La palabra en psiquiatría - Fernando Vicente Gómez - E-Book

La palabra en psiquiatría E-Book

Fernando Vicente Gómez

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Beschreibung

El discurso actual, tanto el social como el que se manifiesta en algunos medios psiquiátricos, nos empuja a negar el cuerpo como superficie del lenguaje del síntoma. El cuerpo sería así sólo un objeto biológico o un conjunto de órganos susceptibles de ser educados o reeducados. El libro de Fernando Vicente, que no sólo está dirigido a los profesionales de la salud mental, nos transmite, a través de su recorrido, otras vías para escuchar y acoger los sufrimientos que las diversas patologías psiquiátricas nos muestran, lo que puede llevarnos a evitar caer en un realismo patológico donde casi ninguna posibilidad existiría para quienes sufren una alienación psíquica y social crónica. La apuesta que aquí se nos presenta es saber si queremos, a través de nuestra palabra y sobre todo de nuestra escucha —acompañadas ambas de "nuestros testimonios profesionales"— que la cronicidad patológica y mortífera sea una realidad inevitable o más bien una situación dinámica y siempre posible de mejorar. "La tesis principal del autor es que la palabra, además de presentarse como el principal recurso para gobernarse en sociedad, es también el mejor alimento que podemos ofrecer al psicótico. Algunos lo encontrarán obvio, pero la palabra es un bien fugitivo que se nos escapa de continuo.  Hablar es difícil, pese a su aparente sencillez, dejar hablar es aún más complejo, y hacer hablar a quien tiene dificultad para hacerlo puede llegar a ser una tarea en el límite de lo posible. No obstante, basta mencionar el concepto palabra para cortar por la mitad la psiquiatría. Se sostiene que desde que Freud propuso que el delirio no era tanto un déficit como un intento autocurativo, la psiquiatría quedó dividida en dos: una, científica o biomédica, que reniega de esa posibilidad y apunta al cerebro como único escenario causal y terapéutico, y otra, más decidida y arriesgada, más arrojada al hombre y a la vida, que señala directamente al sujeto".  (Fernando Colina)

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LA PALABRA EN PSIQUIATRÍA

¿Todavía eficaz?

Fernando Vicente Gómez

Prólogos de Fernando Colina y Jean Oury

ColecciónSchreber

Créditos

Título original:La parole en psychiatrie. Encore efficace?

© Fernando Vicente Gómez, 2016

© del Prólogo a la edición española: Fernando Colina, 2016

© del Prólogo a la edición francesa: Jean Oury, 2016

© De esta edición: Pensódromo SL

1ª edición: 2016

2ª edición: 2020

Traducción: Fernando Vicente Gómez

Corrección: Margarita Damián y Francesc Garreta

Diseño de cubierta: Cristina Martínez Balmaseda - Pensódromo

Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions

Editor: Henry Odell

[email protected]

ISBN rústica: 978-84-122077-0-5

ISBN ebook: 978-84-122077-1-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Índice

Prólogo a la edición española

Prólogo a la edición francesa

Introducción a la lectura

I. Los síntomas

II. El sujeto del inconsciente

III. Las instituciones

IV. Por una cronicidad viva

V. Las reuniones

VI. Reunión de supervisión

VII. A propósito de la transferencia

VIII. Transmisión. Para ser creíbles

IX. Transmisión con Francesc Tosquelles

X. En recuerdo de Jean Oury y Josep Fábregas

Epílogo

Bibliografía

Sin el trabajo minucioso y en la sombra de mi compañera Carole Lepagnot y de Yorgui Vicente, este libro hubiera tenido dificultad para ver el día.

Gracias.

A mis hijos Alexis y Yorgui

Prólogo a la edición española

Acerca de La palabra en psiquiatría

Se ha afirmado con ironía que —llegados al momento de su retiro— los psiquiatras de siglos pasados ofrecían sistemáticamente una nueva clasificación de la locura. Por contra, los que alcanzan la veteranía en el presente prefieren dar cuenta de sus herramientas de trabajo y, sobre todo, de su experiencia clínica.

