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La actual crisis del sistema institucional es la más profunda de la historia moderna de la democracia en España. Actualmente la única salida posible es acometer una reforma integral que cambie la naturaleza del Estado. Y ese proceso inevitable que se ha estado gestando en los últimos años cristaliza ahora y cambiará el futuro de todos los españoles. La experiencia de 30 años de asesoría electoral de Jaime Miquel pronostica el cambio político en España bajo la forma de un libro original e imprescindible.
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© del prólogo: Enric Juliana, 2015.
© Jaime Miquel, 2015.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2015. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
CÓDIGO SAP: OEBO716
ISBN: 9788490563120
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
DEDICATORIA
PRÓLOGO. EL HOMBRE QUE VIO QUE LA MONTAÑA SE MOVÍA
PREÁMBULO. QUIÉNES SOMOS
PRIMERA PARTE. EL APRENDIZAJE
1. EL FRANQUISMO NOS HIZO SUMISOS (1939-1975)
2. LA TRANSICIÓN, UN PACTO ENTRE ÉLITES (1975-1982)
3. LLAMARON DESENCANTO A LO QUE EN REALIDAD FUE MANSEDUMBRE (1982-1996)
4. LECCIONES DE CINISMO (1996-2004)
5. LA DIDÁCTICA DE LA GEOMETRÍA VARIABLE (2004-2010)
6. EL LADO IZQUIERDO DE LO MISMO (2010-2011)
7. EL LAPSO HEGEMÓNICO DEL PP (2011-2012)
8. «NO NOS REPRESENTAN», ALGO MÁS QUE UN ESLOGAN (2013-2014)
9. LA RUPTURA COMO FENÓMENO ELECTORAL (2014)
10. FELIPE VI NECESITA UN ORDEN NUEVO
SEGUNDA PARTE. CRÓNICA DE LA SITUACIÓN ACTUAL
1. CRISIS DE CONFIANZA EN LA CLASE POLÍTICA Y LOS PODERES PÚBLICOS
2. CRISIS DE IDENTIDAD DEL ESPAÑOL Y DEL MODELO TERRITORIAL
3. LA UNIÓN EUROPEA, ESPAÑA Y SUS NACIONES
4. LA RED HA LIBERALIZADO EL NEGOCIO DE LOS VOTOS
5. LAS ENCUESTAS SE CONTRADICEN Y FALLAN, NO TIENEN NÚMEROS
6. CÓMO INTERVIENE LA LEGISLACIÓN ELECTORAL EN LOS RESULTADOS
7. LOS RESULTADOS DE LAS ELECCIONES EUROPEAS ERAN EXTRAPOLABLES
8. TRIBULACIONES MUNICIPALES DEL PP
9. CAMBIOS PROFUNDOS EN OCTUBRE DE 2014
10. ERRORES ESTRATÉGICOS
11. PODEMOS PASTOREA Y ACIERTA. ESTAMOS EXHAUSTOS
12. DAVID CONTRA GOLIAT
13. EL CIS DE ENERO DE 2015 DISTANCIA AL PSOE. SÁNCHEZ REACCIONA
14. QUINTO CICLO, TERCERA FASE: EMERGE CIUDADANOS Y YA SON CUATRO
TERCERA PARTE. LA PERESTROIKA DE FELIPE VI (2015-2019)
1. EL ELECTOR DE LA RUPTURA NO ES DE IZQUIERDAS, ES DE ENFRENTE
2. FUNDAMENTOS, DATOS O RAZONES PARA LA REBELIÓN
3. LA CONTIENDA ES SENCILLA, LA CONQUISTA ES IMPORTANTE
4. RECAPITULACIÓN
5. LAS ELECCIONES DE ANDALUCÍA ANUNCIARON EL FINAL DE ESTE ORDEN
6. POR FIN SOMOS EUROPEOS
7. CUÁLES SON LOS PROBLEMAS
8. APROXIMACIÓN A LA PERESTROIKA DE FELIPE VI
9. QUIEN LO TIENE QUE ENTENDER ES ÍÑIGO ERREJÓN
10. UN PROFUNDO CAMBIO DE TODOS
NOTAS
ESCRITO PARA TODOS, DEDICADO A LA GENERACIÓN
MÁS JOVEN
por
ENRIC JULIANA
Tuve noticia de Jaime Miquel en la plaza de la Mare de Déu de Valencia, una de las más bellas de la ciudad, donde los valencianos celebran la festividad de la Geperudeta, un lugar muy apacible entre semana. Sentados en una terraza, un amigo valenciano me dijo: «Tendrías que conocer a Jaime Miquel, es un analista electoral que va por libre, con unas teorías muy interesantes sobre lo que puede ocurrir en España en los próximos años. Dice que el actual sistema de partidos ya no es capaz de absorber todo el malestar que la crisis va a provocar...». Primavera de 2013.
Hice caso a Salvador Giménez, uno de esos valencianos vivaces que oyen crecer la hierba, y me puse en contacto con el hombre que se crio entre encuestas. Jaime Miquel, de origen valenciano, es hijo de uno de los introductores de los sondeos de opinión en España, allá en la década de 1960. Delegado del Instituto Gallup en España, su padre dirigió las primeras encuestas para conocer la popularidad del joven príncipe Don Juan Carlos de Borbón. Mientras su progenitor radiografiaba la Transición, Jaime estudiaba Geografía y se adentraba en el oficio paterno comenzando desde abajo, como entrevistador. Antes que fraile ha sido cocinero.
Quedamos un día para tomar café en Madrid y lo que más me sorprendió de aquel tipo alto, enjuto y algo quijotesco fue la convicción con la que defiende sus razonamientos, sin ondulaciones especulativas. Respeta los datos, pero no se columpia con ello. Tiene una teoría general de España. Me dijo: «En este país se está configurando una gran zona de ruptura, desde la izquierda, pero también desde el centro y la derecha; desde la periferia, pero también desde el centro. Cada vez habrá más gente que se colocará enfrente del sistema, pidiendo cambios en profundidad. Por el momento no tienen ni un programa, ni un partido que los represente, incluso plantean cosas contradictorias, pero en esa plaza cada vez hay más gente. Mira cómo va creciendo el número de gente que no sabe lo que haría si hoy se convocasen elecciones. Puede llegar el momento en que los dos partidos principales no sumen el 50% de los votos y que la suma de los votos de «ruptura» sea mayor. Verás como en España pronto se empieza a hablar de la conveniencia de una gran coalición entre PP y PSOE».
Miquel añadió, además, el siguiente pronóstico: «UPyD difícilmente será el gran sintetizador de esta situación. Tiene un enfoque demasiado viejo de la política. Ha colocado el discurso sobre la unidad de España en el centro de su programa político y con sus reclamos para fortalecer el Estado central y debilitar las autonomías solo va a conseguir que en Madrid les aplaudan mucho y que en las distintas periferias se les observe con cierto recelo, ya no solo digo en Cataluña y el País Vasco. Se equivocan. Con ese discurso no obtendrán mucho más de un millón de votos en las próximas elecciones europeas». Diciembre de 2013.
