La primera vuelta al mundo de Elcano y Magallanes - Antonio Pigafetta - E-Book

La primera vuelta al mundo de Elcano y Magallanes E-Book

Antonio Pigafetta

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Beschreibung

La Primera Vuelta al Mundo de Elcano y Magallanes" es un relato épico que nos sumerge en una de las aventuras más audaces e impactantes de la historia. Es la crónica detallada de una hazaña sin parangón, en la cual el coraje, la determinación y la innovación superaron todos los límites. Siguiendo los pasos valientes de Juan Sebastián Elcano y Fernando de Magallanes, nos embarcamos en un viaje inolvidable que cambió para siempre nuestra percepción del globo terráqueo.

Este libro nos invita a recorrer océanos desconocidos y tierras lejanas, y a sentir la emoción y la incertidumbre que acompañaron cada milla de esta travesía histórica. A través de las páginas, vivimos los desafíos, las luchas y las triunfantes victorias de un grupo de hombres intrépidos que desafiaron las adversidades y abrazaron la determinación de descubrir lo desconocido. Es un recordatorio inspirador de que incluso en medio de la incertidumbre, el espíritu humano puede alcanzar metas aparentemente imposibles y abrir nuevos caminos en la historia.

Cada página de "La Primera Vuelta al Mundo de Elcano y Magallanes" es un portal al pasado, donde el coraje y la curiosidad forjaron un legado perdurable. Es una celebración de la audacia y la perseverancia humanas que nos lleva a reflexionar sobre nuestro potencial ilimitado para conquistar lo inexplorado. Esta obra maestra literaria nos invita a embarcarnos en esta increíble odisea, a sentir la brisa marina y a maravillarnos ante el valor que nos impulsó a trascender los límites del mundo conocido.

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Cervantes Digital

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ISBN: 978-1-312-11325-1

LIBRO I

 

PARTIDA DE SEVILLA HASTA LA DESEMBOCADURA DEL ESTRECHODE MAGALLANES

El capitán general Fernando de Magallanes había resuelto emprender un largo viaje por el Océano, donde los vientos soplan con furor y donde las tempestades son muy frecuentes. Había resuelto también abrirse un camino que ningún navegante había conocido hasta entonces; pero se guardó bien de dar a conocer este atrevido proyecto temiendo que se procurase disuadirle en vista de los peligros que había de correr, y que le desanimasen las tripulaciones. A los peligros naturalmente inherentes a esta empresa, se unía aún una desventaja para él, y era que los comandantes de las otras cuatro naves, que debían hallarse bajo su mando, eran sus enemigos, por la sencilla razón de que eran españoles y Magallanes portugués.

Antes de partir dictó algunos reglamentos, tanto para las señales como para la disciplina. Para que la escuadra marchase siempre en conserva, fijó para los pilotos y los maestres las reglas siguientes. Su nave debía siempre preceder a las demás, y para que de noche no se la perdiese de vista, llevaba en la popa un farol; si además de éste encendía una linterna o un estrenge [trozo de cuerda de juncos], las demás naves debían hacer otro tanto, a fin de asegurarse de este modo que le seguían. Cuando encendía otras dos luces, sin el farol, las naves debían cambiar de dirección, ya para disminuir su andar, ya a causa de vientos contrarios. Cuando encendía tres, significaba que debían quitarse las velas de ala, que son unas velas pequeñas que se colocan sobre la mayor cuando hace buen tiempo, para encapillar mejor el viento y acelerar la marcha. Se quitan las velas de ala cuando se prevé la tormenta, lo que se hace en ese caso necesario a fin de que no embaracen a los que deben cargar la vela. Si encendía cuatro luces, era señal de que debían recogerse todas las velas; pero cuando estaban apagadas, estas cuatro luces significaban que debían extenderse. Varias luces y algunos tiros de bombarda servían para advertir que nos hallábamos cerca de tierra o de algún bajo, y en consecuencia, que era necesario navegar con mucho cuidado. Había otra señal para indicar cuándo debía fondearse.

Todas las noches se hacían tres guardias: la primera al caer la tarde, la segunda a las doce y la tercera hacia el fin de la noche. En consecuencia, toda la tripulación se hallaba dividida en tres guardias: el primer cuarto se hallaba a las órdenes del capitán; el piloto presidía el segundo, y el tercero pertenecía al maestre. El comandante general exigía la más severa disciplina de la tripulación, a fin de asegurar de ese modo el feliz éxito del viaje.

