La nueva Rusia - Peter Pomerantsev - E-Book

La nueva Rusia E-Book

Peter Pomerantsev

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Beschreibung

EN LA NUEVA RUSIA, INCLUSO LA DICTADURA SE CONVIERTE EN UN REALITY SHOW.Asesinos a sueldo con alma de artista, aspirantes a directo­res de teatro convertidos en titiriteros del Kremlin, supermo­delos suicidas, Ángeles del Infierno que se creen guerreros sagrados y revolucionarios oligarcas: bienvenidos al corazón surrealista y deslumbrante de la Rusia del siglo XXI. En La nueva Rusia, Peter Pomerantsev se sumerge en un país que desde Occidente resulta impactante: un mundo del que mana el nuevo dinero y el nuevo poder, y que cambia tan rápido que rompe todo sentido de la realidad, alberga una forma de dictadura sutil y desafía a los países de su alrededor a medida que acrecienta su fuerza.

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Título original: Nothing is True and Everything is Possible

© Peter Pomerantsev, 2015.

© de la traducción: Ana Isabel Sánchez, 2017.

© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO092

ISBN: 9788490568705

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

Acto I. Reality show Rusia

Acto II. Grietas en el mátrix del Kremlin

Acto III. Formas de delirio

Agradecimientos

Bibliografía

Notas

PARA MI ESPOSA, MIS PADRES, MIS HIJOS, LA TÍA SASHA Y PAUL

ACTO I

REALITY SHOW RUSIA

UNA CIUDAD QUE VIVE EN FAST-FORWARD

Cuando vuelas de noche sobre Moscú, se ve que la silueta de la ciudad está formada por una serie de circunvalaciones concéntricas con el pequeño anillo del Kremlin en el centro. A finales del siglo XX la luz de las carreteras brillaba con un amarillo apagado, sucio. Moscú era un triste satélite que irradiaba los rescoldos del imperio soviético en el límite de Europa. Luego, en el siglo XXI, sucedió algo: el dinero. Nunca había penetrado tal flujo de dinero en un lugar tan pequeño y en un período de tiempo tan corto. El sistema orbital se alteró. Por encima de la ciudad, los anillos concéntricos comenzaron a relumbrar con las luces de los nuevos rascacielos, los neones y los coches de lujo que circulaban a gran velocidad por las carreteras, unas luces que giraban cada vez más rápido, con una aguda e hipnótica luminosidad de parque de atracciones. Los rusos eran la nueva jet set: los más ricos, los más enérgicos, los más peligrosos. Eran los que tenían más petróleo, las mujeres más bellas y las mejores fiestas. Pasaron de estar dispuestos a vender cualquier cosa a estar dispuestos a comprar cualquier cosa: clubes de fútbol en Londres y clubes de baloncesto en Nueva York; colecciones de arte, periódicos británicos y empresas energéticas europeas. Nadie era capaz de entenderlos. Eran lascivos y refinados a un tiempo, astutos e ingenuos. Solo encajaban en Moscú, una ciudad que vivía en fast-forward, que cambiaba con tal velocidad que desafiaba cualquier sentido de la realidad y donde los jóvenes se hacían millonarios en un abrir y cerrar de ojos.

«Performance» era la palabra de moda en la ciudad, un mundo en el que los mafiosos se convierten en artistas, las cazafortunas citan a Pushkin y los Ángeles del Infierno alucinan teniéndose por santos. Rusia había visto pasar ante sus ojos, y a una velocidad tan frenética, tal cantidad de mundos —desde el comunismo a la perestroika, la terapia de choque, la penuria, la oligarquía, el estado mafioso y la megarriqueza— que sus nuevos héroes tenían la sensación de que la vida no es más que una mascarada rutilante donde todo papel y cualquier posición o creencia es mutable. «Quiero probarme todos y cada uno de los personajes que el mundo haya conocido», me diría Vladik Mamishev-Monroe. Era artista de performances y la mascota de la ciudad, el invitado inevitable en las fiestas a las que asistían los inevitables magnates y supermodelos, que llegaba vestido de Gorbachov, de faquir, de Tutankamón, del presidente de Rusia. Cuando aterricé por primera vez en Moscú, pensé que aquellas transformaciones infinitas eran la expresión de un país liberado que se ponía diferentes disfraces en un frenesí de libertad, que forzaba al máximo los límites de la personalidad hasta lo que el visir del presidente llamaría «las alturas de la creación». Solo años más tarde empecé a ver aquellas eternas mutaciones no como libertad, sino como formas de delirio en las que terroríficas marionetas y místicos de pesadilla se convencen de que son casi reales y marchan hacia lo que el visir del presidente procedería a llamar «la quinta guerra mundial, la primera guerra no lineal de todos contra todos».

Pero me estoy adelantando a los acontecimientos.

Trabajo en televisión. En televisión de no ficción. En entretenimiento de no ficción, para ser exactos. En 2006 viajé a Moscú porque allí la industria de la televisión, igual que todo lo demás, estaba en auge. Ya conocía el país: desde 2001, el año después de graduarme en la universidad, había vivido allí durante la mayor parte del tiempo trabajando en diferentes comités de expertos y como consultor de muy poca importancia en proyectos de la Unión Europea destinados a contribuir al «desarrollo» ruso. Después trabajé en una escuela de cine y finalmente como ayudante de documentales para cadenas occidentales. Mis padres habían emigrado desde la Unión Soviética a Inglaterra en la década de los setenta como exiliados políticos, y yo crecí hablando una especie de ruso emigrado demótico. Pero siempre había mirado con interés hacia Rusia. Quería acercarme a ella: Londres me parecía demasiado comedido, demasiado predecible; la América en la que vivía el resto de mi familia emigrada me resultaba demasiado satisfecha de sí misma; por el contrario, los rusos de verdad me daban la impresión de estar realmente vivos, como si tuvieran la sensación de que cualquier cosa era posible. Lo que en realidad quería hacer era cine. Apretar el botón de grabar, enfocar y filmar. Cogí mi cámara, una Sony Z1 destartalada y lo bastante pequeña para llevarla siempre en mi cartera. Durante gran parte del tiempo tan solo grababa para no dejar que este mundo escapara; filmaba a ciegas, consciente de que nunca volvería a contar con un reparto como aquel. Y en Moscú estaba muy solicitado por la simple razón de que podía pronunciar las palabras mágicas «Soy de Londres». Funcionaban como un «Ábrete, Sésamo». Los rusos están convencidos de que los londinenses conocen el secreto alquímico de la televisión de éxito, que son capaces de destilar el siguiente reality o talent show de moda. Daba igual que nunca hubiera sido más que un ayudante de tercera en proyectos de otras personas; con solo susurrar «Soy de Londres», podía conseguir reunirme con quien quisiera. Era un polizón en la gran armada de la civilización occidental, formada por los banqueros, abogados, consultores de desarrollo internacional, contables y arquitectos que se habían hecho a la mar buscando fortuna en las aventuras de la globalización.

