La llamada - Chris Carter - E-Book
SONDERANGEBOT

La llamada E-Book

Chris Carter

0,0
7,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

TU VIDA ESTÁ EN PELIGRO… Ten cuidado antes de responder la próxima llamada. Podría ser el principio de tu peor pesadilla. Luego de una ardua semana, Tanya Kaitlin anhela pasar una noche tranquila en su casa, pero al salir de la ducha oye sonar su teléfono. Es un pedido para aceptar una videollamada de su mejor amiga, Karen Ward. Tanya coge la llamada y la pesadilla comienza. Karen está amordazada y atada a una silla en su propia sala de estar. Si Tanya corta la llamada, si aparta la vista de la cámara, él a continuación irá a por ella, le promete la voz grave, rasposa y demoníaca que se oye del otro lado de la línea. Mientras los detectives Robert Hunter y Carlos Garcia investigan las amenazas, se ven envueltos en una montaña rusa de maldad, persiguiendo a un brutal homicida que patrulla las calles y las redes sociales en busca de sus víctimas, provocándolas con mensajes secretos y alimentándose de su miedo.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



La llamada

La llamada

Título original: The Caller

© 2017 Chris Carter. Reservados todos los derechos.

© 2023 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción Aldo Giacometti,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1255-6

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Acerca del autor

Chris Carter nació en Brasil en una familia de origen italiano. Estudió Psicología y Comportamiento Criminal en la Universidad de Michigan. Como miembro del equipo de Psicología Criminal del fiscal de distrito del estado de Michigan, entrevistó a muchos criminales y estudió sus casos, incluyendo asesinos en serie y homicidas múltiples con condenas a cadena perpetua. Luego de abandonar la ciudad de Los Ángeles a principios de la década de 1990, Chris vivió muchos años como guitarrista de diversas bandas de rock antes de dejar el negocio de la música para dedicarse a escribir a tiempo completo. Actualmente vive en Londres y se encuentra en el Top Ten del Sunday Times de los autores más vendidos.

Visite chriscarterbooks.com o encuéntrelo en Facebook.

Uno

Tanya Kaitlin cerró el grifo, salió de la ducha y se secó lentamente antes de ponerse su bata de baño favorita, que era blanca y negra. Después de secarse cogió la toalla del mismo juego que la bata, que colgaba de un pequeño gancho detrás de la puerta del cuarto de baño, y la usó para envolverse su pelo rubio playa, colocándosela a modo de turbante. A pesar de que solo estaba tibia, la ducha había producido vapor más que suficiente como para empañar por completo el espejo grande que estaba en la pared por encima del lavabo de granito negro. Tanya estiró el brazo y despejó un claro circular en el espejo. Inclinándose hacia delante, examinó su reflejo cuidadosamente. Verlo le llevó tan solo un par de segundos.

−Oh, Dios, no −dijo, volviendo su rostro como para poder ver mejor su perfil derecho y usando sus dos dedos índices para estirar un sector de la piel de su barbilla−. De ningún modo, señor Grano. Te veo venir.

Tanya se resistió al impulso de apretarse el granito. En vez de eso, abrió el cajón de la izquierda que estaba debajo del lavabo y comenzó a revolver por entre los contenidos que allí había como una mujer con una misión que cumplir. El cajón estaba lleno de botellas, tubos y pequeños frascos con aceites, cremas, lociones y cualquier clase tratamiento milagroso para la piel que se hubiese publicitado recientemente en cualquiera de las muchas revistas de moda que compraba de forma religiosa.

−No, tú no... tú no... −murmuraba mientras movía productos de un lado para el otro−. ¿Dónde demonios está? Lo tengo, sé que lo tengo. −Empezó a revolver de manera un poco más frenética−. Oh, aquí está −dijo, y suspiró aliviada.

Del fondo del cajón sacó un pequeño tubo blanco que tenía una bolilla en la punta. Nunca había utilizado antes ese producto, pero un artículo que había leído hacía tan solo unos días lo calificaba como una de las mejores cinco “pociones” contra el acné que había en el mercado en ese momento. No es que Tanya tuviera problemas de acné. De hecho, tenía una piel increíblemente saludable para una mujer de veintitrés años, pero no había ninguna duda de que ella era una chica muy precavida, y tenía todo tipo de cosas “por si acaso”. La cantidad de productos de belleza que había comprado “por si acaso” en los últimos dos años era impactante.

Tanya retiró la tapa, corroboró nuevamente su reflejo en el espejo y aplicó con cuidado la bolilla en el granito que amenazaba con aparecer en su mentón.

−Así es, señor Grano, no podrás con esto −dijo con aire triunfante−. Ahora lárgate de mi barbilla. Y será mejor que lo hagas antes del fin de semana.

Tanya estaba a punto de comenzar con su ritual de hidratación corporal y facial cuando oyó un sonido proveniente de su dormitorio, o al menos eso fue lo que pensó. Abrió la puerta del cuarto de baño, reacomodó el turbante para dejar su oreja derecha al descubierto, asomó la cabeza y escuchó con atención durante un breve momento. La melodía extravagante que oyó le indicaba que estaba recibiendo una videollamada de una de sus tres mejores amigas.

−Ya voy... ya voy −dijo Tanya, saliendo del cuarto de baño a toda prisa y entrando en el dormitorio.

Encontró su smartphone vibrando sobre la mesilla de noche. Se movía erráticamente de un lado al otro, como si estuviera bailando al ritmo de la canción. Lo cogió y miró la pantalla: videollamada entrante de su mejor amiga, Karen Ward. La hora marcaba las 10:39 p.m.

Sosteniendo el teléfono frente a su rostro, Tanya aceptó la llamada. Karen y ella se comunicaban mucho mediante videollamadas.

−Hola, cariño −dijo mientras se sentaba en el borde de la cama−. Acabo de tener que quitarme un grano de la barbilla, ¿lo puedes creer?

Cuando la imagen se materializó en la pantalla de su móvil, Tanya frunció el ceño. En vez de ver el rostro de su mejor amiga como en cualquier videollamada previa, lo único que veía Tanya era un primer plano de los profundos ojos azules de Karen, nada más. Y estaban llenos de lágrimas.

−Karen, ¿está todo bien?

Karen no respondió.

−Cariño, ¿qué sucede? −Ahora la voz de Tanya estaba cargada de preocupación.

Finalmente, y muy despacio, la imagen comenzó a alejarse, y Tanya sintió que el miedo la envolvía como un abrigo demasiado ajustado.

El cabello rubio de Karen parecía estar empapado de sudor. Se le adhería a la frente pegajosa y a los costados del rostro como si fuera papel húmedo. El gran caudal de lágrimas le había corrido el maquillaje de los ojos, que le caía por las mejillas, creando unos dibujos muy raros de líneas negras.

Tanya se acercó el móvil al rostro:

−Karen, ¿qué demonios sucede? ¿Estás bien?

Una vez más, no hubo respuesta, pero a medida que la imagen continuaba alejándose, Tanya finalmente cayó en la cuenta de por qué era así. Karen estaba amordazada con una correa de cuero, tan ajustada que le deformaba la boca y el rostro y le hundía la comisura de los labios. Le caía sangre por la barbilla.

−¿Qué diablos? −Tanya exhaló las palabras con voz vacilante−. Karen, ¿es esto una maldita broma?

−Me temo que Karen en este momento no puede hablar.

La voz que Tanya oyó por el minúsculo altavoz de su móvil de alguna manera estaba digitalmente alterada. Le habían bajado el tono unos cuantos niveles, lo cual hacía que sonara escalofriantemente grave. Demasiado grave para una voz humana. También le habían agregado un retardo temporal, lo cual generaba que se arrastrara de manera inconsistente. El resultado era una voz que fácilmente podía coincidir con la imagen de un demonio en una película de Hollywood. Tanya no podía saber si la voz era de hombre o de mujer.