Fernando Vicente no es una excepción. Este libro es un caudal de reflexiones que resume la experiencia del autor. Y en su reflexión, la palabra, además de presentarse como el principal recurso para gobernarse en sociedad, es también el mejor alimento que podemos ofrecer al psicótico. Esta es la tesis principal de nuestro psicoanalista. Algunos lo encontrarán obvio, pero la palabra es un bien fugitivo que se nos escapa de continuo. Hablar es difícil, pese a su aparente sencillez, dejar hablar es aún más complejo y hacer hablar a quien tiene dificultad para hacerlo puede llegar a ser una tarea en el límite de lo posible.

No obstante, basta mencionar el concepto palabra para cortar por la mitad la psiquiatría. Se sostiene que desde que Sigmund Freud propuso que el delirio no era tanto un déficit como un intento autocurativo, la psiquiatría quedó dividida en dos: una, científica o biomédica, que reniega de esa posibilidad y apunta al cerebro como único escenario causal y terapéutico, y otra, más decidida y arriesgada, más arrojada al hombre y a la vida, que señala directamente al sujeto. Ahora bien, si la interpretación del delirio es la piedra de toque que distingue una psiquiatría de otra, la palabra aporta, incluso, una mayor capacidad diferenciadora que la propia concepción del síntoma. A la postre, una corriente de la disciplina se subordina a la imagen y a la localización neuronal, y otra, más simbólica y retórica, prohíja la palabra como vástago interpretativo y curador.

Huelga decir de qué lado se inclina nuestro tardío autor. Su vocación se resume en el empeño de poner la palabra en movimiento, y todo este libro, con sus mil glosas, divagaciones y laberintos, no es más que una rendición de cuentas de sus amores por la palabra y de los desamores circunstanciales del loco con el discurso. El concepto de «cronicidad viva», que refleja gráficamente su apuesta por devolver al psicótico a la acción y el deseo, es el epítome perfecto para la misión —o mejor, pasión— de dotar al loco de un espacio donde pueda salir de sí mismo, de su pendiente de inhibición y retraimiento, para devolverle al ágora y a la realidad.

Ahora bien, la elección del espacio de la clínica es también muy importante a la hora de trabajar. Elegir el lugar desde el que se intenta operar el milagro de vitalizar al psicótico es tan trascendente como elegir las palabras que se van a usar. Y en esta elección Fernando Vicente es categórico. Así como su palabra es psicoanalítica, su alojamiento es institucional. Ambas decisiones, y debemos anticiparlo, encontrarán resistencias en nuestro país, pues chocan contra la comunidad psiquiátrica nacional, que le someterá a un peligroso fuego cruzado.

Por una parte, tropezará con una vehemencia antipsicoanalítica que no se conoce en Francia. No porque allí no haya un movimiento —en ocasiones ferviente y demagógico— contrario al psicoanálisis, sino porque este en ningún caso se sostiene tanto en la ignorancia y el prejuicio como sucede aquí. Hoy, para mencionar a Freud en nuestro ambiente profesional, hay que justificarse previamente, y por recomendar «también» la lectura de Duelo y melancolía, a quien esté interesado en los problemas de la tristeza y la depresión, se corre el riesgo de ser excomulgado de los principales círculos de opinión. A lo que hay que añadir que los propios psicoanalistas no han acertado, en general, a conquistar un nicho en las instituciones, salvo en algún círculo catalán o algún otro lugar de excepción. A veces, con su lenguaje y actitud, han creado más distancia de la que parecía lógico encontrar.

Por otro lado, nuestra reforma psiquiátrica puso como objetivo el desmantelamiento de los hospitales psiquiátricos, dado que por su sordidez y regresión no admitían ningún lavado de cara. Por ello y por la falta de tradición que no sea la eliminación del espacio institucional y el retorno a la comunidad, la psicoterapia institucional es despreciada por los sectores más progresistas y es ignorada por los conservadores. En general, los lugares de internamiento se valoran mejor cuanto más breves sean estos, y su modelo de funcionamiento es casi al cien por cien biomédico y conductual, donde tienen poca cabida, desafortunadamente, los problemas que plantea Fernando Vicente en torno a la transmisión, la transferencia, la supervisión o el club social. Aquí, o hay hospitales privados mastodónticos, con grandes espacios oscuros, o se opta por el tratamiento del psicótico en la comunidad, lo que revierte en el papel cada vez más relevante de los servicios sociales, en cuyo ámbito lo sanitario o es testimonial o se limita a la prescripción del correspondiente psicofármaco.

