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Quedó hechizado por su inocente belleza. Condenada a una vida de normas y restricciones, la princesa Leila de Qurhah se sentía como una marioneta que bailara al son que tocaba el sultán. Desesperada por conseguir ser libre, sabía que solo había un hombre que tuviera la llave para abrir el candado de su prisión. Lo último que se había esperado el famoso magnate de la publicidad Gabe Steel al llegar al reino de Qurhah era encontrarse a una atractiva joven en su habitación de hotel… y que le pidiera trabajo. Desconocía su condición de princesa y hasta dónde iba a estar dispuesto a llegar para salvarla del escarnio público.
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Seitenzahl: 202
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Sharon Kendrick
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
La princesa cautiva, n.º 2349 - noviembre 2014
Título original: Shamed in the Sands
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4859-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
CUANDO llamaron a la puerta, Gabe Steel estaba desnudo.
Frunciendo el ceño, tomó una toalla. Quería tranquilidad. Necesitaba tranquilidad. Había acudido a esa extraña ciudad por múltiples razones, incluyendo la de no ser molestado cuando acababa de salir de la ducha.
Pensó en la luz primaveral que había dejado atrás en Inglaterra. Una luz que todavía le encogía el alma de dolor en esa época del año. La sensación de culpa nunca le abandonaba a uno del todo, por mucho que intentara enterrarla. En cuanto se rascaba bajo la superficie surgían cosas indeseables. Por eso él no rascaba bajo la superficie. Nunca.
Sin embargo, a veces era imposible huir. ¿No había subido ya un empleado hacía un rato para preguntar si deseaba algo especial por su cumpleaños? Se preguntó cómo demonios habían sabido que era su cumpleaños, hasta que comprendió que la fecha de nacimiento figuraba en el pasaporte que había entregado al registrarse el día anterior.
Se quedó quieto y agudizó el oído. Todo volvía a estar en silencio, pero, en cuanto empezó a secarse con la toalla, golpearon de nuevo la puerta, y con mayor insistencia.
En cualquier otro momento y lugar habría ignorado la llamada, pero aquellas no eran unas circunstancias normales. Había conseguido un trabajo de primera. Nunca había sido el invitado de una familia real, del jefe de la familia real, en realidad. Era la primera vez que trabajaba para un sultán, el hombre que gobernaba uno de los países más ricos del mundo y que ya había agasajado a Gabe con una impresionante hospitalidad. Quizás eso era lo que empezaba a resultarle irritante, porque no le gustaba estar en deuda con nadie, por elevada que fuera su posición.
Mascullando un juramento, se sujetó la toalla alrededor de la cintura y cruzó la enorme habitación. A lo largo de su vida se había alojado en lugares bastante llamativos, y su propia casa de Londres era espectacular, pero la suite en el ático del mejor hotel de Qurhah le daba un significado totalmente nuevo al concepto de lujo.
El golpeteo de los nudillos contra la puerta continuaba de manera insistente y rítmica, imposible de ignorar. Con creciente impaciencia, Gabe la abrió y encontró a una mujer. Mejor dicho, a una mujer que intentaba disimular por todos los medios su condición de mujer.
Alta y delgada, su cuerpo estaba totalmente tapado. Llevaba un maletín y vestía vaqueros, una enorme gabardina y un sombrero que le cubría parte del rostro. El aspecto era tan andrógino que casi podría haber pasado por un hombre. Pero Gabe olía la presencia femenina a kilómetros de distancia. Era capaz de adivinar la talla de la ropa interior con una simple y furtiva mirada. Era todo un experto, aunque su experiencia no fuera más allá de lo puramente físico.
Porque carecía totalmente del aspecto emocional. Lo que menos le hacía falta al final de una agotadora jornada era una mujer que le distrajera o llorara sobre su hombro en un vano intento de hacer que se derritiera su corazón. Y, desde luego, lo que menos le apetecía era que una desconocida apareciera en su habitación en un día en el que su corazón estaba plagado de negrura y su agenda repleta.
–¿Dónde está el fuego? –preguntó.
–Por favor –susurró la joven con urgencia–. ¿Puedo entrar?
–Cariño, creo que te has equivocado de habitación –concluyó Gabe mientras hacía ademán de cerrar la puerta.
