La mano del muerto - Alejandro Dumas - E-Book

La mano del muerto E-Book

Alejandro Dumas

0,0
2,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Si en El Conde de Montecristo Edmundo Dantés lleva a cabo su venganza contra aquellos que arruinaron su vida, rompieron su historia de amor y lo condenaron a sufrir presidio en el famoso penal de la isla de If, ahora, en esta soberbia continuación de la más famosa obra de Dumas, será Benedetto, hijo de una de las víctimas de la venganza de Edmundo, el que ahora profana la tumba de su padre, le corta al cadáver una mano -la mano del muerto- y jura tomar venganza sobre el conde de Montecristo.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2017

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



I QUIEN HABÍA JUGADO YA A LA ALTA Y BAJA DE FONDOS

Cuando nos oprime el infortunio y la desdicha, no falta alguien que se nos presente con la sonrisa en los labios, esperando hacernos partícipes de ambas, si la miseria no ha concluido aún del todo el prestigio de nuestra pretérita opulencia.

Es, pues, tal prestigio, el que reúne en torno de nosotros a todas las personas que nos conocieron dobladas al peso de la desgracia.

La baronesa Daglars, si bien había resistido ese gran peso, congregaba aún en su palacio a los principales caballeros de Gand y poseía el gozo de oír exaltar sus doradas salas en París, como en las que se sabía acoger a todos esos impíos elegantes de tapete verde y a quienes parece que no falta nunca el oro ni la voluntad de jugar, mientras haya escaso interés en conocer su vida privada.

El orgulloso espíritu de la interesante baronesa Danglars, su figura esbelta y su rostro aristocráticamente pálido, donde brillaban o languidecían dos bellos ojos negros, cuando su endurecido pecho se dilataba con la expansión de un blanco sentimiento, o se comprimía dominado por la ambición, no era lo que menos concurrencia atraía a sus salones.

A los que viven de grandes emociones, no desagrada nunca una mujer como la baronesa Danglars. Su orgullosa sonrisa; su semblante altivo y determinado, aunque sumiso y hechicero cuando se dejaba vencer; su mirada elocuente, su gran locuacidad, todo ayudaba a que los jóvenes de gran mundo la catalogasen en la relación de las leonas, a pesar de haber pasado ya la primavera de la vida.

Tal era la condición en que se tenía a la baronesa Danglars en el año 1837.

En una noche del mes de septiembre de ese mismo año, las salas de su palacio estaban iluminadas de forma deslumbrante y se iban inundando de personas que acostumbraban sus partidas. La baronesa estaba en todos los salones hablando con animación y recibiendo gran cantidad de galanterías de caballeros que la seguían o que la esperaban en diversos puntos por donde suponían que debería pasar.

— ¡Jesús! ¡Qué aspecto tan melancólico, señor Beauchamp! —exclamó, dirigiéndose a un caballero de fisonomía severa y sensiblemente expresiva—. Se diría que venís dispuesto a encolerizaros con nosotros, porque, según me han dicho, habéis perdido la semana última...

—No, señora baronesa, yo no llevo cuenta de lo que pierdo al juego... no juego por especulación, y hacéis mal en suponer lo contrario.

— ¡Oh! ¡Indudablemente!... —contestó la baronesa con irónica sonrisa, dándole el brazo—. Vamos... ¡Me causó preocupación vuestra fisonomía! Contadme, para devolverme la tranquilidad, las noticias recientes que tenéis...

— ¡Me la pedís a mí, hermosa baronesa...! Ahí tenéis al caballero Luciano Debray que os las dará mejores.

—Señor; dejad al ministro absorto en sus grandes ideas ministeriales. ¡Hasta recelo perturbarle por miedo a que me exponga algún proyecto de ley, cosa siempre enojosa!...

— ¡Quien! ¿El ministro?

— ¡No, el proyecto!

— ¡Pobre Debray! —murmuró Beauchamp—; no merece la ironía de vuestras palabras, mucho más teniendo en cuenta que cuenta con más méritos en el ministerio que muchos otros que lo han ocupado.

—Así debéis hablar, señor, para que os paguen en la misma moneda respecto de vuestro nuevo cargo de procurador del rey, ¿lo oís?, no sea que acabéis como vuestro antecesor...

Un ligero rubor coloreó las pálidas mejillas de la baronesa, cuyo brazo se estremeció sobre el de Beauchamp. La señora Danglars quedó arrepentida de las palabras que había pronunciado.

—No, señora baronesa —se apresuró a decir Beauchamp, como si se hubiera aprovechado de ellas para colocarse en el terreno que deseaba—. ¡No tengo ninguna duda de que no me sucederá lo mismo, al menos por igual motivo!

— ¡Señor!...

—Perdonad, baronesa, nadie oye ni sospecha nuestro tema de conversación prosiguió el magistrado.

—Basta, señor Beauchamp, basta; ya conozco cuanto aspirabais a decirme... eso me disgusta y me incomoda; ¿no lo sabéis? Os había pedido noticias para olvidar la impresión que me produjo vuestra fisonomía severa y triste; dádmelas como cuando erais simple redactor de un diario, esto es... risueño, placentero... alegre.

El magistrado miró fijamente a su interlocutora, como si quisiera leer su fisonomía.

— ¡Cómo! —exclamó ella riéndose con la mejor voluntad—; ¿el antiguo periodista ahora sólo sabe ser magistrado?

—No, señora; con vos siempre soy el mismo, dignaos creerlo así; pero es que las noticias que tengo que daros... ¡No pueden salir de los labios de un periodista, como vos decís!...

Beauchamp enfatizó en estas últimas palabras que hicieron estremecer de nuevo a la señora Danglars.

— ¿Y por qué? —preguntó ella procurando vencer un indefinido miedo—. ¿Os habéis propuesto hacerme morir de desasosiego esta noche?

—No pueden salir de los labios de un simple periodista —respondió Beauchamp—, porque se refieren a una señora a quien el magistrado aprecia y respeta mucho.

