La nave de los necios - Sebastian Brandt - E-Book

La nave de los necios E-Book

Sebastian Brandt

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La nave de los necios (1494) no sólo es la obra alemana más importante del siglo XV, sino la que dio a conocer esta literatura en Europa. Su éxito fue tan grande que llegó a crear un género nuevo de literatura y a influir en Erasmo y otros grandes escritores. El autor, Sebastián Brant, nos pinta una nave cargada de necios, locos y pecadores a punto de naufragar. Se trata, pues, de toda la sociedad, que ha roto amarras con la Edad Media y no encuentra puerto. Con rigor, Brant fustiga a príncipes y lacayos, hombres y mujeres, blasfemos y usureros. Más de un centenar de mecedades, que son en buena medida intemporales. La presente edición es la primera en lengua española de esta obra clásica de la literatura universal. Al igual que la primera edición alemana, ofrece el texto de Brant y las xilografías que lo acompañan, muchas de ellas de Durero, verdaderas obras maestras del arte alemán

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Akal / Básica de Bolsillo / 230

Serie Clásicos de la literatura alemana

Sebastián Brant

LA NAVE DE LOS NECIOS

Edición de: Antonio Regales Serna

Con 115 grabados atribuidos a Alberto Durero, el maestro de Haintz-Nar, el maestro Gnad-Her y otros maestros del Renacimiento

La nave de los necios (1494) no sólo es la obra alemana más importante del siglo XV, sino la que dio a conocer esta literatura en Europa. Su éxito fue tan grande, que llegó a crear un género nuevo de literatura y a influir en Erasmo y otros grandes escritores.

El autor, Sebastián Brant, nos pinta una nave cargada de necios, locos y pecadores a punto de naufragar. Se trata, pues, de toda la sociedad, que ha roto amarras con la Edad Media y no encuentra puerto. Con rigor, Brant fustiga a príncipes y lacayos, hombres y mujeres, blasfemos y usureros. Más de un centenar de necedades que son en buena medida intemporales.

La presente edición es la primera en lengua española de esta obra clásica de la literatura universal. Al igual que la primera edición alemana, ofrece el texto de Brant y las xilografías que lo acompaña, muchas de ellas de Durero, verdaderas obras maestras del arte alemán.

Antonio Regales es profesor de filología alemana de la Universidad de Valladolid y cuenta con numerosas publicaciones en esta especialidad, interesándose sobre todo por la literatura medieval y la humanista.

Maqueta de portada

Sergio Ramírez

Diseño interior y cubierta

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título orginal

Das Narrenschiff

© Ediciones Akal, S. A., 1998

Primera edición en Básica de Bolsillo, 2011

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4673-8

Introducción

La época de Sebastián Brant

Sebastián Brant (1457-1521) pertenece, en general, a la época de transición entre el final de la Edad Media y los inicios de la Edad Moderna y, más en particular, a la primera hornada de humanistas de Alemania (alto Rin). Falta aún la gran obra histórica que explique este período. Como en La nave de los necios, quedan aún muchas cosas por explicar en esa zona en penumbra que va del gótico tardío a Durero.

Si tuviésemos que elegir sólo tres factores de los numerosos que caracterizan el paso de la Edad Media a la Edad Moderna, elegiríamos quizá los siguientes:

a) El desarrollo de las ciencias y de las técnicas.

b) Los descubrimientos geográficos.

c) La consciencia del yo.

Estos tres factores no hay que entenderlos separadamente, sino en sus ricas y múltiples interrelaciones. Sin el avance de la óptica (telescopio de Galileo) no se habría planteado tan crudamente la cuestión teológica de la existencia de las sustancias metafísicas en el mundo supralunar, con el consiguiente replanteamiento del papel del yo en el universo. Sin el desarrollo del teodolito, de la cartografía, etc., no se habría descubierto América y, con ella, la existencia de unos seres que ponían en cuestión, entre otras cosas, la transmisión universal del pecado de Adán (si eran hombres, ¿cómo habían podido llegar hasta allí?; si no lo eran, podrían legítimamente trabajar como las bestias; en todo caso, complicaban la idea ingenua del yo medieval). La consciencia del yo ha de entenderse no sólo como mayor consciencia del componente espiritual del yo, sino del componente corporal.

Los tres factores citados ponen en cuestión, por tanto, la armoníamedieval de los distintos saberes particulares entre sí, tomados aisladamente o en conjunto, y la Teología. La Edad Media vive básicamente dentro del edificio escolástico. La Teología y la Filosofía forman una unidad. Las ciencias y las técnicas se subordinan al saber divino. En el Physiologus, un tratado de veterinaria, el asno es visto primariamente a la luz de la entrada de Cristo en Jerusalén el domingo de ramos. Profundizando en las verdades particulares se llegaría a agotar el campo, a la Verdad con mayúsculas. El saber es como una meta en una historia entendida como unidireccional, dominada por Dios, que es la Sabiduría. En el fondo, no hay progreso, sino que éste consiste, más bien, en un regreso a la fase de Adán y del árbol de la ciencia (o a la Biblia, los padres de la Iglesia, Aristóteles, etc.). En el Renacimiento, sin embargo, las ciencias y las técnicas, en su desarrollo, se intersectan y pueden llegar a cuestionarse y, en el extremo, a cuestionar la propia Teología. Un paradigma de ello es Leonardo da Vinci. Muchos contenidos espirituales se objetivan, se convierten en objetos, para la imprenta, el comercio o el experimento. Como se ve en El príncipe, de Maquiavelo, la política cobra también sustantividad y se convierte en el fin lícito.

Entre los inventos (o la popularización de otros de importancia marginal en épocas anteriores) destacaría el reloj y la imprenta. Baste pensar qué sería nuestra sociedad actual si, por arte de magia, desaparecieran los relojes y las imprentas y volviésemos a depender del canto del gallo, de los toques a maitines y de los copistas medievales. Si el reloj va regulando cada vez más la actividad productiva y el tiempo libre, la imprenta va cambiando de manos paulatinamente el dominio sobre la cultura (las ediciones no se repiten por la bondad de unos amanuenses, sino por las leyes del mercado y por el interés de poderosos grupos sociales). Pero basta mirar las ciudades renacentistas, con sus palacios, ayuntamientos, mansiones y jardines, para ver la creciente distancia entre este mundo y el medieval.

