La reina Margot - Alejandro Dumas - E-Book

La reina Margot E-Book

Alejandro Dumas

0,0
0,89 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La Reina Margarita (en Francés: La Reine Margot) es una novela escrita en 1845 por Alexandre Dumas padre, también autor de El Conde de Monte Cristo y Los Tres Mosqueteros. Se ubica en París, en agosto de 1572 durante el reinado de Carlos IX (un miembro de la dinastía Valois) y las guerras de religión de Francia. La protagonista de la novela es Margarita de Valois, hija de la mal afamada Catalina de Médici y el fallecido Rey Enrique II, y se centra en su historia durante la Matanza del Día de San Bartolomé, especialmente en su aventura romántica con el protestante La Mole y su matrimonio con Enrique IV.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2017

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Alejandro Dumas

La reina Margot

Alejandro Dumas

LA REINA MARGOT

editado por Carola Tognetti
Greenbooks editore
ISBN 978-88-3295-026-7
Edición Digital
Abril 2017
ISBN: 978-88-3295-076-2
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

Indice

LA REINA MARGOT

PRIMERA PARTE

I. EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA

II. LAS HABITACIONES DE LA REINA DE NAVARRA

III. UN REY POETA

IV. LA NOCHE DEL 24 DE AGOSTO DE 1572

V. DEL LOUVRE EN PARTICULAR Y DE LA VIRTUD EN GENERAL

VI. LA DEUDA PAGADA

VII. LA NOCHE DEL 24 DE AGOSTO DE 1572

VIII. LAS VÍCTIMAS

IX. LOS ASESINOS

X. MUERTE, MISA O BASTILLA

XI. EL ESPINO BLANCO DEL CEMENTERIO DE LOS INOCENTES

XII. LAS CONFIDENCIAS

XIII. DE CÓMO HAY LLAVES QUE ABREN PUERTAS A LAS QUE NO ESTABAN DESTI- NADAS

XIV. SEGUNDA NOCHE DE BODAS

XV. LO QUE LA MUJER QUIERE, DIOS LO QUIERE

XVI. EL CADÁVER DE UN ENEMIGO SIEMPRE HUELE BIEN

XVII. UN COLEGA DE AMBROSIO PARÉ

XVIII. LOS APARECIDOS

XIX. LA CASA DE RENATO, EL PERFUMISTA DE LA REINA MADRE

XX. LAS GALLINAS NEGRAS

XXI. LAS HABITACIONES DE LA SEÑORA DE SAUVE

XXII. «SIRE, VOS SERÉIS REY»

XXIII. EL NUEVO CONVERSO

XXIV. LA CALLE TIZON Y LA CALLE DE CLOCHE-PERCÉE

XXV. LA CAPA COLOR CEREZA

XXVI. MARGARITA

XXVII. LA MANO DE DIOS

XXVIII. UNA CARTA DE ROMA

XXIX. LA CACERIA

XXX. MAUREVEL

XXXI. CAZA MAYOR

SEGUNDA PARTE

I. FRATERNIDAD

II. LA GRATITUD DEL REY CARLOS IX

III. DIOS DISPONE

IV. LA NOCHE DE LOS REYES

V. ANAGRAMA

VI. EL REGRESO AL LOUVRE

VII. EL CORDÓN DE LA REINA MADRE

VIII. PROYECTOS DE VENGANZA

IX. LOS ATRIDAS

X. EL HOROSCOPO

XI. CONFIDENCIAS

XII. LOS EMBAJADORES

XIII. ORESTES Y PÍLADES

XIV. ORTHON

XV. LA POSADA A LA BELLE ETOILE

XVI. DE MOUY DE SAINT-PHALE

XVII. DOS CABEZAS PARA UNA CORONA

XVIII. EL LIBRO DE CETRERÍA

XIX. LA CAZA CON HALCONES

XX. EL PABELLÓN DE FRANCISCO I

XXI. INVESTIGACIONES

XXII. ACTEON

XXIII. EL BOSQUE DE VINCENNES

XXIV. LA FIGURA DE CERA

XXV. ESCUDOS INVISIBLES

XXVI. LOS JUECES

XXVII. EL TORMENTO DE LOS BORCEGUÍES

XXVIII. LA CAPILLA

XXIX. LA PLAZA DE SAINT-JEAN-EN-GRÈVE

XXX. LA PICOTA

XXXI. SUDOR SANGUÍNEO

XXXII. LA PLATAFORMA DEL CASTILLO DE VINCENNES

XXXIII. LA REGENCIA

XXXIV EL REY HA MUERTO. ¡VIVA EL REY!

XXXV. EPÍLOGO

LA REINA MARGOT

Alejandro Dumas

PRIMERA PARTE

Alejandro Dumas

LA REINA MARGOT

editado por Carola Tognetti
Greenbooks editore
ISBN 978-88-3295-076-2
Edición Digital
Mayo 2017

I. EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA

El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta.

Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint-Germain d'Auxerre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada, amenazadora y escandalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés-Saint-Germain y por la de l'Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de Borbón, que se elevaba enfrente.

A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la muchedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador. El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días después, a la que sí sería convidado y a la que asistiría sin recelo alguno.

Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aquella misma mañana, el cardenal de Borbón los había casado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nótre-Dame, siguiendo el ceremonial de rigor en las bodas de las princesas de Francia.