Tomé nota de las palabras de Jaime Miquel. Las apunté en una libreta y al cabo de cinco meses pude comprobar que, efectivamente, UPyD apenas superaba el millón de votos en las elecciones al Parlamento Europeo que tuvieron lugar el día 25 de mayo de 2014. Concretamente, el partido magenta obtuvo 1.015.994 votos, el 6,5% de los sufragios emitidos. Cuatro eurodiputados. El partido que parecía destinado a representar una «tercera vía» entre PP y PSOE se veía súbitamente desbordado por una nueva agrupación electoral denominada Podemos que obtenía 1.245.948 votos (7,9%) y cinco eurodiputados. Al cabo de una semana, el rey Juan Carlos I anunciaba su abdicación y la situación política española entraba en una fase de agitación sin precedentes. Sin precedentes, efectivamente: sin la sombra amenazante de un golpe militar, sin terrorismo y sin violencia política en las calles. Por primera vez en su historia, España afrontaba una crisis de calado plenamente insertada en las coordenadas políticas y culturales de la democracia liberal europea.
Por pura casualidad, el día de la abdicación tuve la oportunidad de conocer, a través de otro amigo común, a Juan Carlos Monedero, uno de los promotores de ese ente llamado Podemos, del que tanto se hablaba aquellos días. Habíamos quedado para almorzar y Monedero, hombre con tendencia a la hiperactividad, llegó bastante agitado. No podía ser de otra manera, dada la noticia del día. «Nos están llamando de Izquierda Unida para que nos pronunciemos inmediatamente a favor de la Tercera República y no hay forma de hacerles entender que esto no es lo que hoy preocupa a la gente. La gente hoy quiere decidir, quiere retomar la democracia, no regresar a 1931». Volví a tomar nota. Y de nuevo pensé en uno de los comentarios de Jaime Miquel meses atrás, en una cafetería de la calle Príncipe de Vergara de Madrid: «Cuando me refiero a la zona de ruptura, no estoy hablando de derecha e izquierda; en la zona de ruptura hay gente de distintas tendencias y orientaciones que en un futuro pueden llegar a ser muy antagonistas, lo que les une es que han decidido ponerse “enfrente” del estado actual de las cosas para exigir cambios. Son muchos y diversos, pero su contingente principal es la nueva generación de españoles educada plenamente en democracia, liberada del recuerdo del autoritarismo y del reclamo sentimental de la Transición, gente que quiere una verdadera convergencia europea. Fíjate bien. Quieren más democracia, exigencia de responsabilidades, transparencia; son intransigentes ante la corrupción y diría que empiezan a detestar aquel cuadro de Goya en el museo del Prado en el que aparecen dos hombres enterrados hasta las rodillas, moliéndose a garrotazos».
Ha pasado un año desde la abdicación del rey Juan Carlos y parece que haya transcurrido una eternidad. Las recientes elecciones municipales y autonómicas han sido muy explícitas. Más de lo que muchos pensaban. De entre las personas que en España vieron venir la ola, Jaime Miquel merece una mención especial. La vio venir y le dio un nombre: zona de ruptura. Al escribir estas líneas recuerdo una de las escenas más inquietantes de la película Interestellar, estrenada hace unos meses. En busca de un nuevo hogar para los humanos, una nave espacial logra posarse en un planeta que parece cubierto por una tranquila y no muy profunda capa de agua. Al fondo se observa una silueta oscura que parece una cadena montañosa. Todo está en orden, todo está tranquilo, hasta que uno de los exploradores descubre que las montañas no son montañas y que una inmensa muralla de agua se les está acercando.
Una fenomenal ola de descontento está recorriendo España y parece ser más alta de lo que había previsto el discurso oficial. Jaime Miquel nos explica en este libro cuáles son las energías sociales que la han puesto en marcha, cuál es su velocidad de desplazamiento y la oportunidad de cambio positivo que significa para el país, si gente ágil y con mentalidad abierta sabe surfearla y reconducirla. El título del libro —cosecha Miquel— es de lo más sugerente que se ha escrito desde que el horizonte comenzó a moverse.
ENRIC JULIANA
Madrid, 2 de junio de 2015
Somos materia en transformación circunstancialmente consciente de estar viva e individuos de una especie que puebla uno de tantos planetas que viajan por el cosmos. En nuestra galaxia hay 200.000 millones de estrellas y en el resto del universo hay cientos de miles de millones de galaxias, con unos 60.000 millones de planetas cada una. La importancia de nuestra especie pensante es, por lo tanto, infinitesimal en el universo y nuestra dimensión individual es prescindible o irrelevante dentro de la evolución de nuestro mundo, aunque otorgamos importancia a nuestros actos, como por ejemplo la que le doy yo a la creación de este libro. Somos 7.100 millones de personas en este planeta y el conjunto de nuestras actividades altera los procesos de la naturaleza de tal modo que hemos impuesto en el plazo inmediato el ciclo geológico del homoceno, que es una consecuencia no deseada del crecimiento económico sostenido que aparentemente exige la subsistencia humana. La finitud geográfica de la Tierra desvela una realidad última a este individuo de especie pensante que nos enseña Kant: el planeta es el único lugar donde estuvimos, estamos y estaremos. Es nuestra casa, es de todos y eso impone un sentido último a la existencia humana que es necesariamente la solidaridad entre sus individuos. Aunque no deja de ser una obviedad, porque una especie no es otra cosa que un conjunto de individuos imperativamente solidarios, transportadores infinitesimales de materia genética hacia el futuro.
Estamos organizados en civilizaciones —algunas más arcaicas, otras más evolucionadas—, que apenas sabrán convivir en el mundo global del siglo XXI. La nuestra es la más avanzada o determinante para el progreso científico y técnico, ha definido lugares de encuentro entre las personas y lo que llamamos la ciudadanía, proporcionando derechos y seguridades a sus individuos que son inimaginables en otros lugares del planeta. Somos los occidentales de la Unión Europea, 500 millones de personas muy evolucionadas, seguras y ricas en términos globales que se declaran en crisis, lo que resulta inconcebible para un centroafricano. Es inconcebible se mire como se mire porque tenemos lo nuestro y además lo suyo; compramos sus tierras y los empleamos o los echamos; transformamos su sustento en beneficio para nuestra multinacional de agricultura extensiva y finalmente en aportaciones para nuestros sistemas de salud, educación, subsidios y pensiones. Nos declaramos en crisis cuando en más de medio mundo no llegan los antibióticos ni hay agua potable.
La globalización de los problemas es ineludible para este ciudadano occidental que prefiere mirar para otro lado mientras refuerza las vallas de Ceuta y Melilla; el europeo de la Unión no se quiere ver reflejado en el Mediterráneo de Lampedusa. La globalización es irritante y vergonzosa, porque nos obliga a enseñar nuestros valores más íntimos y a asumir el carácter egoísta e injusto de nuestra existencia occidental. Su fragilidad se advierte por al menos dos razones. Por un lado, el envejecimiento de una población autóctona europea que ya no asegura su reemplazo. Por otro, el desprestigio de las instituciones y el desgobierno en la gran región fronteriza del sur, donde los sistemas electorales han dejado de representar a las personas, y las sociedades se están desintegrando. La Unión Europea se defiende de lo que Fernando Vallespín llama los nuevos bárbaros, las hordas de desfavorecidos que llegan a sus fronteras para traspasarlas como puedan. La globalización invita a rectificar, pero el europeo occidental mira para otro lado porque la Unión se salva en último caso parapetada detrás del terciario, es decir, los Pirineos, los Alpes y los Cárpatos. Por el este, el paso lo bloquean los rusos con un Estado precámbrico.