El respeto creciente al yo corpóreo, por su parte, tiene implicaciones de muy distinto signo, entre ellas jurídicas (habeas corpus, capacidad de testar, a menudo no reconocida, v. gr., a esclavos y siervos, etc.). Cuando Jacobo Burckhardt consideraba el desarrollo de la personalidad como la característica central del Renacimiento, estaba poniendo el acento en el yo, aunque de un modo bastante unilateral, pues, por un lado, restaba importancia a otros factores (entre ellos, el peso de una tradición medieval que, como vemos en Brant, podía estar aún muy presente), y, por otro lado, era un yo más espiritual que corpóreo. En cualquier caso, se trataba de un yo que ya no era el medieval, cuando el cosmos se reflejaba en el hombre y, a la inversa, la superestructura religiosa era a veces un reflejo del mundo cotidiano (aunque, desde luego, no se agotaba en ser mero reflejo). El hombre ya no es el centro del universo, como no lo es la tierra. La revolución copernicana pone en cuestión no sólo el geocentrismo de Ptolomeo, sino las ingenuas adherencias mitológicas del Génesis. Pero, por otro lado, el nuevo hombre se va convirtiendo, a su vez, en medida de todas las cosas. El descubrimiento (en parte redescubrimiento) de la perspectiva humana es característico del Renacimiento, como lo es la aparición de la escritura manuscrita propia del yo o el género literario, aún rudimentario, de la autobiografía, que tiene su origen en algunas obras clásicas y en las vidas y leyendas de santos. La propia Historia del doctor Juan Fausto, aparecida en 1587 y germen del gran mito goethiano y alemán, tiene su base en una biografía real, de un Fausto que había muerto unos cincuenta años antes. En realidad, la obra medieval suele ser anónima o, de algún modo, colectiva; es en el Humanismo cuando la biografía específica del autor se plasma de un modo u otro en su obra, y, por tanto, es más necesario conocerla para hacer la interpretación de esa obra.

Nicolás de Cusa (1401-1464) es quizá la figura en que mejor se ve la transición de la Edad Media a la Edad Moderna, en sus virtualidades y también en sus contradicciones. El Cusano, además, influyó directamente en Brant, pues fue una de las figuras centrales, si no la central, del concilio de Basilea (1431-1449), cuyos decretos publicó en 1499 el autor de La nave de los necios.

Con Nicolás de Cusa la Teología se hace notablemente racional. Nacido en Cusa, junto al Mosela, Nicolás estudió Derecho en Heidelberg y Padua. Trabó amistad con Toscanelli y otros sabios de su tiempo. En Colonia estudió Teología y leyó a pensadores como Raimundo Lulio. Tras muchos avatares llegó a cardenal (1448) y, llamado por el papa Pío II a Roma (1458), a legado de la ciudad. Hizo importantes reformas en la Iglesia de Roma, aunque a la postre resultarían insuficientes para evitar la división de la cristiandad. Tenía Nicolás de Cusa una excelente formación matemática, geométrica, física, etc., aunque estaba también muy influido por la mística, la Escolástica, el Neoplatonismo y el Humanismo. La docta ignorancia pretende ir más allá de la razón habitual. Dios se entiende como una «coincidencia de opuestos». El mundo se comporta respecto a Dios como la serie de los números naturales derivables de 1 respecto a este 1. El 1 es la coincidencia de los números finitos e infinitos. Leyendo desde hoy De la docta ignorantia vemos no sólo anticipos de Leibniz, sino de la ciencia actual (por ejemplo, cuando nos hace ver que, al igual que en la Santísima Trinidad, la recta es recta, y curva, y circunferencia, y punto). En la misma línea van sus intentos de resolver la cuadratura del círculo. También en el asunto del microcosmos es un eslabón que merece recordarse: el hombre es un microcosmos, reflejo de Dios y del mundo. Con ello ayuda a romper la barrera entre el Dios ilimitado y el hombre que no era casi nada. Dios se hace de algún modo racional, y el hombre de alguna forma divino. El punto medio, dialéctico, sería Cristo.

Pero Nicolás de Cusa es también la vía de transmisión de la devoción moderna, que pretendía seguir el camino sencillo que lleva a Dios, lejos de las polémicas y sutilezas estériles que agotaban las fuerzas también de los círculos en que se movía Brant. Es, diríamos, el lado más místico del Cusano, en el que la Fe y la Gracia son casi todo, y la razón casi nada (al menos para el común de los mortales). Ésta es la actitud que tomaba Brant, con no pocos de los primeros humanistas del área del alto Rin: evadirse en lo posible de las grandes polémicas (entre nominalistas y rea­listas), y no dejar de cultivar la amistad entre los partidarios del bando contrario. Juan Heynlin de Stein hizo aquí, indudablemente, de introductor del Cusano. Sirvan estas palabras de Brant, en su primer epigrama (Zarncke 1854, pp. 154 y ss.), como resumen de su inclinación a la docta ignorancia en el sentido de la devoción moderna:

No te dejes apartar de la fe si se quiere disputar sobre ella, sino cree sencilla y simplemente, como la Santa Iglesia te enseña. No aceptes la doctrina sutil que tu entendimiento no puede comprender. La ovejilla nada a menudo junto a la orilla, donde el elefante se ahoga y sufre daño. Nadie debe preguntar para saber sobre su fe o su esposa, para que no se arrepienta al final.

La ortodoxia de Brant resplandece siempre, frente a la actitud mucho más compleja de la mayoría de las grandes figuras de su tiempo (y, en particular, de la de Nicolás de Cusa).

Dos otros eslabones merecen especial mención en el desarrollo de la idea del «macrocosmos»: Marsilio Ficino y Pico della Mirandola.

Marsilio Ficino (1433-1499) fue médico, humanista, filósofo e historiador (Vida de Platón), además de sacerdote (De la religión cristiana) y teólogo (Teología platónica). Para él, el cristianismo era la forma de tomar conciencia de la Revelación divina. También defendía que el alma procede de Dios y tiende a retornar a él. Una idea central suya es que el alma refleja el macrocosmos, pero como un microcosmos activo. El querer y el obrar son decisivos, con lo que se entra en conflicto con la doctrina de la Gracia (San Pablo, San Agustín). Acusado de herejía, fue absuelto.

Pico della Mirandola (1463-1494) da un paso más en la dirección de Nicolás de Cusa y de Marsilio Ficino. De origen noble, fue filósofo y un gran humanista (conocía el latín, griego, hebreo y árabe). Quería elevar el cristianismo tradicional a las alturas de la cultura humanista, y para ello hace una síntesis de Platón, Aristóteles, la Cábala y otros saberes. Según él (De la dignidad del hombre), el ser humano es un microcosmos, y su propio forjador y superador; tiene ante sí todas las posibilidades, pero puede dirigirse a los distintos niveles del ser: a lo elemental, a lo animal o a lo divino. También lleva a una unidad superior los conceptos conjugados de «cuerpo» y «alma», «espíritu» y «naturaleza», «naturaleza divina» y «naturaleza humana», frente al modo analítico de entenderlos, habitual en la Edad Media.

En el Renacimiento se trata de buscar a Dios no fuera del mundo, sino dentro de éste, e incluso en el hombre. Dios no ha querido hacerlo todo: ha querido que el hombre comparta esta capacidad. Estamos a un paso del hombre como genio creador, algo casi blasfemo para el artista medieval, quien, a lo sumo, se ve como un buen artesano, diestro en conformar la materia, pero no como creador, atributo sólo de Dios.