−¿Qué...? −Miró de nuevo la pantalla frunciendo el ceño. No veía a nadie más−. ¿Quién habla?

−No importa quién soy yo −respondió la voz demoníaca con un tono inalterable−. Lo importante es que escuches con atención, Tanya, y que no cuelgues el teléfono. No me puedes ver, pero yo sí te puedo ver a ti. Si cuelgas, las consecuencias serán graves... para Karen... y para ti.

Tanya negó con la cabeza, como intentando sacudirse de encima una pesadilla.

−¿Qué?

La confusión se convirtió en perplejidad.

La imagen se alejó un poco más en la pantalla de Tanya, y vio que Karen estaba atada a una silla con una cuerda muy gruesa. Tanya entrecerró los ojos ante lo que estaba viendo. Reconoció la silla y el póster grande que estaba en la pared detrás de Karen. Las imágenes estaban siendo transmitidas desde la sala de estar de Karen.

Tanya hizo una pausa, consideró la situación durante un breve segundo y luego ladeó la cabeza escépticamente. Tiene que ser una broma, pensó. Y entonces cayó en la cuenta.

−Pete, ¿has regresado? ¿Eres tú el de la maldita voz de diablo? −Ahora el tono de voz de Tanya estaba un poco más estable−. ¿Me estáis haciendo una broma? −Se quitó la toalla de la cabeza, dejando que su cabello húmedo le cayera sobre los hombros.

No hubo respuesta.

−Ja ja ja, vosotros. Vamos, Pete, Karen, ya es suficiente. No es divertido, ¿sabéis? De hecho es bastante raro. Casi me hago pis encima.

Siguió sin haber respuesta.

−Vamos. Si seguís con esto colgaré la llamada.

−Si yo estuviera en tu lugar, no haría eso −contestó finalmente la voz demoníaca, manteniendo el mismo tono uniforme de antes−. No estoy seguro de quién es Pete, pero quizá lo averigüe. Quién sabe, podría ser el siguiente en mi lista.

Tanya seguía sin ver a ninguna otra persona en la pantalla del móvil más allá de Karen. Fuera quien fuera la persona con la voz demoníaca, él o ella probablemente era la que estaba filmando, aunque el teléfono probablemente estaba en alguna clase de trípode, dado que la filmación parecía muy estable para que alguien estuviese sosteniendo el dispositivo con la mano.

Esto es una locura, pensó Tanya, manteniendo la mirada fija en los ojos de su mejor amiga.

En la pantalla, Karen respiró hondo y el aire pareció entrar por su nariz en grandes grumos, porque toda la cabeza se le sacudió por el esfuerzo. Los ojos se le llenaron otra vez de lágrimas antes de que le desbordaran y empezaran a caerle por las mejillas, creándole más líneas negras aún.

Tanya conocía a Karen lo suficientemente bien como para saber que esas lágrimas no eran falsas. Fuera lo que fuera lo que estaba sucediendo, ahora sabía que no era ningún chiste.

−Aunque me encantaría seguir conversando −continuó la voz maléfica−, en este momento el tiempo apremia, Tanya. Al menos para tu amiga Karen. Por lo que déjame decirte cómo serán las cosas.

Tanya se tensionó.

−He hecho una apuesta.

Tanya no estaba segura de haber oído bien:

−¿Qué? ¿Una apuesta?

−Así es −confirmó el demonio−. He hecho una apuesta aquí con Karen. Si pierdo, quedará libre y ninguna de vosotras tendrá más noticias de mí. Os lo prometo.

Hubo una larga pausa deliberada.

−Pero si gano... −La persona que estaba del otro lado de la línea dejó simplemente que esas palabras quedaran ominosamente suspendidas en el aire.

Tanya negó con la cabeza mientras exhalaba:

−No... no entiendo.

−Es un juego muy sencillo, Tanya. Yo lo llamo, sorprendentemente, dos preguntas.

−¿Eh?

−Lo único que tienes que hacer es contestarme correctamente dos preguntas −explicó la voz inhumana−. Las haré de una en una. Me puedes dar todas las respuestas que quieras por cada pregunta, pero solo podemos pasar a la siguiente pregunta, o si estamos hablando de la segunda pregunta, terminar el juego, una vez que me hayas dado una respuesta correcta. Si tardas más de cinco segundos en contestar una pregunta, cuenta como una respuesta incorrecta. Para que tu amiga Karen sea liberada, lo único que necesito son dos respuestas correctas. −Hubo una pausa de un milisegundo−. Lo sé, lo sé. No suena a un juego verdaderamente emocionante, ¿no te parece? Pero... supongo que ya veremos.

−¿Preguntas? ¿Qué clase de preguntas?

−Oh, no te preocupes. Están todas directamente relacionadas contigo. Ya verás.

Tanya tuvo que respirar bien hondo antes de ser capaz de hablar de nuevo:

−¿Y qué sucede cada vez que te doy una respuesta incorrecta?

La pregunta de Tanya hizo que Karen sacudiera lentamente la cabeza. Abrió mucho los ojos, esta vez llenos de miedo y terror.

−Esa es una muy buena pregunta, Tanya −respondió la voz−. Tengo la sensación de que eres una mujer inteligente. Esa es una buena señal.

Hubo un silencio, como si se hubiera cortado la llamada. Producto del dispositivo que utilizaba la persona que llamaba para cambiar el tono y generar el retardo temporal.

−Lo que te puedo decir es que, por el bien de Karen, esperemos que no respondas de manera incorrecta.

De repente la respiración de Tanya se volvió agitada. No quería jugar ese juego. Y no tenía por qué hacerlo. Lo único que tenía que hacer era colgar.

−Si cuelgas el teléfono −dijo la persona que estaba del otro lado de la línea, como si fuera capaz de leerle la mente a Tanya−, Karen muere y a continuación iré a por ti. Si desapareces de la pantalla y no te puedo ver más por la cámara de tu móvil, Karen muere y a continuación iré a por ti. Si tratas de llamar a la policía, Karen muere y a continuación iré a por ti. Pero déjame asegurarte que todo eso sería un ejercicio inútil, Tanya. A la policía le llevaría cerca de diez minutos llegar hasta aquí. A mí me llevaría tan solo uno arrancarle a tu amiga el corazón del pecho y dejarlo sobre la mesa para que ellos lo encuentren. La sangre en sus venas seguiría estando tibia para cuando ellos llegasen aquí.

Esas palabras hicieron que a Karen y a Tanya les bajaran rayos de miedo por la espina dorsal. Karen inmediatamente comenzó a gritar detrás de su mordaza de cuero y comenzó a sacudir histéricamente el cuerpo de un lado hacia el otro, intentando zafarse de sus ataduras, pero en vano.

−¿Quién eres? −preguntó Tanya con voz entrecortada−. ¿Por qué le haces esto a Karen?

−Sugiero que te concentres en el problema que tienes enfrente, Tanya. Piensa en Karen.

Entonces Tanya vio un nuevo movimiento en la pantalla. Una persona vestida toda de negro se había posicionado detrás de la silla a la que estaba amarrada su mejor amiga, pero Tanya no podía ver nada más allá del torso de la persona.

−Dios, ¿qué clase de broma macabra es esta? −gritó Tanya por el teléfono, ahora tratando ella misma de contener las lágrimas.

−No, Tanya −respondió el demonio−. Esto no es ninguna broma. Esto es real. ¿Comenzamos?

−No, espera... −suplicó Tanya, con el corazón que ahora le latía dos veces más rápido que hacía unos pocos minutos.

