La guerra de las mujeres - Alejandro Dumas - E-Book

La guerra de las mujeres E-Book

Alejandro Dumas

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Beschreibung

A la acción, intriga y rapidez descriptiva se suma el amor, con su inevitable acompañamiento de celos y rivalidad femenina, pues las dos protagonistas de esta excelente novela se enamorarán del mismo hombre.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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En medio de la guerra civil emprendida por la aristocracia francesa durante la minoría de edad de Luis XIV, dos mujeres se enfrentan con todas sus armas: en la lucha por el poder, ponen en liza su belleza, su gran capacidad para la intriga, su amor y sus celos, sin renegar del coraje ni de sus dotes militares.

Alexandre Dumas (1802-1870), autor de algunas obras maestras del espíritu romántico como El conde de Montecristo, recrea una estampa de la guerra de La Fronda, con dos personajes que quieren ser los equivalentes femeninos de sus célebres mosqueteros: la astuta y encendida amante del duque Epernón, Nanón de Lartigues, fiel a una Ana de Austria y a un cardenal Mazarino que tratan de salvaguardar la corona para quien luego sería el Rey Sol, Luis XIV; y la rubia y valerosa Claire de Cambes, que sostiene la rebelión de los príncipes de Condé con su inteligencia y su astucia.

Estas dos mosqueteras con faldas, como se las ha llamado, se convierten en eje de una narración que contiene los mismos ingredientes de Los tres mosqueteros, la novela más célebre de Dumas: acción, intriga y rapidez descriptiva; pero aquí el autor privilegia un aspecto: el amoroso, con su inevitable acompañamiento de celos y rivalidad femenina, pues las dos protagonistas se enamorarán del mismo hombre.

Alexandre Dumas

La guerra de las mujeres

I

I

La cita en medio del río

En otro tiempo se elevaba un hermoso pueblo de blancas casas y rojizos techos, casi encubiertos por los tilos y las hayas, a muy poca distancia de Liburnia, alegre villa que se refleja en las rápidas aguas del Dordoña, entre Fronsac y San Miguel de la Rivera. Por entre sus casas, simétricamente alineadas, pasaba el camino de Liburnia a San Andrés de Cubzac, formando la única vista que disfrutaban aquéllas. A poco más de cien pasos de una de estas hileras de casas, se extiende serpenteando el río, cuya anchura y poderío empiezan a anunciar, desde aquel sitio, la proximidad del mar.

Pero la guerra civil había estampado sus desoladoras huellas en aquel país, destruyendo las árboles y los edificios, expuestos a todos sus caprichosos furores; y no pudiendo huir, como lo hicieran sus habitantes, se deslizaron poco a poco sobre los céspedes, protestando a su modo contra la barbarie de las revoluciones intestinas; empero la tierra, que sin duda ha sido creada para servir de tumba a todo cuanto fue, ha ido cubriendo lentamente el cadáver de aquellas casas, tan graciosas y alegres en otro tiempo; la hierba ha brotado sobre aquel suelo ficticio, y el viajero que hoy camina por la senda solitaria, no podrá sospechar al ver aparecer sobre los montecillos desiguales, alguno de esos numerosos rebaños tan comunes en el mediodía; que ovejas y pastores huellan indiferentes el cementerio en que reposa una aldea.

Por el tiempo a que nos referimos, es decir, hacia el mes de mayo de 1650, la aldea en cuestión, se extendía por ambos lados del camino, que como una grande arteria la alimentaba con un lujo, deslumbrador de vegetación y de vida; el forastero que entonces la atravesara, se detendría con gusto a observar los aldeanos ocupados en uncir y desuncir los caballos de sus carretas, los bateleros arrojando a la ribera de sus redes, en las que se agitaban bulliciosos los peces blancos y rosados del Dordoña, y los herreros que golpeando rudamente sobre el yunque hacían brotar, bajo el peso de su mano, multitud de centellas divergentes, que a cada golpe de sus martillos iluminaban la atezada concavidad de sus fraguas.

Sin embargo, lo que más le habría encantado sobre todo, si el camino le hubiese dado ese apetito proverbial entre los postillones, hubiera sido una casa larga, que estaba situada a unos quinientos pasos de la aldea, y que sólo se componía de dos pisos, bajo y principal; la cual exhalaba por su chimenea ciertos vapores, y por sus ventanas ciertos aromas, con los que, mucho mejor que con la figura del becerro dorado pintada sobre una plancha de hierro y suspendido de una varilla del mismo metal clavada en la tablazón del primer piso, se indicaba el encuentro de una de esas casas hospitalarias, cuyos moradores, mediante cierta retribución, toman a su cargo el reparar las fuerzas de los viajeros.