Todo esto, y tantas otras cosas que podríamos decir de la cultura y el pensamiento en los albores del Renacimiento y del Humanismo, parece, ciertamente, revolucionario, y en buena medida lo es. La cuestión se plantea cuando pasamos de ese plano al de la historia socioeconómica y política. ¿Hay aquí un cambio revolucionario? Parece evidente que, más bien, hay una continuación con lo que conocemos de la Edad Media. Es bien sabido que algunas escuelas de historiadores prolongan la Edad Media (en particular, la alemana) varios siglos más allá del XIII o el XIV. Lo que algunos pensaban en teoría tardaría muchos años en llevarse a la práctica. El Renacimiento y el Humanismo son movimientos esencialmente estéticos, no políticos. Hasta los artistas aparentemente más liberales tienen una actitud que podríamos denominar retórica, se mueven en un marco conservador y contribuyen a afianzarlo. Como tantas veces en la historia, desde los tiempos antiguos hasta el presente, muchos confían demasiado en el poder de la cultura para mejorar el rumbo de las sociedades y de los individuos. Cultura, pompa, intelecto no se convirtieron en armas contra el poder, sino a favor del poder. Renacimiento significa vuelta a los patrones antiguos y regeneración del individuo, pero también mantenimiento, por esos medios, del statu quo. El poeta que se deja coronar y proteger por un mecenas se integra de alguna manera en el mundo de éste, en vez de oponerse a él. Petrarca y los demás humanistas glorificaban a los señores antiguos para glorificar aún más a los señores de su tiempo. El arte es una eficaz vía para granjearse los favores de las clases dominantes. El desarrollo de las ciencias y de las técnicas, y el florecimiento del comercio, permiten a los nobles tener buenos ejércitos; pero el pensamiento y el arte son armas no menos eficaces para legitimar el poder y el ejercicio del poder. Con Petrarca empezó la Retórica como instrumento de poder, y no como simple adorno inocente, y la literatura dominada por la Retórica dura en Alemania, por citar una obra clave, hasta el Laocoonte (1766) de Lessing. Es notable que, a la hora de buscar revolucionarios políticos en la época, haya que acudir a actitudes teatrales como la de Cola di Rienzi (1312-1354), el tribuno romano que se puso al frente de una modesta insurrección del pueblo y que fue asesinado por el propio pueblo en el Capitolio. No, para hablar en Europa de revolución hay que esperar a la Revolución francesa (por no decir a la de 1848). No deberíamos olvidar este marco general cuando, con doble razón, se habla del conservadurismo de Sebastián Brant.

El yo humanista crea según normas (dependientes de la Retórica) supranacionales. Ya hemos dicho que en Alemania estas normas duran hasta bien entrado el siglo XVIII (con corrientes secundarias que llegan, desde luego, hasta nuestros días), por lo menos hasta Gottsched (1700-1766) y, en parte, Lessing (1729-1781).

En Alemania, el espíritu italiano se refleja en algunas pocas cortes y ciudades libres.

Para recibir las nuevas ideas —aunque muchos buenos propósitos a menudo se frustraron por el peso de la tradición, del profesorado de viejo cuño o del ambiente circundante—, se crearon universidades como la de Friburgo de Brisgovia (1457), Basilea (1459), Ingolstadt (1472), Tréveris (1473), Maguncia (1476) y Tubinga (1477). Salta a la vista, y tendremos ocasión de volver repetidamente sobre ello, que el área de lo que en la época se llamaba Alsacia (que incluía a Basilea) y otras zonas adyacentes del valle del Rin constituían el principal bastión del Humanismo alemán, hasta que a partir de Lutero (1483-1546) regiones más norteñas (Sajonia, la franja central de Alemania) fueron tomando paulatinamente el relevo. En el siglo XV se distinguen los siguientes focos principales del Humanismo: el alto Rin (con Suiza), el bajo Rin (con el principal centro en Colonia) y Suabia. El alto Rin y Suabia tenían relaciones bastante estrechas. El norte de Alemania, Franconia, Sajonia o la propia Baviera quedaban muy a la zaga. En 1497, Jacobo Locher llamaba a Leipzig «tierra bárbara» (Zarncke, 1854, p. XII).

En vez del interés por la tradición clásica tal como lo vemos en Italia, en Alemania reinaba la intranquilidad religiosa. Los humanistas son en un principio un islote entre los escolásticos, y los renacentistas más todavía. Habrá que esperar a Jacobo Locher (1471-1528), el traductor de La nave de los necios al latín y el editor de Horacio, para encontrar a humanistas alemanes que sepan apreciar a los clásicos por sí mismos y no por otras razones (como la similitud de sus virtudes con las cristianas o la calidad de sus escritos para el aprendizaje de las lenguas clásicas).

La corte de Carlos IV, quien reinó en Praga desde 1346 a 1378, había recibido también a algunos de los primeros humanistas, aunque en la universidad de Praga, fundada por él en 1348, dominaba la cuestión religiosa (devoción moderna, mística, escolástica). Carlos se hizo coronar emperador en Roma, aunque renunció a restablecer el dominio alemán en Italia, cedió a Francia el reino de Borgoña y consiguió Silesia, Lusacia y Brandeburgo. Mediante la Bula de Oro (1356) fijó la primacía de los príncipes electores. Su laborioso reinado trajo consigo una beneficiosa calma, que se refleja sobre todo en la actividad cultural en Bohemia y en su capital Praga, ciudad que adornó no sólo con su universidad, sino con monumentos como la catedral y el puente de Carlos. La cabeza principal de este humanismo primerizo fue Juan de Neumarkt (1310-1380), quien llegó a ser canciller de Carlos IV y después obispo.

Maximiliano I (1459-1519) es aquí de mayor interés, pues su reinado (1486-1519) coincide en buena medida con el centro de la actividad literaria de Brant y de otros miembros del primer humanismo de Alsacia. Hijo de Federico III, fue elegido «rey de Roma» en 1486 y emperador (sin consentimiento del Papa) en 1508. Empezó a reinar en 1493. A pesar de las alabanzas que le dedicó Brant, Maximiliano no tuvo muchos éxitos políticos ni militares. Mediante su matrimonio con María, hija heredera de Borgoña, tuvo pretensiones sobre todos los dominios de este reino, de los que, tras varias guerras y la muerte de María, le quedaron los Países Bajos, Artois y el ducado libre de Borgoña. Después de la muerte de Segismundo de Tirol y de su propio padre, reinó en todos los dominios de la casa de Austria. En 1490 expulsó a los húngaros de la Baja Austria, y en 1493 se casó con Blanca María de Milán. No tuvo éxito en las guerras europeas por hacerse con el poder en Italia, ni en la que llevó a cabo en contra de la Confederación suiza (guerra de Suabia), que acabó por hacerse definitivamente independiente. Por su política matrimonial, sin embargo, ganó la corona de España (1506) y aspiraciones a Bohemia y Hungría (1515). Tuvo que ceder varias veces a las pretensiones de los nobles. Nunca se atrevió tampoco, en contra de lo que le pedía Brant, a detener definitivamente el impetuoso avance de los turcos o a promover una cruzada para liberar los Santos Lugares. Sus principales éxitos militares fueron la expulsión de los turcos de Austria (1490), la victoria sobre los turcos en la batalla de Villac (1492) y sobre los franceses en Salins (1493). Su sucesor fue su nieto, Carlos I de España y V de Alemania.