En cuanto a nosotros, somos personas que vivimos en España, un Estado soberano del suroeste de la Unión Europea, una zona de mercado y una de las regiones más ricas del planeta. Tenemos una renta per cápita de más de 30.000 dólares y casi treinta veces más que en África central. Somos algo más de 42 millones de habitantes de nacionalidad española y alrededor de 5 millones de extranjeros. El primer grupo está distribuido en cuatro generaciones a las que he puesto nombre.
• Los niños de la guerra. Nacidos antes del año 1939, suman algo más de 4 millones de personas y todos han cumplido ya los setenta y siete años de edad.
• Los niños de la autarquía. Nacidos entre los años 1939 y 1958, los más jóvenes de entre ellos tienen ahora cincuenta y siete años y suman casi 9 millones de personas.
• Las dos generaciones anteriores dieron paso a una tercera: los reformistas. Nacidos entre los años 1959 y 1973, son más de 9,5 millones de personas.
• A la cuarta generación, la más joven, la he llamado los ciudadanos nuevos. Son casi 20 millones de personas nacidas después del año 1973; los mayores rondan los cuarenta años de edad y más de 12 millones de ellos están convocados a las urnas en 2015.
Las tres primeras generaciones son hijas de la España de la dictadura y han vivido alejadas del poder ininterrumpidamente desde el año 1939. La cuarta se desarrolla plenamente en la democracia, la Unión Europea, el euro y el mundo globalizado. Son los ciudadanos nuevos, usuarios plenos de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación que han socializado el conocimiento, lo que conocemos como la red.
España existe como Estado, administración o aparato burocrático, pero no como sociedad plenamente identificada con la nación española. La España entendida como una sola nación, tanto por Franco como por el pacto de 1978 nunca ha existido. La identidad española supone que todo el territorio del Estado está castellanizado y todo vestigio de otras culturas o identidades nacionales forma parte de la diversidad de esta única nación española, que es castellana. Esta identidad española está en crisis, porque omite el hecho de que las poblaciones autóctonas vasca y catalana se definen como otras identidades nacionales, y junto a la gallega suman unos 4 millones de personas.
La realidad plurinacional ha superado con creces el modelo territorial del Estado y no hay reciprocidad política ni convivencia entre las naciones. Además de esto, y después de un largo proceso de aprendizaje, las personas han asociado los grandes partidos políticos a la corrupción y a los poderes patrimoniales y financieros, los contratistas de lo público y los burócratas de las administraciones que autorizan los gastos y las inversiones. Una amalgama de intereses que denomino el bloque burocrático español. Es el mismo concepto que otros llaman la casta y es un poder autónomo, arbitrario y corrupto que engloba al representativo y que viene de la época de los castillos.
Aprendí la profesión de mi padre, Jorge Miquel Calatayud (Agres, 1931), creador de la empresa que inició las actividades de Gallup en España en 1969. Empleado de ICSA, una consultora de ingenieros catalanes, supo convencer a George Gallup para empezar a hacer encuestas en España. Así nació ICSA-Gallup, una empresa de capital catalán establecida en Madrid y gestionada por un valenciano que no estaba loco. España era un país de valores oficiales donde mandaba Franco (y además mucho) y donde la opinión de las personas no existía. Así que no es de extrañar que hasta el año 1977 detuvieran a los entrevistadores que iban por las casas haciendo preguntas de política.
De niño entendí que mi padre se dedicaba a averiguar lo que pensaba la gente. Más tarde supe que asesoró con sus encuestas al príncipe Juan Carlos en la etapa preconstitucional y luego desempeñó otros trabajos junto a su colaborador más íntimo y también maestro mío, Ricardo Romero, como los preparatorios del referendo sobre la Ley para la Reforma Política de 1976 y otros previos a la legalización del Partido Comunismomento justo, en un período de tiempo breve, y tenían que ser entendidas por todo el mundo como pasos firmes hacia la normalidad democrática. Ellos hicieron las primeras encuestas de intención de voto para los periódicos, así como otros estudios pioneros y preparatorios tanto para las elecciones constituyentes de 1977 como para otras posteriores y, en definitiva, trabajaron con éxito en aquel proceso de transformación de la naturaleza del Estado.
Transcurridos tantos años de democracia parlamentaria como de dictadura, el poder representativo está atravesando su crisis más profunda y la España institucional del siglo XX se ha hundido en el desprestigio más absoluto. «El problema son los burócratas», se afirmaba en la URSS de Gorbachov a finales de la década de 1980, cuando nadie había imaginado aún que aquel inconmensurable poder soviético no tardaría en formar parte del pasado. Y sucedió, casi de repente, glásnost. La URSS nos demostró hace tiempo que nada es para siempre por mucho que lo parezca. Esta enseñanza ahora es doblemente útil, porque ayuda a los españoles más antiguos a aflojar las tuercas del pensamiento político. La historia funciona muchas veces así: produce acontecimientos que son imposibles de imaginar por las personas y que no están en las agendas de los políticos, sucesos que inmediatamente adquieren lógica y explicación dentro del proceso histórico. Así había caído el muro de Berlín en noviembre de 1989, así estallaron las primaveras árabes en 2011 y así se sucedieron los acontecimientos en el Maidán de Kiev.
Podría decirse que el orden institucional está en peligro cuando el PSOE cuestiona el statu quo al plantear una reforma de la Constitución en un sentido federal. No es esto lo que quiere la mayoría de sus votantes ni hay más problemas territoriales que los planteados en el País Vasco y en Cataluña: las personas corrientes quieren que se resuelvan estas cuestiones específicas y no otras.
Este año caerá el PP en las urnas muy por debajo de su registro de 2011 y como consecuencia inmediata tendrá que pactar la legislatura con el PSOE. Ya no existen otras fórmulas para controlar y, en este caso, reformar el orden establecido en 1978, al tiempo que se cumple con los compromisos de Maastricht y Lisboa. Se agotó el tiempo para resolver los problemas, porque los doscientos escaños que se calcula que sumará el bipartidismo este año estarán respaldados en la calle por tres de cada diez electores: son pocos y de edad avanzada o representativos del pasado.
Estos tres de cada diez electores definen la estabilidad institucional en torno al PP y el PSOE. Hay otros dos que también la definen, aunque piden que se reforme en algún sentido la Constitución de 1978: son los votantes de IU o Ciudadanos, pero también los de Coalición Canaria o el Partido Regionalista de Cantabria. Otros tres no votan y dos lo harán reclamando un orden completamente nuevo o un Estado para su nación.
«Lo que sea España solo lo pueden decidir el conjunto de los españoles». Lo dijo Mariano Rajoy el 12 de julio de 2014 en la escuela de verano de su partido y tiene razón. Lo que conocemos como España será algo distinto a medio plazo y lo que sea se decidirá entre todos.
Faltaba un año para que la guerra terminase cuando Franco promulgó la Ley de la Administración Central del Estado. Esa fue la primera pieza de su nueva España. También eligió gobierno el 30 de enero de 1938 que se ocupó de implantar el Fuero del Trabajo, la primera de las leyes fundamentales del reino. Su preámbulo sería la carta fundacional del régimen.