Sin duda se me preguntará cuál era la causa de que el parador del «Becerro de Oro» estuviese situado a quinientos pasos de la aldea, siendo así que podía haber estado alineado entre las lindas casas agrupadas a uno y otro lado del camino.

A lo cual podré contestar desde luego, que por muy escondido que estuviese en aquel rincón de tierra el huésped era, en punto a cocina, un artista de primer orden. Dándose a conocer, bien en medio, o ya a la extremidad de una de las dos largas aceras que formaban la aldea, pues corría peligro de ser confundido con cualquiera de aquellos bodegoneros, que se veía precisado a admitir como cofrades suyos, pero que no podía decidirse a mirarlos como iguales; por el contrario aislándose, llamaba sobre sí las miradas de los inteligentes en la materia, los que si una vez habían probado los manjares de su cocina, se decían unos a otros: cuando vayáis de Liburnia a San Andrés de Cubzac, o de San Andrés de Cubzac a Liburnia, no dejéis de deteneros a desayunar, comer o cenar en el parador del «Becerro de Oro», que está a quinientos pasos de la pequeña aldea de Matifou.

Ya se ve, los inteligentes que paraban, salían contentos y enviaban a otros nuevos; de suerte que el hábil posadero hacía poco a poco su fortuna, sin que por esto, cosa rara, dejase su casa de permanecer a la misma altura gastronómica; lo que prueba, como ya lo hemos dicho, que Maese Biscarrós era un verdadero artista.

En una de esas hermosas tardes del mes de mayo, en que la naturaleza ya reanimada en el mediodía, empieza a reanimarse en el Norte, se desprendían de las chimeneas y ventanas del parador del «Becerro de Oro», un humo más denso, y olores mucho más suaves que los de costumbre, al mismo tiempo que en el umbral de la casa, estaba Maese Biscarrós en persona, vestido de blanco, según la usanza de los sacrificadores de todos los tiempos y países, desplumando con sus augustas manos algunas codornices y perdices, destinadas a uno de aquellos exquisitos banquetes que él sabía tan perfectamente disponer, y que según su costumbre —consecuencia constante del amor que a su oficio tenía—, dirigía hasta en sus más pequeños pormenores.

El sol tocaba el ocaso; las aguas del Dordoña, que en uno de los tortuosos rodeos de que está sembrado su curso se alejaban del camino como un cuarto de legua, hasta besar los cimientos del pequeño fuerte de Vayres, que empezaban a blanquearse bajo las negras sombras del ramaje; un no sé qué de tranquilo y melancólico se difundía por la campiña a merced de las brisas vespertinas; los abrigos permanecían con sus caballos desuncidos, y los pescadores con sus redes mojadas, los murmullos de la aldea se iban extinguiendo poco a poco, dejando de resonar el golpe de martillo, y dando fin a las labores del día, comenzaba a oírse el primer canto del ruiseñor en el bosquecillo vecino.

A las primeras notas que se escaparon de la garganta del alado cantor, Maese Biscarrós se puso también a cantar, por acompañarle sin duda; resultando de esta rivalidad filarmónica y de la atención que el posadero prestaba a su tarea, que dejase de percibir una pequeña tropa compuesta de seis caballeros que aparecían a la extremidad del pueblo de Matifou, y que se dirigían a su posada.

Pero una interjección lanzada desde una ventana del primer piso, y el movimiento rápido y agitado con que cerraron aquella ventana, hicieron abrir los ojos al digno posadero; y entonces vio al caballero que caminaba a la cabeza de tropa avanzar directamente hacia él.

Hemos dicho con alguna impropiedad directamente, porque aquel hombre se detenía cada veinte pasos, lanzando a derecha e izquierda miradas escudriñadoras y desentrañando, digámoslo así, de una sola ojeada senderos, árboles y breñas; con una mano sostenía un mosquete, que descansaba sobre su muslo, hallándose al parecer dispuesto, tanto al ataque como a la defensa, y dirigiendo de vez en cuando una seña a sus compañeros, que imitaban en todo sus movimientos, para que se pusiera en marcha; entonces se aventuraba a dar algunos pasos, y empezaba nuevamente la maniobra.

Biscarrós seguía al caballero con los ojos; y de tal suerte le preocuparon sus singulares movimientos, que durante todo aquel espacio se olvido de arrancar del cuerpo del ave las plumas que tenía entre el índice y el pulgar.

«Es un caballero que busca mi casa, —dijo Biscarrós— pero sin duda el digno hidalgo es miope; y eso que mi “Becerro de Oro” hace poco que fue restaurado, y el bulto de la muestra es considerable. Veamos, pongámonos en relieve».