Por el acento del magistrado y por la expresión de su mirada, supo la señora Danglars que no debía insistir más; sin embargo, con la intención de conocer si la noticia se refería a ella, dióse vuelta, y abandonándole el brazo, dijo:

—Bien, señor..., por la misma razón respeto a esa señora. Guardaos la noticia.

La baronesa perdió el juego, porque el magistrado permaneció imperturbable.

— ¡Oh! ¡Tu semblante es de bronce! —se dijo para sí el magistrado, viendo alejarse a la baronesa—. ¡Pero yo no creo el artificio como todos los que te rodean! ¡Se halla en tu pasado un secreto terrible que guardas cuidadosa a los ojos del mundo; pero no a los míos! ¡Hay en tu vida presente algo de bajeza que disimulas con escrupulosidad en el fondo de ese pecho de mármol! Trabajemos; poseo ya un secreto importante del pasado, y descubriré el resto hasta la actualidad.

Tiempo después notó el magistrado que alguien le seguía con el fin de hablarle; acortó el paso, y sin volver el rostro para no descubrir que sabía que era seguido, dejóse alcanzar.

— ¿Podré tener el honor de hablaros, señor Beauchamp?

— ¡Oh!, señor ministro; estoy a vuestras órdenes,

—Señor, no debéis desconocer lo mucho que me interesa cuanto hace relación a vuestra quietud y tranquilidad —dijo Luciano Debray, apartándose con él a una sala desocupada—. Pues Bien: creo que en mi lugar os angustiaríais al observar el semblante de un procurador del rey turbado y abatido...

— ¡Oh!... dispensadme... quizá por ser principiante todavía no he aprendido a conservar ese rostro de piedra que conviene a un magistrado.

—No intentaba contradeciros, señor de Beauchamp; bien sé que un magistrado es un hombre de tacto, y al haberme enterado por mis agentes de un suceso, al cual ciertamente doy bien poca importancia, viéndoos de tal manera contristado, me es necesario creer todo cuanto se me ha revelado ayer... y además... el honor de una señora a quien estimo y respeto... me hace atreverme a interrogaros, señor Beauchamp.

— ¡Ah!, ¿sabéis, pues, señor Debray?.. Os aseguro que si en verdad el hecho fuese cierto...

—Espero que seáis magistrado —interrumpió Debray, como si dijese: ¡espero que seáis amigo!—. Ahora aspiro conocer el nombre de la señora para cerciorarme... Tendríais la bondad...

A esta pregunta, directa, que ya esperaba el procurador del Rey, no pudo excusarse de contestar sin pasar por incivil ante el ministro, haciéndole entender que dudaba de su discreción; acercóse, pues, a Debray y murmuró una palabra a su oído.

Debray se turbó; pero, disimulando en el acto su azoramiento, despidióse del procurador y volvió a la sala en que la baronesa parecía esperarle con impaciencia. El procurador del rey se retiró de casa de la señora Danglars sonriendo cáusticamente.

Cuando se retiraron los visitantes, cuando los banqueros recogieron de sus mesas el oro y sus billetes de banco, la baronesa hizo a Debray una señal de inteligencia, y dejó a la vez los salones para entrar en sus habitaciones, llenos aún de más lujo y riqueza que el resto del edificio.

La baronesa abrió una puerta vidriera que daba a un gabinete de música con su respectivo piano, y mirando a éste con tristeza exclamó;

— ¡Oh! Eugenia... ¡Por qué me dejaste también! —y una lágrima cayó por el semblante pálido y altivo de la señora Danglars, que, haciendo un movimiento como para desterrar una idea que la afligía, atravesó el pequeño gabinete y se puso a observar el patio por una ventana entreabierta.

Permaneció así hasta que sintió rodar el último carruaje; entonces apresuróse a abrir la puerta de una escalera secreta, luego de lo cual volvió y sentóse en un diván de seda azul. Luciano Debray cerró la puerta de aquélla y fue al encuentro de la baronesa.

—Y bien, Debray —preguntóle con cierta ansiedad.

Debray se quitó los guantes, colocó la capa y el sombrero sobre una silla y sentóse al lado de la baronesa como persona de su más íntima confianza.

—Hablad, Debray; esa serenidad me asusta. ¿Beauchamp os ha suministrado alguna mala noticia?

—Todo cuanto pude averiguar, sin pasar por indiscreto, fue una sencilla palabra —respondió Debray con calma.

— ¡Ah!... —exclamó la baronesa con ira.

—Y esa palabra es un nombre de mujer..., el vuestro, por ejemplo.

—Creéis, pues, que corro riesgo...

—Como siempre lo creí —replicó Luciano—, Si hasta ahora vuestra permanencia en París no ha sido risible, no creí jamás que lograseis conservar por mucho tiempo la máscara... ¡y ahora menos que nunca!

La baronesa dejó asomar una tenue sonrisa de orgullo ofendido y replicó:

— ¡Es porque nunca tuve secretos con vos, como los tengo con todos! Si creyerais como ellos, que el barón Danglars viaja con su hija Eugenia, jamás os convenceríais de que ambos me han abandonado.

—Hablemos claro —replicó Debray—: hace un año que el barón siguió el ejemplo de Eugenia, y desde esa época el mundo parisiense los supone entregados al placer de viajar. Esto, en verdad, es muy sencillo; pero el tiempo irá corriendo y puede aburrírsele a alguno el mal gusto de preguntar cuándo regresarán el barón y su hija.

La baronesa se estremeció.

—Más tarde —prosiguió Debray— habrá algún otro que se atreva a reírse de la demora de los viajeros; y dentro de poco todo París se reirá también. Ya veis, querida baronesa, que por este lado no vamos bien.

—Aconsejadme, pues, Debray —dijo la baronesa con aquella su tímida inocencia, propia de una chiquilla de quince años, pasando sus manos sobre el brazo de Luciano.

—Os repito lo que hace un año, cuando me mostrasteis la carta de vuestro marido en que os dirigía estas palabras: os dejo como es he tomado, rica y poco honrada.