Renovando la Tradición Católica, de justicia social y alto sentido humano que informó la legislación del Imperio, el Estado, Nacional en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y Sindicalista en cuanto representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista, emprende la tarea de realizar —con aire militar, constructivo y gravemente religioso— la Revolución que España tiene pendiente y que ha de devolver a los españoles, de una vez para siempre, la Patria, el Pan y la Justicia.
Este preámbulo del Fuero del Trabajo estableció un poder militar y católico que estaría destinado a restituir en la historia y en las personas el orgullo de una España uninacional, imperial y autosuficiente, con la pureza de unos valores patrios singulares o distintos del marxismo y del capitalismo. Esos valores han perdurado como idea central de la identidad española hasta el final del siglo XX y aún subsisten en las personas de mayor edad de nuestra sociedad, pero también en la forma en que ejerce el poder representativo la clase política convencional de nuestros días.
Franco no había inventado nada. En realidad, el ideólogo o el inspirador de aquella revolución era el falangista José Antonio Primo de Rivera, que expresaba así su esencia en el cine Madrid el 19 de mayo de 1935:
La propiedad feudal era mucho mejor que la propiedad capitalista y que los obreros están peor que los esclavos. La propiedad feudal imponía al señor —al tiempo que le daba derechos—una serie de cargas; tenía que atender la defensa y aun la manutención de sus súbditos.
Ese pensamiento es, al mismo tiempo y objetivamente, predemocrático y precapitalista. Casi un año más tarde, el 2 de febrero de 1936 decía lo siguiente en el cine Europa de Madrid:
¿Es que España y la civilización occidental son cosas tan frágiles que necesiten cada dos años el parche sucio de la papeleta del sufragio? Es ya mucha broma esta. Para salvar la continuidad de esta España melancólica, alicorta, triste, que cada dos años necesita un remedio de urgencia, que no cuenten con nosotros. Por eso estamos solos, porque vemos que hay que hacer otra España, una España que se escape de la tenaza entre el rencor y el miedo por la única escapada alta y decente, por arriba, y de ahí por dónde nuestro grito de «¡Arriba España!» resulta ahora más profético que nunca. Por arriba queremos que se escape una España que dé enteras, otra vez, a su pueblo las tres cosas que pregonamos en nuestro grito: la Patria, el Pan y la Justicia.
José Antonio se estaba quejando de la convocatoria electoral del 16 de febrero de 1936 que ganó el Frente Popular. No tardaría en venirse arriba con sus quejas y terminar llamando a la rebelión. En ese éxtasis, pronunció las tres necesidades que cierran la carta fundacional del régimen y preámbulo del Fuero del Trabajo del 9 de marzo de 1938: «la Patria, el Pan y la Justicia». La propuesta de Franco fue volver a la España imperial, autosuficiente, obligatoriamente castellana y unidad de destino en lo universal. En aquellos años, las ideas del Caudillo coincidían con las de Benito Mussolini y Adolf Hitler, con la diferencia de que el fascismo y el nacionalsocialismo lideraron a las masas en Italia y en Alemania (ellos sabrán cómo encaja eso en su historia), mientras que el nacionalcatolicismo se había instalado en España a cañonazos. Era una diferencia sustancial que se reflejaba en la Ley de Responsabilidades Políticas, promulgada el 9 de febrero de 1939 que formalizó el sometimiento de la sociedad civil al nuevo orden castrense y gravemente religioso.
Artículo 1.º Se declara la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde primero de octubre de mil novecientos treinta y cuatro y antes de dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España y de aquellas otras que, a partir de la segunda de dichas fechas, se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave.
El siguiente artículo de esta ley perseguía expresamente a las organizaciones políticas del Frente Popular y otras que concurrieron en las elecciones generales del año 1936.
Artículo 2.º Como consecuencia de la anterior declaración y ratificándose lo dispuesto en el artículo 1.º del Decreto número ciento ocho, de fecha trece de septiembre de mil novecientos treinta y seis, quedan fuera de la Ley todos los partidos y agrupaciones políticas y sociales que, desde la convocatoria de las elecciones celebradas en dieciséis de febrero de mil novecientos treinta y seis, han integrado el llamado Frente Popular, así como los partidos y agrupaciones aliados y adheridos a este por el solo hecho de serlo, las organizaciones separatistas y todas aquellas que se hayan opuesto al triunfo del Movimiento Nacional.
Aquello significaba la persecución hasta la eliminación total de cualquier oposición a la dictadura y de cualquier pensamiento distinto del nuevo Movimiento Nacional. España era uninacional y los nacionalistas vascos y catalanes habían dejado de existir. Entre 1937 y el día 1 de abril de 1939, había emigrado de España una cifra incierta de personas que podría rondar el medio millón. Los menos se tiraron al monte y otros se escondieron.
Al terminar la guerra en 1939, los recursos demográficos eran escasos, la natalidad se había interrumpido y los muertos de la contienda junto a los emigrados en edad de procrear habían dejado un vacío demográfico indirecto insalvable: el de los nacimientos imposibles por no existir padres. Eran 26 millones de personas cuando la dictadura establecida en España inició un camino autárquico y ajeno a la legalidad internacional, con políticas poblacionales estrictas que obstaculizaron la emigración al exterior hasta 1946.
Durante los primeros años de la dictadura fueron encarceladas y fusiladas miles de personas en España. Entre ellos, estaba el presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluís Companys, que fue capturado por los nazis en Francia, entregado a la policía española y fusilado el 15 de octubre de 1940. En el mes de diciembre de 1946 la Asamblea General de la ONU se pronunció en contra de la admisión de España por su alineación profascista durante la guerra. Alemania había perdido la suya y Franco se había quedado aislado del mundo con su nacionalcatolicismo. Un nacionalcatolicismo, por cierto, que no debía ser muy católico porque tuvieron que pasar catorce años para que el Vaticano reconociera la España de Franco. Lo hizo con poco entusiasmo y por razones geopolíticas en 1953 junto al acuerdo que permitiría la presencia militar de Estados Unidos en territorio español y algunos créditos estadounidenses; el régimen franquista estaba consolidado y, como tal, era un aliado frente a la URSS.
La autosuficiencia económica pretendida por Franco había fracasado con anterioridad al ingreso de España en la ONU en el año 1955. Por entonces, España y Portugal eran los países más pobres de Europa, por lo que el objetivo de la autarquía y la organización de la sociedad bajo la dirección del Estado y de la Iglesia habían fracasado. El régimen se resistía a cambiar una legislación donde la nacionalidad española tenía que ser mayoritaria en la propiedad y el control de las empresas y los capitales para declararse finalmente la bancarrota de las cuentas públicas en 1958. La población, menos de 32 millones de personas, sufría la miseria en un país que no podía progresar, aislado del mundo por mucho palmarés imperial que exhibiera.
Estos ciudadanos más viejos evolucionaron en unas condiciones de precariedad extrema, vivieron la persecución y el aislamiento internacional para forjar hábitos y valores distintos y propios de la austeridad o muy materialistas. La España uninacional, católica y precapitalista de Franco seguía sin pintar nada en el concierto internacional, pero su dictadura había creado una sociedad temerosa, alejada del poder, sumisa y clientelar, características que han perdurado en el tiempo hasta nuestros días.
