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Escápate a París y prepárate para dejarte llevar. Anouk LaRue era una romántica, pero desde que le rompieron el corazón su vida amorosa se ha reducido a soñar despierta con el hombre perfecto. Retirarse a su extraordinaria Pequeña Tienda de Antigüedades siempre ha sido una forma de escapar, porque ¿quién podría sentirse solo en una tienda repleta de recuerdos y objetos hermosos? Hasta que Tristan Black irrumpe en una subasta y pone patas arriba su ordenado mundo. Seguir a su corazón es un poco como perderse en París: a veces confuso y siempre emocionante. Excepto que aprender a confiar en sus instintos no es algo que Anouk esté dispuesta a hacer cuando se trata de un romance, pero la ciudad del amor tiene otras ideas...
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Seitenzahl: 453
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Una pequeña tienda de antigüedades en París
Título original: The Little Antique Shop under the Eiffel Tower
© 2023 Rebecca Raisin
© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK
© De la traducción del inglés, HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Anna Sikorska © HarperCollinsPublishers Ltd 2016
Imágenes de cubierta: Shutterstock.com
ISBN: 9788410021051
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Epílogo
Agradecimientos
Para mi madre, que se privó de todo para que no nos faltara nada
Una deliciosa brisa de nomeolvides agitó las páginas del periódico y ocultó el titular que me había llamado la atención. Las fragantes flores azul cielo brotaban de las macetas del balcón, perfumando dulcemente el aire primaveral. Impaciente, sujeté las hojas, esperando equivocarme y que no hubiera malas noticias en el horizonte. Al menos para nuestros vecinos extranjeros.
—¿Qué pasa? —preguntó Madame Dupont, llevándose una pequeña taza de café negro a los labios pintados de escarlata—. Prácticamente tienes la nariz pegada a la tinta. Se desteñirá, ya sabes, y andarás todo el día con el texto del French Enquirer escrito al revés sobre tu piel.
Sacudí la cabeza con pesar. Solo Madame Dupont podía pensar en algo así. Era una mujer vivaracha de setenta y tantos años que seguía llevando la cara completamente maquillada, con las mejillas tan cubiertas de colorete que casi parecían moradas. Sus profundos ojos color avellana estaban delineados con kohl y enmarcados por unas pestañas postizas que parecían exóticos abanicos de ébano. Sin embargo, el brillo de su mirada era el de una mujer de la mitad de su edad, además tenía una vitalidad y una chispa difíciles de igualar. Penachos de humo se le arremolinaban en torno al pelo canoso, cuidadosamente peinado, que no se teñía, alegando que las mechas plateadas le sentaban bien a su tono de piel. Nunca le faltaba un cigarrillo encendido en una boquilla de marfil, una reliquia de otra época. Se la había encontrado en un mercadillo a orillas del Sena y la apreciaba mucho.
Por supuesto, cuando la regañaba por su adicción se reía a carcajadas y declaraba que sus vicios la mantenían joven. Madame Dupont dejaba en la sombra a la mayoría de la gente cuando se trataba de vivir; con su seductor encanto y su sofisticación francesa, era un icono en París. En su juventud, había sido una famosa cantante de cabaret y se había codeado con artistas de todo el mundo. Buscada por hombres y mujeres por igual, desesperados por formar parte de su vida y conocer sus secretos. Me divertía ver cómo la gente se peleaba por sus atenciones. Sin embargo, nuestros tête-à-têtes matinales tenían lugar en una tranquila avenida de París, para que pudiéramos cotillear en privado sin que algún lugareño viera a Madame Dupont y entablara conversación.
Las páginas en blanco y negro volvieron a revolverse insistentemente, como recordándome el artículo y el angustioso titular.
—Ha habido una oleada de robos en Sorrento, Italia —anuncié, entregándole el periódico a Madame Dupont—. La casa de subastas Dolce y la finca Rocher.
—¿Cómo? ¡Pero si acabamos de estar allí! —dijo Madame Dupont, poniéndose sus gafas con incrustaciones de diamantes y ojeando el artículo.
—Oui —dije—. ¿Se lo imagina?
Estábamos al tanto de nuestros homólogos italianos y de lo que comerciaban en el mundo de las antigüedades. Yo acompañaba a Madame Dupont de aventura por lugares exóticos; no podía resistirme a la idea de pisar suelo extranjero y respirar un aire distinto, sentarme bajo estrellas diferentes. Nos íbamos de compras cuando una colección deslumbrante nos llamaba la atención. Más aún Madame, propietaria de Emporio del Tiempo, que viajaba mucho para encontrar relojes únicos. Yo me había especializado en antigüedades francesas, y solo pujaba por piezas que fueran de mi país natal, pero que hubieran residido un tiempo en otro lugar. Entre ventas inmobiliarias, subastas, mercadillos y mis fuentes de información, tenía suficiente con París para mantenerme ocupada, pero un poco de pasión por viajar justificaba mis viajes.
Madame Dupont me había invitado a pasar dos días con ella en la ciudad de Sorrento. Acepté, pero su aguante en el trabajo y el juego me había agotado. En consecuencia, dormía la siesta por la tarde y reponía fuerzas para nuestras salidas nocturnas. Durante el día admirábamos las antigüedades expuestas precisamente en esas exclusivas casas de subastas, y Madame Dupont había pujado con éxito por algunos relojes exóticos. No se ofrecían antigüedades francesas, así que yo me limité a echar un vistazo a los lotes italianos.
Frunció el ceño.
—Oh, no… —dijo, articulando las palabras en silencio mientras seguía leyendo—. Qué tragedia que pierdan las colecciones L’Amore di uno y L’arte di romanticismo. Esas exquisitas joyas eran muy conocidas por su herencia italiana. Los diamantes rosas se habían convertido en sinónimo de Coco Salvatore, la soprano, a la que nunca, hasta su muerte unos años antes, se vio sin ellos.
En Sorrento enmudecimos de asombro cuando llegamos a las colecciones de diamantes rosas expuestas. La vida latía en ellos, como si hubieran absorbido algo de la vivacidad de la soprano, algo de su sonido.
Madame Dupont se llevó una mano al pecho.
—¡Qué noticia tan horrible! ¿Y si el ladrón hubiera pasado por delante de nosotras, pero estuviéramos demasiado absortas con los diamantes para darnos cuenta?
Asentí con la cabeza, dando un sorbo a mi café con leche.
—Oui, imagínese. Y no teníamos ni idea de que esas bellezas estaban a punto de ser robadas.
Alisándose la falda, Madame Dupont permaneció callada, hasta que finalmente dijo:
—Sin embargo, es un misterio cómo esos ladrones pueden anular una tecnología capaz de detectar el más mínimo susurro. Tienen que ser expertos en sistemas de seguridad y en todo lo que eso conlleva hoy en día. Yo apenas puedo enviar correos electrónicos, así que aplaudo su ingenio.
—¡Mujer! No puede aplaudir a los ladrones.