Estas palabras, que hubieran anonadado a cualquiera otra mujer, no hicieron más que arrancar una ligera sonrisa de orgullo ofendido de los labios de la baronesa.

Luciano prosiguió:

—Insisto en que viajéis. En el último año poseíais un millón doscientos mil francos, o lo que es igual, sesenta mil libras de renta; y hoy reunís dos millones cuatrocientos mil francos que equivalen a ciento veinte mil libras de renta. ¡Qué os importa París! Decid a vuestras amigas que vuestro marido está en Roma o en Civita-Vecchia, o en Nápoles, y que os ha suplicado en nombre de Eugenia fueseis a hacerle compañía. Ellas propalarán la noticia; y podéis entonces dirigiros a Londres.

— ¿Y queréis que nos separemos, Debray? —preguntó la baronesa, pugnando por arrancar una lágrima rebelde—. ¡Ah!, ¡eso es imposible!...

Luciano nada dijo; pero, mirándola de soslayo, se levantó.

—Hace un año y medio que somos socios y nuestros intereses han ido viento en popa... y ahora, que sois ministro de hacienda irán cada vez mejor...

— ¡Ah!, ¡hemos llegado precisamente al punto esencial de la cuestión! —exclamó Luciano, golpeando con el puño el respaldo de la silla, con el semblante impaciente de Alejandro cuando, para terminar la lucha, arrojaba su bastón a la arena.

— ¡Como! —preguntó la señora Danglars abriendo desmedidamente los ojos, e irguiéndose sobre el diván, en que hasta entonces estuviera reclinada con toda la indolencia de una amante apasionadísima.

—Los periodistas de la oposición se gozan especialmente en sacar a relucir la vida privada de los ministros. Bien; pues, aquí para entre los dos, donde nadie más nos escucha, lo esencial de vuestras partidas es el juego, y no quiero yo que a nadie se le pase por la imaginación que por ese medio obtengo alguna fortuna.

— ¡Pero la habéis obtenido ya! —observó la baronesa.

—Estoy resuelto a no continuar —dijo con firmeza Luciano— y me desligo de vuestros intereses, conservando sólo el vínculo sencillo de la amistad.

— ¡Pues bien, Caballero —gritó la baronesa fuera de sí y profundamente herida en su amor propio, por lo mismo que comprendía lo que tales palabras significaban—: ni aún consiento tal sacrificio! Ajustemos cuentas y después...

— ¿Y después? —preguntó él con una sonrisa de desprecio.

— ¿Deseáis que nunca más nos veamos?..

Luciano introdujo por toda respuesta las manos en sus bolsillos y permaneció inmóvil, como si quisiera decir: según os plazca.

—Pero os advierto que aún permaneceré este invierno en París...

—Sí, me han dicho que los espectáculos serán escogidos; el repertorio es casi todo de Donizetti y de Bellini.

—Y además el caballero Debray —agregó la baronesa, riendo con intención.

—No os comprendo.

—Quiero ver vuestro debut ministerial.

—Vamos, baronesa —dijo Luciano con cierta gravedad, que contrastaba con el tono de la señora Danglars—, Quien ha jugado a la alta y baja de fondos, no puede dejar París y reducirse a las proporciones de simple extranjera, sin alguna contrariedad, y, sin embargo, es forzoso cuando por mala estrella un procurador del rey está al extremo de ciertas cosas... Baronesa, sed prudente como Ulises y sabia como Néstor.

Luciano Debray abrió su cartera y lanzó sobre la admirable mesa de mármol los billetes de Banco, sentándose al lado de la baronesa, que pálida y agitada permaneció en pie.

—Baronesa, los socios realizan por vez segunda sus cuentas y espero que en esta última aprovecharéis mi consejo.

II BENEDETTO

Beauchamp abandonó el palacio de la baronesa Danglars, se encaminó a su casa, ubicada a la entrada de la calle de Correón, cuya fachada ofrecía el tipo clásico de aquella vieja de Puget, que hace sean tan buscados en Francia ciertos edificios, por las personas que desean obtener algún prestigio.

La puerta de este pequeño inmueble era rasgada hasta la altura de la ventana del centro, sobresaliendo en su cima un enorme florón de piedra que parecía pretender aplastar al primer advenedizo que allí intentase poner su planta; su pequeño patio, situado en el centro, estaba decorado por oscuros e imponentes muros.

A él daban las ventanas del gabinete del señor Beauchamp, con sus cortinas sueltas y colgando en toda su longitud. Una lámpara de bronce, con su pantalla de seda verde, vertía en el recinto esa atenuada luz que conviene al que precisa escribir y meditar durante la noche, y que alumbra de lleno sólo el papel en que imprimimos nuestras ideas; de manera que no ofende la vista.

Beauchamp dejó el bufete, y salió de entre las ciclópeas pilas de papel situados a derecha e izquierda de su silla, al modo que la figura fantástica de algún poeta sombrío surge por entre los sepulcros de una pequeña catacumba al pálido reflejo de la luna. Se dirigió a la ventana, recorrió la cortina y lanzó un rápido vistazo al patio iluminado por el rojizo resplandor de una sola lámpara colgada de la bóveda del vestíbulo; y advirtiendo luego que alguien se encaminaba a su gabinete, dejó caer la cortina y sentóse de nuevo en su escritorio, apoyando el codo sobre él y la mejilla sobre su mano.

A continuación abrióse la puerta del gabinete y dos hombres ingresaron, uno de los cuales por su indumentaria, modos y corpulencia fornidas, parecía agente de policía. Joven el otro aún, hosco, pálido y desgarrado el vestido, hacía el más acentuado contraste y dejaba traslucir que era el reo.

El procurador permaneció quieto durante algún tiempo; enseguida, cuando consideró que el agente había traspuesto el patio, señaló al reo el lado contrario de su mesa, y volvió la pantalla de la lámpara de forma que pudiera observar el rostro del procesado.

— ¿Cómo os llamáis? —preguntóle Beauchamp, ahuecando la voz como si pretendiese disfrazarla.

—Me hacéis, señor, la misma pregunta de siempre, a la que siempre os respondo que Benedetto.