El plan de estabilización de 1959 significó la entrada de capital y el know-how extranjeros iniciándose lo que conocemos como el desarrollismo de los sesenta. En paralelo, la sociedad tomaba contacto con el exterior mediante la emigración y la llegada de turistas a España. El éxito de la economía española durante la década de 1960 consolidó la aceptación del régimen por parte de la mayoría social, ya que las personas pudieron satisfacer sus necesidades materiales más básicas. El desarrollismo de los sesenta no fue más que la normalización o internacionalización de la economía española que siguió al cambio de la legislación. No se produjo más milagro que la claudicación de los planteamientos autárquicos del régimen o, dicho de otro modo, el final del anticapitalismo de Franco. De todos modos, el dictador había vendido lo principal de su ideología.
Aquella convención mediante la cual las potencias occidentales reconocieron la dictadura de Franco demostró a las personas lo que era la legalidad internacional. Las potencias occidentales dejaron España en manos de un dictador por razones geopolíticas, lo cual decepcionó profundamente a muchos de los contrarios más veteranos. La aceptación internacional de esta realidad española generó el vocablo dictablanda, que se empleaba para justificar esta segunda etapa del franquismo y diferenciarla de la primera, a pesar de que todo el mundo sabe que hasta el rabo todo es toro. Sin embargo, la gente corriente necesita un mundo en el que poder vivir, desarrollarse, sonreír, creer, querer, en el que poder ser. En eso se convirtió la vida cotidiana; en eso consistió la aceptación de lo que había y lo que tenía que venir.
Durante esa década se produjo el baby boom —la cohorte más numerosa de la historia de la demografía española—, la economía creció y con ella el tamaño de las familias. La emigración del campo a la ciudad creó nuevas clases urbanas de origen rural que ocuparon espacios segregados en las ciudades, barrios obreros que había que construir para los nuevos trabajadores industriales y de servicios. En la sociedad se buscaba la normalidad como meta, una normalidad que marcaban los alemanes o los franceses que nos visitaban: queríamos ser europeos.
Los cambios se sucedían rápidamente. En 1970 la población era de 34 millones de personas de las que el 63% no habían cumplido aún los cuarenta y dos años y en España no había extranjeros. Un poco antes, en 1968, apareció ETA, que mató y avivó el recuerdo de la guerra. Ese mismo año Adolfo Suárez González fue nombrado gobernador civil de Segovia. El 22 de julio de 1969 Franco formalizó su sucesión en quien fue el rey Juan Carlos. Un día antes, el hombre había pisado la Luna, algo que no parece casual y en ese caso fue excéntrico. Al día siguiente estalló el caso Matesa, el primer gran escándalo de corrupción política en España con tres ministros implicados e indultados por Franco. Esta cultura política del amo y su favor, de origen feudal, la mantuvo viva Franco y perdura hasta nuestros días. La trama del caso Matesa se urdió con fondos del Banco de Crédito Industrial para la instalación de maquinaria textil que se exportaba pero no se vendía, por lo que no se instalaba. El empresario Juan Vilá Reyes fue condenado a más de doscientos años de cárcel y casi 10.000 millones de pesetas en indemnizaciones. Fue indultado por el rey Juan Carlos en el año 1975.
En 1970 se celebró el llamado Proceso de Burgos, un juicio sumarísimo contra dieciséis miembros de ETA, con varias condenas a muerte que no terminaron en fusilamientos por una protesta interna que incluía a la Iglesia y por la presión internacional. Casi cuatro mil personas fueron detenidas por aquella policía de Franco en el País Vasco durante los dos años anteriores para conseguir detener a los dieciséis encausados: vivíamos en una dictadura.
El 20 de diciembre de 1973 ETA mató al presidente del gobierno Luis Carrero Blanco. Al año siguiente, se produjo la Revolución de los Claveles en Portugal, que vivimos en España como algo imposible por la naturaleza de nuestro ejército. Ese mismo año estalló el caso Sofico, una estafa inmobiliaria de envergadura que fue uno de los mayores escándalos económicos de la dictadura. En 1975 la justicia castrense condenó a muerte y ejecutó a cinco personas. Franco, anciano, murió pocos meses después. Llegaba el final del período de la historia que conocemos como franquismo, cuarenta años que determinaron las vivencias de tres de nuestras cuatro generaciones actuales.
Al finalizar los cuarenta años de franquismo, la sociedad no era más uniforme que al concluir la guerra en 1939. Un joven combatiente de veinticinco años en 1937 estaba vivo y había cumplido sesenta y tres años en 1975. En España había quienes deseaban la continuidad del régimen pero eran cada vez menos. Los nacionalistas vascos y catalanes no habían dejado de existir, lo mismo que los comunistas, los socialistas o muchos de los que habían perdido la guerra (que en el fondo fuimos todos), y otros que fueron perseguidos durante la dictadura. En ese momento había tantos franquistas como antifranquistas. La gente aún llenaba la plaza de Oriente, pero muchas personas dejaron de ir a misa de un domingo para otro. La mayoría social no quería ser de derechas ni de izquierdas, o al menos no quería asumir protagonismo alguno. El recuerdo de la guerra estaba vivo y la sociedad temía a la policía y a los militares.
Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea.
Esas eran las palabras que le dedicaba a Franco el príncipe Juan Carlos de Borbón en el acto de su proclamación como rey de España el 22 de noviembre de 1975. Ambas afirmaciones son ciertas. En tanto que militar golpista, Franco debe ser uno de los grandes y desde luego su figura explica la clave de la vida política contemporánea de nuestras tres generaciones de más edad, que es la cultura de la confrontación para la imposición como el fundamento de la acción política en lugar de la negociación para el perfeccionamiento del acuerdo. Se trata de un problema cultural o un problema de todos, pero está localizado en las tres generaciones mencionadas.
Por entonces, la mayoría antepuso un principio colectivo de paz social al establecimiento inmediato de las libertades democráticas. Esto determinó el desenlace del debate de la época: se llamó reforma. En 1975, se mostraron pactistas los nacionalistas catalanes, los vascos y los principales partidos políticos de la oposición al régimen, como el PSOE de Felipe González, el PCE de Santiago Carrillo y el PSP de Enrique Tierno Galván. La sociedad había vivido alejada del poder, no tenía cultura democrática y era temerosa.
Las élites pactaron una reforma, con la cual se inició lo que conocemos como Transición, un proceso vertiginoso de transformación de la naturaleza del Estado que se inicia en 1976 con el referendo sobre la Ley para la Reforma Política, continúa con una Ley de Amnistía, la legalización de los partidos políticos, la celebración de elecciones constituyentes en 1977 y el establecimiento de la Constitución de 1978. En 1979 se inició la descentralización administrativa. En mayo de 1980 el PSOE rompió el consenso constituyente mediante una moción de censura al presidente Suárez, que dimitió en enero de 1981. El respaldo social a la monarquía se consolidó ese mismo año tras el intento de golpe de Estado del 23-F. En octubre de ese año se iniciaba el proceso de adhesión de España a la OTAN y al año siguiente ganó las elecciones un partido de la oposición al régimen: el PSOE. En 1983 se completó el modelo territorial y en 1986 se ratificó mediante referendo el compromiso Atlántico adquirido cinco años antes. Ese mismo año, España ingresó en la Comunidad Europea. Pudo hacerlo en 1981 pero se encontró con el veto francés.
