La impostora - Nuria Barrios - E-Book

La impostora E-Book

Nuria Barrios

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Beschreibung

La impostora es un ensayo literario sobre la vida a través del fascinante oficio de la traducción. El lector no sospecha los riesgos que encierra un texto traducido. Este libro descubre cómo nuestro orden político, cultural y religioso se basa en traducciones erróneas; cómo un oficio considerado casi doméstico está manchado por la sangre de quienes lo ejercen; cómo el prestigio de los escritores que se aventuran en este campo puede ser cuestionado; cómo, a pesar de su importante trabajo, las mujeres son también aquí invisibles. La traducción es un espejo donde el síndrome de la impostora cobra un hondo sentido existencial.La impostora es un viaje a través de la historia, desde el jardín del Edén hasta el último conflicto bélico, una flecha disparada al corazón de los lectores y, sobre todo, el apasionado canto de amor de la escritora Nuria Barrios al lenguaje y a la imaginación.

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Nuria Barrios

La impostora

Cuaderno de traducción de una escritora

Nuria Barrios,La impostora. Cuaderno de traducción de una escritora

Primera edición: marzo de 2022

ISBN epub: 978-84-8393-682-5

© Nuria Barrios, 2022
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2022

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

Colección Voces / Ensayo 326

La obraLa impostora. Cuaderno de traducción de una escritorafue galardonada con elxiiiPremio Málaga de Ensayo, que fue concedido por unanimidad el 22 de noviembre de 2021 en Málaga. Formaron parte del jurado Javier Gomá, Estrella de Diego, Espido Freire, Alfredo Taján, Juan Casamayor (editor de Páginas de Espuma) y, como presidenta del jurado, Susana Martín Fernández (Directora del Área de Cultura del Ayuntamiento de Málaga).

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares delcopyright.

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

Traducción. «Único modo humano de leer y escribir al mismo tiempo.

2. Texto original que se inspira en otro.

3. Ficción basada en hechos lingüísticos reales.

4. Amor retribuido palabra por palabra.

5. –literal: lesión literaria con arma filológica.

6. –simultánea: malentendido en estéreo».

AndrésNeuman,Barbarismos

Impostora. 3. Persona que se hace pasar por quien no es.

DLE

Mi primera vez

Durante años me resistí a ser traductora, hasta que un buen día acepté, por razones económicas, el encargo de traducir a Benjamin Black, heterónimo del autor irlandés John Banville. Acababa de morir el artífice de su voz en español, Miguel Martínez-Lage. Antes de abrir Vengeance, la obra sobre la que yo debía trabajar, leí las dos últimas novelas de Black de las que mi predecesor se había ocupado. Descubrí que Martínez-Lage tenía un estilo elegante y también muy personal. Con perplejidad, comprobé que mi lectura traductora era distinta a la suya. No variaba la historia, por supuesto, sino los matices, pero, en literatura, los matices tienen una trascendencia enorme. Cada traducción lleva la impronta de su autor, su manera de entender el oficio. Yo lo ignoraba, a pesar de que la mayor parte de mis lecturas habían sido traducciones. Siempre me había entregado a ellas con una confianza ciega, con la misma inocencia con la que los niños creen en las historias que les cuentan sus padres. Así había sido durante mi infancia, mi adolescencia, mi juventud. Había leído como si cada cuento, cada novela, cada libro de poesía, cada ensayo, cada libro de filosofía que abría, hubiese salido directamente en español de las manos de sus autores.

Leer por primera vez con ojos de traductora puso fin a la confortable inocencia en la que había vivido. Mientras comparaba la escritura original de Benjamin Black con la versión traducida y publicada, la magia desapareció para siempre. No existía tal cosa como un texto y su imagen en un espejo. No existía espejo. Sentí pánico. Es probable que, si me hubiese detenido a analizar la vasta dimensión teórica de aquel descubrimiento, habría sentido vértigo. Mi reacción fue física, no intelectual, porque las circunstancias –un plazo de entrega en un contrato firmado– exigían de mí una respuesta práctica inmediata: tenía que decidir si debía ser fiel al Black español, que se mantenía en las librerías con éxito, o centrarme exclusivamente en el Black irlandés y aportar mi propia traducción. ¿Y si esta última gustaba menos a sus editores y a sus lectores en español? ¿Debía imitar la voz del traductor anterior? Aún no había empezado a trabajar y ya me enfrentaba a un problema. Fue el primero en la larga lista que, con el tiempo, aprendería que implica una traducción.