Pero la persona de la voz demoníaca ya no la escuchaba:

−Primera pregunta, Tanya: ¿cuántos amigos tienes en Facebook?

−¿Qué? −A Tanya la confusión le deformó el rostro.

−¿Cuántos amigos tienes en Facebook? −repitió la voz, esta vez una fracción más despacio que antes.

Vale, esto sí tiene que ser una broma, pensó Tanya. ¿Qué clase de pregunta tonta es esa? ¿Va en serio esto?

−Cinco segundos, Tanya.

La mirada perpleja de Tanya buscó el rostro de Karen. Lo único que había allí era miedo.

La voz malvada comenzó una cuenta regresiva:

−Cuatro... tres... dos...

Tanya apenas lo tuvo que pensar. Había corroborado su perfil justo antes de entrar en la ducha:

−Mil ciento treinta y tres −respondió finalmente.

Silencio.

El aire en la habitación de Tanya pareció espesarse como humo denso.

Finalmente, la persona que estaba de pie detrás de la silla de Karen comenzó a aplaudir.

−Eso es cien por cien correcto, Tanya. Tienes buena memoria. Y esa respuesta acaba de hacer que tu amiga esté un paso más cerca de la libertad. Lo único que necesitas hacer ahora es responder correctamente una pregunta más y todo esto habrá terminado.

Otra larga pausa deliberada.

Sin darse cuenta, Tanya estaba conteniendo la respiración.

−Dado que Karen es tu mejor amiga, la siguiente pregunta para ti debería ser pan comido.

Tanya esperó.

−¿Cuál es el número de móvil de Karen?

Tanya frunció el ceño llena de dudas:

−¿Su número?

Esta vez el demonio no repitió la pregunta. Simplemente comenzó con la cuenta regresiva:

−Cinco... cuatro... tres...

−Pero... no lo sé de memoria.

−Dos...

A Tanya se le hizo un nudo en la garganta.

−Uno...

−Esto es estúpido −dijo Tanya con una risita nerviosa−. Dame un segundo y te lo diré.

−Te he dado cinco segundos, y esos cinco segundos ya terminaron. No me has contestado.

Esta vez había un nuevo tono por debajo de la voz del demonio. Un tono que Tanya no pudo terminar de identificar pero que, fuera el que fuera, le llenó el corazón de un miedo aterrador.

−Querías saber qué era lo que sucedía si me dabas una respuesta incorrecta... mira esto.

Dos

El detective Robert Hunter de la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles vio a la mujer pelirroja apenas entró a la sala de lectura abierta las veinticuatro horas del día que estaba en el primer piso del histórico edificio de la Biblioteca Powell, que formaba parte del campus de la UCLA en Westwood. La mujer estaba parcialmente escondida detrás de una pila de libros encuadernados en cuero, con una taza de café frente a ella. Estaba sentada sola, concentrada, escribiendo algo en su ordenador portátil. En el momento en el que Hunter pasó por la mesa en la que ella estaba sentada, camino a la que estaba en el rincón del fondo de la gran sala, cruzaron la mirada. No había nada allí. Ni intriga, ni invitación, ni coqueteo. Solo una mirada casual y despreocupada. Un segundo después la mirada de ella regresó a la pantalla de su ordenador y el momento ya había pasado.

Era la tercera vez que Hunter la veía en la biblioteca, siempre sentada detrás de una pila de libros, siempre con una taza de café enfrente, siempre sola.

A Hunter le encantaba leer y por lo tanto le encantaba la sala de lectura abierta las 24 horas del día de la Biblioteca Powell, especialmente en las primeras horas de la mañana los días en los que las noches de insomnio se apoderaban de él.

En los Estados Unidos, una de cada cinco personas padece de insomnio crónico, mayormente provocado por una combinación de trabajo y preocupaciones financieras y familiares. Pero en el caso de Hunter, era algo que había llegado mucho antes de tener que lidiar con las presiones de un trabajo estresante.

Todo comenzó apenas después de que su madre perdiera la batalla contra el cáncer. Hunter en ese momento tenía tan solo siete años de edad. En esa época, se sentaba solo de noche en su habitación, extrañándola, demasiado triste como para poder dormir, demasiado asustado como para cerrar los ojos, demasiado orgulloso como para llorar. Las pesadillas que siguieron a la muerte de su madre eran tan devastadoras para el joven Robert Hunter que, como mecanismo de defensa, su cerebro hacía todo lo que podía para mantenerlo despierto por las noches. El sueño se tornó un lujo y un tormento en medidas iguales, y para mantener la cabeza ocupada durante esas noches interminables sin dormir, Hunter leía ferozmente, devorando libros como si le llenaran de poder. Los libros se convirtieron en su santuario. Su fortaleza. Un lugar seguro en el que las abominables pesadillas no le podían alcanzar.

A medida que pasaron los años, el insomnio y las pesadillas de Hunter remitieron considerablemente, pero apenas unas semanas después de recibir su doctorado en Análisis del Comportamiento Criminal y en Biopsicología por la Universidad de Stanford, su mundo se desmoronó por segunda vez. Su padre, que nunca se había casado de nuevo y que en ese momento trabajaba como guardia de seguridad en una sucursal del Bank of America en el centro de Los Ángeles, recibió un disparo durante un robo fallido. Hunter pasó doce semanas a su lado en una habitación de hospital mientras su padre yacía en coma. Hunter le leía cuentos, le contaba chistes, le sostenía la mano durante horas seguidas, pero una vez más, quedó demostrado que el amor y la esperanza no alcanzaban. Cuando finalmente su padre falleció, el insomnio y las pesadillas de Hunter regresaron de manera despiadada, y desde entonces nunca le habían abandonado. En una buena noche, Hunter probablemente se las podía apañar para conciliar tres o quizás cuatro horas de sueño. Esa noche no era una de las buenas.

Hunter llegó a la última mesa al fondo de la sala y miró su reloj: 12:48 a.m. Como siempre, a pesar de lo avanzado de la hora, el lugar estaba relativamente activo, con un flujo bastante regular de estudiantes a lo largo de toda la noche.

Se sentó, asegurándose de quedar de cara al salón, y abrió el libro que llevaba consigo. Leyó durante unos quince minutos antes de decidir que él también necesitaba una taza de café. Las máquinas expendedoras más cercanas estaban justo afuera de la sala de lectura, junto a los ascensores. Mientras recorría una vez más el pasillo de la biblioteca, Hunter cruzó de nuevo miradas con la mujer pelirroja. Aunque los ojos de ella regresaron al portátil, no lo hicieron lo suficientemente deprisa. Ella le había mirado otra vez pero, a pesar de haber sido sorprendida, su lenguaje corporal no dio señales de sentirse avergonzada; al contrario, demostró confianza.

La flamante máquina de café que estaba afuera ofrecía quince variedades distintas de café, nueve de ellas saborizadas. La más extravagante, con crema batida, salsa de caramelo y chispas de chocolate, se servía en un vaso que contenía seiscientos centímetros cúbicos. Costaba nueve dólares con noventa y cinco centavos. Hunter se rio. Los precios y las medidas de capacidad de los estudiantes habían recorrido un largo camino desde sus días en la universidad.

−A no ser que te guste el café extremadamente dulce, yo me mantendría lejos de esa opción.

El consejo, que llegó desde una persona que estaba pocos pasos por detrás de Hunter, le tomó por sorpresa. Al darse la vuelta se encontró cara a cara con la mujer pelirroja.

