3,99 €
Lo que menos esperaba era tener a su arrogante marido otra vez en su vida... Habían pasado cinco años ya desde que Poppy Graham se casara con Orsino Chatsfield entre las cámaras de televisión y los flashes de los paparazis. Pero, en su peor momento, cuando más lo había necesitado, Orsino la había decepcionado. La separación fue amarga y llevaba desde entonces luchando por ser una mujer independiente y segura de sí misma. Herido en un accidente mientras escalaba, Orsino solo tenía a una persona a la que acudir en busca de ayuda, su esposa. Además, pensaba que tenían asuntos pendientes a los que quería enfrentarse antes de decirle adiós para siempre. Pero, a pesar de todo, la pasión no tardó mucho en reavivarse y se dio cuenta entonces de que quizás hubiera sido una equivocación pedirle ayuda.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 232
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Harlequin Books S.A.
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La oferta del rebelde, n.º 106 - julio 2015
Título original: Rebel’s Bargain
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6715-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
Llegaré en el primer vuelo que encuentre.
A Orsino no se le pasó por alto la preocupación en la voz de su hermano. Suponía que era algo normal después de saber que su gemelo había estado a punto de morir.
Después de años participando en todo tipo de deportes de alto riesgo, su suerte había cambiado. Tener que enfrentarse a su propia mortalidad y a una posible incapacidad permanente, había hecho que se detuviera a revaluar su vida.
–No hay prisa, Lucca –repuso Orsino cambiando el teléfono de oreja.
Se estremeció de dolor cuando se dio sin querer en los vendajes que cubrían su cabeza.
–No hay nada que puedas hacer por mí. Además, sé que si vienes te dedicarás a coquetear con las enfermeras en vez de hacerme caso a mí –le dijo para tratar de aligerar el tono.
–¿Cómo puedes decir eso? –le preguntó Lucca–. Ya no soy así, soy un hombre nuevo. Ahora solo hay una mujer en el mundo para mí y es una princesa. Una princesa de verdad.
Orsino gruñó al oír las palabras de su hermano. No terminaba de acostumbrarse a ese nuevo hombre tan enamorado y feliz en el que parecía haberse convertido.
–Además, las enfermeras ya tendrán bastante contigo. ¿Tienes ya el teléfono de la más guapa?
Estuvo a punto de decirle que no tenía ni idea de cómo era el personal que le atendía. Creía que era un detalle que Lucca no necesitaba saber, solo si llegaba a ser absolutamente necesario.
–Tú eres el seductor de los dos, Lucca, ¿se te ha olvidado?
–Vamos, Orsino, es conmigo con quien estás hablando, he visto cómo reaccionan las mujeres al verte. Aunque no sé por qué. Después de todo, yo soy el más guapo de los dos. Así que no me digas que, aunque estés convaleciente, no tienes que quitarte a las enfermeras de encima.
–Pues la verdad es que no –susurró él.
Apretó con desesperación el teléfono, se sentía frustrado con su situación y furioso. El personal del hospital se desvivía con él. Pero no por su apariencia física, como suponía su hermano, sino porque en un principio ni siquiera habían estado seguros de que fuera a sobrevivir.
–Ya me imagino –le dijo Lucca de nuevo con voz seria–. Por eso deberíamos ir al menos uno de nosotros. Necesitas a tu familia.
–Mi familia… –repitió Orsino sin ocultar su amargura.
Lo más parecido que había tenido a un contacto familiar antes del accidente había sido cuando el nuevo director general contratado por su padre, Christos Giatrakos, lo había llamado para tratar de sacar provecho de su reputación. Giatrakos le había pedido, o mejor dicho, exigido, que se convirtiera en la imagen de la empresa familiar. Nunca se había llevado bien con su padre, pero pensaba que al menos se podría haber molestado en llamarlo personalmente.
