La librería de Venecia: ¡La perfecta comedia romántica edificante y reconfortante para evadirse! - Rebecca Raisin - E-Book
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La librería de Venecia: ¡La perfecta comedia romántica edificante y reconfortante para evadirse! E-Book

Rebecca Raisin

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Beschreibung

Un legajo de cartas misteriosas. Una visita a Venecia. Un viaje que nunca olvidará. Cuando Luna pierde a su querida madre, se siente desolada: era su única familia, y sin ella Luna se siente desarraigada. Entonces, el descubrimiento fortuito de una colección de cartas entre las pertenencias de su madre la lleva a emprender un viaje inesperado. Siguiendo una pista de las cartas, Luna hace las maletas y se dirige a Venecia, a una preciosa pero descolorida librería con vistas a los canales, con la esperanza de descubrir la verdad sobre el misterioso pasado de su madre. ¿Encontrará Luna las respuestas que busca y, por fin, el lugar al que pertenece? Los lectores han dicho: "Me hizo reír, me calentó el corazón... Fabuloso"⭐⭐⭐⭐⭐ "Absolutamente encantador... Cautivador de principio a fin. Los personajes son entrañables e ingeniosos"". ⭐⭐⭐⭐⭐ "Este libro me ha alegrado el corazón... Un caluroso abrazo en forma de libro".⭐⭐⭐⭐⭐ "Imposible no disfrutar un libro con gatos, libros y un misterio. Cinco estrellas no me parecen suficiente".⭐⭐⭐⭐⭐ "No hubo ni un solo momento de aburrimiento en este libro, me sumergí en cada una de sus preciosas palabras... ¡Todo el mundo tiene que leerlo porque es simplemente perfecto!"⭐⭐⭐⭐⭐ "Me enamoré de este libro... Puede que sea el mejor libro de Rebecca Raisin hasta la fecha"". "Me leí el libro en un día... Mi novela favorita de Rebecca Raisin hasta la fecha"". "Un libro soberbioNo no podía dejarlo... Completamente absorbente".⭐⭐⭐⭐⭐ "Me sentí como si hubiera estado allí con las descripciones del autor evocó... Positivo y edificante"".⭐⭐⭐⭐⭐ "No me siento como si hubiera leído un libro, sino como si hubiera viajado a Italia con una nueva amiga"".⭐⭐⭐⭐⭐ "Cuando leo un libro de Rebecca Raisin me siento como si estuviera de vacaciones. Con una ambientación impresionante y un giro en el argumento que no me esperaba, esta es otra lectura fantástica de una de mis autoras favoritas.'⭐⭐⭐⭐⭐ "Lo he disfrutado muchísimo... Es el libro de cabecera del verano para todos los ratones de biblioteca"".⭐⭐⭐⭐⭐ "Me enamoré por completo de esta conmovedora historia, escrita por una bibliófila para bibliófilos de todo el mundo... Totalmente fabulosa, si pudiera darle más de cinco estrellas, lo haría"".⭐⭐⭐⭐⭐ "La comedia romántica perfecta para ratones de biblioteca y amantes de las bibliotecas de todo el mundo"".⭐⭐⭐⭐⭐ "Hay algo mágico en los libros de Rebecca Raisin; siempre tienen la increíble capacidad de llenarte el corazón de felicidad y alegría"".⭐⭐⭐⭐⭐

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La librería de Venecia

Título original: The Little Venice Bookshop

© 2023 Rebecca Raisin

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Caroline Lakeman de HQ

 

ISBN: 9788419883230

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Una carta de Rebecca Raisin

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Esto es para ti, Jules Percival.

Somos muy afortunados de tener tu brillante luz en nuestras vidas.

Sigue brillando.

Prólogo

 

Hace diez años

 

 

 

A lo lejos, las Montañas Rocosas de Missoula se asientan sombrías bajo una extensión de cielo tan grande que parece que seamos los únicos que quedan en el mundo. Me recuesto sobre los codos en la hierba aterciopelada mientras mamá entrelaza margaritas como la última niña de las flores.

—Es hora de que vueles libre, pequeña…

Ella siempre lo sabe.

—¿Cómo…?

Mamá me dedica una lenta sonrisa.

—¿No crees que una madre reconoce cuando a su propio hijo le pican los pies? El deseo de viajar puede ser una maldición tanto como una cura. Pero tengo que dejarte marchar, por muy duro que sea. Espero que me llames cada semana.

—Al menos, cada semana, mamá…

Se queda en silencio durante un rato mientras juega con las margaritas. Cuando vuelve a mirarme, la sonrisa se le ha borrado.

—Luna, quiero que me hagas una promesa: nunca huyas de las cosas difíciles. Enfréntate a tus problemas, ¿vale? Huir nunca resuelve nada.

—De acuerdo, mamá, lo prometo…

No es propio de mamá hablar tan en serio. ¿Es que mi partida es inevitable y ella lo está aceptando? ¿Le preocupa que me quede sola cuando viaje? He intentado instalarme aquí, pero la emoción de estar quieta se ha desvanecido. Está arraigado en mí el seguir vagando, seguir buscando. Cuando me quedo quieta, me siento como si presionara el botón de pausa.

—Pero… —continúo diciendo.

—No hay peros que valgan. Si te he enseñado algo, es que tienes que seguir tu corazón. Hay un gran mundo ahí fuera que necesita ser explorado. Cuando llegue la oscuridad, encontrarás la luz.

¿Oscuridad? ¿Se refiere a nuestro viaje cancelado a Venecia hace poco? Tuvimos que regresar a Missoula a toda prisa; nuestra escapada se había interrumpido sin ninguna explicación. Mamá había estado diferente allí, muy callada. Más contenida, reguardándose, como si sus secretos pudieran salir a la luz. No lo entendí; todavía sigo sin entenderlo. Pero no se le pregunta por ello. Así es mamá. Abierta un minuto, cerrada al siguiente. Aun así, me quiere con locura y siempre está de mi lado, como una leona que protege a su cachorro.

—Es que siempre hemos estado juntas —digo—. ¿Quién voy a ser yo sin ti?

Hemos viajado por todo el mundo toda mi vida, hasta que mamá anunció en Venecia, hace unos meses, que se iba a instalar en Missoula. Para siempre. ¿Extrañaría viajar? ¿Echaría de menos despertarse bajo un cielo diferente? ¿Me echaría de menos? Veintitrés años hemos estado juntas contra el mundo.