—Benedetto —continuó el procurador del Rey—; ¿estaréis dispuesto a repetir cuanto ya me habéis manifestado?

— ¿Y para que señor? —le dijo el joven con alguna suavidad—. ¿Para qué repetir tales cosas? He sido encarcelado, me encuentro en vuestra presencia..., dictad mi sentencia pues, y que concluya todo.

—Sois muy insensato, Benedetto; la ley os condena a muerte.

—Tanto mejor si ya lo sabéis de cierto.

—Quiero, sin embargo, oíros otra vez. Acaso hayáis olvidado algún detalle que pueda atenuar el rigor de la ley por medio de la prueba. Hablad.

—Pues bien: escuchadme, porque será la última vez que os hable.

Había en el acento del acusado tal amargura y desprecio de la vida, que si bien poca o ninguna sensación habrían producido en el alma gastada de un viejo juez, conmovían la de un hombre joven aún, y que no estaba bien penetrado de los misterios de un procurador real, como sucedía a Beauchamp.

—Estaba yo preso en la Forcé, donde creo me protegía algún amigo desconocido, puesto que allí se me aparecía un hombre llamado Bertuccio, con quien yo he tenido relaciones, y me proveía de algún dinero en nombre de ese protector desconocido, a fin de que pudiese procurarme mejores alimentos que los que pasan a los habitantes de la Cueva de los Leones. Ante el tribunal a que había comparecido ya, declaré ser hijo del señor de Villefort, vuestro antecesor, y esperaba resignado su condena. Fugado de la galeras, asesino confeso de Carderousse, ¿qué otro porvenir me aguardaría que el patíbulo?..

—Esperad —dijo el magistrado—: ¿cómo supisteis que erais hijo del señor de Villefort?

— ¡Ah! Ved ahí una pregunta que nunca se os había ocurrido —contestó Benedetto, con la sonrisa del que comprende más de lo que se supone—. Vais a saberlo. Os he hablado de aquel protector desconocido y de Bertuccio, que era el portador de sus dádivas; pues un día, entró éste en mi cuarto, en la cárcel de la Forcé, y me dijo así: "Benedetto, tú estás gravemente comprometido, pero hay alguien que desea salvarte, porque ha hecho voto de salvar todos los años a un hombre. Este protector halla un medio de arrancarte al cadalso, por lo menos; tal es el siguiente: El procurador del rey, que activa hoy tu sentencia, tuvo estrechas relaciones con una señora, y esta señora dio a luz un niño, hijo de Villefort. Tal escándalo no debía traslucirse, y el señor de Villefort, apenas hubo nacido aquél, lo tomó en sus brazos, arrollóle al cuello sus ligamentos naturales para impedir el llanto y los gemidos, lo encerró en un cofre, colocó sobre él como una mortaja un pañuelo bordado de su desdichada madre y bajando una escalera secreta, que desde mucho tiempo le servía para introducirse en la habitación de ésta, enterró al inocente niño al pie de un árbol del jardín. Una mano desconocida, creyendo que el cofre encerraba algún tesoro, hundió dos veces el puñal en el pecho del infanticida y robóle su depósito.

»El asesino huyó; pero al abrir el cofre, halló al recién nacido que aún daba señales de vida: cortó las ligaduras del cuello, introdújole aire a los pulmones, y envolviendo al niño en el pañuelo bordado, del que cortó un pedazo, fue a depositarlo en el hospital de la caridad, exclamando: Dios mío, os pago mi deuda, porque si aniquilé una vida, he reanimado otra.

«Tal es la historia de tu nacimiento —continuó Bertuccio—; así pues, cuando hayas de comparecer a presencia de tu juez, arrójale al rostro su crimen, y enmudeceré, pasando del orgullo a la sumisión, y de la tribuna del juez al banco del delincuente. Después, el escándalo público que promoverá tu declaración, hará olvidar el proceso de tu acusación y tu protector no dejará de aprovechar este incidente para librarte".

—Así lo hice —agregó Benedetto—, como quizá lo habréis visto, cerca del 27 de septiembre, aniversario de mi nacimiento, en 1817. Mi protector cumplió su palabra: un mes después estaba libre.

«Libre, señor, pero con la condición de acompañar a mi padre, que había enloquecido y me buscaba, cavando con un azadón dondequiera que encontraba tierra. ¡Aquella desgracia me conmovió el alma! ¡Después de haber el desgraciado sido procurador del rey, y adquirido la reputación de un hombre de probidad y honradez, cayó de la cumbre de su orgullo y gigantesco edificio, hasta el banco del reo! Afortunadamente, su locura impidió el proceso, y ambos quedamos en entera libertad. Sus bienes le fueron confiscados, dejándole apenas un triste socorro para su alimento.

«Poco a poco mi padre volvió a la razón; al cabo de seis meses que vivía conmigo, se restableció completamente, me reconoció y fue mi amigo; pero su hora había llegado entonces, como si Dios hubiera solo querido dejarle vivir para pedirme perdón. Le he perdonado y recibí su postrera bendición.

«¡Hijo mío —me dijo en su último momento—; yo me siento morir, y solo me atormenta dejar el mundo sin pagar la única deuda que tengo! ¡Es una deuda de sangre y de desesperación que yo quisiera retribuir pagándola con infernal usura!... ¡Hijo de mi alma!, ¡he sido criminal, usando de la máscara del hipócrita con todos mis semejantes! ¡Pero la venganza que han realizado sobre mí ha sido grande y horrible! ¡Mi esposa, mi hija, mi hijo..., la mano de un hombre, sin corazón y sin conciencia, me lo arrancó despiadadamente todo para vengarse de mí! Benedetto..., humilla, hiere a ese hombre, haciéndole sufrir y llorar. Y luego, en lo más profundo de su desesperación le dirás: Yo soy el hijo de Villefort, ¡que te castiga en su nombre por la terrible venganza que de él has tomado!

«— ¡Ese hombre, padre mío!..., —exclamé yo—, ¿dónde está ese hombre?..