–Bueno, sé que he estado muy ocupado y no te he…
–No me refería a ti, Lucca –lo interrumpió Orsino–. Lo siento. Es que estoy de mal humor. No estoy acostumbrado a tener que estar sin moverme. No debería tomarla contigo. Te agradezco la oferta, de verdad, pero no hay nada que puedas hacer aquí.
–Bueno, a lo mejor ahora no. Pero, cuando te den el alta, vas a necesitar a alguien.
–¿Te estás ofreciendo para ser mi enfermera? –le preguntó Orsino sonriendo–. Valdría la pena aceptar tu oferta solo para verte disfrazado de esa guisa.
La risa de su gemelo al otro lado de la línea consiguió que se sintiera un poco mejor.
Hasta esa semana, no se había dado cuenta de lo que era importante en su vida. Y había llegado a la conclusión de que debía ver más a menudo a su hermano gemelo. Pero no quería hacerlo hasta que se recuperara lo suficiente. No quería que nadie tuviera que compadecerse de él.
–¿Por qué siempre me subestimas, Orsino? ¿Solo porque eres un par de minutos mayor que yo?
–Es que te estoy imaginando con una cofia de enfermera y delantal blanco y almidonado, Lucca. Y es una idea que me atrae mucho –le dijo sonriendo al ver que su hermano volvía a reír–. Pero no te preocupes por eso. Ya encontraré a alguien que me eche una mano cuando me den el alta.
–¿A quién vas a llamar? ¿A Lucilla?
–No, aunque ya me ha llamado también para ver cómo estoy. Nuestra hermana mayor aún sigue preocupándose por nosotros. Y eso que parece que ahora está muy ocupada por culpa del nuevo director general. Creo que Giatrakos le está haciendo la vida imposible.
–Ya… El caso es que necesitas a alguien con experiencia y a alguien en quien puedas confiar.
Orsino tuvo que controlarse para no echarse a reír. No podía decir que confiara en la persona que quería que lo ayudara cuando le dieran en alta. Todo lo contrario.
No era precisamente en confianza en lo que pensaba cuando se acordaba de Poppy. Había llegado incluso a jurarse a sí mismo en el pasado que no iba a volver a verla, pero, después de pasar unos días atrapado en una montaña temiendo morir, había cambiado de opinión. Esa situación tan extrema le había dado una nueva perspectiva. Sabía que nunca iba a volver a confiar en ella y darse cuenta de esa realidad le daba una libertad y una seguridad increíbles.
Pero había llegado a la conclusión de que Poppy y él tenían asuntos pendientes, por eso seguía pensando en ella. Durante cinco años, había tratado de convencerse de que no debía remover el pasado, pero el accidente le había dado la oportunidad de reflexionar y sabía que no iba a poder dejar todo atrás hasta que se enfrentara a ella una vez más.
Porque tenía claro que aún había algo allí, algo que resolver antes de apartarse para siempre.
Sabía que a Poppy no iba a gustarle nada tener que verlo de nuevo. Después de lo que ella le había hecho, creía que sería difícil, incluso para una mujer tan valiente como ella. En cuanto a lo de tener que estar a su entera disposición mientras se recuperaba…
No pudo evitar esbozar una sonrisa sabiendo lo mal que lo iba a pasar. Pero creía que era una venganza muy pequeña después de lo que ella le había hecho.
–No te preocupes por mí, Lucca. La mujer que tengo en mente para que me ayude es perfecta para ese trabajo –le dijo a su hermano.
Poppy suspiró con nerviosismo mientras el taxi avanzaba entre el tráfico.
Había estado muy asustada desde que oyó la noticia sobre la avalancha y los dos escaladores que habían resultado heridos. Incluso los que no conocían a Orsino, habían sentido miedo y admiración por lo que había hecho. Había escuchado a la gente hablar de él incluso en el aeropuerto. Unos hablaban de su heroísmo y otros, de su temeridad.
No podía dejar de retorcerse las manos sobre su regazo. No era miedo lo que sentía en esos momentos, era terror. Tenía un nudo en el estómago.
