La isla de ámbar - Ana Olivia Fiol - E-Book

La isla de ámbar E-Book

Ana Olivia Fiol

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Beschreibung

La isla de ámbar es tan explosiva, vibrante y llena de vida como una noche en Ibiza Victoria es una pelirroja sofisticada e independiente que trabaja como traductora freelance y monitora de spinning. Se siente libre, feliz y disfruta de tener un control total sobre su vida hasta que, en la zona vip de la discoteca más top de Ibiza, se cruza con Alejandro, un atractivo empresario de la noche por el que se siente poderosamente atraída. Pronto descubre que, además de su magnetismo, Alejandro tiene ciertas facetas ocultas que empujarán a Victoria a un juego de mentiras, sexo y estrategias, en el que tendrá que encajar muchas piezas para descubrir quién es él realmente. Este fascinante juego transcurre en Ibiza, una isla viva, excitante y explosiva donde los protagonistas entran en un torbellino de celos, fragancias, pasiones salvajes y mafia rusa, con la banda sonora de la música electrónica más vibrante y el color de los atardeceres en mitad del Mediterráneo. Victoria recorrerá el lado más burbujeante y auténtico de la isla, donde cada nueva revelación conlleva nuevas incógnitas que tendrá que resolver junto a sus dos mejores amigos, Lola y Philip.

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Título original: La isla de ámbar

© 2018 Ana Olivia Fiol

Cubierta:

Diseño: Ediciones Versátil

© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta

1.ª edición: junio 2018

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2018: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601 planta 8

08028 Barcelona

www.ed-versatil.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

Capítulo 1: viernes, 12 de mayo de 2017

01. Un flirteo peligroso

Hacía demasiados meses que ambos lo deseábamos, y mi cuerpo rugía con la urgencia de tener por fin entre mis brazos a ese tipo, canalla y divertido. No sabría decir qué había en él que me inspirase tal magnetismo, pero la atracción fue mutua desde el primer día; aunque nunca habíamos cruzado la línea que separaba la fantasía de la realidad. Era excitante sentirme el objetivo de sus provocadoras miradas clandestinas. También disfrutaba bailando con descaro para él desde la pista de alguna discoteca, con ojos cargados de deseo.

A veces nos cruzábamos en el chiringuito de turno y su mano me dedicaba una caricia fugaz por encima del bikini, que yo recibía con una sonrisa peligrosa, colmada de intenciones.

Peligrosa porque había un pequeño problema: Daniel tenía novia.

Sin embargo esa noche nuestros instintos salvajes habían vencido al sentido común y, tras una serie de miraditas furtivas y sutiles provocaciones de doble sentido, decidí dejarme llevar. Entre amigos, conocidos y copas de champagne que bullían a nuestro alrededor en la zona vip de Pachá, apenas tardó unos segundos en decirme que lo había dejado con su novia. No hizo falta más para encontrarme con él en el parking, como una niña revoltosa a punto de hacer una travesura.

Minutos después, ya en su casa, sus dedos se deslizaban con ansia por mi sujetador mientras sus labios presionaban mi boca con rudeza. Pude perderme en la profundidad de su beso, recordando los momentos en los que había deseado llevármelo a la cama, en contra de mi regla de no fijarme en novios o maridos ajenos. Daniel no era el típico tío guapo de metro noventa, con músculos de bombero y una cara perfecta de actor de Hollywood. De hecho, no necesitaba tacones de aguja para sobrepasarle en altura, pero sus ojos profundos y su rollo gamberro me volvían loca. Era un tenista profesional de primer nivel, lo que le confería un atractivo especial, además de un cuerpo atlético. Mis manos se perdían bajo su ropa, y estaba a punto de dirigirme a un abultado rincón de su anatomía cuando oímos una voz al otro lado de la puerta, justo antes de que se abriera, e iluminase la penumbra de la habitación. Asomó la cabeza su hermano Edu y la preocupación que leí en sus ojos me inquietó.

—Perdonad que os interrumpa. —Y dirigiéndose a Daniel—: Tienes que salir un momento, tío.

Él me miró con resignación, levantando los hombros.

—No tardaré —me susurró—. Puedes ir empezando sin mí.

Salió detrás de su hermano, que no se había relajado en ningún momento.

¡Qué pesado! ¿Qué coño querrá ahora?, pensé.

Tras desabrocharme los zapatos de tacón me tumbé sobre la cama, y me tapé con la sábana. Se acercaba el amanecer y la noche refrescaba. Pasaron un par de minutos y empecé a preguntarme qué podría estar ocurriendo para que necesitara a Daniel. Cogí la botella de champagne y me recosté. No estaba tan frío como debería, pero como nos lo habíamos llevado de extranjis de la discoteca, resultaba perfecto. No era exactamente un robo, sino una botella ya pagada que la urgencia del sexo había impedido que la disfrutáramos en la zona vip, y eso sí que no: un Cristal Rosé no se desperdicia.

Empezaba a pensar que iba a quedarme dormida cuando oí unas voces en el pasillo. La puerta se abrió y Daniel entró en la habitación, pero su sonrisa juguetona y su mirada lujuriosa se habían esfumado, incluso parecía más pálido, como si acabara de ver un fantasma.

—¡Me cago en la puta! —susurró—. Lara está aquí.

Me pareció una broma de mal gusto.

—Pero ¿y eso? ¡Si me dijiste que estaba en Valencia! —exclamé indignada, pero sin levantar la voz.

—Pues no sé… Se ha presentado por sorpresa.

—¡Pero si me has dicho que habíais roto!

—Bueno, fue una discusión... —confesó mirando al suelo—. Supongo que ha venido para arreglarlo.

—¡Joder, Daniel! —Bajé de la cama de un salto, enfadadísima, para recoger mi ropa desperdigada por el suelo.

—¿Qué quieres que haga? Estaba durmiendo en otra habitación. Lleva aquí horas pero nadie la había visto.

—Ya te vale… —murmuré furiosa, aún en ropa interior.

Me fastidiaba que me hubiese mentido, pero lo peor era que, gracias a su inconsciencia, ahora estaba atrapada en una situación muy fea. Es muy frustrante darte cuenta de pronto de que no eres más que «la otra», la que sobra, la que ha de huir como un putón.

De nuevo se abrió la puerta, y esta vez entró su primo Borja.

—Tío, Lara te está buscando... —dijo dedicándome una mirada que no me agradó. Se mordió el labio, quizá compadeciéndose de mí, mientras yo, ya vestida, luchaba por abrocharme la última hebilla del tobillo.

Daniel me observaba apoyado en la butaca. Le habría lanzado un zapato a la cara, de lo furiosa y avergonzada que estaba, pero no habría solucionado nada.

—Espera aquí, Victoria —dijo con suavidad—. Voy a ver si consigo que siga durmiendo… luego vuelvo y seguimos.

—¿Estás loco? ¿Con tu novia ahí al lado?

—Tiene el sueño muy profundo —respondió con una tranquilidad pasmosa.

—Vete a la mierda, Daniel. Yo me largo —reflexioné un poco y lo decidí en un instante—. or la ventana.

Por fortuna, las ventanas del chalé que había alquilado para todo el verano daban al jardín.

—Espera, Victoria —dijo cogiéndome del brazo—. Hace tiempo que deseábamos que este momento llegara.

—Claro que sí, pero me has engañado. Eso lo cambia todo —espeté reprimiendo mi rabia para no darle una patada—. Además, no pienso tocarte un pelo mientras tengas novia, y menos todavía si la pobre está durmiendo en la habitación de al lado.

No le dejé insistir. Cogí mi bolso y abrí la ventana con todo el sigilo que pude. No fue difícil pasar al otro lado mientras Daniel me observaba con decepción. Quizá esperase un último besito de despedida, pero se merecía quedarse con las ganas.