Un buen amigo, editor y traductor, me avisó de que traducir solo es rentable si se trabaja con rapidez. Yo no soy rápida, soy concienzuda y padezco un terrible espíritu perfeccionista, agravado por mi inclinación a vivir en el presente y no pensar en el futuro; es decir, en los plazos de entrega. La traducción me descubrió un mundo de tormentos literarios. No solo no sería para mí una ocupación rentable, sino que me crearía pesares insospechados. Estaba trabajando en Vengeance cuando una noche, mientras preparaba la cena, rompí a llorar ante mi marido y mi hijo. «¿Qué te pasa?», me preguntaron, alarmados. Me apoyé en la pared de la cocina, como si temiera caerme, y balbuceé: No llego, no puedo… Estaba angustiada por la proximidad de la entrega y la inesperada complejidad de la tarea, atenazada por el temor a no lograr una buena traducción, torturada por la fiera exigencia flaubertiana de hallar le mot juste, la palabra exacta.

No he vuelto a llorar con ninguna traducción, pero cada vez que acepto un encargo, regresa el recuerdo de mí misma llorando, abatida, en la cocina. Qué irónico simbolismo: yo, que había aceptado traducir para mejorar la precaria economía doméstica, rompí a llorar en la cocina, el centro nuclear de la vida familiar, el estómago de la casa.

Para esa primera traducción arrastré hasta mi estudio un velador de mármol blanco veteado que tenía en la terraza. Lo había comprado en una tienda de muebles de segunda mano de la calle Hermosilla, en Madrid. Mientras miraba el precio, el dependiente me dijo con orgullo que era la mesa de cocina que aparece en la película Los otros, de Alejandro Amenábar, una historia de fantasmas en la cual los espíritus son los protagonistas y los vivos apenas poseen una existencia espectral. Al instante me pareció la mesa idónea para alguien que trabaja con la imaginación y concede más importancia a la vida ficticia que a la real. Allí donde ya habían comido fantasmas, alimentaría a los míos.

La coloqué en mi estudio, cerca de la mesa de madera oscura donde escribo, pero no junto a ella. Situé cada una frente a una pared distinta, de manera que mientras trabajaba en la de madera no veía la de mármol y a la inversa. La mesa de madera era sólida, con dos columnas de cajones y un tacto cálido y pulido por las manos, los folios, los años. La de mármol, fría y delgada, se alzaba sobre una estructura ligera de hierro negro. Las vetas de un gris azulado dibujaban líneas de agua que se estrechaban y se ensanchaban en un Zóbel espontáneo. Tenía un tamaño extraño: era pequeña para servir como mesa de cocina y demasiado grande para ser un velador. Recordé el café de doña Rosa en La colmena, la novela de Camilo José Cela, en el cual los mármoles de los veladores eran viejas lápidas y algunos todavía guardaban, ocultos, los nombres de los finados: «Aquí yacen los restos mortales de la señorita Esperanza Redondo, muerta en la flor de la juventud» o bien «R.I.P. el Excmo. Sr. D. Ramiro López Puente. Subsecretario de Fomento»1. Me senté ante mi nueva mesa y pasé las manos por debajo. La superficie oculta era rugosa y las yemas de mis dedos se deslizaron por ella como si pudiesen traducir aquel misterioso braille y rescatar el escondido nombre de los otros, los fantasmas de Amenábar a quienes pronto harían compañía los personajes que yo traduciría. Musité los versos de Quevedo: «Vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos»2.

Organicé las horas del día como había hecho con las mesas: dedicaría las mañanas a escribir en la gran pantalla de ordenador que reina sobre la mesa oscura, y las tardes, a hacer la traducción en un portátil que acomodé sobre la blanca de mármol. Saqué de la librería mis diccionarios y mis enciclopedias en inglés y las coloqué junto al portátil como si fuese una traductora de principios del siglo xx, ajena a internet. Solo me faltó sintonizar música clásica y preparar una taza de té.