Y Maese Biscarrós se colocó en medio del camino, donde continuó desplumando su pájaro con maneras llenas de pompa y majestad.

Este movimiento produjo el resultado que esperaba; apenas el caballero lo vio cuando espoleó su caballería con dirección a él, y saludándole cortésmente, le dijo:

—Maese Biscarrós; ¿habéis visto llegar por este lado una partida de gente de guerra, amigos míos que deben venir en mi busca? Gentes de guerra es demasiado decir; ¡llamémosles gente de espada, o gente armada, en fin! ¡Sí, gente armada, esto da mejor idea! ¿Habéis, pues, visto una pequeña partida de gente armada?

Biscarrós, lisonjeado hasta lo sumo de verse llamar por su nombre, saludó a su vez afablemente, sin haber observado que el extranjero, a un sólo golpe de vista dirigido sobre su posada, había leído su nombre y calidad en la muestra, como también la identidad del propietario sobre su significativa figura.

En cuanto a gente armada, caballero, respondió después de reflexionar un momento, no he visto más que a un hidalgo y su escudero, que hará cosa de una hora paran en mi fonda.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo el extranjero acariciando su rostro casi imberbe, y sin embargo lleno de virilidad—; ¡ah! ¡Ah! ¡Está un hidalgo con su escudero en vuestro parador! Y los dos armados, ¿no es así?

—Sí, señor; ¿queréis que mande a decir a ese hidalgo que deseáis hablarle?

—No —repuso el extranjero—; eso no estaría en el orden. Inquietar así a un desconocido, sería tal vez tratarle con demasiada familiaridad, sobre todo si el incógnito es persona de calidad. No, no, Maese Biscarrós; ¿si quisierais describírmelo, o más bien enseñármele sin que él me pudiese ver?

—Enseñárosle es muy difícil, señor, mayormente cuando parece que él trata de ocultarse, puesto que cerró su ventana en el momento mismo de aparecer vos y vuestros compañeros en el camino; describíroslo me parece más a propósito; es un jovencito rubio y delicado, de unos diez y seis años escasos, y que parece tener apenas fuerza suficiente para llevar el espadín que pende de su tahalí.

La frente del extranjero se plegó bajo la sombra de un recuerdo.

—Bien, bien —contestó—, ya sé por quién lo dices; por un señorito rubio y afeminado que monta un caballo árabe, y le acompaña un viejo escudero, entero como una asta de pica; no es ése al que busco.

—¡Ah! ¡No está ése a quien busca el señor! —dijo Biscarrós.

—No.

—Pues bien, si el señor trata de esperar al que busca, y que sin duda no puede menos de pasar por aquí, pues no hay otro camino, debe entrar en mi fonda y refrescar, tanto él como sus compañeros.

—Gracias; no necesito más que daros gracias… y preguntaros, ¿qué hora será?

—Las seis están dando en este momento en el reloj del lugar, caballero; ¿no escucháis el fuerte sonido de la campana?

—Bien. Ahora me queda pediros un último favor, Maese Biscarrós.

—Con mucho gusto.

—Decidme, si os place, ¿cómo podría procurarme un bote y un remero?

—¿Para atravesar el río?

—No, para pasearme por él.

—Nada más fácil; el pescador que me surte de pescado… ¿Os gusta el pescado, señor? —preguntó a manera de paréntesis Biscarrós, volviendo de nuevo a su idea de hacer cenar el extranjero en su casa.

—Es un mediano plato —respondió el viajero—; sin embargo, cuando está sazonado convenientemente, no le hago asco.

—¡Ah! Señor; yo siempre tengo un pescado excelente.

—Os doy la enhorabuena, Maese Biscarrós; pero volvamos a lo que nos trae.

—Tenéis razón; pues bien, a esta hora ya habrá concluido su jornada, y probablemente estará comiendo.

—Desde aquí podéis ver su barca amarrada a unos sauces; mirad, allá abajo, junto a aquel olmo. Su casa está detrás de esa mimbrera; estoy seguro que le encontraréis a la mesa.

—Gracias, Maese Biscarrós —dijo el extranjero—; y haciendo señas a sus compañeros para que le siguieran, guió rápidamente hacia los árboles, y llamó en la cabaña designada. La mujer del pescador abrió la puerta.

Como había dicho Maese Biscarrós, el pescador estaba comiendo.

—Toma tus remos —dijo el caballero—, y sígueme; se trata de ganar un escudo.

El pescador se levantó con una precipitación que atestiguaba la poca liberalidad que usaba en sus negociaciones el hostelero del «Becerro de Oro».

—¿Es tal vez para bajar a Vayres? —preguntó.

—Es únicamente para conducirme al medio del río, y permanecer allí durante algunos minutos.