—Vas a ser tú misma, Luna. Una mujer independiente, inteligente y fuerte que sabe lo que quiere y con el corazón en la mano. Puede que te encuentres a océanos de distancia, pero hay un hilo invisible que conecta nuestros corazones y almas para que la distancia nunca se interponga entre nosotras.

Mamá sabe que he estado matando el tiempo aquí, que quería escapar, pero no tenía el valor de decírselo.

—Será tan raro sin ti.

¿Disfrutaré de la emoción de un lugar nuevo si estoy sola?

—Puede ser raro al principio, pero encontrarás a otros trotamundos y nunca mirarás atrás.

—Como hiciste tú…

—Como hice yo, cariño. Como hicimos nosotras.

Me coloca la cadena de margaritas en la cabeza como si fuera una corona. Miro hacia las montañas una vez más. Han estado aquí durante milenios y estarán aquí cuando vuelva. Igual que estará mamá. Es hora de dejar el nido.

1

 

Diez años después

 

 

 

En la isla de Koh Phangan, la luna llena se hunde en el horizonte donde el cielo se une con el mar. Pronto llegará el crepúsculo náutico. Las relucientes estrellas brillan en la profunda oscuridad, ayudando a los viejos marineros tailandeses a navegar de vuelta a casa.

Por lo general, me encanta este momento previo al amanecer, ver el manto negro como la tinta disolverse en tonos púrpura y lila, arremolinándose como las pinceladas de una acuarela. El tiempo se ralentiza, como si la tierra respirara hondo, y se renueva para el día siguiente, un nuevo amanecer, un nuevo comienzo.

Pero con el ruido, entre la multitud, es difícil absorber la belleza del cielo que se desliza. La presión de los cuerpos: una masa rítmica. Incluso la arena vibra al ritmo de la música. Las olas que alcanzan la orilla se mueven al compás. Pero ¿qué esperaba? ¿Una hilera de apacibles yoguis haciendo la postura del loto?

La playa de Haad Rin se llena de juerguistas pintados con colores que brillan en la oscuridad y bailan como si nadie los estuviera mirando. El ambiente está electrizado, como si todos estuvieran hipnotizados por la luna llena. Tienen tanta energía como si sus baterías estuvieran completamente cargadas. Los asistentes a la fiesta saltan por encima de cuerdas en llamas. Gente con las piernas tambaleantes llevan cubos de cerveza de un lado a otro de la orilla.

Fuertes carcajadas se imponen sobre el sonido de la música mientras busco la cara de mi amiga Gigi, a la que perdí hace una hora entre la multitud.

Unos minutos después, llego al extremo de la playa. Es como atravesar un portal que lleva a otro mundo. Ya se han ido los ravers, que se movían como un solo hombre al ritmo de los temas de trance. Aquí, Bob Marley se cuela perezosamente en la atmósfera junto con el olor dulce y terroso del humo de las hogueras y los cigarrillos liados a mano. Abundan las rastas, todo el mundo lleva estampados desteñidos fluorescentes y su pintura facial relumbra bajo la luz negra. Los fiesteros se apiñan en grupos y tocan instrumentos o se miran con fervor. Algunos parlotean, poniendo el mundo en orden. «El vegetarianismo es el único camino. La única manera de que sobreviva el planeta». Y la suave refutación: «El veganismo, hombre. Esa es la única manera».

Veo a Gigi sentada en un círculo, está rasgando un ukelele mientras escucha a medias a un británico que le habla de los derechos de la mujer. Vuelvo a mirar al cielo; ¿alguien se ha dado cuenta de que la luna ha desaparecido? Pronto saldrá el sol y el aire ya se espesa con la humedad.

—¡Aquí está! —Gigi deja caer el ukelele, se levanta de un salto y me aleja del grupo—. Si vuelvo a oír a un tío decir que es feminista solo para meterse en mis bragas, voy a gritar. ¿Has visto a ese tipo y su camiseta de abajo el patriarcado? ¡Como si aquel mensaje fuera con él!

—Salgamos de aquí. Esto se está apagando.

Hay un cambio sutil en la energía, como si fuera una advertencia de que hay que terminar la noche.

Gigi se vuelve hacia mí.

—Se acabó. Volvamos al bungaló y podrás contarme cómo te criaste en una comuna de la selva tailandesa.

Llevo años prometiéndole a Gigi que le voy a contar mi infancia, y no es que no confíe en ella; es que la gente suele asociar las comunas con las sectas, y no me gusta tener que defenderme ante quienes no tienen la gracia de escuchar. Pero no puedo seguir postergándolo y sé que Gigi no es como la mayoría de la gente.

—¡Vamos, Luna, lo prometiste!

—Vale. Ponte el cinturón. —Enlazamos los brazos y caminamos por la suave arena—. Las comunas eran un lugar de pertenencia. —Hago un pobre intento de imitar a la narradora de un documental, como si hubiera contado esta historia tantas veces que se ha convertido en algo habitual—. Un entorno de apoyo sin prejuicios en el que las mujeres se unían para criar a sus hijos como querían, y no como les decían que lo hicieran.

—Ya me lo imagino. —Hay una nota de nostalgia en su voz.

Me remonto a las historias que me contaba mi madre.

—Empezaron en los años sesenta, cuando ser madre soltera se consideraba un pecado en la mayoría de las culturas occidentales. Pero eran igual de importantes para mujeres como mi madre, que vinieron después.

—¿Te lo puedes imaginar? —dice Gigi—. Como si, de todas las cosas por las que hay que preocuparse, ser madre soltera fuera lo primero de la lista. Una locura.

—¡Exacto! ¿Por qué tener un bebé sin estar casada iba a cambiar el curso de sus vidas? Aquello fue mucho antes de la época de mi madre, pero, incluso cuando yo nací, las mujeres aún no tenían autonomía total. Todavía no la tenemos.

Cuando pienso en esas mujeres revolucionarias y en lo valientes que fueron al ir a contracorriente, me maravillo.

Los recuerdos me llegan con rapidez.

—Mamá no estaba bien en casa, así que en cuanto pudo se fue y viajó sola durante años antes de tropezar con la comuna tailandesa cuando estaba embarazada de mí.

—¿Kismet?

—Lo parece, ¿verdad? Fue una alegría crecer aquí rodeada de tantos otros niños. Los tailandeses nos acogieron. Ellos entendían lo que eran las mujeres, mientras que los occidentales claramente no lo hacían.