Hicimos una pausa mientras un coche diminuto aparcaba de lado en un hueco junto a nosotras. El minicoche era frecuente en París, y los conductores expertos maniobraban los minúsculos vehículos para encajarlos en cualquier hueco.
—¿Por qué? Es verdad, los hechos muestran que él es un ladrón de joyas con cerebro.
—¿Él? —pregunté.
Mirando al cielo, Madame se explicó:
—Claro que es un él. O tal vez es un equipo de él. Las mujeres respetan demasiado los diamantes como para robarlos. Quién sabe, pero sería mucho más fácil si fuera una sola persona. Cuanta más gente conozca el secreto, más probable es que los cojan.
Arrugué la frente con fingida consternación.
—Parece que habla por experiencia, Madame. —No pude evitar burlarme de ella.
El pasado de Madame estaba lleno de historias salaces, pero no salían de sus labios escarlata. Aún abundaban rumores escandalosos sobre sus días de gloria. El más infame era que había sido amante del idolatrado marqués Laurent en los años sesenta; era famoso por su estilo de vida extravagante, su riqueza obscena y sus vínculos con la realeza. Su romance fue escandaloso por muchas razones, pero todo el mundo recordaba sobre todo la ruptura: ella fue la primera mujer que le rompió el corazón. Nadie se alejaba del marqués a menos que él lo dijera, pero Madame Dupont lo hizo porque su plan de sentar la cabeza la aterraba. Ella no se había asentado entonces y no lo haría ahora. Ansiaba ser libre, ya fuera de un hombre, de un hijo o de un pariente.
Eso significaba que jugaba según sus reglas, siempre.
—¿Estás sugiriendo que en mi larga e intensa vida he sido una delincuente de algún tipo? —Una erupción de risitas juveniles brotó de ella.
—No me extrañaría, además nunca lo contaría. —Eso era lo que ocurría con el pasado de Madame: de la propia mujer se hablaba poco.
—Oui, mis secretos están bajo llave a menos que me vuelva senil, e incluso entonces espero tener el sentido común de mentir. —Sonrió. Me miró de reojo, mientras reflexionaba—. ¿Has pensado en ello, Anouk, en el trabajo que supone ser un criminal hoy en día? Lo que tendría que hacer para entrar y salir sin ser detectado es increíble. Luego está la venta del botín; nadie podría llevar las joyas, por si son reconocidas.
Corté el pico de mi cruasán. Los trozos de masa se esparcieron por la mesa.
—Qué desperdicio de objetos tan preciosos. No se trata solo del valor de las joyas, hay toda una historia ligada a esos diamantes. Y ahora se ha perdido para siempre. ¿Y para qué? Para estar guardados toda la vida en la caja fuerte de alguien. ¿Qué sentido tiene eso?
Comí despacio, reclinándome en la silla, y me volví hacia la Torre Eiffel, visible desde la boulangerie Fret-Co de la Avenue de la Bourdonnais. Madame Dupont y yo llevábamos años desayunando en el mismo sitio. Los clientes habituales entraban y salían rápidamente con una baguette recién hecha. Nada cambiaba nunca: el café siempre era fuerte, los cruasanes rebosantes de mantequilla y la vista de la torre parcialmente obstruida por las frondosas copas de los árboles, que se agitaban con el viento. Por las mañanas era un lugar tranquilo, solo el hombre encorvado de la puerta de al lado se paseaba silbando mientras arrastraba sus expositores de postales hasta el sendero y les quitaba el polvo con un trapo.
Madame Dupont vivía en un ático de la Avenue Élisée Reclus, una calle más allá. Casi de un salto llegaba a la Torre Eiffel. Mi pequeña tienda de antigüedades no estaba lejos de allí, más cerca de la Avenue Gustave Eiffel, y rodeada de naturaleza, frondosos árboles y exuberantes jardines, con flores que cambiaban con las estaciones.
—¡Codicia! ¡Eso es lo que es! —exclamó Madame Dupont—. Eso es lo que impulsa a estos compradores del mercado negro. Las colecciones no se perderán, no para siempre. Estoy segura de que los carabinieri atraparán a los culpables. Al fin y al cabo, hoy en día están igual de bien equipados tecnológicamente: siempre hay alguien vigilando.
Sus palabras pretendían tranquilizar, pero su tono musical agudo la delató. Sabía tan bien como yo que, si las joyas habían salido del país, las no las volverían a ver nunca.
—Quizá —dije, no muy convencida.
La avenida iba cobrando vida poco a poco: los coches avanzaban a toda velocidad tocando el claxon, los turistas con expresión soñolienta pasaban a la caza de un café… La habitual banda sonora de nuestra mañana, también una señal de que era hora de empezar nuestros propios trabajos.
Me terminé el café.
—Supongo que deberíamos estar agradecidas de que París no haya sido el objetivo.
Madame Dupont se limitó a levantar una ceja y dar un sorbo a su café.
Pasado el mediodía, la sombra de la Torre Eiffel entraba por el escaparate de mi pequeña tienda de antigüedades, proyectando una luz sepia sobre los tesoros que reposaban solemnemente en su interior. Los remolinos de color castaño y los matices dorados de la polvorienta luz del sol entraban en la tienda, reverberando sobre las antigüedades y haciéndolas parecer descoloridas, como una fotografía vieja. El espacio parecía de otro mundo, como si realmente hubiéramos retrocedido en el tiempo.
En lugar de entregarme a la bruma como de película, volví a centrarme en el asunto que tenía entre manos, incapaz de deshacerme de la sensación de que no todo era lo que parecía.
—Tienes mi palabra, Anouk —dijo Oceane, con sus ojos azules como la porcelana. Bajó la voz hasta un susurro—. Conozco a Agnes desde siempre. Es de confianza, te lo prometo.
Con un gesto de la mano, señaló a una mujer delgada y de pelo negro que estaba de pie unos pasos más atrás, que se sonrojó bajo mi mirada. Agnes jugueteaba distraídamente con las borlas de su bolso y no me miró.
—¿Es francesa? —susurré, aún no convencida.
Solo vendía mis preciosas antigüedades a quienes me presentaba un cliente de confianza. Un defecto que no cambiaría. Si vendía a cualquiera, ¿quién sabe qué pasaría con nuestro patrimonio? Incluso en tiempos difíciles económicamente, me aseguraba de vender a alguien de confianza.
De vez en cuando, Agnes perdía la compostura y miraba las joyas antiguas con un hambre que afilaba sus facciones. Era el tipo de persona a la que yo decía no, porque no me fiaba de sus motivos. No buscaban un trozo de historia o una reliquia que conservar, sino acumular cosas sin tener en cuenta el pasado. Había que proteger ciertos objetos con valor sentimental e histórico, y yo hacía todo lo posible por defender esos principios, a pesar de la presión económica que a veces suponía. Sin embargo, Oceane, de Érase una vez, una pequeña librería del Sena, era una clienta fiel y de confianza, y solo me presentaba a alguien si le parecía auténtico. Fue el cambio en la mirada de la mujer lo que me hizo dudar. Tal vez me habían inquietado las noticias de los robos italianos de esa misma mañana, y por eso analizaba los motivos de la mujer… demasiado.