«— ¿Dónde está?.. —exclamó mi padre agitando tristemente su cabeza agobiada de sufrimiento y tomándome luego del brazo, acercándose me dijo al oído con voz trémula de pavor y azorada la vista como a la aparición de un fantasma—: Pregúntaselo a la inmensidad del espacio; al mar; a la tierra... ¡Él puede estar en todas partes, como un Dios omnipotente o un genio infernal de la fatalidad! ¡Guárdate de que su mirada fija y ardiente se pose sobre ti ni un solo momento, porque quedarías perdido y maldito para siempre!

«— ¡Pero, su nombre!..., ¡su nombre! «-gritaba yo poseído de rabia, pareciéndome escuchar ya el eco de ese nombre grande y terrible.

»— ¿Su nombre?.. —repetía el señor Villefort, con amarga y alterada sonrisa—. ¿Tiene acaso él un nombre cierto y determinado?.. ¡El que cambia de nombre y de esencia cada día, cada instante por el poder de su voluntad formidable! ¡El abate Bussoni, conde de Monte-Cristo, lord Wilmore!...

»— ¡Ah! —exclamé estremeciéndome al oír aquél nombre... — ¡Conde de Monte-Cristo!...

»-o el abate Bussoni, o lord Wilmore —continuó mi padre—; quién sabe cuál será al presente su nombre. Búscalo, sin embargo, en todas partes; sé infatigable; pregunta a lo infinito del espacio, desciende al abismo, y haz que tus ojos vean al través de las entrañas de la tierra y de las profundidades de los mares... Su verdadero nombre es Edmundo Dantés. ¡Hijo mío, véngame y muere, o maldito seas en el mundo!»

—En esa misma noche —prosiguió tranquilamente Benedetto después de un breve intervalo—, expiró el señor de Villefort, poniendo en mis manos el pliego sellado que vuestros soldados me hallaron, y que sin duda conservaréis en vuestro poder.

— ¿Y por qué no habéis querido leer ese papel? —le preguntó el magistrado.

—Prometí a mi padre que no lo abriría sino lejos de Francia y cumplo mi promesa. Desgraciadamente fui capturado antes de leerlo..., pero abrigo la esperanza de no morir sin saber su contenido, porque pediré que me lo presenten cuando sea llamado al tribunal de justicia.

Beauchamp se estremeció, y a no haber estado oculto su rostro en la sombra, hubiérase visto su palidez.

— ¿Y adonde os dirigíais cuando os prendieron?

—Fuera de Francia.

— ¿Con que objeto?

—Con el de cumplir mi misión.

— ¿Cuál?

—El legado de mi padre... ¡la venganza!

Beauchamp se levantó y se paseaba agitado por el recinto de su gabinete, ocultando el rostro bajo su capa. De pronto se paró, haciendo un ademán como si hubiese tomado una resolución definitiva.

—Benedetto —le dijo—, me parecéis más desgraciado que criminal...

— ¡Ah, sí!... —exclamó Benedetto—. ¡Un destino espantoso pesa sobre mí! La fatalidad de mi alumbramiento... ¡El agua de mi bautismo fueron las lágrimas de la que me dio el ser... y la palabra de unción la maldición de mi padre!... Lanzado al infierno si sucumbía y a la miseria si escapaba... ¡Vedme aquí siempre errante, huido y miserable! Señor, ésta es la noche del 27 de septiembre, ¿no es verdad?.. Pues oíd...

Benedetto contó lentamente las campanadas del reloj del santuario que daba las doce.

—Es la hora en que yo nací; en este día siempre me sucede algo fatal... ¡Hoy estoy en vuestro poder!

Y, al decir esto, dejó caer la frente sobre el pecho, cruzando los brazos.

El procurador del rey se secó el sudor que le inundaba el rostro y dejóse caer sobre la silla como si reconociese allí la voluntad inexplicable de Dios.

III LA BARONESA DANGLARS

Daban las ocho de la mañana cuando un carruaje que iba por la calle Cocheron, fue a detenerse frente a la residencia del procurador del Rey, en cuya puerta apareció el portero.

—Abrid la puerta —dijo el cochero—; ¿o queréis que una señora baje en medio de la calle?

El portero se resistió en algo porque nadie acostumbraba a perturbar al procurador a tales horas; sin embargo la palabra señora, proferida por el cochero, venció los recelos del portero que abrió de par en par las hojas de la pesada puerta

El carruaje se acercó a la entrada, allí descendió una señora que, desde luego, podía catalogarse de la más bien proporcionada figura si su talle no fuese oculto por los plisados de un enorme chai de lana de camello.

Luego de anunciada fue conducida al gabinete de estudio del procurador real, a quien aguardó allí durante media hora

Al fin la puerta se abrió, y Beauchamp ingresó.

— ¡Señora baronesa Danglars! —expresó él, fingiendo sorprenderse de su visita

—Es cierto, señor; perdonadme esta molestia; pero... es un caso inesperado... señor procurador del Rey.

—Sentaos, señora baronesa —dijo Beauchamp, simulando no advertir la agitación de ella

Luego de unos instantes de silencio, durante los cuales la baronesa pasó dos o tres veces por su semblante su finísimo pañuelo, como si intentase reunir todas sus fuerzas para pronunciar alguna gran palabra

—Señor —dijo al fin—, mi presencia no debe asombraros... ¡Ah!, por favor, evitadme la vergüenza de mi revelación

— ¡Oh! —dijo para sí Beauchamp—; para quebrantar su orgullo son bastantes esas palabras.

Y añadió en voz alta

—Sí, señora; prescindo informarme de la forma cómo ha alcanzado a vuestros oídos un secreto, sabido tan solo por el ministro de hacienda

La baronesa hizo un movimiento, y el magistrado se sonrió mirándola de soslayo.

—Casi he adivinado ya el objeto de vuestra visita —continuó éste—. ¿Qué deseáis que yo haga?

—Vos lo podéis todo, señor —añadió la baronesa con vehemencia—; ¡todo, como juez y como amigo!

—He ahí dos condiciones bien difíciles de hermanar ante la ley —murmuró Beauchamp.