Colectivamente nos mostrábamos temerosos y sumisos, o vivíamos alejados del poder. La Transición fue un asunto de los políticos, como habían sido siempre estas cosas en España. El franquismo nos había transformado esencialmente en idiotas respecto de lo público; por eso la cultura política de la burocracia española siguió siendo predemocrática y la cultura económica de los poderes patrimoniales y financieros, precapitalista. El orden establecido en 1978 no era una fórmula o un aparato. Lo que no supimos entender los más veteranos era que había que desarrollar estos cambios profundos también en nuestra forma de pensar y de ser, porque había que empezar el trabajo cotidiano en lo que es de todos. No lo hicimos, lo dejamos todo en manos de los partidos políticos suponiendo que se encargarían de todo con eficacia, lealtad y autocontrol en la administración de los recursos públicos. Vivíamos alejados del poder quizá porque estábamos acostumbrados a ser dirigidos. No supimos plantearnos colectivamente que teníamos que construirnos individualmente en una nueva cultura donde la persona corriente es dueño de lo público y ejerce este poder a través de las instituciones.
A finales de 1975, el 86% de los entrevistados por Gallup en España apoyaba la sucesión prevista, que concentraba el poder político en un rey, que era aprobado por el 54% de la población. Por aquellas fechas la monarquía era un hecho aceptado para el 40%, mientras que un 38% consideraba que debía ser sometida a referendo y un 22% no informaba sobre este asunto. El 61% estaba conforme con el cese del presidente Carlos Arias Navarro, algo que resultaba inaceptable para otro 15%; estos porcentajes daban una dimensión tranquilizadora al problema.
El 32% de los encuestados reaccionó positivamente al nombramiento de Adolfo Suárez y el 43% se manifestaba a favor de una gran reforma política, aunque estaban divididos entre los que pedían una nueva constitución y los que preferían la modificación gradual de la legislación vigente. El 23% temía cualquier cambio brusco o necesitaba una evolución muy controlada de las cosas.
En julio de 1976, un 67% respaldaba la amnistía política y el 61% pedía la legalización de los partidos políticos, aunque solo el 30% incluía en esa legalización al Partido Comunista, mientras que un 40% no opinaba, así que no se podía avanzar mucho. Un poco más tarde, en octubre de 1976 la aprobación del presidente Suárez era del 58%. Fuera uno u otro el camino legal preferido, la mayoría de las personas coincidía en un lugar común que fue la certidumbre más sólida de todo aquel proceso: el 85% de los entrevistados por Gallup quería el sufragio universal. Tras someterse a referendo la Ley para la Reforma Política el 15 de diciembre de 1976, la popularidad de Adolfo Suárez subió hasta el 74% de aprobación en febrero de 1977. En ese mes, los partidarios de la legalización del PCE eran el 43%, el doble que los detractores. Fue entonces cuando España estableció relaciones diplomáticas con la URSS. Queríamos un Estado como el de los franceses o los alemanes, una democracia europea occidental; queríamos ser iguales, nada de distintos. El PCE fue legalizado en abril y el 15 de mayo la popularidad del presidente Suárez alcanzó el máximo histórico del 79% de aprobación en las encuestas de Gallup.
Por su parte, la popularidad del rey Juan Carlos subió hasta el 83% de aprobación, aunque la mitad de los encuestados opinaba que la monarquía tenía que ser sometida a referendo. Pasadas cuatro décadas y dos reyes, los datos son los mismos.
La Transición política española fue un proceso de transformación legal pactado entre élites desconectadas de la mayoría social. No fue el producto de la presión de la sociedad, sino una expresión de los lugares de encuentro entre los poderes predemocráticos y los partidos de vanguardia, que también pertenecían a las élites. No existía más cultura democrática que la de los implicados en la transformación de la naturaleza del Estado, que eran los sindicatos clandestinos, los militantes de los partidos políticos de la oposición al régimen y un buen número de asociaciones de vecinos independientes, además de los curas de algunas parroquias de barrios obreros. Nada más.
Nos convocaron un día del año 1977 a votar a los partidos políticos y lo hicimos con la misma incultura democrática que nos caracterizaba dos años antes, cuando el príncipe Juan Carlos juró las leyes fundamentales del reino en el acto de su proclamación como rey de España. Nos limitábamos a votar lo que nos ponían delante y nada más porque éramos una sociedad acostumbrada a ser dirigida.
En vísperas de las elecciones constituyentes de 1977 el 17% de los futuros electores se autodefinían marxistas, el 16% socialdemócratas, democratacristianos el 7%, franquistas evolucionistas el 10% y el 6% involucionistas; de los demás no se sabía gran cosa. Esta clase de números determinó la definición del lugar electoral que debía ocupar el régimen reformista para dirigirse a un votante mayoritario que no entendía de política pero no quería ser ni de derechas ni de izquierdas. Ese sitio era el centro. Así se llamó y fue un acierto en términos de mercado. Esa etiqueta era exclusiva de Adolfo Suárez, la Unión de Centro Democrático (UCD) y el Centro Democrático y Social (CDS).
Alianza Popular reunió una porción decisiva del electorado franquista de dudosas intenciones respecto del proceso democrático y esto redujo el involucionismo al 6%. La resistencia social a las reformas era finalmente residual. En aquellos tiempos las organizaciones revolucionarias eran muchas. El comunista Enrique Líster fundó el Partido Comunista Obrero Español (PCOE); la sección internacionalista del Partido Comunista de España (PCE) pasó a llamarse Partido de los Trabajadores de España (PTE); estaban el Movimiento Comunista, la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), que eran maoístas, los trotskistas de la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), la Organización de Izquierda Comunista (OIC) y el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), y también Acción Comunista y algunas otras. Fueron organizaciones muy activas en la clandestinidad, pero su legalización las transformó en partidos parlamentarios («burgueses»), que concurrieron a las elecciones constituyentes de 1977. Como no obtuvieron representación, en la mayoría de los casos se preguntaron «¿y ahora qué?», y acabaron disolviéndose.
La primera expresión de la nueva democracia española fue pluripartidista. La UCD de Adolfo Suárez ganó las elecciones de 1977 con ciento sesenta y seis escaños. El PSOE de Felipe González consiguió ciento dieciocho imponiéndose al Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván que se quedó en seis a pesar de haber reunido más de ochocientos mil votos. Alianza Popular sumó 1,5 millones de votos y dieciséis escaños. Completó la representación de los partidos que concurrían en el ámbito estatal el PCE de Santiago Carrillo, con diecinueve diputados. Los nacionalistas catalanes sumaron catorce escaños, los vascos nueve y otros partidos dos. Sumando las listas socialistas del PSOE y del PSP se completó una Cámara (166-124-19-16-14-9-2) que no fue muy diferente de la que proporcionó la convocatoria plebiscitaria de 1979 (168-121-23-10-9-11-8).