Pero, en Rusia, trabajar en televisión es algo más que ser cámara, un mero observador. En un país que cubre nueve zonas horarias, que es un sexto de la masa continental del mundo, que se extiende desde el Pacífico hasta el Báltico, desde el Ártico a los desiertos del Asia Central, desde aldeas casi medievales donde la gente aún extrae el agua a mano de pozos de madera, pasando por ciudades construidas en torno a una fábrica, y de nuevo hasta los rascacielos de cristal azul y acero de la nueva Moscú, la televisión es la única fuerza que puede unificar, gobernar y amarrar esta nación. Y como productor de televisión, me precipitaría directamente al centro de su maquinaria.

Mi primera reunión me llevó al último piso de la torre Ostankino, el centro televisivo del tamaño de cinco campos de fútbol que es el ariete de la propaganda del Kremlin. En ese último piso, al final de una serie de pasillos negro mate, hay una larga sala de conferencias. En ella se celebraban todas las semanas las sesiones de lluvia de ideas donde las mentes más brillantes de Moscú decidían qué emitiría Ostankino. Un simpático publicista ruso me llevó a una de ellas. Debido a mi apellido ruso, nadie se había percatado aún de que era británico; mantuve la boca cerrada. Éramos más de veinte personas en la sala: presentadores bronceados con camisas de seda blanca, profesores de ciencias políticas con barbas sudadas y respiraciones pesadas, y ejecutivos de cuentas con deportivas. Ni una sola mujer. Todo el mundo fumaba. Había tanto humo que me picaba la piel.

Al final de la mesa se sentaba uno de los presentadores de programas de política más famosos del país. Es bajo y habla rápido, con una voz áspera a consecuencia del humo del tabaco:

Todos sabemos que no habrá política de verdad. Pero aun así tenemos que transmitirles a nuestros espectadores la sensación de que está sucediendo algo. Necesitan que los mantengamos entretenidos. Así que, ¿con qué deberíamos jugar? ¿Atacamos a los oligarcas? ¿Quién es el enemigo esta semana? La política tiene que parecer... ¡una película!

Lo primero que había hecho el presidente al llegar al poder en 2000 fue hacerse con el control de la televisión. A través de la televisión, el Kremlin decidía qué políticos «permitiría» que se convirtieran en su oposición de juguete, cuáles deberían ser la historia, los miedos y la conciencia del país. Y el nuevo Kremlin no cometería el mismo error que la vieja Unión Soviética: jamás dejaría que la televisión se volviera aburrida. La tarea es sintetizar el control soviético con el entretenimiento occidental. El Ostankino del siglo XXI mezcla el negocio del espectáculo y la propaganda, las audiencias con el autoritarismo. Y en el centro del gran show se encuentra el mismísimo presidente, creado desde la nada, una masa gris gracias al poder de la televisión, de manera que muta tan rápido como un artista de performance entre sus papeles de soldado, amante, cazador a pecho descubierto, hombre de negocios, espía, zar, superhombre... «Las noticias son el incienso mediante el cual bendecimos las acciones de Putin, lo convertimos en el presidente», les gustaba decir a los productores de televisión y los tecnólogos políticos. Sentado en aquella sala llena de humo, tuve la sensación de que la realidad era en cierto modo maleable, de que estaba con unos Prósperos que podían proyectar sobre la Rusia postsoviética cualquier existencia que desearan. Pero con cada año que pasaba trabajando en Rusia, y a medida que el Kremlin iba volviéndose más paranoico, las estrategias de Ostankino se tornaban cada vez más retorcidas, la necesidad de provocar pánico y miedo cada vez más urgente; la racionalidad se desconectó y se programó en horario de máxima audiencia a simpatizantes fanáticos del Kremlin y a agitadores para mantener a la nación embelesada, distraída, mientras llegaban más mercenarios extranjeros que nunca para ayudar al Kremlin y expandir su visión hacia el mundo.

Pero aunque mi camino terminaría regresando a Ostankino, mi papel inicial en el vasto reality show guionizado de la nueva Rusia consistía en ayudar a hacer que pareciera y sonara occidental. La cadena de televisión para la que trabajé en un principio fue la TNT, que está localizada en un nuevo centro de oficinas llamado Bizancio. En la planta baja hay un spa decorado con un estilo romano falso, con columnas y ruinas dóricas de yeso, frecuentado por chicas lánguidas de piernas largas que van a intensificar bronceados ya intensos y a hacerse manicuras y pedicuras interminables. Las manicuras son elaboradas: con los colores del arcoíris, con varias capas, con dibujos cubiertos de brillantina de corazoncitos y flores, mucho más brillantes que los ojos aburridos de las chicas, como si vertieran todas sus utopías en la minúscula superficie de sus uñas.

La cadena de televisión ocupa varias plantas del edificio situadas más arriba. Cuando se abre la puerta del ascensor, te saluda el logo de la TNT, diseñado con rosas cegadoramente brillantes y chillonamente felices, azules resplandecientes y dorado. Sobre el logo está escrito el eslogan de la cadena: «¡Siente nuestro amor!». Esta es la nueva y desesperadamente feliz Rusia, y esta es la imagen de Rusia que proyecta la TNT: un país joven, bullicioso y lustroso. La cadena envía un haz de amarillos y rosas hiperactivos a los lóbregos pisos de la gente.

Las oficinas son un espacio abierto, lleno de jovencitos resplandecientes y felices que corren de un lado a otro, que salpican su ruso de anglicismos, que silban las melodías de los éxitos del pop británico. La TNT hace televisión «gamberra», y la joven plantilla vibra con la emoción de la revolución cultural. Para ellos, la TNT es una pieza de pop art subversivo, una forma de inmiscuirse en la psique de la nación y reprogramarla desde dentro. Fue la cadena que introdujo los reality shows en Rusia: un espectáculo obsceno —para enorme regocijo de los productores de televisión— es tachado de inmoral por los comunistas de cierta edad. La TNT fue la pionera de las comedias de situación rusas y de los programas de entrevistas basura a lo Jerry Springer. La cadena engulle conceptos occidentales uno detrás de otro y pasa por más formatos en un año de los que Occidente puede inventar en una década. Muchas de las personas más brillantes de la ciudad están desertando a los canales de entretenimiento y las revistas de papel cuché; allí no les forzarán a hacer propaganda, los animarán a ser subversivos. En esos medios no se puede hacer política de verdad, es una zona «libre de noticias». Muchos de ellos se sienten satisfechos con el trueque: total libertad a cambio de completo silencio.

—Queremos averiguar lo que realmente piensan los miembros de la nueva generación. Piiiitrrrr.

—Lo que les emociona, Piiiitrrrr.

—Queremos ver a gente real en la pantalla. A los auténticos héroes, Piiiitrrrr.

«Piiiitrrrr». Así es como me llaman las productoras de la TNT. Tres mujeres, todas menores de treinta. Una con el pelo negro, otra con el pelo rizado y la tercera con el pelo liso, y todas se terminan las frases entre ellas. Podrían referirse a mí utilizando la versión rusa de mi nombre, «Piotr». Pero prefieren utilizar «Piiiitrrrr», que hace que parezca más inglés. Soy su escaparate occidental, que les ayuda a crear una sociedad occidental fingida. Y yo, por mi parte, finjo ser un productor mucho más importante de lo que soy. Comenzamos por lanzar la primera serie documental de la TNT. Me cuesta solo treinta minutos conseguir mi primera comisión: Cómo casarse con un millonario (Guía para cazafortunas). Creo que habría podido conseguir tres películas si me hubiera esforzado un poco. En Londres o en Nueva York habría pasado meses intentando hacer despegar un proyecto. Pero la TNT está patrocinada por la compañía de gas más grande del mundo. De hecho, tacha esto último. Es la compañía más grande del mundo, punto.

