La perdición del jeque - Sharon Kendrick - E-Book
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La perdición del jeque E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

El jeque Tariq vivía la vida demasiado deprisa... Tariq era tan independiente que no se fiaba de nadie más que de sí mismo, con un poco de ayuda por parte de Isobel Mulholland, su indispensable y sensata secretaria. Cuando un accidente de automóvil dejó herido al dinámico jeque y lo hizo depender completamente de Isobel, su primera reacción fue ponerse furioso. El único modo de superarlo era aprovechar al máximo aquella oportunidad de tener a Isobel a su disposición. Bajo los cuidados de la encantadora Isobel, Tariq empezó a pensar en seducirla. Aquella dulce mujer, a la que había tenido delante todo el tiempo, podría convertirse en su perdición...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Sharon Kendrick. Todos los derechos reservados.

LA PERDICIÓN DEL JEQUE, N.º 2194 - noviembre 2012

Título original: The Sheikh’s Undoing

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1150-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

CUANDO el sonido del teléfono la despertó, Isobel no necesitó mirar el nombre que aparecía en la pantalla para saber de quién se trataba. Tan solo el hombre que pensaba que tenía derecho a hacer todo lo que quería era capaz de llamarla a aquellas horas de la noche.

Tariq, al que también se conocía como «el príncipe playboy». El príncipe Tariq Kadar al-Hakam, jeque de Khayarzah, si se quería dar su impresionante nombre al completo.

Isobel miró el reloj. Las cuatro de la mañana era demasiado temprano hasta para él. Bostezó y tomó el teléfono mientras se preguntaba qué diablos era lo que Tariq estaba tramando en aquella ocasión.

¿Había surgido algún nuevo rumor, como solía ocurrir con frecuencia, relacionado con su último y audaz proyecto empresarial o simplemente se había liado con una nueva rubia, como todas sus amantes, y quería que Isobel le reorganizara las reuniones que tenía para la mañana siguiente? ¿Entraría en su despacho más tarde, con la barba oscureciéndole la mandíbula y una sonrisa orgullosa en los sensuales labios? Y, por supuesto, el aroma a perfume de mujer aún sobre la piel…

No sería la primera vez que ocurría. Isobel frunció el ceño y recordó algunas de las conquistas sexuales más famosas de Tariq. Entonces, se recordó que ella era tan solo su asistente personal y no una guardiana de la moralidad.

Sus amigos le preguntaban en ocasiones si se cansaba alguna vez de tener un jefe que le exigiera tanto o si sentía alguna vez la tentación de decirle exactamente lo que pensaba de su machista y escandaloso comportamiento. La respuesta era que sí. A veces. Sin embargo, el generoso sueldo que él le pagaba frenaba en seco toda desaprobación. Esa cantidad de dinero proporcionaba seguridad, la clase de seguridad que no se conseguía de otra persona. Isobel lo sabía mejor que nadie. ¿No le había enseñado su madre que la lección más importante que una mujer podía aprender era a ser completamente independiente de los hombres? Los hombres podían marcharse cuando querían y, como podían, lo hacían con frecuencia.

Se dispuso a responder la llamada.

–¿Sí?

–¿Iso… Isobel?

Los sentidos de Isobel se pusieron inmediatamente en estado de alerta al escuchar la profunda voz de su jefe. Ocurría algo. Su voz sonaba… rara.

Jamás había escuchado que Tariq dudara. Jamás lo había oído hablar de una manera que no fuera la propia de un príncipe carismático y seguro de sí mismo, el preferido de los casinos de Londres y de todas las revistas del corazón. El hombre al que las mujeres no se podían resistir a pesar de que resultara inevitable que él terminara rompiéndoles el corazón en pedazos.

–Tariq, ¿ocurre algo? –le preguntó alarmada.

A pesar del dolor, que era tan fuerte como si mil martillos estuvieran golpeándole en la cabeza, Tariq escuchó la voz familiar de su asistente, su primer encuentro con la realidad después de lo que parecían horas de caos y confusión. Casi imperceptiblemente, dejó escapar un suspiro de alivio y abrió un poco los ojos. Izzy era su tabla de salvación. Izzy se ocuparía de él. Vio el techo de la habitación, pero tuvo que cerrar los ojos para no ver su cegadora blancura.