El pescador abrió cada ojo como un plato al escuchar el capricho del extranjero; y como se trataba de ganar un escudo, y además había visto a veinte pasos del caballero que había llamado a su puerta, destacarse el perfil de sus compañeros, no puso la menor dificultad, pensando con razón que el menor indicio de falta de voluntad, traería consigo el empleo de la fuerza; y que en tal caso perdería la recompensa ofrecida.

Así, pues, se apresuró a decir al extranjero que él, su barca y sus remos estaban a sus órdenes.

Encaminóse la pequeña tropa hacia el río; y mientras que el extranjero se dirigió hasta la orilla del agua, la tropa se detuvo en lo alto de la pendiente, colocándose, sin duda por temor de una sorpresa, de modo que pudiesen ver en todas direcciones. Desde el punto establecido podían a la vez dominar la llanura que se extendía a sus espaldas, y proteger a la embarcación que se balanceaba a sus pies.

El extranjero, que era un joven alto, rubio, pálido y nervioso, aunque enjuto, y de una fisonomía perspicaz, si bien rodeaba sus ojos azules un círculo ceniciento, y vagaba sobre sus labios una expresión de cinismo vulgar; el extranjero, decimos, revisó sus pistolas con cuidado, colgóse el mosquetón a lo bandolero, requirió un largo espadón, y fijó sus atentas miradas en la ribera opuesta; vasta pradera por lo que cruzaba un sendero que partiendo del ribazo del río, terminaba en línea recta en la villa de Ison, cuyo pardusco campanario y blanquecinas humaredas, se percibían sobre los dorados celajes de la tarde.

Por el otro lado, a la derecha, y casi a la distancia de medio cuarto de legua, se elevaba el fuertecillo de Vayres.

—¡Vamos! —dijo el extranjero que empezaba a impacientarse, dirigiéndose a los centinelas—; ¿viene, o no?…

—¿Le veis por fin asomar a derecha o izquierda, por delante o por detrás?…

—Me parece —dijo uno de aquellos hombres— distinguir un grupo por el camino de Ison; pero no estoy bien seguro, porque el sol me deslumbra. Mirad, sí, eso es, uno, dos, tres, cuatro, cinco hombres, precedidos por uno que lleva un sombrero galoneado y una capa azul. Es sin duda el mensajero que esperamos, que se habrá hecho escoltar para mayor seguridad.

—Está en su derecho —respondió flemáticamente el extranjero—. Venid a tener mi caballo, Ferguzón.

El personaje a quien había sido dirigida esta orden en tono medio amistoso, medio imperativo, se apresuró a obedecer, y bajó la colina; durante este intervalo el extranjero echó pie a tierra, y al momento que el otro llegó, le puso la brida sobre el brazo y se dispuso para pasar al bote.

—Escuchad —dijo Ferguzón poniéndole la mano sobre el brazo—; ¡no convienen valentías inútiles, Cauviñac! Si veis el menor movimiento sospechoso por parte de vuestro hombre, empezad por alojarle una bala en la cabeza.

—Ya veis cómo se hace acompañar de buena tropa el astuto compadre.

—Sí, pero es menos fuerte que la nuestra. Les aventajamos en valor y en número, y no tenemos por qué temer.

—¡Ah! ¡Ah! Ya asoman allí sus cabezas.

—¡Ah! ¡Diablos! ¿Y cómo se las van a arreglar? —dijo Ferguzón—; no podrán encontrar un batel. ¡Oh! Sí tal; ved, allí aparece uno como por encanto.

—Es el de mi primo, barquero de Ison, van a arreglar —dijo el pescador, a quien parecía le interesaban demasiado aquellos preparativos, y temblaba a la idea de si iría a suscitarse un combate naval a bordo de su chalupa y la de su primo.

—Bueno, mirad, ya se embarca el de la capa azul —dijo Ferguzón—, y solo, a fe mía, conforme con las estrictas condiciones del tratado.

—No le haremos esperar —dijo el extranjero—, y saltando en el batel a su vez, indicó al pescador que tomase su puesto.

—Mucho cuidado, Rolando —repitió Ferguzón, volviendo a sus prudentes recomendaciones—. El río es ancho, no vayáis a aproximaros demasiado a la ribera opuesta, que os saluden con una descarga de mosquetería, sin que podamos contestarles; conteneos si es posible a la parte de acá de la línea de demarcación.

Aquél a quien Ferguzón había llamado unas veces Rolando y otras Cauviñac, y que igualmente respondía a uno y otro nombre, sin duda porque el uno sería de pila, y el otro apellido de familia o nombre de guerra, hizo un movimiento de cabeza, diciendo:

—Nada temas, ya está todo previsto, podrán cometer algunas imprudencias los que nada tienen que perder, pero el negocio es demasiado interesante para que yo me exponga tontamente a perder el fruto; si se comete alguna imprudencia, no será por parte mía, al remo, batelero.