Maximiliano no proporcionó a su imperio la consistencia que le había proporcionado Carlos IV, aunque, ciertamente, lo amplió. Se interesaba más por los aspectos visibles que por los profundos, más por la gloria y por la fama que por la obra política bien acabada. Él mismo era humanista, y se rodeó de hombres de letras y de ciencias. Conocía seis idiomas y se interesaba por la literatura, la historia, la pintura, la arquitectura, la música o las matemáticas. Como en el caso de Brant, Durero colaboró con sus xilografías. Se consideraba también el último gran caballero medieval e intentó recuperar un mundo de torneos y aventuras que ya estaba definitivamente agotado. Escribió tres obras (Freydal —de la que sólo quedó el boceto—, Theuerdank y Weisskunig), en las que pretendía conseguir novelas de caballería, al modo medieval pero con la temática y los recursos del presente (en especial la alegoría). Era de suyo un camino esencialmente cerrado ya antes de andarlo. También era propio de su carácter el hecho de que él realizase el esbozo y otras dos (o más) personas lo convirtieran en obra literaria acabada. Al margen de que la consecución de la gloria fuese para él casi un fin en sí mismo, hay que reconocerle su papel en la introducción del Renacimiento y el Humanismo en Alemania (y, por otro lado, su interés por la recuperación de algunos textos de la literatura medieval alemana). De especial significación fue el Colegio de matemáticos y poetas que fundó en 1501, con humanistas, en una universidad como la de Viena, que se oponía al Humanismo.

La obsesión de Brant por el peligro turco no carecía de fun-damento. Desde que en el siglo XI dominaron el Próximo Oriente, los turcos siempre tuvieron la tentación de ampliar su zona de influencia. Osmán I, muerto en 1326, puso con su conquista de Bizancio la primera piedra de un gran imperio. A mediados del siglo XIV ya se introdujeron algunos turcos en Europa. Mehmed II conquistó Constantinopla (1453), acabando con el Imperio bizantino. Ello supuso un choque importante en la cristiandad. En manos turcas fueron cayendo, como provincias, Serbia (1459), Grecia (1461) —de extraordinaria importancia, entre otras cosas por el éxodo de intelectuales, artistas, filólogos, etc., hacia Italia y otros países—, Bosnia (1463) y Albania (1479). Otras zonas, como la Valaquia o Moldavia, fueron sometidas a vasallaje. Por otro lado, Selim I, muerto en 1520, venció al sha de Persia y conquistó Siria, Palestina, Egipto y diversas zonas del norte de África. Con Suleimán II se ampliaron incluso los dominios, con la conquista de Bagdad, Rodas y Mesopotamia. Por último, muerto ya Brant, Barbarrosa creó la mayor potencia naval de Turquía y puso bajo su mando los estados berberiscos de Trípoli, Túnez y Argelia. Desde entonces empezó el declive, por causas internas y externas, que se hizo visible en la batalla de Lepanto (1571).

Un paradigma del cambio y la contradicción, en el paso de la Edad Media a la Edad Moderna, es Juan de Tepl (1350-1414). Su obra El labrador de Bohemia (1401) trata de la disputa entre el viudo que da nombre a la obra, por un lado, y la muerte, por el otro. Es una obra a medio camino entre lo medieval y lo humanista. Dios resuelve conciliadoramente la disputa, y esto (como el estilo retórico de la polémica, aunque sea en un marco y sobre un motivo medievales) ya tiene mucho de novedoso: «Vosotros dos habéis luchado bien; [...] por ello, acusador, ten el honor; muerte, ten la victoria.» El honor es aquí ya esencialmente renacentista. La unión de honor y victoria, sin embargo, es más propia del Renacimiento italiano que del alemán, donde ambos conceptos resultarán a menudo contradictorios.

Las Translatzen(Traducciones) de Nicolás von Wyle (hacia 1410-1478) pretendían no sólo dar a conocer en Alemania las obras de los humanistas, sino elevar el alemán a la altura del latín. Según nos dice, deseaba conseguir un alemán, a imitación del latín, que no pudiera ser mejorado. Esto ha de ponerse en conexión con el multilingüismo propio del Humanismo. Los humanistas tratan no sólo de prestigiar las lenguas vernáculas, sino de purificar y revitalizar el latín, tan deteriorado en la Edad Media, y de cultivar el griego, cuyo conocimiento se había ido reduciendo drásticamente por el predominio del latín.

Rodolfo Agrícola (1443-1485) fue el primer alemán que intentó introducir las formas renacentistas italianas en Alemania, que había aprendido directamente en Italia. Su obra De la invención dialéctica es la primera obra alemana de topoi, de temas literarios y de la forma de tratarlos. Los alemanes intentaron desde entonces conseguir el ideal de la elocuencia y las metas de la Retórica.

Conrado Celtis (1459-1508), que siguió por este camino, llegó a escribir en su lección inaugural en la universidad de Ingolstadt (1492):

¿De qué sirve, por los dioses inmortales, el mucho saber y la penetración en lo hermoso y elevado si no se sabe hablar de ello con dignidad, elegancia y solemnidad, y si no podemos transmitir a la posteridad nuestros pensamientos, lo cual es un adorno único de la felicidad humana? Así es, a fe mía: nada distingue tanto al hombre culto e ilustrado como la pluma y la lengua, que son dirigidas ambas por la elocuencia.

Para muchos humanistas europeos, como para los rétores clásicos, la elocuencia es una condición de la moralidad, de la adquisición y de la transmisión del conocimiento, de la eficacia, de la perfección, de la felicidad. Algo, pues, semejante, en cierto sentido, a la religión. Sin embargo, en Alemania la elocuencia se subordinará casi siempre a la religión. Falta aún mucho para llegar a Goethe, en el que la religión se torna, en buena parte, estética, y el estilo tiene mucho de religión. No obstante, se ha exagerado en la investigación el predominio del factor religioso sobre el retórico en el Humanismo alemán: como se ve en Brant y en tantos otros, la devoción moderna y la vía antigua se dan a menudo juntas, aunque no se advierta a primera vista.