Aunque era pequeña, recuerdo las miradas cuando íbamos al pueblo a por provisiones. Las miradas de reojo de los occidentales que no formaban parte de las comunas. Recuerdo que murmuraban acerca de mamá y sus amigos allá donde íbamos («¿Cómo se atreven estos vagabundos a vivir sin reglas y sin brújula moral y a andar descalzos?»).

Aquellas madres de la tierra dejaban que el juicio les resbalase por su piel bronceada. Se tenían las unas a las otras. Éramos una familia. Todavía lo somos, aunque estemos dispersos por el mundo, como tantas semillas de diente de león.

—Nos fuimos de Tailandia cuando yo tenía unos cuatro o cinco años y no dejamos de movernos hasta que mi madre se instaló en Montana hace diez años. Todavía me parece mentira que vaya a quedarse en un sitio fijo. Pero le hace feliz vivir en una gran extensión de terreno con otros entusiastas de la desconexión de internet.

Gigi niega con la cabeza como si estuviera asombrada.

—Tu madre es un espíritu libre por excelencia. Estoy deseando conocerla algún día. En los años noventa ya se dio cuenta de que no seguiría las expectativas de la sociedad sobre cómo debería ser la vida de una mujer. Eligió romper esquemas para encontrar lo que le importaba. Seguro que no fue fácil, pero mereció la pena. Las mujeres que vinieron antes allanaron el camino.

Yo sabía que Gigi iba a entenderlo. Mi vida comenzó aquí, en Tailandia. En una pequeña comuna dirigida por mujeres y para mujeres. Dicen que se necesita una aldea para criar a un niño, y eso era lo que yo tenía. Un pueblo entero de mujeres con ideas afines que se cuidaban las unas a las otras y a sus hijos. Hasta que sintieron la llamada de la siguiente aventura a través de la brisa cálida, entonces con los niños atados al pecho siguieron a su corazón y continuaron vagando. Hace tiempo que desaparecieron las comunas. Aquellas hermosas mujeres descalzas con un bebé al pecho están ahora en otra parte. Se adelantaron a su tiempo con su bravura, su sentido de la aventura…

—Ahora lo único en lo que lucha mamá es en vencer al cáncer. Pero ella tiene su botica para eso, y está ganando. Cada día se hace un poco más fuerte.

Hace un año me dio la noticia de su diagnóstico. Mamá me dijo que no acortara mis viajes ni me apresurara a volver a casa. Estaba bajo control. Aunque mamá sea la mejor sanadora del mundo, no le gusta ser una paciente mimada. Aun así, ella lo es todo para mí, así que regresé corriendo a casa. Me quedé unas semanas y vi con mis propios ojos que estaba recibiendo los mejores cuidados y que el pronóstico era bueno.

—Me alegro mucho de que lo esté superando, Luna. El mundo necesita a Ruby, no hay duda.

Gigi adora a mi madre, aunque nunca se han visto salvo en videollamadas.

—Seguro que sí.

Nos quedamos calladas un momento.

Gigi apoya la cabeza en mi hombro mientras caminamos.

—Siento que la fiesta de la luna llena haya sido un fracaso. Se suponía que esta noche iba a estar dedicada a ti. Se suponía que íbamos a invocar a los dioses de la luna y a ofrecer un sacrificio, uno humano si fuera necesario (tal vez el tío que lleva la camiseta de abajo el patriarcado habría valido), para que obtuvieras las respuestas que necesitas.

Gigi solo bromea a medias. Hemos venido a la fiesta de la luna llena por mi pasado. Gigi insiste en que algo mágico va a suceder porque me llamaron Luna en honor a este lugar. Se suponía que yo debía estar abierta a alguna señal, a alguna luz intermitente que me mostrara el camino. Que me diera algunas respuestas. No era la fiesta de la paz que me esperaba por las descripciones de mi madre en su día.

Podría ser folclore —lo es en lo que respecta a mi madre—, pero, según dicen, mamá celebró aquí una noche mágica en 1990. Aquello fue antes de que se convirtiera en el espectáculo que es hoy en día. Por aquel entonces era una pequeña fiesta en la playa, con la orilla de arena llena de hippies bailando a la luz de la luna.

Me imagino a mi madre por aquel entonces, con su larga melena rubia sucia, la parte superior del bikini y los pantalones vaqueros cortados, balanceándose al ritmo de la música. Aquella noche dijo que se había enamorado de un chico de voz lírica y sonrisa sensual. Cuando se despertó al amanecer del día siguiente, él ya no estaba, y ella pensó que había soñado toda la experiencia. Hasta que un par de meses después descubrió que estaba embarazada de mí. Su bebé de luna llena, Luna.

Siempre me he preguntado por el hombre que me engendró. Sé que me parezco a él físicamente: pelo oscuro, ojos oscuros, piel aceitunada. La forma en que mamá describía mi nacimiento era tan mágica que crecí creyendo ser un regalo del universo que le enviaron cuando más me necesitaba. Además, siempre me dije que no necesitaba tener padre. Tuve todas las madres que un niño podría desear, pero la verdad es que siempre me he sentido como un puzle al que le faltaba una pieza.

Me invade una oleada de nostalgia. El hilo invisible que une a la madre con la hija tiene un límite en este gran mundo. No la he vuelto a ver desde aquella visita a casa que hice a toda prisa, aunque hablamos por teléfono al menos una vez a la semana y nos enviamos memes divertidos de gatos y fotos de puestas de sol casi a diario.

Es una señal, tengo que quedarme un tiempo en su casita sin conexión a internet. El enclave bohemio y relajado que se adapta a su temperamento artístico. Una especie de comuna moderna. Una gran parcela de tierra, llena de sus amigos, que viven en paz. Pero sé que ella odiará que la vigile. Odiará que haya interrumpido mi viaje a Tailandia por ella. Aun así, a veces tienes que seguir tu instinto. Y mi instinto me dice que es hora de volver. Será agridulce dejar tan pronto Tailandia, el lugar donde empezó mi vida. Un paraíso tropical en el que lo único seguro es que el sol sale y se pone. Supongo que era inevitable que volviera aquí. Y probablemente regrese de vez en cuando. Todavía quedan muchas preguntas sin respuesta.

Aunque mi madre y yo estamos bastante unidas, ella a veces es una cámara acorazada. ¿Por qué dejamos la comuna de aquí? La romántica que llevo dentro se pregunta si mamá se quedó todo lo que pudo, si esperó que el hombre que la hizo madre volviera. Sobre ese tema, solo tiene detalles breves.