—Mi sosiego, mi tranquilidad y mi honor penden de vos en este instante continuó la señora Danglars—. ¡Ah! Yo no vengo a rogaros que me salvéis. Explicádmelo todo.

Beauchamp se levantó; y tirando de un cajón de su escritorio buscó una carta lacrada, pero abierta ya, y volviendo a su asiento se dispuso a leer.

La baronesa ocultó el rostro en su pañuelo.

El magistrado leyó lo siguiente:

«Benedetto, un juramento que de ningún modo podía violar, te va a ser revelado, porque no quiero dejarte en el mundo sin que algún día puedas besar la mano de tu madre, agradeciéndole las lágrimas que sobre ti ha derramado y el sufrimiento que le causé con mi imprudencia. Si un día el destino la separa de su esposo, búscala, y sé tú su amparo, si quizá vive en la miseria y careciese de un pecho amigo donde reclinar su frente nublada por las penalidades. No olvides mis palabras, y que debes tu existencia a la baronesa Danglars.

«Recibe la bendición de tu padre,

»Villafort.»

La baronesa dio un grito de dolor; el magistrado permaneció tranquilo.

— ¡Oh! ¿Sabe acaso mi hijo ese terrible secreto? —preguntó ella con voz trémula y las mejillas encendidas por la vergüenza de la humillación.

—Nada sabe, señora —respondió Beauchamp.

— ¡Dios mío...! ¡Dios mío... tened piedad de mí!

—Basta, señora —Dijo Beauchamp—. Ved que pueden oír vuestros gritos y creer que sois una criminal ante el juez.

—Aconsejadme, pues, qué debo hacer para evitar el escándalo, o más bien, decidme, ¿qué pensáis hacer vos? ¡Oh! ¡Para qué había de revivir el secreto de aquel pasado desliz!... —agregó la infeliz con amargura.

— ¡Querríais, tal vez, que el inocente no hubiera salido jamás de la fosa en que lo enterraron vivo! ¡Señora, la tierra no es poderosa suficientemente para ocultar un crimen de esta naturaleza! —respondió el joven magistrado, sin apartar la vista del encendido rostro de la señora Danglars.

— ¡Hijo mío! —murmuró—. Yo bien sabía que tú alentabas, ¡pero ni mis lágrimas ni mis gritos fueron bastantes a contener a aquel hombre! Perdón, hijo mío, yo no he sido criminal... y vos, señor —dijo dirigiéndose a Beauchamp—, salvadlo ahora... si no por mí, que nada os merezco, por la memoria de vuestro infeliz antecesor... en nombre del señor Villefort... salvad a su hijo.

—Os responderé, señora, lo que él mismo os hubiese respondido. Cumpliré el deber que la ley me impone —dijo el magistrado con dignidad austera.

— ¡Ah! ¡Será posible! —exclamó la baronesa—. Ese papel habrá de figurar en el proceso...

—Evitad el escándalo.

— ¡Y cómo, señor..., cómo!

—Saliendo de Francia.

— ¿Y dónde queréis que vaya... sola... abandonada de todos? —preguntó inadvertidamente la señora Danglars.

—Abandonada de todos —repitió sorprendido el señor Beauchamp—, ¡Y vuestro esposo... y vuestra hija?

— ¡Ah! — gritó la baronesa con indecible expresión—; ¡forzoso es confesarlo todo! ¡Sois como todos los jueces, frío, impasible y despiadado! Pues bien, señor... Mi esposo me dejó... y mi hija se ha fugado... Partiré; pero, por amor de Dios, si para vos hay otro Dios que la ley de los hombres que os dicta las acciones y las palabras, ¡salvad a mi hijo!

La señora Danglars salió entonces precipitadamente del gabinete del procurador del rey, y subiendo apresuradamente a su carruaje se encaminó a su casa donde empezó a recoger sus joyas y su dinero en un saquito de viaje. Durante esta operación algunas lágrimas rodaban hasta sus trémulas manos, y su cuerpo se estremecía convulsivamente como atacada de una fuerte conmoción nerviosa.

Ella veía desmoronarse, al cabo, piedra sobre piedra, todo el edificio que había creído pudiera resistir la fuerza del rayo. ¡Y el edificio se hundía en el polvo, sin que pudiera ni aún tener esperanza de reconstruirlo!

— ¡Oh, Villefort! —exclamaba, mesándose el cabello y golpeando el suelo con su pie—. ¡Tan horrible secreto no debió jamás haber salido de tus labios!

Después, enjuagándose las lágrimas que le caían hilo a hilo abrió sus roperos, apartó por una misma mano la ropa necesaria para un viaje de pocos días, y continuó su tarea misteriosa, con propósito firme de salir inmediatamente de París, donde parecía haberse empeñado en perderla algún enemigo desconocido y poderoso, y cuyos golpes no era posible resistir. Para una mujer como la señora Danglars, adorada, orgullosa y rica, no era insignificante suceso tener que abandonar ese centro en que ejercía su imperio, y verse obligada a concentrarse en un país extraño a la simple proporción de una viajera desconocida.

Cuanto más bello y dorado es el sueño, más cruel es el despertar, y era lo que acontecía a la señora Danglars.

Abandonada cobardemente por su esposo, capitalista orgulloso que prefirió más bien fugarse con los últimos fondos, que ya no le pertenecían, antes que declararse en quiebra; ella, que poseía el más alto grado de altivez, quiso continuar a los ojos del mundo con todo el esplendor que hasta entonces le había rodeado, disfrazando así la conducta del barón. Este proyecto, de difícil ejecución, puesto que los acreedores podrían venir entonces y con la ley en la mano secuestrar las propiedades del señor Danglars, fue auxiliado por un acontecimiento extraño. Pocos días después de la imprevista partida del barón sus compromisos fueron plenamente cubiertos en París y la casa de la señora Danglars se vio libre así del terrible peso de cinco o seis millones de francos.