Aparte de Celtis, el gran vagante, incitador y educador, conviene recordar aquí a Ulrico de Hutten, pues Erasmo, el más grande de los humanistas, no era alemán y es de sobra conocido, y Lutero, también bien conocido, pertenece a una etapa histórica posterior a la de Brant. Ulrico de Hutten (1488-1523) es el gran inquieto y el gran luchador. Pasa por las ideas de algunos de los mejores humanistas alemanes, pero se acaba enfadando con casi todos. Para él la vacilación era pecado. Su programa se condensa en su célebre lema «Me he atrevido a ello». En el fondo, trataba de aunar las ideas religiosas progresistas (luteranas) con la política conservadora de restauración imperial, y, con ello, realizar de un modo práctico el ideal del yo humanista. Otros humanistas, como Conrado Peutinger (1465-1547), no afectan de modo sensible la vida y obra de Sebastián Brant.

Sociológicamente, el Humanismo, como se ve con especial claridad en la región de Estrasburgo y Basilea, es un movimiento predominantemente burgués y ligado a metas educativas. Los grandes descubrimientos geográficos, los cambios en las ciencias y en las técnicas, las nuevas ideas de todo tipo y las nuevas aspiraciones de las capas más emprendedoras de la sociedad obligaban a una portentosa actividad educativa. No sólo hacían falta escuelas, universidades, libros y maestros, sino modelos que pudieran ser imitados. Y esa labor no la asume, como en la Edad Media, la Iglesia, sino la burguesía y, en concreto, los humanistas y su literatura, que es esencialmente didáctica. También en esto Alemania tiene el ceño más adusto, menos sonriente, que la bulliciosa Italia, pero es algo que sucede no sólo en la literatura, sino en todas las artes.

Para acabar este apartado, creo necesario tratar un asunto que, aunque pudiera parecer abstruso o poco relevante, tiene gran importancia para situar a Brant en las líneas de pensamiento de su entorno: me refiero principalmente a los nuevos planteamientos de la vieja cuestión de los universales o, dicho de otro modo, a la reanudada polémica entre realistas y nominalistas.

La polémica es un residuo de la que en la Edad Media sostuvieron los dominicos y los franciscanos. Los primeros eran realistas y los segundos nominalistas. Los realistas sostenían que los universales tienen una realidad propia, anterior a los individuos particulares («universales antes que la cosa»); los nominalistas, lo contrario, que los universales son sólo palabras, más o menos vacías, para poder pensar o expresarnos («universales después de la cosa»). Los realistas se basaban en Platón; los nominalistas, en Aristóteles. A mediados del siglo XV los nominalistas se inclinaban, más bien, por la vieja educación escolástica, mientras que los realistas se alineaban con la Iglesia y propugnaban una educación más liberal y más acorde con la línea humanista.

En Basilea, la ciudad adoptiva de Brant, el nominalismo dominaba de forma absoluta en la enseñanza impartida en la Facultad de Humanidades. Pero en 1464 llegó allí Heynlin, realista que había llegado a ser rector de la Sorbona y que la abandonó precisamente para poder discutir con nominalistas, y las cosas llegaron hasta tal punto, que entre el período de hacia 1470 y 1492 la Facultad se dividió en dos, con sus respectivos decanos, profesores y alumnos. Los nominalistas eran, con todo, el partido más fuerte. Entre ellos estaban Reuchlin, Lauber y Hugonis. Brant aprendió de ellos y cultivó su amistad, aunque personalmente era realista y tenía en este bando sus mejores amigos (entre otros, el futuro impresor Amerbach).

Basilea, así pues, había cobrado fama de progresista, debido principalmente al concilio allí celebrado. Allí se había esbozado un programa para acabar con todos los males de la Iglesia, llegar a una unidad con los disidentes y extenderse por todo el mundo. Por desgracia, tanto el Papa como el emperador hicieron lo posible para que ese programa no se llevara a cabo, por lo que el concilio era en tiempo de Brant poco más que un buen propósito que se recordaba con melancolía. Su universidad había adquirido una importancia igual o superior a la de Heidelberg, su hermana mayor, y estaba muy por encima de la de Friburgo, que era como una pequeña sucursal de la de Viena. No es tan extraño, pues, como parece a primera vista que Heynlin eligiera Basilea para imponer el realismo. Lo interesante no es la cuestión de los universales en sí misma, sino en lo que tiene de hilo conductor para entender el agrupamiento de las cuestiones culturales y éticas en la época, pues los dos bandos ya no eran sólo, evidentemente, el de los dominicos y los franciscanos. Hay que tener también en cuenta que el Papa había condenado las ideas de Ockam, el gran reformista franciscano (nominalista), cuyas ideas se habían extendido mucho en Europa y eran menospreciadas por los realistas, que los llamaban sofistas, y consideradas demasiado revolucionarias por la autoridad imperial, que confiaba más en el realismo tradicional.

Las cosas empezaron a cambiar en Inglaterra, donde algunos realistas llegaron hasta Platón y, por ende, a proponer un modelo de iglesia primitiva que chocaba contra las ideas e intereses del Papa. De Oxford pasaron esas ideas a Praga a principios del siglo XV, y ello ocasionó la expulsión de los profesores alemanes de la universidad. En el concilio de Constanza (1414-1418) alcanzaron los nominalistas la cumbre de su poder. Juan Gerson destacó en él y, después de muerto, también en el concilio de Basilea. Se evidenció que los nominalistas no querían atacar a la Iglesia, sino las disensiones y los excesos (entre éstos, el absolutismo de los papas). Federico III acabó por plegarse a los intereses del Papa, con lo que se fue echando tierra a las resoluciones de Basilea. El nominalismo empezó a ser perseguido, sin prisas, pero sin pausas.