Tuve que caminar con cuidado, para no hacer ruido al pisar sobre la gravilla y, al cabo de unos instantes, protegida por las últimas sombras de la noche, rodeé la casa hasta llegar al Cayenne de Daniel. Pocos metros después ya me encontraba fuera de la propiedad.

El amanecer se hacía cada vez más patente mientras yo caminaba por la estrecha carretera de la urbanización, enfundada en un vestido verde de lentejuelas y unos zapatos de tacón. Era una situación embarazosa, y mi móvil, sin batería, no me permitía recurrir a la seguridad de un taxi. Me centré unos instantes y, al tratar de ubicarme, recordé que había un hotel muy cerca de donde estaba. Cinco minutos después, distinguí un flamante taxi libre y me sentí como el corredor que divisa la meta tras una maratón.

Por suerte, lo intempestivo de la hora hizo que solo me tropezara con un payés, muy madrugador él, que debía de ir al campo a trabajar. Tuvo la delicadeza, quizá acostumbrado a la falta de pudor de las británicas borrachas, de no mirarme como si fuera una marciana.

Me sentía humillada, utilizada y engañada. Se me revolvía el estómago al pensar en lo que podrían estar comentando en ese momento Daniel, su hermano, su primo y el resto de sus colegas. No tenía muy claro qué había ocurrido exactamente, pero me alegré, porque había sido un millón de veces preferible que Edu y Borja nos hubiesen avisado, si no, Daniel y yo hubiéramos estado en pleno polvo salvaje, y es muy probable que hubiese sido su novia quien hubiese entrado en el dormitorio. Y entonces sí que me habría querido morir. Menos mal. Mejor ni pensarlo.

Es cierto que, de alguna manera, yo también lo había utilizado: nuestra relación estaba basada en la atracción, y no buscaba en él nada más que culminar ese deseo. Pero nunca a espaldas de una novia. Daniel era consciente de ello, y quizá por eso quiso recurrir a maquillar la realidad. Aunque también es verdad que, en cuanto creí que los impedimentos morales habían desaparecido, no me lo pensé dos veces.

Nada más llegar a casa me quité el vestido, que todavía olía a Daniel. Vivir sola tiene muchas ventajas, una de ellas es que puedes dejar los tacones por ahí tirados después de una noche de juerga, sin peligro de que alguien tropiece o te eche la bronca. Tuve la tentación de lanzarme de inmediato sobre la cama y dejar que el sueño desdibujara la bochornosa experiencia, pero haciendo acopio de fuerzas, me metí en la ducha. Dejé que el agua borrase las huellas del fracaso que todavía sentía en la piel.

Cuando acabé, envuelta en una nube de vapor, la imagen que el espejo me devolvió, enrollada con una toalla gris perla, no era la que había imaginado para aquella noche. El gel de ducha no había eliminado del todo el maquillaje y el espeso eyeliner que enmarcaba los ojos me hacía parecer más un oso panda que la femme fatale que había salido de casa, feliz y decidida, unas horas antes. Después de tomar la medicación, saqué el desmaquillante del cajón y acabé cubriendo de negro tres algodones antes de darme por satisfecha. Llevaba un tiempo aficionadísima a los ahumados, una opción que resaltaba mis ojos claros y mi cabello pelirrojo, porque me alejaba del paradigma de niña buena que suelo transmitir, con la cara llena de pequitas y la expresión casi infantil.

Cuando me metí en la cama el sol ya se colaba por la persiana, y aunque sabía que si hacía un esfuerzo para levantarme y bajarlas del todo, lo agradecería después, el sueño ganó la batalla.

Capítulo 2: sábado, 13 de mayo

02. Glory’s

Aún íbamos por la Avenida Ignacio Wallis cuando divisamos la luz de dos potentes focos blancos que nacían en la fiesta para perderse en las nubes del cielo de mayo.

Había cenado en un céntrico restaurante japonés en compañía de mis dos mejores amigos, Philip y Lola, y nos dirigíamos a la inauguración de temporada de una de las discotecas más potentes de la isla.

—¡Se nos ha hecho supertarde! No vamos a encontrar sitio para aparcar ni en el recinto ferial —dijo Lola, algo enojada—. ¡Y yo no pienso andar todo ese trecho con estos taconazos!

No le faltaba razón. Podríamos haber salido del sushibar al acabar la cena, pero nos encontrábamos en medio de una delicada operación, y, después de las veces que me había secundado en mis pesquisas, yo no podía abandonar a mi amigo a su suerte.

Sospechábamos que el novio de Philip se había liado con uno de los camareros, y, puesto que el atractivo brasileño no nos conocía, pudimos presentarnos sin reparos en el restaurante para averiguar más acerca de ese rumor. Por lo visto, un amigo había visto a Carlos marcharse de la playa acompañado por ese chico de piel color caramelo y culito respingón.

El plan era sencillo. Quizá no muy inteligente, pero sencillo: teníamos que hacer buenas migas con él y tratar de sonsacarle alguna evidencia. Hace un tiempo, ante el temor de que alguno de nosotros pudiese estar sufriendo de cuernos, solíamos ser más rebuscados con las soluciones. Esta vez Philip necesitaba oír la verdad, por cruda que fuese, de boca de uno de los dos implicados, para tomar la decisión definitiva acerca de su relación con Carlos.

Sin embargo, Lola se moría de ganas de que saliéramos de allí, para lanzarnos a la gran fiesta de inauguración.

—¡Venga! ¡Que es casi la una de la madrugada! —insistía ella con mirada suplicante.

—Espérate a que vuelva a sentarse con nosotros una vez más, y nos vamos. —Philip contestó sin apartar los ojos del brasileño, que se llamaba Jonathan. En teoría, nuestro único objetivo era sonsacarle algo de información, sin embargo, nuestro amigo no perdía la oportunidad y disfrutaba contemplando al muchacho, que con un uniforme blanco y estrecho, subía y bajaba las escaleritas que daban a la terraza con bandejas repletas de sushi.

—¡Chicos! Estou com você em breve —exclamó, simpático, mientras pasaba por nuestra mesa cargando una montaña de platos.

Philip estaba enfocado en hacerse amigo suyo, y a nosotras no nos había quedado más remedio que ser sus simpatiquísimas compinches.

—Jonathan, cuando regreses, tráete cuatro chupitos de algo rico, que queremos brindar contigo —le contestó guiñándome el ojo.

—Pase lo que pase, al menos hoy habrás conseguido su número de móvil, y si intuyes algo nuevo por parte de Carlos, tendrás una forma de averiguar más cosas —le dije.

Sabía por experiencia que no iba a sentirse mejor con todo aquello. Es posible que, cuando las pesquisas te demuestran algo que no sabías, disfrutes gracias a la emoción de jugar a ser un detective amateur, pero en realidad, el sabor que te deja el descubrimiento, además de resultar amargo, acaba siendo indigesto. Pero claro, la otra opción es enterrar tus sospechas, centrándote solo en el lado bueno y esforzándote en desechar unas evidencias aunque no dejen de reclamar tu atención a gritos, por mucho que quieras mirar hacia otro lado.

A veces, no ser consciente de la realidad puede resultar útil para que una relación sobreviva, pero Philip y yo somos muy similares en ese sentido. Necesitamos saber siempre la verdad, aunque esta no solucione nada, o, lo que es peor, acabe haciéndonos más daño. No hay que temer a la verdad, por incómoda que sea.

Por el contrario, nuestra querida Lola, siempre alegre y optimista, apostaba más por vivir el momento y exprimir toda la felicidad que la vida le brindaba, sin hacer suposiciones enfermizas ni preocuparse demasiado por lo que el mañana le deparase.

Aunque aquella noche su jovialidad había quedado en un segundo plano debido a su ansia irracional por llegar a la fiesta.