SIN COMPLEJOS

—La teoría de los negocios nos enseña una importante lección —dice la instructora—. Investigad siempre en profundidad los deseos del consumidor. Aplicad este principio cuando busquéis un hombre rico. En una primera cita hay una regla fundamental: nunca habléis de vosotras mismas. Escuchadlo. Encontradlo fascinante. Descubrid sus deseos. Estudiad sus aficiones; después, cambiad de acuerdo con todo ello.

Academia de Cazafortunas. Un grupo de chicas rubias y serias tomando notas con mucha atención. Encontrar un viejo forrado de pasta que te consienta es un oficio, una profesión. La academia tiene pasillos de mármol falso, largos espejos y detalles pintados en dorado. La puerta de al lado es un spa y salón de belleza. Vas a tus clases de cazafortunas y luego vas a que te depilen y a broncearte. La profesora es una pelirroja de cuarenta y pico con una licenciatura en Psicología, un MBA y una risa estridente. Tiene la voz aguda y cursi, una señorita remilgada con minifalda:

—Nunca llevéis joyas en una primera cita, el hombre debe pensar que sois pobres. Haced que quiera compraros joyas. Llegad en un coche destartalado: haced que quiera compraros uno más elegante.

Las alumnas toman notas con caligrafía clara. Han pagado unas seiscientas libras por cada semana del curso. Hay docenas de «academias» de ese tipo en Moscú y San Petersburgo, con nombres como «Escuela de Geishas» o «Cómo ser una mujer de verdad».

—Id a una zona cara de la ciudad —continúa la instructora—. Consultad un mapa y fingid que estáis perdidas. Un hombre rico podría acercarse a ayudaros.

—Yo quiero un hombre que sea capaz de mantenerse firme en sus ideas. Que me haga sentir tan segura como detrás de una muralla de piedra —dice Oliona, una reciente graduada, empleando el lenguaje paralelo de las cazafortunas (a lo que se refiere es a que quiere un hombre con dinero).

Por lo general a Oliona ni siquiera se le pasaría por la cabeza dirigirme la palabra, es una de esas chicas inaccesibles que se desharía de mí con un batir de pestañas. Pero voy a sacarla en televisión, y eso lo cambia todo. El programa va a llamarse Cómo casarse con un millonario. Creía que sería difícil conseguir que Oliona hablara, que se mostraría reservada sobre su vida. Todo lo contrario: se muere de impaciencia por contárselo al mundo; la forma de vida de las cazafortunas se ha convertido en uno de los mitos favoritos del país. Las librerías están atestadas de libros de autoayuda que explican a las chicas cómo cazar a un millonario. Peter Listerman, un proxeneta regordete, es una celebridad de la televisión. No se define a sí mismo como proxeneta (eso sería ilegal), sino como «alcahuete». Las chicas le pagan para que les presente a hombres ricos. Los hombres ricos le pagan para que les presente a chicas. Sus agentes, chicos gais y adolescentes, buscan en las estaciones de tren a jovencitas de piernas largas y ágiles que hayan llegado a Moscú persiguiendo cierto tipo de vida. Listerman llama a las chicas sus «polluelas»; posa para las fotos con asadores de kebab con pequeños pollos ensartados: «Acude a mí si buscas polluelas», dicen sus anuncios.

Oliona vive en un piso nuevo, pequeño y luminoso con su nervioso perrillo. El piso está en una de las calles principales que llevan a la zona de los multimillonarios, Rublevka. Los hombres ricos colocan allí a sus queridas para poder parar un momento a visitarlas de camino a casa. Llegó a Moscú desde Donbas, una región minera ucraniana dominada por los jefes de la mafia desde la década de los noventa. Su madre era peluquera. Oliona estudió el mismo oficio, pero el pequeño establecimiento de su madre se fue al traste. Oliona llegó a Moscú prácticamente sin nada cuando tenía veinte años y comenzó como bailarina de striptease en uno de los casinos, el Golden Girls. Bailaba bien, y así fue como conoció a su amante rico. Ahora gana la tarifa básica de querida de Moscú: el piso, 2.500 libras al mes, un coche y unas vacaciones de una semana de duración en Turquía o Egipto dos veces al año. A cambio, su amante rico obtiene su cuerpo flexible y bronceado siempre que quiere, de día o de noche, siempre alegre y dispuesto para la acción.

—Deberías ver cómo me miran las chicas de mi pueblo. Se mueren de celos —comenta Oliona—. «Vaya, cómo te ha cambiado el acento, ahora hablas como los moscovitas», dicen. Pues muy bien, que se jodan: me siento orgullosa de ello.

—¿Serías capaz de regresar allí alguna vez?

—Nunca. Eso significaría que he fracasado. Que vuelvo a las faldas de mi mamá.

Pero su amante rico le prometió un coche nuevo hace tres meses y aún no ha cumplido su palabra; le preocupa que vaya a dejarla.

—Todo lo que ves en este piso es suyo. Yo no soy dueña de nada —reconoce Oliona mientras examina su propio piso como si no fuera más que un plató de televisión, como si fuese otra persona la que vive allí.

Y en cuanto su amante rico se aburra de ella, se quedará sin nada. De nuevo en la calle con su nervioso perrillo y una docena de vestidos de lentejuelas. Así que Oliona está buscando otro amante rico (aquí no se llaman «amantes ricos» sino «patrocinadores»). De ahí la Academia de Cazafortunas, una especie de escuela para adultos.

—Pero ¿cómo puedes quedar con otros hombres? —le pregunto—. ¿No te vigila tu actual patrocinador?

—Sí, claro, tengo que ser cuidadosa; hace que uno de sus guardaespaldas venga a controlarme. Pero lo hace de una manera agradable; el guardaespaldas se presenta con la compra hecha. Pero sé que en realidad está comprobando que no ha habido hombres aquí. Intenta ser sutil. Creo que es un detalle. Otras chicas lo tienen mucho peor. Cámaras. Detectives privados.

Los campos de juego de Oliona son una constelación de clubes y restaurantes diseñados casi exclusivamente para el propósito de que los patrocinadores busquen chicas y las chicas busquen patrocinadores. A los hombres se los conoce como «Los Forbes» (por la lista de millonarios Forbes); a las chicas como «tiolki», «ganado». Es un mercado favorable al comprador: hay docenas, no, cientos, de «cabezas de ganado» por cada «Forbes».

