, hasta que no quedaba de ellas nada: en definitiva no teníamos por qué hablar contra la tenedores de hierro, pues de otra manera hubiera sido imposible hacer presa la carne con otro metal menos duro.
La comida de los lunes se reducía á un guisado de ternera, á pedazo por persona, y aunque no estaba prohibido pedir otro, esta solicitud era acogida con tan mal disimulada contrariedad, que nos llegamos á contentar con uno solo. Como justa compensancion de nuestra discreta conducta, recibíamos al siguiente día, los trozos que habían sobrado en el anterior, pero frios y contraidos, ligeramente recubiertos de sangre y bajo una montaña de coles mal cortadas, aunque sobremanera interesantes para hacer un estudio de insectos, en vista de las muchas orugas que, en ordenadas filas mostraban sus cadáveres color verde claro en círculo de los platos.
Tres veces por semana se nos servia arroz hervido, alimento que por una reunion de infelices coincidencia, no he podido tragar desde mis primeros años. Mas no era esto solo. La gran mortificacion de nuestros estómagos se quedaba para el sábado, cuando nos ponian delante lo que fastuosa y calumniosamente llamaban pastel de beefsteack.
Un alma bien atravesada debia ser la del buey que se vanagloriase de reclamar como de su pertenencia aquel producto. En mi concepto, la composicion de aquel comistrajo, tenia tanta carne de buey, como de unicornio el puré de guisantes. Respecto al verdadero origen de aquella carne, corrian las noticias más singulares, lo cual demostraba lo difícil y peliagudo de la disquisicion. Segun los recuerdos y memorias antiguas del colegio, en el consabido pastel se habian encontrado elementos más inconexos y más absurdos, así es que los discípulos, amedrentados, apartaban de sí aquellas sustancias que por su aspecto y su sabor no tenian ninguna relacion con la raza bovina, prefiriendo ¡tan poco mérito les concedian! pasar hambre que comer el pastel.
Mas prescindiendo del elemento principal y constitutivo del plato, habia otros con respecto á los cuales sabíamos á qué atenernos, por más que no formaran parte de ninguna receta culinaria.
Sholto Shillito, por ejemplo, que era un tragon de primer órden, embauló un dia valientemente la parte que le habia tocado, pero tuvo que separar antes con mucha pulcritud tres dedo y un pedazo de pulgar de guante viejo.
Durante las primeras semanas de cada semestre, esto es, mientras nos duraba el dinero recogido en nuestras casas, podíamos, merced á la banasta de Hannag, remediarnos en algo; pero en cuanto se acababa el dinero, el hambre se enseñoreaba de nosotros.