–Por favor –insistió ella con un toque de pánico en la voz–. Me están buscando.
Gabe se quedó petrificado ante la súplica. No era lo habitual en el impecable y controlado mundo que él llamaba su vida, y le retrotrajo a un tiempo y un lugar en el que las amenazas eran una constante. Donde el miedo nunca se alejaba del todo.
Contempló el rostro de la joven, en cuyos ojos brillaba la alarma.
–Por favor –repitió ella.
Gabe dudó durante un instante hasta que un indeseado impulso de protección lo asaltó.
–Adelante –asintió al fin mientras aspiraba la estela del perfume especiado que la mujer dejó a su paso al entrar a toda prisa. Cerrando la puerta, se volvió hacia ella–. ¿Qué sucede?
La joven sacudió la cabeza y contempló aterrorizada la puerta, como si esperara que alguien fuera a entrar tras ella.
–Ahora no –contestó con un suave acento que empezaba a despertar los sentidos de Gabe–. No tenemos tiempo. Le contaré todo lo que necesite saber cuando esté a salvo. No deben encontrarme aquí. No deben.
La mujer miraba hacia el extremo más alejado de la habitación donde se vislumbraba la cama desecha al otro lado de la puerta abierta del dormitorio, pero rápidamente desvió la mirada.
–¿Dónde puedo ocultarme? –preguntó.
Gabe la miró con los ojos entornados. La actitud de esa mujer se le antojaba arrogante, casi imperiosa, teniendo en cuenta el modo en que había irrumpido en su habitación y que era él quien le estaba haciendo un favor. Una pequeña muestra de gratitud no habría estado de más, pero quizás no fuera el momento de dar lecciones de etiqueta sobre el allanamiento de morada, no cuando la joven parecía tan inquieta.
Recordó dónde solía esconderse cada vez que los alguaciles aporreaban la puerta. La estancia que siempre le parecía más segura que las demás.
–Escóndete en el cuarto de baño –le ordenó–. Dentro de la bañera. Quédate ahí hasta que te avise. Y espero que tengas una buena explicación para esta intrusión indeseada en mi vida.
La joven no parecía oírle y ya se dirigía hacia el cuarto de baño.
Había conseguido contagiar a Gabe su ansiedad, pues sentía la adrenalina inundar sus venas y el corazón galopar alocado. Se preguntó si no debería ponerse algo de ropa, pero comprendió que no había tiempo porque ya se oían pisadas en el pasillo.
El fuerte golpeteo de unos nudillos resonó por la habitación y Gabe abrió la puerta a dos hombres de negra mirada. Las holgadas vestimentas no disimulaban la potente musculatura y la pistola se marcaba claramente en el costado.
El más alto de ellos deslizó la mirada por el todavía húmedo torso de Gabe y se detuvo en la toalla enrollada alrededor de la cintura.
–Sentimos mucho molestarle, señor Steel.
–No hay problema –contestó Gabe con amabilidad sin que le pasara desapercibido que conocían su apellido, como al parecer todo el mundo en ese hotel. Tenían un acento parecido al de la misteriosa mujer que se ocultaba en el cuarto de baño–. ¿En qué puedo ayudarles?
–Estamos buscando a una mujer –contestó el mismo hombre.
–Como todos –observó él en tono de complicidad y un toque de humor.
Sin embargo, ninguno de los dos hombres pareció captar la broma y sus rostros permanecieron igual de serios que al principio.
–¿La ha visto?
–Depende de qué aspecto tenga –contestó Gabe.
–Alta, veintipocos años, cabello oscuro –le informó el más bajito de los dos–. Una mujer bastante llamativa.
Gabe señaló la toalla y se frotó los brazos en un gesto que pretendía insinuar que tenía frío, lo cual no se alejaba mucho de la realidad ya que el fuerte aire acondicionado le había puesto la piel de gallina.
–Como ven, me acabo de duchar y puedo asegurarles que estaba solo, lo cual no deja de ser una pena –miró hacia el dormitorio antes de volverse con una forzada sonrisa que denotaba una incipiente irritación–. Por supuesto, pueden echar un vistazo, aunque les agradecería que se dieran prisa. Todavía tengo que afeitarme y vestirme. Dentro de un par de horas tengo una cita para cenar con el sultán.