Comenzamos la velada en el Galeria. Enfrente hay un monasterio de ladrillo rojo que se inclina como un transatlántico en la nieve. En la puerta del restaurante, los coches negros aparcan de cualquier manera encima de la acera estrecha y sobre el bulevar; los guardaespaldas de cejo fruncido, fumando, esperan a sus señores, que están sentados dentro. El Galeria fue creado por Arkadi Novikov: sus restaurantes son los lugares de moda de Moscú (también es el encargado de hacer el catering del Kremlin). Cada restaurante tiene una temática nueva: Oriente Medio, Asia. No se trata tanto de pastiches imitativos como de insinuaciones astutas al estilo de otra persona. El Galeria es un collage de citas: columnas, mesas negras de cromo, paneles con tejido de cachemir británico. Las mesas están iluminadas con focos de cine. La distribución de los asientos está hecha de tal manera que puedes ver a la gente de otros rincones. Y los principales sujetos de exposición son mujeres. Se sientan junto a la barra y toman la precaución de no pedir más que un agua mineral para provocar así que un Forbes las invite a una copa.

—Ja, qué ingenuas son —comenta Oliona—. A estas alturas todo el mundo se sabe ya ese truco.

Ella pide un cóctel y sushi:

—Siempre finjo que no necesito nada de los hombres. Eso los atrae.

A medianoche, Oliona se dirige al club de moda. Lentas cabalgatas de Bentleys y Mercedes negros (siempre negros) y blindados avanzan despacio hacia la entrada. Cerca de la puerta, miles de tacones de aguja resbalan y se arrastran sobre el hielo negro y, de algún modo, siempre consiguen mantener su inmaculado equilibrio. (¡Oh, nación de bailarines de ballet!) Miles de melenas rubio platino rozan espaldas desnudas y artificialmente bronceadas, mojadas a causa de la nieve. Los gritos que brotan de miles de labios hinchados rasgan el aire invernal cuando suplican que los dejen entrar. Esto no tiene nada que ver con estar a la moda, con ser guay; es trabajo. Esta noche es la oportunidad de las chicas para bailar y echar un vistazo sobre las barreras habitualmente infranqueables del dinero, los ejércitos privados, las vallas de seguridad. Una noche a la semana, la ciudad más dividida del hemisferio norte, donde los megarricos viven separados, en una civilización vallada y sedosa, abre una pequeña y estrecha compuerta al paraíso. Y las chicas se amontonan, empujan y arrastran por esa minúscula rendija, perfectamente conscientes de que solo estará abierta durante una noche antes de que vuelva a expulsarlas y dejarlas a la intemperie en un Moscú mezquino.

Oliona camina con ligereza hasta el inicio de la cola. Ella está en la lista vip. A principios de todos los años, le paga al gorila varios miles de dólares para asegurarse de que siempre la dejen entrar, un tributo necesario para su profesión.

Dentro, el club está construido como un teatro barroco, con una pista de baile en el centro e hileras de logias en las paredes. Los Forbes se sientan en las galerías en penumbra (pagan decenas de miles de dólares por tener ese placer) mientras Oliona y otros cientos de chicas bailan en la pista, lanzando miradas estudiadas hacia las logias con la esperanza de que las inviten a subir. Las galerías están a oscuras. Las chicas no tienen ni idea de quién está sentado en ellas con exactitud; flirtean con las sombras.

—Hay muchísimas chicas de dieciocho años —dice Oliona— que vienen pisando fuerte.

Ella solo tiene veintidós años, pero eso ya se acerca al final de la carrera de una querida de Moscú.

—Sé que pronto tendré que empezar a reducir mis estándares —me comenta más divertida que horrorizada.

Ahora que Oliona ha cogido confianza conmigo, descubro que no es en absoluto como yo pensaba que sería. No es dura, sino burbujeante como un refresco. Con ella todo es un juego. Ese debe de ser el secreto de su éxito: la habitación parece más efervescente cuando Oliona está en ella.

—Por supuesto, aún tengo la esperanza de conseguir un verdadero Forbes —dice—, pero en el peor de los casos me conformaré con algún zoquete millonario que venga de provincias o con uno de esos expatriados aburridos. O con un viejo verde.

Pero nadie sabe lo que el futuro le deparará en realidad a una cazafortunas; esta es la primera generación que ha tratado este tipo de vida como una profesión. Oliona tiene a sus espaldas una ciudad minera de la mafia y, por delante, solo Dios lo sabe. Ríe y baila sobre un abismo.

De vuelta en la academia, las clases continúan.

—Hoy aprenderemos el algoritmo para recibir los regalos —anuncia la instructora a sus alumnas—. Cuando deseéis conseguir un regalo de un hombre, situaos a su lado izquierdo, el irracional y emocional. El derecho es su lado racional: os colocaréis a su derecha si estáis discutiendo proyectos empresariales. Pero si lo que queréis es un regalo, posicionaos a su izquierda. Si está sentado en una silla, acuclillaos para que se sienta más alto, como si fuerais niñas. Contraed los músculos vaginales. Sí, los músculos vaginales. Eso hará que vuestras pupilas se dilaten y que resultéis más atractivas. Cuando diga algo, asentid; ese gesto lo inducirá a mostrarse de acuerdo con vosotras. Y, finalmente, cuando le pidáis vuestro coche, vuestro vestido, lo que sea que queráis, acariciadle la mano. Con suavidad. Ahora repetid: ¡Mirar! ¡Asentir! ¡Acariciar!

Las chicas recitan al unísono: «Mirar, asentir, acariciar... Mirar, asentir, acariciar».

(«Creen que han ganado algo cuando nos sacan un vestido —me comenta un millonario que conozco, cuando le hablo de las clases de la academia—. A veces las dejo ganar. Pero, vamos: ¿qué podrían quitarnos realmente si nosotros no se lo permitiéramos?» «¿Sabes cómo las llamo yo? —me dice otro—. Las llamo gaviotas, como las que sobrevuelan los vertederos. Y además suenan igual que las gaviotas, ya sabes, cuando se sientan juntas en un bar a cotillear. “¡Kar-kar! ¡Kar-kar!” ¡Gaviotas! ¿A que es divertido?».)

Mientras me documento para el programa, conozco a más graduadas de las academias. Natasha habla un alemán decente. Trabaja como traductora para hombres de negocios que visitan el país. La agencia de traducción se anuncia solo para chicas «sin complejos»: clave que quiere decir que deben estar preparadas para acostarse con el cliente. Por todas partes se ven anuncios para secretarias o asistentes personales con las palabras «sin complejos» impresas en pequeño al final. De algún modo, esa frase transforma la humillación en un acto de liberación personal. Natasha está trabajando para un magnate de la energía alemán. Tiene la esperanza de que se la lleve con él a Múnich.

—Los hombres rusos tienen mucho donde elegir; los occidentales son mucho más fáciles —asegura con seriedad, como alguien que estuviera llevando a cabo una investigación de mercado—. Pero el problema de los occidentales es que no te compran regalos, nunca te invitan a cenar. Mi tipo alemán me va a llevar algo de trabajo.

Lena quiere ser una estrella del pop. En Moscú se las conoce como «bragas cantantes»: chicas sin ningún talento pero con un patrocinador rico. Lena es perfectamente consciente de que no sabe cantar, pero también sabe que eso da igual.