Llevaba cinco años sin ver a Orsino, pero no podía imaginar un mundo en el que no estuviera él. No podía dejar de pensar en su vitalidad, su pasión…
«Dios mío, ¡su pasión!», se dijo.
Los recuerdos la inundaron por completo, haciendo que sintiera una oleada de calor por todo su ser. Pero tampoco se le habían olvidado su arrogancia ni sus exigencias. La forma en la que siempre había estado listo para juzgar a los demás, ignorando sus propios defectos.
Aun así, a pesar de todo lo negativo, tenía un gran nudo en la garganta.
El mensaje que había recibido del hospital no había sido muy informativo, pero sí bastante tajante. Al recibirlo, se le había helado la sangre en las venas. Había sido suficiente para que saliera a la carrera de Francia con el fin de llegar cuanto antes a la base de la cordillera del Himalaya. Y había hecho todo el viaje con el corazón en un puño.
El taxi se detuvo de repente y Poppy miró el feo hospital. No podía controlar su acelerado pulso.
Ni siquiera parpadeó cuando se le acercaron los periodistas para hacerle mil preguntas. Apenas las oyó. Solo podía pensar en lo que la esperaba en el interior.
Sus pasos retumbaban en el silencio del pasillo y Poppy estaba cada vez más nerviosa.
«Por favor, por favor… Que sobreviva, que siga vivo…», rezaba sin parar.
Había tratado de convencerse de que ya no sentía nada por Orsino Chatsfield. Hacía mucho que habían muerto todos los sentimientos negativos que había tenido hacia él, los había enterrado gracias a su trabajo. Se había centrado en su profesión desde entonces y había conseguido mucho éxito. El trabajo no le había dejado tiempo para sentir dolor, para arrepentirse ni para sentirse culpable. Estaba demasiado ocupada.
Y había estado viviendo así durante esos últimos cinco años, convencida de que Orsino ya no le importaba. Al menos hasta el día anterior.
Había tenido un nudo en la garganta desde que se enterara de que había estado a punto de morir en una de las montañas más inhóspitas del mundo. De hecho, sabía que podía incluso estar muriéndose en esos momentos. Pero no quería ni pensar en eso. Orsino no podía morir.
Nunca tropezaba, ni siquiera cuando llevaba tacones de aguja, pero lo hizo en ese momento. Ella, que dominaba las pasarelas de todo el mundo, acababa de tropezarse sin motivo aparente.
Llegó por fin a la última habitación. Respiró profundamente y entró. Pero se detuvo al instante al verlo inmóvil en la cama del hospital. Estaba tan quieto que durante unos horribles segundos se preguntó si no estaría…
Se llevó la mano al corazón. Le latía con tanta fuerza que le dolía el pecho. Tenía la mirada fija en la cama. No recordaba haberlo visto nunca tan quieto como lo estaba en ese momento. Orsino siempre había estado en movimiento, como si tuviera más energía y fuerza que el resto de la gente.
Solo lo había visto inmóvil cuando se despertaba antes que él. Recordó entonces lo atractivo que había estado en esos momentos, dormido y completamente relajado a su lado. La intensidad de los sentimientos que había sentido entonces por él había llegado a aterrorizarla.
Y había llegado después a la conclusión de que había tenido motivos más que suficientes para sentir miedo. Lamentaba no haber confiado entonces en sus instintos y haber salido corriendo.
Pero tenía que reconocer que Orsino había conseguido encandilarla desde el principio.
Vio que tenía casi todo el cuerpo vendado; la blancura de los apósitos contrastaba contra su piel bronceada. Llevaba un brazo en cabestrillo y estaba escayolado desde los dedos hasta el codo. El otro brazo, desnudo sobre la colcha de algodón, estaba lleno de moretones. También tenía vendada la cabeza. Y no solo el cuero cabelludo, también los ojos.
Se le encogió el corazón al verlo así.
La mandíbula y el cuello eran las únicas partes que aún podía reconocer. Se fijó en su boca, en esos labios finos que conseguían seducir a cualquiera con una sonrisa.