Recordemos, en este orden de cosas, que la antipsiquiatría se puede entender como un modelo crítico, esto es, una voz intempestiva que forma parte de la psiquiatría misma, o como un movimiento contra la disciplina. Si nos fijamos en la segunda propuesta, sólo presente en alguna voz radical que ha servido para desautorizar ideológicamente todo el movimiento, resulta que es la psiquiatría oficial la más antipsiquiátrica en la actualidad, pues nos encamina hacia la desaparición de la profesión o a su conversión en algo ridículo. Existe un movimiento paradójico y radicalmente irracional en el seno mismo de la psiquiatría biomédica, pues de puro simplificar nuestra tarea la va dejando asténica y menguada hasta la extenuación. Sus defensores a ultranza la están reduciendo a nada. Por un lado, se empeñan en defender la causalidad cerebral de todos los padecimientos, pero curiosamente, dan pruebas de que sólo les importan mientras su causa, aun siendo cerebral, es desconocida, pues en cuanto se conoce trasladan los pacientes a otro especialista. Júzguese al respecto lo sucedido con las demencias o la epilepsia. Cabe sospechar que, si algún día se cumpliera la utopía de conocer la causa biológica de las psicosis, probablemente la psiquiatría se desentendería de su tratamiento.

Algo está sucediendo ya en este sentido, si juzgamos por la inclinación creciente a ceder a los servicios sociales la carga de cuidar a los enfermos más graves, en las tareas de rehabilitación, actividad y acompañamiento, reservándose tan sólo para los médicos la prescripción mecánica dirigida a unos psicóticos a los que apenas conocen, ni tienen posibilidad de hacerlo, ni lo quieren.

Los servicios sociales se están mostrando más solventes que los sanitarios a la hora de mejorar el trato y el sostén de los enfermos. Quizá por el simple motivo de que se acercan a los enfermos en referencia a sus necesidades y no a sus diagnósticos. Atienden mejor a las angustias, defensas y recursos psicológicos de los pacientes que los sanitarios atrapados en los modelos biológicos o cognitivo-conductuales hoy al uso.

El papel de los sanitarios se reduce cada vez más a abortar la crisis, a diagnosticar, a prescribir y a derivar. No se cuestionan sobre la locura y no les gusta acompañar a los enfermos y tomarse un café con ellos. No lo ven correcto o no están preparados para ello, con lo cual se pierde su necesaria y proverbial enseñanza. No olvidemos que son los locos quienes saben sobre la locura y no nosotros, así que hay que escucharlos a diario y tomar nota de su sabiduría.

Está simplificación ridícula de nuestra actividad tiene también su reflejo ante los pacientes menos graves. Cada vez es más frecuente que se nos exija un número creciente de esas intervenciones llamadas hipócritamente «resolutivas», consistentes en conseguir no volver a citar al paciente. O se nos propone enfocar nuestra misión en torno a la llamada «indicación de no tratamiento», tratando de convencer al enfermo, de forma no hiriente, que ha hecho mal en acudir a la consulta. En vez de mejorar la derivación mediante otros procedimientos técnicos, se nos emplea simplemente en corregirla. Trabajamos simplemente para subsanar la iatrogenia que hemos creado.

En este clima decadente se está educando —deformando— a las nuevas generaciones. Por eso el texto de Fernando Vicente es tan oportuno. Porque al margen de su modelo y del lugar privilegiado de aplicación, los elementos clínicos que destaca, las actitudes que enseña, el respeto a los derechos de los enfermos, su forma de promover la actividad, así como el discurso sobre la locura que fomenta en el loco y el loquero, son un reconstituyente inigualable para los esforzados alienistas. Vuelvan por lo tanto de nuevo a nosotros los ouryes y los tosquelles. Necesitamos de ellos y de su reflexión.

Cualquier dispositivo que acoge el cuidado del psicótico está amenazado de cronicidad, aunque este sea un simple piso tutelado o se atienda al enfermo en su propia casa. Siempre hay un elemento de cronicidad en la psicosis que tiende a contagiarse y un efecto de división que se transmite como tentación a cualquier equipo tratante. Para prevenir y modificar esos problemas, la psicoterapia institucional que Fernando Vicente nos propone posee una sustancia clínica imprescindible. La apertura interior de las instituciones, y no importa el tamaño de estas, puede ser más importante que el exterior. Hay pisos protegidos y minirresidencias que crean climas manicomiales.