Muy pronto la traducción desbarató mi cuidadosa planificación: se apoderó del horario de mañana y de tarde y, finalmente, se apropió de la mesa de madera e hizo suyo el ordenador principal. Descubrí que era incapaz de crear y traducir al mismo tiempo. La traducción, al igual que la escritura, reclamaba una entrega absoluta. Cerré el portátil y la mesa de mármol se llenó lentamente de libros apilados, como enseres en una encimera. Los diccionarios y las enciclopedias volvieron a la librería, desplazados por las ágiles fuentes digitales. Pero la traducción había desbaratado algo más serio que la planificación y las herramientas de trabajo.

¿Qué esperaba encontrar en aquella nueva ocupación? La tranquilidad de la rutina, la repetición de gestos aprendidos, la certeza de un tiempo con su principio y su final, la calma de trabajar sobre una obra que ya está hecha… No encontré nada de eso: ni rutina ni gestos aprendidos ni calma ni certeza. Lo que había imaginado era pura fantasmagoría. Humo.

La escritura siempre me había ayudado a hacer conocido lo desconocido. La traducción hizo desconocido lo conocido.

Traducir, una actividad que yo suponía un agradable quehacer, un viaje placentero entre palabras, reveló ser un perturbador viaje existencial al revelar la extrañeza del lenguaje e introducir esa extrañeza en la conciencia que tenía de mí misma: ¿quién soy yo?, ¿qué soy yo?

La angustia que sentí con aquella primera traducción, y que siento con cada nueva que acepto, es completamente distinta a la que acompaña la escritura. Escribir no es tarea fácil. El sufrimiento de no alcanzar a contar lo que quiero contar y cómo lo quiero contar me acompaña hasta la última página. La angustia de la traducción, aunque más breve al estar localizada al inicio del trabajo, atenta a la raíz de mi ser, a mi identidad. A menudo basta la primera línea de la obra que he de traducir para que la lengua extranjera convierta en extranjera mi propia lengua, que es mi herramienta como escritora. Una herramienta que mimo y pulo porque es mi voz, porque soy yo. O lo era antes de que, al emprender la traducción de Vengeance, sintiera por vez primera aquel despojamiento que me convirtió en una extraña para mí misma.

Mi amigo Javier sufrió hace años un ictus que afectó su capacidad verbal. Él, que había sido un gran periodista radiofónico, se esforzó con obstinado empeño en recuperar lo perdido: logopedia, ejercicios… Hablar era una batalla diaria a la que se enfrentaba sin desmayo; sabía lo que quería decir, pero con asombro y frustración comprobaba cómo de su boca salía a menudo la palabra equivocada. Una desazón similar siento yo cuando comienzo a traducir. Si los escritores temen la Seca, como llamaba José Donoso al bloqueo creativo, la traductora teme el farfullar perplejo, el balbuceo. El despojamiento.

¿Cómo explicar una experiencia íntima? El despojamiento no tiene que ver con el dominio mayor o menor del idioma extranjero que he de verter al mío; tiene que ver con la súbita inseguridad con la propia lengua, con la conciencia temblorosa de un analfabetismo inesperado, con una visión desvalida de mi ser. Tiemblan las palabras y, con ellas, las estrellas, la noche, los rostros, el viento, el canto de los pájaros… Tiembla el universo entero y su temblor es contagioso, amenaza con la desaparición del mundo y de mí misma. La lengua materna, la lengua que he mamado, se agria en mi boca. Luego viene la adaptación de la herramienta, el oficio, la asimilación del nuevo personaje de traductora, la apropiación de la máscara, el trabajo terminado en fecha. De aquella niebla primera surge siempre el camino que lleva a un terreno donde puedo trabajar. El desasosiego desaparece, pero la ácida sensación inicial ya no desaparecerá. Es el saber de la impostura. Su sabor.

La máscara, esa pieza que en la antigüedad cubría el rostro de un actor teatral para desempeñar un papel en el escenario, se denomina persona en latín. Tanto en ese idioma como en griego –prósopon, delante de la cara–, el término pasó al ámbito filosófico para designar al ser humano. Persona, personaje. Máscara, rol. La máscara es oficio, pero además es disfraz; es desempeño público y también ocultamiento. En ella está presente lo que se ve y lo que no se ve. Lo visible es fingimiento, impostura. Lo invisible es la realidad. Cada máscara implica un rol: escritora, traductora, madre, hija, amante, amiga… Personare, origen etimológico de la palabra «persona», significa resonar. La voz de cada personaje se proyecta y resuena a través de su disfraz.