—No entiendo todo ese rollo de trabajar veinticuatro horas al día siete días a la semana en una oficina. Es humillante tener que trabajar así. Un hombre es como un ascensor que te lleva a lo más alto, y yo pienso tomarlo.

La instructora pelirroja con el MBA le da la razón:

—El feminismo se equivoca. ¿Por qué tendría que matarse a trabajar una mujer? Ese es el papel del hombre. Depende de nosotras perfeccionarnos como mujeres.

—Pero ¿qué hay de ti? —le pregunto cuando las alumnas han abandonado el aula—. Tú trabajas; la academia te da dinero.

La instructora esboza una pequeña sonrisa y cambia de tema:

—Lo siguiente que abriré será una clínica que ayudará a detener el envejecimiento. ¿Te gustaría venir a grabar eso también?

La clase continúa. La instructora dibuja un gráfico circular sobre una pizarra blanca. Lo divide en tres.

—Hay tres tipos de hombres —explica a las alumnas—. Los creativos. Los analíticos. Esos dos no nos interesan. Queremos a «los poseedores» —y entonces repite la frase reveladora y casi carcelaria—: un hombre detrás del cual os sintáis como detrás de una muralla de piedra. Todas sabemos cómo distinguirlos. Los hombres fuertes y silenciosos. Llevan trajes oscuros. Tienen voces profundas. No hablan por hablar. A esos hombres les interesa el control. No quieren una mujer enérgica. Ya tienen bastante de eso. Quieren una chica que sea una flor hermosa.

¿Acaso es necesario que mencione que Oliona creció sin padre? Al igual que Lena, Natasha y todas las cazafortunas que conocí. Todas sin padre. Una generación de chicas huérfanas con tacones altos que buscan tanto un padre como un amante rico. Y eso es lo curioso de Oliona y las demás alumnas: su astucia viene acompañada con cuentos de hadas sobre el zar que hoy, mañana o pasado mañana las llevará volando a su majestuoso reino de coches de lujo. Y, por supuesto, es el presidente quien encapsula esa imagen. Todas las fotos sin camiseta cazando tigres y arponeando ballenas son cartas de amor para las interminables colas de chicas huérfanas de padre. El presidente como el amante rico definitivo, el protector definitivo con quien puedes estar como «detrás de una muralla de piedra».

Cuando vuelvo a ver a Oliona en su piso, saca un tomo de Pushkin. La otra noche en el club conoció a un Forbes al que le gusta la literatura. Se está aprendiendo de memoria estrofas enteras de Eugenio Oneguin:

A quién amar, en quién creer,

¿de quién depender en exclusiva?

¿Quién adaptará sus palabras y demás

a nuestros intereses, a fin de cuentas?

... Nunca persigas un fantasma,

o malgastes tus esfuerzos en el aire,

ámate a ti mismo, tu única preocupación...

—Se los soltaré justo cuando menos se lo espere.

Me guiña un ojo, encantada de hacer alarde de su astucia.

El Forbes ya la ha llevado a dar un paseo en su jet privado.

—Imagínate: allí dentro puedes fumar, puedes beber, poner los pies encima del asiento. ¡Sin cinturones de seguridad! ¡Libertad! Es todo verdad, realmente puedes llevar esa vida, ¡no ocurre solo en las películas!

Conoció al Forbes cuando subió a la sala vip.

—Es guapísimo, como un dios —me cuenta Oliona con un susurro emocionado—. Iba dando billetes de cien dólares a las chicas a cambio de mamadas. Se pasó así toda la noche. ¡Imagínate qué aguante! Y esas pobres chicas no lo hacen solo por el dinero, ya sabes; todas y cada una de ellas piensan que él las recordará, que son especiales, así que se esmeran mucho. Por supuesto, yo me negué cuando me lo propuso: yo no soy como ellas... Ahora estamos saliendo. ¡Deséame suerte!

Si hay una manera en que Oliona nunca, jamás, pensará en sí misma es como en una prostituta. Hay una diferencia clara: las prostitutas tienen que mantener relaciones con quienquiera que un chulo les diga. Ella realiza su propia caza.

—Una vez, cuando trabajaba como bailarina, mi jefe me dijo que tenía que irme a casa con uno de los clientes. Era un habitual. Influyente. Gordo. Y tampoco muy joven. «¿De verdad tengo que irme a casa con él?», le pregunté a mi jefe. «Sí». Lo acompañé a su hotel. Cuando no miraba, le eché un somnífero en la bebida y me escapé.

Oliona lo cuenta con orgullo. Es una insignia de distinción.

—Pero ¿y el amor? —le pregunto a Oliona.

Es tarde. Estamos grabando una entrevista en su piso mientras bebemos un prosecco pegajoso y dulzón. Su favorito. El perrillo nervioso ronca junto al sofá.

—Mi primer novio. Cuando aún estaba en casa, en Donbas. Eso era amor. Era una autoridad local.

«Autoridad» es una buena palabra para «mafioso».

—¿Por qué no seguisteis juntos?

—Estaba en guerra con otra pandilla... me utilizaron para llegar hasta él. Estaba de pie en una esquina. Creo que estaba esperando el tranvía. Y de repente dos tipos muy corpulentos me cogen y empiezan a meterme en un coche. Pataleé y grité. Pero se limitaron a decirle a la gente que pasaba por la calle que era una amiga borracha. Nadie iba a meterse en una pelea con unos tipos así. Me llevaron a un piso. Me ataron las manos a una silla. Me tuvieron allí una semana.

—¿Te violaron?

Oliona sigue sorbiendo el prosecco dulce. Continúa sonriendo. Todavía lleva puesto un vestido de lentejuelas. Se ha quitado los tacones altos y luce unas pantuflas rosas y mullidas. Fuma cigarrillos finos y perfumados. Habla de todo de manera prosaica, incluso con tono de diversión: la historia de un día de trabajo muy malo, pero de algún modo ligeramente entretenido.

—Hicieron turnos. Durante una semana. De vez en cuando, uno salía a comprar pescado en escabeche y vodka. Toda la habitación olía a pescado en escabeche y vodka. Todavía recuerdo aquella sala. Estaba desnuda. Una mesa de madera. Pesas. Un banco de entrenamiento: levantaban peso entre sesiones. Recuerdo que había una bandera soviética en la pared. Me quedaba mirándola durante las sesiones. Al final a uno de ellos le di pena. Cuando el otro fue a por más vodka me dejó marchar.

—¿Y tu autoridad?

—Cuando le conté lo que había sucedido se puso furioso, prometió matarlos. Pero después hizo las paces con la otra pandilla. Y eso fue todo, nunca hizo nada. Tenía que ver a aquellos hombres a menudo. Uno de ellos, el que me dejó marchar, hasta se disculpó. Resultó ser un buen tipo. El otro siempre sonreía con suficiencia cuando lo veía. Me marché de la ciudad.

Mientras recogemos, veo que Oliona está más pensativa que nunca.

—En realidad, ¿podrías no mencionar lo que ocurrió en aquella habitación en tu programa?

—Claro. Podría ser peligroso.

—¿Peligroso? No, no es eso. Pero me haría parecer... bueno, triste. Deprimente. No quiero que la gente me vea así. La gente me considera alegre. Eso es bueno.