Lunes por la mañana, 10 de agosto del año 1519, una vez que la escuadra tuvo a bordo todo lo que era necesario, como igualmente su tripulación, compuesta de 237 hombres, se anunció la partida con una descarga de artillería, y se desplegaron las velas de trinquete.

Descendimos el río Betis hasta el puente del Guadalquivir, pasando cerca de Juan de Alfarache, en otro tiempo ciudad de los moros, muy poblada, donde había un puente del que no quedan más vestigios que dos pilares debajo del agua, de los cuales es preciso precaverse, y para no correr riesgo alguno, debe navegarse en este paraje con la alta marea y ayuda de pilotos.

Continuando el descenso del Betis, se pasa cerca de Coria y algunas otras aldeas hasta San Lúcar, castillo de propiedad del duque de Medina Sidonia. Ahí es donde está el puerto que da al océano, a diez leguas del cabo de San Vicente, en el grado 37 de latitud norte. De Sevilla a este puerto hay de diecisiete a veinte leguas.

Algunos días después, el comandante en jefe y los capitanes de las otras naves se vinieron en las chalupas desde Sevilla hasta San Lúcar, y se acabó de vituallar la escuadra. Todas las mañanas se bajaba a tierra para oír la misa en la iglesia de N. S. de Barrameda; y antes de partir, el jefe determinó que toda la tripulación se confesase, prohibiendo en absoluto que se embarcase mujer alguna en la escuadra.

Partimos de San Lúcar el 20 de septiembre, dirigiéndonos hacia el sudoeste, y el 26 llegamos a una de las islas Canarias, llamada Tenerife, situada en 28 grados de latitud septentrional. Detuvímonos ahí tres días en un sitio adecuado para procurarnos agua y leña: en seguida entramos en un puerto de la misma isla, llamado Monte-Rosso, donde pasamos dos días.

Nos contaron de esta isla un fenómeno singular, que en ella jamás llueve [los antiguos creían que no llovía nunca entre los trópicos], y que no hay ni fuente ni río, pero que crece un árbol grande cuyas hojas destilan continuamente gotas de un agua excelente, que se recoge en una cavidad al pie del árbol, donde los isleños van a coger el agua, y los animales, tanto domésticos como salvajes, a abrevarse. Una neblina espesa, que sin duda suministra el agua a las hojas, envuelve constantemente a este árbol.

El lunes 3 de octubre hicimos rumbo directamente hacia el sur, pasando entre el Cabo Verde y sus islas, situadas por los 30° 30' de latitud septentrional, y después de haber corrido durante varios días a lo largo de la costa de Guinea, arribamos hacia el 8° grado de latitud septentrional, donde existe una montaña que se llama Sierra Leona.

Aquí experimentamos vientos contrarios o calmas chichas acompañadas de lluvias, hasta la línea equinoccial, habiendo durado este tiempo lluvioso sesenta días, a pesar de la opinión de los antiguos.

Hacia los 14° de latitud septentrional, experimentamos varias rachas violentas, que, unidas a las corrientes, no nos permitieron avanzar. Cuando venía alguna de estas rachas, tomábamos la precaución de amainar todas las velas, poniendo la nave de costado hasta que cesaba el viento.

Durante los días serenos y de calma, nadaban cerca de nuestra nave grandes peces llamados tiburones. Estos peces poseen varias hiladas de dientes formidables, y si desgraciadamente cae un hombre al mar, lo devoran en el acto. Nosotros cogimos algunos con anzuelos de hierro; pero los más grandes no sirven para comer y los pequeños no valen gran cosa.

Durante las horas de borrasca, vimos a menudo el Cuerpo Santo, es decir, San Telmo. En una noche muy oscura, se nos apareció como una bella antorcha en la punta del palo mayor, donde se detuvo durante dos horas, lo que nos servía de gran consuelo en medio de la tempestad. En el momento en que desapareció, despidió una tan grande claridad que quedamos deslumbrados, por decirlo así. Nos creíamos perdidos, pero el viento cesó en ese mismo momento.

Hemos visto aves de diferentes especies: algunas parecía que no tenían cola; otras no hacen nidos, porque carecen de patas; pero la hembra pone e incuba sus huevos sobre el lomo del macho en medio del mar. Hay otras que llaman cágasela, que viven de los excrementos de las otras aves y yo mismo vi a menudo a una de ellas perseguir a otra sin abandonarla jamás hasta que lanzase su estiércol, del que se apoderaba ávidamente. He visto también pescados que vuelan y otros reunidos en tan gran número que parecían formar un banco en el mar.