La máscara es asimismo protección frente a los otros y también frente a la vacuidad de uno mismo. «Lego la nada a nadie»3, escribió Jorge Luis Borges en el poema «El suicida». En árabe, masharah significa «objeto de risa». Cuando uno percibe la fragilidad que ocultan las máscaras, propias y ajenas, siente angustia y siente risa. Es hilarante descubrir que, tras tanto empeño por ser Alguien, los seres humanos somos Nadie. Ese es nuestro nombre primigenio.

Nadie. Niemand. No one. Nessuno. Esa gran N define nuestra oculta identidad: su anonimato y su infinita plasticidad. Ser Nadie es condición imprescindible para poder ser cualquiera. Sobre esa N primigenia se levantan todas las máscaras.

Escribe Juan de la Cruz en Subida del Monte Carmelo:

«Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada. / Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada. / Para venir a lo que no gustas, has de ir por donde no gustas. / Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes. / Para venir a lo que no posees, has de ir por donde no posees. / Para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres»4.

Cuatro siglos después, en 1940, sus versos serían recogidos por T. S. Eliot en Cuatro cuartetos:

«Para llegar a lo que no sabes, / debes ir por un camino que es el de la ignorancia. / Para poseer lo que no posees, / debes ir por el camino de la desposesión. / Para llegar a lo que no eres, / debes ir por el camino en que no eres. / Y lo único que sabes es lo que no sabes, / y lo único que posees es lo que no posees, / y en donde estás es en donde no estás»5.

Nada. Nadie. Esos dos términos, tan queridos por la mística, están en la raíz de la creación.

«Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada», escribe el carmelita. «Para llegar a lo que no eres, / debes ir por el camino en que no eres», continúa el poeta estadounidense. Ambos, Juan de la Cruz y T. S. Eliot, parecen hablar asimismo sobre la traducción.

En 2012 publiqué un libro de poesía, Nostalgia de Odiseo. El actor Juan Luis Galiardo aceptó presentarlo en un hermoso jardín, casi clandestino, de Madrid, llamado El olivar de Castillejo. La noche de la lectura fueron dispuestas sillas entre los olivos y, mientras el público se acomodaba, Juan Luis se retiró conmigo, me hizo cerrar los ojos y, sujetándome las manos, dijo: «Solo somos los mensajeros de algo más grande, nada personal importa, salvo el arte». Luego abrió los ojos y exclamó: «¡Vamos!». Y fuimos a actuar como médiums ante el público.

Aquella misma mañana, Juan Luis había acudido a su oncólogo para conocer el resultado de unos análisis. El médico le dijo que el cáncer, que él creía haber superado, avanzaba sin remedio. Lejos de cancelar el acto de la noche, se presentó sin decir nada de lo sucedido.

La sinceridad es una categoría que pertenece a la vida; la autenticidad, al arte. Galiardo, convertido en Odiseo, proyectó su voz profunda y pausada entre las sombras.

La pandemia como detonante

A Venganza, mi primera traducción, siguieron otras. Decidí espaciarlas para que la traductora no devorara a la escritora. Habría sido fácil que sucediera: los encargos de libros se enlazaban unos con otros y, por modestos que fuesen los honorarios, ese oficio me ofrecía unos ingresos regulares que no eran posibles con la ficción. Soy una escritora lenta, necesito sentir la necesidad –y digo necesidad, pero podría decir obsesión– de expresar una historia para sentarme delante del ordenador y embarcarme en un libro durante uno, dos o tres años.

Cuentan que, en una ocasión, Ósip Mandelshtam le dijo a Borís Pasternak: «Sus obras completas constarán de doce tomos de traducciones y solo uno con sus propios poemas». Aquellas palabras fueron pronunciadas con sorna, pero la amenaza que contienen es real. A mí no me costó decidirme. Como dicen los flamencos: soy dueña de mi hambre. La escritora lenta que soy ha determinado que sea una traductora de producción moderada: dos o tres libros, como máximo, por año. En cada ocasión la experiencia ha sido absorbente y agotadora.