En Alemania los nominalistas se habían puesto, en los inicios, de parte del emperador y en contra del Papa. La fundación de las universidades de Heidelberg y de Viena se había hecho, en buena medida, con nominalistas expulsados de París, donde las discusiones habían llegado a ser tan violentas, que se tenía que separar con enrejados a los contendientes para que no llegaran a las manos. Por fin, en 1473, los realistas consiguieron que el rey Luis de Francia prohibiera prácticamente el nominalismo. Ese mismo año, Heynlin y otros realistas, descontentos con el decreto real, se dirigen a Basilea para continuar las discusiones en el campo adversario. Este sector realista se había distanciado de las agudezas estériles escolásticas. Los claros deseos de simplificación propios de finales del siglo XV eran un elemento favorable al realismo, pues es más sencillo de entender que con la palabra se comprende la cosa. Heynlin llegó a retirarse a un convento, dimitiendo del planteamiento racional de la polémica, y Brant deseó hacer lo mismo, aparte de que ya hemos dicho que tenía amigos en ambos bandos. Con todo, la lucha duró en Basilea más de veinte años. En el bando de Heynlin estaban, entre otros, Juan Geiler de Kaisersberg, Agrícola y el propio Brant; en el contrario, Jacobo Wimpfeling, Juan Tritheim y Juan Reuchlin. El realismo de estos humanistas se había mitigado mucho y había incorporado elementos del nominalismo de la época del concilio de Basilea. Era un realismo más abierto, pero temeroso de molestar al poder político o religioso. Se buscaba más el perfeccionamiento del individuo que el de la sociedad. A menudo, como en el caso de Brant, la perspectiva moral lo absorbe todo. Es por todo ello harto discutible considerarlos prerreformistas, pues su actitud respecto a la Iglesia y al Papa es, más bien, contraria a la de Lutero. El nivel del catolicismo es, en cualquier caso, muy bajo a finales del siglo XV. Apenas se puede encontrar algún gran maestro; todos se remiten a los maestros anteriores. La nave de los necios es la mejor obra de aquel círculo. Gracias a ella se convierte en universal lo que tenía mucho de limitado. Por otro lado, hay que tener presente otra aparente contradicción. Son los realistas, los llamados conservadores, los que introducen los nuevos ideales educativos, el Humanismo y, en particular, la nueva Retórica y el estudio de las lenguas clásicas. Heynlin ya había fomentado estos estudios en París, y lo mismo intentó en Basilea. En ambos lugares tenía presente tanto la universidad como la imprenta. Locher, aunque muy unido al principio al grupo, como discípulo predilecto de Brant y traductor de La nave de los necios al latín, pertenece ya a otra generación. El famoso panfleto de Wimpfeling contra él pone de manifiesto la ruptura con esta joven generación, que deseaba cultivar los estudios clásicos por ellos mismos y romper amarras con el lastre, cada vez sentido como más anticuado, de sus maestros. Aquí, en el tema de los clásicos, el Lutero del nordeste de Alemania se encontraba realmente en las antípodas de lo que se pensaba en los últimos años de la vida de Brant en el alto Rin.

La vida y la obra de Sebastián Brant (1457-1521)

La nave de los necios se explica, desde luego, por sus características internas, por su recepción o por el carácter burgués y moralizante de su entorno, pero también por la personalidad del autor, por su biografía y por el resto de su producción literaria y no literaria, que ha permanecido mucho tiempo injustamente olvidado para la crítica por el deslumbrante éxito de aquella obra (cf. Zeydel, 1967, en especial capítulos 1 y 2).

Sebastián Brant nació en Estrasburgo. Hay discusión sobre la fecha de su nacimiento (1457 o 1458). En la tardía fecha de 1590, Reussner, en sus Iconos, donde figura un retrato de Brant, realizado por Tobias Stimmer, dice que nació en 1458. Pero en la losa de la tumba se halla escrito que murió el 10 de mayo de 1521, a la edad de sesenta y cuatro años. 1457 es el año de una famosa carta de Martin Mair a su amigo Eneas Silvio, futuro papa Pío II, en la que le felicita por haber sido nombrado cardenal, critica el absolutismo del papado y la escasa atención a Alemania, y prevé que, de seguir así las cosas, Alemania se liberará del yugo de Roma y se hará independiente. En 1521 las doctrinas de Lutero fueron declaradas heréticas. Brant vivió con pasión algunos de los principales acontecimientos entre esas fechas, como el desarrollo de la imprenta, el descubrimiento de América, la amenaza de los turcos, el auge del latín y el griego, la cuestión de los universales o el porvenir del Imperio y de la Iglesia en los albores de la polémica reformista.

El padre de Brant, Diebold, era propietario del mesón «León de Oro» en Estrasburgo. Su abuelo paterno era comerciante de vinos en la misma ciudad y fue elegido ocho veces miembro de la corporación municipal. Su madre se llamaba Bárbara Picker, y, sin mayor fundamento, se suele decir que Brant tenía unos ciertos rasgos de carácter femenino (dulzura, timidez, sentido del pudor, tendencia a la moralización) que debía a su madre. El padre de Brant murió en 1468, y la madre tuvo que educar a sus tres hijos (además de Sebastián, Matías, futuro impresor, y Juan, futuro regidor del negocio de su padre). La situación económica de Brant fue estrecha hasta que consiguió dar clases de modo estable en la universidad de Basilea.

En Estrasburgo, con unos 20.000 habitantes, no había una buena escuela pública, por lo que Brant asistió probablemente a una escuela parroquial y a otra en Baden, pero, sobre todo, recibió clases particulares, entre otros, quizá de Juan Müller, que vivía en la ciudad. La educación que recibió fue indudablemente buena, aunque no del nivel de la de Wimpfeling o Erasmo, que visitaron la Escuela Latina Humanista de Luis Dringenberg, en Schlettstadt (Baja Alsacia). En la suave respuesta de Brant a una dura carta anónima que recibió en 1480, parece conceder sus insuficientes conocimientos de latín y, sobre todo, de griego, pero esto es una forma retórica de hablar. Su carácter era serio, tímido, constante, a menudo crítico, irritable, moralizante y un tanto vanidoso. Pero así eran muchos humanistas entonces, en particular en la zona del alto Rin. Por otro lado, siempre fue muy sincero, noble, laborioso y fiel a sus ideales políticos y religiosos, así como a sus amigos. Uno de los primeros amigos fue el joven humanista Pedro Schott, que había estudiado en la escuela citada de Dringenberg y pasó luego a las universidades de París y Bolonia.

En 1475 su madre lo envió a la universidad de Basilea, con el deseo probablemente de que estudiase lenguas clásicas, pues tenía una buena base en latín. Se matriculó en la Facultad de Humanidades, propedéutica de las otras. Allí estudió Filosofía, Lógica, Retórica y Física, entre otras materias. Los autores clásicos no tenían una disciplina propia, sino que se estudiaban en Filosofía, Retórica o junto a los escritores religiosos. Brant estudió griego en clases particulares impartidas por Andrónico Kontoblakas, que había fijado su residencia en Basilea; latín y griego, con el afamado Juan Reuchlin. No es que aprendiera mucho griego, pero sí el suficiente para leer a los autores clásicos.