Aquello funcionó. La mención del sultán provocó en los dos hombres la reacción que había esperado. A Gabe casi se le escapó la risa al verlos dar un paso atrás, perfectamente sincronizados.
–Por supuesto. Disculpe la interrupción. No le robaremos más tiempo, señor Steel. Muchas gracias por su ayuda.
–No hay de qué –contestó él mientras cerraba la puerta con suavidad.
Con pisadas igualmente suaves se dirigió hacia el cuarto de baño y lo abrió en el preciso momento en que la mujer salía de la bañera, cual sensual serpiente. De inmediato sintió una oleada de calor en la entrepierna.
El sombrero se le había caído y por primera vez pudo ver su rostro. Era la mujer más atractiva que había visto jamás, una fantasía hecha realidad. A Gabe se le secó la boca. Era como si uno de los personajes de las Mil y una noches hubiera entrado en su cuarto de baño.
Tenía una luminosa piel olivácea y los ojos enmarcados en negro eran de un brillante color azul. Los cabellos azabache recogidos en una coleta llegaban casi hasta la cintura y brillaban tanto como si hubiera dedicado toda la mañana a pulirlos. A pesar de la gabardina, se adivinaban unos bonitos pechos y unas larguísimas piernas.
El rostro de la joven se mantuvo impasible mientras el escrutinio continuaba, como si la sumisión no le resultara extraña. Únicamente un ligero rubor en las mejillas denotaba que tanta atención podría estarle resultando incómoda. Pero ¿qué esperaba? No podía irrumpir en la habitación de un hombre, pedir refugio y luego esperar que se observaran las habituales normas de cortesía.
–Ya se han ido –anunció él secamente.
–Ya lo he oído –ella titubeó–. Gracias.
A Gabe no le pasó desapercibido cómo la mirada azul se detenía sistemáticamente en el desnudo torso antes de desviarse, como si supiera que no debería mirar, pero no pudiera evitarlo. No era la primera vez que le sucedía y sonrió a la joven.
–Creo que me debes una explicación –continuó–. ¿No te parece?
–Claro –ella se agachó para recoger el maletín y al erguirse volvió a posar furtivamente la mirada en el desnudo torso–. Pero... aquí no.
¿Demasiada intimidad? ¿Se había dado cuenta de que, bajo la diminuta toalla, el masculino cuerpo empezaba a responder de un modo que iba a resultar vergonzosamente obvio si no tenía cuidado? Gabe sentía el ardiente bombeo de la excitación en la entrepierna y, de repente, se sintió curiosamente vulnerable.
–Espérame ahí dentro –le ordenó bruscamente–. Voy a vestirme.
Para cuando consiguió ponerse los vaqueros y una camiseta, la erección ya se había calmado. Se dirigió hacia el salón y encontró a la mujer mirando por las ventanas panorámicas que permitían ver los dorados minaretes y torres de la ciudad de Simdahab que brillaban bajo el sol del atardecer. Sin embargo, Gabe apenas notó las magníficas vistas, su atención cautivada por la misteriosa extraña.
Se había quitado la gabardina y la había colgado del respaldo de uno de los sillones. ¿Acaso tenía pensado quedarse? Sin ninguna barrera que se interpusiera entre ellos, Gabe pudo contemplar la suave curva del trasero abrazado por los vaqueros y la cintura hasta la que llegaba la negra coleta como una cascada de seda.
La joven debió de presentir su presencia pues se dio la vuelta. De frente la visión era aún mejor. Cuando ella lo miró con sus bonitos ojos azules, Gabe no percibió más que tentación.
Por un momento se preguntó si no la habría enviado el sultán, un hermoso presente para su disfrute. Otro regalo más, como los que habían estado llegando a la suite durante toda la mañana. Había oído que, a pesar de su relativa juventud, el sultán era un hombre anticuado. No sería descabellado que hubiera decidido endulzar la estancia de su invitado con una mujer. Una mujer hermosa y sumisa que satisfaría todos sus deseos.
–¿Quién eres? –preguntó fríamente–. ¿Una prostituta?
El rostro de la joven permaneció imperturbable ante la desconsiderada pregunta. Sin embargo, pasó toda una eternidad hasta que contestó.