–Un accidente –murmuró.

–¿Un accidente? –repitió Isobel mientras se sentaba en la cama–. ¿Qué clase de accidente? Tariq, ¿dónde estás? ¿Qué ha ocurrido?

–Yo…

–¡Tariq!

Isobel escuchó cómo alguien le decía a Tariq con voz indignada que no debería estar utilizando el teléfono. Entonces, aquella voz de mujer se dirigió a Isobel desde el otro lado de la línea telefónica.

–Hola. ¿Quién es usted, por favor?

–Me llamo Isobel Mulholland y trabajo para el jeque Al-Hakam. ¿Le importaría decirme qué es lo que está pasando?

–Soy una de las enfermeras de Urgencias del St. Mark’s Hospital de Chislehurst. Me temo que el jeque se ha visto implicado en un accidente de coche.

–¿Se encuentra bien? –preguntó Isobel muy preocupada.

–Me temo que en este momento no puedo darle más información.

–Está bien –replicó Isobel segura de que la enfermera no iba a darle más detalles por teléfono–. Voy enseguida –añadió mientras se bajaba de la cama y cortaba la llamada.

Se puso un par de vaqueros y agarró el primer jersey que se encontró. Entonces, se puso unas botas sobre los pies descalzos y tomó el ascensor para bajar desde su pequeño apartamento de Londres al aparcamiento.

Metió los datos del hospital en el navegador y esperó a que saliera un mapa en pantalla. Parecía que Chislehurst estaba a menos de una hora de allí, seguramente algo menos a aquellas horas de la mañana.

Sin embargo, aunque prácticamente no había tráfico, tuvo que obligarse a concentrarse en la carretera para no dejarse llevar por las dudas que le atenazaban el pensamiento.

¿Qué diablos había estado haciendo Tariq conduciendo a aquellas horas de la madrugada por aquella zona? Además, era un conductor muy bueno.

Agarró con fuerza el volante y trató de imaginarse a su poderoso jefe tumbado sobre una cama de hospital, pero no pudo. Era un hombre muy fuerte en todos los sentidos. Alto y guapo, el jeque Tariq al-Hakam llamaba la atención por dondequiera que fuera. Los desconocidos se paraban para observarlo en la calle. Las mujeres se peleaban por darle sus números de teléfono. Isobel había visto cómo aquello ocurría una y otra vez. Sus orgullosos y algo crueles rasgos se habían comparado con frecuencia con los de un ángel caído. Emanaba de él tal pasión y energía que resultaba imposible imaginarse que algo pudiera inhibir esas cualidades ni siquiera por un instante.

¿Y si Tariq estaba en peligro? El miedo se apoderó de Isobel. ¿Qué iba a hacer si su vida corría peligro, si él se…?

Jamás se había parado a pensar que Tariq fuera mortal y, en aquellos momentos, no podía pensar en otra cosa. El corazón se le paró durante un instante. Decidió que no había motivo para dejarse llevar por pensamientos negativos. Fuera lo que fuera, Tariq saldría adelante, como siempre hacía. Tariq era fuerte como un león e Isobel no podía imaginarse que nada pudiera apagar la magnífica fuerza que emanaba de él.

Una ligera lluvia comenzó a caer contra el parabrisas. Por suerte, estaba llegando al hospital. Era aún tan temprano que los del turno de mañana aún no habían llegado. El edificio parecía muy tranquilo, demasiado, lo que tan solo sirvió para acrecentar la sensación de inquietud que Isobel tenía. Sin hacer ruido, se dirigió por los pasillos hasta Urgencias.

Al llegar al mostrador correspondiente, una enfermera levantó la cabeza para dirigirse a ella.

–¿En qué puedo ayudarla?

–He venido… Estoy aquí por uno de sus pacientes. Se llama Tariq al-Hakam y según me han dicho se ha visto implicado en un accidente de automóvil.