Cuando se levantó de un salto dispuesta a secuestrar mi coche, Jonathan regresaba a nuestra mesa con una segunda ronda de chupitos, cortesía de la casa. Nos despedimos de él tras brindar, sin disimular la satisfacción que nos embargaba desde que habíamos obtenido la información que Philip necesitaba, a pesar de que, a cambio, se iba con un vacío en el corazón que no iba a poder llenar a base de vodka rojo o tequila.

Nuestro nuevo amigo se había relajado un momento, se había sentado a nuestra mesa y había empezado a contarnos sus vivencias de las dos semanas que llevaba en Ibiza; así que no tardó en comentarnos su affaire con: «Un encantador chico de pelo rapado» en la playa. Pero Philip no estuvo convencido al cien por cien hasta que, gracias a nuestras preguntas, Jonathan mencionó la marca de nacimiento que ese fogoso menino tenía en el cuello.

Ya en el coche, la sonrisa radiante y la alegría de Philip se esfumaron. No había duda de que Carlos le había sido infiel, y eso le dolía.

—Si quieres dejamos lo de la fiesta y vamos a casa… —murmuré.

—¿A casa? ¡El último sitio en el que quiero estar es en casa! —exclamó.

—Yo aprovecharía esta noche para enrollarme con alguien —sentenció Lola, quien, sentada en la parte de atrás, se asomaba por el hueco entre los asientos, mientras yo conducía y mi amigo suspiraba.

—Bueno, es una venganza dulce… pero si te vas con el primero que pase, te arrepentirás seguro —reflexioné.

—Mmm… No voy a lanzarme a los pantalones del primer guapo que me mire, pero si me sale una buena oportunidad, no la dejaré escapar…

—Bien dicho, Philip —celebró Lola.

Cuando nos acercamos al cruce que daba entrada a la discoteca pudimos ver que la situación no era tan dramática. Muchos coches accedían al parking, pero un montón de chicos con chalecos reflectantes parecían controlar la situación. Habían ampliado el aparcamiento de forma espectacular desde el año pasado.

Al inicio de la temporada anterior, la del 2016, reinauguraron la colosal discoteca tras casi cuatro décadas olvidada entre escombros. Invadida por la espesa vegetación, había permanecido desahuciada junto a la carretera principal, invisible para las nuevas generaciones, como un silencioso testigo anclado a los gloriosos años del Peace and Love.

En realidad apenas quedaba nada de lo que la había caracterizado, puesto que la inyección de capital extranjero la había convertido en un coloso de teselas blancas, proyectado y erigido por ese arquitecto valenciano que ha cubierto medio mundo con sus imposibles estructuras futuristas. Un solo elemento permanecía como tributo a la maravillosa Glory’s, —buque insignia del movimiento hippie ibicenco en los setenta—, su estructura de foro romano y forma semicircular, que descansaba, cual yacimiento arqueológico, bajo el sofisticado suelo de cristal y acero.

Una inmensa cúpula, casi tan alta como la basílica de Santa Sofía de Constantinopla, coronaba el local, construido con los materiales más innovadores del momento. El reluciente blanco estaba formado por millares de piezas irregulares de porcelana que formaban un mosaico de titánicas dimensiones. Toda la edificación exterior aparecía cubierta por esa refulgente composición que tenía la capacidad de cambiar de color a capricho, gracias a un sistema de iluminación LED que había suscitado asombro desde el primer día.

No necesitaban recurrir a ningún juego de luces y colores. La estructura se mostraba sin artificios, realzando su blanco cegador con los gigantescos focos, que sobre el negro de la noche parecían tener un halo plateado. Aparcamos todo lo cerca que nos permitió el chico del chaleco amarillo y, antes de pulsar el mando para activar el cierre centralizado, abrí el maletero de mi Volkswagen para dejar las cómodas bailarinas que usaba para conducir y ponerme unos tacones metalizados de Pura López, que me concedían once centímetros más de altura y combinaban divinamente con mi vestido efecto oro, como si acabase de salir del típico spot de cava navideño.

Philip estaba guapísimo, con una camisa negra strech y tejanos desgastados, Lola lucía un vestido negro de encaje de Charo Ruiz.

La puerta principal estaba abarrotada por un mar de cabezas ansiosas por acceder al interior.

El Glory’s cumplía un año desde su reinauguración, pero al mismo tiempo se trataba de la fiesta de apertura de temporada. Las Opening Parties se han convertido en un reclamo a nivel global, y provocan que las reservas de vuelos se multipliquen hasta agotar todas las plazas y la isla se vea, de pronto, poblada por los clubbers: turistas que no vienen a conocer la isla, sino a disfrutar en directo de la actuación de determinado DJ o a dejarse la piel en la pista de baile.

Nos abrimos paso entre la gente hasta divisar la entrada y descubrimos que, por suerte, no había demasiada cola. Esa noche había que asegurarse un fácil acceso, por lo que días atrás me moví para que Rafael, el jefe de porteros, que asistía con regularidad a mis clases de spinning, incluyese nuestros nombres en la codiciada lista.

La isla, aunque en verano esté superpoblada, en realidad es pequeñita y, directa o indirectamente, es fácil conocer a todo el mundo, al menos a aquellos que se mueven en los círculos nocturnos. Por ese motivo, los isleños casi siempre nos ahorramos las entradas.

—Victoria Svensson más dos —dije con firmeza a una chica con gafas y moño cordobés que mantenía el semblante muy serio.

Sin decir nada, pasó el dedo por la pantalla de su tablet en busca de nuestros nombres; tras unos instantes, se paró y levantó la mirada del dispositivo.

—De acuerdo. Pasen por aquí —dijo haciéndole un gesto a su compañero, que abrió una de las puertas de listones blancos que atravesamos sin demora.

—¡Gracias! —exclamé al pasar por su lado con una exagerada sonrisa, para no dejar de ser simpática con alguien que cualquier otro día nos podría brindar el acceso.

Antes de cruzar el arco que permite la entrada al local ya podíamos oír la música a toda potencia. Una amplia escalera por la que no dejaba de bajar gente desembocaba en la pista principal coronada por la inmensa cúpula; pero el sofisticado local contaba con varias salas de ambiente diferente. Cada una de ellas, además de lucir una decoración particular —y algunas incluso un DJ distinto—, estaba bañada por la luz y el color de una gema determinada, por lo que recibían nombres como Rubí, Zafiro, Topacio, Esmeralda…

—Tenemos que ir a la barra de la Amatista —exclamó Philip por encima de la música—. Allí tengo un amigo.

Siguiendo su propuesta, decidimos dar un rodeo por el local y, en lugar de bajar las escaleras hacia la pista central, donde predominaba la iluminación roja inspirada en el rubí, fuimos hacia el lado derecho.

La gente abarrotaba incluso aquella sala violeta, considerada secundaria, y donde podías bailar con más tranquilidad. La barra se encontraba al fondo, y para llegar a ella pasamos junto a la barandilla desde donde podía observarse la gran pista central, coronada por una llamativa cabina de DJ, incrustada en una de las columnas que sostenían la impresionante cúpula. La gente bailaba eufórica la música electrónica que les suministraba uno de los pinchadiscos más deseados de la isla.

Una descomunal bola de discoteca, formada por millares de pequeños espejos cuadrados, giraba sobre su eje muchos metros por encima de la pista, salpicando la sala de diminutos destellos que contrastaban con la luz rubí que teñía la pista central. En el centro, una serie de pódiums sostenían a las bailarinas. Cuando al fin llegamos, un chico con el pelo oxigenado se coló por debajo de la barra y salió para darle a Philip un fuerte abrazo.

—Cabroncete, ¿cómo no me has dicho que venías?

—No quería que se enterara toda Ibiza.

—Perdona bonita, pero mi trabajo es contarle a la gente qué hacen los famosillos, cotillear sobre ti no me iba a aportar mucho tráfico que digamos.

Lola y yo escuchamos la conversación intrigadas, y enseguida Philip nos lo aclaró. Por lo visto Paul dirigía un conocido blog de cotilleo, en el que publicaba todo tipo de trapos sucios y de fotos bochornosas de los famosos a los que se les ocurría pisar la isla. Contaba con un pequeño ejército de chavales ociosos, armados con móviles y cámaras, que se encargaban de fotografiar a quien hiciese falta.