Me siento mal por hacerla hablar de lo que ocurrió.

—Mira, siento haber sacado todo ese tema. No era mi intención. Debe de ser horrible recordarlo de nuevo.

Oliona se encoge de hombros.

—Oye, es normal. Les pasa a todas las chicas. No es nada.

La relación de Oliona con el Forbes amante de Pushkin no duró mucho.

—Al principio pensé que quería una zorra. Así que desempeñé ese papel. Ahora no estoy segura, tal vez no quiera una zorra. Puede que quiera una buena chica. ¿Sabes? A veces me siento confusa, ni siquiera distingo quién soy yo, si la buena chica o la zorra.

No lo dice con tono de abatimiento, sino, como siempre, con una suavidad indiferente, como si pensara en sí misma en tercera persona. Cada vez que busco una veta de tristeza en Oliona, se desintegra. Como director, es mi trabajo pillarla, encontrar una grieta, tirar de la palanca emocional que haga que su fachada se resquebraje y Oliona se derrumbe y llore. Pero ella se limita a darse la vuelta, sonreír y resplandecer. No le tiene miedo a la pobreza, a la humillación. Si pierde a su patrocinador, volverá a empezar de nuevo, se reinventará y pulsará el botón de recarga.

A las cinco de la mañana los clubes funcionan a toda máquina. Los Forbes bajan de sus palcos dando tumbos, sonriendo y bamboleándose en su ebriedad. Todos van vestidos de la misma forma, con carísimas camisas de seda a rayas embutidas en vaqueros de marca, todos ellos bronceados, rollizos y relucientes de dinero y orgullo. Se suman al ganado en la pista de baile. A estas alturas todo el mundo está borracho y salta, empapado en sudor, a tal velocidad que casi parece ir a cámara lenta. Intercambian miradas dulces, simples, de reconocimiento mutuo, como si las máscaras hubieran desaparecido y todos formaran parte de una gran broma. Y entonces te das cuenta de lo iguales que son en realidad los Forbes y las chicas. Todos salieron a rastras de un mundo soviético. El géiser del petróleo los ha lanzado a diferentes universos financieros, pero aún se comprenden unos a otros a la perfección. Y sus miradas dulces y simples parecen expresar lo divertida que es esta gran mascarada, que ayer todos estuviéramos viviendo en pisos comunales, cantando himnos soviéticos y pensando que los Levi’s y la leche en polvo eran el colmo del lujo, y que ahora estemos rodeados de coches de alta gama, aviones privados y prosecco pegajoso. Y aunque muchos occidentales me dicen que piensan que los rusos están obsesionados con el dinero, creo que se equivocan: la pasta ha llegado a tal velocidad, como la purpurina que se agita en una bola de cristal simulando la nieve, que produce una sensación completamente irreal, no es algo que acumular y guardar, sino con lo que hacer piruetas y bailar, igual que con las plumas en una pelea de almohadas, y que cortar como si fuera papel maché para hacer máscaras distintas y rápidamente mudables. A las cinco de la mañana la música va cada vez más rápido, y en la noche palpitante y nevosa el ganado se convierte en Forbes y los Forbes en ganado, moviéndose ya a tal velocidad que pueden ver sus propias huellas reflejadas en la luz estroboscópica de la pista de baile. Los hombres y las chicas se miran a sí mismos y piensan: «¿De verdad me ha pasado eso? ¿Soy yo ese que está ahí? ¿Con todos esos coches de lujo, violaciones, mafiosos, fosas comunes, áticos y vestidos de lentejuelas?».

UN HÉROE DE NUESTRA ÉPOCA

Estoy en una reunión en la TNT cuando mi teléfono empieza a sonar. La pantalla dice «número desconocido» y eso podría significar que se trata de algo importante ocurrido en casa. Me disculpo y salgo al pasillo, bajo el cartel de neón de «¡Siente nuestro amor!». Cuando contesto, al principio se produce un largo silencio. Una respiración. Después, una risa áspera y sibilante.

—Piiiitrrrr. ¿Me has reconocido? Soy Vitali Diomochka. Necesito que me hagas un favor. ¿Me haces un favor? Solo uno pequeñito.

Vitali tiene una forma de pedir las cosas que hace que sea incómodo responderle con un no.

—Claro.

—Ven a la estación D. Trae una cámara. Y no una de las pequeñas. Una de verdad. ¿Trato hecho?

—Por supuesto...

Por la tarde, me dirijo a la estación D. El trayecto me llevará una hora en uno de los lentos trenes suburbanos. Esos trenes son uno de los transportes más tristes de Rusia: van llenos de los pobres enfadados de las ciudades satélite, los dependientes, policías y limpiadores que acuden todos los días a la gran ciudad y se sitúan a escasa distancia de los relojes de platino y los Porsches solo para volver a ser expulsados de nuevo cada tarde a su oscura periferia, cargando con sus uniformes arrugados en bolsas de plástico y bebiendo cerveza tibia en un vagón frío. Los asientos son de madera y es imposible sentarse cómodamente en ellos. Cambio constantemente de postura y me pregunto qué demonios estará haciendo Vitali en la estación D; no me parece que sea un lugar que encaje con él. Pero hace mucho tiempo que no sé nada de él.

Érase una vez Vitali Diomochka, que era un mafioso. En la década de 1990 las palabras «ruso» y «mafioso» se convirtieron casi en sinónimos, pero cuando el presidente llegó al Kremlin la era del mafioso tocó a su fin. Los propios servicios secretos se hicieron cargo del crimen organizado, no hubo forma de que los rufianes pudieran competir. Algunos se convirtieron en diputados de la Duma para poner su dinero a salvo, mientras que otros se retiraron para convertirse en hombres de negocios al uso. Pero, en Siberia, Vitali Diomochka tenía otros planes: quería dirigir películas. Reunió a su equipo. Se acabaron los robos de coches a gran escala y los chantajes a empresarios, les dijo; iban a hacer películas sobre sí mismos y a protagonizarlas ellos mismos.

Ninguno de ellos sabía nada sobre hacer películas. Nunca habían oído hablar del montaje, los guiones gráficos o los movimientos de cámara. No podían asistir a ninguna escuela de cine, no había ningún director famoso que los guiara. Vitali aprendió a hacer películas por su cuenta. Visionó y revisionó los clásicos, diseccionó cada toma, cada corte, cada giro de los argumentos. No había guion en papel; los guiones eran para los idiotas. Todo el mundo se sabía las escenas de memoria. No utilizaban maquillaje ni dobles; ellos mismos saltaban de los edificios altos y estampaban sus coches. Toda la sangre que se veía en la pantalla era de verdad; cuando no salía bastante de la herida, Vitali llenaba una jeringuilla con su propia sangre y se rociaba el contenido por todo el cuerpo. También las pistolas y las balas eran de verdad; cuando grababan un tiroteo en un bar, el local quedaba destrozado.