Cuando hubimos pasado la línea equinoccial, acercándonos al polo antártico, perdimos de vista la estrella polar. Dejamos el cabo entre el sur y el sudoeste, e hicimos rumbo a la tierra que se llama de Verzino [es nombre italiano para Brasil] por los 23° 30' de latitud meridional. Esta tierra es una continuación de la en que se encuentra el cabo de San Agustín, por los 8° 30' de la misma latitud.

Aquí hicimos una abundante provisión de aves, de patatas, de una especie de fruta que se asemeja al piñón del pino, pero que es extremadamente dulce y de un sabor exquisito, de cañas muy dulces, de carne de anta, la cual se parece a la de vaca, etc. Realizamos aquí excelentes negociaciones: por un anzuelo o por un cuchillo, nos daban cinco o seis gallinas; dos gansos por un peine; por un espejo pequeño o por un par de tijeras, obteníamos pescado suficiente para alimentar diez personas; por un cascabel o una cinta, los indígenas nos traían una cesta de patatas, nombre que se da a ciertas raíces que tienen más o menos la forma de nuestros nabos y cuyo gusto se aproxima al de las castañas. De una manera igualmente ventajosa, cambiábamos las cartas de los naipes: por un rey me dieron seis gallinas, creyendo que con ello habían hecho un magnífico negocio.

Entramos a este puerto [actual Rio de Janeiro] el día de Santa Lucía, a 13 días del mes de diciembre.

Teníamos entonces, a mediodía, el sol en el zenit, y experimentábamos mucho más calor que cuando pasamos la línea.

La tierra del Brasil, que abunda de toda clase de provisiones, es tan extensa como la Francia, la España y la Italia juntas: pertenece al rey de Portugal.

Los brasileros no son cristianos, pero tampoco son idólatras, porque no adoran nada: el instinto natural es su única ley. Viven tan largo tiempo, que es frecuente encontrar individuos que alcanzan hasta los ciento veinticinco y aun algunas veces hasta los ciento cuarenta años. Tanto las mujeres como los hombres andan desnudos. Sus habitaciones, que llaman boy, son cabañas alargadas, y duermen sobre redes de algodón, llamadas hamaks, sujetas por los dos extremos a postes gruesos. Encienden fuego a flor de tierra. Uno de estos boys encierra algunas veces hasta cien hombres, con sus mujeres e hijos: se siente por lo tanto siempre mucho ruido. Sus embarcaciones, que llaman canoas, las fabrican de un tronco de árbol ahuecado por medio de una piedra cortante, porque las piedras reemplazan al hierro, de que carecen. Estos árboles son tan grandes que una sola canoa puede contener hasta treinta y aun cuarenta hombres, que bogan con remos semejantes a las palas de nuestros panaderos. Al verlos tan negros, completamente desnudos, sucios y calvos, se les podría confundir con los marineros de la laguna Estigia.

Los hombres y las mujeres son bien constituidos, y conformados como nosotros. Algunas veces comen carne humana, pero solamente la de sus enemigos, lo que no ejecutan por deseo ni por gusto, sino por una costumbre que, según lo que nos dijeron, se ha introducido entre ellos de la manera siguiente: Una vieja no tenía sino un hijo que fue muerto por los enemigos. Algún tiempo después, el matador del joven fue hecho prisionero y conducido delante de ella; para vengarse, esta madre se lanzó como un animal feroz sobre él y le desgarró un hombro con los dientes. El hombre tuvo la suerte no sólo de escaparse de las manos de la vieja y de evadirse, sino también de regresar a los suyos, a quienes mostró la huella de los dientes que llevaba en el hombro, y les hizo creer que los enemigos habían tratado de devorarle vivo. Para que los otros no les aventajasen en ferocidad, se determinaron a comerse realmente a los enemigos que se tomasen en los combates, y éstos hicieron otro tanto. Sin embargo, no se los comen inmediatamente, ni tampoco vivos, sino que los despedazan y los reparten entre los vencedores. Cada uno se lleva a su casa la porción que le ha cabido, la hace secar al humo y cada ocho días asa un pequeño pedazo para comérselo. He tenido noticia de este hecho de Juan Carvalho, nuestro piloto, que había pasado cuatro años en el Brasil.