La explicación nos dejó sin habla.

—Todavía no es muy lucrativo, por eso me toca trabajar aquí —dijo con una mueca.

—Va. ¡No te quejes! ¡Que es el primer día! —exclamó Philip.

—Ya, pero yo debería estar poniendo copas en la zona vip, y no aquí en esta cutre sala violeta —refunfuñó—. Por cierto, ¿qué queréis? —dijo guiñándonos un ojo—. Hasta que llegue el encargado, tenéis barra libre…

Nos tomamos su ofrecimiento al pie de la letra, e instantes después paseábamos tres cubatas de ron con Coca-Cola. Reímos y disfrutamos un buen rato, mientras a Paul se le multiplicaba el trabajo en la barra, pero cuando íbamos por la segunda ronda, Lola tuvo una idea:

—Tenemos que entrar en el privé —dijo mientras sonreía, con picardía—. Hay que ver quién está hoy por aquí que valga la pena.

Creí adivinar sus intenciones, y, después de lo insistente que se había puesto en el restaurante, era extraño que por fin revelase su propósito.

—¡Sí! ¡Vamos a probar! —exclamé.

Lanzamos un beso a Paul y nos fuimos hacia la sala Zafiro, que resplandecía con un azul celeste luminoso, justo al otro lado de la cúpula, con una larga barandilla que también permitía observar la pista central. Sin embargo, a diferencia de la Amatista, unas escaleras daban acceso a una nueva sala, considerada la más elitista de la discoteca. Yo había estado en un par de ocasiones el verano anterior con unos amigos pijos, pero conseguir entrar en las zonas más restringidas resultaba un reto muy atractivo esa noche.

03. Al otro lado de la cadenita

No fue fácil abrirnos paso a través de la gente que bailaba llena de energía, ya fuese por las drogas o por la alegría. Divisé a Sébastienne, otro asiduo a mi gimnasio que parecía estar controlando el acceso a la sala vip. Era un chico fuerte y guapo que, aunque no venía mucho a mis clases de spinning, se pasaba la vida en la zona de musculación.

—¡Hola, guapetón! —Enseguida me correspondió con una sonrisa.

—Victoria, ¡qué alegría!

Me acerqué a darle dos besos, pero no me dio tiempo a preguntarle si podíamos entrar, en un segundo ya había levantado uno de los extremos de la cadenita de terciopelo y añadió:

—Pasad, que aquí estaréis mejor.

Sébastienne tenía razón. Siempre se está mejor «al otro lado de la cadenita» y, cuando te acostumbras a las zonas vip, luego no es nada fácil conformarse con la realidad.

Le guiñé un ojo al pasar a su lado y nos perdimos en la sala, tratando de no hacer demasiado evidente mi tráfico de influencias.

En una primera vuelta de reconocimiento descubrimos a tres grupos de clientes que conocíamos. Por desgracia, en ninguno estaba Lucas, el atractivo futbolista que tanto le interesaba a Lola. Lo conocíamos desde la adolescencia, y a ella siempre le había caído en gracia, sin embrago, desde que había roto con su novio de la universidad, su atracción por él era evidente.

Entrar en la sala vip suponía hacerlo también en la sala Diamante, que se caracterizaba por destellos plateados que creaban una atmósfera mágica, decorada con muebles Luis XV de un blanco impoluto. Se encontraba en una especie de terraza, por encima de la gran sala Rubí, pero muy cerca de la cabina, por lo que se podía disfrutar de forma privilegiada de la música del disc-jockey estrella de la noche.

Teníamos ganas de bailar, pero cuando nos colocamos en un rinconcito, la cara de Lola ya no transmitía la misma alegría que antes.

—¿Estás bien, nena? —le pregunté.

—Sí… Es que estaba convencida de que estaría Lucas —confesó.

—Bueno, es pronto… —dije a modo de consuelo—. Pero tranquila, que si está por la isla nos lo encontraremos en algún sitio. Seguro.

Cuando se nos acabaron las bebidas, Lola se ofreció para conseguir otras, y se perdió entre la gente. Al cabo de unos minutos fui a buscarla y la encontré junto a la barra charlando con un chico espigado y sonriente, que nos miraba tras unas gafas a lo John Lennon. Me lo presentó como Martín, el hijo de uno de sus jefes, y no tardó en invitarnos a una copa.

Resultó ser un apasionado de la abogacía, y no sabía hablar más que de los interesantísimos casos que habían tenido en el bufete de su padre. Lola asentía, aburrida, así que improvisé una excusa y nos fuimos en busca de Philip.

Lo encontramos apoyado en una de las barandillas charlando con un hombre que permanecía de espaldas a nosotras. Era alto, pero con más envergadura que el estudiante de Derecho. Cuando el desconocido se giró, descubrí un semblante serio, intenso. Algo en él me atrajo de forma instantánea, y traté de entender qué era. Su cabello era castaño y lo llevaba engominado, peinado hacia atrás con sobriedad.

Lola interrumpió el escaneo que mi mente le estaba haciendo a ese hombre de cuerpo musculoso y mandíbula angulosa.

—¡Tía! ¡Acabo de ver a Álvaro! —exclamó emocionada, mientras miraba hacia el otro lado de la sala—. ¡El superamigo de Lucas! —añadió antes de que yo tuviese tiempo de decir nada.

Yo me había desconcentrado por completo, prendada del misterioso desconocido que hablaba con Philip. No solía abstraerme de aquella forma, pero tenía algo que me intrigaba y que me impedía apartar los ojos de él.

—Tenemos que encontrar su mesa, y pasar por delante como por casualidad —comenté volviendo al presente.

Pero entonces Philip se acercó hasta nosotras con una sonrisa elocuente.

—Te voy a presentar a mis amigas —dijo dirigiéndose a su interlocutor—. Chicas, este es Alejandro.

—Encantada, yo soy Lola —dijo dándole los dos besos de rigor pero sin perder de vista a Álvaro, que se había acercado a la barra.

Cuando clavó su mirada en mí descubrí unos ojos ambarinos, casi irreales, que me escrutaban con más descaro del que yo había revelado unos segundos antes. Me quedé muda, sonriendo como una idiota mientras observaba sus labios carnosos y el sensual bronceado de su piel.

—Y esta es Victoria. —Philip tuvo que pronunciar mi nombre por mí.

Besé sus mejillas, rozando su barba de dos días, y algo se estremeció en mi interior.

—Es un placer, Victoria —dijo él, con voz grave y cálida, ignorando al mundo y clavándome su magnética mirada. O al menos así me gusta recordarlo—. ¿Queréis beber algo? —preguntó.

A modo de respuesta levanté mi copa llena acompañándola de una sonrisa, puesto que todavía no me salían las palabras.

Me fijé en su ropa. Llevaba una camisa roja, unos pantalones oscuros y una americana sedosa al tacto, tal y como pude comprobar al posar mi mano sobre su brazo antes del protocolario beso. También pude sentir la imponente firmeza de sus tríceps bajo el tejido.

—Si necesitáis algo, estoy en una mesa del fondo —dijo con una media sonrisa que marcaba sus pómulos.

Antes de darse la vuelta, volvió a clavar en mí sus intensas pupilas, y me desarmó. Quise responder con algo amable, pero cuando las palabras encontraron el camino, él ya se había marchado.

Miré a mis amigos con los ojos muy abiertos, esperando no ser la única que había alucinado con aquel tipo.

—¡Por favor! ¿Pero quién es ese pedazo de tío? —pregunté en cuanto supe que no iba a oírnos.

—Sí que está bueno, sí... —me secundó Lola mirando hacia la barra.