–¿Quién es usted? –le preguntó la enfermera con el ceño fruncido.

–Trabajo para él.

–Me temo que no le puedo decir nada. Usted no es familiar suyo.

–No, pero sus familiares viven en Oriente Medio –dijo. En aquel momento, se dio cuenta de que los vaqueros que se había puesto eran los más viejos y que se había recogido los rizos de su cabello con una coleta. Su apariencia resultaba algo desaliñada y no encajaba con la clase de persona a la que se asociaría con alguien tan poderoso como Tariq–. Llevo cinco años trabajando para el príncipe. Le ruego que me permita verlo. Soy…

Durante un instante, estuvo a punto de decir que ella era lo único que Tariq tenía. Imposible. Tariq tenía un ejército de mujeres a las que podía llamar sin dudar, mujeres que tenían más intimidad con él de la que Isobel había tenido o tendría jamás.

–Soy la persona a la que él llamó hace aproximadamente una hora –dijo–. Me pidió ayuda a mí.

La enfermera la miró fijamente y luego pareció apiadarse de ella.

–Tiene conmoción cerebral. El escáner no ha mostrado señal alguna de hemorragia, pero lo vamos a dejar unas horas en observación para estar seguros.

–Gracias –susurró Isobel aliviada–. ¿Puedo verlo? ¿Sería posible? Tan solo un instante. Por favor… La enfermera volvió a mirarla fijamente y luego asintió.

–Bueno, mientras sea un momento. En ocasiones, un rostro familiar resulta muy tranquilizador, pero no debe alterarlo. ¿Entendido?

Isobel le dedicó una triste sonrisa.

–De eso no hay peligro –respondió ella. Tariq la consideraba tan excitante como ver la pintura secarse.

A menudo, Tariq la había descrito como la mujer más práctica y sensata que él conocía, razones por las cuales él la había contratado. En una ocasión, Isobel lo había escuchado decir que resultaba un alivio encontrar una mujer de menos de treinta años que no supusiera una distracción para él. Aunque estas palabras le habían dolido, Isobel había aprendido a vivir con ellas. Siempre había sabido el lugar que ella ocupaba en la vida de Tariq y no iba a intentar cambiarlo. Para lo demás, había gran cantidad de candidatas.

Siguió a la enfermera hasta una habitación. Lo que allí vio le detuvo los latidos del corazón.

Cubierto por una sábana de algodón blanco, Tariq estaba tumbado sobre una cama. Parecía demasiado grande para aquel lecho de hospital. Estaba completamente inmóvil y el blanco inmaculado de las sábanas hacía resaltar aún más su piel oscura. Incluso desde la puerta se podía ver la sangre que se le había secado en el negro cabello.

Al ver al aparentemente indestructible Tariq con un aspecto tan indefenso, Isobel tuvo que contenerse para no acercarse rápidamente a la cama y acariciarle la mejilla con los dedos. Consiguió adoptar su actitud sosegada y se acercó tranquilamente a la cama.

Tariq tenía los ojos cerrados. Los arcos de ébano de sus pestañas resaltaban sobre un rostro muy pálido, a pesar del tono oscuro de su piel olivácea. Isobel lo había visto en muchas situaciones a lo largo de los cinco años que llevaba trabajando para él, pero jamás había contemplado a su poderoso jefe con un aspecto tan indefenso. Algo en su interior se despertó y, de repente, sintió deseos de tomarlo entre sus brazos y reconfortarlo.

–Tariq…

Tariq abrió los ojos. A pesar del dolor que sentía, fue consciente de algo familiar y, sin embargo, muy diferente en la mujer que estaba a su lado. Se trataba de una voz que conocía bien, una voz que ejemplificaba la única área de tranquilidad que habitaba en el centro de su alocada vida. Era la voz de Izzy, pero no sonaba tal y como él la había escuchado antes. Normalmente, era fría, sensata y, en ocasiones, incluso desaprobadora, pero nunca antes la había escuchado con aquel tono suave y tembloroso que le sorprendió.