El pescador soltó su amarra, hundió su largo botador entre las hierbas, y la barca empezó a alejarse de la orilla al mismo tiempo que partía de la ribera opuesta la chalupa del pescador de Ison. Había en medio del agua una pequeña estacada compuesta de tres troncos, y sobre ella un trapo blanco, que servía para indicar a los buques largos de transporte que bajaban por el Dordoña, la existencia de un banco de rocas de peligroso acceso. A la simple vista podía percibirse en el reflejo de las aguas, las puntas negras y lisas de las rocas, que se hallaban a corta distancia de la superficie del río; pero en aquel momento en que el Dordoña estaba lleno, sólo indicaba la presencia del escollo el pequeño trapo y el leve hervidero de las aguas.

Sin duda los dos remeros comprendieron que aquel punto era el más a propósito para la conjunción de los dos parlamentarios; y ambos dirigieron los esquifes a aquel punto. El primero que abordó fue el barquero de Ison, el cual, por orden de su pasajero, ató su batel a una de las argollas de la estacada.

En este momento, el pescador que había salido de la ribera opuesta, se volvió hacia su viajero para recibir sus órdenes, y quedó en extremo sorprendido de no hallar en su barca otra cosa que un hombre enmascarado y envuelto en una capa.

El miedo que nunca le faltaba, se redobló entonces, y sólo balbuceando, se atrevió a pedir sus órdenes a aquel extraño personaje.

—Amarra el bote a ese leño; lo más cerca que puedas de la barca del señor —dijo Cauviñac extendiendo la mano hacia uno de los troncos.

Y la mano con que indicaba pasó del tronco designado, al hidalgo conducido por el barquero de Ison.

Obedeció el pescador, y las dos barcas arrastradas por la corriente borde, dieron lugar a que los dos plenipotenciarios entrasen en la conferencia siguiente.

II

II

La carta y la firma en blanco

—¡Cómo, os habéis enmascarado caballero! —dijo con una sorpresa mezclada de indignación el recién venido—, éste era un hombre grueso, de unos cincuenta y ocho años, de mirada fija y severa como la de un ave de presa, bigotes y pera grises; y que si bien no se había puesto máscara, había por lo menos ocultado lo posible sus cabellos y su semblante bajo un ancho sombrero galoneado, y su cuerpo y vestidos bajo una capa azul de largos pliegues.

Cauviñac, al observar más de cerca el personaje que acababa de dirigirle la palabra, no pudo a pesar suyo dejar de manifestar su sorpresa con un movimiento involuntario.

—¿Qué tenéis caballero? —preguntó el hidalgo.

—Nada, señor; que estuve a pique de perder el equilibrio. Pero, si mal no recuerdo, creo que me hacíais el honor de dirigirme la palabra; ¿qué me decíais, pues?

—Os pregunté, ¿por qué estabais enmascarado?

—A tan franca pregunta —repuso el joven— voy a responderos con igual franqueza, me he enmascarado para que no me veáis el rostro.

—¿Le conozco, pues?

—Creo que no; pero habiéndome visto una vez, podríais reconocerme más tarde; lo cual, al menos en mi opinión, es una cosa enteramente inútil.

—¡Sois bastante franco!

—Sí, cuando mi franqueza no me perjudica.

—¿Y se extiende esa franqueza hasta revelar los secretos ajenos?

—Sí cuando esa revelación puede reportarme utilidad.

—Es muy singular el estado en que os encontráis.

—¡Diablos! Se hace lo que se puede, amigo. Yo he sido consecutivamente abogado, médico soldado y partidario; ya veis si me faltará profesión en que ocuparme.

—¿Y qué sois ahora?

—Soy vuestro servidor —dijo el joven inclinándose con afectado respeto—. ¿Tenéis la carta en cuestión?

—¿Tenéis la firma en blanco pedida?

—Vedla aquí.

—¿Queréis que cambiemos?

—Esperad un poco, caballero, me agrada vuestra conversación, y no quisiera perder tan pronto el placer que me causa.

—Siendo así, caballero… la conversación y la persona están a vuestra disposición, hablemos, pues, si esto puede seros agradable.

—¿Queréis que yo pase a vuestro bote, o preferís pasar al mío, a fin de que en el batel que quede libre estén los dos remeros lejos de nosotros?

—Es inútil, caballero. ¿Vos habláis sin duda una lengua extranjera?

—Sí, el español.

—Yo también; y así podemos hablar con español, si os conviene.