Respiró profundamente, tratando de no pensar en las palabras que habían salido de esa boca hacía cinco años. Pero el tiempo no había disminuido sus recuerdos, seguían haciéndole daño, seguía sintiéndose culpable, indignada y muy dolida.
Tragó saliva. Se preguntó si de verdad estaría muy mal. No sabía si podía fiarse de lo que había oído en las noticias. Sabía que podían ser poco fiables, pero esas heridas en la cabeza…
–¿Amindra? ¿Eres tú? –susurró de repente Orsino.
Se quedó sin respiración al oír de nuevo su voz. Sonaba muy ronca, como si llevara tiempo sin hablar. Era su voz de madrugada, con la que la había despertado a menudo, murmurándole al oído todo lo que quería hacerle mientras la acariciaba con sus hábiles manos.
Pero no podía pensar en esas cosas, no entendía qué le pasaba. Era al menos un alivio ver que estaba lo suficientemente bien como para hablar.
Estaba muy nerviosa. Pero, después de más de una década trabajando como modelo, era una experta en ocultar sus emociones tras una máscara de impasibilidad.
Su mirada se posó en esos ojos vendados y se estremeció, no pudo evitarlo.
–¿Enfermera? –preguntó él de nuevo–. ¿Eres tú?
–Hola, Orsino.
Su voz era tan suave y seductora como la recordaba, como la oía en sus sueños.
No pudo evitar ponerse rígido al oírla. Tenía al lado el botón de llamada, podía tocarlo con sus dedos, y olía a desinfectante. No estaba soñando, seguía en el hospital.
Sintió un fuerte dolor en el pecho cuando sus magulladas costillas se expandieron de repente. Durante unos segundos, se había olvidado de que tenía que respirar.
Era ella, estaba allí.
Aunque estaba completamente vendado y medicado, había conocido su voz al instante. Lo habría hecho en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Incluso había creído escucharla en la montaña, bajo media tonelada de nieve. Esa voz se había burlado de él entonces y lo había empujado para que no se diera por vencido. Le parecía muy irónico que se hubiera imaginado precisamente la voz de esa mujer para salir de esa situación.
–¿Quién es? –le preguntó él aunque lo sabía de sobra.
Sabía que Poppy acababa de abrir sorprendida la boca, oyó cómo inhalaba rápidamente. Estaba seguro de que ella había esperado que reconociera al instante su voz, pero no iba a darle esa satisfacción.
No le gustaba tenerla allí, creía que había ido demasiado pronto. Le habían prometido que iban a quitarle las vendas de los ojos ese mismo día. No había querido que Poppy lo viera de esa manera, tan imposibilitado en la cama y aún aturdido por culpa de los fuertes analgésicos.
No entendía cómo podía haber llegado hasta allí tan rápido. No había esperado verla hasta un par de días más tarde.
–Soy Poppy –respondió ella.
–¿Poppy? –repitió él.
No pudo evitar pronunciar su nombre con más emoción de la que habría querido. Detestaba sentirse así, no entendía lo que le pasaba.
Sintió una oleada de calor bajo la piel, algo profundo e inquietante que no quería sentir.
El verse tan cerca de la muerte lo había llevado a reconocer que aún tenían cabos sueltos en su relación, cosas que aclarar, pero nada lo podría haber preparado para la explosión de emociones no deseadas que su presencia había conseguido encender en su interior.
No pudo evitar pensar que había sido un error pedirle al personal del hospital que la avisara.
No habría sido el primer error que había cometido por culpa de esa mujer.
–Sí, soy yo –le dijo ella desde cerca de la cama–. ¿Cómo estás?
Orsino buscó a tientas los botones para subir el respaldo de su cama. No le gustaba estar completamente tumbado mientras ella lo miraba. Hacía que se sintiera muy vulnerable. Ya le molestaba bastante con las enfermeras, con ella era mucho peor.