No hay tiempo que perder en la reforma continua que supone conseguir la «cronicidad viva», pero tampoco nos tenemos que precipitar. Nuestro autor cita con gusto una frase de Tosquelles que posee un oculto arrojo: «Una de las más absurdas demandas sociales de nuestra época, en lo que a psiquiatría se refiere, es la de querer y pretender curar con prisas».

Vayamos con calma.

Fernando Colina

Prólogo a la edición francesa

Juego de citas

Fernando Vicente… ¿Invitación a un viaje? Puede ser. Pero, ¡con qué crueldad! A lo largo de treinta páginas nos invita a una exposición mundial, textos-síntomas de nuestras reflexiones, decisiones administrativo-financieras, trampas y engaños de todo tipo, centradas, eso sí, sobre la organización del mundo psiquiátrico.

Tengo la impresión, leyendo estas líneas, de llegar al «antipurgatorio» de Dante, pero a un antipurgatorio degradado, degenerado. ¿De Belacqua está harto? Y será adormecido por asco, habiendo perdido toda noción de orientación, toda noción temporal. Deslizamiento hacia una lógica gerencial que da vergüenza a todo aquel que quiera ver. Pero, en efecto, así es la realidad, la realidad de este mundo con todos sus esclavos.

Entonces, ¿qué hacer? Aunque rememoremos a Machado, «se hace camino al andar» y lo que él llama «estelas en el mar». Pero dicha estela está llena de alquitrán. Y en cuanto al «duende», del que habla García Lorca, y que Fernando tiene la delicadeza de recordarnos, en esos medios de negocios el duende está medio ciego.

Poco después nos vamos encontrando. Desde luego no en un oasis pero sí en un país que exige «al día, día, y a la noche, noche» (Jacques Prévert), una forma de ser, una forma de encontrar y una forma de «estar con», que exige salir de una cierta inocencia que, sin darnos cuenta, nos puede llevar a hundirnos en esta especie de simplismo histórico-mundial.

Leed los títulos de los capítulos, son prometedores: inconsciente, las reuniones, la transferencia, una cronicidad viva, etc.

Nos encontramos con Tosquelles y Lacan, entre otros, pero sin ninguna pretensión. Yo te agradezco, Fernando, grabarnos el día a día con multireflexiones, este pragmatismo de buena calidad y este respeto tan precioso de conceptos más operativos: el inconsciente, los fantasmas, la transferencia, etcétera, y esos recuerdos tan sensibles, a propósito de Tosquelles, que tanto me recuerda a Reus, con él, uno al lado del otro, en la acera, como don Quijote y Sancho Panza. Me decía Tosquelles con frecuencia lo que Fernando transcribe tan acertadamente:

Se aprende con los pies, —solía decir— andando al lado del otro se hace siempre uno su propio camino con sus propios pies y dejando sus propias huellas.

Más tarde se podrá leer a través del polvo que haya quedado en nuestros pies, las huellas que han quedado como recuerdo de encuentros diversos. Evidentemente, hablo de Reus, del Instituto Pere Mata, donde cada año nos encontrábamos durante la Semana Santa.

Éramos muchos los que participábamos, en esos días densos de trabajo, en talleres, grupos de trabajo, sesiones plenarias. Primero, estas jornadas tenían lugar en la casa de la cultura, monumental «Centro de lectura», en el sentido de Ramon Llull, y más tarde en el Palacio de Congresos.

Cada año se me pedía que interviniera en la sesión plenaria. Nos habíamos dado cuenta, Fernando como traductor, y yo, que pese a que hablaba sólo durante dos minutos, Tosquelles, en su traducción muy original, lo hacía al menos por espacio de cinco minutos. Yo le preguntaba a Fernando si la lengua española era tan «particular» que había que utilizar más palabras que en francés. Y entonces Tosquelles, que escuchaba, me respondía:

No; en absoluto; es que al traducir, aprovecho y les explico lo que les dices a todos.

¡Sin duda ponía siempre en buen aprieto a Fernando que debía traducirnos en ambas lenguas!