Su belleza era evidente e interesante al mismo tiempo. Su cabello rojo brillante, que le llegaba hasta por debajo de los hombros, era naturalmente ondulado, y el flequillo le hacía un bucle por encima de la frente y le caía ligeramente hacia un costado, creando un encantador peinado victory roll, al estilo de las pin-ups. Llevaba puestas unas gafas anticuadas, de montura negra y ojos de gato, que se adaptaban perfectamente a su rostro ovalado y resaltaban sus ojos verdes de manera agradable. Centrado justo por debajo de su labio inferior, tenía un piercing, con una delicada piedra negra. Tenía también un piercing en el tabique, con un delicado anillo plateado. Llevaba puesto un vestido rockabilly negro y rojo inspirado en los años 1950, que le dejaba los brazos completamente expuestos. Ambos estaban cubiertos de tatuajes coloridos, desde los hombros hasta las muñecas. Sus zapatos Merceditas combinaban con los colores del vestido.

−La opción que estabas mirando −aclaró, percibiendo la confusión de Hunter y señalando la máquina con su taza de café vacía−. ¿El Frapuccino Caramel Deluxe? Es excesivamente dulce, por lo que a menos que te gusten mucho esas cosas, yo lo evitaría.

Hunter no se había dado cuenta de que había estado observando tan atentamente las opciones.

−Yo diría que lo dulce no es lo único que se destaca −respondió, mirando velozmente por encima del hombro−. ¿Diez dólares por un café?

Los labios de ella dibujaron una sonrisa al mismo tiempo encantadora y tímida, con la que expresó que estaba de acuerdo con el comentario de Hunter.

−Ya te he visto aquí en la biblioteca −dijo ella, dejando atrás el tema de los “cafés caros y dulces”−. ¿Estudias aquí en UCLA?

Hunter miró un momento más a la mujer que tenía enfrente. Era difícil saber qué edad tenía. En su porte tenía el orgullo y la autoridad de un jefe de Estado, pero sus delicados rasgos podían ser los de una estudiante del último año de la universidad. Su voz también desvelaba más bien poco, dado que tenía un tono amable y femenino combinado con una cantidad suficiente de seguridad como para desarmar las suposiciones más confiadas.

−No −respondió Hunter, honestamente divertido por la pregunta. Sabía que ya no se parecía en nada a un estudiante universitario−. Mis días de estudiante terminaron hace mucho tiempo. Solo... −Su mirada se dirigió más allá de ella, hacia la sala de lectura−. Me gusta venir aquí de noche. Me gusta la serenidad de este lugar.

Su respuesta hizo que en los labios de la mujer se formara una nueva sonrisa.

−Supongo que sé de lo que estás hablando −dijo ella, dándose la vuelta y permitiendo que su mirada siguiera la de Hunter a través de las puertas y dentro de la gran sala de lectura, pasando del suelo de madera a cuadros a las mesas de caoba oscura, y finalmente a los grandes ventanales de estilo gótico−. Además −agregó−, también me gusta el olor de este lugar.

Hunter la miró frunciendo el ceño.

Ella ladeó la cabeza y se explicó:

−Siempre pensé que si uno le pudiese poner un aroma al conocimiento, ese aroma sería el que hay aquí, ¿no lo crees? Una combinación de papel, tanto nuevo como viejo, cuero, caoba... −Hizo una breve pausa y se encogió de hombros−. Cafés carísimos y sudor de estudiantes.

Esta vez Hunter le devolvió la sonrisa. Le gustó su sentido del humor.

−Me llamo Tracy −dijo ella, tendiéndole la mano−. Tracy Adams.

−Robert Hunter. Encantado de conocerte.

A pesar de que las manos de ella eran delicadas, su apretón fue firme y fuerte.

−Por favor −dijo Hunter, dando un paso hacia su derecha y haciendo un gesto con la cabeza, primero en dirección a la taza de Tracy y luego hacia la máquina expendedora−. Pasa.

−Oh no, tú estabas primero −respondió Tracy−. No tengo prisa.

−Está bien, de veras, aún estoy decidiendo −mintió Hunter. Solo tomaba café negro y sin endulzar.

−Oh, vale. Si es así, gracias.

Tracy se acercó a la máquina, colocó su taza en el lugar correspondiente, introdujo algunas monedas e hizo su selección: café negro. Sin azúcar.

−Entonces, ¿cómo están yendo hasta el momento los estudios? −preguntó Hunter.

−Oh no −respondió Tracy, recogiendo su taza y dándose la vuelta para quedar de frente hacia él−. Yo tampoco estudio aquí.

Hunter asintió:

−Lo sé. Eres profesora, ¿no es así?

Tracy le observó con curiosidad y con una mirada intensa e inquisitiva, pero la expresión de él no reveló nada de nada. Lo cual la intrigó aún más.

−Es correcto, soy profesora, pero ¿cómo lo supiste?

Hunter trató de desestimar la pregunta encogiéndose de hombros:

−Oh, fue solo una suposición, en realidad.

Tracy no le creyó.

−No puede ser.

Rápidamente ella recordó los volúmenes encuadernados en cuero que tenía sobre la mesa. De ninguno de esos títulos se podía deducir su ocupación, e incluso de haber sido así, Hunter habría precisado una visión sobrehumana para poder leerlos desde donde había estado sentado, o al pasar junto a su mesa.

−Fue una afirmación demasiado segura como para haber sido una suposición. De algún modo ya lo sabías. ¿Cómo? −La mirada que Tracy tenía ahora en sus ojos era muy escéptica.

−Simple observación −respondió Hunter, pero antes de poder desarrollar su respuesta, sintió que su teléfono celular vibraba dentro del bolsillo de su chaqueta. Lo cogió y miró la pantalla.

−Discúlpame un momento −dijo, llevándose el móvil a la oreja−. Detective Hunter, Especial de Homicidios.

Tracy alzó las cejas. No estaba esperando eso. Unos segundos más tarde vio cómo a él le cambiaba completamente la expresión del rostro.

−Vale −dijo Hunter en el móvil, mirando su reloj: 1:14 a.m.−. Voy en camino. −Cortó la llamada y miró de nuevo a Tracy−. Fue un placer conocerte. Que disfrutes el café.

Tracy dudó por un instante.

−Te olvidas tu libro −le gritó ella, pero Hunter ya había bajado medio tramo de escaleras.

Tres

La Sección Especial de Homicidios (SEH) del Departamento de Policía de Los Ángeles era una rama de élite de la División de Robos y Homicidios. Había sido creada para lidiar de manera exclusiva con casos de asesinatos en serie y de alto perfil, y con casos que requiriesen mucho tiempo de investigación y mucha experiencia. Debido a la formación de Hunter en psicología del comportamiento criminal y al hecho de que Los Ángeles parecía atraer a una raza particular de sociópatas, estaba destinado a una entidad incluso más especializada dentro de la SEH. Todos los homicidios en los que el perpetrador hubiera utilizado una brutalidad y/o un sadismo abrumador el departamento los calificaba como CUV: Crímenes Ultraviolentos. Robert Hunter y su compañero, Carlos Garcia, conformaban la Unidad SEH CUV.

La dirección que le habían dado a Hunter le llevó a Long Beach, más específicamente, a un edificio terracota de dos plantas que se encontraba entre una farmacia y la casa de la esquina de esa manzana. Incluso a esa hora de la madrugada, y cogiendo el camino más rápido posible, le llevó cerca de una hora recorrer los casi sesenta kilómetros que separaban el campus de UCLA, en Westwood, de Harbor.

Vio la acumulación de coches patrulla blancos y negros apenas salió de la avenida Redondo y giró a la izquierda en East Broadway. El Departamento de Policía de Long Beach ya había acordonado una parte de Broadway. El Honda Civic azul metalizado de Garcia estaba aparcado del otro lado de la calle con respecto al edificio de dos plantas, junto a una furgoneta blanca de la policía científica.