—Es el dueño de una casa en la que trabajé en un shooting hace un par de meses. La que sale en la campaña de Tous. —Philip era estilista de moda, por lo que su trabajo se desarrollaba entre desfiles, sesiones de fotos, showrooms y ferias textiles.

—¡Ah, sí! ¡La del jardín espectacular con una fuente! —respondí al recordar unas fotos preciosas de un chalet que podría haber estado ubicado en las colinas de Hollywood.

Le pasé mi copa a Philip, aprovechando que el DJ acababa de pinchar un tema divertidísimo, y me dejé llevar por la música, pero me descubrí buscando la mirada de Alejandro entre la gente.

Mi cuerpo bailaba con euforia Ninetoes mientras mi cabeza se había autoasignado la misión de volver a encontrarme con aquel cautivador personaje. No tuve que buscar demasiado, cuando lo detecté a unos metros frente a mí, sus ojos me estaban atravesando mientras hablaba con otra persona. Pese a la distancia y la escasa iluminación, pude ver claramente su mirada brillante y profunda. Me ruboricé, pero continué bailando de la forma más sensual posible sin que resultase vulgar, con la mirada fija en aquellos iris cargados de fuego.

Cuando acabó la canción, Lola ya tenía localizado a Lucas, así que debíamos hacernos los encontradizos. Sin dejar de bailar, nos adentramos entre la masa para acercarnos a una parte de la sala un poco más elevada, que permitía a los clientes disfrutar del espectáculo.

Subíamos los tres escalones cuando alguien nos cortó el paso. Se trataba del chico monotemático que nos había invitado a una copa. Sonreía tratando de resultar seductor, pero sus orejas de soplillo no te permitían centrarte en otros detalles de su anatomía.

—Sabía que volveríais… —murmuró mientras cogía la mano de Lola y hacía el amago de bailar con ella.

Ella le devolvió una sonrisa cauta, pero nos miró con aprensión.

—Bueno, esta sala no es muy grande, y todavía nos cruzaremos más veces en lo que queda de noche… —improvisé.

—Menudo fiestón, ¿eh? —exclamó más desinhibido que antes—. Venga, ¿qué queréis beber?

—Estamos bien, pero gracias —respondió Lola con la copa en la mano. Quedaba claro que deseaba zafarse de él, pero como era el hijo de su jefe, no podía ser tan borde como le gustaría.

Iba a intervenir cuando Philip le sacó el tema de Mario Conde, que sabía que era la debilidad del chaval, y los ojos se le iluminaron tras las gafas. Comenzaron a hablar sobre las irregularidades que hubo detrás de aquella «caza de brujas» judicial, y Lola se libró por un momento de sus atenciones.

Pero antes de decidirnos a acercarnos a la mesa de Lucas, Álvaro se cruzó en nuestro camino. Era un chico de semblante serio, que provenía de una buena familia madrileña, pero pasaba largas temporadas en Ibiza, junto a su mejor amigo. Se dedicaba al mundo de la noche y siempre se comportaba de forma amable, pero distante. Yo sabía que a Lola le reventaba aquella frialdad, pero en aquel momento se esforzó por ser simpática, para poder acercarse a Lucas con más facilidad.

Aproveché que conversaban para ir al baño. Tras dar unos pasos me giré para hacerle una señal a Philip, que seguía hablando con el futuro abogado, y hacerle saber que volvía enseguida, por lo que no pude ver cómo tropezaba de lleno con algo que me hizo perder el equilibrio. Estaba a punto de caerme al suelo, pero, de repente, un brazo me rodeó la espalda, sujetándome y ahorrándome la bochornosa escena. Entonces, sentí cómo, milímetro a milímetro, el líquido helado que cubría una parte de mi vestido comenzaba a filtrarse hasta mi piel, y me di cuenta de que estaba empapada. Gracias a su cautivador perfume, supe quién era antes de levantar la mirada, y aquel descubrimiento me hizo olvidar el codazo en las costillas que el impacto me había regalado.

Sus ojos color miel me observaban entre enfadados y divertidos. En la otra mano sostenía un vaso de tubo vacío y, cuando miré hacia abajo, descubrí una rodaja de naranja, fría y mojada en medio de mi escote.

—¡Lo siento! No te he visto —exclamó—. ¿Estás bien?

—Bueno, al menos ya entiendo a la perfección la expresión «como un jarro de agua fría» —bromeé—. Pero estoy bien. Ha sido culpa mía por no mirar al frente.

Me acompañó hasta la barra sin retirar la mano de mi cadera, allí me pude secar con un montón de servilletas. La bebida se escurría entre mis muslos y me hubiera encantado limpiarme antes de sentirme pegajosa, pero ya tendría ocasión de hacerlo en el lavabo. Aquel accidentado momento había sido un regalo del cielo y tenía que sacarle partido.

—¿Qué estás bebiendo? —preguntó.

—Justo venía a por un ron.

—¿Con Coca-Cola?

—Hoy sí, pero ¿tú que tomas? —dije echando mano instintivamente a mi bolso.

—Campari con naranja. ¿Por qué lo preguntas? No pienso dejar que me invites —añadió señalándome con el índice como quien da una reprimenda.

—Lo siento, pero te he arruinado la copa, ¿qué menos que invitarte?

—Y yo te he hecho un estropicio en ese bonito vestido.

—Tranquilo, creo que el Campari no es peligroso.

—Si quieres, lo puedo llevar a la tintorería.

—No hará falta, de verdad. Además, ha sido culpa mía.

Yo había provocado el encontronazo al no mirar hacia adelante y, aunque fue involuntario, me alegraba de haberlo arrollado a él y no a cualquier otro. Cuando se acercó la camarera, le pidió las copas y, a la hora de pagar, vi que le entregaba una tarjeta blanca sin logotipo bancario, pero con un cuadradito negro que identifiqué como un código BIDI. Cuando extendió la mano bajo la luz de una de las lámparas de techo que iluminaban la barra, pude ver que lo que segundos antes me había parecido un anillo ancho era, en realidad, un tatuaje. Y no era el único, otros tantos salpicaban sus dedos e incluso el dorso de la mano. Retiré la mirada, tratando de disimular el descubrimiento, cuando se giró hacia mí.

—¿A qué te dedicas, Victoria? —inquirió cambiando el gesto por completo y adquiriendo un tono más serio.

—Soy traductora. Trabajo en una editorial sueca traduciendo libros del español o del inglés.

—Interesante —contestó antes de darle un sorbo a su bebida.

—Y además soy monitora de spinning.

—¿Eres muy deportista?

—Bueno, me gusta estar en forma —respondí inclinando la cabeza mientras sus ojos no dejaban de escrutarme.

—¿Y tú qué haces? —le pregunté.

—Mi trabajo es muy aburrido. Tengo una empresa de servicios.

—Servicios… ¿en qué sentido?

—Ofrecemos cualquier cosa que el cliente pueda imaginar.

Su respuesta me sorprendió.

—Yo tengo mucha imaginación —le contesté pensando que lo único que deseaba en ese momento era tenerlo solo para mí, quizá desnudo y atado a mi cama.

—Pues podrías contratarme para que te consiguiera lo que necesitases.

—Si me das un minuto, seguro que se me ocurre algo que no puedes conseguir —le desafié con una sonrisa burlona.

—Es evidente que no te puedo prometer un paseo en unicornio, pero si lo que el cliente desea existe en este mundo, se lo conseguimos.

Al hablar del trabajo, su actitud cambiaba y se ponía muy serio, a pesar de que yo trataba de llevar la conversación hacia una vertiente más informal.

—¿Cómo qué?

—Lo más habitual son Lamborghini, helicópteros, o disfrutar de repente de una clase de yoga en tu salón.

—Eso también te lo puedo conseguir yo.

—¿En serio?

—Claro. Con Google te consigo lo que quieras.

Su seriedad se esfumó y se le escapó la risa.

—Pues en ese caso voy a tener que contratarte. —Sonrió.