–Deja que te ayude. ¿Qué es lo que quieres? –le preguntó Poppy acercándose a él.
Sus suaves dedos rozaron los de él y apartó rápidamente la mano. Se dijo que era porque no le gustaba la lástima que había notado en su voz. Y creía que el hormigueo que sentía en los dedos se debía a los problemas de congelación que había sufrido en las manos.
–¿Orsino?
Apretó los labios, pero no pudo evitar que su cuerpo respondiera ante su susurro. Se acordó de repente de la última vez que habían estado juntos. Un recuerdo que le pilló desprevenido y amenazaba con hacerle perder la compostura.
–Puedo hacerlo yo mismo –repuso con frialdad.
Esa vez no se encontró con la mano cuando trató de accionar los controles de la cama. Subió el respaldo de la misma y tardó unos segundos más en acomodarse en la nueva postura.
–Espera, te puedo ayudar.
Poppy le habló esa vez con seguridad y eficiencia, un tono frío, lo prefería así. Pero le llegó entonces un aroma a frambuesas mientras le recolocaba las almohadas detrás de él para que estuviera más cómodo. Algo suave rozó su mandíbula y extendió la mano para atraparlo.
Era un mechón de pelo. Suave y elástico, le hizo cosquillas en la palma de la mano. Tiró ligeramente de él y sintió que le llegaba el calor de esa mujer, como si hubiera tenido que inclinarse hacia él. Tragó saliva al verse rodeado de su aroma.
Sabía que tenía que soltar su pelo, pero sus dedos no respondieron. No pudo evitar imaginar una cascada de rizos de color castaño cobrizo sobre sus pálidos hombros.
–Te has dejado el pelo largo.
Siempre la había conocido con el pelo corto, una imagen que le había dado un aire de fragilidad juvenil, reforzado más aún por sus impresionantes ojos y un rostro que parecía esculpido. Había conseguido atrapar la atención del público, había sido la cara más fresca e inocente del mundo de la moda.
Pero él sabía lo poco inocente que era en realidad.
–Sí, quería cambiar de imagen –repuso ella con algo de brusquedad.
Orsino soltó su pelo. Se preguntó si ese cambio de imagen habría tenido lugar cuando se separaron. Durante cinco años había evitado todo tipo de revistas en las que pudiera salir Poppy y no era el momento de preguntarle nada. No quería que ella despertara su curiosidad.
Ni tampoco su libido.
Pero había ocurrido, no podía negarlo. A pesar del estado en el que estaba, su cuerpo había respondido ante su femenino aroma y el sonido de su voz, reaccionando con demasiada intensidad. Le sacaba de quicio que Poppy tuviera aún ese poder sobre él.
Se recostó contra las almohadas, tratando de aumentar así la distancia entre ellos, pero su aroma lo perseguía. Se había imaginado que, para cuando Poppy fuera a verlo, él ya estaría más recuperado, que fuera al menos capaz de ver.
–¿Cómo estás, Orsino?
–¿Por qué me lo preguntas? ¿Acaso estás preocupada por mí?
Ella no respondió, pero sintió que había más tensión aún en el aire. Le dio la impresión de que ella también estaba tratando de controlar la situación y le frustraba no poder verla.
–Todo el mundo quiere saber cómo estás. Te has convertido en una especie de héroe internacional después de salvar a tu compañero de escalada y a ti mismo como lo hiciste.
–Por eso has venido tan rápido, para aprovechar el interés mediático que he suscitado, ¿no?
Durante su relación, no habían dejado de perseguirlos los paparazis allá donde iban. Algunas revistas se referían a ellos como «la pareja del año». Había tardado en darse cuenta de que era la propia Poppy la que necesitaba tener siempre la atención de los medios.
–Veo que no has cambiado, Orsino. Siempre juzgando a la gente, a los simples mortales.
Ignoró sus palabras. No sabía qué decirle. Creía que él tenía razón y ella no.