Reus era para nosotros un lugar de encuentro y de intercambios con Delion, Torrubia, Viader, Tosquelles, etc. Algún día deberíamos, Fernando y algunos otros, extendernos sobre ello. Pero ahora no es el momento. Podíamos evocar aquellas sesiones tumultuosas donde ya se veía con claridad el choque de dos sistemas: por una parte el de una psiquiatría concreta, «institucional», si se quiere, y por otra, las infiltraciones tecnocrático-comerciales de las que hablaba antes.

He aquí algunas reflexiones entresacadas del texto de Fernando que me parece que nos sensibilizan sobre lo que está en juego en un serio trabajo institucional-psiquiátrico:

¿Descubrimiento o redescubrimiento? Sin haber tenido el tiempo de saberlo, desaparece de nuevo, pero para repetirse sin parar, instaurando así la dimensión estructural de la pérdida.

Y esta otra frase,

Esta tarea será posible sólo a condición —como nos recuerda oportunamente Lacan—, de «que estemos habitados por la pasión de la ignorancia» para permitir que el otro pueda seguir diciendo «cualquier cosa», sin el freno que nuestro saber podría suponer.

Voy a continuar subrayando con mucho gusto algunas frases escogidas al azar, sencillamente para familiarizarles con el «estilo» inseparable del tejido de este trabajo permanente, que no puede mezclarse en absoluto con las obsesiones contables de una «burocracia galopante»:

La fisura, el hueco, lo no terminado existe y está en nosotros, pero no como signo o síntoma de una hemorragia mórbida, sino más bien como pequeña ventana a través de la cual, una pequeña luz nos pueda acercar más hacia lo humano, es decir, hacia la locura siempre presente en cada uno de nosotros.

Y esta simple frase, muy próxima a las elaboraciones de Charles Sanders Peirce sobre el «pragmatismo» y de los comentarios de Michel Balat a propósito de la «función escriba»:

Las huellas necesitan tiempo, a veces un tiempo distinto para cada uno, «un tiempo a-temporal», para que puedan salir a la superficie.

Y esta otra frase de Nicolas de Staël:

Para conocer a alguien, lo mejor es seguir los caminos por donde pasó, que los caminos de sus pensamientos.

Es absurdo querer medir los resultados, estos son estructuralmente multidimensionales.

El criterio único del resultado no existe; tenemos que utilizar una evaluación multicriterios.

Y aún añado: el respeto a la presencia de una palabra nada tiene que ver con la rehabilitación.

Es un poco absurdo seguir con este procedimiento, con tantas citas; es un poco aburrido. Ya lo verán ustedes mismos. Pero no puedo resistir la tentación de continuar un poco más con este juego de «citas». Quizás para poder subrayar mejor algunos puntos de apoyo, como cuando se escala una montaña o un monumento (algo que yo jamás he intentado hacer).

Por eso mismo, unas líneas más:

Siempre es más fácil tener una bandera detrás de la cual nos podemos refugiar y esconder (tales como psicoanalista, psicoterapia institucional, etcétera) que ponerse en contacto con el otro, con los otros, con todos los riesgos de descubrir así nuestros propios límites y nuestras propias miserias.

También esta frase, que surge como recortada por un cortafrío:

Al querer curarles como único e imposible objetivo, corremos el riesgo, de forma defensiva, de privarles de una posible cronicidad viva, dejándoles en una sedimentación alienante y mortífera.

Y no puedo resistirme a subrayar esta cita de Giacometti:

La aventura, la gran aventura, consiste en ver aparecer cualquier detalle desconocido en el mismo rostro que miramos cada día; esta impresión es más grande que todos los viajes que podamos hacer alrededor del mundo.

O esta otra, surrealista, concreta, en la que

En los momentos de gran sensibilidad y emoción ante las atrocidades, se nos sugiere que congelemos los fantasmas de toda la población para custodiarlos y preservarlos del calor, fríamente, para vigilarlos continuamente evitando toda conducta y acto violento contra uno mismo o contra otros.

Para meditar, esta reflexión, en relación a la mujer de Lot:

No quiso hacer un análisis, quería llevar a cuestas el pasado, se creía capaz pero se quedó congelada para siempre mirando hacia atrás y sin comprender nada.