—Venga, ¡en serio! ¿Qué es lo más raro que te han pedido?

—Lo siento, no puedo hablar de mis clientes. Es privado —dijo recuperando la compostura.

—Pues no me digas el nombre de la persona, solo la excentricidad. Así lo mantenemos en secreto —le propuse.

Se quedó unos segundos en silencio, y dio un nuevo sorbo a la bebida color calabaza que hacía juego con sus ojos. Me observaba, quizá estudiándome, quizá midiendo sus respuestas, y, aunque yo no me considero una chica tímida, esa mirada intensa me hacía sentir cosas extrañas.

—Una vez tuve que traer a un chef del Benihana de Londres porque el cliente quería tenerlo una noche en su cocina.

Mi respuesta llegó acompañada de una cara de perplejidad:

—¿Y tan raro es enviar a un cocinero montado en un avión?

—Tuve que mandar traer unas planchas especiales y conseguir una reforma completa en la cocina del cliente en menos de veinticuatro horas.

—Eso ya es otra cosa —me reí—. ¿Y cómo se llama tu empresa? Por si una mañana me despierto con ganas de remodelar el salón antes del mediodía…

—Aurum Ibiza —respondió apoyándose en la barra.

Su respuesta me sorprendió. ¿Cómo no conocerla? Ese nombre estaba en vallas publicitarias por toda la isla, y juraría que cada día aparecía un anuncio de página entera en el periódico.

—¡Vaya! Entonces sois vosotros los que organizasteis el videoclip ese con Paris Hilton.

Él asintió. Para Ibiza, supuso un revuelo monumental la semana en que la celebrity participó en varios actos sociales, además de protagonizar el videoclip del DJ más famoso del momento.

—Sí.

—¿Y las regatas aquellas? Ruta de…

—De la Sal. Sí, también nosotros.

—De modo que estoy hablando con el señor Alejandro Ortega —espeté, puesto que, aunque no recordaba haberlo visto nunca, ni siquiera en foto, no era raro escuchar su nombre en las conversaciones sobre la actualidad de la isla o leer alguna mención en el periódico.

Mi reacción debió complacerlo, porque con una resplandeciente sonrisa y los dulces ojos clavados en los míos, levantó su copa.

—Brindemos —dijo.

—¿Por qué podemos brindar?

—Brindemos para que, la próxima vez que decidas bañarte con un cubata sea mi mano la que esté, una vez más, sujetando el vaso.

Cuando regresé al lugar donde me había separado de mis amigos, vi a Lola sentada en uno de los sofás hablando con alguien, muy animada. Al acercarme descubrí que se trataba de Lucas; Philip, de espaldas a ellos, me levantó el pulgar.

—Creo que Lola está a puntito de meter un goool —canturreó en un susurro mientras me guiñaba un ojo.

—Sí, a ver si esta noche acaba por fin en su cama, que está que se sube por las paredes.

—Está claro que la pobre necesita desfogarse... —dijo arrebatándome la copa de ron, y añadió: —Aunque tú tampoco eres quien para hablar, bonita.

—¿Perdona? —exclamé poniendo los brazos en jarras y fingiendo que me enfadaba.

—¿Cuánto hace que no echas un buen polvo? ¿Dos meses?

—Bueno…

—¿Con quién fue? ¿Con el cocinero del Nuba?

—Sí, Quique. Pero fue hace casi tres.

—¿Pues sabes lo que te digo? ¡Que medido en tiempo ibicenco es como un año sin sexo!

—¡Anda ya! Y yo no estoy tan histérica como está Lola últimamente.

—Será porque tú tienes tus juguetitos.

—Sí, que cualquiera puede comprar en la tienda de la esquina. No son tan especiales —dije pensando en mi cajón privado—. ¡Y deja en paz a mis juguetitos! —añadí fingiendo indignación.

—Lola para eso es más mojigata.

Conversábamos apoyados en una barandilla mientras nuestra amiga no dejaba de intercambiar confidencias con el atractivo jugador de primera división. Nunca me ha gustado el fútbol, pero admito que por aquel chico valía la pena prestarle un poco de atención a ese deporte. Su peinado en forma de cresta le confería un aspecto de chico malo que contrastaba con los ojos almendrados de niño bueno. Se caracterizaba también por llevar pendientes de brillantes, ¿o serían diamantes?, en ambas orejas.

—Por cierto, he tenido un afortunado accidente con Alejandro —dije sintiendo la molestia en las costillas que la deliciosa conversación con él me había hecho olvidar.

—Me he fijado antes en cómo lo mirabas.

Su respuesta me sorprendió y me avergonzó al mismo tiempo, pero no me dio tiempo a preguntarle, porque enseguida respondió a mi inquietud.

—Tranquila, que no era algo evidente. Yo lo he sabido porque te conozco. Él habrá creído que estabas demasiado borracha como para hablar.

Rememoré mi torpeza tras las presentaciones y me dio un escalofrío.

—Entre una cosa y otra debe pensar que soy una tarada, pero… no lo puedo negar: ese tío me ha impactado.

—La verdad es que preferiría imaginarlo a él entre tus piernas y no a esos juguetitos de colores —exclamó burlón dándome un codazo en el hombro.

—Perdone usted, Sor Felipa, pero una cosa no quita la otra. Y deja de meterte con mis juguetes.

—Es para hacerte rabiar —rio—. Estás muy mona cuando te enfadas, y Alejandro hace un ratito que está mirando hacia aquí.

—Mierda, Philip. ¿Se notaba que hablábamos de él?

—Para nada. Tranquila, tú sigue charlando, él no aparta los ojos de ti.

—Me ha tirado un vaso encima al chocarnos.

—Es verdad, hueles raro —dijo acercando su nariz a mi escote.

Le saqué la lengua, impertinente, a modo de respuesta.

—Eso puede ser algo bueno… Ya sabes que yo creo en el destino.

—Sí, pero no ha sido uno de esos momentos mágicos donde el tiempo se detiene y empieza a sonar tu propia banda sonora. Solamente un estúpido choque de los míos.

—El tiempo lo dirá, Victoria.

—¿Sigue mirando hacia aquí? —pregunté excitada.

—Sí, está hablando con dos personas, pero tiene los ojos clavados en ti, nena. Quizá deberías girarte y corresponderle un poco.

Había aplicado esa misma táctica docenas de veces. Durante la noche me comunicaba con los hombres que me interesaban con la mirada. Sin embargo, con él me sentía desarmada, como si todo lo que había aprendido hasta ese momento no contara, y yo fuese una novata en el arte de la seducción.

Me giré con disimulo y busqué el fulgor de sus ojos. A pesar de la penumbra y del humo artificial, me encontré con ellos. Él levantó su copa al aire y yo le imité, brindando en la distancia y regalándole una tímida sonrisa. Entonces, como si ya hubiera quedado satisfecho, apartó sus ojos para centrarse de nuevo en su interlocutor.

Me puse de cara a Philip para continuar conversando con él sobre juguetes sexuales mientras Lola buscaba el momento de lanzarse a la yugular de su acompañante. Por desgracia, al cabo de un rato Álvaro les interrumpió y Lucas se marchó con él. Ya no lo vimos más.

Bailamos algunos temas sobre la pequeña pista vip, pero yo no podía quitarme a Alejandro de la cabeza. Mi cuerpo se dejaba llevar por el baile, pero mi cerebro se encontraba a kilómetros de allí, empeñado en imaginarme junto a ese hombre misterioso de ojos color miel. Poco después de las cinco decidimos que la noche había llegado a su fin.

El exterior de la discoteca volvía a estar abarrotado. Aún quedaba mucha gente dentro, puesto que no cerrarían hasta las siete de la mañana, pero ya éramos unos cuantos los que decidíamos retirarnos. Nos subimos al coche y conduje hasta casa. Lola vivía en el edificio de al lado y Philip, que tenía una coqueta casa en el campo, había aparcado ahí antes de cenar.