También pensaba que Poppy había tenido mucha suerte de que él fuera un hombre civilizado. Sabía que otros hombres no se habrían marchado como lo había hecho él, sino que se habrían vengado después de lo que ella le había hecho.
–¿Has cambiado tú, Poppy? –le preguntó él.
–Claro que he cambiado –respondió Poppy mientras caminaba por la habitación–. Ya no tengo veintitrés años y soy una mujer independiente, segura y capaz.
–Siempre fuiste autosuficiente –murmuró él–. Nunca necesitabas a nadie, ¿verdad, Poppy? Solo si esas personas estaban dispuestas a hacer lo que tú quisieras. ¿Sigues utilizando a la gente?
–¡Mira quién habla! ¿Acaso tú ofrecías algo, compartías? –replicó enfadada.
Notó que parecía agitada. Le gustó no ser el único al que le costaba controlar sus emociones.
–Lo que yo recuerdo es haber tenido que ser siempre el que daba y nunca recibía –le dijo él–. Te ofrecí dinero, prestigio y mis contactos.
Poppy no dijo nada para rebatir su acusación y se quedaron unos segundos en silencio.
Se dio cuenta de que al menos en algo sí había cambiado. Antes, la había dominado por completo su carácter apasionado, tan impetuosa a la hora de defenderse de sus acusaciones como en todo lo demás, pero acababa de demostrarle que había aprendido a rendirse.
Y, sin saber por qué, se sintió muy decepcionado.
–Bueno, está claro que no querías que viniera –le dijo ella por fin con un tono de derrota–. Ha debido de ser un error del hospital el contactar conmigo.
–No, no ha sido un error. Pero deberían esperado un poco más. Aún no te necesito.
–¿Qué quieres decir? Está claro que no me necesitas.
Notó que parecía confusa y sonrió. Después de tanto tiempo y de lo que esa mujer le había hecho, le encantaba tenerla exactamente donde quería.
–Pero te necesitaré cuando salga de aquí. ¿Quién mejor que mi esposa para cuidar de mí?
Tu esposa? –repitió Poppy sin poder controlar el tono de su voz–. Estás de broma, ¿verdad?
Pero vio una sonrisa de satisfacción en su rostro que le dejó muy claro que no bromeaba.
Por otro lado, tenía el corazón en un puño. No sabía hasta qué punto eran graves sus heridas y no le gustaba nada ver que tenía los ojos vendados.
–¿Por qué crees que bromeo? –le preguntó entonces con petulancia.
Orsino siempre había sido un hombre duro, irracional e implacable. Pero creía que no tanto como para regodearse en una situación tan dolorosa como esa.
–Porque yo ya no soy tu mujer, ¿cómo esperas que haga ahora de enfermera?
–Bueno, no tendrías que atenderme todo el tiempo. Espero ser capaz de valerme por mí mismo –le dijo Orsino–. Pero necesito tener a alguien a mano por si acaso. Para eso te necesito a ti.
–Como te acabo de decir, ya no soy tu esposa y no voy a cuidar de ti. Pídeselo a otra persona.
–Pero sigues siendo mi mujer, recuerda que nunca llegaste a pedir el divorcio. Por cierto, ¿por qué no lo hiciste, Poppy? ¿Acaso te pareció más lucrativo seguir viviendo de mi apellido?
Su tono gélido la dejó sin aliento e hizo que se estremeciera.
No quería tener a ese hombre en su vida y le alegraba haberse librado de él.
Sin embargo, no pudo evitar repetirse su pregunta.
–Bueno, tú tampoco me pediste el divorcio a mí –le recordó ella.
Su voz no podía ocultar lo agitaba que estaba y le fastidiaba estar mostrándose así. Respiró profundamente y apretó las manos delante de ella, no dejaban de temblarle.
Orsino siempre le había hecho sentir, para bien o para mal, más de lo que creía posible y el tiempo no había cauterizado las heridas. Había fingido que había sido así, pero acababa de darse cuenta de que había estado engañándose a sí misma.