Hunter tuvo que reducir la velocidad hasta quedar avanzando casi a paso de hombre a medida que se acercaba a la zona acordonada. En una ciudad que apenas si dormía, no era sorprendente que ya se hubiese reunido una pequeña multitud de curiosos junto a la cinta policial. La mayoría tenían los brazos extendidos por encima de su cabeza, filmando con sus teléfonos móviles o con sus tablets, como si estuviesen en algún concierto de música, todos con la esperanza de conseguir ver algo. Y cuanto más espantoso, mejor.

Cuando finalmente atravesó la multitud, Hunter les mostró sus credenciales a los dos agentes uniformados que estaban junto a la cinta negra y amarilla de la escena del crimen y al lado del coche de su compañero. Al apearse de su maltrecho Buick LeSabre, estiró su metro ochenta de altura en el viento frío de la madrugada. Hunter ajustó su placa en el cinturón y miró lentamente a su alrededor. El segmento de calle que había acordonado la policía tenía aproximadamente cien metros de largo, desde la intersección con la avenida Newport hasta Loma, que era la siguiente avenida.

Lo primero que pensó Hunter fue que la ubicación brindaba una amplia selección de vías de escape, con una autovía importante a menos de tres kilómetros de distancia. Pero realmente no importaba si el perpetrador iba en coche o no, ya que desaparecer de manera anónima por cualquiera de esas calles no habría sido un problema para nadie.

Garcia, que estaba esperando junto a un coche patrulla blanco y negro, hablando con un agente del Departamento de Policía de Long Beach, había visto el coche de Hunter en el momento en que cruzaba la cinta de la escena del crimen.

−Robert −dijo en voz alta mientras cruzaba la calle.

Hunter se volvió para mirar a su compañero.

El cabello largo castaño de Garcia estaba recogido hacia atrás en una coleta muy prolija. Llevaba puestos pantalones oscuros con una camisa celeste debajo de una chaqueta negra. Aunque parecía estar bien despierto y que su vestimenta podría haber recién salido de la tintorería, tenía aspecto de cansado y los ojos rojos. A diferencia de Hunter, Garcia dormía bien por las noches. Aunque esa noche en particular hacía tan solo dos horas que estaba durmiendo cuando una llamada del Departamento de Policía de Los Ángeles le sacó de la cama.

−Carlos −dijo Hunter, haciendo un gesto con la cabeza para saludar a su compañero−. Lamento haberte llamado tan temprano, compañero. ¿Qué es lo que tenemos?

−Aún no estoy seguro −respondió Garcia negando apenas con la cabeza−. Llegué aquí pocos minutos antes que tú. Estaba intentando averiguar quién es el oficial a cargo cuando te vi cruzar la barrera policial.

Hunter apartó la mirada de su compañero y la llevó hacia la persona que se les aproximaba desde las espaldas de Garcia. Venía del edificio terracota.

−Supongo que nos encontró −dijo Hunter.

Garcia se dio media vuelta.

−¿Vosotros sois los de Crímenes Ultraviolentos? −preguntó el hombre con una voz claramente cascada por años de fumar cigarrillos.

Las uves bordadas invertidas en la parte alta de las mangas de su chaqueta les hicieron saber a Hunter y a Garcia que era un sargento de segundo nivel, del Departamento de Policía de Long Beach. Parecía tener poco menos o poco más de cincuenta años. Llevaba su cabello grueso entrecano cepillado hacia atrás desde el nacimiento del cuero cabelludo, lo cual permitía que se le viera con claridad una pequeña cicatriz que tenía justo por encima de su ceja izquierda. Hablaba con un ligero acento mexicano.

−Correcto −respondió Hunter en el momento en que él y Garcia se aproximaban hacia el sargento. Se presentaron con firmes apretones de mano. El sargento se llamaba Manuel Velasquez.

−¿Qué es lo que tenemos aquí, entonces, sargento? −preguntó Garcia.

El sargento Velasquez se rio un poco ante la pregunta, pero con una risa nerviosa y llena de dudas.

−No estoy del todo seguro de poder describir con palabras lo que hay allí adentro −respondió, dándose la vuelta para mirar el edificio que estaba a sus espaldas−. No estoy seguro de que alguien pueda describirlo. Tendréis que ir a verlo con vuestros propios ojos.

Cuatro

Movido por una ráfaga de viento otoñal, que en el último par de minutos había arreciado considerablemente, el cúmulo de pesadas nubes que estaba sobre ellos se había tornado más compacto, y en el momento en que Hunter, Garcia y Velasquez echaron a andar hacia el edificio terracota, las primeras gotas de lluvia cayeron sobre sus cabezas y sobre el asfalto seco.

−La víctima se llamaba Karen Ward −anunció el sargento Velasquez, apurando el paso para escaparse a la lluvia y guiando a Hunter y a Garcia por los pocos escalones de hormigón que llevaban a la puerta de entrada del edificio. En vez de confiar en su memoria, cogió su libreta y la abrió−. Tenía veinticuatro años de edad, era soltera y trabajaba como cosmetóloga en un spa de belleza en la calle Segunda Este. −Instintivamente señaló hacia el este−. De hecho, no muy lejos de aquí. Vivía en este edificio desde hacía tan solo cuatro meses.

−¿Alquilaba? −preguntó Garcia mientras ingresaban al edificio.

−Así es. La propietaria se llama... −Pasó una página de su libreta−. Nancy Rogers, y vive en Torrance, South Bay.

−¿Entraron a robar? −Esta vez el que preguntó fue Hunter.

Velasquez negó incómodamente con la cabeza:

−No, y el responsable ni siquiera se molestó en que pareciera un robo. Tampoco hay ningún indicio aparente de que se haya forzado la entrada ni de ninguna clase de forcejeo. Su bolso fue encontrado en el sofá del salón. Su cartera estaba dentro con dos tarjetas de crédito y ochenta y siete dólares en efectivo. Las llaves del coche también estaban dentro del bolso. Su ordenador portátil estaba en su dormitorio, donde también encontramos algunas alhajas encima de una cómoda. Roperos, armarios, cajones... todo parece estar intacto.

En la entrada principal del edificio, la única seguridad que el lugar parecía brindarles a sus residentes era un viejo sistema de ingreso con portero automático. No había cámaras de videovigilancia.

−¿Vivía sola?

−Así es −respondió el sargento asintiendo con la cabeza.

Dado que en el edificio no había ascensor, Hunter y Garcia siguieron a Velasquez por un segundo tramo de escaleras y luego por un tercer tramo hasta el último piso.

−He enviado policías a todos los pisos a indagar puerta por puerta −informó el sargento Velasquez−. Nada. −Hizo un gesto de que no le sorprendía mucho−. Nadie vio ni oyó nada.

−¿Ni siquiera el vecino de la puerta de al lado? −preguntó Hunter.

El sargento negó con la cabeza:

−Sus vecinos de la puerta de al lado son una pareja de mediana edad −explicó Velasquez−. El señor y la señora Santiago. Ambos tienen problemas de audición. Yo mismo hablé con ellos, pero incluso con los fuertes golpes con los que llamé a su puerta, al señor Santiago le llevó casi una hora abrir, y lo hizo tan solo porque se levantó en medio de la noche para ir al baño, y allí fue cuando oyó que estábamos llamando a la puerta.

Las escaleras los llevaron a un corredor largo y angosto, que en ese momento estaba totalmente iluminado por unos potentes focos de la policía científica. El apartamento de Karen Ward era el 305, el último de la derecha. Nicholas Holden, uno de los expertos en huellas dactilares del equipo de criminalística, estaba arrodillado afuera de la puerta de entrada al apartamento, atareado aplicando el polvo en busca de huellas.

−Mencionaste que era soltera −dijo Garcia mientras recorrían el largo pasillo.

−Exacto −confirmó Velasquez.