Aun así, las antigüedades debían cuidarse. Había que asegurarse de que encajaban a la perfección con sus compradores. Lamentablemente, la tradición iba desapareciendo poco a poco, a medida que la gente miraba hacia el futuro en lugar de hacia el pasado. La tecnología y el deseo de tener todo al instante estaban pervirtiendo los viejos valores. Solo de pensarlo me deprimía.
—Claro que es francesa —dijo Oceane, atrayéndome hacia ella—. Su familia tiene una panadería en la Rue Saint-Antoine. Quiere un pequeño colgante de rubí para su madre. Sus padres celebran su cuadragésimo aniversario de boda. Te lo prometo, es de fiar.
La actitud cautelosa de la mujer cambió al mencionar el inminente aniversario de boda de sus padres. Un regalo de rubíes era tradición tras cuarenta años de matrimonio. Agnes sonrió ligeramente, con expresión relajada; miraba más allá de mí, como si pensara en ellos y en los recuerdos que habían creado en sus años de matrimonio. La observé durante un instante. Ella no era consciente de mi análisis, atrapada en algún lugar de su mente, con los ojos vidriosos, casi hipnotizada, dondequiera que la llevaran sus recuerdos.
Se me puso piel de gallina, señal inequívoca de que podía confiarle mis exquisitas joyas. A veces, me fiaba más de mi propia reacción visceral ante una persona que de cualquier otro indicio.
La mirada de Agnes se desvió hacia un sencillo colgante solitario de rubí en la vitrina, y allí se quedó. No era avariciosa, no los quería todos, solo una pieza perfecta; se podía leer en su rostro con tanta claridad como si las palabras estuvieran escritas en su piel. La preciosa gema centelleaba magnífica, incluso a la sombra del mediodía. Sus dedos encontraron el dobladillo de la blusa y jugueteó con él como si tratara de evitar alcanzar el rubí. Había elegido bien. Clásico, atemporal y absolutamente cautivador. Un rojo tan intenso que uno podría perderse en él.
Me enorgullecía averiguar el origen de cualquier compra que hacía, pues creía que sin eso la pieza perdía parte de su encanto.
—Acérquese. —Indiqué a Agnes—. Compré ese colgante hace unos años en una venta de bienes en la Provenza. ¿Le gustaría saber más sobre el pasado de la pieza?
Ella asintió.
—Oui, me gustaría mucho. Nunca he visto nada que le pudiera quedar tan bien a maman. De alguna manera, el resto de joyas pierde en comparación.
Era el colgante correcto, de eso estaba segura. Le dije:
—Cuando me hallaba en la subasta, una vecina vino a ver cómo se subastaban las pertenencias de su difunta amiga, así que me acerqué a ella y le pregunté qué sabía del colgante de rubí, qué había significado para su antigua propietaria. Al igual que a usted, me había llamado la atención entre todo lo expuesto. La vecina me dijo que la mujer había encontrado el amor cuando era joven y que le había durado toda la vida.
Agnes sonrió, quizá reconociendo lo mismo en sus padres.
Continué:
—Su marido le había regalado el rubí en su luna de miel, y ella siempre estaba jugueteando con él, tocándolo, como para asegurarse de que seguía ahí. De todas las piezas que había tenido, la vecina dijo que el rubí era lo que más representaba su amor, y su longevidad.
Agnes ladeó la cabeza, atenta a la historia del rubí.
—¿Vivió una vida buena y larga?
Cuando un cliente compraba algo sagrado como el rubí, también se llevaba consigo la historia del dueño anterior. El rubí absorbía fragmentos del corazón y el alma de sus dueños, pasados y presentes, como por ósmosis, y pasaban a formar parte de él para toda la eternidad.
Sonreí.
—Sí. Ambos. Octogenarios, hasta que le llegó la muerte a él y, poco después, a ella. La vecina me contó que no todo eran campos de lavanda y risas. Discutían a gritos por el trabajo de él, que lo llevaba por todo el país y que a ella la dejaba sola en casa. Peleaban por su pelo: a él le gustaba largo y ella se lo cortaba. Una vez, en un arrebato, ella le tiró toda la ropa por el balcón y él se rio, lo que la enfureció aún más. La vecina decía que se atraían como imanes. Los altibajos fueron muchos, pero solo por el feroz amor que sentían el uno por el otro.
Hice una pausa, viendo cómo se iluminaba la cara de Agnes ante aquella historia fuera de lo común. Esta era la mejor parte de mi trabajo: saber intuitivamente que el rubí iba a ser apreciado no solo por su belleza, sino también por su historia. Seguí:
—Estuvieron casados sesenta y dos años, hasta que él falleció. Se decía que ella le escribió cartas de amor todos los días hasta que llegó su hora. Estuve a punto de quedarme yo misma con el rubí; me cautivó de tal forma su historia de amor…
Aquel día había antigüedades más valiosas y fáciles de vender, pero el rubí me atrajo y supe que tenía que quedármelo. Ahora sabía por qué: por la madre de Agnes. Si cerraba los ojos, podía verlo tal y como había sido entonces, colgando brillantemente de su escote aceitunado, con un ligero aroma a lavanda en el aire y un olivar a lo lejos. Pero tal vez no fuera más que una ensoñación, una imagen pintada por mi imaginación. Agnes me dedicó una amplia sonrisa.
—Mis padres aún van de la mano al trabajo. Discuten sobre qué receta de baguette es la mejor, y cuando digo «discuten», lo digo de verdad: con los brazos en jarras, la cara colorada, continuos gruñidos… hasta que alguien interviene y los aplaca diciendo que ambas recetas tienen sus méritos. Maman le dice que está como una cabra y él le dice a ella que es terca como una mula, y ambos empiezan a imitar sonidos de animales, hasta que uno de ellos empieza a aullar de risa, asustando a los clientes. Algunos días no se hablan, porque se han pasado el día charlando con su clientela habitual y se han quedado sin palabras. Otros días, ella apoya la cabeza en su hombro y él le murmura como si fueran las dos únicas personas en el mundo. Su amor sigue brillando…
—Y ahora refulgirá aún más —dije con una sonrisa.
Con cuidado, saqué el colgante de donde estaba guardado. Titiló bajo las luces como si dijera «sí».
—Para tu maman. —Se lo ofrecí para que lo mirara más de cerca.
Con un ligero temblor en las manos, cogió el colgante y susurró:
—Es perfecto.
Le cambió la cara ligeramente al ver la etiqueta con el precio, pero se contuvo admirablemente. Al tratarse de un regalo tan único y precioso, valía cada céntimo. Cualquier comentario que tuviera que ver con dinero me ponía de los nervios y me alegré de que no lo mencionara. Era de mal gusto y yo no negociaba, como tampoco lo hacía ninguno de mis clientes parisinos que se preciara de serlo.
—¿Puedo cogerlo…?
Le hice un gesto afirmativo con la cabeza.