Este matrimonio sorprendió a todo el mundo y dio mucho que pensar a los más perspicaces. Nadie se explicaba cómo se habían reconciliado dos partidos como el protestante y el católico, que tanto se odiaban en aquella época. ¿Perdonaría el joven príncipe de Condé al duque de Anjou, hermano del rey, la muerte de su padre, asesinado en Jarnac por Montesquieu? Y el joven duque de Guisa ¿perdonaría al almirante Coligny la muerte del suyo, asesinado en Orleáns por Poltrot de Meré? Más aún: Juana de Navarra, la valiente esposa del débil Antonio de Borbón, que condujera a su hijo Enrique a este regio enlace, había muerto, apenas hacía dos meses, y corrían singulares rumores acerca de tan repentina muerte. En todas partes se comentaba a media voz, y en algunos lugares se llegó a decir en voz alta que Catalina de Médicis, temerosa de que revelara algún terrible secreto, la había envenenado con unos guantes perfumados, obra de un tal Renato, florentino muy hábil en tales menesteres. El rumor se propagó, adquiriendo mayores visos de verosimilitud cuando, después de la muerte de la reina, a petición de su hijo, dos médicos, uno de los cuales era el famoso Ambrosio Paré, fueron autorizados para abrir y estudiar el cadáver, excepción hecha del cerebro. Como quiera que Juana de Navarra había sido envenenada por la vía del olfato, sólo el cerebro, única parte del cuerpo excluida de la autopsia, podía presentar huellas del crimen. Y empleamos esta palabra porque nadie dudó que se trataba de un crimen.

No acababan aquí los motivos de extrañeza. Señalemos particularmente con qué empeño, lindante con la obstinación, había tomado el rey Carlos esta boda; bien es verdad que no solamente restablecía la paz en su reino, sino que atraía a París a los principales hugonotes de Francia.

Como los desposados pertenecieran, uno a la religión católica y otro a la reformada, hubo de recurrirse para la autorización a Gregorio XIII, que ocupaba por entonces la Sede Pontificia. Pero la dispensa tardaba y tal retraso llegó a inquietar en sumo grado a la reina de Navarra, quien un día expresó al rey Carlos IX sus temores de que no fuera concedida, a lo que el rey tuvo a bien contestar:

-No os preocupéis, mi buena tía: os respeto más que al Papa y amo a mi hermana más de lo que parece. No soy hugonote, pero tampoco soy tonto, y si el señor Papa pretende hacerse el remolón, yo mismo cogeré a Margarita del brazo y la llevaré hasta el templo protestante para que se case con vuestro hijo.

Estas palabras circularon por el palacio y por la ciudad, regocijando profundamente a los hugonotes y procurando graves motivos de intranquilidad a los católicos, que ya se preguntaban en secreto si el rey les traicionaría o si sólo estaba representando una comedia que tendría a la postre cualquier desenlace inesperado.

Sobre todo al almirante Coligny, quien desde cinco o seis años atrás no había cesado en su encarnizada oposición al rey, la conducta de Carlos IX parecía inexplicable. Luego de haber puesto a precio su cabeza ofreciendo por ella ciento cincuenta mil escudos de oro, el rey no brindaba más que a su salud, llamándole padre y declarando ante todo el mundo que sólo a él confiaría en adelante la dirección de la guerra. Llegaron las cosas a tal punto, que la propia Catalina de Médicis, que hasta entonces dirigió los actos, la voluntad y hasta los deseos del joven príncipe, parecía empezar a inquietarse seriamente; no sin motivo, ya que, en un momento de desahogo, Carlos IX había dicho al almirante a propósito de la guerra de Flandes:

-Padre mío, será preciso que cuidemos de que la reina madre, que como sabéis en todo quiere meter la nariz, no se entere de nada. Hemos de mantener este asunto tan en secreto, que ella no lo pueda adivinar, pues embrolladora como es, nos lo echaría todo a perder.

A pesar de su buen sentido y de su experiencia, Coligny no supo mantenerse fiel a una confianza tan ilimitada. Había llegado a París con grandes sospechas, pues, al salir de Chátillon, un campesino se arrojó a sus pies gritando: «¡oh señor, nuestro buen amo, no vayáis a París, porque, si vais, moriréis lo mismo que todos los que os acompañan!» Sin embargo, aquellos recelos se apagaron poco a poco en su corazón y en el de su yerno, Teligny, a quien el rey también daba grandes muestras de amistad llamándole su hermano, así como llamaba padre al almirante, y tuteándole como solía hacer con sus mejores amigos.

Los hugonotes, pues, excepto algunos de espíritu melancólico y desconfiado, se hallaban por completo tranquilos. La muerte de la reina de Navarra se había atribuido a una pleuresía, y los espaciosos salones del Louvre se veían llenos de todos aquellos valientes protestantes que esperaban del matrimonio de su joven jefe Enrique un inesperado cambio de fortuna. El almirante Coligny, La Rochefoucauld, el príncipe de Condé hijo, Teligny, en fin, todos los capitostes del partido se consideraban triunfantes al ver todopoderosos en el Louvre y tan bien acogidos en París a aquellos mismos a quienes tres meses antes el rey Carlos y la reina Catalina querían colgar de horcas más altas que las empleadas para los reos de asesinato. No faltaban más que el mariscal de Montmorency, a quien en vano se hubiera buscado entre sus pares. Ninguna promesa pudo seducirlo ni se dejó engañar por ningún gesto. Retirado en su castillo de L'Isle-Adam, daba por excusa de su ausencia el dolor que aún le causaba la falta de su padre, el condestable Anio de Montmorency, muerto de un tiro de pistola por Robert Stuart en la batalla de San Dionisio. Como habían transcurrido ya más de tres años desde tan desdichado acontecimiento y la sensibilidad no era una virtud muy en boga en aquella época, cada cual interpretó como quiso aquel luto que prolongaba más de lo común.

Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!