−¿Sabes si se estaba viendo con alguien o si tenía un novio?

El sargento sabía exactamente por qué Garcia había hecho esa pregunta: si una mujer joven es brutalmente asesinada en su propio apartamento sin ningún móvil aparente y sin indicios de que se haya forzado la entrada, los nombres que aparecerán en la primera “lista de sospechosos” serán principalmente los de las personas con los que la víctima podría haber llegado a tener alguna clase de relación romántica en los últimos años. En los Estados Unidos, los llamados “crímenes pasionales” representan más de la mitad de los crímenes violentos con víctimas mujeres.

−Lo lamento, detective, pero no tuvimos tiempo de recabar esa clase de información −aclaró el sargento, mirando su reloj−. Lo cierto es que fue muy poco lo que pudimos averiguar acerca de la víctima y de lo que sucedió en su apartamento antes de que nos confirmaran que esta investigación iba a quedar en manos de la unidad de crímenes ultraviolentos del Departamento de Policía de Los Ángeles. −Hizo una pausa y se dio la vuelta para mirar a ambos detectives−. Sinceramente, esa clase de decisiones suele cabrearme. Esta es nuestra jurisdicción, por lo que esta investigación debería ser nuestra, ¿comprenden? No somos “las ligas menores”. Pero este caso tenía Unidad de Crímenes Ultraviolentos escrito por todas partes desde el inicio, por lo que de todos modos era lo que estábamos esperando. −Les mostró las palmas de las manos en un gesto de rendición−. Y en este caso, no recibiréis quejas de mi parte, o de parte de ninguno de mis hombres. Si queréis quedaros con esa perversidad que está allí dentro... no tendréis que pedirlo dos veces. Es toda vuestra.

Hunter y Garcia ahora miraban a Velasquez con el ceño fruncido.

−Espere un minuto −dijo Garcia−. ¿A qué se refiere cuando dice que “este caso tenía Unidad de Crímenes Ultraviolentos escrito por todas partes desde el inicio”?

La mirada del sargento pasó de Garcia a Hunter y luego de nuevo a Garcia:

−¿No os dijeron lo de la llamada telefónica?

La respuesta por parte de ambos detectives fue un silencio indagador.

−¡Oh, hombre! −El sargento Velasquez bajó la mirada hacia el piso al mismo tiempo que negaba con la cabeza−. Vale −dijo−. Anoche alrededor de las once y veinte el nueve-once recibió una llamada por parte de una mujer semialterada. No se le entendía mucho lo que decía, pero gritaba la palabra “asesinato”. Como todos sabemos, eso es una “señal de alarma”. Transfirieron la llamada a nuestro distrito y luego a mi oficina.

−¿Por lo que usted habló con ella? −preguntó Garcia.

El sargento asintió:

−Y de hecho estaba muy alterada, y aseguraba que alguien había asesinado a su mejor amiga delante de sus propios ojos. −Hizo una pausa, y alzó su dedo índice derecho antes de aclarar−: Bueno, no exactamente delante de sus propios ojos, pero le permitieron... o mejor aún, la obligaron a verlo mediante una videollamada.

−¿Disculpe? −La mirada insegura de Garcia se había transformado rápidamente en una de confusión.

−Oyó bien, detective. La mujer estaba gritando al teléfono, asegurando que un psicópata la había llamado desde el móvil de la señorita Ward, y la había obligado a jugar a alguna clase de juego, en el que la vida de su amiga dependía del resultado del mismo.

−¿Un juego? −Esta vez fue Hunter el que preguntó.

−Eso fue lo que dijo, sí. No conozco los detalles porque, como he dicho, la mujer estaba totalmente alterada. Lo primero que tuve que hacer fue seguir el protocolo y enviar aquí un coche patrulla para corroborar a la presunta víctima de asesinato, la señorita llamada Karen Ward. Un par de policías uniformados se acercaron al domicilio antes de medianoche, ¿y qué sucedió? Se encontraron con que la puerta estaba abierta. Entraron para ver en qué situación estaba ella y... el hecho de que vosotros estéis aquí es el resultado.

−¿Dijo que la mujer alterada aseguró que era la mejor amiga de la víctima? −preguntó Garcia.

Velasquez asintió:

−Se llama Tanya Kaitlin. Tengo sus datos en mi vehículo. Os los daré todos antes de que os marchéis.

Cuando Hunter, Garcia y Velasquez finalmente llegaron al apartamento 305, Hunter saludó al experto en huellas dactilares de la unidad de criminología:

−Hola, Nick.

−Hola, muchachos −respondió mecánicamente el agente.

Luego de firmar el reporte de la escena del crimen, a Hunter, Garcia y Velasquez les dieron un mono Tyvek blanco desechable, uno a cada uno, junto con un par de guantes de látex. Cuando comenzaron a ponérselos, Hunter vio la salida de emergencia al final del corredor, pasando el apartamento de Karen Ward.

−¿Sabe a dónde dirige esa puerta?

−A unas escaleras de metal que os llevarán a un callejón en la parte trasera del edificio −explicó Velasquez−. Si dobláis a la izquierda saldréis a la avenida Newport. Si dobláis a la derecha os encontráis con la avenida Loma.

Antes de subir la cremallera de su mono, Hunter se acercó a la puerta de emergencia para echarle un mejor vistazo. La barra de empuje interior de la puerta resistente al fuego indicaba que solo se podía abrir desde el lado en el que él se encontraba. No permitía acceder al edificio, pero llegando allí desde el apartamento 305 habría brindado una ruta de salida mucho más veloz que recorrer de nuevo todo el pasillo hasta la escalera de hormigón que estaba en el otro extremo.

Hunter presionó la barra y abrió la puerta. No hubo ningún sonido. La puerta no tenía alarma incorporada. Al darse la vuelta y quedar mirando de nuevo en dirección a la puerta del apartamento 305, vio que el agente de criminología ladeaba la cabeza, primero hacia la derecha, mirando la puerta, y luego hacia la izquierda, y la miraba de nuevo.

−¿Has encontrado algo, Nick?

−Estoy corroborando con la luz −respondió Holden sin desviar la atención de su trabajo, con la mascarilla quirúrgica moviéndose hacia arriba y hacia abajo mientras hablaba−. Pero diría que hasta el momento tenemos tres juegos de huellas dactilares distintos, y recién estoy comenzando.

Hunter asintió de manera comprensiva:

−¿Podrías hacernos un favor y levantar las huellas dactilares de la salida de emergencia cuando hayas acabado en este sector? Me gustaría comparar las huellas que se encuentren en ambas puertas.

Holden miró la salida de emergencia:

−Claro. No hay problema.

Ambos detectives terminaron de colocarse el mono y se echaron la capucha sobre la cabeza; un segundo más tarde entraron al apartamento 305.

Cinco

La puerta principal del apartamento de Karen Ward se abría a un pequeño recibidor en el que había un par de estampas grandes de flores, colgadas de las paredes blancas. Una alfombra roja antideslizante recibía a todos los que entraban por la puerta. La división entre el recibidor y el resto del apartamento la indicaba una cortina improvisada, de cuentas de colores, que colgaba desde el techo en hilos de distintos largos.

Hunter no veía una de esas cortinas desde que era niño. Su abuela solía tener una en su cocina.

Las cuentas sonaron ruidosamente en el momento en que hizo a un lado la cortina y él y Garcia entraron a la sala de estar del apartamento. Antes de seguirlos adentro, el sargento Velasquez se santiguó, murmurando al mismo tiempo algunas palabras en español.