—¡A las mil maravillas! ¿Qué razón habéis tenido —continuó el hidalgo adoptando desde luego el idioma convenido—, para revelar al duque de Epernón la infidelidad de la señora que nos ocupa?

—Le he querido prestar un servicio a tan digno señor, y hacerme acreedor a su perdón.

—¿Es decir que queréis mal a la señora de Lartigues?

—¿Yo?, todo lo contrario; le debo algunas obligaciones, lo confieso francamente, y sentiría en extremo que le sucediese algún mal.

—¿Entonces tenéis por enemigo al señor barón de Canolles?

—Nunca lo he visto, y tan sólo le conozco por su fama; y ésta, debo decirlo, no es otra que la de un caballero galante, y un hidalgo bizarro.

—¿Según eso no es el odio el que os hace obrar así?

—¡Rayos! Si yo aborreciese al señor barón de Canolles, le propondría romperse la cabeza, o darse de estocadas conmigo, y es un caballero muy atento, para que rehusase un partido de esa naturaleza.

—¿Es decir que me tengo que sujetar únicamente a lo que me habéis dicho?

—Me parece que es lo mejor que podéis hacer.

—¡Está bien! ¿Vos tenéis la carta que prueba la infidelidad de la señorita de Lartigues?

—Vedla aquí; es la segunda vez que os la enseño.

El viejo hidalgo lanzó de lejos una mirada llena de tristeza sobre el fino papel, a través del cual se distinguían los caracteres. El joven desplegó la carta lentamente, y dijo:

—Reconocéis bien la letra, ¿no es cierto?

—Sí.

—Pues dadme la firma en blanco, y os entregaré la carta.

—Así lo haré, mas permitidme que os haga una pregunta.

—Hablad, caballero.

Y entretanto el joven volvió a doblar con calma la carta, y la guardó en el bolsillo.

—¿Cómo habéis adquirido ese billete?

—Os lo diré con mucho gusto.

—Ya os escucho.

—Vos no ignoráis que el Gobierno, un tanto dilapidador del duque de Epernón, le ha suscitado grandes turbulencias en Guiena.

Bien, adelante.

—Tampoco ignoráis que el Gobierno, honrosamente avaro del señor de Mazarino, le ha suscitado grandes inconvenientes en la capital.

—¿Y qué tenemos que ver ahora con el señor de Mazarino y el señor de Epernón?

—Escuchad, de estos dos gobiernos opuestos, ha nacido un estado de cosas muy parecido a una guerra general, en la que cada cual toma un partido. El señor de Mazarino está haciendo en este momento la guerra por la reina; vos la hacéis por el rey, el señor coadjutor, por el señor de Beaufort, el señor de Beaufort, la hace por la señora de Montbazón, el señor de Larochefoucault, por la señora de Longueville, el señor duque de Orléans, por la señorita Soyón, el parlamento, por el pueblo, y por último, ha sido reducido a prisión el señor de Condé, que la hacía por la Francia. Pero como yo no podría ganar gran cosa haciendo la guerra por la reina, por el rey, por el señor coadjutor, por el señor de Beaufort, por la señora de Montbazón, por la señora de Longueville, por la señorita Soyón, por el pueblo o por la Francia, me ha ocurrido la idea de no adoptar ningún partido, pero sí de seguir a aquél por el cual me siento momentáneamente arrastrado. Aquí, amigo, todo es un puro cálculo de conveniencia, ¿qué os parece la idea?

—Ingeniosa.

—En su consecuencia he levantado un ejército. Vedle allí acampado sobre la ribera del Dordoña.

—Cinco hombres, ¡miserables!

—Eso es lo que vos no tenéis, y hacéis muy mal en desperdiciarlo.

—¡Tan mal vestidos! —continuó el viejo hidalgo, que estando de muy mal humor, se hallaba dispuesto a despreciarlo todo.

—Es cierto —repuso su interlocutor— que se parecen mucho a los compañeros de Falstaff. Debéis saber que Falstaff es un hidalgo inglés conocido mío; pero esta noche han de quedar vestidos de nuevo, y si les volvéis a encontrar mañana, ya veréis que son muy guapos chicos.

—Volvamos a vos; vuestra gente no me interesa.

—Está bien; haciendo la guerra por mi cuenta, nos encontramos con el recaudador del distrito, que iba de pueblo en pueblo, engrosando la bolsa de Su Majestad; y como solamente le quedaba una cuota que recoger, le hicimos escolta fiel, yo lo confieso, al mirar aquellas alforjas tan henchidas, tuve deseos de hacerme partidario del rey.