—Deja que te lo envuelva.
Oceane sonreía agradecida mientras Agnes me miraba lustrar el colgante antes de colocarlo en una caja forrada de satén, envolverlo y atar una cinta de encaje antiguo alrededor para rematarlo.
—Que tengan muchos más aniversarios tan especiales como este —dije.
Agnes me entregó un fajo de euros bien colocados, con el rostro iluminado como el de un niño la mañana de Navidad. En momentos como este me daba cuenta de cuánto me encantaba mi pequeña tienda de antigüedades, y emparejar algo de toda una vida con una nueva familia, para empezar de nuevo en un nuevo hogar. Sabía que Agnes contaría la historia de la antigua propietaria del colgante a sus padres, y ellos sabrían que era algo más que una joya. Y cuando se lo legaran, también se recordaría su historia de amor.
—Merci —dijo Agnes, acunando la caja entre sus palmas abiertas, como si sostuviera algo tan delicado como un pajarillo.
En ese momento, un ruidoso grupo de turistas apareció junto al escaparate. Me puse rígida en respuesta.
—Merde. Son muchos —dijo Oceane, siguiendo mi mirada hacia los turistas que había fuera, encabezados por un guía que me traía a esa gente a propósito, sabiendo que yo los rechazaría. Inocentes que solo querían ver por qué tanto alboroto—. Ah, el legado omnipresente de Joshua, el americano cuya sombra se siente incluso cuando no está aquí.
Hace poco le había contado que mi exnovio, Joshua, había informado maliciosamente al editor de Solitary World, una de las guías más vendidas del planeta, sobre mi pequeña tienda de antigüedades y la habitación secreta. Desde entonces, estaba inundaba de gente que quería hacer fotos y tachar otra parada más en su lista de cosas que ver en París.
Me hervía la sangre cada vez que veía sus rostros decepcionados, los grupos que esperaban posar sus ojos sobre algo maravilloso y en cambio les decían que no había tal cosa. Pero yo tenía que proteger los delicados objetos a mi cargo. Si abría las puertas a cualquiera, me invadirían y todo se estropearían. O, peor aún, podían ser robados, y no podía enfrentarme a eso otra vez.
No le había contado a Oceane el resto de la amarga historia de la ruptura porque no quería que se compadeciera de mí, pero su venganza era lo mínimo que Joshua había hecho en su empeño por arruinar mi vida.
—¿Quieres que le eche la bronca al guía? No debería traerlos aquí solo para decepcionarlos —preguntó Oceane, mirando al grupo que se formaba en la puerta principal, con la nariz pegada al cristal.
—Non, no pasa nada. El guía sabe perfectamente que no es bienvenido, pero lo hace para entretenerlos.
«La mademoiselle francesa, que no deja que compremos en su tienda», exclamaba, como si fuera una novedad. Supongo que les parecía raro, pero luego se marchaban al siguiente lugar y esto se convertía en una anécdota más que contar cuando volvieran casa.
Caminé hacia la puerta y giré el cartel a «Cerrado». Me quité el polvo de las manos, ignoré las exclamaciones lastimeras del grupo y dirigí una mirada gélida al guía.
—Pero ¡qué pasa con la habitación secreta! —exclamó alguien.
La habitación secreta era solo eso, un secreto, y ningún dedo pringoso iba a tocar los tesoros que había allí ni a sacar fotos de lo que se escondía en sus profundidades.
El guía gesticulaba como un loco y montaba un espectáculo en su beneficio.
—Tienes que conocer el apretón de manos secreto si quieres comprar aquí —dijo, volviéndose y dedicándome una sonrisa voraz—. Anouk es poco convencional, como los objetos llenos de polvo que colecciona. La mademoiselle francesa que no deja comprar.
—¿Ves? —le dije a Oceane—. Es tan predecible…
—Un idiota —corroboró ella.
El grupo estaba encantado con semejante anomalía y me miraba a través del cristal. Hice todo lo posible por ignorar al guía, sabiendo que acabaría aburriéndose y proseguiría su camino. Lo que quería de mí era exactamente una reacción, así que me resistí a dársela.
En lugar de eso, me acerqué a Agnes, que seguía con la mirada fija en la caja que tenía en las manos, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor.
—La próxima vez —le dije, tomándola el brazo—, no necesitas que te traiga nadie. Puedes visitar mi tienda tú sola.
Sus ojos se abrieron de par en par y se tapó la boca con una mano, ahogando un «Merci! Merci!».
Había algo en Agnes que ya me hacía confiar en ella. Normalmente no concedería a un cliente primerizo la posibilidad de comprar de nuevo sin volver con otro cliente fiel durante meses, a veces años. Pero aparte de la primera sensación de inquietud, había intuido que Agnes era el tipo de persona que apreciaba la belleza antigua, que la valoraba; se notaba por la forma instintiva en que respondía a la historia del rubí. Había trabajado mucho para conseguir lo que tenía, al igual que sus padres, y había sinceridad en ella. Me había gustado que no idealizara el amor de sus padres, sino que contara su historia con todos sus defectos. A mis ojos, esos atributos hacían a una persona íntegra y totalmente digna de confianza para mis tesoros.
—Merci, Anouk —dijo Oceane—. Has hecho que su aniversario sea muy especial. Hasta pronto.
Tras un beso en cada mejilla, salieron al esplendor del ventoso día primaveral.
Al abrir la puerta, la algarabía y el jolgorio del exterior se colaron dentro. París estaba en flor: desde las flores mismas hasta la afluencia de visitantes y el brillo del sol. El tenue eco de las barcas por el Sena llegó hasta mi pequeña tienda de antigüedades, arrastrado por el viento, con su aroma terroso e insondable, que soplaba suavemente por el cielo azul aciano de París.
Distraída por los elementos, me sobresalté cuando una cámara me deslumbró la cara. Me apresuré a parpadear para alejar el orbe que nublaba mi visión. El grupo de turistas seguía cerca. Sostenían teléfonos en alto, sacando fotos, acercándose a mí y diciendo:
—¡Diga «patata»!
¿Por qué siempre dicen eso? ¿«Di patata»? No tiene ningún sentido.
—Au revoir —le dije fríamente al guía turístico, y cerré la puerta.
En silencio, maldije a Joshua por traicionar mi confianza y romperme el corazón. Con la cantidad de cosas malintencionadas que hizo, salir en la guía de viajes de Solitary World y los estragos que causó perduraban mucho después de que él se hubiera ido. Aun así, había aprendido una valiosa lección y me reafirmé contra los hombres y también contra los desconocidos, sabiendo que no volvería a cometer el mismo error.
Una de las mujeres del grupo me dedicó una sonrisa de disculpa que le devolví antes de asentir con un gesto de agradecimiento.
—¡Bonjour, Anouk! ¿Qué tal? —La voz entusiasta de mi hermana pequeña reverberó por toda la tienda, después de que se lanzara desde la puerta y diera dos grandes zancadas para envolverme en sus brazos, sofocándome en los mechones perfumados de melocotón de su pelo.