La sala de estar era relativamente espaciosa y había sido agradablemente decorada con unas pocas piezas de mobiliario moderno bien elegidas, pero lo más destacado sin duda eran las puertas correderas de vidrio que estaban detrás de otra cortina de cuentas al fondo del salón, que llevaban a un balcón esquinero. Contra la pared norte estaba la cocina, que era compacta y estaba integrada a la sala de estar. Estratégicamente ubicada como para separar la cocina del área del salón, había una mesa de madera de pino oscura para cuatro personas. Del otro lado de la mesa, junto a una vitrina de madera oscura, había un espejo de cuerpo entero. Ambos detectives se detuvieron al entrar a la sala, dado que dirigieron inmediatamente su atención a la silla que estaba en la cabecera de la mesa, y al cuerpo horriblemente mutilado que estaba sentado allí.

Hunter entornó los ojos mientras su mente se apresuraba para intentar comprender el salvajismo que estaba observando.

La víctima estaba desnuda. Le habían inmovilizado los brazos al costado del cuerpo mediante una cuerda delgada de nailon, que le daba varias vueltas bien ajustadas alrededor del torso, por debajo de sus pechos, y alrededor del respaldo de la silla. Para sujetar firmemente los tobillos a las patas de la silla habían utilizado dos pedazos de cuerda distintos. La víctima estaba en posición erguida, con la cabeza apenas echada hacia delante, como si se hubiera quedado dormida, con la barbilla a muy pocos centímetros del pecho. Pero lo que hizo que Hunter dudara de lo que estaba viendo fue la gran cantidad de fragmentos de vidrio grueso espejado que le habían clavado violentamente a la mujer en el rostro, desfigurándola al punto tal de que lo que se veía era un revuelto de piel, vidrio y carne. Por las heridas del rostro le había caído sangre en cascadas, que le cubría de rojo carmesí todo el torso y los muslos antes de chorrear sobre el piso de madera y formar un charco debajo de la silla. Parte de la tabla de la mesa, junto a donde la víctima había estado sentada, también estaba salpicada en sangre.

Desde donde estaban Hunter y Garcia, lo que había sido el rostro de la mujer ahora parecía un grotesco alfiletero humano, con una gran cantidad de puntas de vidrio que sobresalían en todas direcciones.

−Supongo que vosotros pertenecéis a la Unidad de Crímenes Ultraviolentos.

Esas palabras las pronunció la agente de criminalística que había estado recogiendo cuidadosamente cabellos y fibras de la alfombra grande que había en el área principal de la sala de estar, apenas más allá de la mesa del comedor.

Transcurrieron un par de segundos en silencio antes de que Hunter y Garcia finalmente consiguieran quitarle los ojos de encima al cuerpo.

−Soy la doctora Susan Slater −dijo la agente, dejando de estar arrodillada para ponerse de pie−. Soy la agente de criminalística a cargo asignada a esta escena.

Ni Hunter ni Garcia habían trabajado antes con la doctora Slater. Medía un metro setenta de altura y parecía tener poco más de treinta años, era delgada, tenía los pómulos altos y una delicada nariz. Tenía la cabeza cubierta con la capucha de su mono Tyvek, pero así y todo se le veía un delgado mechón de cabello rubio que le cruzaba la parte alta de la frente. Su maquillaje era sutil y apropiado para el trabajo, pero lo suficientemente efectivo como para mantener su encanto y su feminidad incluso vistiendo el poco atractivo mono blanco. Tenía un tono de voz raro; suave y jovial, pero que al mismo tiempo daba la impresión de estar lleno de experiencia y conocimiento.

−Detective Robert Hunter, de la Unidad de Crímenes Ultraviolentos del Departamento de Policía de Los Ángeles. Él es el detective Carlos Garcia.

Ambos saludaron a la doctora con un simple asentimiento antes de llevar nuevamente su atención a la víctima.

−Difícil de comprender, ¿no es cierto? −comentó la doctora Slater−. ¿Cómo puede ser que alguien le haga algo así a otro ser humano?

−¿El asesino apuñaló a la víctima en el rostro con pedazos de vidrio? −preguntó Garcia, con una expresión que claramente revelaba su incredulidad en sus propias palabras.

−Podría llegar a haber sido así, detective −respondió la doctora Slater−. Es imposible determinarlo sin una autopsia adecuada pero, si ese es el caso, eso es solo parte de la historia.

−¿Cuál es la otra parte? −preguntó Garcia.

Ella dio unos pasos en dirección a la víctima:

−Permitidme que os muestre.

Hunter y Garcia la siguieron. El sargento Velasquez permaneció junto a la cortina de cuentas de colores.

Prestando atención como para esquivar el charco de sangre que estaba en el piso, la doctora Slater se agachó al costado de la silla y les hizo señas a Hunter y a Garcia para que hicieran lo mismo. Vistas de cerca, las heridas en el rostro de Karen Ward eran aún más perturbadoras.

Varios fragmentos de espejo de diferentes tamaños le habían cortado la piel y el tejido muscular, prácticamente rasgándole el rostro hasta la estructura ósea. De las mejillas le colgaban trozos sueltos de piel y de carne, y también de la frente y de la barbilla, donde se veía el hueso, que había quedaba expuesto.

−Como podéis ver −comenzó la doctora Slater−, si observáis solo los fragmentos grandes de vidrio... −Señaló los que sobresalían de la mejilla izquierda y derecha de la víctima, de la cuenca del ojo izquierdo y el que había atravesado completamente el tejido blando por debajo de la barbilla de la víctima, clavándole la lengua a la parte inferior de la boca−... La impresión es que el perpetrador apuñaló violentamente a la víctima con trozos de vidrio improvisados, dejándolos clavados en el rostro a medida que lo iba haciendo. Algunos los introdujo con tanta fuerza, que fracturaron algún hueso o se implantaron en el mismo. −Hizo que dirigieran su atención a otros dos trozos de vidrio, uno que sobresalía del maxilar inferior de la víctima y el otro, de su frente−. Pero eso no es lo único que tenemos aquí, detectives. Hay una cantidad aún mayor de trozos de vidrio más pequeños incrustados en la carne. −Señaló unos cuantos mientras hablaba. Algunos eran tan pequeños como guisantes−. Estos trozos son lo suficientemente pequeños como para que sea físicamente imposible que alguien los pueda utilizar como alguna clase de arma con la cual apuñalar a una víctima. Son residuos de un impacto. Trozos rotos desprendidos de otros más grandes.

Hunter ladeó la cabeza hacia la izquierda y luego hacia la derecha mientras examinaba el rostro de la víctima. A pesar de toda la experiencia que tenía, no podía evitar estremecerse ante la ferocidad de las heridas. Cada una debía haber llevado a una nueva dimensión de dolor totalmente distinta. Lo que esa joven mujer debía haber sufrido era casi inimaginable.

La mayor parte de su cuerpo estaba cubierto en sangre seca, lo cual hacía difícil que pudiera estar seguro, pero la impresión que tuvo Hunter fue que la víctima no tenía otras heridas o lastimaduras en ningún otro lado del cuerpo. La furia del asesino había estado dirigida exclusivamente al rostro de ella.

Luego de varios segundos, Hunter se puso de pie y se reubicó detrás de la silla para poder ver mejor la parte posterior de la cabeza de la víctima.

−¿Entonces qué es lo que está queriendo decir, doctora? −preguntó Garcia−. ¿Que el asesino la ató a la silla y luego le estrelló en el rostro láminas de vidrio?

−No −el que respondió fue Hunter, volviéndose para mirar el suelo detrás de la silla de la víctima: no había restos de vidrio−. El movimiento inverso, Carlos −explicó Hunter−. El asesino le estrelló el rostro contra el vidrio.

Seis

Unas horas antes

−Esto es estúpido −dijo Tanya con una risita nerviosa−. Dame un segundo y te diré su número.

−Te he dado cinco segundos −respondió la voz demoníaca−, y esos cinco segundos ya terminaron.