–No te preocupes. No me voy a morir –dijo. Entonces, a pesar del dolor, se permitió bromear con la enfermera, que, en aquellos momentos, le estaba tomando el pulso–. ¿Verdad, enfermera?

Inexplicablemente, Isobel se sintió enfadado con Tariq por ser tan arrogante. Podría haberse matado y lo único que se le ocurría en aquellos momentos era flirtear con la enfermera. ¿Por qué había desperdiciado un segundo siquiera preocupándose por él cuando tendría que haberse dado cuenta de que era tan indestructible como una roca y con los mismos sentimientos?

–¿Qué ocurrió? –le preguntó–. Tal vez no seas el conductor más lento del mundo, pero normalmente tienes cuidado –añadió. Entonces, vio que la enfermera la miraba con desaprobación y recordó las palabras que ella le había dicho–. No tienes por qué contestarme. De hecho, ni siquiera lo pienses. Quédate ahí tumbado y descansa.

Tariq frunció las negras cejas y la observó con incredulidad.

–Normalmente no eres tan considerada –observó cáusticamente.

–Bueno, no se puede decir que estas sean circunstancias normales, ¿no te parece?

Isobel esbozó lo que esperaba que fuera una sonrisa tranquilizadora, pero no le resultaba fácil mantener a raya el pánico, sobre todo cuando lo único que quería era tomarlo en brazos y decirle que todo iba a salir bien. Apoyar la mejilla de Tariq contra su alocado corazón y enredarle los dedos sobre la negra seda de su cabello.

¿Qué demonios le pasaba?

–Tienes que limitarte a permanecer ahí tumbado y a dejar que las enfermeras te cuiden y comprueben que estás de una pieza.

La voz de Isobel había vuelto a temblar. Tariq contempló el rostro de su secretaria. No recordaba haber mirado tan atentamente antes el rostro de Izzy. En el desarrollo normal de un día, un hombre no miraba a una mujer durante mucho tiempo, a menos que estuviera planeando seducirla. Allí no tenía otra cosa que mirar. Se fijó en las pecas que tenía sobre la pálida piel, los ojos color ámbar… Tenía un aspecto suave. Mono, como el de una gatita. Como si fuera a acurrucarse contra él y a estar ronroneando toda la noche.

Sacudió la cabeza para librarse de aquella alucinación temporal y la miró con desaprobación.

–Va a hacer falta mucho más que un accidente de automóvil o una enfermera para conseguir que yo me quede tumbado tranquilamente –dijo él mientras movía con impaciencia una pierna.

La extremidad le había empezado a picar mucho, por lo que dobló la rodilla. Este gesto provocó que la sábana se le deslizara hasta la cintura y dejara al descubierto uno de los muslos. A pesar del dolor que sentía, no pudo evitar sonreír al ver cómo la enfermera e Isobel apartaban la mirada.

–A ver si nos tapamos mejor –le dijo la enfermera mientras volvía a taparle con la sábana.

Isobel se ruborizó al darse cuenta de que su guapo jefe estaba completamente desnudo debajo de la sábana. Sintió un hormigueo en la piel por primera vez porque, al contrario de las demás mujeres, ella era inmune al atractivo sexual de Tariq al-Hakim. Su cuerpo fuerte y musculado la dejaba completamente fría, al igual que su hermoso rostro y sus ojos oscuros como el ébano. No le gustaban los hombres que se sabían guapos, se lo creían y conocían el efecto que tenían en las mujeres. Los hombres que eran capaces de alejarse de las mujeres que los amaban sin mirar atrás. De hecho, esos eran precisamente los hombres a los que solía despreciar. Hombres como su propio padre. Hombres que se despojaban fácilmente de los sentimientos y las responsabilidades.

Se recompuso con una gran fuerza de voluntad y se volvió a la enfermera.

–¿Qué hay que hacer ahora? –le preguntó, pero Tariq respondió antes de la enfermera tuviera oportunidad de hacerlo.