Con el tiempo, mi imaginación se ha disparado. ¿Reconocería a mi padre si me lo encontrara? ¿Tengo su sonrisa, sus mismos gestos?

Mi lado sensato sabe que él no está aquí. Sabe que no voy a cruzarme con un hombre en la calle y reconocer mis rasgos en los suyos. Era un turista, las posibilidades son remotísimas, pero ¿y si también la ha estado buscando?

Los deseos son mi especialidad.

Por eso vago. Buscando esa esquiva utopía. Buscando respuestas que nunca encontraré. Buscando a un mochilero de hace treinta y tres años que sigue sin tener nombre. Sin rostro. Mamá dice que estaba destinado a pasar. Un nacimiento divino. Así que deambulo tratando de encontrar mi lugar en el mundo. Por eso me quedo en las ciudades concurridas. Puedo perderme entre la multitud. Ser invisible entre tantas caras mientras busco la suya.

 

Gigi y yo nos levantamos de nuevo a media mañana para ir a la playa a tomar el sol y quitarnos el letargo tras la fiesta de la luna llena. Me llevo un par de libros en la mochila, un bote de crema solar y un pareo.

Gigi no tarda en adoptar la posición: brazos en alto, boca abierta, dormida. Mientras ella ronca suavemente a mi lado, yo observo a la gente según paso las páginas de una épica historia de amor. Las novelas románticas me dan la vida. ¿A quién no le gusta el amor? Quiero mi propio cuento de hadas. Pero es difícil mantener una relación duradera, viviendo como yo vivo. Hasta ahora, nunca ha funcionado. Tal vez soy demasiado rebelde, demasiado voluble. Sin embargo, creo en las almas gemelas. Está escrito en las estrellas, en el tarot y en la numerología también. La esperanza sopla más fuerte en la brisa algunos días.

Mientras espero a don Perfecto, me deleito leyendo sobre enredos ficticios. Multimillonarios. Cerebritos. Chicos malos. Hombres que van por el mal camino. Me he enamorado de todos ellos.

Vuelvo a sumergirme en mi libro, con la esperanza de que mi heroína le dé una segunda oportunidad a su primer amor después de todos estos años. Han tenido que lidiar con el estallido de la guerra, la pérdida de contacto, el matrimonio de ella, los hijos de él. Estos amantes cruzados se merecen una oportunidad para el amor.

Finalmente, Gigi cambia de posición y se sienta.

—El aire salado está haciendo maravillas en mi cerebro privado de sueño —dice.

Levanto una ceja.

—Eso y la siesta de dos horas que te acabas de echar.

Mira el reloj.

—Vaya, dos horas, ¿en serio? —Gigi se quita el pareo que le he puesto para protegerla del sol—. Gracias, Luna. A estas alturas ya me habría quemado y me habría vuelto naranja como un cangrejo.

Sonrío, ya me ha pasado muchas veces. Gigi se duerme en cualquier sitio, sin previo aviso. Incluso se ha quedado dormida en medio de una frase. Estoy segura de que es una forma de narcolepsia, pero ella afirma que simplemente está en sintonía para saber cuándo su cuerpo necesita descansar.

—Has vuelto a hablar en sueños.

—¿Sobre comer?

Me río.

—¿Cómo lo has sabido?

Gigi está obsesionada con la comida. Prueba cualquier cosa, por muy rara que sea.

—Echo de menos esos tacos de pescado que comí en Tijuana. Hablando de comida…

—Déjame adivinar: ¿tienes hambre? —Y con eso su estómago retumba en conformidad—. ¿Qué tal un poco de khao niew ma muang? —le ofrezco.

—Pronuncias muy bien los nombres, pero no tengo ni idea de lo que es, lo cual me fastidia, ya que se supone que soy la fuente de conocimiento.

Gigi es una bloguera gastronómica y una influencer prometedora. Ha sido un salvavidas cuando los fondos han disminuido, y nos han invitado a comer a cambio de un post patrocinado. Aparte de eso, aceptamos cualquier trabajo que podamos hacer. Recogemos fruta, lavamos platos, atendemos aparcamientos, damos clases de inglés, hacemos encuestas on-line… Lo que sea que se te ocurra lo hemos hecho.

—Es arroz pegajoso dulce con mango y no cuesta casi nada aquí.

Aprendí el idioma tailandés con la facilidad con que aprenden los niños a esa edad y todavía recuerdo algunas cosas sueltas, ya que los carteles de la ciudad me han refrescado la memoria.

—Ooh, cuenta conmigo. ¿Recogemos y vamos a buscar algo de comer?

—Sí.

Cierro el libro y me disculpo en silencio ante los personajes por hacerles detener su romance por mí.

Cuando voy a recoger mi toalla, siento un extraño estruendo. Miro a mi alrededor, pero nadie más parece darse cuenta: chicas en bikini se hacen selfis, parejas de ancianos toman el sol, niños juguetean en las aguas poco profundas.

El mundo se inclina sobre su eje, alterando mi equilibrio. Me preparo, pero ¿para qué?

Hago un balance mental, pero ahí está de nuevo: el suelo se mueve bajo mis pies. Hay un rugido, como si se avecinara una tormenta. Miro hacia arriba y solo veo el cielo azul brillante y las nubes en forma de bola de algodón.

—¿Has sentido eso? —le pregunto a Gigi, y busco en los rostros de los desconocidos que me rodean, cuyas expresiones permanecen serenas. ¿No lo notan?

—¿Sentir qué? —pregunta Gigi mientras recoge sus cosas.

Mi primer pensamiento es un tsunami, pero ninguna de las alarmas ha sonado y lo que siento es más sutil. Casi parece interno, en cierto sentido, porque nadie más reacciona. Ni siquiera pestañea o echa un segundo vistazo.

—Nada —respondo con una sonrisa, pero me invade un presentimiento. ¿Debemos marcharnos de aquí, dejar la playa?

Observo cómo el agua se acerca y se aleja. El agua está lisa como una balsa, sin amenazas, así que ¿por qué me siento tan mal de repente?

Gigi me observa, con las cejas fruncidas.

—¿Estás bien? —pregunta.

—Sí, estoy bien.

Desvío la mirada y observo la playa; me pregunto qué significa, porque siempre significa algo. Tengo estas premoniciones de vez en cuando, pero nunca son descifrables cuando importa. No se puede crecer como la niña de las flores del cartel y no tener algún tipo de conocimiento, supongo.