Y de esta manera pudo la baronesa sostenerse en París, donde todos creyeron que el señor Danglars había partido para acompañar a su hija en un viaje de instrucción que la joven había emprendido; pero la tardanza de los viajeros comenzaba a producir cierto vago rumor entre los que conocían el carácter grosero de Danglars, y la imaginación artísticamente exaltada de Eugenia. Luego la rápida aparición de Benedetto, aquella carta escrita por el antiguo amante de la señora Danglars, la historia de aquella tentativa de infanticidio... Todo concurría entonces para obligar a la pobre baronesa a dar el mismo paso del barón y de su interesante hija.

El barón Danglars fugó de París porque se había empeñado en no ser pobre, aunque para no serlo tuviera que robar.

Eugenia, porque tenía la manía de no casarse.

La señora Danglars iba también a huir porque en París una negra nube presagiaba la tempestad. Su pasado estaba próximo a surgir claramente a los ávidos ojos del público, siempre curioso. Su resolución era, pues, irrevocable.

La baronesa no lloraba ya: pálidas como habitualmente, sus mejillas y con el sereno aspecto de aquel que ha determinado realizar un pensamiento, sentóse a su hermoso escritorio incrustado de marfil, y doblando apresuradamente dos pliegos de satinado papel, se dispuso a escribir dos cartas.

Con mano segura y letra muy legible, empezó la primera al caballero Luciano Debray, su antiguo socio cuando jugaba a la alta y baja de fondos a costa del pobre barón Danglars, su marido; pero, como si repentinamente la hubiese detenido diverso pensamiento, levantó la mano y comenzó la segunda carta dirigida a Benedetto.

La baronesa era madre, madre antes que todo; y el efecto maternal sobresale sublime a través de la violencia de cuantas pasiones puedan arraigarse en el corazón de una mujer.

Momentos después, la carta se había concluido y la varonesa la leyó por segunda vez con los ojos humedecidos por lágrimas:

«Señor: estáis abandonado en manos de la justicia, pobre y miserable, sin más recurso que vuestra elocuencia misma para conseguir libertad; si vuestro juez alcanza a convencerse por la franca exposición de la fatalidad que parece perseguirnos desde vuestra cuna, ignoro el destino que os está reservado, aunque lo espero todo de Dios, y tengo fe en su bondad infinita. Permitidme, sin embargo, poner a vuestra disposición una pequeña cantidad que podrá serviros para suavizar el rigor de vuestros carceleros; y creedme, que lejos de ser una humillante limosna la que os ofrezco, es dádiva casi obligatoria para una persona que os ama.»

Concluida la lectura, la baronesa sacó su cartera y escogió tres billetes de Banco, de valor de sesenta mil francos, que encerró en la carta; la selló enseguida, poniendo en su sobre el nombre de “Benedetto” y envolviéndola en otra cubierta, escribió en ella: “Al señor procurador del Rey”.

La baronesa descansó un momento, y cuando sintió que sus lágrimas se habían enjuagado y que su espíritu volvía al sosiego necesario para ocuparse en su repentino proyecto de fuga tomó nuevamente la pluma, continuando la carta dirigida a Luciano Debray.

En ella la señora Danglars le comunicaba su partida, rogándole se encargara de velar por su casa en París hasta que ella volviese a escribirle lo que más le conviniese de esa misma casa, sus alhajas y muebles.

Una vez terminado este primer trabajo, abrió la ventana que miraba al patio y esperó en ella un momento, hasta que, viendo a alguno, la hizo señal con la mano para que subiese por la misma escalera por donde Luciano Debray acostumbraba a introducirse.

—Entrad Tomás —dijo ella a un hombre vestido con una blusa listada, pantalón y botas de cochero, que parecía indeciso al umbral de la puerta.

—Pero en este traje..., señora baronesa —balbuceó mirando su blusa.

— ¡Entrad!; necesito hablaros.

Alentado el cochero, entró, asustándose al notar que la baronesa cerraba cautelosamente la puerta de la escalera.

—Cuando entrasteis a mi servicio os tomé por un hombre inteligente y discreto.

—De otro modo nunca sería yo un buen cochero.

—Pues bien; se trata de un largo paseo, semejante a un viaje; corriendo siempre por distintas carreteras y diferentes países...

—Comprendido, señora baronesa —interrumpió el cochero, moviendo la cabeza como para dar a entender que comprendía cuanto le exponía con medias palabras—. Yo mismo he buscado el cochero que tuvo el honor de conducir al señor barón; era un camarada mío, muchacho de tino.

—¿.Podrás buscar otro?

—Iré yo mismo, señora baronesa. Estoy aislado y me es indiferente vivir aquí o allí.

—¿Estarás pronto mañana?

—Hoy mismo

—Un carruaje con buenos caballos, pronto, en un lugar retirado; saldremos de aquí en mi tren habitual; tendrás sacados los pasaportes porque el bagaje será ligero; he ahí el mío.

El cochero miró la pequeña maleta de cuero e hizo un ademán de inteligencia.

—Después en dirección de Bruselas, Lieja, Aix-laChampelle...

— ¡Está bien! ¡No faltará nada, vive Dios, señora baronesa! En cuanto a caballos, irán los rusos que son valientes y briosos... ¡Pobres animales! Me lanzaron cierta vez del carruaje; pero he de domarlos en ésta. Por lo que respecta a pasaportes...

—Oídme: se trata de un joven de baja estatura, ojos azules, cabellos rubios, pálido, nariz regular, labios delgados, enfermo, y que viaja por distraerse de un malestar físico.

— ¡Excelente! —dijo el cochero maravillado por el recuerdo de la baronesa.

—Sé, pues, cauteloso; aquí tienes el dinero.

El cochero tomó una bolsa de manos de la baronesa y salió saltando de contento.

Al amanecer la baronesa subió al carruaje que la aguardaba en el patio; y por una casual coincidencia bajó por la misma escalera por la cual, un año antes, habían bajado Eugenia y su amiga Luisa d'Armilly.