Al entrar en el piso no me sentía mal. Llevaba un buen rato bebiendo solo agua, consciente de que esa noche me tocaba conducir, y habían pasado casi dos horas desde el último trago de alcohol. Aun así me tomé un ibuprofeno por precaución.

Cuando me metí en la cama y me acurruqué entre las sábanas, se me apareció aquella mirada ambarina que tanto me había impactado. Cerré los ojos para dormirme imaginando su piel desnuda contra la mía y un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Capítulo 3: lunes, 15 de mayo

04. Brown sugar

Mi móvil se deslizaba sobre la mesita de noche, provocando lo que me pareció un estruendo. Hubiera deseado seguir durmiendo, pero una llamada entrante acababa de arrebatarme unos minutos más de descanso.

Despegué los ojos medio aturdida y miré la pantalla. Era mi tía Rosana. No podía ignorarla.

—¿Sí? —Me sorprendió mi voz de ultratumba.

—¡Hola, Vicky! ¿Estabas durmiendo? —dijo con más entusiasmo del que yo podía digerir a esas horas.

—Mmm… Pues… sí. Un poquito —concedí.

—Te llamo para recordarte que hoy es lunes y tienes cita esta mañana.

Se trataba de uno de los chequeos que me tocaban cada seis meses.

—Sí, lo sé, gracias. Había puesto el despertador. Pero… ¿cómo sabes que tengo cita?

—Fui contigo la última vez.

—¿Y en tu ajetreada vida, tienes sitio para controlar mi agenda?

—Vicky, por favor. Es algo importante. Y además, le prometí a tu madre que me ocuparía de ti. Lo menos que podía hacer era llamarte.

—Gracias, tía. Estaba durmiendo, pero la alarma me iba a sonar en un rato.

—¿Te levantarás, entonces?

—Sí, claro —farfullé.

Me despedí de ella y salté de la cama, luchando contra la tentación de volver a meterme entre las sábanas, y me fui directa a la cafetera. El día anterior, pese a la resaca de la noche del sábado, lo pude aprovechar al máximo, y avancé bastante con la traducción en la que estaba trabajando, tanto que acabé perdiendo la noción del tiempo y me acosté muy tarde.

Iba a poner una cápsula pero recordé que debía permanecer en ayunas. Me resultaba muy duro empezar la mañana sin una buena taza. Siempre he disfrutado muchísimo del café, sobre todo desde la Selectividad, cuando me pasé semanas durmiendo lo justo para sobrevivir y bebiendo el oscuro brebaje que nos preparaba la madre de Lola. No puedo vivir sin él. A primera hora, mi cuerpo necesita un café, corto pero intenso. Después, a lo largo del día, me gusta tomar capuccino con azúcar de caña. Una idea un tanto ecologista que me había metido mi tía Rosana en la cabeza.

Fui hasta el salón para abrir mi agenda. Debía estar en la clínica a las ocho y cuarto, así que me metí rápidamente en la ducha.

Un cuarto de hora después bajaba las escaleras directa al parking. Debía cruzar la ciudad para llegar al hospital, pero llegué puntual a mi cita en la tercera planta. Por suerte no tenían que extraerme demasiada sangre para los análisis, pero aun así, prefería no mirar.

Me atendió Cristina. Mis chequeos eran tan regulares que conocía a casi todo el mundo en aquella clínica. Enseguida me colocó el electrocardiograma.

Cuando acabé me despedí de las chicas y salí de la consulta. Al ver que los ascensores se eternizaban, decidí bajar por las escaleras. Intentaba no entrar en los hospitales a no ser que fuera estrictamente necesario. De niña había pasado mucho tiempo ingresada y, aunque esta clínica era bastante nueva, los recuerdos venían a mí y la sensación de tristeza y de vacío volvía como si nunca hubiese salido de aquella habitación de hospital en la que las horas transcurrían con lentitud y la soledad no se curaba ni en compañía.

Recorrí la acera sin dejar de mirar el paisaje que se mostraba a mi derecha, imaginando cómo debió ser tres milenios atrás. Ibiza fue testigo del paso de las grandes civilizaciones del Mediterráneo, y recibió su nombre al consagrarla a Bes, un dios egipcio que, quizá como un temprano vaticinio, estaba dedicado al amor sexual y a los placeres libertinos. ¿Qué dirían los antiguos fenicios si viesen en qué se había convertido la isla que ellos bautizaron?

Andaba distraída, cuando mi hombro izquierdo chocó con el de otra persona. La culpa fue mía por no mirar hacia delante y, cuando me giré para pedir perdón, lo encontré frente a mí con una camisa blanca y unos pantalones color caqui. Su miraba atravesaba los cristales de mis gafas de sol, derritiéndome con la profundidad de sus ojos miel.

—Victoria —pronunció mi nombre con suavidad.

—Buenos días, Alejandro —dije con cierta timidez. Su mirada me hacía sentir indefensa, arrebatándome las corazas y la ironía que hubiese utilizado ante cualquier otro hombre en la misma situación.

Nos saludamos con dos besos. Me estremecí, igual que la primera vez que acaricié su piel con mis labios.

—Por lo que veo, te has propuesto arrollarme cada vez que nos encontramos —exclamó arrugando la nariz.

—Lo siento —dije avergonzada—. Parece que últimamente estoy más despistada que de costumbre.

—Tranquila. Era una broma. Puedes atropellarme las veces que quieras —añadió riendo.

—¿Qué haces por aquí? —pregunté.

—Acabo de salir de una reunión a un par de manzanas. ¿Y tú? —inquirió con una media sonrisa.

—Tenía hora para unos análisis en esta clínica.

—¿Y qué tal han ido?

—Supongo que bien. No era más que un control. Lo sabré en una semana.

Me sentía algo intimidada por su presencia, pero aun así, ya que la casualidad nos había reunido, no quería que nos separáramos tan rápido.

—Estoy en ayunas. ¿Estás muy ocupado o te apetece un café?

—Soy libre hasta dentro de una hora, me encantaría tomar un café contigo.

—Aquí cerca hay un local que no está nada mal.

—Perfecto, pues vamos.

—Dame un minuto, que le pongo ticket al coche —recordé de repente.

Amplié el aparcamiento una hora más y me reuní con él en la esquina. Durante ese tiempo pude sentir los ojos de Alejandro pendientes de todos mis movimientos; así que me esmeré, irguiéndome todo lo que pude sobre mis botines de tacón y balanceando las caderas con sutileza cuando crucé la calle hasta llegar a él. Si no me hubiese estado observando, habría entrado en el coche para retocarme un poco el maquillaje. No me sentía tan segura como la noche del sábado. Echaba de menos una buena máscara de pestañas y un escote sugerente, pero no quedaba otra opción que jugar mis cartas de la mejor manera y, aunque la camiseta de los Ramones que llevaba me hacía poco pecho, me alegré de vestir mis tejanos pitillo preferidos que tenían la capacidad de mejorar cualquier trasero. Además, las Ray-Ban aviadoras me estaban haciendo un gran favor ocultando mis más que probables ojeras.

El local estaba abarrotado y solo quedaba sitio en la reducida terraza. ¡Mejor! Así me dejo las gafas puestas, pensé.

—¿Nos sentamos aquí fuera? —pregunté.

—Por mí, perfecto.

—¿Fumas?

—No. Ya no. ¿Y tú, Victoria? ¿Fumas?

—No, qué va. Una época me dio por los mentolados. Supongo que por llevar la contraria al mundo, pero ahora lo encuentro asqueroso —respondí tratando de quitar solemnidad al encuentro con un poco de humor, aunque mi vis cómica resultase de dudosa calidad.

Nos sentamos en la mesa del rincón y me di cuenta de que estaba nerviosa. La noche tiene la capacidad de colocarnos a todos en el mismo nivel, y con una copa en la mano todo es más fácil, todos los gatos son pardos. La noche es mucho más sugerente que una mañana después de un análisis de sangre.