—Vamos a llenarnos la barriga antes de que haya demasiado ajetreo, cuando los demás se levanten de la cama y salgan a la calle a curarse la resaca.

Ninguna de las dos somos grandes bebedoras, lo que ayuda cuando llevas el estilo de vida que llevamos. Los juerguistas de anoche se pillaron una buena, y apuesto a que hoy habrá unos cuantos que se levantarán con dolor de cabeza.

Encontramos una vendedora de comida callejera y pedimos dos platos de khao niew ma muang. El aire está cargado de humedad, mientras el sol se eleva en el cielo. Le damos las gracias a la vendedora, una mujer diminuta a la que le faltan los dos dientes delanteros y que luce una amplia sonrisa.

—Chicas guapas —dice, y le damos las gracias una vez más.

Estoy demasiado distraída para prestarle mucha atención.

—Necesito una sombra —dice Gigi.

Nuestra humilde cabaña de playa no está lejos de aquí. Se avecina un dolor de cabeza y me siento increíblemente mal. Los coches pasan a toda velocidad; la carretera es una cacofonía de ruido.

—¿Y si volvemos al bungaló? —propongo.

—Sí —dice Gigi, con el sudor cayéndole por la frente—. Parece que te vendría bien un tiempo a solas. ¿Qué tal si comemos y luego te dejo en paz un rato?

Gigi sabe leer a la gente como nadie que haya conocido antes. Ella siente que estoy inquieta. Lo que sea que me esté pasando persiste, sigue mi estela. El mundo gira, pero no quiero desentrañar su significado. Para cuando lo descubra, será demasiado tarde para hacer nada. ¿Qué clase de regalo es ese? Las cartas del tarot suelen aportar claridad, así que probaré a echarlas en el frescor del bungaló.

—Un poco de tranquilidad suena bien. Estoy agotada —le digo a Gigi—. Tal vez solo sea la reacción de mi cuerpo a trasnochar. Normalmente soy de las que se acuestan temprano y se levantan temprano. Meditaciones matutinas y un poco de yoga, y no lo he hecho desde que estamos aquí, así que mi equilibrio se ha roto.

—Tailandia es genial, pero seguro que es agitada. ¿Quizá necesitemos un ashram cuando nos vayamos de aquí? Un lugar donde podamos relajarnos un poco —sugiere Gigi—. Podría hacer un artículo sobre comida vegetariana para los que tienen curiosidad por las plantas.

—Está de moda ahora, pero los fondos son escasos. Tendremos que conseguir trabajo bastante pronto.

—Qué aburrido.

—¿Verdad? Y me encantaría ir a ver a mi madre. Podemos conseguir trabajo en Missoula fácilmente.

—¡Ahora sí! Por fin voy a conocer a nuestra reina.

Gigi y yo conectamos en un albergue de Bondi, Australia, y desde entonces estamos juntas. Ella envía mensajes de texto a mamá casi tanto como yo. Dimos una vuelta a Oz en una vieja autocaravana oxidada cuyo apodo era Rusty Rust Bucket. Si una amistad puede sobrevivir a una convivencia tan estrecha, puede sobrevivir a cualquier cosa. Claro que a veces nos peleamos por cosas insignificantes, pero lo superamos igual de rápido. Gigi es del tipo de personas que dicen las cosas como son, con una risa fácil, y no se toman la vida demasiado en serio. Una vez que terminamos nuestro épico viaje por carretera alrededor de Australia, fuimos a Nueva Zelanda, la tierra de la larga nube blanca, antes de venir aquí. He visto tanta belleza que en ocasiones me pregunto si es real.

De vuelta al bungaló, comemos en silencio. La fruta es jugosa y dulce y nos trae muchos recuerdos de los niños de la comuna, que se dan festines de mangos frescos del árbol, con la cara pegajosa por la gula.

Nos quedamos calladas un rato, luego pregunto:

—¿Vas a estar bien explorando por tu cuenta?

Nos hemos vuelto protectoras la una de la otra, siempre en alerta en un lugar nuevo hasta que encontramos nuestro sitio. Aunque estoy vagamente familiarizada con Tailandia, fue hace mucho tiempo, y Gigi nunca había estado aquí antes.

—Claro que sí. Voy a buscar algunos contenidos para Instagram. Relájate, Luna, luego iremos a la playa a ver la puesta de sol, ¿vale?

—De acuerdo, buen plan.

Con un movimiento hacia atrás se va. Busco mis cartas del tarot y las limpio. Enciendo un poco de incienso y dejo que el humo ondule en el aire. Concentrándome en la respiración, me sitúo en el espacio mental adecuado. Cierro los ojos y barajo las cartas, mientras me hago las siguientes preguntas: «¿Qué significa esa sensación de desplazamiento?», «¿Por qué la Tierra se inclina sobre su eje?». Les ruego en silencio que no me digan lo que ya sé. Mi cuerpo lo sabe. Mi corazón reconoce la ruptura.

Expongo las cartas. Mientras traduzco su significado, me suena el móvil y me sobresalto. Conteniendo la respiración, vuelvo a examinar las cartas. El dolor del pecho se me agudiza al sonar incesantemente el teléfono. No quiero contestar porque sé que tengo razón. Lo sé desde que el suelo se movió bajo mis pies en la playa, desde que sentí el estruendo del cambio.

2

 

 

 

 

—¿Hola?

—Niña. —La única persona en todo el mundo que me llama así es mi tía Loui. Mi tía honoraria, una de esas mujeres que entró en nuestra vida y nunca se fue—. ¿Luna? —Le tiembla la voz—. ¿Me oyes?

La tía Loui suele ser ruidosa, fuerte y protectora, con su voz ronca al estilo de Janis Joplin y su personalidad directa, pero ahora suena como una versión hueca de sí misma. Mansa, de alguna manera.

—Tía Loui, estoy aquí. —Hay un sonido de resoplido, como si tratara de serenarse. ¿Cuánto tiempo ha tardado en armarse de valor para llamar?—. Es mamá, ¿no? —En cuanto las palabras salen de mi boca, el suelo se mueve de nuevo. El cambio es tan sísmico que tengo que apoyarme en la pared para no caer.

—Ella se ha ido. Lo siento mucho, Luna.