–No, no soy ninguna prostituta. Me llamo Leila –contestó al fin.
–Bonito nombre, pero no soy adivino.
–Señor Steel...
–¿Cómo es que todo el mundo en esta ciudad sabe quién soy? –Gabe sacudió la cabeza.
La mujer sonrió curvando los rosados labios y, aunque nunca había pagado por sexo, en esos momentos él casi deseó que se tratara de una fulana. ¿Qué le pediría que le hiciera para empezar? ¿Bajarle la cremallera y tomarlo con esa deliciosa boca, chupando hasta hacerle llegar? ¿O quizás cabalgar sobre él hasta hacerle gritar de placer?
–Todo el mundo le conoce porque es el invitado del sultán –le explicó ella–. Se llama Gabe Steel y es un genio de la publicidad que ha venido a Qurhah para mejorar nuestra imagen global.
–Ese ha sido un resumen muy halagador –asintió Gabe secamente–. Pero me temo que no me gustan los halagos indeseados y sigue sin explicar tu presencia aquí. No explica por qué irrumpiste en mi suite sin ser invitada para esconderte en mi cuarto de baño... Leila.
Durante unos segundos no hubo más que silencio.
El corazón de Leila se golpeaba contra las costillas mientras escuchaba el desafío en la voz de ese hombre, contrarrestado por el sedoso tono con el que había pronunciado su nombre. Su mente estaba hecha un lío y se sentía expuesta. Tenía que seguir hasta el final, aunque empezaba a resultar más complicado de lo que había previsto en un primer momento. De momento, todo estaba sucediendo según lo planeado, pero de repente se sentía muy nerviosa. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? ¿Cómo no había valorado al propio Gabe Steel y el efecto que podría ejercer sobre ella?
Clavó la mirada en los ojos grises que parecían traspasarla hasta los huesos. Leila intentó encontrar las palabras para explicar su situación, pero todo lo que había pensado decir desapareció de su mente.
No estaba acostumbrada a estar a solas con hombres a quienes no conocía, y menos todavía en una habitación de hotel. Sobre todo con un hombre que tuviera ese aspecto.
Era guapísimo.
Increíblemente guapo.
Por supuesto, había leído sobre él. Se lo había propuesto firmemente en cuanto había sabido que su hermano lo había contratado. Había averiguado todo sobre Gabe Steel. Sabía que era el propietario de Zeitgeist, una de las mayores agencias de publicidad del mundo. Sabía que a los veinticuatro años ya era millonario, y multimillonario a los treinta. Cumplidos los treinta y cinco, seguía soltero, aunque no por falta de mujeres deseosas de llevar su alianza en el dedo.
También había visto imágenes suyas, y las había estudiado a conciencia. Gabe Steel parecía tenerlo todo desde el punto de vista físico. Los cabellos dorados le conferían el aspecto de un dios, y el atlético cuerpo podría rivalizar con cualquier atleta olímpico. En una de esas fotos había aparecido vestido con vaqueros desteñidos y una camisa desabrochada montado sobre una moto sin llevar casco. Enseguida había comprendido que era la clase de hombre que te dejaba sin aliento en cuanto lo conocías en persona. Y no se había equivocado.
Pero no había esperado que fuera tan... carismático.
Leila estaba acostumbrada a hombres poderosos, había crecido rodeada de ellos. Toda su vida la habían mandado y explicado que les debía respeto. Le habían enseñado que los hombres lo sabían todo. Sonrió amargamente al recordar lo crueles y fríos que podían llegar a ser. Les había visto tratar a las mujeres como basura, como si sus opiniones tuvieran que ser simplemente toleradas, nunca consideradas. Y ese era uno de los motivos por los que, en su fuero interno, no le gustaba el sexo opuesto.
Desde luego se mostraba sumisa ante ellos, tal y como le habían enseñado, porque era lo que el destino le había deparado.
Nacer princesa en un mundo de hombres no te dejaba muchas opciones, aparte de obedecer. No había podido tomar ni una sola decisión importante sobre su vida. Sus estudios habían sido elegidos sin consultarle, sus amigos cuidadosamente escogidos. Había aprendido a sonreír y aceptar, porque también había aprendido que la resistencia era inútil. Los demás sabían lo que era mejor para ella, y su única alternativa era aceptar sus decisiones.