El resultado fue una miniserie épica de seis horas de duración, The Spets (literalmente, «El especialista»). Cuando la terminaron, los mafiosos creadores también pusieron en práctica sus propias ideas acerca de la distribución. Entraban en las emisoras de televisión local y les decían a los directores que la pasaran... o se atuviesen a las consecuencias. Nadie se opuso. El sonido era terrible y algunas de las tomas no encajaban. Pero, en general, Vitali lo había clavado. Tenía argumento, acción, fuerza. Causó sensación. Se convirtió en una estrella siberiana.

Cuando conocí a Vitali, estaba en lo más alto de su fama y había ido a Moscú para aparecer en programas de televisión y buscar dinero para su siguiente gran película. Yo estaba trabajando de ayudante para un director de documentales norteamericano e intentábamos convencer a Vitali de que nos dejara hacer un documental sobre él. Fijamos una fecha en una de las nuevas cafeterías de Moscú. Luces pastel difuminadas por una discreta fuente interior. Una música instrumental sonaba suavemente de fondo. Alto, esbelto y con la cabeza afeitada, Vitali era asombrosamente parecido al gemelo malo y de mayor altura del presidente. Llevaba un chándal de marca, planchado. Bebía capuchinos y se limpiaba los labios con una servilleta perfectamente doblada, con cuidado de no dejarse ni una sola mancha de espuma. Los llamaba «Capp-ooo-she-knows», como si disfrutara de la palabra. Riñó a la camarera por darle una cuchara sucia.

—¿Siempre quisiste ser mafioso? —le preguntamos.

—Siempre supe que podía ser más que otra gente. Correr más rápido, saltar más alto, disparar mejor. Más, sencillamente.

Hablaba de una manera majestuosa, con silencios entre las frases cortas. Todo lo relacionado con él parecía contenido. No bebía, no fumaba y me echó la bronca por decir palabrotas. Había sido adicto a las drogas, pero las dejó. Se reía con aspereza y lentitud y de las cosas más extrañas (la palabra «latte» le resultaba hilarante). Habíamos tardado semanas en fijar aquel breve encuentro; primero establecía fechas, luego las anulaba en el último momento y nos dejaba inquietos y agotados. Con el tiempo aprendí que era su costumbre, una táctica para someterte a su voluntad.

—¿Qué te empujó a querer hacer películas?

—Había pasado ocho años en la cárcel. En la cárcel se ve mucha televisión. Había un montón de programas de policías y ladrones. Mostraban mi vida, mi mundo. Pero todo era falso. Las peleas eran falsas. Las pistolas eran falsas. Los delitos eran falsos. ¿Qué puede saber un actor sobre los mafiosos? Nada. Solo yo podía contar mi historia.

La miniserie de televisión de Vitali exponía su vida de crímenes con todo lujo de detalles. En su violento esplendor, había sido un Dick Turpin moderno, un auténtico bandolero. Se escondía entre los arbustos al borde de la carretera para esperar un tráiler cargado de Mitsubishis o Toyotas nuevecitos recién llegados de Japón. Después se ponía un pañuelo sobre la cara, sacaba su escopeta recortada y caminaba hasta el centro de la autopista. Se plantaba allí con las piernas separadas y apuntando con el arma a la altura de las caderas, solo en mitad de la calzada, encarado al camión que se acercaba. Los vehículos siempre se paraban, y los coches eran todos suyos. Si el conductor se resistía, Vitali le daba una paliza. La serie de televisión se deleitaba en esos momentos de violencia. A veces los diálogos resultaban forzados (Vitali no permitió que su equipo dijera palabrotas en pantalla), pero en lo tocante a los puñetazos, las patadas y las humillaciones, los actores mafiosos estaban en su elemento y sus rostros brillaban de alegría y rabia.

—Pero ¿qué hay de tus víctimas? ¿Alguna vez has sentido lástima de ellas? —quiso saber el estadounidense.

Vitali se quedó perplejo. Se volvió hacia mí.

—Pues claro que no. Nadie que se dedique a lo mismo que yo siente lástima por la víctima. O eres un imbécil o eres un hombre de verdad, y los imbéciles se merecen todo lo que les pasa.

La escena más importante de The Spets implicaba el asesinato de otro jefe de la mafia por parte de Vitali. En la película, se acerca con calma a su rival y le dispara; después, vuelve a alejarse también con tranquilidad. Todo ocurre tan rápido que tuve que rebobinar y volver a pasarlo para cerciorarme de lo que había sucedido.

—¿A cuántas personas has matado? —le pregunté cuando la camarera se hubo marchado.

—Solo puedo hablar de una vez. Estaba vengando a mi hermano. Cumplí condena por ese asesinato, pero después de aquello nadie volvió a tocarme las narices.

—¿Cualquiera puede convertirse en asesino? —preguntó el norteamericano.

—No. Cuando estuve en la cárcel, había hombres que se arrepentían de lo que habían hecho. Lloraban, iban a la iglesia. No todo el mundo posee la fuerza interior necesaria para hacerlo. Pero yo sí.

—¿Y volverías al mundo del crimen?

Vitali sonrió.

—Hoy en día mi vida está centrada en el arte.

Le convencimos para que nos llevara a su ciudad natal y nos dejara grabarle mientras filmaba una escena para su siguiente proyecto. Nosotros obtendríamos una exclusiva con el director mafioso en plena acción y él conseguiría promocionarse y recaudar fondos.

—En condiciones normales, tú serías una de mis víctimas —aseguró—, pero en este caso seremos socios.

El vuelo hasta Ussuriisk, la ciudad natal de Vitali, duró todo el día. Él se limitó a recostarse, sonreír y pasarse todo el viaje durmiendo. Yo estuve charlando con otro antiguo mafioso amigo suyo, Serguéi. De joven había sido levantador de peso profesional y Serguéi ocupaba dos asientos del avión. Había abandonado el crimen cuando encontró a Dios: una bala que debería haber acabado con su vida le atravesó milagrosamente el cuerpo. Después de aquello, había visto la luz (con la ayuda de una secta evangelista estadounidense que contribuyó a que recuperara la salud después del tiroteo). Era un hombretón risueño, alegre y rubio, con unos ojos curiosos, amables y de color azul pálido. Antes había traficado con heroína y con mujeres que trasladaba de Ucrania a Europa.

—¿Cómo entiende el pasado tu nuevo yo religioso? —le pregunté.

—Cuando me bautizaron, limpiaron todos mis pecados —me contestó Serguéi.

—Pero ¿te sientes culpable por lo que hacías?

—Era un demonio, pero aun así estaba cumpliendo la voluntad de Dios. Todas mis víctimas debían de merecérselo. Dios solo castiga a las malas personas.

Durante el vuelo, Serguéi intentaba escribir el guion de una película. Iba a ser una interpretación moderna del viejo cuento ruso de los «tres bogatyri», unos enormes caballeros de fuerza sobrenatural que recorrían la antigua Rusia amansando dragones e invasores. En la versión de Serguéi, los bogatyri eran antiguos mafiosos.