—¿Se ha ido? —Hablamos hace dos días, justo después de aterrizar yo en Tailandia. Me dijo que tenía algo que contarme, pero me quedé atrapada en la cola de la aduana y un funcionario me ordenó que colgara el teléfono. Mamá me dijo que no me preocupara, que me llamaría más tarde—. Pero…

Hay una pausa y luego:

—El declive ocurrió tan rápido que… De lo contrario, te habría llamado a casa. Nos pilló a todos por sorpresa.

—¿Sufrió?

¿Cómo es posible? Si bien no parecía la misma de siempre en nuestra última llamada, tampoco parecía que se estuviera muriendo.

—No, una muerte tranquila. Todos estábamos con ella, esperando, contra toda esperanza, que nos equivocáramos. El día anterior estaba en pie, así que pensamos…, pensamos… —Sus palabras se apagan—. Era tan luchadora, pequeña, que ninguno de nosotros esperaba esto.

«Era». Ya estamos hablando en tiempo pasado de una mujer tan vital que había presumido de que viviría para siempre. Una mujer cuyo espíritu era a veces tan ilimitado, una llama brillantemente encendida que nunca expiraría. Esto no puede estar pasando.

—Ojalá hubiera estado con ella.

Habíamos vagado juntas durante tanto tiempo. Había vivido dentro de su bolsa toda mi infancia. Y luego me fui de nuevo, sabiendo que tenía un lugar al que volver cuando lo necesitara. Su experiencia humana se acabó. (¿Así de fácil?). ¿Qué quería decirme aquel día por teléfono cuando yo intentaba atravesar el caos del aeropuerto tailandés? ¿Que su viaje por la tierra estaba llegando a su fin?

—Ojalá, Luna. Ojalá.

Por eso el suelo se movió, el cielo retumbó. El aire se espesó mientras ella se dirigía al siguiente lugar. Decía el último adiós mientras flotaba por el camino celestial hacia el más allá. ¿Me esperará allí?

Las lágrimas caen, ríos silenciosos que corren por mis mejillas hasta que creo que me voy a morir de dolor. Esta repentina sacudida de mi organismo la siento casi como mi muerte también. Una parte de mí se ha ennegrecido, carbonizada, ha muerto. Sin previo aviso, sin palabras, estoy repentinamente desatada. El hilo que nos une se ha roto. Ya no existe y ¿cómo puede ser?

Ruby, madre de la tierra de espíritu libre, acogió bajo sus alas a los extraviados, a los perdidos y rotos, a los dañados y magullados. ¿Se veía a sí misma en ellos? Esas alas eran anchas, había suficiente espacio para todos los que necesitaban ser apuntalados. ¿Cómo nos las arreglaremos sin ella?

Mamá cantaba, enseñaba a pintar con acuarelas, tejía, creaba. Ponía al sol sus cristales. Escribía poesía y leía en voz alta en los slams, rodeada de artistas melancólicos que tenían la mitad de años que ella y que la animaban. No tenía edad. Todo el mundo quería estar en su punto de mira, incluso yo. Incluso con sus complicados estados de ánimo. Sus caras de circunstancias. Sus altibajos. La amé con cada aliento de mi cuerpo. ¿Cómo es posible que no la vaya a volver a ver nunca más?

—¿Vendrás a casa, pequeña? Celebraremos su vida como se merece.

¿Cómo puedo ir a casa cuando no hay casa si ella no está?

—Ven a casa, Luna. —Se quiebra la voz de la tía Loui. Perder a mamá no solo me duele a mí.

—Estaré allí tan pronto como pueda. Te quiero.

Las lágrimas caen con tanta fuerza que los ojos se me nublan. ¿Cómo pudo esa alma, ese espíritu, esa estrella del rock de una mujer, levantarse y dejar este mundo, así como así? Tenía sus defectos, claro, pero ¿no los tenemos todos? Lo compensó cuando encontró la luz una vez más.

—Yo también te quiero. Vuelve a casa sana y salva.

Cuelgo y me vuelvo a sentar en la cama, aturdida por esta nueva realidad. Intento conectar con ella, a través de todos estos océanos, planos espirituales y el maldito éter, y espero una señal. No llega nada más que una turbia oscuridad. Mamá se ha llevado toda la luz consigo. No puedo sentirla ni percibirla aquí.

Le mando un mensaje a Gigi para que vuelva al bungaló e intento hacer una lista de lo que tengo que hacer para irme.

Una diosa metafísica ha pasado a la siguiente fase, ha desaparecido entre tanto polvo de estrellas.

 

—Voy contigo —dice Gigi y me envuelve en un abrazo.

Me aprieta con fuerza y me permito llorar hasta que se me faltan las lágrimas. Debo de quedarme dormida, porque, cuando me despierto, la habitación está impecable y nuestras mochilas se hallan junto a la puerta del bungaló.

—Hola —dice Gigi, sentada a los pies de la cama, con el teléfono en la mano—. He reservado un barco para salir de aquí y dos vuelos para volver a Missoula. He cancelado el resto de la estancia en el bungaló y he empaquetado nuestras cosas. ¿Qué necesitas? ¿Qué puedo hacer?

Me duelen los ojos de tanto llorar, y el amor y el apoyo de Gigi son suficientes para que vuelva a sentirme mal. Mamá adoraba a Gigi por su capacidad para leer a la gente y no conformarse con menos que lo mejor, lo que se ve reforzado por su gran corazón.

—Estoy… —Voy a decir «bien», que estoy bien, pero no es verdad—. No sé lo que necesito. No sé quién tengo que ser ahora. ¿Adónde voy a partir de ahora?

Me acaricia la pierna a través de la fina manta que pica.

—Escucha tu corazón. Eso es lo único que puedes hacer. Si quieres llorar, llora. Si quieres golpear la almohada, adelante. Si quieres ahogarte en kombucha, haré lo posible por encontrarla. O podemos charlar sobre tu madre. ¿Eso te ayudaría?

Considero mis opciones. La lectura es el lugar al que acudo cuando el mundo se vuelve demasiado pesado, pero incluso eso parece imposible ahora. ¿Qué importan las palabras?

—Dormir, creo que dormiré.

Y tal vez me despierte en una nueva realidad. O al menos olvidaré esta por un tiempo.

Me besa en la frente, como solía hacer mi madre.

—Duerme, Luna. Y me aseguraré de que nos levantemos a tiempo para ir al puerto.