Desde el punto de vista material, por supuesto, había sido mimada hasta la saciedad. Siendo la única hermana de uno de los hombres más ricos del mundo, era inevitable. Diamantes, perlas, rubíes y esmeraldas se habían acumulado en joyeros en su dormitorio de palacio. Las tiaras de su difunta madre estaban guardadas en una vitrina para que se las pusiera cuando se le antojara.
Pero Leila sabía que ni todas las riquezas del mundo podían hacer que una se sintiera a gusto consigo misma. Las joyas no compensaban las limitaciones del estilo de vida, ni protegían de un futuro al que miraba con aprensión.
Entre las cuatro paredes del palacio solía vestir con ropas tradicionales y velo, pero ese día había adoptado un aspecto desafiantemente occidental. Jamás en su vida había llevado unos vaqueros tan ajustados, y había necesitado cubrirlos con la gabardina para poder continuar. La gruesa tela le frotaba la entrepierna, del mismo modo que la blusa de seda le acariciaba los pechos. Vestida de ese modo se sentía liberada y, si bien la sensación era agradable, también le asustaba un poco, sobre todo ante la mirada curiosa de Gabe Steel.
Sin embargo, tanto su ropa como la reacción de ese hombre eran irrelevantes. Se había vestido así para parecer moderna, nada más. Lo que no debía olvidar era que el inglés poseía la llave que le abriría la puerta a un futuro distinto. Y ella iba a hacerle girar esa llave, lo quisiera o no.
Luchando contra una nueva oleada de ansiedad, abrió el maletín y sacó algo de su interior.
–Me gustaría que le echara un vistazo a esto –anunció.
–¿Qué es? –preguntó Gabe.
–Mírelo usted mismo –Leila se dirigió a una bonita mesa y esparció las fotos sobre la pulida superficie.
Gabe se colocó a su espalda. La joven percibía claramente el olor a lima y jabón combinado con el mucho más potente aroma de la masculinidad. Recordó haberlo visto casi desnudo, salvo por la diminuta toalla, y de repente la boca se le secó.
–Son fotos –observó él.
–Eso es –Leila se humedeció los labios.
Lo observó estudiarlas y rezó para que le gustaran, porque llevaba toda su vida haciendo fotos. Era su pasión, su liberación, lo único en lo que destacaba. Quizás su condición de princesa la situaba en el lugar ideal para la fotografía, pues su papel solitario la colocaba en posición de observar desde fuera.
Desde que recibiera su primera cámara había empezado a capturar las imágenes de cuanto le rodeaba. Los jardines de palacio y los hermosos caballos que su hermano guardaba en los establos habían dado paso a inocentes instantáneas de los sirvientes de palacio y retratos de sus hijos.
Sin embargo, la mayoría de las fotos que mostraba a Gabe Steel era del desierto. Imágenes de un paisaje que dudaba mucho que hubiera visto en algún otro lugar y, dado que muy pocas personas habían sido agraciadas con el privilegio del acceso a los lugares secretos de Qurhah, tenían un carácter exclusivo. Además, sospechaba que un hombre como él habría visto bastantes fotos en su vida como para saber valorar algo único.
Gabe se detuvo largo rato en una imagen en particular, entornando los ojos en señal de aprecio.
–¿Quién ha hecho estas fotos? –preguntó, alzando la cabeza y mirándola–. ¿Tú?
–Sí –asintió ella.
–Eres buena –continuó él tras una pausa–. Muy buena.
–Gracias –el elogio fue como una caricia, el mayor cumplido que hubiera recibido jamás. Y Leila resplandeció de orgullo.
–¿Qué es este lugar?
–Está en el desierto, cerca del palacio de verano del sultán. En una zona de extraordinaria belleza conocida como las arenas de Mekathasinia –le explicó, consciente de que la turbadora mirada gris había abandonado la foto para deslizarse por su cuerpo.
Estaba lo bastante cerca como para que pudieran tocarse, y descubrió que era precisamente lo que más le apetecía hacer. Deseaba hundir los dedos en la espesa mata dorada de sus cabellos antes de deslizarlos por el atlético cuerpo. ¿Acaso se había vuelto loca?