Brant sirvió como criado al profesor Jacobo Hugonis, maestro también de Reuchlin. Se evidencia por éste y por otros medios que sus recursos económicos eran muy escasos. Visitaba mucho la rica biblioteca del monasterio cartujo, y escribía versos en latín, lo que le proporcionó cierta fama en Basilea. Su primera compilación, en honor a la virgen, apareció en Basilea en 1494. Basilea era a la sazón un lugar emprendedor y agradable, muy enriquecido por la actividad del concilio. De éste había salido incluso el intento de crear una universidad, que duró de 1440 a 1449. Con los donativos de los participantes, visitantes, autores e impresores se enriquecieron mucho las bibliotecas, en especial la de los cartujos y, secundariamente, la de los dominicos. La universidad, por su parte, fue creada de nuevo en 1460. El modelo fue la universidad de Erfurt, de la que vinieron algunos profesores. Lo más novedoso fue la introducción del Derecho civil, por primera vez en Alemania. Ya hemos hablado sobre la cuestión de los universales, que llegó a dividir en dos la Facultad de Humanidades. Los alumnos no eran muchos, pero venían de todas partes de Alemania y de Suiza, Francia y Bohemia. El Humanismo ocupaba un lugar más destacado que en las restantes universidades alemanas, el peso de la Iglesia no era tan grande y las relaciones con la ciudad eran excelentes. La ciudad era, como Estrasburgo, especialmente burguesa, sin dejar de ser sede episcopal y ciudad libre del Imperio.

La imprenta, introducida ya hacia 1470, tenía una especial relevancia en la ciudad. Los impresores tenían privilegios especiales y eran considerados artistas, no artesanos (en realidad lo eran). Entre los más conocidos figuran Wenssler, Amerbach, Wolff, Petri, Froben, Furter, Kesler y Bergmann von Olpe. Brant trabajó con varios de ellos. Bergmann, el editor de La nave de los necios, era rico de familia y compañero de clase y amigo íntimo de Brant; interesado en la Teología, llegó a archidiácono. Amerbach había estudiado con Heynlin en la universidad de París. Otros habían estudiado en Italia. La gran mayoría de los autores clásicos, sin embargo, eran publicados en Italia. Basilea tampoco podía competir con Italia o con París en la publicación de obras humanistas. Las que publicaba tenían su lugar, principalmente, en las necesidades de la enseñanza. Aparte de los libros de texto, destacan los escritos teológicos, filosóficos, jurídicos y morales. Muchas obras incluían grabados. La calidad de las ediciones era muy alta. Entre los compradores figuraban las iglesias, los monasterios, las parroquias, los profesores, los alumnos y el público cultivado en general. El contacto con el pueblo iletrado era más frecuente en las parroquias (lengua alemana, grabados). El uso de la letra romana por parte de Amerbach y Bergmann pone de relieve su interés por llegar a compradores de fuera de Alemania. También residieron en Basilea artistas como Durero y Holbein el Joven. Brant se encontraba, pues, en una ciudad que era un centro humanístico de primer orden. Allí vivió unos 25 años, hasta que Basilea, en 1501, se desligó del Imperio y se unió a la Confederación Suiza.

Quizá por razones económicas, Brant estudió Derecho. Su madre prefería la Teología. Curiosamente, Brant nunca confió demasiado en el Derecho: lo veía demasiado ligado con el engaño y con el capricho. Pero ante la Teología se veía como un constante pecador. Con todo, el Derecho canónico estaba bastante próximo de la Teología. Su principal profesor en Derecho fue Pedro de Andlau. En 1484 obtuvo la licencia para enseñar ambos Derechos (canónico y civil). Durante varios años siguió, no obstante, enseñando Poética en la Facultad de Humanidades. En 1485 se casó con Isabel Burg, con la que tuvo siete hijos. En 1489 alcanzó el grado académico más alto, el de «doctor en los dos Derechos», y ya disfrutó de una vida económicamente desahogada. En 1492 fue decano de la Facultad de Derecho.

En sus clases citaba a menudo a los clásicos. La persona que más le influyó fue Heynlin, el gran maestro del realismo y primer decano del sector realista. Heynlin era un humanista de la primera generación, tan lejos de los rizos escolásticos como de los clásicos por los clásicos. Tuvo un gran éxito como profesor y como predicador. Brant aprendió eso de él y mucho más: el amor a la Virgen María, el interés por Virgilio, la subordinación del Humanismo a la moral cristiana, la enemiga a la especulación filosófica, el sentimiento de vivir en un mundo en progresiva corrupción o el interés por la imprenta. Todo esto se refleja en La nave de los necios. La limitación principal de Heynlin —y de los primeros humanistas alemanes, incluido Brant, y con la excepción de Reuchlin— es que no contemplaban a los clásicos en sí mismos, en la belleza, ideas y sentimientos propios de las obras, sino desde el prisma concreto del moralizador cristiano. Frente a Locher, representante de la siguiente generación, se alzaron Geiler, Wimpfeling y el propio Brant. Al grupo de Heynlin, en Basilea, pertenecían Geiler, Schott y Brant, siendo este último el discípulo preferido y más consecuente. Fuera de Basilea estaban, sobre todo, Wimpfeling y Tritheim. Dado el absolutismo de la política de la Iglesia, los rea­listas, que eran sostenes de ésta, trataban de evitar la discusión sobre esos asuntos y se centraban en la moral del individuo. Brant mismo se convirtió en severo juez de todo tipo de pecados, locuras y necedades de la sociedad de su tiempo, y algo parecido hicieron los demás realistas, según el interés personal de cada cual. Frente a las tendencias reformistas, siempre se sintieron subordinados a la autoridad de la Iglesia. La actitud didáctica se advierte en todo el grupo, y en ella destacan Wimpfeling, con su tratado educativo titulado Adolescencia, y Brant, con su Nave de los necios, sus clases en la universidad y su labor en las imprentas. El propio Wimpfeling recomendaba esta última obra para su uso en las escuelas, y Geiler la tomó como base de sus sermones. Brant enseñaba en la Facultad Humanística y en la de Derecho. Era un excelente profesor, que animaba y sugería muchas cosas a sus alumnos y estaba en el trato muy próximo a ellos. Lo sabemos, sobre todo, por su discípulo Locher, quien habla de ello en la carta que publicó como prólogo a su Stultifera navis (traducción al latín de La nave de los necios). En la polémica educativa entre los escolásticos y los humanistas se puso sin reservas del lado de estos últimos. Brant transmitía su entusiasmo por el Humanismo y por los clásicos. Su influjo debió de ser, además, mayor por el hecho de haber pocos profesores numerarios, y ser la mayoría clérigos que trabajaban voluntariamente o jóvenes que, como probablemente el propio Brant en un principio, daban clase como tutores en las corporaciones de estudiantes.