—Pero el diablo todo lo revuelve, estábamos de mal humor contra el señor de Mazarino, y las quejas que por todas partes oíamos del señor duque de Epernón, nos lo pusieron peor, y nos dieron en que pensar. Habíamos creído que se encontraba mucho y bueno en la causa de los príncipes, y a fe mía la abrazamos con ardor, el recaudador terminaba su comisión, en aquella casita aislada que veis allá abajo casi escondida entre los álamos y sicomoros.

—¡La de Nanón! —dijo el hidalgo—, sí, ya lo veo.

—Nosotros le acechábamos a la salida, y le seguimos como lo habíamos hecho por espacio de cinco horas, pasando con el Dordoña, un poco más abajo de San Miguel; y cuando estuvimos en medio del río, le hice yo partícipe de nuestra conversión política, invitándole, con toda la finura y delicadeza de que somos capaces, a que nos entregase el dinero de que era portador. ¿Pues creeréis, caballero, que lo rehusó? Mis compañeros entonces trataron de registrarle; mas como él gritaba de tal modo que causaba escándalo, mi lugarteniente, que es mocito de grandes recursos, aquél que se ve allá abajo con capa roja teniendo mi caballo de la brida, reflexionó que el agua, interceptando las corrientes del aire, podía interrumpir por este motivo la continuación del sonido, éste es un axioma de física, que como médico comprendí al momento, y no pude menos de aplaudir. El que había emitido la proposición hizo encorvar hacía el río la cabeza del rebelde, manteniéndole una tercia debajo del agua, nada más, en efecto, el recaudador no volvió a gritar, o mejor dicho, no se le oyó más; de este modo pudimos apresar a nombre de los príncipes todo el dinero que llevaba, y la correspondencia de que estaba encargado. Entregué el dinero a mis soldados, que como acabáis de observar muy juiciosamente, necesitaban equiparse de nuevo, y he conservado los papeles, entre los que se encontraba éste; pues según se vio, el tal recaudador servía de mercurio galante a la señorita de Lartigues.

—En efecto —dijo el viejo hidalgo—, ése era si no me engaño hechura de Nanón, ¿y qué ha sido de ese miserable?

—¡Ah! Vais a ver si hicimos bien cuando echamos en remojo a ese miserable como vos le llamáis, a no ser por esto, hubiera levantado toda la tierra; figuraos que no hacía un cuarto de hora que le habíamos sacado del río, cuando ya se había muerto de rabia.

—Y le volvisteis a sumergir en el río, ¿no es así?

—Ciertamente.

—Ahora bien, habiendo sido ahogado el mensajero…

—Yo no he dicho que haya sido ahogado.

—No entremos en disputa de palabras, el mensajero ha sido muerto.

—¡Oh! En cuanto a eso, sí, no queda la menor duda.

—El señor de Canolles no habrá sido avisado, y por consiguiente no acudirá a la cita.

—¡Oh! Poco a poco, yo hago la guerra a las potencias, y no a los particulares. El señor de Canolles ha recibido una copia de la carta en que se daba la cita; pues creyendo de algún valor el manuscrito autógrafo, le he guardado.

—¿Y qué pensará cuando no reconozca la letra?

—Que la persona que desea verle, ha empleado para mayor precaución el auxilio de una mano extraña.

El extranjero miró a Cauviñac con demasiada admiración producida por tanta desvergüenza mezclada a tanta presencia de ánimo.

Y queriendo ver si habría medio de intimidar a tan osado jugador, le dijo:

—¿Pero alguna que otra vez no habéis pensado en el Gobierno, en las pesquisas?…

—Las pesquisas —respondió el joven riendo—, sí, sí, el señor de Epernón tiene otras cosas que le interesan demasiado, para que se ocupe en pesquisas; además, creo haberos dicho que cuanto he hecho ha sido tan sólo por merecer su indulto, y me parece que sería demasiado ingrato si no me lo acordase.

—No lo entiendo del todo… —dijo el viejo hidalgo con ironía—. ¡Habéis abrazado espontáneamente el partido de los príncipes, y os ocurre la extraña idea de querer prestar servicios al señor de Epernón!

—Pues es la cosa más sencilla del mundo; la inspección de los papeles cogidos al recaudador me han convencido de la pureza de las intenciones del rey, Su Majestad queda enteramente justificado a mis ojos, y el señor duque de Epernón tiene mil veces razón en contra de sus administrados. Ésta es, pues, la buena causa, y de aquí en adelante soy partidario de la buena causa.

—He aquí un ladrón a quien haré colgar, si alguna vez le cojo entre dos uñas —murmuró el viejo hidalgo tirándose al mismo tiempo de los erizados pelos de su bigote.

—¿Decíais algo? —dijo Cauviñac, guiñando sus ojos debajo de la máscara que le cubría el rostro.