También esta meditación concreta:

Considero que la desaparición de la paciente de nuestro campo virtual y de nuestra preocupación fue la consecuencia lógica de una desaparición anterior, desaparición de nuestro discurso sobre ella. Había desaparecido mucho antes de su muerte en las palabras que sobre ella estuvieron ausentes entre nosotros.

Y a propósito del «terreno» o campo de trabajo:

Debemos trabajar el terreno sin descanso, es parte de nuestra función y formamos parte esencial y estructural del mismo.

He aquí un desarrollo importante sobre la noción del concepto de la demanda:

Hay demandas que se visten de fiesta, otras deambulan por la calle con signos de miseria tanto social como psíquica y otras, creyendo que simplemente con los trajes de su síntoma nos dicen todo, sin nada más que expresar que su malestar.

No terminaría nunca de citar expresiones que me han marcado por su precisión, pero me atrevo con una más:

La convivencia de pacientes con patologías diversas es favorecida por nosotros, por los efectos que dicha diferencia y heterogeneidad pueden tener sobre ellos, aunque la dinámica de la reunión y otras actividades comunes encuentren dificultades para ello.

Y para animarnos:

…el trabajo que debemos hacer sobre nosotros mismos es infinito.

Podemos seguir haciendo hincapié en una u otra frase… es como una especie de compulsión para pediros que leáis esto, que es importante por lo que aporta a la comprensión de este texto. Cediendo así a una especie de compulsión obsesiva: mira esto y aquello, mira aquí, etc.

He aquí, a pesar de todo, otra pequeña frase muy importante:

No hay vida en el bosque sin una larga historia que permita que los elementos múltiples que crecen en el suelo den la posibilidad a múltiples nacimientos.

Ya ven que me es difícil parar con las citas que extraigo de cualquier parte del libro. Pero tendré que hacerlo aunque, para ello, cite otra frase:

Una transmisión nunca puede ser ni darse bajo una imposición.

Y otra más:

Hay que saber, poder y querer deshacerse de «su saber».

Espero que con tantas citas no les haya hecho más pesada la lectura del conjunto; cada uno puede encontrar itinerarios y caminos personales de lectura, abriendo así un terreno de su propia experiencia, pero quiero hacer hincapié en que lo que especifica este terreno de trabajo es que no es cuestión de lo dicho, ni de la palabra, sino específicamente «del decir» y de lo que Lacan llama «lalangue». Es de esta lógica concreta, existencial, de lo que aquí se trata.

¿Difícil?

¡La existencia es tan compleja!

Jean Oury

Introducción a la lectura

Quisiera advertir a los lectores cuál ha sido mi intención para decidirme a escribir este libro. Ante todo, escribir sobre las múltiples huellas que he dejado en mi camino a través de los medios psiquiátricos y psicoanalíticos. He querido hacer una pausa para «dejarme decir» a través de dichas huellas.

Quisiera, pues, que estas líneas me ayuden a escuchar mis decires de otra forma.

No tengo ninguna intención de que mis huellas dejen huella en los demás.

Las huellas que dejan nuestros pies a lo largo de nuestro recorrido están ahí, para ser «leídas» por nosotros mismos, aunque no podemos evitar que nuestras huellas, hechas de decires y caminos diversos, puedan, a su vez, despertar significantes en otros lectores.

Los significantes, como sabemos, pueden hacer cualquier cosa. No están ahí para seguir nuestras intenciones en lo que concierne a la transmisión.

No es fácil que todo saber se transmita y, menos aún, el que concierne a la clínica psiquiátrica, a no ser que aceptemos ese saber que consiste en construir continuamente caminos recorridos y puentes diversos. Ese saber que podrá así facilitar el encuentro, los intercambios e incluso transferencias que podrían facilitar, a su vez, la aparición de nuevos materiales que podrían dar origen a otro saber sobre el sujeto.

Que el lector, al leer estas líneas, abandone toda posición pasiva y de espera hacia el saber del otro.

Yo no quiero transmitir lo que no tengo.

En nuestra profesión no existe el seguro a todo riesgo. Ni para evitar ni para resolver toda la problemática que rodea la locura humana.

Quiero hablar de las huellas que mi experiencia ha dejado en mí, con todas las dificultades y complejidades que están ligadas estructuralmente a lo que concierne y rodea al ser humano y su locura.