Era una joven alegre y alocada, con unas ganas de vivir inigualables. En teoría era estupenda, pero si pasabas más de un día con ella te dabas cuenta de que te dejaba exhausta, como si sus reservas de energía te robaran las tuyas. Era difícil seguirle el ritmo, siempre en movimiento y con montones de ideas. Con su espíritu libre y su carácter voluble, mi padre esperaba que siguiera mi ejemplo, así que la había enviado a estudiar a París para que sentara las bases de su vida, conmigo como una especie de carabina. Lilou se saltaba sus normas y desobedecía sus consejos, aunque no en su cara ni por teléfono. Si paraba lo suficiente en casa y él la pillaba al teléfono, mentía, o me daba instrucciones a mí para que mintiera sobre lo que realmente estaba pasando. Jugaban al gato y al ratón y yo era una participante involuntario.
Papa pensó que yo la guiaría por el buen camino, aunque hasta ahora lo único que había hecho yo era no contarle la verdad cuando Lilou escapaba de su tedioso curso de asistente jurídico y se marchaba a algún lugar… con el grito de guerra: «¡Solo se vive una vez!». Era suficiente para que me echara las manos a la cabeza y pensara en ella como si fuera mi hija descarriada en lugar de mi hermana pequeña.
Hasta ahora había tenido menos suerte que papa para que se centrara. Si él hubiera sabido que estaba faltando a clase, se habría puesto furioso. Pero Lilou era como una bola de demolición, imposible de parar una vez que se ponía en marcha, y muy lista para manejar la situación a su favor. Sin embargo, había que reconocer que vivía la vida a su manera.
—Lilou, ¿dónde has estado? Papa ha estado llamando todos los días —dije, tratando de cambiar mi expresión para parecer seria, lo cual era difícil cuando su rostro resplandeciente me deslumbraba. Cómo la quería, con su locura y todo.
Ella se encogió de hombros.
—Papa puede llamar todo lo que quiera. Odio ese curso de asistente jurídico. No voy a hacerlo. —Sacudió la cabeza—. No quiero trabajar en un bufete de abogados; la monotonía me mataría.
Reprimí una sonrisa; sabía que era verdad. Papa quería que Lilou fuera asistente jurídica, estaba empeñado en ello después de haber oído a un orgulloso vecino hablar maravillas de su hija y de la vida de ejecutiva que llevaba, pero Lilou no era así. Un trabajo de oficina la marchitaría como a una rosa sin luz solar.
Vivir el momento estaba bien por ahora, pero yo coincidía con él en que debía tener alguna profesión. Me preocupaba que un día se encontrara perdida, sin habilidades ni ambiciones reales.
—Te cortará la paga si no estudias, y entonces ¿cómo pagarás tu piso?
Como siempre, ignoró la pregunta y dijo:
—Estoy trabajando. No necesito estudiar. Y por suerte… —sonrió—, mi trabajo me da la libertad de viajar. Solo necesito ganar más dinero, ¡lo que me llevará tiempo! No tiene nada de malo ganarse la vida haciendo joyas… Es una carrera de verdad.
Era obvio que Lilou no se dejaría convencer.
—Es un hobby fantástico, y podría convertirse en un negocio si te dedicas a ello, pero no ganas ni de lejos lo suficiente ni para pagar el alquiler. La tienda de Etsy o eBay no te dan ni para tus gastos, y mucho menos para el estilo de vida que llevas. Papa se preocupa, eso es todo.
Las joyas de Lilou era espectaculares, pero se vendían por una miseria, y no veía posible que el negocio aumentara hasta un nivel que le permitiera vivir cómodamente, porque «trabajo» era una palabra desconocida para ella.
Con un movimiento de su larga y sedosa cabellera, puso los ojos en blanco.
—Tengo que empezar en algún sitio. Etsy o eBay son grandes trampolines para mí. Claro que no estoy aún en el distrito 7… —Hizo una mueca, burlándose de mí por la ubicación y la exclusividad de mi tienda—. Pero es un comienzo. Papa debería centrarse en su propia vida, y tú también. No permitas que te obligue a ser mi niñera.
Sonreí.
—Buena idea —dije con voz sarcástica—. Aquí está el teléfono. —Levanté el auricular—. Llámalo y se lo explicas a él.
Tuvo la gracia de sonrojarse, las mejillas se le colorearon, haciéndola parecer más hermosa aún.
—Bueno… ¿Quizá podríamos aplazarlo unas semanas más, Anouk? Solo hasta que aumente mis ventas. —Papa tenía sus costumbres y ninguna de los dos quería hacerle frente, con lo desabrido que era—. Olvídalo por ahora —dijo ella—. Vi la más magnífica puesta de sol en Marsella. Voy a crear toda una línea de joyas naranjas en homenaje a ella. Vamos a comer y te lo cuento todo. He dejado a Claude en tu apartamento para que podamos comer sin prisa. —Se inclinó sobre el mostrador para coger mi bolso, después con un movimiento rápido me agarró del brazo y me empujó hacia la puerta.
Me detuve y busqué a tientas las llaves.
—¿Claude está en mi apartamento?
—Sí, has hecho una observación muy válida, y estaba pensando en ello, incluso antes de tu perorata. Tienes toda la razón: no puedo mantenerme con lo poco que me da papa y lo poco que gano con mis joyas, así que he dejado mi piso para quedarme contigo y ahorrar dinero en el alquiler. Sabía que apoyarías mi decisión… —Frunció el ceño al ver mi expresión de horror.
—Lilou…
—¿Qué? Tú misma dijiste que tenía que calcular mis gastos y fijar objetivos a largo plazo. Eso es exactamente lo que he hecho. Echaré de menos mi apartamento, pero hay que hacer sacrificios. Vivir contigo será uno grande, pero estoy pensando en mi futuro, como tú querías. ¡Y qué contentos estarán papa y maman sabiendo que me vigilas de cerca…!
Respiré hondo para tranquilizarme, desarmada por su astucia. Vivir con ella sería, como mínimo, una lección de paciencia, tolerancia y desorden.
—Es que… Me gusta tener mi propio espacio, como bien sabes.
Se giró para mirarme.
—Claude y yo lo usaremos como base de operaciones, eso es todo. No te preocupes, seguirás teniendo tu libertad.
Con la tienda cerrada y el cartel de «Cerrado» colocado, dejamos la discusión y salimos. En Francia estamos acostumbrados a almuerzos largos y, a veces, a echar una siesta en casa antes de volver al trabajo. Es una forma de relajarse y reponer fuerzas. No había prisa por llegar al fin de semana porque cada día era un buen día, con sus propios ritmos.
—Espera, ¿quién es Claude? —pregunté.
—¡Mi novio! —Se acercó, sujetándome del brazo, así que no tuve más remedio que seguirle el ritmo.
Zigzagueamos entre multitudes que disfrutaban del espectáculo de un animado día primaveral parisino.
—¿Cómo? ¿Qué ha pasado con Rainier? —pregunté, tratando de recuperar el aliento mientras ella me empujaba hacia delante.