3

 

 

 

 

Estoy agotada y entumecida por el viaje interminable y la pena cuando la tía Loui nos recibe en el aeropuerto. Corro hacia el confort de sus brazos extendidos. Como siempre, huele a sándalo y pachulí, también a tierra de su jardín. Como a casa.

—¡Oh, cielo, me alegro de verte! —Su voz suena apagada entre mi pelo.

—Yo también. —Al cabo de un rato nos soltamos, pero le agarro la mano con fuerza. La tía Loui es casi como una extensión de mamá y la necesito cerca, como necesito el aire que respiro—. Esta es mi amiga Gigi. Gigi, esta es la tía Loui.

Gigi le sonríe, le brillan los ojos de emoción. Ha oído muchas historias sobre las escapadas de la tía Loui.

—¿La tía Loui? ¿La que corría desnuda por la calle principal de Missoula?

La tía Loui se vuelve hacia mí y levanta una ceja.

—¿Esa es la historia que has elegido contarle?

Me río.

—Tu reputación te precede. ¿Qué puedo decir?

Me aprieta la mano con fuerza y se vuelve hacia Gigi.

—Bueno, espero que Luna te haya contado la historia entera.

—¿Dónde está la gracia en eso? —bromeo.

La tía Loui se carga mi mochila al hombro, como si no pesara nada, y nos saca del aeropuerto.

—Es cierto. Bueno, en aquella ocasión protestaba por el comercio de carne viva. No sé de dónde eres Gigi, pero aquí es imposible llamar la atención de la gente. Quiero decir, literalmente tienes que estar desnudo para conseguir una segunda mirada, e, incluso entonces, cuesta.

—¿Funcionó? —pregunta Gigi.

La tía Loui sonríe.

—Supongo que hice que se entendiese mi punto de vista. También me arrestaron. Pero, bueno, cualquier cosa por los animales, ¿no?

No es el momento de decirle que Gigi es una bloguera gastronómica y que está bastante lejos de ser vegetariana. A mi tía le basta con que sienta curiosidad por las plantas.

—Bien —asiente Gigi como si también fuera una de sus creencias fundamentales.

—Vamos a casa, ¿eh? Hay un montón de gente esperando para verte.

Cobijada por el amor y la energía de mi tía, me siento menos inestable.

Volvemos a casa en la destartalada camioneta de la tía Loui. No entiendo cómo la chapa de la carrocería sigue pegada al chasis del vehículo, con la cantidad de óxido que tiene. No la usa a menudo, sino solo para ir al pueblo a por provisiones de vez en cuando. Al igual que en las comunas, todos viven cerca y cultivan o buscan lo que necesitan.

Mamá era la caprichosa creativa de la pareja, mientras que la tía Loui es práctica. Es el tipo de mujer que quieres a tu lado en un apocalipsis. Ella enlata la fruta. Fermenta verduras. Muele su propia harina. Puede darle a alguien un puñetazo en la garganta si es necesario, pero principalmente es una pacifista, a menos que la presionen.

Mientras recorro el camino de los recuerdos, la tía Loui le cuenta a Gigi chismes sobre la vida en el pueblo de las casas pequeñas, y me pregunto cómo va a sobrevivir sin mamá. Ella es el ying de su yang. Han sido las mejores amigas durante tanto tiempo que es difícil recordar cómo era la vida antes de que apareciera la tía Loui. Siempre ha habido firmeza en ella: me gusta que con ella siempre sé a qué atenerme y que siempre estará de mi lado, pase lo que pase.

Eso es lo que ocurre en gran medida con muchos de nuestros amigos. No importa en qué lugar del mundo me encuentre: hay una red que dejaría todo en un santiamén si le pidiera ayuda, y viceversa.

Pronto la conversación se desvanece y el silencio acapara mi atención. Miro a la tía Loui y veo que le tiembla el labio inferior.

—Déjalo salir —le digo, frotándole el brazo mientras ella mira la desolada carretera—. No hace falta que te hagas la fuerte y la dura por mí.

—Cariño, el mundo se ha vuelto tan aburrido y gris.

Como el invierno.

 

El pueblo de casas diminutas aparece a la vista. Cuando oyen escupir y maldecir al cubo oxidado de la tía Loui, los amigos se desparraman por la hierba para venir a saludarnos. Estoy agotada de tanto viaje y la cama me llama, pero cuando veo todas las caras conocidas mi corazón se expande.

Se reúnen en torno a la camioneta y hacen cola para abrazarme. Respiro su vida, su vitalidad y lo que significaron para mamá. Hasta que no termino de abrazar a todos, no caigo en la cuenta de que Gigi también está aquí y de que es de mala educación por mi parte no presentarla personalmente. Pero Gigi no es de las que necesitan una presentación: ya está con uno de los vecinos inspeccionando las camas elevadas de verduras y charlando sobre verduras fermentadas. Me pregunto si la vida hippie se me pegará al estar expuesta aquí, casi como una comuna moderna, diseñada con el espíritu de los que vinieron antes.

La tristeza está pintada en muchos de sus rostros; llevan sonrisas de madera, igual que yo, aunque todos fingimos estar bien. Por muy iluminados que estén, nadie sabe muy bien qué decir. La muerte es así, supongo. Hace que el ambiente se vuelva pesado. Palabras forzadas y tópicos mascullados. ¿Qué puede decir nadie? Están tan desconsolados como yo.

Le hago un gesto a la tía Loui para que entre en la casita a tomarse un respiro. Cuando entro, me asaltan recuerdos de mamá. El espacio está repleto de chucherías y obras de arte. Está limpio y ordenado, aunque con cada año que pasaba parece que aprendió a expandirse un poco más, como si en realidad supiera que no iba a necesitar meter todo en una mochila nunca más.

Sus acuarelas están colgadas donde hay espacio en la pared. Hay una nueva de mí, de perfil. Está borrosa y no se me distingue bien, pero reconocería el fondo en cualquier parte: los canales de Venecia. El fulgor del agua se me refleja en el pelo y lo dora bajo el sol cuando, en realidad, es mucho más oscuro. Tal vez ella me vio así, un poco más brillante, un poco más soleada de lo que realmente soy.

Antes de que se instalase en Missoula, mamá y yo hicimos una última escapada a la veraniega Venecia. Dimos un paseo en góndola, comimos ostras en un lugar elegante, nos hartamos de pizzas a la leña. Gastamos más dinero en cuatro días de lo que solemos gastar en un mes.