–Nuestro matrimonio terminó cuando te fuiste –le dijo ella entonces.
Aunque la verdad era que le había costado entenderlo. Recordó avergonzada el tiempo que había estado esperando que regresara a su lado y sus llamadas telefónicas, siempre sin respuesta.
–¿Cuando me fui yo? Veo que tienes memoria selectiva –repuso Orsino negando con la cabeza.
Miró de reojo la puerta. No tenía motivos para quedarse y permitir que la siguiera manipulando.
Pero algo le impedía irse. Pensó que quizás fuera lástima por el estado en el que estaba. Era una explicación mucho menos preocupante que la alternativa, pero tenía que reconocer que, por mucho daño que le hubiera hecho ese hombre, aún le importaba lo que le pudiera pasar.
–No tenías derecho a darles mi nombre al personal del hospital –protestó ella.
Orsino se encogió de hombros y ella, sin poder evitarlo, se fijó en lo anchos que eran y lo fuertes que seguían siendo sus brazos. No entendía lo que le pasaba, cómo podía estar pensando en su atlético físico en ese momento. Sabía que era algo que debía tener más que superado.
–El hospital necesitaba información sobre mi pariente más cercano y eres tú, Poppy. Lo has sido desde que salimos juntos de la oficina del registro civil.
Sacudió desesperada la cabeza.
–¿Y Lucca? ¿Por qué no ha venido él? ¿O Lucilla? Tienes un montón de hermanos, además de a tu padre. Cualquiera de ellos podría…
–Todos están muy ocupados ahora mismo –la interrumpió Orsino–. Además, eres por ley el pariente más cercano que tengo.
–¿Y no se te pasó por la cabeza que yo también estaba ocupada? –le preguntó furiosa poniendo las manos en jarras–. Yo tengo que trabajar para ganarme la vida. Estaba trabajando en una importante campaña cuando me avisaron. No puedo simplemente dejarlo todo para cuidar de ti.
–Pero acabas de hacerlo, ¿no?
Sus palabras la enfadaron más aún y se mordió el labio.
Orsino tenía razón. Lo había dejado todo para acudir a su lado. Y ni siquiera sabía si iban a dejar que siguiera con la campaña cuando volviera a Francia.
Se mordió de nuevo el labio y trató de recordar que no tenía motivos para preocuparse, que nadie le iba a quitar su trabajo. Después de todo, era la nueva imagen de la marca Baudin.
Pero los había dejado en la estacada para ir a ver a Orsino, algo que no había hecho nunca. Todo el mundo sabía que era una profesional, una modelo puntual y digna de confianza. Al menos lo había sido hasta ese momento. Se acercó a la ventana, estaba muerta de cansancio.
Desde allí se veía la cordillera del Himalaya y se le cayó el alma a los pies al pensar en lo que podría haber sucedido.
–¿Qué estabas haciendo allí arriba? –susurró sin poder controlar un estremecimiento–. ¿No sabías lo peligroso que era? Sobre todo en esta época del año.
–¿A qué viene eso, Poppy? Si no te conociera, pensaría que estás preocupada por mí.
Se dio la vuelta y se cruzó de brazos, tratando de controlarse.
–No digas tonterías. Aunque ya no estemos juntos, sabes que nunca podría desearte la muerte.
Vio que Orsino dejaba de sonreír.
–¿Seguro? Con lo bien que estarías vestida de luto –le dijo el–. Podrías conseguir mucha atención mostrándote vulnerable en la prensa, tendrías la compasión de todos los medios.
–¿Cómo te atreves a decir algo así? Yo nunca… –comenzó ella con un nudo en la garganta–. A veces te comportas como un verdadero malnacido.
–Eso me han dicho –repuso Orsino.
Supuso que se lo habría dicho otra mujer. Fue a apartarse de nuevo, pero sus fuertes dedos le agarraron la muñeca.
No sabía cómo había podido adivinar con tanta precisión dónde estaba ella si no podía verla.