Antes de que Lilou desapareciera hacía tres semanas, estaba colada por un francés guapísimo cuya naturaleza melancólica la intrigaba. Rainier era un vinicultor de Haut-Médoc que se estaba tomando un año para explorar su país natal y ampliar sus horizontes, bebiendo burdeos; un enófilo de manual, quien, mientras cenaba y bebía, se lamentaba de las complejidades del vino como si recitara poesía. Pensé que era perfecto para ella, lo bastante misterioso como para mantenerla expectante y, por tanto, interesada.
—Oh —vaciló. Sin duda trataba de formular una mentira para suavizar el hecho de que se había desecho de él como del corazón de una manzana—. Simplemente no éramos compatibles. C’est la vie.
—¿C’est la vie otra vez? —No pude ocultar el reproche en mi voz.
Una cosa era levantar el vuelo cada vez que aparecía algo más brillante que perseguir, pero ella había dejado un rastro de corazones rotos a su paso y yo sabía muy bien lo que se sentía. No podía decirle lo que era importante, porque de todas formas no me escucharía, pero me irritaba que fuera tan frívola con los sentimientos de los demás. Yo le echaba la culpa a su juventud y esperaba que se le pasara. Aunque nos separaban seis años, a veces me parecían veinte.
—Me gustaba Rainier. Era un hombre sensible.
Me ignoró y guiñó un ojo a dos jóvenes sentados en la hierba. Lilou era una coqueta incorregible que guiñaba el ojo, saludaba y susurraba por todo París, solo por diversión.
Apartando la mirada de los chicos, dijo:
—Podría haberos emparejado a Rainier y a ti. Deberías habérmelo dicho.
Contuve un grito de asombro y solté una carcajada ante la ridícula idea.
—¡No para mí, para ti!
Paseamos por los márgenes de los Campos de Marte. Hacía siglos, este espacio verde de 800 metros de extensión se utilizaba como huerta. Antaño, los lugareños cultivaban la tierra y obtenían abundantes cosechas, que vendían allí mismo. Ahora era un parque frondoso donde se podía hacer pícnic y contemplar la Torre Eiffel.
—Aún no conoces a Claude. Su hermano Didier vive en París y resulta que es crítico de arte. De arte. Le gusta el arte. A ti te gusta el arte.
Como si eso bastara para irse a la cama con alguien, que era en lo que ella me insistía constantemente que hiciera. Sacudí la cabeza con un enérgico no.
—No hagas eso otra vez, por favor.
Su misión era emparejarme con un hombre, cualquier hombre; el único requisito parecía ser que respirara. Hasta ahora me había presentado a un conde de sesenta años con un bigote como el de Dalí, a un guitarrista con rastas y al último y más explosivo: un mago que no dejaba de amenazarme con hacer desaparecer mi ropa. Me estremecía pensar en semejantes amantes.
Caminamos en silencio, disfrutando de la brumosa luz del sol en nuestros rostros. Veinte minutos después llegamos a uno de nuestros restaurantes favoritos, Mille, cerca de Los Inválidos. Dentro de los distintos edificios que componían el Hôtel National des Invalides había museos y monumentos relacionados con el Ejército francés, y tras sus muros se encontraba la tumba de Napoleón Bonaparte. Era un lugar sagrado y cargado de historia, muy frecuentado por los turistas, que podían pasear gratis por la mayor parte del recinto.
Mille servía comida tradicional francesa y una selección de buenos vinos. Era el lugar perfecto para un almuerzo tranquilo, y era un buen punto de observación de la gente, una de mis actividades favoritas.
El maître nos reconoció y se apresuró a indicarnos una mesa junto al ventanal. Le dimos las gracias y cogimos las cartas que nos ofrecía. Lilou pidió vino blanco sin consultarme y, como era su costumbre, puso ojitos al pobre hombre enamorado.
—Vin blanc, ¿vale? —preguntó, apoyando la cabeza en la mano y dedicándome una sonrisa perezosa.
—Si ya lo has pedido, ¿no? —Arrugué la frente, tratando de parecer contrariada, pero no me salió.
—Oui, lo he hecho. —Se rio, y sus ojos azules se iluminaron.
Nos parecíamos físicamente, pero Lilou tenía un aire juguetón que le confería un aspecto radiante, algo que yo nunca había tenido, ni siquiera en mi adolescencia. Aunque nuestros rasgos eran parecidos, nuestro estilo era muy diferente. Yo solía llevar ropa de época, al estilo de los años cuarenta; Lilou iba muy a la moda, y seguía las últimas tendencias, incluso con su limitado presupuesto. Siempre llevaba el pelo suelto y brillante, como una modelo de champú, y yo lo llevaba rizado o en un recogido. Ella prefería el maquillaje natural y yo, el look dramático de ojos ahumados y labios escarlata. Sin embargo, muchas veces asaltaba mi armario en busca de pañuelos o vestidos, lo habitual en las hermanas pequeñas.
Ojeé la carta y me decidí por el plato del día y Lilou se decantó por el filete de ternera con salsa bearnesa y patatas dauphinoise. Para ser una chica tan delgada, comía tan bien como un hombre. Pedía primero y segundo y terminaba la comida con un rico postre, del que yo robaba un bocado, y luego pedía otra botella de vino. Le tenía tomada la medida y no tenía dudas de que yo pagaría el almuerzo y sus complementos. Era agradable poder desconectar durante unas horas con alguien que me conocía tan bien.
Disfrutaba de nuestro tiempo juntas y del hecho de que pudiéramos ser nosotras mismas y relajarnos durante la tarde. Me preguntaba si eso cambiaría cuando viviéramos juntas. Pensar en Lilou causando estragos en mi impoluto apartamento, donde todo estaba en su sitio, era suficiente para arrepentirme de no haberle dicho que no, pero ¿cómo iba a hacerlo? Los apartamentos parisinos eran caros y sabía que ella no podría seguir pagando el suyo durante mucho tiempo más. Me tranquilicé y le hice prometer que habría ciertas normas que tendría que respetar. Seguramente se portaría bien.
Pedimos nuestros platos y el camarero nos llenó las copas de vino. Me eché hacia atrás y sentí que mis extremidades se relajaban con el primer sorbo de vino blanco.
—Como iba diciendo —dijo, dando a su cabello el movimiento de costumbre—, sé que mis opciones de emparejamiento para ti no han sido ideales, pero este Didier… —Fingió abrirse el escote como si tuviera calor y movió las cejas sugerentemente—. ¡Vaya! En serio, tienes que conocerlo.
Chasqueé la lengua como hacía mi madre cuando Lilou se comportaba «demasiado Lilou».
—No, gracias. Tus elecciones han sido francamente horribles. —La fulminé con la mirada—. ¿Un mago? ¿Un conde de sesenta años? Puedes pensar que soy una mujer madura ya, pero solo tengo veintiocho años, por el amor de Dios. No creo que necesitemos llegar a ese extremo todavía, y menos un hombre tan mayor como para ser mi padre.