IV LOS SESENTA MIL FRANCOS DE BENEDETTO

Luciano Debray leyó con complacencia la carta de la baronesa Danglars en la cual le informaba su pronta salida de Francia. Las profundas relaciones que le vinculaban con la baronesa, si bien útiles en otro tiempo al secretario privado de un ministro de Estado con sus veinte mil libras de renta, no convenían al presente ministro de hacienda con el enorme sueldo y la admirable representación de tan eminente cargo. Además, la señora Danglars se encontraba, como ya lo hemos dicho, en una situación delicada, que, si bien desconocida por el público, Luciano Debray la conocía excesivamente para creer que pudiese conservarse el disfraz. He aquí por qué al terminar la lectura respiró a sus anchuras como si despertase de un mal sueño.

— ¡Ah! —exclamó él pasando sus dedos entre el rizado cabello y alisando su bigote—. Estas familias que brotan sin conocerse de donde, con sus improvisadas riquezas, me traen a la memoria los actores que encarnan en el teatro durante algún tiempo el papel de grandes personajes hasta que cae el telón, y retornan a lo que han sido... a la nada... sin que nadie más lo vea. A este género pertenecía el barón Danglars. Mientras Luciano Debray cavilaba de este modo, el procurador del Rey, habiendo recibido una carta, mandaba llevasen a su presencia al reo Benedetto.

Encontrábase el magistrado en su despacho del Tribunal de Justicia, al que fue conducido el hijo de Villefort, cerrándose con precaución la puerta no bien hubo entrado, púsose éste frente al procurador del Rey.

—Acercaos, Benedetto; poseo una carta que os corresponde.

— ¿Una carta? —dijo Benedetto.

— ¿Sabéis quién te la envía?

— ¿Yo? ¿Quién puede haber en el mundo que me conozca y me escriba?

— ¡Pensadlo bien! ¿Estáis! acaso, en contacto con alguna persona que haya sido vuestro cómplice en cualquier período de vuestra vida?, no me lo ocultéis. Aquí está la carta: ¿conocéis siquiera la letra de su sobre?..

—La veo por primera vez, pero la carta está abierta y vos sabéis lo que contiene. —Palabras y dinero.

— ¡Dinero! ¿Qué decís, señor?

—Sesenta mil francos

— ¡Por piedad, señor! —dijo Benedetto, juntando las manos y palideciendo y enrojeciéndose alternativamente.

— ¿No me habías dicho que su protector desconocido os enviaba algunos socorros cuando estabais en la Forcé?

—Es verdad; pero desde entonces jamás ha vuelto, y Bertuccio, conductor de su dinero y de sus consejos, salió hace tiempo de Francia,

El magistrado arrugó el entrecejo e inclinó la cabeza en ademán de meditación.

— ¿Sabéis que está prohibido a cualquier preso tener en su poder una cantidad como esta?

—Lo sé señor —respondió Benedetto, suspirando.

— ¿Y qué haríais de ella, poseyéndola?..

—Compraría ropa, y lo pasaría en la cárcel sin privaciones, reservando una parte para mi viaje, puesto que ya me habéis dicho que seré degradado.

El magistrado volvió a sus meditaciones.

—Quizá divulgaréis con orgullo entre vuestros compañeros que sois poseedor de esta suma.

— ¡Oh!... descuidad... en la extremidad del pie de una media, cosida al forro de mi blusa... ¿quién podrá dar con ella? —contestó sonriendo—. Por otra parte, hacer saber que tengo dinero sería lo mismo que distribuirlo entre mis hambrientos compañeros de la Cueva de los Leones, que no tienen por cierto las virtudes de Rafael.

Los ojos de Benedetto brillaban como dos carbunclos a los rayos del sol; y el sudor corría a grandes gotas por su frente, como sin duda debió suceder a aquellos antiguos prisioneros de Chalons, que, cargados de cadenas, fueron condenados a morir de hambre frente a una gran provisión de pan y agua.

El magistrado reflexionó un momento; después, tomando la carta, la entregó a Benedetto, y le dijo: —Leed.

Aunque éste se hubiera ahorrado gustoso su lectura para examinar los billetes que valían sesenta mil francos y le aseguraban un rayo de esperanza en el centro de su extremada miseria, conformándose no obstante con la voluntad de Beauchamp y la leyó rápidamente.

— ¡Oh! —prorrumpió Benedetto—, esto no puede ser otra cosa que la influencia de uno de esos genios benéficos que se ocupan de destruir las obras de aquellas malas hadas de que habla Perrault, mi autor favorito..., pero ¿y los sesenta mil francos, señor? —preguntó abriendo desmedidamente los ojos.

—Oídme, Benedetto. Sesenta mil francos son una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en vuestra posición.

—Ciertamente.

—Pues bien —continuó el magistrado—; no os exaltéis y agradeciendo humildemente el socorro que el cielo parece enviaros, comportaos de modo que merezcáis su protección por toda vuestra vida.

— ¡Oh! Sí, señor —murmuró Benedetto suspirando y mirando de reojo los billetes de Banco, que el magistrado tenía en la mano a manera de perro que pasa cuando le obligan mientras tiene a su vista un pedazo de carne.

— ¿Sabéis que es mi deber privaros de ese dinero?

—Sí, señor.

— ¿Conocéis que contravengo a un artículo del reglamento de cárceles entregándooslo?

— ¡Oh!

— ¿Calculáis bien lo que tendría que arrepentirme de este hecho si cometieseis una imprudencia?

— ¡Seré prudente como Ulises!

— ¿Deseáis manifestaros grato de algún modo al beneficio que os hago?

—En cuanto gustéis señor.

—Pues bien, sed prudente y me complaceréis en ello, y creed, además, que si por alguna indiscreción vuestra tuviera que arrepentirme, en vez de una simple degradación, pediré contra vos el castigo de grillete y seréis remitido a Tolón.

— ¡Ah! ¡Por piedad, señor, nunca, nunca!

—Bien, aquí tenéis vuestro dinero y..., por última vez, sed prudente.

El procurador del Rey dio al joven, diciendo esto, los billetes de Banco, que metió con rapidez en el seno; después hizo sonar la campanilla, y a esta señal se presentó el agente de policía.