Este ciclo constituyente finalizó precipitadamente en el mes de mayo de 1980 cuando el PSOE planteó una moción de censura al presidente Adolfo Suárez que liquidó las posiciones consensuadas de la Transición política española. Desde esa fecha, ganaba el PSOE y la acción política se basó en la confrontación para la imposición de las políticas que se debían seguir, característica del pensamiento político posfranquista que perdura en la clase política española. La democracia no es lo que nos enseñan.
Pienso que las medallas de la Transición política —si es que tiene que haberlas— están muy injustamente repartidas. El consenso no fue obra de Adolfo Suárez, sino de las personas corrientes. Juan Carlos de Borbón y Adolfo Suárez fueron los protagonistas del finiquito de las leyes fundamentales del reino o del ordenamiento jurídico de Franco. El primero abjurando la lealtad manifestada a esas leyes en su proclamación del 22 de noviembre de 1975; el segundo fue el actor principal pero pudo haber sido cualquier otra persona, simplemente tenía la edad y daba el perfil político que se necesitaba para llevar adelante la Transición. Adolfo Suárez era un político franquista, lo que en aquellos tiempos era exactamente lo contrario que ser un demócrata. Por ahí hay que empezar. Además, en España, el apellido Suárez pertenecía a Luis en el mundo del fútbol y a Fernando en la política, ya que este fue el último ministro de Trabajo nombrado por Franco y un personaje popular del régimen. Nadie sabía quién era Adolfo Suárez, que tampoco había hecho ningún mérito especial para protagonizar un proceso que no podía imaginar porque la música que amansaba a las fieras cuando fue elegido presidente era la evolución de las leyes fundamentales del reino.
Quien interpretaba esa música era Manuel Fraga Iribarne, que fue desde mi punto de vista uno de los artífices principales de la Transición. Fraga fue el promotor de la Ley de Prensa de 1966 durante su etapa de ministro de Información y Turismo, fue cesado después del caso Matesa en 1969 y desterrado por Franco a Londres en 1973 porque era incómodo por aperturista. Fraga regresó para coleccionar a los políticos del búnker y llevarlos a la democracia. Ni más ni menos. Terminó con la parte del régimen que se resistía a una evolución rápida de las cosas y redujo el involucionismo a la nada con el señuelo de la evolución de las leyes fundamentales del reino. Esto son hechos y esa es su aportación histórica, aunque de estas cosas no se habla, y por eso se le recuerda entre los nacionalistas y en la vieja izquierda por su etapa como ministro de Gobernación en el primer gobierno del rey aún franquista que presidió Arias Navarro entre los años 1975 y 1976. La policía mató a personas en Vitoria y la ultraderecha en Montejurra. Fraga también fue un político del régimen cuando otros eran demócratas.
El otro artífice principal de la Transición política a mi entender fue Santiago Carrillo. Los comunistas y los socialistas más viejos eran republicanos y aquello tampoco tenía buena pinta en 1976 para una parte más joven de la sociedad, que era más crítica, quería una evolución inmediata de las cosas y, desde luego, sin rey. Carrillo supo explicar con éxito a muchas de estas personas y a los viejos republicanos las razones que aconsejaban aceptar la nueva monarquía democrática; los condujo razonadamente a las urnas. Digamos que lo fácil era lo del centro y lo complicado de verdad lo de los extremos, aunque también es cierto que en términos cuantitativos lo central era abrumadoramente mayoritario.
Y, por último, están los nacionalistas. El independentista canario Antonio Cubillo trató de plantear en la ONU la africanidad del archipiélago canario, un hecho geográfico incuestionable aunque no tanto la demanda social de su descolonización por parte de España. Con independencia o no de su razonabilidad, Antonio Cubillo sufrió un atentado en Argel el 5 de abril de 1978 a manos de los servicios secretos españoles, según sentenció la Audiencia Nacional el 21 de octubre de 2003. No voy a dar unos datos que están en la red. No solo porque ilustra que no todo fueron acuerdos y facilidades, sino también porque esa entrevista pudo cambiar el rumbo de los acontecimientos, puesto que indicaría un camino cierto y directo a las mayorías sociales vasca y catalana, que fueron, desde mi punto de vista, los terceros protagonistas principales de la Transición intentando autogobernarse dentro de España.
La moción de censura al presidente Suárez en mayo de 1980 finiquitó el consenso político cuando la Transición no estaba ni mucho menos terminada, como demostró el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, que se presentó en las agendas de los políticos como el Maidán en Kiev. Pensar otra cosa me parece un disparate. El rey Juan Carlos no intentó sino alcanzar el formato institucional propio de una democracia europea occidental cuando los militares golpistas pretendieron de verdad restablecer la dictadura. A toro pasado se puede pensar que si no se hubiera producido, se tendría que haber inventado, porque los acontecimientos posteriores consolidaron una monarquía que era cuestionada por cuatro de cada diez electores y esa cifra quedó reducida a la mitad. Se trataba precisamente de lo contrario, que era normalizar la situación de una sociedad de consumo de masas llamada a formar parte del Mercado Común.
Franco había muerto en 1975. Pasaron dos años hasta las elecciones y otro más para tener una Constitución. Después de casi seis años seguían en el poder muchos políticos que, aunque reformistas, eran los de Franco, como el mismísimo Adolfo Suárez. El producto de la Transición no podía ser otro que derrotarles en las urnas y así sucedió en octubre de 1982.
Me estrené en mi profesión como técnico de estudios con una serie de seis sondeos preelectorales para UCD, que era el partido del gobierno en la campaña de 1982. Su electorado mayoritario de 1979 quedaría reducido a 1,4 millones de votos y once escaños, mientras que el CDS del expresidente Adolfo Suárez se hizo con seiscientos mil votos y dos escaños: ambas formaciones fueron laminadas por la legislación electoral. Un tercio de los votantes de UCD había elegido la coalición de AP con el Partido Demócrata Popular (PDP) de Óscar Alzaga, mientras que otro tercio se había incorporado al PSOE. Dotados de la nueva legalidad democrática, las elecciones de 1982 solo las podía ganar el PSOE. En ellas, aplastó a sus rivales con doscientos dos escaños. La popularidad del presidente Felipe González era del 62% de aprobación por tan solo un 13% de desaprobación cuando llegó a La Moncloa. Esas elecciones las tenían los socialistas más que ganadas sin referendo atlántico, pero lo comprometieron. Además de esto prometieron la creación de ochocientos mil puestos de trabajo, que entonces era una cifra enorme, y años más tarde se convirtió en el primer hito del desprestigio de la joven democracia española: el de la promesa electoral incumplida.
Pero lo importante por revelador fue el tercer eje de los socialistas en aquella campaña de 1982. Comprometieron lo que se llamó entonces la moralización de la administración pública, que es la regeneración democrática de ahora. El problema estaba ahí y ahí sigue: la burocracia española es un poder autónomo y arbitrario que engloba al representativo y existe desde siempre.
Durante esa legislatura aún se producirían más desengaños. En 1984 ocurrió el primer escándalo de financiación ilegal de un partido: el PSOE. Un diputado del SPD alemán, Peter Struck, declaró haber entregado un millón de marcos personalmente a Felipe González. Era un donativo procedente de la trama de financiación ilegal de los socialistas alemanes, que tenía su origen en los sobornos políticos de Friedrich Karl Flick, un poderoso empresario alemán. El conocido como caso Flick le descubrió a los electores que las grandes fortunas y las empresas financian a los partidos políticos a cambio de ventajas de algún tipo. Compran a los representantes. González afirmó no haber recibido dinero «ni de Flick ni de Flock», pero el escándalo fue considerable.