Quisiera también, al mismo tiempo, interrogarme y que nos interroguemos si, a pesar de la situación social y la crisis que padecemos actualmente, otra terapéutica que no sea sólo la que se ocupa de una rentabilidad y seguridad inmediata es posible en las instituciones psiquiátricas, y si el sujeto enfermo puede aún tener un cierto poder sobre su sufrimiento y sobre sus síntomas, a través de su propio lenguaje y de su propia palabra.

Así lo creo, y espero que este pequeño rayo de luz pueda filtrarse en el texto que presento.

I. Los síntomas

En psiquiatría, mucho más que en cualquier otra disciplina, tenemos que estar siempre muy alertas.

Francesc Tosquelles nos recuerda continuamente los riesgos que existen a causa de la permeabilidad permanente que existe entre lo social y lo patológico; ideologías diversas empujan a los profesionales hacia funciones a veces muy alejadas de lo que debiera de ser nuestra ética con los enfermos.

Dicha consigna es todavía de gran actualidad. Desde mediados del siglo XX ha habido «verdades científicas» de las que no se podía dudar, que nos concernían directamente y que han marcado los desarrollos centrados en dos aspectos muy importantes de nuestra sociedad:

En primer lugar de la «genética» y de las consecuencias de considerar los aspectos hereditarios del ser humano como evidencias científicas y, más allá, sobre su plausible determinismo en nuestra existencia.En segundo lugar, de otras ciencias «científicamente evidentes» como son la economía y las finanzas. Bien es verdad que, a priori, debería ser fácil medir la materia existente con sus múltiples conexiones en nuestro organismo, y aún más fácil poder contar lo materialmente cuantificable.

El sujeto loco, como soporte de un discurso que molesta, es y ha sido siempre alejado y prácticamente escondido para proteger y salvaguardar la seguridad que en apariencia nos dan hoy el determinismo y la genética. Con frecuencia en la historia y más aún en la actualidad, la ciencia económica viene a decirnos con insistencia que delante de una tarea tan inútil por sus resultados como es ocuparse de la locura, lo mejor sería economizar en medios terapéuticos utilizables para otros fines. Reorganicemos y reorientemos de forma distinta las terapéuticas costosas en medios humanos, encerrando a los enfermos peligrosos con muros —o con muros modernos como es la medicación— para que no pongan en peligro la seguridad paradisíaca de la sociedad «normal», y propongamos una buena rehabilitación y reeducación «para todos los demás».

En referencia a esta cuestión, el último estudio de la Inspection Générale des Affaires Sociales (IGAS) nos señala el camino, proponiéndonos una formación costosa y además ineficaz.

Una formación mucho más específica para que se pueda aprender, prevenir y gestionar las situaciones de agresividad, y para ello más entrenamiento físico para mejor controlar posibles agresiones. Esta es la orientación que deberíamos seguir para permanecer siempre en el buen camino.

Es evidente que si consideramos la locura sólo desde el ángulo del comportamiento, la mejor y única terapéutica posible y deseable es el conductismo.

Nuestra visión de la locura humana y de la significación de sus síntomas no es la misma, como me gustaría demostrar a lo largo de estas líneas.

Tenemos que atrevernos a poner nuestro saber en tela de juicio de forma constante para no confundir el saber clínico con el saber interesado. Este último no tiene interés en conocer el origen ni el porqué de los síntomas, tanto a nivel individual como colectivo .

Ciertamente, no hay síntomas sin cuerpo. Y si ya es difícil acercarnos a nosotros mismos para hacer posible que nuestros propios «síntomas hablen», ¿qué decir «del cuerpo social y de sus síntomas»?

Es difícil no querer saber nada de los síntomas de la familia si queremos ocuparnos de uno de sus miembros.

Es difícil también no querer saber nada de los síntomas sociales que nos rodean si queremos comprender los síntomas y el estado de salud del cuerpo profesional y de las instituciones en las cuales trabajamos.

Si nuestro propio cuerpo intenta (y consigue con frecuencia) decirnos algo de su sufrimiento por vías inesperadas y complejas, el cuerpo social —como cuerpo disociado que es— no puede hablar con una sola voz. Sus miembros, sus tejidos y órganos diversos viven enfrentados y, con frecuencia, con objetivos e intereses muy diversos.