Cuando por fin aterrizamos en Vladivostok (el aeropuerto más cercano a Ussuriisk), esperaba encontrarme con Oriente; al fin y al cabo, estábamos mil kilómetros al este de Pekín, donde Rusia se topa con el Pacífico. Además de por Vitali, esta región es famosa por sus tigres. Pero en realidad seguía teniendo el mismo aspecto que la Rusia anterior, el mismo contorno verde amarronado de colinas y árboles delgados y tristes. Bien podríamos haber estado en los suburbios de Moscú. En el aeropuerto nos esperaba el equipo de Vitali: hombres jóvenes y educados, de mirada inquieta, con chándales de nilón, medallones de oro, cortes de pelo perfectos y uñas limpias. Uno de ellos le llevó un todoterreno nuevo a Vitali, un vasallo que le ofrece a su señor un corcel nuevo y robado. Sin matrículas. Avanzamos como un cortejo disperso a lo largo y ancho de los dos carriles de la autopista, tan rápido que al principio me dio miedo y después me hizo sentir eufórico. Vitali ignoró al primer agente de tráfico que le hizo señas. Luego se detuvo ante el segundo. Cuando el policía vio quién era, le hizo gestos para que continuara.

—Saben muy bien que no deben meterse conmigo.

Vitali no tenía necesidad de detenerse. No fue más que una demostración, solo para que todo el mundo se enterase: ha vuelto.

Entramos a toda velocidad en la ciudad de Ussuriisk propiamente dicha, dejamos atrás la plaza central, ventosa y demasiado grande, diseñada para desfiles militares y no con seres humanos en mente. El cine, el ayuntamiento y la piscina seguían el mismo clasicismo soviético rígido. Las anchas avenidas no llevaban a ningún sitio, pues terminaban abruptamente en la taiga eterna. Las ciudades como esta se encuentran por todo el antiguo imperio soviético, todas diseñadas en algún Ministerio de Urbanismo de Moscú, torpes e incómodas.

La ciudad estaba limpia. Tranquila.

—Nosotros, los mafiosos, mantenemos la disciplina en esta ciudad —dijo Vitali—. Antes había drogatas, prostitutas. Adolescentes con el pelo largo. Ahora no se atreverían a mostrar su cara bonita. Les enseñamos quién manda aquí. Ni siquiera permito que los miembros de mi equipo fumen cigarrillos. Si cualquiera de mis chicos se emborrachara en público, le daría una paliza.

Vitali era una celebridad allí. Cuando caminábamos por la calle, las chicas adolescentes de hombros anchos y faldas cortas se paraban para hacerse fotos con él. Cuando nos detuvimos junto a un colegio, los niños lo vieron por la ventana y salieron corriendo, rodearon a Vitali y le plantaron delante sus libros de matemáticas y sus cuadernos de deberes para que se los firmara, y todo ello ante la sonrisa benigna de los profesores.

Su nueva película iba a tratar sobre sus años de adolescencia, a finales de la década de los ochenta, cuando los primeros mafiosos surgieron al mismo tiempo que los primeros hombres de negocios. Al día siguiente, Vitali iba a realizar un casting para buscar al adolescente que lo representara. Se congregó una multitud ante el Palacio de Cultura y Ocio, el viejo teatro soviético. Los padres habían sacado a sus hijos del colegio y los habían llevado para que hicieran la prueba del Joven Vitali y su primera pandilla.

—Quiero que mi hijo conozca nuestra historia —comentó uno de los padres—. Los mafiosos mantienen la unidad de esta ciudad, mantienen la disciplina.

Vitali llevó a cabo el casting en una sala de ensayo. En las paredes había fotos de Chéjov y Stanislavski, el gran inventor ruso del método interpretativo. Vitali hizo que los chicos caminaran de un lado a otro de la sala.

—Tenéis que caminar como mafiosos, como si fuerais en serio. No miréis a los lados. No parezcáis nerviosos. Imaginaos que todo el mundo os está mirando. Despacio. Caminad despacio. Este es vuestro territorio.

Eligió a unos cuantos chicos a los que invadió el entusiasmo. Los puso a todos en fila contra la pared y examinó la hilera para seleccionar a quien lo interpretaría a él.

—Demasiado bajo. Demasiado gordo. Demasiado ruidoso. Tú. Tú valdrás. Pero tendrás que cortarte ese flequillo.

El chico al que escogió era el más callado (y el más guapo). Se llamaba Mitia. Estudiaba historia en la universidad local. Pareció no sentir ninguna emoción ante la idea de interpretar a Vitali... o puede que simplemente ya estuviera metido en el papel.

Vitali se lo llevó al parque municipal para darle una clase sobre cómo interpretarlo.

—¿Ves a esos chavales de allí? ¿Los que están bebiendo cerveza en aquellos bancos? Quiero que te acerques y les digas que se larguen. Y, de paso, haz que recojan su basura. Actúa como si fueras el dueño del lugar. Habla con tranquilidad. Con firmeza. Instrúyelos. Hazles sentir que dispones de un ejército a tus espaldas. Imagina que eres yo.

El chico lo hizo bien. La amenaza surgía de las pausas entre las palabras. Les dijo a los chavales que estaban bebiendo que recogieran sus cosas. Justo cuando se estaban marchando, añadió la pequeña humillación: «No os olvidéis de la basura». Aquel toque fue puro Vitali: siempre buscando rematarte con un desprecio («Esa cámara que usas, Peter, es muy pequeña, ¿no tienes una de verdad?», le gustaba preguntarme. O «¿No sabes hacer entrevistas?; ¿voy a tener que enseñarte yo?»).

Mitia parecía un buen chaval que terminaría la universidad y probablemente desarrollaría su carrera profesional en una empresa estatal. Pero su comportamiento, su estilo, ya era el de un mafioso de manual.

—¿Crees que Mitia podría ser un mafioso tan bueno como tú? —le preguntamos.

—Tiene potencial —contestó Vitali—, pero necesitaría endurecerse un poco. A su edad yo ya estaba cumpliendo mi primera condena en prisión por asociación delictiva.

Fuimos a visitar a los padres de Vitali. Tenía la esperanza de que ayudaran a explicar su forma de ser, pero me llevé una decepción. El padre de Vitali era un operario de fábrica muy trabajador, hecho a soldar piezas en tanques. Era pequeño y tímido y solo hablaba de pesca. La madre de Vitali, ligeramente achispada pero educada, mantenía la casa limpia. Incluso ellos parecían tener miedo de Vitali, y él mostraba tanto desdén hacia sus padres que ni siquiera entró en el piso.

—En el colegio fue un gamberro —afirmó el padre—. Depositamos muchas esperanzas en que la cárcel le ayudaría a cambiar, que saldría y conseguiría un trabajo normal en la fábrica de armamento. Pero cuando salió de prisión cualquiera podía darse cuenta de que ya se había convertido en un gran jefe.

La cárcel fue la alma mater de Vitali. Esa parte de Siberia está llena de prisiones. Miraras hacia donde mirases había alambre de espino, torres de vigilancia y muros de hormigón. Grabamos una entrevista con Vitali mientras este miraba hacia donde cumplió su primera condena.

—Allí aprendí todo lo que sé —aseguró. Fue la primera vez que lo vi ponerse vagamente sentimental—. Tienes que demostrar de inmediato que eres un hombre de verdad y no un gallina. No lloras, no te vas de la lengua, no dejas que nadie te diga lo que debes hacer. No hables por hablar, articula despacio y, si haces una promesa, cúmplela.