En 1985 apareció en Gallup un cliente para encargar una encuesta mensual. Aquel contrato acabaría prolongándose durante casi dos años. Mi trabajo se limitaba a traducir las preguntas y trasladar el encargo a la red de campo y las especificaciones al centro de cálculo para devolver una cinta con los datos. Entre los años 1985 y 1986 asistí al proceso de creación de la pregunta del referendo sobre la OTAN de este cliente, uno de tantos que debieron de intervenir en ese asunto. Cuando reemplazaron «OTAN» por «Alianza Atlántica» el voto favorable al sí mejoró diez puntos, pero seguía ganando el no. Muchos lectores recordarán que finalmente no se votó sobre la OTAN, porque lo que se llevó a referendo fue la política de seguridad exterior del gobierno, un decálogo que se resumía en tres propuestas: desaparecían las bases norteamericanas, se prohibía el tránsito de material nuclear por nuestro territorio y permaneceríamos en la Alianza Atlántica, aunque sin integrarnos en su estructura militar. El referendo atlántico de 1986 jamás lo habría ganado el gobierno sin hacer encuestas porque nadie habría encontrado esta fórmula.
Hicimos otros trabajos para la prensa a propósito del referendo. Para acertar con la estimación había que resolver una cuestión técnica que se resumía en un fenómeno de ocultación del voto en sentido contrario. Había un número significativo de entrevistados que verbalizaban su voto negativo a la permanencia de España en la OTAN, pero introducían la papeleta del sí en un procedimiento técnico paralelo que llamábamos de urna simulada. Digamos que las encuestas que no se publicaron fueron decisivas para dar con la formulación de la pregunta deseada y se convocó el referendo cuando creyeron tenerla. El 12 de marzo de 1986 ganó el sí buscado por el gobierno con el 52,5% de los votos.
Aquella interpretación del referendo era propia del PCUS o de Francisco Franco. No se trataba de que los ciudadanos expresaran su posición sobre la materia atlántica, sino que el referendo solo se planteó cuando hubo posibilidades de ganarlo. En España es el gobierno quien promueve los referendos y solo lo hace para ganarlos, lo que no es democracia directa. Los canarios, por ejemplo, no pueden opinar sobre el negocio del petróleo que quieren instalar en sus islas porque el gobierno prefiere no saberlo. Por eso está prohibido que alguien lo pregunte. Esta interpretación predemocrática de la política nos la enseñó Felipe González, y este pensamiento no es de derechas ni de izquierdas, sino español posfranquista o representativo del «porque aquí mando yo». El PSOE de Felipe González quiso configurar el resultado ganador en el referendo de la OTAN retorciendo la voluntad de las personas con una actitud totalitaria y tramposa.
La postura del PSOE en el asunto del referendo no fue la única destacable. El problema planteado en España con respecto a la Alianza Atlántica era muy grave y los aliados esperaban la colaboración de todos los partidos. Sin embargo, como Fraga podía derribar al gobierno si perdía el referendo, hizo una campaña implícita contraria al sí que se solapó con el silencio sepulcral de Adolfo Suárez. La derecha española exhibió un sentido de Estado y del interés general muy particular e inesperado, puesto que priorizó la conquista del poder parlamentario a la solución del conflicto atlántico. Y esto se anotó.
A pesar de todo, el poder del PSOE seguía siendo firme. Repitió mayoría absoluta en julio de 1986 con ciento ochenta y cuatro escaños, que eran menos que en la anterior legislatura pero aún eran muchos, mientras que la Coalición Popular liderada por Fraga consiguió ciento cinco escaños y el CDS de Adolfo Suárez dimensionó su espacio electoral quedándose por debajo del umbral de los 2 millones de votos y diecinueve escaños.
No parecía que en general la ética del poder fuera a mejor. Por ejemplo, en el mismo año de las elecciones estalló el caso KIO, otro escándalo financiero con suspensiones de pagos y condenas a empresarios. Otro detalle ilustrativo de esta ética se vio en abril de 1988, cuando el entonces vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra, se encontró atrapado en un atasco volviendo por carretera de Portugal. Primero intentó colarse pero la gente lo increpó y se dio la vuelta. Mandó que le enviaran un Mystère, un avión militar, al aeropuerto portugués de Faro para recogerlo y llevarlo a Sevilla. Todo el episodio ejemplifica la didáctica del «puto amo» consustancial a esa clase política española posfranquista que ahora desprecia la mayoría social.
Naturalmente, aún se destaparían cosas mucho peores. En 1989 nos encontramos con el caso Juan Guerra. El hermano del vicepresidente ocupaba un despacho en la delegación del gobierno de Andalucía en el que se dedicaba a sus actividades empresariales privadas. Se trataba de un caso claro de nepotismo que entrañaba un delito fiscal por el que Juan Guerra fue condenado años después. Alfonso Guerra llegó a ser desaprobado por siete de cada diez personas, un dato masivo que es una señal previa antes de desaparecer de la forma en que en general lo hacen. Guerra dañó irreparablemente la imagen del político antifranquista español en una sociedad que ya se encaminaba a lo que luego se llamó el desencanto, que en realidad no fue otra cosa que mansedumbre.
Aun así, en 1989 se celebraron elecciones generales y volvió a ganar el PSOE con ciento setenta y cinco escaños por ciento siete del PP. Felipe González gobernaba la España de los fondos estructurales, las autovías, el AVE y los Juegos Olímpicos de Barcelona. Por su parte, la derecha española de ámbito estatal no era la única opción de voto, ya que en las elecciones autonómicas de 1983, 1987 y 1991 concurrieron un buen número de partidos políticos regionales como Unió Valenciana, el Partido Andalucista, el Partido Aragonés Regionalista, Extremadura Unida, Unió Mallorquina, Coalición Galega, etc. Así era y es España, muy dispersa en lo territorial. Algunas de estas fuerzas políticas aún perduran en sus territorios, mientras que otras desaparecieron engullidas por el bipartidismo, que se convirtió en el tercer ciclo del comportamiento electoral.
Tras diez años en el gobierno del PSOE el elector medio había aprendido lo que era una promesa electoral incumplida, un referendo absolutista, el abuso de poder y el nepotismo, además de descubrir también las cloacas del Estado. Desde el caso Lasa y Zabala en 1983 hasta el number one de Txiki Benegas en 1991 habían pasado ocho años en los que se había intentado matar a etarras, o al menos eso parecía. En 1992, saltaron los casos de los fondos reservados y de los GAL que le enseñaron al elector dos cosas más: por un lado, que los políticos disponían de un dinero que no tenían que justificar porque se gastaba en actividades inconfesables y, por otro, que algunos se lucraban con esos fondos. Por si eso fuera poco, se confirmó que las campañas electorales de los partidos políticos se financiaban ilegalmente. Estábamos en los prolegómenos del caso Filesa, la primera trama de envergadura que organizaba un partido político (el PSOE) para afrontar sus gastos electorales (las elecciones generales de 1989).