Aun así, he pasado a formar parte del colectivo de escritores que traducen literatura. No trabajo con ensayos y apenas con poesía. Para reflexionar sobre esa doble condición de escritora y traductora me han invitado a festivales, a cursos, a encuentros. ¿Influye el trabajo como traductora en mi escritura? ¿He incorporado rasgos de los escritores que traduzco a mi obra? ¿Qué aporta mi trabajo como escritora a mi manera de abordar las traducciones? ¿He introducido elementos de mi estilo en las obras que traduzco? «Cuando como, como; cuando duermo, duermo», dice el maestro zen. ¿Debería ser esa mi filosofía: cuando escribo, escribo; cuando traduzco, traduzco? Pero ¿acaso no modifica cada máscara la siguiente y, a su vez, es modificada por la anterior?

A pesar de que existe una larga tradición de escritores que traducen, he comprobado cómo esa doble condición genera recelos en algunos traductores y cierto desdén en algunos escritores. Para aquellos soy una intrusa; para estos, traducir me convierte en una escritora accidental. Por exceso o por defecto, para unos y para otros soy una impostora. Y es cierto, lo soy, pero no por las razones que ellos piensan, sino por una cuestión ontológica que a todos atañe: ser Nadie es condición imprescindible para ser Alguien. Esa plasticidad originaria es la carne de la imaginación y la raíz de nuestra capacidad para ser esto o aquello o, más bien, esta y aquella, este y aquel. Nuestra maleabilidad esencial convierte la identidad en juego y a la impostora en paradójica verdad.

«Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción»6, escribió Borges. La traducción ha dado origen a una vasta bibliografía; el apartado dedicado a quienes la ejercen es llamativo. Octavio Paz afirmaba que la traducción es una función especializada de la literatura y que solo los escritores deberían ejercerla 7. En su interesante ensayo El fantasma en el libro, Javier Calvo, escritor y traductor, lleva hasta el final la argumentación de Paz y concluye que el traductor literario es asimismo escritor. «Puede que pase toda su vida sin publicar libros bajo su nombre, pero aún así lo es. Y esto es porque la traducción es una modalidad propia de la creación literaria: lo que yo he llamado en este libro la escritura invisible o fantasmal»8. Los traductores se convertirían así en «escritores de la clase más rara y verdaderamente incomparables», tal como los concebía Walter Benjamin. Autores invisibles, fantasmales.

Julio Cortázar, traductor de Edgar Allan Poe y de Daniel Defoe, recomendaba la traducción como escuela de escritura: «Yo le aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si fuese amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta de que puede escribir con una soltura que no tenía antes»9. La escritora Lydia Davis asegura que fue exactamente así como ella empezó a traducir a Maurice Blanchot: para escapar del bloqueo creativo que sufría. Cortázar concluía: «Si yo no fuera un escritor, habría sido un traductor».

Yo nunca había sentido la necesidad de reflexionar por escrito sobre la traducción, a pesar de la experiencia de ese pequeño cataclismo que provoca en mí cada encargo. Arrastrada por la urgencia de lo cotidiano, entraba y salía de aquella perturbadora extrañeza como quien viaja en un tren que atraviesa en su recorrido bancos de niebla. Y, de repente, el tren se detuvo. Como surgida de la nada, llegó la pandemia del SARS-CoV-2 y el Gobierno decretó el estado de alarma. Aquel virus desconocido estaba desbordando el sistema sanitario. Parecía una neumonía, pero atacaba con una furia endiablada y mataba sobre todo a los ancianos. Sus efectos eran aún más graves porque se ignoraba cómo atacarlo. Se nos ordenó no salir a la calle a partir de la medianoche del 14 de marzo de 2020 e, igual que un rebaño atiende la voz alarmada de su pastor, entramos en nuestras casas y echamos la llave a las puertas.

El confinamiento, destinado a controlar la extensión de la enfermedad, duró hasta el 21 de junio. Esas catorce semanas no fueron un mero tránsito, sino una realidad en sí misma. Lo que aconteció en esos noventa y nueve días delimita un espacio y un tiempo únicos. Un territorio cubierto por la bruma de la incertidumbre. Un paisaje ajeno, en el que permanecimos súbitamente detenidos, absortos y asustados.