Estas afirmaciones no son la consecuencia de una profunda reflexión metafísica o psicoanalítica sino que son propias de quien se interese por nuestro cuerpo social, entendido este en un sentido muy amplio, diverso y complejo en su comprensión, y aceptando esta complejidad como la primera y más importante de sus características.

En el lado opuesto a esta complejidad, observada tanto a nuestro alrededor como en el interior de cada uno, encontramos aquellos que predican la unicidad simplista de nuestra existencia con los corolarios de la verdad y certeza de todos los elementos que la tocan y componen.

Hay pensamientos pseudocientíficos (característicos de algunas religiones) que nos ofrecen respuestas seguras y tranquilizadoras. Hay otros posicionamientos ante la complejidad de la existencia que nos enseñan a hacernos preguntas, aun sabiendo que no tienen respuesta.

En este sentido, fue interesante escuchar la intervención de un sociólogo que asistía a una conferencia de Edgar Morin que trataba sobre la ética y las ciencias de la vida y que, dirigiéndose al conferenciante, decía:

Después de muchos años de trabajo y reflexión, tanto la ética como la complejidad de lo viviente de la cual usted nos habla, nos desvían de la verdad; todo es mucho más simple, todo es biológico y contra eso no podemos hacer nada a pesar de lo que usted nos diga.

En este universo de certezas, donde abundan más los iluminados que los científicos que buscan verdades, permitidme que haga un pequeño rodeo por el mundo y el cuerpo social actual, para sacar a luz algunas «certezas» con las cuales hemos vivido y convivido desde hace algunos años.

Neurociencia

Ya que todo es biológico y que la genética nos marca definitivamente mucho antes de nuestro nacimiento, ¿para qué nos vamos a calentar la cabeza—salvo si queremos volvernos locos— con nuestros propios pacientes?

Al menos, en el lenguaje religioso, la predestinación deja siempre un margen de suerte a cada uno de los creyentes para poder ganar el cielo, puesto que el destino no está desde el inicio en los genes. Hay que trabajar mucho para percibir algunos signos de éxito en esta vida y con ello de nuestra predestinación, sin que, sin embargo, jamás estemos seguros de ella.

Felizmente, algunos otros científicos que se ocupan de nuestro cuerpo social y sus síntomas, ¡por una vez están más seguros, incluso, que la religión!

Hace ya unos 60 años, después de haber esclarecido la naturaleza química del ADN, se creía haber encontrado el soporte de la genética que explicaría el sistema hereditario donde todo estaba ahí desde el inicio. La molécula originaria del ser vivo tenía una estructura claramente establecida y con ello nos iba a informar sobre el origen, desarrollo y fin de nuestra existencia. Pero,

…empezamos a darnos cuenta de que existe en la mecánica del viviente una complejidad superior, una plasticidad y una dinámica multidimensional que probablemente no habían previsto aquellos que concibieron el proyecto de las secuencias de los genomas.1

Negándose a toda forma de reduccionismo, los responsables de estos trabajos ponen el acento en que:

Son, en realidad, las interacciones entre esas características genéticas y el entorno, las que hacen que la enfermedad pueda o no manifestarse.2

Es el objeto de la epigenética, ciencia que estudia y que tiene como objeto la relación y sus consecuencias entre la genética que hemos heredado y el medio en el que vivimos.

La epigenética intenta explicarnos las consecuencias y los lazos que existen entre la forma de vida de cada uno de nosotros y nuestros genes. La biología se nos presenta pues, a partir de ahora, mucho más compleja de lo que pensábamos hace unos años, pues se creía entonces que numerosas patologías se desencadenaban por un mal funcionamiento de un solo gen. Hoy sabemos, que nada de eso es cierto. Para Richard J. Haier:

En el siglo XXI ya no hablamos de una base genética o de la influencia del medio en que vivimos. Los genes se desencadenan y se separan a lo largo de toda nuestra existencia. Los mecanismos son ciertamente muy complejos y estamos seguros que en la actualidad los genes hablan, en estrecha relación y dependencia con su medio.

Al margen de algunas enfermedades típica y claramente hereditarias, en las que un solo gen está implicado y que son muy raras, las enfermedades humanas más corrientes tienen un componente genético muy complejo, a lo que se añade la influencia del medio ambiente en el que vivimos.