–Ahora, yo me levanto de esta maldita cama y tú me llevas al despacho. Eso es lo que hay que hacer –replicó.

Sin embargo, cuando trató de levantarse, un fuerte dolor lo hizo caer de nuevo sobre la cama.

–¿Quiere hacer el favor de permanecer tumbado, príncipe al-Hakam? –le ordenó la enfermera. Entonces, se volvió a Isobel–. Los médicos quieren mantener ingresado al jeque para tenerlo en observación durante veinticuatro horas.

–Izzy –dijo Tariq. Cuando ella se volvió a mirarlo, vio en aquellos ojos negros la determinación que tan bien conocía–. Solucióname esto, ¿quieres? No pienso quedarme en este maldito hospital ni un minuto más.

–Mira, Tariq –respondió ella, algo enojada–. No estamos hablando de un negocio del que tú seas el máximo responsable. Estamos hablando de tu salud y, en ese campo, tú no eres un experto. Los médicos y las enfermeras, sí. Te aseguro que no quieren mantenerte ingresado porque a ellos les apetezca. De hecho, me imagino que no puede resultar muy divertido tenerte a ti como paciente, por lo que supongo que consideran que es necesario. Si no empiezas a escucharles y a hacer lo que dicen, me voy a marchar de aquí ahora mismo y te voy a dejar a ti solo para que te entiendas con ellos.

Se produjo una tensa pausa en la que los ojos de Tariq se entornaron con gesto airado.

–Pero tengo reuniones…

–Sé precisamente cuáles son las reuniones que tienes –le interrumpió ella–. Yo te organizo la agenda, ¿verdad? Te lo solucionaré todo cuando llegue a mi despacho para que tú no tengas que preocuparte por nada. ¿Quieres…? –se interrumpió mientras miraba la sábana blanca que cubría el ancho torso de Tariq–. ¿Quieres que traiga un pijama?

–¿Un pijama? –replicó él con una sonrisa burlona–. ¿Acaso crees que yo soy la clase de hombre que duerme con pijama, Izzy?

Inexplicablemente, el corazón de Isobel comenzó a latir de excitación, una reacción que la enojó profundamente. ¿Acaso se habría dado cuenta él de…?

–Lo que te pongas para dormir no es algo en lo que yo haya pensado mucho –repuso ella–, pero lo tomaré como un no. ¿Quieres alguna otra cosa?

–¿Me podrías traer ropa limpia y una maquinilla de afeitar?

–Por supuesto. Y, en cuanto los médicos te den el alta, vendré a buscarte. ¿Te parece bien?

–No creo que en realidad quieras que yo te responda, ¿verdad? –contestó él tras una pausa. Entonces, cerró los ojos. Una gran fatiga se había apoderado de él y lo había dejado muy debilitado. Lo último que quería era que su asistente lo viera así–. Vete, Izzy.

Isobel salió silenciosamente de la habitación y siguió andando hasta salir del edificio. Ya se había hecho de día. La deliciosa luz de aquel día de primavera la animó a respirar profundamente. Tariq estaba vivo. Eso era lo principal. No obstante, no le había gustado verlo allí, tan solo.

Se metió en el coche y se miró en el retrovisor. Entonces, aquella imagen la hizo volver a la realidad. ¿Tariq solo?

Ni hablar. Había innumerables mujeres que serían capaces de hacer cola para visitar a Tariq sin esperar mayor recompensa que una de sus sonrisas burlonas. Tariq tenía muchas personas que podían ocuparse de él. No la necesitaba a ella.

Regresó a Londres y se pasó el resto del día cancelando reuniones y ocupándose de las llamadas de sus asociados. Trabajó sin parar hasta las ocho. Entonces, se marchó al apartamento de Tariq, un enorme ático con vistas a Green Park. Aunque disponía de un juego de llaves, solo había estado allí en una ocasión, cuando fue a llevarle un paquete que había estado esperando todo el día y que había llegado muy tarde, mientras ella aún estaba trabajando. Isobel decidió llevárselo personalmente para que así fuera más rápido y vivió uno de los momentos más vergonzosos de su vida. Tariq, con el cabello revuelto, fue a abrir la puerta ataviado con un batín de seda que, evidentemente, se había puesto precipitadamente. Tenía el rostro ligeramente ruborizado. Isobel no habría tenido que escuchar aquella voz femenina para darse cuenta de que tenía compañía.