«Suspendido temporalmente el servicio del SER», decían los carteles que instaló el ayuntamiento de Madrid en los parquímetros. Con su aire cómico, aquella frase, que hacía referencia al Servicio de Estacionamiento Regulado, semejaba un aviso ontológico.

Los griegos denominaban epojé a la suspensión del juicio. Siglos después, Edmund Husserl redefinió la epojé en su fenomenología como la puesta entre paréntesis de la realidad. El confinamiento no solo metió la realidad entre paréntesis, también a nosotros mismos. Quietos, sin escape, desprovistos repentinamente de seguridades, obligados a pensarnos, a repensarnos como individuos, como colectividad, como especie. Aquí y ahora. Hic et nunc. ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? ¿Qué queremos?

Vivíamos con una confianza muy parecida a la fe hasta que la llegada del virus agitó el miedo y el desasosiego. La estabilidad que habíamos construido saltó por los aires y descubrimos que no solo la vida nos resultaba desconocida, sino que también nosotros éramos extraños para nosotros mismos. De un día para otro, nos convertimos en niños abandonados que deambulaban por un bosque oscuro y amenazante. Nuestra vulnerabilidad y nuestro desvalimiento parecían las únicas certezas.

Todos aguardábamos con expectación a que los científicos descifraran el nuevo patógeno. Un virus es un texto recubierto de proteína con instrucciones para hacer copias de sí mismo. Con letras enfermamos y con letras nos curamos. No es extraño: el genoma humano se compone de tres mil cincuenta y cinco millones de nucleótidos, las letras químicas con las que está escrito el libro de instrucciones de una persona. Ese manual de funcionamiento de las células está plegado en su interior; es una gigantesca molécula de adn de unos dos metros de longitud. Ahí están las directrices para que, por ejemplo, una neurona del cerebro sepa transmitir un pensamiento.

Descifrar es traducir lo desconocido. Mientras los científicos traducían el virus, yo me desesperaba en casa. Encerrada, no conseguía escribir ficción, no lograba leer ficción. ¿Cómo leer, cómo escribir, cuando las propias palabras habían enfermado de ambivalencia? La casa, que había sido refugio, encerraba la cárcel. La normalidad, la anormalidad. El abrazo, el contagio. La vida, la muerte. El mundo que antes nombraban se resquebrajaba y nosotros, sus habitantes, sus hablantes, temblábamos ante la amenaza de quedarnos a la intemperie.

Nada parecía más irreal que la realidad en la que estábamos inmersos. Resultaba difícil separarse de ella para adentrarse en otros mundos, en otras vidas. No obstante, la literatura siempre me había ayudado a interpretar la vida en clave narrativa, a encontrar su sentido. Leí La peste, de Camus, y todos los libros que tenía a mano que hablaban sobre plagas pasadas: el inicio de la Ilíada, cuyo canto primero se titula «La peste: La cólera»; el libro segundo de la Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides; Edipo, rey, de Sófocles; Diario del año de la peste, de Daniel Defoe; el Decamerón, de Boccaccio… El presente se multiplicaba con las voces del pasado, pero en ninguno de los libros que leí hallé las herramientas que necesitaba para comprender la realidad. La imaginación era como el personaje de Orfeo que, en La peste, durante la representación de la ópera Orfeo y Eurídice en el teatro de Orán, se derrumba en el escenario, víctima de la enfermedad.

Acudí al ensayo con la esperanza de que el lenguaje de la reflexión me ayudara a enfrentarme a lo inverosímil. Entre los libros que escogí estaban Una casa lejos de casa, de Clara Obligado, y La mitad de la casa, de Menchu Gutiérrez. El mundo, amenazado por el virus, había dejado de ser nuestra casa, ese concepto profundamente emocional, sutil como una membrana protectora frente a las vicisitudes de la vida.

Empecé a leer.

En Una casa lejos de casa, la argentina Clara Obligado habla de cómo su exilio en Madrid le hizo tomar una conciencia distinta de su lengua, al verse forzada a desplazar su español natal y traducirlo al español peninsular: valorar cada palabra, sopesarla, ser consciente de las variaciones semánticas, del ritmo, incluir dobles códigos de lectura. «Nunca pensé que podía ser extranjera en mi propio idioma»10.

En La mitad de la casa,