”Querías saber qué era lo que sucedía si me dabas una respuesta incorrecta... mira esto.

De repente y para sorpresa de Tanya, la persona que estaba de pie detrás de la silla de Karen cogió la mordaza de cuero que Karen tenía en la boca y, con un solo movimiento violento, se la sacó de los labios y tiró hacia abajo con tanta fuerza, que le abrió un tajo en el lado derecho del labio inferior. Volaron por el aire partículas de sangre.

Los ojos de Tanya quedaron llenos de estupor mientras intentaba comprender qué era lo que estaba sucediendo.

Antes de que Karen pudiera soltar un grito que debía haber tenido atrapado en su garganta por Dios sabe cuánto tiempo, Tanya vio que el atacante le colocaba a Karen una mano enguantada en la parte posterior de la cabeza. Una milésima de segundo después, oyó un ruido desgarrador en el momento en que la cabeza y el rostro de Karen eran empujados hacia delante y golpeaban contra algo que había sido colocado previamente allí.

Tanya no pudo ver del todo bien qué era.

−Oh Dios mío −gritó, sacudiendo la cabeza hacia atrás, horrorizada. A pesar de lo espantada que estaba, no soltó el teléfono−. ¿Qué estás haciendo? ¿Qué demonios estás haciendo? −Su tono de voz se alzó en una mezcla de ansiedad y miedo.

La misma mano enguantada cogió a Karen del cabello y llevó su cabeza hacia atrás a la posición inicial. Cuando su rostro llenó de nuevo la pequeña pantalla del teléfono de Tanya, Tanya sintió que le subía un vómito desde el estómago y se le quedaba en la base de la garganta.

Tres trozos grandes de vidrio se habían incrustado en el rostro de Karen. El primero, de unos siete centímetros de largo, había cortado la mejilla izquierda de Karen. La punta, que ahora estaba dentro de la boca de Karen, también le había rebanado un pequeño pedazo de la lengua. El segundo trozo de vidrio, mucho más pequeño que el que tenía en la mejilla izquierda, había penetrado la fosa nasal derecha de Karen, abriendo un agujero en la parte alta de la nariz. El tercer y último trozo, que tenía alrededor de cuatro centímetros de largo, le sobresalía de la frente ensangrentada.

Tanya no era ninguna experta, pero estaba segura de que el vidrio había llegado hasta el hueso.

−Oh Dios mío, no... ¿qué demonios estás haciendo? −Las palabras de Tanya estaban ahogadas en llanto−. Karen... no...

−Mira −dijo amenazadoramente la voz demoníaca, moviendo el rostro de Karen de izquierda a derecha, muy despacio, como para exhibir mejor el alcance de las heridas−. Mira...

Tanya miraba fijamente a la cámara de su teléfono.

−Mira... −dijo el demonio de nuevo.

−Estoy mirando... −La voz de Tanya chilló de agonía, como si pudiera sentir físicamente el dolor que sentía su amiga−. Oh, Dios mío, Karen... −Con su mano izquierda comenzó a enjugarse desesperadamente las lágrimas de sus ojos y de sus mejillas.

−Es tu mejor amiga, Tanya −se oyó de nuevo la voz demoníaca−. Lo ha sido durante muchos años. Deberías saber su número de memoria. ¿Qué clase de amiga eres, realmente?

−Lo sé... Lo sé... −Lo único que podía hacer Tanya era sollozar−. Lo siento mucho.

−No es necesario que lo sientas mucho. Lo que sí es necesario es que me contestes. Tienes cinco segundos.

−No... por... por favor no lo hagas.

−Cinco... cuatro... tres...

Tanya sollozaba mientras sus dedos atacaban ferozmente la pantalla táctil:

−Lo conseguiré. Solo dame un momento. Lo conseguiré. −Las lágrimas le nublaban la vista. El miedo le hacía temblar las manos.

−Dos...

−Por favor... No.

−Uno...

En medio del pánico, Tanya dejó caer el teléfono. Cayó sobre la cama con la pantalla hacia abajo.

−Oh no, no, no.

−Se acabó el tiempo.

SLAM.

Mientras buscaba a tientas el teléfono, Tanya oyó el mismo ruido desgarrador de antes, pero más fuerte. Le dio la vuelta al teléfono justo a tiempo como para ver que la mano enguantada alzaba de nuevo la cabeza de Karen.

Tanya quedó helada.

El rostro de Karen estaba totalmente irreconocible. El nuevo golpe había provocado que nuevos fragmentos de vidrio, grandes y pequeños, se alojaran dentro de su carne, haciendo que su rostro se convirtiera en una máscara de terror. Pero lo que hizo que Tanya quedara a un pelo de desmayarse fue el nuevo trozo de vidrio que había perforado el ojo izquierdo de Karen, extrayéndolo del globo ocular. Le había comenzado a supurar una sustancia viscosa, pero el trozo de vidrio no había penetrado lo suficientemente lejos como para llegar al cerebro. Tanya podía ver que Karen seguía estando consciente.

−Su número −exigió el demonio otra vez más, pero los nervios de Tanya estaban hechos papilla. Los dedos le temblaban descontroladamente. Tenía la vista nublada por una cortina interminable de lágrimas. Su respiración se había tornado trabajosa y errática. Intentaba hablar, pero su voz le quedaba atrapada en algún lugar entre la garganta y los labios.

Comenzó de nuevo la cuenta regresiva. Tanya ni siquiera la oyó pasar de cinco a uno. Lo único que oyó fue “se acabó el tiempo”, y después...

SLAM.

SLAM.

SLAM.

Tres veces seguidas, cada una con más fuerza que la anterior. Al último crujido le siguió un débil suspiro de Karen.

La mano enguantada llevó nuevamente la cabeza de Karen hacia atrás, y todo durante un rato quedó en silencio. Sus labios estaban tan severamente cortados que colgaban de manera extraña hacia uno de los lados. La nariz estaba atravesada por un tajo de abajo arriba, que le rompía la mayor parte del cartílago. La punta de la nariz le colgaba tan solo de un trozo delgado de piel. Su ojo derecho ahora también estaba perforado. Le caían de allí cascadas de sangre. Los tres golpes habían provocado que el trozo de vidrio que le había penetrado a Karen en el ojo izquierdo se hundiera aún más en la cuenca del ojo.

Aunque Tanya se sentía débil, se encontró incapaz de apartar la vista, con sus ojos paralizados por las imágenes grotescas.

En la pantalla, Karen convulsionó dos veces. Con la segunda convulsión, la cabeza le quedó completamente floja. La mano enguantada la sostuvo en el lugar durante veinte segundos más antes de soltar finalmente el cabello.

El cuerpo sin vida cayó hacia delante una última vez.

−Supongo que, después de todo, este juego sí era emocionante −dijo el demonio−. Y mira lo que has hecho, Tanya. Has matado a tu amiga. Felicitaciones.

−¡Nooooooo! −El grito de Tanya salió como un aullido indescifrable.

−Ahora puedes regresar a tu vida patética.

El demonio salió de detrás de la silla y cogió el teléfono móvil de Karen para terminar la llamada, pero, en el momento en que lo cogía, el teléfono se movió hacia arriba apenas lo suficiente.

Tanya se quedó rígida.

Durante un segundo, logró entrever el rostro del demonio, y lo que vio hizo que el vómito le explotara por la boca.

Siete

La mirada de Garcia se dirigió primero hacia el charco de sangre que estaba debajo de la silla y luego hacia las gotas sobre la mesa. Estaba tan impactado por la brutalidad de las heridas de la víctima que hasta ese momento no había sido capaz de percibir que, más allá de los que sobresalían del rostro de la víctima, no había otros trozos de vidrio por ningún lado.