Con gran esfuerzo, Leila intentó centrar la atención en la foto y no en la simetría de los esculpidos rasgos de ese hombre.
–Esta la tomé después de uno de los raros aguaceros y la consiguiente inundación que tiene lugar, con suerte, cada veinte años –ella sonrió–. Lo llaman el milagro del desierto. Las semillas de las flores que permanecen durmientes durante décadas en la arena, germinan de golpe y florecen. De modo que millones de brotes tejen una alfombra mágica, aunque el espectáculo solo dura dos semanas.
–Es una foto impresionante. Nunca había visto nada parecido.
Se percibía claramente el tono de sorpresa en la voz de Gabe y Leila se sintió muy orgullosa. Sin embargo, de repente lo más importante no fue el trabajo, sino la proximidad de ese hombre. Debería sentirse cohibida ante él, pero inexplicablemente no era así. Estaba en una habitación de hotel, sola con el playboy Gabe Steel, y se sentía cada vez más excitada.
–Si se fija –con gran esfuerzo, Leila devolvió la atención a la foto–, se ve el palacio al fondo.
–¿Dónde?
–Ahí –el deseo de tocarlo era abrumador. Jamás había sentido un impulso tan fuerte y, de repente, le resultó imposible resistirse.
Inclinándose hacia delante, sus brazos se rozaron mientras ella le señalaba el dorado brillo del palacio. Gabe se tensó visiblemente ante el sutil contacto mientras los corazones de ambos parecían martillear al unísono. ¿Sentía él lo mismo que ella?
–¿Por qué has traído estas fotos, Leila? –Gabe dio un paso atrás–. Y, sobre todo, ¿por qué te persiguen esos hombres?
Ella dudó un instante sin atreverse a revelarle la verdad. Porque sabía que, en cuanto lo supiera, su actitud cambiaría. La gente siempre reaccionaba así. Dejaría de tratarla como a una mujer normal y corriente y empezaría a mirarla con desconfianza. Y estaba disfrutando demasiado del momento como para permitir que sucediera.
¿Por qué no contarle solo una parte? La parte verdaderamente importante.
–Quiero trabajar para usted –contestó con franqueza–. Quiero ayudarle en la campaña.
–No recuerdo haber puesto ningún anuncio ofreciendo trabajo –reaccionó él secamente.
–Lo sé, pero ¿no le parece lógico? –Leila impregnó su voz de sincera pasión–. Conozco Qurhah de un modo en el que usted jamás podrá hacerlo porque me he criado aquí y llevo el desierto en la sangre. Puedo mostrarle los mejores lugares para enseñarle al mundo el paraíso que tenemos aquí. He investigado la campaña y sé que hay cabida en el proyecto para alguien como yo.
–¿Crees que voy a contratar a una desconocida para una importante y lucrativa campaña solo porque tiene una cara bonita? –preguntó Gabe tras soltar una carcajada.
–Estoy segura de que mi cara bonita no tiene nada que ver con la calidad de mi trabajo –Leila sintió la punzada de la injusticia.
–¿Eso crees? –él le dirigió una mirada burlona–. Pues siento defraudarte, cariño. Si no fuera por ese pelo negro y el cuerpo de escándalo, te habría echado a patadas en cuanto se hubieran marchado esos tipos.
–Entonces, ¿ni siquiera lo considerará? –Leila intentó que no trasluciera su enfado. Las cosas no estaban sucediendo según lo previsto.
–No pienso considerar nada hasta haber satisfecho mi curiosidad, y empiezo a aburrirme de tantas evasivas. Todavía no sé quiénes eran esos hombres.
–Mis guardaespaldas –contestó ella a regañadientes.
–¿Tus guardaespaldas?
Había conseguido sorprenderle, lo veía en su expresión. Leila se preguntó cómo reaccionaría si supiera toda la verdad. Si supiera que había nacido para ser vigilada, protegida, asfixiada.
–Soy rica –continuó–. Lo cierto es que soy muy rica.
–De modo que no necesitas el trabajo –los ojos grises la taladraron.
–¿A qué viene eso? –ella reaccionó airada–. ¡Quiero trabajar! No tiene nada que ver. Pensé que un hombre como usted lo comprendería.