Ella se inclinó hacia delante y susurró:
—Algunas mujeres encuentran muy atractivos a los zorros plateados, que lo sepas.
Era como hablar otro idioma con Lilou.
—¿Zorros plateados…?
—Oui —dijo ella—. Zorros plateados, ya sabes…
Dio una palmada sobre la mesa y soltó un rugido de placer.
—Silencio, Lilou. Mon Dieu! —Todas las miradas se dirigieron hacia nosotras.
—¿Qué? —resopló—. No puedes tener el corazón roto eternamente. Seis meses es suficiente tiempo de duelo, demasiado tiempo para un hombre como él. Necesitas tener una aventura apasionada.
Me revolví en mi asiento, esperando que nadie entendiera sus frases aceleradas.
—No estoy de duelo —me burlé—, ni mucho menos. No tengo tiempo, eso es todo.
Lilou conocía los detalles íntimos de Joshua porque la petit espion había encontrado mi diario y había leído cada palabra. Si no fuera por eso, no sabría nada, porque ¿quién le contaría al mundo una historia de terror como esa?
—Además, si tuviera tiempo para una relación, no lo reservaría para el tipo de hombres que sugieres… ¿«Un zorro plateado»?
Ella soltó una carcajada.
—¡Dijiste que querías a alguien extraordinario! El gris es el nuevo negro, ¿no?
Arqueé una ceja.
—No lo creo, Lilou. —De verdad, era tan inflexible con las cosas más ridículas…
Alisó su vestido mientras se echaba hacia atrás en su silla y dijo:
—Hermana mía: odio decirlo, pero solo tienes veintiocho años. No ochenta y ocho. ¿Por qué no te diviertes un poco mientras esperas al Señor Perfecto? Incluso Madame Dupont se acuesta con más hombres que tú, y tiene casi ochenta años.
Madame Dupont había convertido a Lilou en su confidente cuando se trataba de asuntos íntimos. Lilou guardaba bien los secretos cuando quería y Madame Dupont confiaba en ella. Reconocían algo en la otra: una chispa de similitud, de vidas vividas de la misma manera, con solo medio siglo de diferencia.
Me esforcé por no poner los ojos en blanco ante la expresión de decepción de Lilou.
—Para algunas de nosotras no todo es sexo, ¿sabes? La intimidad es mucho más que eso.
Suspiró.
—¿Qué quieres: flores, bombones? ¿Un soneto o dos? ¿Tu nombre escrito en el cielo? —Fingió bostezar como si estuviera aburrida—. ¿Un romance tierno? No, Anouk, no. Tienes que desempolvar tu lencería, lanzarte sobre el primer galán disponible y dejar que la naturaleza siga su curso. Alto octanaje, un montón de aventuras y, boom, nunca recordarás cómo se llamaba.
Era imposible no reírse. «¿Desempolvar mi lencería?».
—Gracias por tu aportación, Lilou, pero no creo que sea un consejo muy sabio. Echarme a los brazos de cualquiera como si estuviera desesperada por tener sexo o algo así. ¿Por qué tanta prisa? ¿Y si Monsieur Disponible es un sociópata loco? Podría estar casado, o ser un inadaptado, o un ludópata. ¿Y si tiene la espalda peluda? ¿O pasión por montar muebles? —Reprimí una risita ante la expresión sombría de Lilou—. ¿Qué hay de malo en tomarse un tiempo para conocer a alguien y luego expresarle amor con pequeños regalos, especialmente un poema?
—Es tan del siglo pasado… —Levantó las manos—. Y seamos realistas, ¿vale? No vas a conocer a nadie atrapada en el trabajo o encerrada en tu apartamento, ¿a que no? Ya puedo ver tu lápida. —Me miró por encima del hombro, y, arrugando la cara como si estuviera llorando, con un sollozo fingido dijo—: Aquí yace Anouk LaRue. Nació. Trabajó. Murió. Deja atrás su querida tienda de antigüedades, que la echará mucho de menos. —Para dar efecto, escondió la cara entre las manos y fingió llorar, llamando una vez más la atención de los curiosos. Si ellos supieran…
—No hay nada de malo en cuánto trabajo. Se llama —pronuncié lentamente—: ser responsable. Prepararme para el futuro. Un hombre lo complicaría todo. Cuando llegue el momento, volveré a salir con alguien, pero ahora mismo me dan ganas de gritar. Simplemente no me queda ni un minuto del día para preocuparme por otra persona. Haces que parezca que necesitamos a los hombres para sobrevivir. ¡No es así!
Se quitó las manos de la cara.
—¿No tienes tiempo? Te pasas una eternidad leyendo el periódico. Juegas con el portátil todas las tardes. ¿Cuánto tiempo necesitas para el amor? Joshua era un novio horrible. Lo entiendo. Pura maldad y suficiente para romper el más duro de los corazones, pero ¿y qué? Eso fue hace un millón de años, es hora de olvidarlo. Si te escondes, significa que sigue ganando. ¿No necesitamos hombres? Tampoco necesitamos vino, pero ¿no es mejor la vida con él?
Sacudí la cabeza. Ella no lo entendía ahora y no lo entendería nunca. Lilou era un espíritu libre y muy diferente a mí. Sin embargo, sugería que yo echaba de menos el amor, pero para mí no era un problema. El simple hecho de pensar en otro hombre en mi vida me horrorizaba. No podía imaginarlo. No lo necesitaba. No lo echaba de menos. Elegiría siempre la opción del vino, sin dudarlo.
—Lencería aparte, Lilou, en realidad es más complicado que eso y lo sabes. Tengo que trabajar el doble, incluso el triple, desde que Joshua vendió el piano. Mis ahorros estaban invertidos en esa pieza, y sin ninguna ayuda de los gendarmes, ¿qué podía hacer, salvo luchar para vender antigüedades con descuento para que mi negocio no quebrara? Aún estoy intentando estabilizar mis economía y reponer existencias. Y si eso es lo que te hace el amor, olvídalo.
Incluso después de todo este tiempo, el recuerdo de Joshua y de lo que había hecho aún me escocía. Fui una tonta por haber creído una sola palabra de lo que salía de su melosa boca. Escuchaba embelesada cada una de las frases que salían de sus labios. Tan exótico con su acento americano y su mirada de ojos brillantes. Sus declaraciones de amor parecían sinceras y me llevaban a un lugar en el que nunca había estado.
—No tengo tiempo de hacer un repaso de sus mentiras. —Bebí otro sorbo de vino, agradecida por sus propiedades adormecedoras.
Joshua se había llevado una selección de antigüedades de la habitación secreta; entre ellas, un piano muy raro, muy caro, y me había prometido que irían a parar a buenos hogares, a gente que conocía de toda la vida. El pago vendría después. La venta financiaría nuestro «gran plan».
Y los compradores eran franceses, dijo. De confianza.
En aquel arrebato de amor, le había creído. Por supuesto que lo había hecho.
Fue la mayor de las sorpresas cuando me topé con ellos en una subasta en Internet y me enfrenté a él.