—No, nada. Ahora, sí una pregunta. ¿Qué pensáis hacer de la firma en blanco que exigís?

—Lléveme el diablo si he pensado para qué podrá servirme, yo he pedido una firma en blanco, sólo por ser la cosa más cómoda, la más portátil, la más elástica; y es probable que la guarde para una circunstancia extrema, y es muy posible que la malgaste en el primer capricho que me pase por las mentes, acaso os la presente yo mismo antes de finalizar la semana, o tal vez no vuelva a vuestro poder sino dentro de tres o cuatro meses con una docena de endosos, como si fuese una letra de cambio; pero en todos casos, estad seguro de que no abusaré de ella para hacer cosas de que ni vos ni yo tengamos que avergonzarnos. ¡Oh! Eso no, hidalgos sobre todo.

—¿Sois hidalgo?

—Sí, señor; y de los mejores.

—En tal caso te haré enrolar —murmuró el desconocido, para eso te servirá la firma en blanco.

—¿Estáis decidido a darme esa firma? —dijo Cauviñac.

—¿Te hace mucha falta? —contestó el viejo hidalgo.

—Entendamos, yo no os obligo. Es un cambio que os propongo buenamente; si no os acomoda, guardad vuestro papel, que yo guardaré el mío.

—La carta.

—La firma.

Tendiéndole el joven una mano con la carta, mientras que con la otra montaba una pistola.

—Dejad quieta vuestra pistola —dijo el extranjero apartando a un lado y a otro su capa—; porque yo también tengo pistolas y de todas armas. Nada, juego limpio de una y otra parte, aquí tenéis vuestra firma en blanco.

—Aquí tenéis vuestra carta.

Entonces se hizo el cambio de los papeles con legalidad; y cada una de las partes examinó en silencio y atentamente lo que acababan de recibir.

—¿Qué camino tomáis ahora, caballero? —dijo Cauviñac.

—Es menester que yo pase a la ribera derecha del río.

—Y yo a la izquierda —respondió el joven.

—¿Cómo nos compondremos? Mi gente está en el lado a donde vais, y la vuestra —se encuentra en donde voy yo.

—Sí, nada más fácil, vos me enviáis mi gente en vuestro bote, y yo os mandaré la vuestra en el mío.

—Sois de una rápida inventiva.

—¡Oh! Sí; yo he nacido para general de la armada.

—Y lo sois.

—Es verdad —dijo el joven—, se me había olvidado.

El extranjero hizo una señal al barquero para que desatase la barca y la condujera a la ribera opuesta de donde había partido, y en la dirección de un bosquecillo que se prolongaba inmediato al camino.

El joven, que tal vez recelaba alguna traición, se incorporó entonces para seguirle con la vista, permaneciendo siempre con la mano apoyada sobre la culata de su pistola, dispuesto a hacer fuego al menor movimiento sospechoso que notase en el extranjero, pero éste ni aun siquiera se dignó fijar la atención en la desconfianza de que era objeto, y volviendo la espalda al joven con una indiferencia verdadera o afectada, comenzó a leer la carta, en cuya lectura pareció quedar muy luego enteramente absorto.

—Acordaos bien de la hora —dijo Cauviñac—; es esta noche a las ocho.

El extranjero no respondió, ni menos dio muestra de haberle oído.

—¡Ah! —dijo Cauviñac en voz baja hablando consigo mismo, mientras manoseaba la culata de su pistola—; ¡cuando pienso, que si yo quisiera, podría dar un sucesor al gobernador de la Guiena, y cortar la guerra civil!

—Pero una vez muerto el duque de Epernón, ¿de qué me servirá su firma?, y concluída la Guerra Civil, ¿de qué habría yo de vivir? ¡A la verdad, hay momentos en que creo volverme loco! ¡Viva el duque de Epernón y la guerra civil! Vamos, remero, a tus remos, y a ganar la ribera opuesta, no conviene hacerle esperar su escolta a ese digno señor.

Un momento después, Cauviñac abordaba a la ribera izquierda del Dordoña, justamente en el momento en que el viejo hidalgo le remitía a Ferguzón y sus cinco bandidos en el bote del banquero de Ison; y no queriendo que le aventajase en exactitud, renovó a su batelero la orden de acomodar en su barca y conducir a la ribera derecha a los cuatro hombres de incógnito. Cruzáronse las dos tropas en medio del río, saludándose políticamente, y arribando poco después cada una al punto en que se les esperaba, internóse entonces el viejo hidalgo con su escolta en uno de los sotos que se extendían desde las orillas del río hasta la carretera, y Cauviñac por el camino que conducía a Ison.

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