Pero Brant no enseñaba sólo Poética y los clásicos, sino que dedicaba también gran esfuerzo a la enseñanza del Derecho. Tanto en Basilea como después en Estrasburgo sintió una especial inclinación por las fuentes del Derecho, quizá porque encontraba ahí un entronque con esa atención a los textos antiguos propia del Humanismo. El libro más conocido de Brant durante ese período es el manual de Derecho romano, en latín, titulado Exposiciones o explicaciones de todas las partes del Derecho, tanto civil como canónico (Basilea, Furter, 1490). Con sucesivas adaptaciones, fue publicado durante muchos años. En España también he encontrado bastantes ejemplares, empezando por la Biblioteca Nacional y siguiendo por otras bibliotecas civiles y eclesiásticas. Varios de los que he visto llevan anotaciones marginales que avalan la idea de la amplia difusión del libro, también en el tiempo. La fuente próxima es la obra titulada Aparato de las Instituciones (Basilea, 1478), que Brant enmendó, completó y comentó de su propia mano. En 1493 editó una obra sobre Derecho canónico: el Decreto de Graciano, trabajado con suma dedicación y concordado cuidadosamente con los libros de la Biblia. Asimismo editó una tercera obra, también en latín, de carácter más práctico: Del modo de estudiar en los dos Derechos, de Juan Bautista de Gasalupis.

Entre los asuntos que atraían a Brant destacaba también, como sabemos, la imprenta. Desde finales de la década de 1470 hasta su partida de Basilea (y aun después) estuvo estrechamente ligado al mundo de la imprenta. Actuaba principalmente como consejero para varios impresores. El saber de la época había alcanzado tal volumen, que ni los impresores más cultivados eran capaces de elegir por sí mismos las obras, fijar los textos definitivos, editarlos y acompañarlos de prólogos, dedicatorias y exhortaciones para su compra. Brant debió de empezar a hacer este tipo de trabajos hacia 1477, al terminar su bachillerato. En esta actividad influyó, sin duda, su amistad con Heynlin, con Bergmann y con Amerbach. El volumen de las obras que ayudó a editar no se puede determinar con precisión, entre otras cosas porque gran parte de ese trabajo se hacía de forma anónima, sobre todo cuando quien lo realizaba no tenía un gran nombre, como sucedía al principio a Brant. Pero se calcula que trabajó en más de un tercio de las obras publicadas en Basilea durante el tiempo en que residió allí. Su primera edición (La ciudad de Dios, en latín) se remonta a 1489. Trabajó, sobre todo, para Bergmann, pero también para Amerbach, Furter, Petri, Froben y otros. Relativamente pronto dejó aquí o allá su firma cuando el asunto del libro le interesaba y su contribución era relevante. Es importante destacar el hecho de que Brant trabajaba básicamente sólo en obras de su interés, razón por la cual este aspecto de su actividad nos ayuda a entender mejor a Brant y su obra. En 1494 apareció la obra (en latín) de Tritheim De los escritores eclesiásticos, una especie de enciclopedia que incluye al propio Brant y en la que éste inserta una nota sobre Reuchlin y un dístico de 18 líneas. Como curiosidad, indiquemos que entre las muchas obras en que colaboró por aquellos años encontramos, en el mismo 1494, la edición de una Historia Baetica, de Veradus, en la imprenta de Bergmann.

Desde mediados de 1480, Brant se va interesando cada vez más por el alemán, como único vehículo para llegar al pueblo, desconocedor del latín. Las dificultades eran muy grandes, no sólo porque el pueblo era en gran medida iletrado y tenía escaso acceso al libro, sino porque el alemán estaba aún lejos de ser uniforme y porque faltaban gramáticas y modelos de obras en la lengua vernácula en la línea requerida. Ya era una gran ­dificultad el propio hecho de que Brant tuviera que adiestrarse en escribir alemán (en concreto, el del dialecto de Alsacia), pues lo común era escribir en latín. Una forma de edición que cultivó Brant en su primera ­época fue la de las hojas sueltas, primero en latín y después en alemán. Solían in­cluir ilustraciones y trataban de sucesos extraordinarios. Constituyen un antecedente del periodismo moderno y, por otro lado, de La nave de los necios. Dos ejemplos son Del meteoro caído [...] junto a Ensisheim, publicado en alemán en 1492, y De la honorable batalla de los alemanes en Salins, también en alemán (1493). Estas obras, y otras más extensas, sobre todo las traducciones, permiten ver los progresos de Brant en el dominio del alemán. Entre las obras relativamente extensas destacan: Ave praeclara(Yo te saludo, preclara), himno dedicado a la Virgen, y cuya traducción brantiana no se conserva; un Catón, un Faceto (de Poggio), un Moreto y la Tesmofagia (recogidos en Zarncke, 1854, pp. 131 y ss.). Los cuatro último tienen una intención moralizante. La traducción, al principio pedestre, se va liberando del original y haciéndose más creativa. El uso del latín y del alemán supone en Brant, a fin de cuentas, dos finalidades distintas: llegar a un tipo de personas muy cultivadas o al pueblo en general (y a los párrocos y sus feligreses, en particular). El estilo literario y lingüístico cambian también en consecuencia. Los escritos en alemán, incluidas las hojas volanderas, son como peldaños que de algún modo nos llevan a La nave de los necios (aunque el Faceto y el Moreto se publicaron en 1496, fueron escritos años antes). La lengua y el estilo son cada vez más maleables, la métrica y la rima son similares, como lo es la conjunción de texto y grabado, la intención es moralizante, el destinatario es, más bien, el gran público.

Brant y su literatura se hallan muy ligados a Maximiliano I. El escritor encontraba en él al héroe que necesitaba su tiempo, agotados ya los modelos literarios de la épica cortesana. Maximiliano, esperaba Brant, traería la paz al Imperio y el fortalecimiento frente a sus vecinos y contra los turcos. Con motivo de su coronación como rey de Roma (1486) le dedica dos poesías. Incansable, trata de moverle a la acción, como cuando publica En honor [...] del rey de los españoles Fernando, de Verardi (1494), con la carta de Colón en latín De las islas descubiertas hace poco en el mar Indico, o El celo y fervor de los príncipes antiguos de los germanos, de Bebenburg (1497); pero Maximiliano carecía del ímpetu necesario para resolver los problemas que tanto preocupaban a Brant. Éste, aunque quizá defraudado en su interior, nunca perdió la esperanza en el Imperio y en el emperador. Su nacionalismo parece tener bastante que ver con su formación. De hecho, tuvo profesores y amigos de similares ideas y nunca vivió fuera de Alemania. Maximiliano también parece que conoció bien a Brant y sintió una notable admiración por él.

En otro sentido, por aquellos años publica hojas sueltas sobre acontecimientos extraordinarios, entre las que destacan las siguientes: Del maravilloso nacimiento del niño en Worms (1495), La extraordinaria cerda de Landser, en el Sundgau (1496) y Del ganso doble y la cerda de Guggen­heim, en Alsacia (1496), las tres en alemán; y en latín, De la inundación del Tíber (1495), Del insigne ciervo donado a su Regia Majestad (1495) y la Explicación del auspicio de los halcones (1495). También edita el Cuadragesimal (1495) y un comentario de Petrarca (1496).

Aparte del lejano modelo del emperador, Brant tuvo otros más inmediatos. Ya los hemos citado, pero es preciso añadir aquí algunas cosas más por su extraordinaria influencia sobre nuestro autor.