—Non, non, non —imitó mi acento francés—. ¿Recuerdas tus mensajes? Las antigüedades son mías, ¡como dijiste tantas veces! Au revoir, Anouk. Fue divertido mientras duró.
Atrapada.
La gendarmería no pudo ayudarme. Dijeron que yo se los había regalado. Tenían pruebas. Mensajes de texto que provenían de mi móvil, diciendo esas palabras exactas. Joshua era inteligente. Me había estado tomando el pelo, así lo llamaba. Se burlaba de mí por «regalar» mis tesoros y, como la idiota enamorada que era, le seguí el juego en nuestros mensajes de texto, esperando meses a que estos supuestos compradores pagaran. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, ya estaba del brazo de otra mujer. Las antigüedades desaparecieron. Y esos mensajes volvían a mi memoria para burlarse de mí.
«¡El piano de cola de Fania Fénelon es tuyo! Un regalo para ti. Con amor, Anouk xxx».
Fue la forma fría y calculadora en que lo hizo lo que me dio miedo; la idea de que un hombre pudiera fingir un amor como el nuestro rompió algo dentro de mí. Supliqué, grité, rogué a los gendarmes que me escucharan, pero me miraron aburridos y me pidieron que volviera con más pruebas, como si yo tuviera que hacer el trabajo por ellos.
Joshua y yo habíamos planeado reunir nuestros ahorros y comprar las mejores antigüedades, construir un museo para que el mundo entero pudiera contemplar una belleza tan rara, y no solo la gente que podía permitirse esos lujos. Para ello, habíamos necesitado vender algunas piezas más grandes con el fin de financiarlo, y luego buscar lo más famoso, lo más ilustre que Francia podía ofrecer. Yo no sabía que las vendía para amasar su propia fortuna… Había jugado conmigo, sabiendo instintivamente que yo caería en la trampa porque el sueño de mi vida era abrir un museo de objetos valiosos.
Lo que más me dolió fue que le amaba. Cuando todo salió a la luz, me di cuenta de que había estado enamorada de un fantasma. Joshua no era quien decía ser. El hombre que yo amaba no existía. El que me cogía de la mano mientras dormíamos, o me despertaba con besos de mariposa, era una farsa. Así que si me mantenía alejada del mundo, era por eso, y no iba a disculparme por ello.
Por desgracia, Joshua seguía trabajando en el circuito de antigüedades, así que me lo encontraba a menudo, y era como una puñalada en el pecho.
Lilou me dio una palmadita en la mano, arrastrándome de vuelta al presente.
—No todos los hombres mienten —me dijo mirándome de forma incisiva.
Me reí.
—¿Y cómo lo sabes? Tu relación más larga ha sido de tres semanas, Lilou.
Me fulminó con la mirada.
—Puede ser que tres semanas sea mi límite con un chico, pero eso es porque no he conocido a nadie que me haga querer más. —Levantó un hombro—. Sé lo que hizo ese crétin y las secuelas que quedan. Lo estrangularía si supiera que puedo enterrar su cadáver y salirme con la mía. —Sus ojos se encendieron al pensarlo—. Todo lo que sugiero es que vuelvas al juego de las citas con algunas aventuras de una noche. Escoge un tipo duro, uno que tenga «fobia al compromiso» escrito por todas partes, y a partir de ahí…
—¡Lilou! No podría hacer eso. Non. Necesito saber más de un hombre antes de dejar que se acueste en mis sábanas de algodón…
Arrugó la nariz.
—Oh, Dios, ¿porque son antigüedades también? Bueno, ¡cámbialas por unas baratas de supermercado por una noche! —Su tono de voz se elevaba con cada palabra.
Un camarero que estaba rellenando la copa de vino de una mujer en la mesa contigua a la nuestra, la llenó en exceso, concentrado en nuestra conversación. El vino rojo rubí se derramó, manchando el mantel blanco. La mujer se lamentaba y el camarero se disculpaba profusamente.
Lilou le señaló con el pulgar.
—Un buen ejemplo: bonito derrière, firme; ojos soñolientos y sensuales labios carnosos. Imagínate esos brazos rodeándote entre las sábanas…
Esta vez el camarero volcó la copa de vino de la mujer. El líquido borgoña se derramó velozmente y cayó rápidamente sobre la falda blanca de la mujer. Lilou les echó una mirada de soslayo.
—Vale, quizá él no, es demasiado torpe.
El rostro del camarero se tiñó de escarlata.
—¡Para! —siseé, luchando por mantener la compostura—. Entiendo lo que quieres decir y lo tendré en cuenta.
Se bebió medio vaso de vino.
—Odio cuando dices eso.
Lilou y yo estábamos delante de la pequeña tienda de antigüedades, flojas después de comer, y nos despedimos con un abrazo.
—Nos vemos esta noche —le dije.
—En realidad, no. —Lilou me dedicó una sonrisa pícara—. Me voy a seguir un festival de música por Normandía con Claude. Pensé que podría hacer una colección de joyas basadas en el sonido. Es un viaje de investigación.
—¿Cómo? —Mi instinto de hermana mayor se puso en marcha—. Acabas de volver. Rainier y tú solo os ibais una semana. Han pasado tres, ahora Rainier se ha marchado y hay alguien llamado Claude, ¿y te vas a un festival de música? Pensé que estabas trabajando en una línea de joyería inspirada en la puesta de sol. ¡No, Lilou! Se supone que tienes que estar estudiando. Al menos trata de hacerte una página web para que tengamos munición, por si papa se entera.
Soltó un largo gruñido como si yo fuera un grano en el culo. Podía adivinar lo que vendría a continuación…
—¡Anouk, solo se vive una vez!
Voilà!
Cuando Lilou se proponía algo, era una fuerza de la naturaleza. A pesar de que su vida carecía de rumbo, tenía la sensación de que siempre saldría adelante gracias a su encanto y su ingenio. Era irresistible cuando mostraba su radiante sonrisa. En el fondo era una descarada, pero yo la quería mucho, aunque añadiera un elemento de drama a mi ya ajetreada vida y generaba la preocupación que llevaba en el corazón cuando se marchaba a una de sus aventuras. Estaba desesperada porque alguien o algo la frenara y la mantuviera en un lugar el tiempo suficiente para que echara raíces y se asentara.
Temía otra llamada de mi padre preguntando por ella. Tendría que cruzar los dedos y mentir una vez más, sabiendo que al final todo esto me salpicaría.
Una parte de mí la envidiaba; yo nunca había sido tan frívola. Mis días giraban en torno al trabajo, la búsqueda de antigüedades, la investigación de su historia, los viajes cerca y lejos para asistir a ventas y subastas, la búsqueda de joyas en mercadillos y ferias de antigüedades… No me quedaba tiempo para nada más. Me dedicaba en cuerpo y alma a mi negocio. Me mantenía firme ante cualquier incertidumbre que se me presentara.
Me sacudí la familiar sensación de angustia antes de que pudiera instalarse del todo y nublara mi estado de ánimo.