Pero, echando la vista atrás, ¿pasó algo más allí? Ella había acortado nuestro viaje a Venecia, lo que siempre me pareció raro. De repente, me habló de sus planes de establecerse en Missoula, así que supuse que no quería echar mano del dinero del depósito para su casita, y yo también quería conservar lo que tenía para lo que pudiese venir después.

Luego nos mudamos a Missoula y la instalamos allí. Mamá estaba más callada de lo normal. ¿No estamos todos más apagados cuando llegamos a un lugar nuevo? Había mucho que hacer. Estuvimos pintando paredes, plantando flores y ayudando en el jardín comunitario. Convertimos la casa en un hogar y, una vez que supe que ella estaba lista, que no me necesitaba, me fui de nuevo. ¿Pasó algo en Venecia de lo que no me di cuenta? En retrospectiva, me parece que ella se puso nerviosa, pero ¿por qué? Estuvimos juntas la mayor parte del tiempo. Una vez más, busco respuestas que sé que no voy a encontrar. Dejo pasar este pensamiento.

La casita es cálida y acogedora, con una decoración kitsch. Hay platos de cerámica tambaleantes que ha hecho en el horno de un amigo. El sofá está adornado con colchas de ganchillo y cojines de batik que compró en Bali hace un millón de años. Subo por la escalera a su dormitorio, que está en el altillo, abierto a la planta baja. El techo es tan bajo que me muevo a gatas. Me tumbo en la cama, un colchón demasiado blando que ocupa todo el espacio. Está lleno de almohadas, como si ella necesitara sentirse encajonada, segura. Encima hay atrapasueños, talismanes de plumas que, según ella, son cruciales para dormir bien y protegerse de los malos sueños.

Alargo la mano y paso los dedos por las plumas. ¿Por qué necesitaba tantas? ¿La atormentaban las pesadillas? A través de la ventana con forma de ojo de buey cae la oscuridad. Las estrellas parpadean despiertas. Abrazo una almohada contra mi pecho, mientras pasan el olor y el sonido de una hoguera. Todos me esperan fuera. Voy a descansar un momento.

4

 

 

 

 

Mientras vuelvo lentamente en mí, oigo murmullos e intento comprender dónde estoy. En este espacio de transición entre el sueño y la vigilia, olvido por un momento que ella se ha ido. Es el perfume de mamá, una mezcla casera de naranja y enebro que me la recuerda. El golpe demoledor. Sus almohadas conservan su esencia, la forma de su cabeza, su propia alma. Es lo más cerca que he estado de sentirla, aquí, en este lugar.

Fuera todavía está oscuro. ¿Es posible que sea el mismo día interminable? Ni siquiera puedo huir del tiempo y dormir la tristeza porque está ahí detrás de mí, como mi sombra.

Mi pobre niña está agotada. Dejémosla en paz y veamos qué pasa mañana.

Me arrastro sobre las almohadas. Debería bajar a ver a la tía Loui y ayudar a Gigi a instalarse al menos. No sabrán cómo desplegar el sofá (tiene truco). ¿Y han comido? Gigi tiene hambre cuando no come. Pero esa misma desgana me invade. La idea de moverme me parece demasiado esfuerzo, como si de repente mi cuerpo pesara el doble y todo fuera duro, como caminar por el barro.

Sí, necesita descansar. Dormiré en el sofá para estar cerca si me necesita durante la noche.

Van de un lado a otro durante un rato. Sus voces zumban como el sonido de mil abejas y yo vuelvo a quedar a la deriva.

 

Duermo dieciséis horas seguidas. Cuando me despierto, el sol está en lo alto del cielo y hace calor en el desván. Mi estómago ruge mientras bajo por la desvencijada escalera y encuentro a Gigi con una taza de té, hojeando una revista de arte.

—Buenas tardes, sol —dice.

—Hola. Siento haberme marchado así. Yo solo…

Me hace un gesto como si retirase algo con la mano.

—No te disculpes. Haz lo que tengas que hacer. Yo simplemente estoy aquí para ayudar en lo que pueda. La tía Loui ha traído huevos frescos y un pan de masa madre que ha horneado esta mañana. Hay mantequilla recién batida de… ¿Cómo se llamaba? ¿Pilar? La que vive en una casa flotante. Una casa flotante de verdad en tierra.

Aquí hay todo tipo de rarezas y maravillas. Hacen que funcione.

—Sí, esa es Pilar. También hace unos pasteles increíbles.

—Ahora entiendo por qué no necesitan salir de aquí. Aquí tienen todo lo que precisan. Entonces, ¿utilizan un sistema de trueque para intercambiar bienes, o cómo lo hacen?

Me encojo de hombros.

—Solo comparten. La tía Loui es la gourmet. Las despensas de todos estarán llenas de sus productos fermentados. Mamá fabricaba objetos artísticos y textiles, así que, si echas un vistazo a las casas de todos, seguro que encuentras exactamente la misma decoración. —La idea de que las creaciones de mamá seguirán vivas me hace sonreír—. Todo el mundo tendrá al menos una de sus colchas de ganchillo, alguna de sus fundas de cojín serigrafiadas. También era alquimista, llevaba la botica con Jillian. Hay un montón de remedios homeopáticos a mano para aquellos que prefieren un enfoque más natural de la atención médica.

—Tengo que ver eso. ¿Dónde lo guardan?

Me rasco la barbilla.

—Todo estaba guardado aquí, pero, por lo que parece, mamá lo trasladó a otro sitio. Antes había un botiquín lleno de todo tipo de frascos, lociones, pociones y polvos.

—¿Tal vez Jillian lo tiene todo?

Tal vez mamá no quería la intromisión de la gente que entraba y salía cuando ella no estaba bien.

—Tendré que preguntarle a la tía Loui.

—¿Qué tal unos huevos con tostadas? Debes de estar hambrienta.

¿Cuándo fue la última vez que comí? Cuando estábamos en Tailandia. Que ahora parece otra vida, parece que fue una persona diferente la que recorrió ese camino, una chica despreocupada sin apenas preocupaciones en el mundo.

—Eso estaría genial.

—Ve a tomar un poco de aire fresco y lo sacaré fuera cuando esté listo. Ve a tomar un poco de vitamina D.

—Oh, Dios, ya hablas como nosotros.

Su risa me sigue fuera. Es un hermoso día soleado de primavera, tan brillante que tengo que entornar los ojos hasta que se ajustan. Me viene a la mente la noche anterior y espero que no piensen que he sido una maleducada al marcharme así.