Decidió apartar aquel recuerdo y entró en el ático. La experiencia le hizo detenerse a escuchar durante un instante, pero no tardó en constatar que todo estaba en silencio, lo que significaba que los miembros del servicio doméstico de Tariq ya se habían marchado a sus casas.

Tomó del vestidor unos vaqueros, un jersey de cachemir y una cazadora de cuero, además de una cálida bufanda. Sin embargo, cuando tuvo que ocuparse de seleccionar los calzoncillos de un cajón, se sonrojó por segunda vez aquel día. Resultaba tan íntimo revolver entre la ropa interior de Tariq, una ropa interior que ceñía la piel de su…

Frustrada con la trayectoria que habían tomado aquellos pensamientos, metió todo en una bolsa de viaje y se marchó del ático. Entonces, llamó por teléfono al hospital. Le dijeron que el estado del jeque era satisfactorio y que, si seguía mejorando, podría recibir el alta al día siguiente.

Sin embargo, la prensa se había enterado del accidente. A pesar de la nota que Isobel le había pedido a sus responsables de relaciones públicas que emitieran, los jeques siempre proporcionan una gran fascinación. Por ello, cuando Isobel regresó al hospital a la mañana siguiente, descubrió que había muchos fotógrafos apostados en la puerta principal.

Habían trasladado a Tariq a una habitación en planta. Cuando Isobel entró en ella, vio a un pequeño grupo de médicos reunidos en torno a su cama. La tensión flotaba en el ambiente.

Tariq estaba sentado en la cama, sin afeitar y con el torso desnudo. La vulnerabilidad del día anterior era ya tan solo un recuerdo distante. Sus ojos negros rezumaban ira. Cuando vio a Isobel, le habló con frialdad.

–Izzy, por fin.

–¿Ocurre algo? –preguntó ella.

–Por supuesto que sí.

Un médico alto y con gafas se separó del grupo y se acercó a Isobel. Le extendió la mano y le informó de que él era el médico de Tariq.

–¿Es usted su pareja? –le preguntó a ella.

Isobel se ruborizó. No se le pasó por alto la mirada que Tariq le dedicó. Por alguna razón, se alegró ir bien arreglada y bien vestida. Solo porque el jeque jamás la mirara a ella del modo que miraba a otras mujeres no significaba que ella fuera inmune a la atención masculina.

Sonrió al médico.

–No, doctor. Soy Isobel Mulholland, la asistente personal del jeque.

–Bien. En ese caso, tal vez usted pueda meterle un poco de sentido común al jeque en la cabeza. Se ha dado un golpe muy fuerte, pero él se cree que puede marcharse de aquí y seguir con su vida como antes. Esta parece muy dura estando en buenas condiciones físicas, con lo que en las circunstancias actuales… A menos que acceda a tomarse las cosas con calma durante la próxima semana…

–No puedo –le interrumpió Tariq mientras se preguntaba si su percepción se habría visto alterada por el golpe en la cabeza que había recibido.

¿Estaba aquel médico flirteando con Isobel? ¿Y ella, la mujer que siempre había sido una rápida y eficaz máquina, estaba también flirteando con él? Tariq jamás la había considerado ni siquiera atractiva, pero no estaba acostumbrado a que se lo ignorara a favor de otro hombre. Apretó los labios y le dedicó al médico una gélida mirada.

–Tengo que volar a los Estados Unidos mañana.

–Ahí es donde se equivoca. Usted necesita descansar –le contradijo el médico–. Reposo absoluto. Lejos del trabajo y del mundo, lejos de la prensa que me ha estado molestando toda la mañana en mi despacho. Tiene que recuperarse. Si no, no me quedará más remedio que dejarlo ingresado.