Los brasileros, tanto las mujeres como los hombres, se pintan el cuerpo, especialmente el rostro, de una manera extraña y en diferentes estilos. Tienen los cabellos cortos y lanudos, y carecen de pelos en todo el cuerpo, porque se los arrancan. Usan una especie de chupa hecha de plumas de loro, dispuestas de manera que las mayores de las alas y de la cola les formen un círculo en la cintura, lo que les da una figura extraña y ridícula. Casi todos los hombres llevan el labio inferior taladrado con tres agujeros por los cuales pasan pequeños cilindros de piedra del largo de dos pulgadas. Las mujeres y los niños no poseen este incómodo adorno. Añadid a esto que andan enteramente desnudos por delante. Su color es más bien oliváceo que negro. Su rey lleva el nombre de cacique.

Pueblan este país un número infinito de loros, de tal manera que nos daban ocho o diez por un pequeño espejo. Poseen también una especie de gatos amarillos muy hermosos, que semejan leones pequeños.

Comen una especie de pan redondo y blanco, que no nos agradó, hecho con la médula, o, mejor dicho, con la albura que se encuentra entre la corteza y el palo de cierto árbol, que tiene alguna semejanza con la leche cuajada. Poseen también cerdos que nos parecieron que tenían el ombligo en el lomo, y unas aves grandes cuyo pico semeja una espátula, pero que no tienen lengua.

Algunas veces para procurarse un hacha o un cuchillo, nos prometían por esclavos una y hasta dos de sus hijas, pero no nos ofrecieron jamás sus mujeres, quienes, por lo demás, no habrían consentido en entregarse a otros que a sus maridos, porque, a pesar del libertinaje de las solteras, su pudor es tal cuando se casan que no soportan que sus maridos las abracen durante el día. Están sujetas a los trabajos más duros, viéndoseles a menudo descender de los cerros con cestas muy pesadas sobre la cabeza, aunque no andan jamás solas, porque sus maridos, que son muy celosos, las acompañan siempre, llevando en una mano las flechas y el arco en la otra. Este arco es de palo de Brasil o de palma negra. Si las mujeres tienen hijos los llevan suspendidos del cuello por medio de una red de algodón. Muchas otras cosas podría decir de sus costumbres, que omito por no hacerme demasiado prolijo.

Estos pueblos son en extremo crédulos y bondadosos, y sería fácil hacerles abrazar el cristianismo. La casualidad quiso que concibiesen por nosotros veneración y respeto. Desde hacía dos meses reinaba en el país una gran sequedad, y como sucedió que en el momento de nuestra llegada envióles lluvias el cielo, no dejaron de atribuirlas a nuestra presencia. Cuando desembarcamos a oír misa en tierra, asistieron a ella en silencio, con aire de recogimiento, y viendo que echábamos al mar nuestras chalupas, que dejábamos amarradas a los costados de la nave o que la seguían, se imaginaron que eran hijos de la nave y que ésta los alimentaba.

El comandante en jefe y yo fuimos un día testigos de una aventura singular. Las jóvenes venían con frecuencia a bordo a ofrecerse a los marineros a fin de obtener algún presente: un día una de las más bonitas subió también, sin duda con el mismo objeto, pero habiendo visto un clavo de tamaño de un dedo y creyendo que no la observaban, lo cogió y con gran rapidez se lo colocó entre los dos labios de sus órganos sensuales. ¿Creía ocultarlo? ¿Creía así adornarse? Tal fue lo que no pudimos adivinar.

Pasamos en este puerto trece días, continuando en seguida nuestra derrota pegados a la costa hasta los 34° 40' de latitud meridional, donde encontramos un gran río de agua dulce. Aquí es donde habitan los caníbales, es decir, los que comen carne humana. Uno de ellos de estatura gigantesca y cuya voz se asemejaba a la del toro, se aproximó a nuestra nave para tranquilizar a sus compañeros, que, temiendo que les quisiésemos hacer daño, se alejaban de la costa para retirarse con sus efectos hacia el interior del país. Para no dejar escapar la ocasión de verles de cerca y de hablarles, saltamos a tierra en número de cien hombres, persiguiéndolos a fin de poder atrapar algunos, mas daban unos pasos tan desmesurados, que, aun corriendo y saltando, no pudimos nunca alcanzarlos.