Totalmente sobria y a plena luz del día, me costaba atreverme a coquetear con Alejandro con el descaro natural de la otra noche. Por eso me estaba siendo difícil potenciar la sensualidad y el humor en un escenario diurno e improvisado.

Salió una camarera y escaneó a mi acompañante con una sonrisa.

—Buenos días, chicos. ¿Qué les traigo?

—Yo quiero un capuccino.

—Para mí un café americano. Con azúcar moreno, por favor.

Me alegré ante la coincidencia.

—Sí, para mí también con azúcar moreno. Muchas gracias.

La camarera se marchó, dejándonos solos en la terraza, y Alejandro se recostó contra el asiento escrutándome con la mirada.

—Imaginaba que eras más de sacarina.

—¿Yo? ¿Y eso por qué? —pregunté aguantándome la risa.

—Pues por tu estilo de vida tan deportista y saludable.

—Precisamente es más sano el azúcar moreno, o la stevia, o la fructosa…, pero normalmente no hay en los bares —sonreí—. Y lo de saludable… ¿lo dices con ironía?

—No, ¿por qué iba a hacerlo? Me dijiste que eras monitora de spinning —contestó.

—Sí, es cierto —respondí. Creí que lo decía con doble sentido, pero era imposible que supiera de mi afición a las fiestas.

—¿Y practicas otros deportes?

—Aparte de lo que puedo hacer en el gimnasio, me gusta el tenis y el ciclismo. Pero la verdad es que no tengo tiempo para casi nada. Y tú, ¿a qué dedicas tus horas libres?

—Trato de entrenar un rato cada día en casa, cuando la agenda me lo permite.

—¿Vives en el centro? —pregunté tratando de quitarme de la cabeza una sugerente imagen: enfundado en una estrecha camiseta de tirantes, cubierto de sudor y levantando pesas con sus firmes músculos.

—No, en el campo. Si vives en la ciudad es imposible disfrutar de verdad de la isla.

—Tienes razón. Yo antes vivía en la montaña, pero desde que regresé de la universidad vivo sola en un apartamento desde el que, por lo menos, puedo ver el mar.

—Suena muy bien. ¿Y qué estudiaste?

—Filología inglesa.

—Ah, claro. Me comentaste que hacías traducciones.

—Sí. No me veo escribiendo un libro, pero con mi trabajo interpreto las obras de otros, y me gusta.

La camarera dejó nuestros cafés sobre la mesa y un recipiente con azúcar moreno.

Cuando Alejandro extendió la mano derecha para ofrecerme el azucarero vi que los tatuajes que salpicaban sus dedos, mucho más claros bajo la luz del sol, se extendían sobre el dorso de la mano, formando un críptico mosaico que se perdía por debajo de los puños de la camisa. No llegué a distinguir los motivos. ¿Flores? ¿Cruces?

Sentí el impulso y, en lugar de tomar el azucarero, pasé el dedo por uno de sus coloridos dibujos.

—¡Vaya! ¡Qué bonitos! El otro día no los pude ver bien.

Él me miró sorprendido y pareció estremecerse ante mi contacto. Quizá no pensase que fuesen a llamar mi atención.

—¿Te gustan?

Me tomé la libertad de coger su mano hasta extenderla sobre la mesa para poder ver mejor los motivos. Ante el roce experimenté la misma sensación y, al alzar la mirada, sus ojos ambarinos me miraban con la intensidad de una descarga eléctrica.

—Nunca he tenido el valor de hacerme uno, pero me encantan —respondí disimulando la sacudida que sentía.

—De adolescente hice muchas locuras… Esta es una de ellas. —Y al levantar la otra mano para pasársela por el cabello, mis ojos se clavaron en ella.

—¡La otra también! —exclamé.

Él no tuvo más remedio que acercarla. Juntas, la composición gráfica parecía tener más sentido: varias cruces, una estrella, una corona... Y algún dibujo que rodeaba todo el dedo, como si de un anillo muy barroco se tratase. Otro nacía en el dorso de la mano, perdiéndose debajo del tejido. Alejandro parecía incómodo con la inspección, así que decidí dejarlo libre y posponer las cuestiones sobre los símbolos para otra ocasión.

—Entonces, ¿tú también eres de aquí? —pregunté para cambiar de tema.

—No, pero hace muchos años que vengo. Al principio, solo de vacaciones, pero llevo casi dos años residiendo aquí también fuera de temporada —respondió sonriendo con ternura—. Ibiza tiene algo especial, te atrapa y no permite que te olvides de ella.

—Es verdad. Yo he viajado mucho, y me encanta hacerlo, pero es mejor sabiendo que la isla te espera.

Apoyó un codo sobre la mesa de forma que su antebrazo se tensó contra el tejido de la camisa, dejando entrever sus músculos definidos, y me miró inquisitivo antes de preguntar:

—Cuéntame, Victoria, ¿tienes novio?

Un sonido familiar suspendió mi respuesta. Hundí la mano en mi bolso para buscar el teléfono.

Sonriendo, Alejandro sacó su móvil del bolsillo de su camisa y descolgó.

—Dime, Chloé.

Walk on the wild side había dejado de sonar. Nunca me había topado con otra persona que llevara la misma sintonía de móvil que yo.

—De acuerdo… Estaré en la oficina enseguida.

Cuando acabó su conversación, sin apartar los ojos de él, le dije:

—¿Sabes qué?… —Y presionando un botón, reproduje el mismo tema que nos había interrumpido.

Me miró con una expresión divertida. Era curioso que, entre tantas canciones que hay en el mundo, ambos hubiésemos escogido esa.

—¿Trabajo? —pregunté pausando el tema de Lou Reed.

—Sí, tengo que irme en breve —dijo dando un nuevo sorbo a su taza—. Pero no me marcharé sin que me contestes.

Antes de responder, lo observé con detenimiento. Me miraba con expectación, y yo diría que con cierta arrogancia. Sus manos descansaban sobre la mesa. Por muy loco que esté uno en la adolescencia, ¿quién se tatúa las manos de esa forma? Era algo que me desconcertaba, pero seguía atrayéndome como no me había atraído ningún hombre en mucho tiempo. Ni siquiera el magnetismo de Daniel podía compararse a lo que Alejandro me estaba haciendo sentir.

Permanecía apoyado contra el respaldo de la silla, ofreciendo una imagen muy sexy. Todo en él me parecía sensual y empezaba a sentir cómo se endurecían mis pezones bajo el sujetador. De repente, una idea indecente cruzó por mi cabeza: incluso aunque tuviera pareja, dejaría de lado mis impedimentos morales para lanzarme de cabeza a seducir a aquel hombre.

—Pues no. En estos momentos no tengo novio.

Lo observé a la espera de alguna reacción. Lo normal sería que intercambiásemos los números de teléfono para poder quedar un día. Pero no iba a ser yo quien se lo pidiera.

Se levantó de la silla y, sin borrar esa media sonrisa, entró en el bar y me quedé sin saber cómo actuar.

Al cabo de unos instantes salió de la cafetería y yo me levanté.

—Bueno, espero volver a verte pronto. —Y, acercando su cara a la mía, me dio dos castos besos en las mejillas.

Se marchó calle abajo, hasta la avenida. Me había quedado desconcertada después de que no hubiese comentado nada tras mi respuesta. ¿Por qué preguntarme algo tan íntimo si luego le iba a importar un pimiento?

Mientras fingía mirar la pantalla de mi teléfono aproveché para observarlo. El trasero que los pantalones chinos dibujaban a cada paso que daba, despertaba en mí un deseo ferviente. Me imaginé agarrando sus nalgas con fuerza mientras hacíamos el amor.

05. Pato Pekín

En cuanto llegué a casa me tomé la medicación que aquella mañana había aplazado. Después de comer pude dedicarme un rato a a traducción que tenía entre manos y luego me marché al gimnasio.