Este río forma siete islas pequeñas, en la mayor de las cuales, llamada cabo de Santa María, se encuentran piedras preciosas. Anteriormente se había creído que esa agua no era la de un río sino un canal por el cual se pasaba al Mar del Sur; pero se vio bien pronto que no era sino un río que tiene diecisiete leguas de ancho en su desembocadura.

Aquí fue donde Juan de Solís, que andaba como nosotros descubriendo nuevas tierras, fue comido con sesenta hombres de su tripulación por los caníbales, en quienes se había confiado demasiado.

Costeando siempre esta tierra hacia el polo Antártico, nos detuvimos en dos islas que sólo encontramos pobladas por pingüinos y lobos marinos. Los primeros existen en tal abundancia y son tan mansos que en una hora cogimos provisión abundante para las tripulaciones de las cinco naves. Son negros y parece que tienen todo el cuerpo cubierto de plumas pequeñas, y las alas desprovistas de las necesarias para volar, como en efecto no vuelan: se alimentan de pescados y son tan gordos que para desplumarlos nos vimos obligados a quitarles la piel. Su pico se asemeja a un cuerno.

Los lobos marinos son de diferentes colores y más o menos del tamaño de un becerro, a los que se parecen también en la cabeza. Tienen las orejas cortas y redondas y los dientes muy largos; carecen de piernas, y sus patas, que están pegadas al cuerpo, se asemejan bastante a nuestras manos, con uñas pequeñas, aunque son palmípedos, esto es, que tienen los dedos unidos entre sí por una membrana, como las nadaderas de un pato. Si estos animales pudieran correr serían bien temibles porque manifestaron ser muy feroces. Nadan rápidamente y sólo viven de pescado.

En medio de estas islas experimentamos una tormenta terrible, durante la cual los fuegos de San Telmo, de San Nicolás y de Santa Clara se vieron varias veces en la punta de los mástiles; notándose cómo, cuando desaparecían, disminuía al instante el furor de la tempestad.

Alejándonos de estas islas para continuar nuestra ruta, alcanzamos a los 49° 30' de latitud sur, donde encontramos un buen puerto; y como ya se nos aproximaba el invierno, juzgamos conveniente pasar ahí el mal tiempo.

Transcurrieron dos meses antes de que avistásemos a ninguno de los habitantes del país. Un día en que menos lo esperábamos se nos presentó un hombre de estatura gigantesca. Estaba en la playa casi desnudo, cantando y danzando al mismo tiempo y echándose arena sobre la cabeza. El comandante envió a tierra a uno de los marineros con orden de que hiciese las mismas demostraciones en señal de amistad y de paz: lo que fue tan bien comprendido que el gigante se dejó tranquilamente conducir a una pequeña isla a que había abordado el comandante. Yo también con varios otros me hallaba allí. Al vernos, manifestó mucha admiración, y levantando un dedo hacia lo alto, quería sin duda significarnos que pensaba que habíamos descendido del cielo.

Este hombre era tan alto que con la cabeza apenas le llegábamos a la cintura. Era bien formado, con el rostro ancho y teñido de rojo, con los ojos circulados de amarillo, y con dos manchas en forma de corazón en las mejillas. Sus cabellos, que eran escasos, parecían blanqueados con algún polvo. Su vestido, o mejor, su capa, era de pieles cosidas entre sí, de un animal que abunda en el país, según tuvimos ocasión de verlo después. Este animal tiene la cabeza y las orejas de mula, el cuerpo de camello, las piernas de ciervo y la cola de caballo, cuyo relincho imita. Este hombre tenía también una especie de calzado hecho de la misma piel. Llevaba en la mano izquierda un arco corto y macizo, cuya cuerda, un poco más gruesa que la de un laúd, había sido fabricada de una tripa del mismo animal; y en la otra mano, flechas de caña, cortas, en uno de cuyos extremos tenían plumas, como las que nosotros usamos, y en el otro, en lugar de hierro, la punta de una piedra de chispa, matizada de blanco y negro. De la misma especie de pedernal fabrican utensilios cortantes para trabajar la madera.

El comandante en jefe mandó darle de comer y de beber, y entre otras chucherías, le hizo traer un gran espejo de acero. El gigante, que no tenía la menor idea de este mueble y que sin duda por vez primera veía su figura, retrocedió tan espantado que echó por tierra a cuatro de los nuestros que se hallaban detrás de él. Le dimos cascabeles, un espejo pequeño, un peine y algunos granos de cuentas; en seguida se le condujo a tierra, haciéndole acompañar de cuatro hombres bien armados.